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Las Vírgenes de Nuria - El castigo

en Grandes Series

19. La despedida

No había salido el sol. Toni se sentía despejada pese a haberse acabado la botella de whisky que guardaba en el escritorio. Tampoco quedaba demasiado. Tantas noches de deseo frustrado habían consumido sus reservas de alcohol. Dudaba entre bajar al salón del piano y asaltar el bar o visitar a Alba a su habitación. Optó por lo primero.

Con la cabeza recostada contra la pared, las rodillas apretadas contra el pecho, sujetando la prendas de ropa como en un intento de calmar el frío nocturno, Alba dormía desnuda junto a la puerta de Toni. Había obedecido y había salido de la habitación pero nadie le pidió que volviera a la suya.

- Ay, Alba –pensó Toni-. Todo sería más sencillo si no fueras tú. ¿Cómo puedo dejar de quererte?

La cubrió con la colcha de lana de la cama y la besó en la frente, con cuidado de no despertarla. Luego bajó en silencio las escaleras hasta el salón. La luz del alba asomaba por las ventanas de cortinas descorridas. Alba era como esa luz, su madre acertó al ponerle el nombre. Era la promesa de la llegada de la mañana, era la juventud del día que se avecinaba, era también fresca, portadora de esperanzas, cándida, sorprendente, hermosa... Y, como el alba, también de felicidad breve. Todo aquel esplendor se apagaba rápidamente por la influencia de Nuria y las criadas. Cuando eso sucedía, Toni, que era el sol de Alba, se nublaba.

Se sirvió un vaso de whisky, sin agua. Su auto descapotable, cubierto de rocío, parecía saludarla desde el patio de la entrada. Estaba tan ansiosa por entrar en la casa anoche, que olvidó guardarlo en el garaje. Entonces, una idea le vino a la mente. Su mirada clara y transparente se ensombreció y, por un momento, aquellos ojos semejaron a los de Nuria, llenos de lagunas y misterios. Dejó el vaso sin llegar a beber, tomó las llaves del coche y con paso decidido se dirigió a la puerta de la entrada principal.

Martina se había levantado temprano y bajó a la cocina para preparar el desayuno de la señora. Oyó a Toni, sus pasos, el tintinear de las llaves. Tuvo un mal presentimiento y la detuvo en la entrada.

- To-Toni... es demasiado pronto para conducir, espera a que el sol ilumine la carretera. Además... vas poco abrigada, llevas la ropa de ayer, arrugada y de cualquier manera... Sube a tu habitación...

Toni la miraba de forma fría, sin pronunciar palabra.

- Por favor... Toni, por favor...

Martina le puso la mano en el hombro con timidez en un intento de convencerla. Toni la apartó y salió. No le importó que el asiento estuviera húmedo, se subió al coche, conectó la llave de arranque y se marchó sin decir adiós.

 

20. Los invitados.

Alba la estuvo buscando por todos los rincones de la casa. El coche no estaba. Era sábado, seguramente habría bajado hasta el pueblo para tomarse unas cervezas con los jóvenes del bar. A Toni le gustaba rodearse de hombres y actuar como ellos. Alba no entendía ese comportamiento, ella se sentía extraña ante un hombre, demasiado observada, demasiado deseada, demasiado amenazada. Odiaba esa sensación. Las mujeres, a pesar de la señora y su mayordoma, le daban seguridad. Incluso Erica, aunque la cocinera no ocultaba su deseo y más de una vez Alba se encontró con un cucharón entre las piernas. Erica se justificaba diciendo que era su ingrediente especial para la sopa y ambas reían escandalosamente.

Investigó disimuladamente la habitación de Toni y el desorden la tranquilizó. A Toni le gustaba recoger su habitación antes de marchar a Barcelona. Volvería aquella noche, seguro.

Durante el día intentó mantenerse ocupada en la limpieza. No se dio cuenta que Martina la trataba con más indiferencia que de costumbre, que la evitaba como si fuera la peste. Por la noche, su ánimo se vino abajo. Toni no llegó para cenar. La esperó luego en su habitación, abrazada al batín de seda que tanto le gustaba. Se quedó dormida a altas horas de la madrugada. Amaneció el domingo y Toni sin aparecer. Entonces temió la verdad, que Toni no pensaba volver.

La semana le resultó insoportable. Se torturaba a todas horas preguntándose qué es lo que había molestado tanto a Toni. No debió haber sido tan brusca la última noche. Le faltó gravemente al respeto pero... podría haberse satisfecho con un castigo, no era necesario desaparecer, abandonarla... Abandonarla como a un batín de seda, tirado de cualquier manera sobre la cama.

Alba lloraba todas las noches y durante el día estaba ausente. La señora Nuria parecía especialmente feliz y en más de una ocasión solicitaba a la jovencita para su disfrute nocturno a pesar de que no le correspondiera la tanda. Alba se dejaba hacer, como siempre, se dejaba penetrar por los dedos sabios de la señora que de un agujero pasaban a otro sin muchos miramientos. La primera vez, Alba se asustó. No sabía que eso fuera posible pero como vio que no caía ningún rayo para destruir la casa ni que el suelo se abría para llevársela al infierno, se calmó y permitió que la señora jugara con el estrecho orificio. Tampoco podía evitarlo. La señora era dueña de su cuerpo y de todos sus agujeros. Sin embargo, Alba ya no disfrutaba, su cuerpo había dejado de sentir.

Al cabo de dos semanas de la desaparición de Toni, la señora decidió organizar una fiesta. Las vírgenes de Nuria corrían alteradas de un lado a otro de la casa excitadas con los preparativos. Todas menos Alba estaban emocionadas. El jolgorio, las risas y las bromas femeninas parecían haber conquistado la casa. Una fiesta significaba música, baile y manjares exquisitos pero también, y lo más importante, invitados.

Llegó la esperada noche. Martina estacionada en la entrada iba abriendo la puerta y recibiendo a los invitados. Vestida sólo con un gracioso delantal blanco y la cofia, la mayordoma mostraba orgullosa sus perfectas formas. Los hacía pasar al gran salón, donde Alba, completamente desnuda pero con el rostro maquillado, permanecía quieta con los brazos extendidos haciendo de perchero. Uno a uno, le iban dejando los sombreros, bastones y algún abrigo, aunque la noche era templada. Alba tenía órdenes de no moverse y no lo hizo aún cuando la señora del vestido violeta le pellizcó un pezón o cuando el señor de la barba blanca simuló tropezarse y se abrazó a ella haciéndole notar que podría ser un vejestorio pero que ciertas partes de su anatomía no estaban muertas. Un joven incluso le acarició sin disimulo el pubis y la señorita que le acompañaba, tal vez su hermana o su prometida, le encajó un dedo entre las piernas y de seguro ese dedo hubiera conocido terrenos más húmedos de no tener Alba los muslos tan apretados.

Ana y Maria, también desnudas, maquilladas y con abalorios entre sus cabellos, servían bandejas con canapés y se mostraban más favorables a las atenciones que les dedicaban los invitados. En más de una ocasión, el viejito de la barba blanca hacia gala de su torpeza dejando caer un canapé. Una de las chicas se agachaba para recogerlo enseñando impúdicamente aquello que jamás el órgano de ningún hombre había penetrado, y no llegaría a hacerlo mientras formara parte de la colección particular de la señora Nuria.

Nuria, sentada en su sofá, iba saludando amorosamente a sus invitados, casi siempre con un beso ligero en los labios. Todos parecían encantados con la fiesta. Hacía mucho tiempo que no dabas una fiesta, le decían unos, tienes que darlas con más frecuencia, le decían otros. Agradeció a todos su presencia y dio la orden para conectar la gramola. Ana se apresuró y al momento la música inundó el salón.

Música divertida, a la última moda, traída de París, Berlín, Londres y New York, ritmos locos para una noche loca. Los jóvenes fardaban de sus conocimientos sobre el baile moderno moviéndose con frenesí, los mayores aplaudían y hasta el señor de la barba blanca se animó a echarse un swing pero María lo apartó cariñosamente del bullicio antes de que se desquebrajara. Las criadas parecían encantadas con la juerga, tan sólo Alba se sentía aislada, incluso asustada ante semejante muestra de locura colectiva.

Erica sirvió la cena. Más de uno y una babeó antes de que la comida llegara a la mesa debido a las voluptuosas formas de la cocinera. El viejito, a un descuido de Erica, hundió la nariz en sus voluminosos pechos. Erica le regañó divertida pero en ningún momento se molestó. No, ninguna parecía molesta ante el exhibicionismo al que eran expuestas, al contrario, disfrutaban y era evidente la vanidad y el orgullo con que se lucían. Tan sólo Alba, que con los párpados caídos recordaba a Toni, pensaba que de estar ella presente, se escabullirían a su habitación y sería su estatua desnuda sólo para ella, y se dejaría tocar y acariciar sólo por ella. Pero Toni no estaba, Toni tal vez no volvería nunca.

 

21. El castigo.

Acabada la cena, volvió el baile pero esta vez la música era lenta. Sonaba en la gramola una triste melodía cantada por una mujer de profunda voz. Alba no entendía lo que decía pero le pareció que esa canción salía directamente de su propio corazón. Así se sentía ella, desgarrada, sin esperanza.

Los invitados, mientras tomaban el café y fumaban, charlaban sentados en los sofás o bailaban muy apretados en parejas y tríos. La señora rompió el ambiente con un par de palmadas. Todos le prestaron atención.

- Me alegra que os lo estéis pasando bien pero todavía os tengo reservada una sorpresa. Habréis comprobado que tengo una nueva y bonita adquisición. Alba, acércate.

Alba pegó un brinco al oír su nombre y se sintió atemorizada de ser el centro de atención de aquel grupo de desconocidos. Dejó los abrigos y accesorios en un perchero de verdad y se encaminó temblando y encorvada hacia la señora. Los invitados la contemplaban cuchicheando comentarios.

- Es bonita ¿verdad? – la señora hizo girar a Alba sobre sí misma -. Pero es terriblemente indisciplinada y olvida con frecuencia cuál es su lugar.

¿La señora estaba enfadada? ¿Cómo es que Alba no se había dado cuenta antes? ¿Qué podía haber hecho mal? Obedecía todas sus órdenes y cumplía con sus obligaciones diligentemente. No entendía... aunque, tal vez... Toni le hubiera explicado que se comportó de forma inapropiada la última noche que estuvieron juntas. Tenía que ser eso. Obró mal dándole placer sin su consentimiento. Lo que Alba no entendió es que el enfado de la señora no venía por ella sino por Toni. Fue Toni la que cometió la falta de enamorarse de alguien tan inferior a ella en posición social y cultural. Toni era la culpable pero el castigo sería para Alba.

- Debe ser castigada –finalizó Nuria su debate y todos los invitados lanzaron una ovación entusiasmados.

Martina, con una sonrisa de triunfo, tomó a Alba de la mano y la condujo hasta la mesa. Le hizo apoyar el pecho y con una mano le sujetó firmemente la cabeza contra el mantel. Todavía podía olerse el vino derramado. Con la otra mano le dio un par de toquecitos en los muslos para que abriera las piernas. El corazón de Alba latía con tanta fuerza que Martina podía escucharlo desde su posición aventajada.

Las otras criadas formaron una fila detrás de Alba. Y detrás de ellas, los invitados. Ana y María estaban especialmente ociosas. Erica se reía por lo bajini, aquellas situaciones morbosas alimentaban su calenturiento temperamento, pero cuando se dio cuenta que la doncella temblaba como un pajarillo y que no estaba disfrutando en absoluto con su castigo, sintió remordimientos. La primera de la fila era ella, por lo tanto, cuando la señora dio la señal de comienzo, la azotó con la mano de forma simbólica. Ana y María prescindieron del simbolismo y propinaron ambas un par de sonoros y dolorosos cachetes. El resto de invitados, uno a uno, fueron azotando el blanco trasero de Alba, ahora enrojecido por las bofetadas.

Como era de esperar ante invitados tan ilustres, no se conformaron con el obligado palmetazo. La señora del vestido violeta disfrutó abriéndole las nalgas y exhibiendo a sus ojos y a los de los demás los valiosos tesoros de Alba. El joven que la había acariciado al principio, fue especialmente ocurrente y le palmeó un swing de varias notas, comentando entre risas y los aplausos de los demás que nada sonaba tan bien como dos buenas nalgas. La señorita que lo acompañaba, esta vez pudo hundir los dedos en el preciado jugo. Gesto que imitaron muchos de los invitados pues la rosa de la doncella era especialmente tentadora, tan tierna y apenas sin mancillar. Y el viejito de la barba blanca, descarado como siempre, se abrió la bragueta y liberó su culebrina, así la llamaba, para utilizarla como látigo. Pero Erica le detuvo a tiempo, antes de que se llevara la preciada virtud de la virgen, y lo condujo a un apartado para darle algo de consuelo con sus manos.

A Alba le ardía la piel. Notaba esas manos extrañas, frías, calientes, pequeñas, grandes... apropiarse de su intimidad, humillarla, utilizarla como objeto para sus burlas y perversiones. Alba lloraba, lloraba de dolor porque por fin había entendido aquellas súplicas que Toni le hacía cada noche. Toni no quería ser dueña de su cuerpo y tener la propiedad de someterla, como hacía la señora, quería que Alba se perteneciera a sí misma. Toni la quería libre, la quería privada y no pública. Quería conocer su voz y sus deseos, amarla. No como aquella gente para la que Alba era sólo un pedazo de carne caliente en la que desahogar sus más bajas pasiones. Y mientras Alba lloraba y gemía, pronunciaba sin darse cuenta el nombre de Toni. Hasta que el castigo finalizó, ella se dejó caer sollozando sobre sus rodillas y los invitados la olvidaron para ir a recrearse en el baile exótico que Nuria había ensayado para la ocasión.

Sola y olvidada, no era esa la felicidad que esperaba encontrar más allá de su pueblucho descolorido.

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