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Vecino Ruidoso. Cap. IV

en Gays

JAIME

Allí estaba yo sentado en el sofá a las dos de la mañana. Llevaba puestos aquellos gayumbos blancos que habían pertenecido al policía que me había cambiado la vida. Puede sonar exagerado, pensareis que soy el típico melodramático que hace una enorme bola de copo de nieve. Pero la realidad es que aquella tarde follando a mi vecino con aquel poli, del cual no sabía ni su nombre, me había cambiado. Y si no era así, que hacía aquí sentado, sin poder pegar ojo y con unos gayumbos sucios que ni siquiera me pertenecían. Olían realmente mal, a saber que había hecho mi vecino con ellos, porque ni de coña olían como yo me lo esperaba. Tampoco me había planteado como olería la lefa después de un mes. Y la verdad, no es que sea agradable. Pero allí estaba yo con ellos puestos, y con el rabo duro por el mero echo de saber a quien habían pertenecido.

Aquel mes habían cambiado muchas cosas. No lo suficiente, está claro. Y tenía claro que aquel día había sido un punto de inflexión, y que me llevaba hacía una pendiente en la que yo no podía controlar lo que iba a ocurrir. En el día a día, poco había cambiado. Mi mujer seguía siendo una arpía insoportable, obsesionada con nuestro hijo de 6 meses. Al menos ese mes había follado más que en los últimos 15 meses. No me felicitéis todavía, teniendo en cuenta que en 15 meses ni me pude acercar a ella, por lo que no era muy difícil superarlo. Había echado 6 polvos, eso sí… usándola como la zorra que es, con cierto desprecio incluso. Y lo gracioso es que ella lo disfrutaba, parecía que deseaba que saliese mi lado cabrón y la reventase a pollazos sin importar si le desgarraba el coño con mi rabo, demasiado grande para su coño. Me planteaba si ella era tan de insoportable para que yo la tratase así. Pero después pensaba en nuestros años de noviazgo, en los que todo iba como la seda. ¿Había sido todo una actuación para cazarme con el yugo del anillo, y esta era la verdadera cara de mi mujer? La verdad es que todo empezó a cambiar tras la boda, y se terminó de joder con nacimiento del bebé. Y yo creo que ella era ahora feliz, al menos más que yo. Y que el Jaime cabrón le gustaba más que el Jaime calzonazos que yo era normalmente. Igual debería ser un tío cabrón a tiempo completo, machista y misógino. El problema es que ni yo era el cabrón que ella buscaba, ni yo quería estar toda mi vida con una loca bipolar.

Yo nunca había tenía esa actitud en la cama. Y parecía que cuando follaba ahora con ella, era el policía quien me poseía y me hacía convertirme en un puto macho dominante. Me planteaba si no había contagiado con su lefa, o con el aliento y la saliva que me pasó cuando nos morreamos, al igual que pasa cuando te muerde un hombre lobo. Y es que el policía me recordaba un hombre lobo, tan peludo, con esa belleza animal que hacía que toda mi atención estuviera en él. Recuerdo como le obedecía, como no me planteaba nada mientras estuve con él. Mis tabús, mis prejuicios no existían, como si su aura animal fueran un escudo que los repelía.

Además tenía sueños con él constantemente, como si siguiera metido en mi mente. Eran sueños eróticos, por supuesto, en que follábamos al vecino, de mil maneras, de mil formas, en mil lugares. Incluso cuando me follaba a mi mujer, mi primer pensamiento era para él. Como un alumno que quería que su maestro estuviese orgulloso. Lo que me preocupaba es que todo esto hacía que me acordase de mi padre. Y sobre todo, porque desde hacía un par de semanas tenía sueños que me perseguían, sueños que se mezclaban con mis recuerdos de mi infancia, y que no quería creer. Cuando soñaba con él me despertaba inquieto, y no quería volverme a dormir. Solo recordaba trazos del sueño, pero sabía que no quería volver a vivirlos.

Me miré en el reflejo de la tele, la poca luz que entraba por la ventana permitía que mi imagen se reflejase perfectamente en la negra pantalla de plasma. Y joder, con esos gayumbos de viejo, que ahora están tan de moda, me parecía mucho a él. Así despeinado, con la incipiente barba, espatarrado y marcando paquete, era como su imagen mejorada. Mi padre había sido un cabrón, un bebedor y un putero, de los que alardeaba de poner los cuernos a su mujer. Y yo no podía más que odiarlo, aunque fuera por respeto a mi madre. ¿Sería en realidad como él, un cabrón? Igual llevaba años luchando contra mi ser. Ahora recuerdo como cuando me volví adulto mi madre me miraba de otra forma, con recelo diría. No os llevéis a engaños, ella siempre me trató bien, pero yo creo verme le recordaba tanto a mi padre que no podía soportarlo. Se lo noto en cómo me mira escondida tras la puerta o desde la cocina en la distancia, cuando cree que no me doy cuenta. Y me mira con rencor, con cierto odio, pero otras veces lo hace con nostalgia. Y es que mi padre tenía ese don, todo el que estaba a su lado acababa odiándolo después de haberlo amado. Y esos dos sentimientos nunca se acaban de ir, por suerte o por desgracia.

Me cogí los huevos y fruncí el ceño, poniendo la cara de cabrón que ponía mi padre cuando hacía ese gesto tan normal en él. Era como su saludo cuando entraba en el salón los domingos por la mañana, con sus gayumbos holgados, a veces húmedos de la meada que acababa de echar. Y me sentí muy macho, me recordé mucho a él. Y es que no hay mejor sensación que cogerte los huevos y sentir la mano llena, sentir unos huevazos calientes y grandes. Mi padre también los tenía colgones, como yo. Como dije nos parecíamos, en todo… aunque yo le ganaba en tamaño. Y ese monstruo que había heredado ya empezaba a asomar por la goma del gayumbo del poli, buscando un poco de libertad.

Me sacó de mis recuerdos el sonido del ascensor, y me acerqué a mirar por la mirilla. Otro tío, y yo ya había perdido la cuenta. Ahora un tío bajito y gordo, que imagine olería mal por las pintas que llevaba. No le abrió mi vecino, sino un tío alto y muy delgado de unos 60 tacos que lo miró algo decepcionado. Le dio un sorbo a una birra y se rasco los huevos mientras le decía que no se parecía nada a las fotos. El otro contesto que para una puta sin filtro todos valían, y lo apartó pasando dentro. Y la verdad es que el larguirucho no estaba para hablar.

Me senté otra vez en el sofá muy cabreado. Putos gilipollas… como podían hablar así de Alejandro, ¿se habían mirado al espejo en los últimos 10 o 20 años? No se merecían ni acercar sus pollas a ese chaval. Alejando tendría mi edad, aunque parecía más joven, algo aniñado diría yo. Hoy en el ascensor lo miré por primera vez con detenimiento. Era un chico muy guapo, casi imberbe, labios carnosos, ojos oscuros pero grandes, con unas grandes pestañas que le daban un aspecto de dibujo animado. Y su piel era tan blanca... Recuerdo como se quedaban marcados los manotazos que le daba el policía mientras lo reventaba a pollazos. Y dios, ese cuerpo lampiño y fibrado, con ese culo respingón. Y ese ojete que parecía el coñito rosado de una adolescente, pero hambriento de pollas. Cuantas pajas me había hecho recordando ese ojete sin vello, escuchando como algún cabrón se lo follaba. Cuantas veces me había lamentado de no tener huevos para haber cruzado la puerta, y entrar a follarlo como se merecía.

Pero no, estaba sentado haciéndome otra paja, sabiendo que esos dos asquerosos estarían follándoselo, y yo no tenía huevos para evitarlo. Me imaginé a mi padre llamándome cobarde. Bueno, no voy a mentirme… me llamaría maricón. Algo irónico, ya que me lo llamaría por no ir a follarme a un tío. Y es que si cierro los ojos lo veo. La ya consabida imagen, él espatarrado en el sofá, mientras yo veía el básquet y hacía los deberes un domingo cualquiera por la mañana. Ese era nuestro rato a solas cuando no tenía una resaca que lo dejaba KO hasta la hora de comer. No hablaba mucho casi nunca. Siempre iba marcando paquete, rascándoselo y jugando con él hasta que estaba morcillón. Me pillaba muchas veces mirándolo y me sonreía, de medio lado, con esa cara de cabrón, como diciéndome “¿vaya huevazos de macho que tengo, verdad hijo?”. Y los tenía, igual que yo ahora, produciendo lefa a nivel industrial. Imaginaba que estaba delante mío, y se sacaba el rabo bien duro y babeando por el lateral del viejo calzoncillo. Y fijaba la mirada en mi pollón, tan duro y húmedo, y nos sonreíamos. Él orgulloso, yo contento de ser su viva imagen. Lo notaba respirar más fuerte, restregar su capullo con fuerza, igual que hacía yo en ese momento. Esa fue la primera corrida de la noche.

Me quité los gayumbos y me limpié el pecho y la barbilla. Noté el olor rancio del gayumbo, y esta vez no me desagradó tanto. Lo miré lleno de lefa, había sido una buena corrida. Pero seguía masajeando mi polla bien dura. Seguí pensando en él. En las folladas que le metía a mi madre de Pascuas a Ramos. En los gritos que mi madre intentaba contener, pero gemía como una puta, era una misión imposible. Y pensaba en sus bufidos de toro, tan masculinos, en como la llamada puta, y como le decía que tenía que ponerle los cuernos por no darle eso todas las noches. Recuerdo el día que decidió ir a por algo que beber en mitad del polvo, y me pilló con la oreja pegada a la puerta y el rabo fuera. En vez de reñirme sonrió, y golpeó su polla que miraba al techo para que golpease su estómago con fuerza. Recordé su culo duro y lampiño alejarse por el pasillo mientras silbaba. Esa fue la segunda corrida de la noche.

Empecé a recordar los sótanos de mi edificio. Aquella tarde cuando, después de mucho pelear, mi madre me dio las llaves para que fuera a buscar la bici. Al llegar la puerta estaba abierta, aunque la luz del pasillo que daba a los distintos trasteros estaba apagada. Entre asustado, debía tener doce años, y hacía pocos días habían entrado a robar. Avancé siendo todo lo silencioso que pude, hasta que empecé a oír gemidos que venían del trastero del fondo. Me acerqué sigiloso y vi a mi padre dando caña a una mujer. Le había levantado la falda y bajado las bragas. El simplemente se había sacado su gorda polla por la bragueta. Le daba muy fuerte, y ella se mordía el brazo para no gritar. Era mi vecina de abajo. Los miré unos segundos hipnotizado por el movimiento pendular de mi padre, y cachondo… muy cachondo, porque no decirlo. Hasta que un movimiento bajo el tragaluz me asustó. En las penumbras vi a un hombre, y yo casi me muero allí mismo. Él me hizo un gesto de silencio y me pedía con la mano que me aproximase. Cuando me adapté al contraste de luz, descubrí que era el marido de mi vecina. La que recibía la polla de mi padre a unos pocos metros. Entonces miré su otra mano, que cogía con dos dedos una mini-polla y se agitaba con gran velocidad. Yo salí corriendo como alma que lleva el diablo y pegué un portazo al escapar de aquella situación que me superaba. Desde ese día mi padre ya follaba directamente debajo de mi casa, yo y mi madre lo escuchábamos a veces. Y ella subía el volumen de la tele hasta casi el máximo. Esa fue la tercera corrida de la noche.

La cuarta corrida de la noche fue la más intensa. No por cantidad de lefa, sino por el recuerdo que la produjo. Empecé a recordar el sueño que me atormentaba últimamente. Quería pensar que era un sueño, pero cada vez tenía más detalles, cada vez al despertarme recordaba más cosas… era más real. Recordaba mis pies descalzos, unos pies de niño, debía tener 6 o 7 años. Ese verano habíamos ido al pueblo mi padre y yo solos. Mi madre se había quedado en casa de sus padres. Tuvo que ser el verano que cumplía 7 años, ya que ese año mi madre tuvo un aborto bastante avanzado. Eso no lo supe hasta mucho después, cuando ya fui un adolescente. Pero si recuerdo a mi madre hablarme de un hermanito que nunca llegó. Y para dejar tranquila a mi madre, mi padre me “premió” llevándome con él al pueblo todo el verano. Volví a ver el suelo de madera, y como sonaba en aquella vieja casa. A mí me encantaba ir sin hacer ruido como un ninja, y asustar a mi padre. Recuerdo empujar la puerta entreabierta y ver a mi padre desnudo, sobre su amigo Miguel. Eran inseparables desde adolescente y mi padre iba a verle siempre que podía. Ese año fue mucho al pueblo. Yo no quería ir nunca, ya que allí no había niños de mi edad y solo Miguel jugaba conmigo para entretenerme, mi padre nunca tuvo paciencia para tratar con niños. Y yo durante años olvidé fue esa noche que tomaba forma en mi cabeza. Mi padre desnudo, gimiendo, peleándose con Miguel. Mi padre iba ganando, estaba encima y Miguel ponía cara de dolor con los ojos cerrados. Ahora lo recuerdo claro, después de tantos años. Me veo como si fuera el actor de una película y mi yo adulto la estuviese grabando. Me vi saltando a la cama y gritando a mi padre que yo también quería jugar. Recuerdo su cara de sorpresa, y a Miguel abriendo los ojos sin entender nada. Y como salté sobre ellos, como un niño inocente. Y en un segundo me vi salir volando cayendo contra el suelo. Recuerdo mis lágrimas al ver la sangre de mis manos después de tocar mi cabeza. Recuerdo a mi padre poniéndose los pantalones e insultándome “puto niño, puto niño” repetía sin parar. Mientras Miguel desnudo le gritaba y me cogía en brazos mirándome la herida de la cabeza. Le gritó tanto que mi padre se fue. Y yo me quedé con Miguel, sobre su pecho peludo mientras apretaba un pañuelo contra mi cabeza muy fuerte para cortar la hemorragia. Pensareis que soy un enfermo si me puedo pajear con ese recuerdo. Pero mis sueños no terminan ahí. Continúan…

Cuando abro los ojos ya no soy un niño de 6 años, soy un adulto, pero Miguel sigue teniendo la misma edad. Seguimos abrazados en aquella cama, en el pueblo. Y empiezo a tocarlo, aunque él me regaña, me dice que pare. Y entonces las sabanas se levantan, es mi padre, desnudo, con su polla bien dura. Y se pega a mí, susurrándome al oído: “No pares hijo, es lo que le gusta, siempre lo ha buscado”. Yo no me atrevo a girarme, noto su polla dura en mi espalda, y no me muevo, pero el sigue hablando: “Quiere que lo follen duro, que lo usen como una puta, que lo llenen de lefa”. Mi padre guía mis manos, hacia la polla de Miguel, que está dura y babea. Y sigue bajando hasta su culo haciendo que abra las piernas solo con mirarlo. Noto sus huevos y llego rápidamente a su culo, peludo, abierto, palpitante, hambriento. “Lo ves - me susurra - te he dejado su coño listo. Reviéntalo”.

Yo me pongo de rodillas y lo cojo de las piernas, intento clavársela, pero Miguel es muy corpulento y tengo que agarrarlo bien con las dos manos. Suspiro cuando siento la callosa mano de mi padre guiando mi rabo. “Taládrale el culo a esta puta. Ese culo peludo es el mejor que he probado, y he probado muchos”. Los susurros de mi padre me ponen a cien, su aliento huele a alcohol, busco su boca, pero me evita y sonríe. “Me ha salido marica el niño…” sonríe otra vez ante mi cara de decepción. Y me morrea con fuerza, con saña, dejando claro quién manda. Y veo como pasa su pierna sobre Miguel y se queda a horcajadas dejando su culo duro y sin pelo a su disposición. Escucho las lamidas desesperadas de Miguel, y mi padre me bufa en la boca, gime y yo aspiro esos gemidos. Los mezclo con los míos. Nos movemos juntos, yo taladro el culo de Miguel, y el restriega el suyo sobre la cara de su amigo del alma. Me corro como nunca, aunque sea la cuarta de la noche. Con el gayumbo delante de mi capullo recojo toda la lefa. Y mi padre se desvanece con Miguel, y vuelvo a estar en el salón de mi casa, sudando y con un gayumbo lleno de lefa en la mano.

Me cuesta recuperarme, mi polla me duele. Miro el reloj y veo que llevo 3 horas pajeándome. Las 5 y 3 minutos. En dos horas deberé levantarme e ir a trabajar. Lo triste es que pienso en volver a pajearme para recuperar los recuerdos de mi padre y Miguel. No debo, y me duele el rabo. Siento la puerta del vecino cerrarse y risas. Escucho a tíos comentando lo zorra que es Alejandro. Son 3 tíos, pero a dos no los reconozco, solo al tío alto y delgado que abrió al gordo. Pienso en salir desnudo a darles una paliza, pero no lo hago. Espero que el ascensor arranque y salgo en bolas al pasillo. Dejo los gayumbos lefados en el picaporte de la puerta y pico suave con los nudillos. Entro en mi casa desnudo, cansado, sudado y con una sonrisa.