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El Viento

en Autosatisfacción

El viento fresco le acariciaba la piel. Era agradable después de haber estado caminando bajo el ardiente sol del mediodía. Muy agradable, así que decidió descansar y sentarse bajo uno de los pinos más frondosos del parque. No importaba si llegaba más tarde de lo habitual a casa, nadie la esperaba a esas horas, su madre trabajaba hasta las cinco. Además se habían acabado las clases por ese día y las tareas pendientes bien podían esperar hasta la noche, en cambio ese momento de soledad y tranquilidad bajo la sombra del árbol es muy posible que tardara en volver a darse ¿Para qué desaprovecharlo?

El parque estaba vacío. Los niños y abuelitos, que son los que acostumbran a frecuentarlo, se hallaban comiendo o durmiendo la siesta. Todo era paz y casi silencio, de no ser por los cantos y ruiditos de los pájaros y el sonajero de las hojas de los árboles al ser sacudidas por el viento. Pero ni un alma humana. Mejor, pensó ella, y apoyó la espalda contra el tronco del pino mientras entreabría algo las piernas y levantaba un poco la falda para refrescarse por dentro.

Las gotitas de sudor que cubrían disimuladamente el interior de sus muslos, se iban enfriando a la vez que la piel se erizaba. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Viendo que ningún indiscreto aficionado al footing pudiera sorprenderla, abrió más las piernas y levantó la falda hasta arriba del todo. Gimió de placer al sentir la brisa acariciar sus ingles y su sexo cubierto solamente por las braguitas de algodón. Los labios blanditos se endurecieron cuando ella, con la dos manos, estiró de las braguitas hacia fuera para permitir que la brisa entrara en contacto directo con su intimidad. Que fresquito.

Así estuvo un rato, hasta que desapareció por completo el sofoco y la sensación de agobio tan propias del mes de junio. Entonces, su sexo comenzó a palpitar y ella tuvo la tentación de abandonarse a los sentidos, dándose placer en ese paisaje ideal. Dudó por un momento pero sus dedos ganaron terreno a su razonamiento y, a la que quiso darse cuenta, ya estaban sumergidos en la miel clara y tibia de su entrada. Jugueteaban en círculo, recorriendo todo el perímetro de los labios interiores, deteniéndose maliciosos sobre la pequeña y sensible montañita que formaba su clítoris, que por momentos se iba elevando y liberando del ligero abrigo de piel que lo ocultaba.

A cada caricia, un hilo de placer le subía desde el vientre hasta el cerebro que, llevado por la lujuria y el complot de todos los órganos, iba imaginando escenas perversas extraídas de una morbosidad compleja, difícil de creer en ese rostro dulce de mujer que apenas si acababa de abandonar la adolescencia.

Se quitó las braguitas que la estorbaban para su propósito y se mostró impúdica ante los cuatro elementos: tierra, que rozaba sensual la piel de sus muslos desnudos y bebía del agua que resbalaba de su interior; aire, que incursionaba y golpeaba su vientre, su sexo, con aparente desesperación de encontrar cobijo dentro de su cuerpo; fuego, que era la pasión que quemaba sus dedos que, deseando más, habían abandonado la isla para sumergirse en la húmeda cueva subterránea.

La mucosa interior respondía muy bien a las caricias y a la presión de sus traviesos deditos, convulsionándose para abrazar mejor a esos conocidos intrusos. Y ella se deshacía en ahogados lamentos, sofocados con los dientes mordiendo su labio inferior. Y cuando alguno venía muy fuerte, llevaba también la mano libre a la boca... mala idea porque la envidia aflora entre iguales y los de la izquierda ya querían la suerte de los de la derecha. Con fingida timidez, fueron entrando en su boca para mojarse con su saliva y así húmedos se fueron desplazando hacia abajo, entre la camiseta ajustada de rayas marineras, y levantaron el sujetador que aprisionaba los bellos y suaves senos de ella. El pezón rosado y erecto ya los estaba esperando ansioso y se dejó acariciar sin oponer resistencia.

Pero ya no quedaba tiempo, ella lo sintió, sintió que no podría resistir por mucho más la excitación y se tumbó sobre la tierra para poder recibir mejor el éxtasis. El inmenso cielo azul la sonreía, la contemplaba curioso, voyeur omnipotente. Ella cerró los ojos y se dejó llevar por una gran sacudida que nació en su interior y se extendió por todo el cuerpo, desbordándola en segundos. Quedó inerte, con el rostro pegado a la hierba, jadeando, intentando recuperar la respiración. Sus piernas habían caído hacia un lado temblorosas, protegiendo en su interior el sexo aún caliente y mojado pero ahora frágil y extremadamente sensible.

Las nubes se paseaban con lentitud, marcando el tiempo, y ella se quedó dormida con la falda cubriéndole los muslos y las braguitas escondidas en su mano.

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