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Alicia en el País de las Pesadillas - cuento 1

en Fantasías Eróticas

Hay historias que pasan de generación en generación. La que os voy a contar, me la contó mi abuela que, a su vez, se la había explicado la suya, que la había aprendido de la suya que también la había oído de la suya... Y así sucesivamente hasta remontarnos atrás en los siglos, en una época de hambruna para muchos y opulencia para pocos. Tiempos de palacios con interiores pintados al fresco, de damas ataviadas de seda y esmeraldas, y caballeros de espada en mano y plumas en el sombrero. Tiempos también de ciudades sucias, calles embarradas y sótanos habitados por ratas y verdugos. Por aquel entonces, Dios y el Diablo se disputaban a los hombres y mujeres, conquistaban países y coleccionaban almas. Tal era la rivalidad entre el ángel y su señor, que llegaban a confundirse en su avaricia, no siempre siendo el primero tan miserable como juran las Escrituras, ni el segundo tan justo y sabio como debiera. Años difíciles y, sin embargo, la juventud y la belleza seguían abriéndose paso, retando al infortunio y pereciendo, en la mayoría de casos, como lo hacen las rosas ante el olvido, el árido verano o el inclemente invierno. La juventud de Alicia llegaba también a su fin.

Alicia no era lo que llamaríamos una vieja. Señora sí, desde los 16 años, señora de Castellvell, noble apellido el de su marido. Viuda también, desde los 25, la viruela vino a llevarse a su guapo y fuerte esposo, dejándola sola, triste y yerma. Sin hijos, el único alboroto que podía oírse en su palacio eran las risas y llantos de los chiquillos de las criadas y lacayos, pero enmudecían al verla pasar, como si la mala suerte pudiera recaer sobre ellos. Ahora, con 28 años, el porte serio, el rostro pálido y bajo los ojos la sombra del desconsuelo, Alicia sucumbía al siglo y le rendía los anhelos de su juventud.

Emprendió la dama, unos días antes del Domingo de Ramos, un largo viaje hacia tierras del sur. Le habían llegado misivas de que su tío estaba en lecho de muerte y, no teniendo más familiar que él, creyó en la obligación de ir a presentarle sus respetos, si todavía lo encontraba vivo, o al menos organizar sus exequias y repartir sus bienes como hubiera dispuesto. Estando en camino y sin haber arribado a ningún hostal o posada, cayó tal torrencial de agua y piedras que hubieron de detenerse, con tan mala suerte que el suelo bajo las ruedas se volvió fango y el carruaje quedó atrapado. Al salir la luna, Alicia, con las ropas empapadas y el ánimo no menos cálido, decidió seguir el camino a pie y pedir alojamiento en la primera masía que encontrara. Dejó a su guardaespaldas ayudando al cochero, con la esperanza que al despuntar el día pudieran continuar el viaje.

- No temáis – le dijo-, allá no muy lejos veo luz. Seguiré por el camino y, si algún altercado acaeciera, gritaré fuerte y podréis venir a socorrerme. Venid igualmente a mi encuentro, cuando hayáis acabado con el coche, que pagaré para vosotros comida y un rincón cerca del fuego.

- Perdonad, señora, no veo la luz a la que os referís –contestó con humildad el soldado.

- El vino del que abusáis a escondidas os confunde los ojos. Mirad, mirad... allí ¿No la veís?

Avergonzado por la súbita reprimenda de su señora, el hombre de armas afirmó como si en realidad viera la luz aunque, lo cierto, es que ante él solo había camino, bosque a los lados y la negra noche, apenas iluminada por la senda que iba marcando la luna. No dio más importancia al hecho, seguramente tendría razón la señora y sus ojos estarían confundidos. Además, por aquellos parajes, tan cerca de un camino, no solían habitar fieras y el mal tiempo habría ahuyentado también a los bandidos. La señora no corría más peligro que el de lastimarse los pies y la dejó marchar a su capricho.

Había recorrido la dama no más de media legua, cuando el cielo volvió a taparse y la lluvia arreció con fuerza. Recogió su falda como pudo y echó a correr, mas la cortina de agua cubrió la luz que le servía de guía y borró la claridad del camino. Pronto se vio Alicia rodeada de robles y enzarzada entre matorrales, se había extraviado. Estaba por gritar auxilio y confiar que la distancia no fuera impedimento para ser escuchada por sus criados, cuando volvió a aparecer la luz, más cercana y cálida que antes. Pertenecía a un caserón y no a una covacha de campesinos, como había imaginado en un principio. Extraño, pues una casa de esas dimensiones solía estar iluminada con varios fuegos. Tal vez estaba parcialmente habitada. Dejó de pensar, pues su deseo por desprenderse de la pesada falda empapada podía más que sus dudas, y llamó a la puerta sin más dilación.

Nadie contestó. Alicia volvió a llamar, está vez con más brío. Nada. Sin embargo, al posar la dama la oreja sobre la puerta para escuchar si se acercaban pasos, le pareció oír dos personas que hablaban... o tal vez discutían. Volvió a llamar y al fin contestó una voz.

- ¿Quién va?

- Pido cobijo, por amor de Dios.

- Poco tenemos aquí.

- No dormir al raso será suficiente para mí.

- ¿Vais sola?

- Mis hombres se han quedado atrás...

Al momento se abrió la puerta y una vieja de arrugado gesto se le apareció entre las sombras. Alicia contuvo su grito pues no era momento para la descortesía.

- Pasad, una mujer hermosa no debería caminar sola de noche. Hacedme compañía hasta el amanecer y os recompensaré con un plato de sopa.

- Puedo pagaros la sopa...

- Mis hijos están en la guerra y me hallo sola la mayor parte del tiempo, bastará con vuestra compañía.

Estaba Alicia por preguntar si vivía alguien más en la casa, pues le había parecido escuchar a otra persona, pero desistió de nuevo en pro de la buena educación. No se pagaba con desconfianza la hospitalidad.

Entró Alicia en la casa y, estando sus ojos acostumbrados a la oscuridad de la noche, observó que ésta se hallaba en situación lamentable: la madera de los peldaños de la escalera estaba carcomida peligrosamente, no lucían las paredes más que vacíos de mugre que un día estuvieron cubiertos por cuadros o tapices, crujían los tablones bajo sus pies y, por si fuera poco, las puertas de lo que debían ser la sala y la cocina estaban desencajadas e hinchadas por la humedad. Calló una vez más la pregunta que se asomaba a sus labios pero no pudo ocultar el desconcierto. Notándolo la vieja, le dijo:

- Sola estoy, ya veis, sin nadie que atienda la casa ni cuide de mi vejez, pero no temáis, pasad a la sala que os caliente la lumbre.

Fue abrir la herrumbrosa puerta de la sala y al momento le inundó la luz y el aroma del pan recién cocido. La habitación no era muy grande, a un lado estaba la mesa, vestida con blanco mantel y seis mullidas sillas bien colocadas a su alrededor. Sobre la mesa, seis platos de porcelana y seis copas de fino cristal. En un plato humeaba la sopa y en su copa pareja se bañaba el vino mientras la hogaza de pan en el centro de la mesa, reina y señora, deslumbraba con su apetitosa presencia. La vieja cortó una rebanada de pan y la puso junto al plato de sopa invitando a la dama a sentarse y comer pero antes le sugirió que se quitara las mojadas ropas y se cubriera con una manta que también le ofreció. Alicia liberó su cuerpo del corsé y desenredó las enaguas empapadas que trababan sus piernas, en poco tiempo se quedó en mangas de camisa pues acostumbrada estaba a vestirse y desvestirse sin ayuda de doncella. Desde la muerte de su esposo, Alicia no soportaba que tocaran, ni tan siquiera rozaran, su cuerpo. De ahí la extraña manía de la dama de carecer de doncella y de haber prescindido de compañía femenina en su viaje.

Mientras la vieja bordaba sentada en un banco enfrente de la chimenea, daba Alicia buena cuenta de los modestos manjares. Al acabar, la vieja la presionó amablemente para que se sentara a su lado. Debía pagarle con su compañía, le recordó. Alicia hubiera preferido dejarse caer sobre un colchón, aunque fuera de áspera paja, antes que entretener a aquella siniestra vieja. Sin embargo, el pago era justo, se sentó en el banco y estiró sus congelados pies al encuentro de la llama. La vieja guardaba silencio en su labor y Alicia no sabía tampoco de qué hablar. Pensó que era extraño que los ojos cansados de la mujer fueran capaces de bordar con la tenue luz de la lumbre. Como si la vieja pudiera leer sus pensamientos, le contestó:

- Mis ojos casi están ciegos y sigo la labor con el tacto de mis dedos.

Alicia asintió pero siguió sin encontrar tema de conversación. El cansancio de la jornada estaba haciendo mella en su frágil persona y caíanle los párpados como pesadas cortinas. La vieja, que parecía que de todo se enteraba, le dijo:

- Tomad el libro que está en vuestro regazo y leedme algunos pasajes. La lectura os despejará del sueño y alegrará mi soledad.

Efectivamente, sobre el regazo de Alicia descansaba un Libro de Horas. Llevada por la curiosidad de ojear un manuscrito que debía tener seguramente más de doscientos años, e imaginando cuál sería el linaje de la vieja para disponer de una herencia semejante, obvió el misterio de que el libro hubiera aparecido de repente. Leyó un salmo sin prestar atención a las palabras más pendiente de curiosear la iluminación de la página. Era un dibujo de impresionante color representando a caballeros y damas a caballo en un día de cacería. Sería por efecto de las flamas y las sombras danzarinas, que a Alicia le pareció que uno de los caballeros le sonreía y que el caballo trotaba. Los árboles del bosque cobraron cuerpo y un rayo de sol la deslumbró. Oyó el cuerno de caza y los perros ladrar excitados a su encuentro... porque corrían hacia ella. ¿Cómo? Exclamó e intentó huir de los canes enfurecidos pero no sentía sus pies. Jadeó, lloró e hizo su máximo esfuerzo hasta que sus piernas respondieron y pudo echar a correr...

Y cómo corrían sus pies desnudos. Ni hojarasca ni piedras frenaron su carrera pues era superior el miedo al letal mordisco de las fieras que con gran jaleo la perseguían. Y tras la jauría, los caballeros y las damas, hábiles jinetes tanto unos como otras. ¿Se habían vuelto locos? Se preguntó Alicia. Por qué sino la atosigaban de aquella manera tal cual si fuera una cierva. Debía ser un sueño. Pero esa respuesta no le daba consuelo. El sol, el viento y el arañazo de las ramas semejaban demasiado reales, aunque su mente le dijera que era una pesadilla, el corazón le pedía que huyera y se pusiera a salvo.

Cayó un instante y se raspó la rodilla. El escozor no era menos real. ¿Sería el ataque de los perros igual de dañino? ¿Podría morir de dolor aún en sueños? Levantose y siguió corriendo, la manta prendida en un árbol, la fina camisa de seda llena de enganchones y abierta por un lado, mas el aliento se le acababa, pues poco acostumbrada estaba la dama al ejercicio y al miedo. Cayó de nuevo y las fuerzas la abandonaron...

La rodearon los perros de abiertas y babeantes fauces. Escupían sobre su desnuda piel saliva cargada de odio y rencor pero ninguno se atrevió a morderla, la obediencia al amo podía más que el instinto asesino. Alicia, recogida en un ovillo, se apretaba contra el tronco de una gran conífera anhelando que las ramas se curvaran por arte de encantamiento y cobijaran su indefensa persona de los depredadores. Cerró fuerte los ojos buscando despertar. Pero no hubo magia ni regreso a la vigilia, en su lugar, unos golpecitos con la vara de azuzar el caballo.

- Parece un buen ejemplar y es hembra – dijo el caballero que había desmontado levantándole el camisón por encima de las caderas con la vara.

- Pero se ha arañado toda la piel con la carrera, eso le quita valor –contestó la bella dama que le acompañaba.

- Arreglada y bien servida, nadie notará la diferencia.

Dios bendito, la habían confundido con un animal salvaje y planeaban servirla para cenar en pérfido banquete. Alicia intentó hablar, mostrarse como mujer, pero toscos sonidos salieron de su garganta, no palabras. ¿No veían sus ropas? ¿Desde cuando las ciervas visten de seda? Impotente, le ataron manos y pies a una lanza y fue transportada por dos criados hacia la morada de los nobles que, excitados por la cacería, charlaron y rieron durante todo el camino.

Alicia, colgada de la lanza, se balanceaba incómodamente de un lado al otro y sentía sus muñecas y tobillos lastimados. Su vida corría peligro, sin embargo, lo que más la inquietaba en aquellos momentos era la falda del camisón que impúdicamente descubría piernas y caderas. Era el viento enemigo de su tranquilidad que venia a recordarle su desnudez cuando acariciaba su sexo con gélido aliento, pero no sólo el viento la invadía, pues la mirada del caballero de la vara se clavaba sin reparo en la mullida abertura.

Alicia, despierta, despierta, pero si los golpeteos de su corazón no la habían despertado todavía, nada lo haría.

Cruzaron el puente levadizo y atravesaron el gran patio de armas hasta llegar a la cocina. Los criados colocaron la lanza en dos horquillas clavadas en el suelo de piedra y la dejaron allí colgada, bajo el techo de madera y paja, con vistas a las esbeltas almenas acabadas en punta. Agotada por el pánico, hacía tiempo que había dejado de luchar por liberarse de las ataduras y contemplaba la vida de palacio con autista tranquilidad. Le pareció todo aquel escenario de una belleza irreal. Las damas eran demasiado bellas, los caballeros excesivamente apuestos y, a pesar de haber cabalgado campo a través, sus vestiduras de brillantes colores permanecían inmaculadas. Jóvenes y hermosos cuando la realidad que Alicia había conocido estaba sucia y enferma, moribunda desde tiempos ancestrales.

Una figura robusta le tapó el paisaje, ella siguió mirando a través sin inmutarse con la confianza de que sería una sombra pasajera y podría continuar con su ensoñación pero el tufo de sudor y grasa la hizo volver a la realidad, a la que ahora era su realidad aunque pareciera imposible de creer. El cocinero, un hombre de proporciones considerables, llevaba el delantal lleno de lamparones y la camisa igual de mugrienta. Con sus enormes manos, arrancó la seda que cubría a la dama y se puso a afilar los cuchillos. Chas-chas, chas-chas... Alicia, desnuda, temblaba y a sus cansados ojos llegaron las lágrimas. Era el fin. ¿Pero por qué? ¿Qué había hecho ella para merecer una muerte tan grotesca? Aquella mañana era la señora de Castellvell y viajaba cómodamente en su carruaje ¿Por qué al caer la noche quedó convertida en animal y alimento para aquellas gentes? Noche... pero el sol brillaba en lo alto. Y en su imaginación se confundieron los días y creyó que era una cierva que una vez soñó ser una dama.

Dejó el cocinero los cuchillos sobre una amplia mesa de madera. Con las dos manos, le inspeccionó la cabeza, le abrió la boca y olió su aliento. Le agarró luego los largos y castaños cabellos que caían como ondas acariciando el suelo, y los enroscó sobre la nuca sujetándolos con un cordel. Tenía el hombre un cubo lleno de agua al alcance de la mano y, tal cual lo tomó, tal cual vertió el helado elemento sobre la piel de la mujer. Tembló Alicia con más fuerza, aclamaron sus pezones rígidos hacia el cielo, tenso el vientre y fría la carne. No satisfecho, el cocinero la restregó con un trapo para limpiar el barro y la sangre seca de los arañazos. Lo hacía rápido y con brusquedad, sin inmutarse ante los lamentos de la presa. ¿Por qué no matarla primero y luego entretenerse en la labor de despellejarla? ¿Por qué torturarla mientras estaba viva? Se detuvo el hombre, algo captó su atención. Cubrió con sus manos ambos senos, coquetos como manzanas, y los amasó entre gruñido y gruñido ¿Qué era aquello? ¿La reconocía como mujer? Alicia había oído de pastores que descargaban sus necesidades en ovejas y cabras, tal vez el cocinero pretendiera hacer lo mismo con ella. Se revolvió bajo sus ataduras, intentó patalear pero lo único que consiguió fue hacerse más deseable a los ojos de su verdugo, que escondió una mano bajo el delantal y se frotó lascivamente lo que bajo aquel dormía. Ya veía Alicia la protuberancia tomar forma, ya veía asomar la carne... cuando el caballero de la vara, a lo lejos, llamó al cocinero. Éste volvió a tomar conciencia de su posición de criado. Se apretó contra el pubis buenamente lo que había despertado e, inclinándose hacia delante para disimular la erección, acudió a la llamada de su señor. Dio el caballero algunas instrucciones y regresó el cocinero a cumplir con sus tareas, en las que no se incluía rellenar la pieza de caza con su esperma.

Hervían las verduras en una gran cacerola sujeta con una cadena sobre el hogar. El cocinero agregó unos trozos de carne, grasa y unas especias, desconocidas por Alicia. La dama observó como el vaporoso aroma inundaba la cocina. Todavía colgada de pies y manos, se preguntó por qué la mantenían con vida. Tuvo la horrible ocurrencia de que tal vez pretendieran lanzarla viva a la cazuela... pero la olla no era tan grande. Tal vez habían decidido descuartizarla por partes para mantenerla fresca durante más tiempo. Una vez se le detuviera el corazón de tanto sufrimiento, salarían lo que le quedara de cuerpo y la encerrarían en la oscura despensa. Ese sería el final de la señora de Castellvell.

El cocinero vertió parte del caldo en un cazo. Cortó un buen pedazo de lo que parecía una barra de jalea o grasa mezclada con gelatina y lo mezcló con el caldo caliente formando una tupida salsa. Agregó un poco más de la misteriosa especia y siguió removiendo con la cuchara de madera. Se acercó a la dama, que se sobresaltó creyendo que venía a por una de sus piernas, pero viendo que no llevaba más que el cazo y la cuchara, supo que sus miembros estaban a salvo, de momento. La salsa humeaba, el olor era fuerte, no desagradable pero intenso, aturdía. Con ayuda de la cuchara, el cocinero comenzó a verter el líquido caliente sobre Alicia, embadurnándola bien, cubriéndola con capas y capas de aquella aromática salsa. La extendía por los brazos, el tronco, bajo los pechos, el ombligo, los tobillos, las piernas, los muslos... Hacía calor. Alicia sentía el jugo en contacto con su piel, primero un ligero picor y luego calor, un calor que surgía de dentro, un sofoco que nacía de las entrañas, que la inquietaba. Los muslos... y entre ellos la cuchara iba y venía. Chorreaba la salsa metiéndose entre los pliegues, correteando por la fina línea que separa los glúteos. Calor, más calor. Alicia empezó a respirar con dificultad, jadeaba. Mojó el cocinero dos de sus dedos en el cazo y los introdujo dentro de la mujer. Los volvió a sacar para impregnarlos más y volvió a entrar. Alicia se quemaba por dentro pero el cocinero repitió la operación cinco veces más hasta asegurarse que había entrado suficiente salsa.

Latía su sexo con la fuerza de una bandada de pájaros, bum bum bum... Tronaba como tambores en su cerebro... Bombeaba sangre con tal violencia que el resto del cuerpo le era esclavo. Había dejado de sentir brazos, piernas, corazón... para sentir sólo aquella parte de sí misma, tan olvidada, y que ahora reclamaba su trono con extrema tiranía. La fiebre le nubló la vista y dejó de importarle todo. Que la cortaran en trozos hubiera dado igual, que la asaran, cocieran o frieran, tanto da, pero aquel fuego sediento en su interior la estaba devorando. Necesitaba... necesitaba... que alguien le arrancara las entrañas y la liberara de aquello. Quiso gritar... quiso llorar...

El cocinero la desató. Ella no hizo esfuerzo alguno por luchar. Le dobló las rodillas sobre el pecho y la puso boca abajo sobre una gran bandeja untada en la misma salsa que la cubría. Ató sus manos con un cordel por debajo de los glúteos y siguió dándole salsa, esta vez por la espalda y volviendo a mojar los dedos para cubrir el segundo agujero. Colocó frutas cocidas alrededor. Le dibujó espirales de dulce de leche en los omoplatos y a lo largo de la columna vertebral hasta acabar en una cola que se metía hacia dentro. Satisfecho con la decoración, le abrió la boca y le vertió más salsa, bloqueando luego su mandíbula con una manzana silvestre para evitar que se tragara el líquido. Para acabar, dio dos palmadas y dos criados acudieron presto para llevar la bandeja y el manjar que se exponía a la sala donde se habían reunido los comensales.

Al ver entrar a los pajes con la bandeja, las damas y caballeros del gran salón, se levantaron para aplaudir el exquisito manjar. "Qué bellamente decorado, qué tierna y dulce parece". Decían unas y otros mientras se iban reuniendo a su alrededor. Alicia sólo oía murmullos, los vapores de su sofoco la tenían aturdida. No podía pensar, no podía sentir otra cosa que no fuera su sexo, su cuerpo entero palpitando con exigencia. Estaba perdiendo humanidad por momentos.

El caballero de la vara, con su dama al lado, dio la orden para empezar a comer. Los comensales no esperaron una segunda invitación y se abalanzaron sobre la Alicia a la crema y a las finas hierbas como lobos hambrientos. Lamían con avidez la salsa afrodisíaca, sorbían las espirales de su espalda y mordisqueaban los tiernos hombros y los jugosos glúteos. Una jovencísima damisela le quitó la manzana de la boca y buscó con la lengua el jugo guardado bajo el paladar. Al momento sintió otra lengua adentrarse por detrás... dos, tres, cuatro lenguas más... Y dedos, muchos dedos que la inspeccionaban para recoger lo que pudiera quedar de jugo. Alicia jadeaba con tanta fuerza que el aire no entraba en sus pulmones. Se moría... se moría de deseo... se pararía su corazón ante tanta ansiedad. Antes de que eso ocurriera, la amiga del caballero de la vara se acercó a ella y los comensales se retiraron. Sus ojos, del azur del blasón de su vestido, brillaban compasivos, y en su mano blanca y pequeña dormitaba un puñal de plata. "Mátame", suplicó Alicia en su silencioso lenguaje. Pero la dama cortó las cuerdas y la dejó libre.

Libre, sí, pero era esclava de la angustia febril que la poseía. Se quedó agazapada sobre la bandeja balanceando su cuerpo de un lado a otro, como poseída. No veía más que sombras en movimiento, colores que se confundían unos con otros. De pronto, le llegó un olor conocido. Olor a piel caliente y almizcle. Un recuerdo lejano le trajo el rostro de un hombre que la hacía gemir por las noches y la urgencia se acrecentó. Su mirada dejó de ser frágil como la de una cierva, se oscureció feroz como la de un león y sus ojos volvieron a ver. Eso, era eso lo que quería...

Saltó hacia su primera víctima con tanta violencia que lo tiró al suelo. Él se había desatado las calzas y los calzones y erguía con orgullo una verga de palmo entero. Se dejó hacer mientras Alicia lo utilizaba para calmar el ardor de su interior. Pero el ansia no remitía. Por muy profundo que consiguiera ella clavarse aquel miembro viril, por muy salvaje que lo cabalgara, por muy duro que castigara a su portador con mordiscos y arañazos, el deseo mortal seguía allí, torturándola, enloqueciéndola... El caballero se vació en ella incapaz de seguir soportando semejantes embestidas. Y Alicia, furiosa, lo desechó tras un grito de frustración.

Ah, pero aquel joven aventurero no era el único voluntario. Apostados a los lados, dejándole un pasillo para avanzar, estaban todos los caballeros que habían participado en la cacería, todos menos el caballero de la vara, que observaba la escena cómodamente sentado en su trono, al lado de su compañera. Seis hombres imberbes o perfectamente afeitados, tan bien peinados y ataviados como sólo podrían estar los personajes de una ilustración, oliendo a flores o a vanidosos perfumes y, sin embargo, oliendo también a sal, a sudor y a sexo. ¿O era el olor de la misma Alicia que confundía el del resto? Y eso la impacientaba más, ser la única en la sala que pareciera real, sufriendo, llorando, apestando... Rugió y de sus ojos saltaron las llamas atrapadas en su vientre. Se abalanzó hacia el siguiente, que no se acobardó ante la visión de la fiera, y soportó con igual estoicidad que el anterior la brutalidad de Alicia. Ella les arrancaría la humanidad a golpes, o eso intentaba, pero ninguno profería más que adorables gemidos.

Uno tras uno, los fue rindiendo. Coleccionando esencias que se mezclaban en sus entrañas, que la empachaban y rebosaban esparciéndose sobre sus muslos. Estaba agotada y todavía hambrienta pero ya no quedaba nada en pie que llevarse a la boca del diablo. El cocinero tal vez. Con su tremenda fuerza, sería capaz de romperle la espalda en dos y se habría acabado el tormento. Pero no estaba allí. En la estancia sólo quedaban los seis caballeros recostados en el suelo, inservibles, y el silencioso caballero de la vara con su dama. Corrió hacia él. Se enganchó con las garras a su espalda e intentó arrancarle la ropa a mordiscos mientras con su sexo chorreante, de humedad propia y también prestada, le iba calando las calzas hasta empaparle las rodillas.

"¡Basta!" Grito la doncella de azur. Y su caballero apartó a la fiera de sí lanzándola contra el suelo. Alicia se retorcía, incapaz de seguir luchando contra la hambrienta serpiente que le gritaba más y más... Sus gemidos desgarraban la belleza de la sala. "¡Basta! ¡Acabad con esto!". Ordenó la dama. El caballero se levantó de un salto y azuzó el aire con la vara fascinando a la quejumbrosa criatura que yacía bajo sus pies. Acto seguido, azotó con rapidez la cara interior de un muslo y luego el siguiente para indicarle que mantuviera las piernas abiertas. Y sin ningún miramiento, flageló la carne hinchada y enrojecida por la excitación que parecía querer saltar y morderle. Aquel sexo devorador era acallado por la fuerza y Alicia agradecía el dolor que cubría el ansia. "Mátalo, mátalo... acaba con él"- pensaba Alicia mientras era martirizada. Sintió la piel abrirse, escocer bajo el manto de semen y flujo que la cubría y el alivio al brotar la sangre, tibia y limpia, purificadora. "Mátalo, mátalo... arráncalo de mí"

"Mátalo..."

- Os habéis dormido a pesar de vuestra promesa.

Alicia miró a su alrededor. Las llamas del hogar chispeaban endulzando sus oídos y un destello azul llamó su atención. La vieja tenía los ojos azules, de un azul vivo y hermoso, sin embargo, recordaba su mirada grisácea y apagada, velada por los años y la incipiente ceguera.

- Seguid leyendo, amable señora, todavía quedan horas hasta el amanecer .

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