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El campaneo de unas monedas. La mujer despierta de su letargo, se despereza al calor del foco, acurrucada entre cojines de seda. De reojo, mira la superficie clara y cristalina. Hay alguien al otro lado, alguien que desea contemplarla, pero más allá del cristal, todo es oscuridad. Separados por una pared de vidrio, el aire solidificado para evitar que los cuerpos traspasen. Los cuerpos no, pero sí los ojos, sí las ansias.

Más monedas. Cómo en una máquina de autómatas antiguos, la música se enciende y toca actuar. Baila, baila, bailarina. Despacio, con mimo, dibuja sobre su piel la silueta de su cuerpo. Gasas de colores la envuelven: verdes como sus ojos, rojas como sus labios, doradas y ondulantes como su cabello. Calla la música, la mujer sonríe hacia ningún lugar tras el cristal y se deja caer con suavidad sobre la seda.

El hombre la observa todavía. Qué dulce paloma tan quieta sobre su nido, el corazón latiendo bajo la ropa transparente, transparente como ese muro que le impide tocarla. Cuesta tan poco saberla viva, volver a disfrutar de sus movimientos, y echa más monedas.

"Mujer, despierta", parece decir la melodía. Ella le responde con la danza de sus manos, "no, no estoy dormida, sólo esperaba". Sujeta entre los dedos el extremo de un velo y estira liberando su pecho. "Ahora lo ves mejor, el corazón". Pero el hombre se distrae con los senos e imagina su tacto. Tersos, no hay duda, y jugosos los rosados pezones al paladar. "Si pudiera tocarlos". Ella que, aunque incomunicada en su vitrina, sabe leer los pensamientos del que está en la zona oscura, roza con el índice la circunferencia, acaricia con la yema las blancas dunas. Humedeciendo ahora sus dedos, con pequeños toques, las flores rosadas maduran en fruto, dos apetitosas frambuesas.

"Te deseo". Y al momento que el hombre con su nariz al cristal se arrima, muere la música y la princesa se recuesta, desnudo su torso, ardiente el pecho.

 

......

Ya busca el hombre, desesperado, más monedas en los bolsillos. Nada. Ya extrae la cartera, ya aferra los billetes y corre la cortina pidiendo cambio. Silencio. Silencio en la sala oscura. La mujer ha notado el relámpago de luz que como un hola y adiós ha cruzado la sala. Se ha marchado, piensa, y sigue aparentemente dormida como figura de cera. Qué pena, éste le gustaba. Aún sin haberlo visto, aún sin haberlo oído, éste le gustaba. De nuevo el relámpago, de nuevo el tintinear de las monedas... Es él, ha vuelto. Excitada pero paciente, la mujer espera en su caja de cristal a qué la música comience y, al momento, se alza como ave buscando el cielo.

Mueve las caderas llamándole, "ven, acércate a mí", y él araña el cristal. Contonea los pechos para provocarle, "ven si te atreves", y él se muerde el puño. Gira y gira llevando su cuerpo hacia atrás y hacia delante. Ya no hay dulzura en sus movimientos, hay rabia, la rabia del deseo. De un tirón, va arrancando los velos de la falda. Tras cada velo, un pedazo de orgullo. Son sus piernas robustas guardianas del Edén. Las abre y las cierra dejando que la gasa flote caprichosa, insinuando lo que oculta, desvelando un segundo y escondiendo al siguiente.

El hombre no pierde detalle. Ahora le parece que ve, no, no era... Sí, ahora sí, la línea de los glúteos. Ha sido tan breve. Se arrodilla con la esperanza de descubrir nuevos tesoros y, al ponerse ella de lado, rizos dorados asoman tras lo que queda de falda. Más, quiere más. Todavía no ha acabado este turno, que ya está poniendo más monedas. Más, más, mucho más, y golpea el cristal.

Ella se asusta, pero sólo un momento, entiende la ansiedad del hombre. ¿Y si él rompiera el cristal? Es imposible pero ¿y si pudiera ocurrir? Entonces, los ojos de la mujer se llenan de fuego y se deshace de las dos últimas plumas que le quedan. Con los brazos extendidos en ofrecimiento. Cisne desnudo. "Ven, ven, ven...".

No aguanta más, el hombre, con brusquedad se desabrocha el cinturón y los botones, libera su sufrimiento, un órgano flamante que salta de la ajustada ropa como fiera hambrienta. Fustiga el aire, dura y salvaje, desorientada en busca de su presa. La huele, la siente pero... dónde, dónde está... Tras el cristal. Grita en silencio de dolor, el hombre la calma con la mano. Shhh... shhh... Es inútil, su ira es tan fuerte que le muerde las entrañas. La aprieta contra el vientre y la acaricia para darle consuelo pero la fiera quiere firmeza y se revuelve inquieta.

¿Es consciente la mujer del dolor que provoca su desnudez? Seguro, pero fue el hombre quien buscó sentirse así. Mientras la música suene, ella será el objeto de su deseo.

Dos cintas colgadas del techo y unidas en forma de columpio. La princesa apoyada sobre la cintura, dando la espalda al espectador, se balancea con las piernas abiertas. Ya no hay secretos. Impúdica, abierta, enseña aquello tan deseado por el hombre. Y lo deja así, indefenso, ante sus ojos, goteando néctar. Excitada con su vergüenza, no sólo exhibe su cuerpo, sino sus sentimientos: agacha la cabeza y mira el cristal a través de sus piernas. Su rubor es evidente, su melena de leona vencida barre el suelo.

La música suena todavía. ¿Qué más puede darle?

.....

Le dará su propio placer, su excitación. Sí, se lo dará para que él lo utilice como quiera. Su mano, delicada como una mariposa llevada por el viento, se posa sobre la rosa de piel, la abre, se adentra en el sendero. Dos dedos se pierden en su interior. La mujer sigue mirando hacia el cristal oscuro, en sus ojos brilla la lujuria y en sus labios se deshace el deseo.

Introduce el hombre más monedas antes de quedarse ciego, ciego ante el mundo porque ahora sólo existen un preciado agujero y dos ojos verdes que le llaman al pecado. Su mano grande y basta rodea a la fiera de carne y la mece con una nana obscena: "Te la metería toda, mujer, hasta el fondo, mujer, oh, sí...". Se imagina detrás de esas caderas blancas, arrancando esos dedos de su cobijo para entrar él. Y lo haría con toda su fuerza, con toda la desesperación contenida, buscando el calor de la gruta mullida, el roce... el roce, el roce, el roce...

Imagina la mujer un beso, el cuerpo del hombre abrazándola y penetrándola sin permiso. Sería cálido, sería fuerte y duro... pero también paciente. Sabio y despacio, la iría haciendo suya y, para que no se resistiera, con el índice le acariciaría la perla. Atrapada entre el placer, ella se rendiría y le ofrecería su cuerpo para que él lo usara, para que vaciara en ella la simiente de fuego, el miedo y la ira.

El hombre golpea su cabeza contra el cristal. La necesita, la necesita ahora, la necesita de verdad. "Rómpelo - piensa ella -, rómpelo y haz realidad esta fantasía, muero porque me mates y resucitar cubierta de ti". El cristal es duro, hecho a prueba de amantes, ya suplicará ella, ya golpeará él, y seguirá separando sus cuerpos. No sus mentes y así siguen, sintiéndose hasta que el calor les envuelve por completo. Roja e hinchada, la vulva quema. Enorme y palpitante, no quema menos el falo.

"Ya –dice él -, ya llego". "Ya –dice ella -, ya lo siento". Sale la pasión disparada en chorro contra el cristal. El golpe invisible se introduce en la mujer y la sacude por dentro, tan profundo, tan intenso, que muere un instante. Jadean. Ella languidece sobre el columpio, con las piernas abiertas, chorreando excitación todavía. Él recupera el aliento, se siente bien, se siente vacío.

Al rato, la mujer se incorpora y se acerca al cristal. Sus labios tibios besan la superficie, besan a la nada pues, al otro lado, nada queda.

 

 

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