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Alba & Toni (9-10-11-12-13)

en Lésbicos

9.  Inquietud

Toni miraba a través de la ventana entornada. La calle estaba muy animada, como cualquier sábado por la noche, y las risas y el alboroto juvenil le llegaban hasta la altura de su piso.  Podría haber cerrado la ventana y quedar en silencio con sus pensamientos, pero venció el calor bochornoso de julio y la necesidad de compañía, aunque fuera el eco de unos desconocidos.

El regreso de la excursión de la playa no fue más alegre que un funeral, ahora lo recordaba.  Mimí e Inés, exhaustas y con síntomas de haber abusado del sol, dormitaban incómodas evitando rozarse.  Alba, a su lado, miraba el paisaje, o hacía que lo miraba, pero cualquiera podía oír la intensidad de sus pensamientos cuando se agitaba nerviosa o chasqueaba la lengua.  Ni siquiera Toni estaba de ánimos para conversar con Maite, que intentó en un par o tres de ocasiones iniciar un tema que no obtuvo respuestas más inteligentes que un "ajá" o un "tal vez".

Toni deseaba llegar a casa y permitirle a Alba que discutiera, gritara, incluso que le propinara otro bofetón.  Pero lo primero que hizo la joven al entrar en el piso fue trasladar su ropa y objetos de la habitación que compartían a la habitación de invitados.  Y ahí se había quedado, tumbada en la cama, con el olor impersonal de las sábanas nuevas.  Lo que no imaginaba Toni es que su reclusión era debida más al desconcierto y la vergüenza que a la venganza.  Alba dudaba sobre sí su compañera conocía sus correrías.  Le indignaba que, de conocerlas, se hubiera hecho pasar por ignorante.  ¿Hay algo que humille más a una mentirosa que ser engañada?  Le permitió seguir mintiendo e interpretando su papel, mientras acudía a la representación día tras día, como la que se sienta en el palco a disfrutar de las ocurrencias de los actores.  ¿Qué significaba para Toni?  ¿Era un animalillo al que estudiar desde el otro lado de la jaula?  Le daba alimento y distracción, le hacía creer que la puerta de la jaula estaba abierta cuando, en realidad, estaba dentro de una segunda jaula.  De ser así, Toni no era mucho mejor que la señora Nuria.

Por otro lado, cabía la posibilidad de que Toni desconociera la vida oculta de Alba, que todo hubiera sido un malentendido, una frase dicha en el momento inoportuno y que cada cual interpreta a su manera.  Entonces, discutir y sacarlo todo a la luz sería una gran metedura de pata.  Tal vez... tal vez Toni se merecía conocer la verdad y decidir por sí misma si quería continuar a su lado.  Sería lo más justo, la mejor manera de liberarla de su sentimiento y liberarse ella también, sin embargo, la sola idea de que Toni le diera la espalda y la repudiara, le produjo un malestar insoportable y se echó a llorar.  Esta vez no por ira, sino por miedo.

10. La batalla

Después de una docena de vueltas en la cama vacía, de mirar durante media hora a oscuras el decorado de yeso del techo y de levantarse una vez para beber agua, Toni decidió irse a dormir al sofá arrullada por la radio.

Al buscar con los pies sus zapatillas, algo se le enredó a los dedos.  Suave y sedoso, era uno de los culottes que mandaba traer desde Paris para vestir la desnudez de Alba.  Estaba usado, por ventura, y no pudo evitar la tentación de acercarlo a su nariz y labios, pero llevaba horas lejos del calor de su dueña y el olor era rancio.  Suspiró, lo besó y lo guardó doblado en el bolsillo de su pijama.

Las cuatro de la madrugada, el ambiente festivo se había calmado y en la radio sólo se hablaba, con voz cansina y adormilada, de sublevaciones militares y de que los rebeldes facciosos parecían haber desistido de tomar la ciudad condal.  Ni un sólo triste programa de relatos para inducir el sueño, ni un poco de música para tranquilizar sus ánimos.  Pero se estaba mejor que envuelta en el angustioso silencio de su habitación, bastante mejor, y allí se quedó, tumbada, con el murmullo radiofónico, mirando la ventana entreabierta y la fina cortina de gasa contorneándose al paso del aire.

La evocadora calma le llevó a recordar lo que guardaba en el bolsillo y tomó conciencia del peso de la seda.  No quería pensar, distrajo su imaginación prestando por un momento atención a las graves palabras del locutor pero se fundieron unas con otras perdiendo el sentido.  La seda tomando volumen, cubriendo las caderas de Alba, cayendo delicadamente sobre las nalgas.  El aroma caliente pegado a la prenda, ligeramente humedecida... O muy humedecida cuando Toni tomaba a la joven de la cintura y acercaba su pubis hacia sus labios.  Su aliento la desnudaba, cruzaba la piel y se alojaba en el centro de su feminidad, llamándola, buscando su deseo...  Alba se resistía, balbuceaba una excusa, pero la flor ya estaba abierta tras la seda y esperaba con ansia ser poseída una vez más por esos largos y amorosos dedos, por los labios finos y la lengua complaciente...

En mitad de la oscuridad, Toni creyó que la miel que se impregnaba a sus dedos era la de Alba, que sus estremecimientos no eran sino los de aquella, e imaginando su placer alcanzó el suyo propio.  Un gemido se escapó en la oscuridad de la noche, atravesó el pasillo y  llegó a oídos de otra dama insomne que mantenía la puerta un poco abierta por miedo a la soledad.  El susurro de su nombre flotando en la fiebre del orgasmo que se avecinaba.  Y tal vez porque el deseo llama al deseo, o porque el cansancio no da lugar a profundas reflexiones, Alba, la real, buscó con sus dedos calmar el calor que la sofocaba y la hacía gemir, también.  Ahogó su gritito en la almohada, apretó los labios para no dejar escapar suspiros delatores, pero los gemidos, si bien cuidadosamente apagados, no cesaban.  Cómo acallarlos si no eran los suyos.  Y no podía evitar sentirse de nuevo excitada, obligada por invisibles hilos a bailar al son de esa delirante música.  Hasta que al fin se hizo el silencio o, más bien, se oía tan sólo la protesta ininteligible de la radio.

El plácido sueño llegó en recompensa, las cubrió con su espeso manto... pero tan sólo unos minutos...

Toni despertó de golpe con el corazón acelerado.  ¿Qué era aquel estruendo?  Ahora no escuchaba nada, tal vez lo había soñado... No, otra vez, como un cañonazo... ¿Fuegos de artificio a lo lejos?  Ingenua, eso eran disparos.

11.  La llamada.

Pasaron el domingo encerradas en casa, una al lado de la otra, sin mediar palabra y pendientes de las noticias de la radio, cuando las había porque el mundo parecía haberse parado aquella madrugada. No fue hasta última hora de la tarde que el general Goded, vencido y desarmado, comunicaba a las fuerzas rebeldes, ante los micrófonos de las emisoras, que el movimiento subversivo había fracasado.  Minutos después sonaba el teléfono.

¿Diga? -contestó Toni distraída, más pendiente de la radio que de la voz al otro lado del hilo.  Casi le cae el auricular al suelo al reconocerla.  ¡Madre, qué sorpresa! -exclamó.  Un escalofrío le recorrió toda la columna, aquel fin de semana estaba resultando de lo más surrealista y apocalíptico.  La señora Nuria hacía cuatro años que no se ponía en contacto con su hija, cumplió firmemente su amenaza de repudiarla si se atrevía a manchar el buen nombre de la familia relacionándose públicamente con su antigua criada.  ¡Qué vergüenza!  Fueron las últimas palabras hasta aquella tarde que había escuchado Toni de su elegante y perversa madre, para la que las apariencias lo eran todo.  Sin embargo, aunque no se hablaran, no renunciaba la progenitora a una parte de los beneficios del negocio familiar, ni era discutible que Toni abandonara la dirección de la fábrica de tejidos.

Se quedó la hija a la espera, tratando de prepararse para lo que fuera que había sacado a su madre de la guerra fría que las enfrentaba.  No aceptaría chantajes emocionales, novios de interés y mucho menos echar de su piso a Alba... Aunque, tal vez los deseos de Nuria acabarían por hacerse realidad sin mucho esfuerzo, tal vez Alba planeara marcharse cuando acabaran los incidentes en las calles.  Pero la voz imperiosa de Nuria no llevaba reproches en esta ocasión. 

            - Antonia, hija, nos vamos.

            - ... 

            - ¿Me oyes? Cerramos la casa de la Vila y viajaremos hasta París en coche.

            - Sí, te oigo, madre, pero no entiendo...

            - Sal de Barcelona lo antes posible, te esperaremos y partiremos esta misma   madrugada.

            - Madre... ¿Me estás pidiendo que lo abandone todo?

            - Absolutamente todo.  Cuando las cosas se calmen, volveremos.

            - Creo que estás exagerando...

            - Por favor, hija, no hay tiempo que perder.

            - Si es lo que quieres, de acuerdo.  Preparo nuestro equipaje y...

            - Ven sólo tú.

            - Madre... no voy a abandonarla.

            - Y yo no puedo permitir que me metas una furcia en casa.

            - Esa que llamas puta es la mujer que quiero y no voy a abandonarla.

            - Toni, por favor... te matarán... se han vuelto locos...  No te sacrifiques por una         cualquiera.  No te he educado para esto...

            - Madre, que tengas buen viaje.  Escríbeme cuando sepas dónde vas a alojarte y        no te preocupes por mí.

            - ¡Estás loca!

            - Adios, madre, te quiero.

Toni colgó, quería ahorrarse posibles amenazas, llantos, gritos y otras excentricidades.  Levantó la vista del teléfono y miró con disimulo a Alba, que no con menos disimulo miraba las cortinas de la ventana como si estuvieran escritas. ¿Qué harás, Alba?  Quiso preguntarle.  Toni había dejado clara su posición y sentimientos, el siguiente movimiento correspondía a la joven.

12. Ser o no ser.

Si el fin de semana fue apocalíptico, el lunes no empezó mucho mejor.  Bajaron a la calle a ver si encontraban algún colmado abierto para comprar cuatro cosas con las que llenar la despensa porque Inés, la que se encargaba normalmente de esos menesteres, no se había presentado a trabajar.

Tras la batalla campal del día anterior, la ciudad se hallaba sumergida en una huelga general no menos exaltada.  Al grito de "revolución, revolución" y "muera la reacción", hombres y mujeres de todas las edades se paseaban con el fusil colgado al hombro armando jolgorio allí por donde pasaban.  El ambiente era festivo y alegre, la gente se paraba en la calle y se saludaba: ¡eh, compañero! Mientras abundaban abrazos, apretones de mano y besos a las chicas de buen ver, que reían escandalosas de las licencias que aquel día podían permitirse.

Alba estaba maravillada y se dejó contagiar por el optimismo imperante. - Vamos a buscar a las chicas para celebrarlo - dijo con una amplia sonrisa estrechando entre sus manos las de Toni, que las apretó fuerte, hasta que la otra se soltó y corrió calle abajo a encontrarse con Inés, que por el Paseo de Gracia subía rodeada de amigos.

Toni, al contrario que todo el mundo, no sentía felicidad, sino vértigo.  El vértigo de despertarse de pronto en una ciudad desconocida, con gente, olores y colores insólitos.  Se sentía tan diferente al resto, tan sola. El traje le pesaba como plomo y el lazo de seda  parecía estrangularla por momentos.  Intentó desabrocharlo pero el aire era denso, irrespirable.  Sus zapatos de piel, limpios y brillantes, todavía con olor a betún, se le antojaban piedras que al calor del sol ardían y se pegaban al asfalto.  ¿Eran imaginaciones suyas o todo el mundo la miraba con menosprecio?  Buscó una cara amiga, una sonrisa a la que aferrarse, pero todo lo que la rodeaba era lejano. 

Agobiada, mareada, notando como la ansiedad iba ganando terreno a la consciencia, caminó apresurada hacia su edificio.  La puerta estaba abierta y Pascual, el portero, por ventura se hallaba ausente.  No tuvo fuerzas Toni de llamar al ascensor y se dejó caer en el rellano del entresuelo, cobijada por las sombras, segura ahora entre el silencio y el contacto con el suelo frío de mármol.

Pasó la tarde allí, sentada en la escalera, perdida en sus pensamientos como una niña que se ha dejado las llaves de casa.  Si el mundo había cambiado, ella podía cambiar también, adaptarse a los nuevos tiempos.  La confianza en sí misma superó el miedo del primer momento y decidió subir, entrar en casa y prepararse un té para acabar de calmar sus ánimos.  Todo saldría bien.  Sin embargo, al ponerse en pie,  el ruido de unas voces desconocidas le hicieron estar alerta.  Quieta y muda en su rincón, esperó a que los tres hombres subieran por el ascensor. 

Sin cerrar las compuertas, llamaron al timbre del segundo y preguntaron por el Sr. Soler.  La criada les dejó esperando fuera.  La Sra. Soler acudió a preguntar qué querían de su marido, discutió con ellos pero siguieron esperando a que saliera el hombre de la casa. 

- Sólo queremos hacerle unas preguntas -dijo uno.

- ¿A estas horas? - exclamó la señora. 

- Como muy tarde se lo devolvemos para desayunar -dijo otro. 

Al final, el Sr. Soler prefirió acompañarles y acabar con aquella cháchara inútil.

- No tengo nada que ocultar, así que vamos a dar ese paseo y zanjemos el asunto.

Bajaron los cuatro en el ascensor y aquello no hubiera supuesto más que una anécdota de no ser porque, al salir de la portería, iba el trío faltando con insultos y empujando con el cañón de sus rifles al atónito Sr. Soler.  No necesitó Toni de todo su intelecto para suponer que no volvería a ver nunca más a su vecino.

13. El hombre

Alba acompañó a Inés y la comitiva a la Plaza Cataluña, donde las evidencias de la batalla campal del día anterior se amontonaban en el arcén.  No había dado tiempo a recoger todos los cadáveres, sobretodo los de los militares sublevados y civiles que se apuntaron a su causa, nadie se atrevía en aquellas horas de fiebre por la victoria a reclamarlos.  Cubiertos con cartones, hojas de periódico o sábanas viejas, deslustrados los uniformes con la sangre y el barro, se exponían al tórrido calor de julio para gloria del orgullo ciudadano y en espera de un camión que no tenía prisa por despejar la plaza.

             - Dios mío... -  tapó Alba su boca y nariz con las manos, pues el olor a muerte comenzaba a hacerse presente.

            -  ¡Ni dios ni patrón! - exclamó a su vez Inés levantando el puño y ganándose  el corear de sus amistades.

Se quedaron algunos hombres para hacer de voluntarios y ayudar en las labores de reconocimiento y limpieza junto a la guardia civil y  la milicia popular que tan rápidamente se había improvisado.  Pero Alba estaba más pálida que algunos de los cuerpos que allí yacían e Inés prefirió llevarla a su casa y mostrarle el lado más alegre de la jornada.

La condujo de la mano por las callejuelas hacinadas del barrio antiguo.  Al llegar a un edificio de balcones destartalados llenos de ropa tendida, gritó: "¡Madre, abra la puerta!".  Una señora encorvada, con la camisa gastada y descolorida arremangada por encima del codo, y una falda larga con los bajos raídos, bajó despacio las escaleras para ir a abrirles.  La vio Alba y por un momento recordó aquel lejano día en que ella, vestida en guisa parecida, abandonó la casa de sus padres para ir a servir.  Aquella mujer bien podría ser su madre e Inés ella misma.  Como en el pueblo nadie tenía teléfono y su madre no había aprendido a leer, hacía mucho tiempo que no sabía nada de ella.  De vez en cuando le seguía enviando dinero junto con una bonita postal de la ciudad y sus maravillas.  Se imaginaba a su madre presumiendo ante las vecinas de la señorita en la que se había convertido su hija.  Todo eso se imaginaba porque, por un motivo u otro, no había vuelto a verla.  Y ahora, tal vez envidiando el abrazo cálido entre madre e hija, ahora se arrepentía de haber roto tan bruscamente con su pasado.

Las escaleras eran estrechas y estaban desgastadas por el uso.  Subían torcidas hasta el ático, no muy grande pero acogedor, sobretodo por la gran familia de Inés que estaba sentada alrededor de la mesa de piedra de la cocina.  Padre, tíos, primos, un cuñado y el hermano mayor, debatían sobre los pasos a seguir después de que el alzamiento frustrado de los militares fascistas hubiera despertado el fuego revolucionario en la gente humilde.  Alba escuchaba tímida.  Estaba acostumbrada a su círculo casi exclusivamente femenino de amistades y entre tanto hombre se sentía cohibida.  De pronto, el hermano reparó en su presencia.

            - Inés ¿nos traes a una escritora de renombre y la dejas de pie y sin presentación en la puerta?

Alba enrojeció hasta las orejas.  ¿Escritora famosa?  Pero si sólo escribía relatos picantes para un semanario de poca monta.

            - Es la señorita Alba -respondió Inés empujando suavemente a su amiga hacia el masculino corro.

            - ¡Compañera Alba! - el joven, alto, de fornidos brazos, la atrajo hacia sí en un cálido y estrecho abrazo-.  No más señoritas ni señoritos -y apretó más su abrazo atravesando con músculos y tendones el fino vestido veraniego de la chica, perforándola con el calor sofocante de su cuerpo y no disimulando la solidez de su hombría.

Cuando al fin la soltó, ella temblaba de pies a cabeza y parecía desprender vapor de lo colorada que estaba.

            - Necesitamos cerebros como el tuyo para la causa.  Jóvenes, sinceros, abiertos, que no estén podridos de falsos mitos y antiguos regímenes.

Pero Alba no podía responder de tan mareada.  Tomó el primer vaso que vio sobre la mesa y  bebió de un trago sin preguntar.  Uno de los primos, viéndola tan afectada, le cedió su asiento en el banco.

            - ¿Te encuentras bien?  - preguntó.

            - Hace mucho calor...  

            - Y más que vas a tener, compañera, el vino que te acababas de beber sin pestañear entra bien pero es peleón.

Estallaron todos en sonoras carcajadas menos la pobre Alba, que se concentraba en no desmayarse de la vergüenza.

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