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Tras el Espejo

en Dominación

La ventana entreabierta. El aire fresco pero todavía no helado de la estación otoñal, mueve suavemente la cortina de gasa y hace bailar las llamas de las velas. Todo está preparado.

El espejo refleja mi figura desnuda arrodillada ante el altar, que no es otro que la mesa diaria despojada de su desorden, libros y trapos, y decorada para la ocasión. Tiemblo, tal vez del frío que entra por la ventana, de la impaciencia, de mi fragilidad... Deseo que llegue pero también lo temo.

Me ha parecido que se encendía una luz al otro lado del espejo, será un duplicado de las de aquí. No, se acerca. Es ella. Dejo de respirar, mi corazón late con mucha fuerza, me duele en el pecho. Quiero levantar la vista y seguirla con la mirada pero cierro los ojos y espero... y espero...

No hablas pero te oigo caminar a mi alrededor con paso lento. Tus tacones contra las baldosas, las frías baldosas, el roce de tu falda, muselina... Te paras, me sorprende el calor de tu aliento sobre la oreja. Has notado mi perturbación, tal vez te ha conmovido, tal vez te ha halagado... Me susurras... shhhh… y tu mano en la nuca me acompaña suavemente la cabeza hasta el suelo. Sé que me estás evaluando. Puedo sentir el movimiento de tu mano sobre mi espalda, el cosquilleo de tu manga sobre mi piel, pero no me tocas. Ahora te tengo detrás, lo sé porque un escalofrío me ha recorrido la columna y ya no noto el calor de tu cuerpo junto a la mejilla. Me inspeccionas con la mirada. Temo tanto no ser de tu agrado. Sufro con tu silencio.

De pronto, algo suave me acaricia entre las piernas y me arranca un gemido. Juegas con la pluma sobre la piel tatuándome rosas invisibles. Y yo me excito impotente, me gustaría no ser tan fácil, vengarme de tu fortaleza con frialdad, de alguna manera recuperar mi orgullo que ante ti se evapora. Pero me es imposible si quiera disimular el deseo que crece y crece. Es tan evidente que me avergüenza: los pezones contraídos al máximo, el vientre palpitante, mi jadeo descontrolado, el sexo inundado...

Te detienes. Te sitúas frente a mí y dándome un toquecito en la barbilla indicas que vuelva a la posición inicial. Hablas. Tu voz me sobresalta, es nueva para mí. Me dices que abra los ojos. No, por favor, eso no. Dudo, no obedezco, y me lo vuelves a repetir paciente. No quiero enfrentarme a tu mirada, no quiero descubrir que la fantasía se ha hecho realidad y encontrarme con un rostro extraño que no asocio contigo. Huiría si estas cuerdas invisibles no me retuvieran aquí a tu lado. Espero a que lo pidas por tercera vez pero no lo haces, callas y esa es la peor de las torturas.

Levanto los párpados húmedos por el miedo y entre niebla distingo un rostro de porcelana y encaje negro, una máscara veneciana, y dos pupilas penetrantes que me obligan a bajar la mirada. Suspiro aliviada.

En el altar, la fruta brilla intensa y oscilante, los arteciopelados pétalos extendidos como lecho desprenden un suave aroma que se mezcla con el opaco de la cera. Sólo falta la ofrenda principal. Utilizando una silla como escalón, ocupo mi lugar tumbada sobre la mesa. Pides que abra las piernas y así hago. El poder de tu palabra. Entonces, de un revés vuelcas la silla. El golpe seco contra el suelo rompe la quietud y me paraliza. ¿Qué lado oculto de tu rostro me mostrarás? ¿El gentil o el agresivo?

Se diría que disfrutas con la tensión y la alargas de nuevo con tu mutismo. Es cruel detener el tiempo de esta manera. Estás probando mi resistencia, la estás llevando al límite, pero no has tenido en cuenta que la que se te ofrece siente de manera más intensa que la más intensa de las mujeres. Un pinchazo en el corazón y las lágrimas brotan de mis ojos como agua de la fuente. El dolor puede palparse en el aire, en el movimiento de mi pecho que solloza callado. De seguir así, moriré.

No quieres que muera y suavizas el momento acariciándome con la pluma la nariz, dándome golpecitos en los ojos, enjugando mis mejillas. Subes a la mesa de un salto y te tumbas encima mío. Estoy confundida. ¿Te habré enternecido o simplemente estás complacida del poder que te otorgo y es tu manera de premiarme? Creo que ni lo uno ni lo otro, que sólo querías sentir mi desnudez bajo tus ropas, que donde yo veo humanidad y calidez, es en realidad satisfacción personal. En cualquier caso, ese abrazo quieto que no es abrazo me calma… y me excita.

La tela de tu falda friccionando levemente mi sexo abierto, el peso de tu vientre sobre el mío, el olor de tu cuello, la aparente suavidad de tus hombros… Me gustaría tocarte pero, aunque mis manos puedan estar libres, sé que debo esperar a que me lo indiques. ¿Por qué no te mueves? ¿Por qué no tomas lo que es tuyo? Simplemente estás echada sobre mí como si formara parte de la mesa. De nuevo una prueba a mi docilidad pero tenerte tan cerca me quema. Quiero cerrar las piernas y apresarte, frotarme contra ti, mordisquear tu cuello y arrancarte la máscara para probar tu lengua. Si despiertas mi lado más salvaje, cómo piensas controlarlo. Quiero, no quiero… Gimo, me remuevo inquieta, araño la madera con las uñas… Oigo mi voluntad quebrarse. Átame, te suplico. Y ahora sí, ahora percibo que eso era lo que esperabas: mi rendición. Mostrarme por qué tú estás arriba y yo abajo.

Las ligaduras me liberan. Puedo sentir sin temor a fallarte y aunque el deseo amenace con estallarme dentro cada vez que cortas una naranja y la friccionas contra mis senos o la exprimes sobre mi cálido sexo, cada vez que juegas a decorar mi vientre con granos de uva o a escribir tu nombre, gota a gota, con cera sobre mis brazos abiertos, aunque me sienta morir de placer, aguantaré. Sé que estás esperando que vuelva a suplicarte y, cuando lo haga, no me escucharás esa vez, ni a la siguiente y, a la tercera, si te sientes complacida, me darás el golpe de gracia. Entonces creeré en mi delirio que eres una diosa de bondad infinita.

Apartas los accesorios y me acaricias directamente con tus manos. Parece un sueño hecho realidad. Te suplico que acabes y sigues concentrada en mi piel. Me haces lamerte los dedos para limpiarlos del jugo de las frutas y te diriges directamente hacia mi desvalido sexo que te espera hinchado, cociéndose y sufriendo visiblemente. Lo acaricias muy suavemente. Vuelvo a suplicarte forcejeando inútilmente por desatarme pero sigues igual de suave, sólo que te da el antojo de resbalar hacia mi interior. Al tercer ruego, puedes leer el agotamiento en mi mirada y, deseando de nuevo mi furia, te adentras esta vez con firmeza y me penetras sin miramientos. Notas como se ensancha, como la carne se ajusta a tus dedos y los quema, como te atrapa y te absorbe hacia dentro, pero no te dejas impresionar y aumentas el vigor dispuesta a vencer esta batalla.

El orgasmo me llega descontrolado, loco, sube y baja en violentas convulsiones, me hace gritar, sacudir el cuerpo… Quiero cerrar las piernas, quiero que pares. El placer disminuye en rigor hasta volverse más tolerable y se apodera de mis venas para alcanzar todos los recodos de mi organismo, dejándome en estado de embriaguez.

Rendida en cuerpo y alma, no me doy cuenta que desatas los nudos y me colocas los miembros al lado del cuerpo. Te levantas un poco la máscara y depositas un beso en mi frente. Gesto que no entiendo pero tampoco cuestiono.

Y cuando el sol despunte y abra los ojos, me quedará el recuerdo de un sueño que no sabré si realmente es sueño o es la realidad alternativa tras el espejo.

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