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Las Vírgenes de Nuria (1)

en Grandes Series

1. Alba

 

El chófer dobla bajo el brazo su ejemplar de El Gironès, fechado el 4 de mayo de 1932, y coloca las manos al volante esperando que la muchacha cargue su hato, tristemente envuelto en un mantel viejo, y suba al coche.

Alba se despide efusivamente de su madre, ésta la abraza y besa como si fuera la última vez.

- Estarás bien en casa de la señora, te dará una educación y no correrás peligros – dice la madre de Alba, una mujer rechoncha y bajita, echando una mirada de desconfianza al chófer-. En la casa sólo viven la señora y sus criadas. Es muy diferente a otras casas en donde las doncellas son despedidas por preñarse del amo. Estarás muy bien... ya lo verás... –y se aparta un poco de su hija para secarse las lágrimas con el delantal.

- Lo sé, madre... – contesta sollozando la joven.

- Anda, vete ya, no te vayan a reñir...

Alba se anuda el pañuelo sobre sus trenzas castañas y sube al coche. El chófer espera a que cierre la puerta y arranca sin pronunciar palabra.

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Durante todo el trayecto, Alba estuvo gimoteando en silencio. El chófer, un joven alto, moreno, de cabellos engominados, el rostro fino, la mirada cubierta por unas gafas oscuras, y en la boca un cigarro Gitanes que se iba extinguiendo por momentos, no se dignó a mirarla ni pronunció palabra alguna.

Llegaron a la casa, una bonita casa señorial del siglo pasado apartada del pueblo. El chófer paró delante de la puerta trasera, esperó a que Alba recogiera su hato y bajara, y se dirigió después hacia el garaje. Alba no volvió a verlo hasta varios días después.

Alba se quedó allí plantada, frente a la puerta, esperando a que alguien saliera y le diera una orden. La brisa mecía de un lado a otro su falda algo sucia y arrugada, dejando ver unas enaguas no más limpias, de color pardo y costuras raídas que indicaban que tenían más años que la muchacha. El rostro todavía con aire infantil, a pesar de que el talle alto y el busto pronunciado indicaban que había pasado ya los dieciséis, resaltaba por sus ojos negros y vivos enmarcados por la tez morena acostumbrada al trabajo bajo el sol.

Pasaron los minutos, tal vez treinta, y sólo se oía el murmurar de los árboles frutales y, a lo lejos, unas risas jóvenes y frescas que se acercaban. Alba no se atrevió a girar la cabeza y echar un vistazo, siguió esperando en la misma postura, como perro obediente. Al cabo de poco, dos jóvenes no mucho mayores que Alba llegaron corriendo y se pararon frente a la puerta jadeando. La más rubia le dio un codazo a su compañera para indicarle la presencia de Alba.

- ¿Eres la nueva? ¿Qué haces aquí? ¿No hay nadie en la casa? – llamó al timbre varias veces seguidas con insistencia.

Al momento, apareció por la puerta una joven, mayor que las anteriores pero que no pasaba de los veinticinco, con uniforme oscuro y un delantal blanco e impecable. Llevaba los cabellos recogidos en una bonita cofia blanca pero, a pesar de estar primorosamente peinados y ordenados, sendos caracolillos negros y rebeldes le asomaban sobre la frente.

- ¿A qué viene tanto escándalo? – las regañó Martina con los brazos en jarras.

- Es la nueva que estaba aquí plantada como un espantapájaros – le respondió la muchacha del cabello pajizo –. La muy tonta no se atrevía a tocar el timbre, debía tener miedo a que le mordiera - y ella y su compañera estallaron en carcajadas.

Martina examinó de arriba abajo a Alba y suspiró con resignación.

- Está bien, subidla al piso de arriba, indicadle las habitaciones y, por el amor de Dios, prestadle algo de ropa decente y que se lave antes de presentarla a la señora.

- Sí, señorita Martina - contestaron las dos muchachas a coro y con rintintín.

Las tres fueron subiendo las escaleras en calma, hasta que perdieron de vista a Martina, entonces las dos rubias se precipitaron en una carrera escandalosa para ver quien llegaba antes. Una vez arriba seguían con sus juegos para nada intimidadas por la desconocida. Le mostraron el que iba a ser su cuarto, bastante sencillo y con escaso mobiliario: una cama, un arcón, una silla frente al ventanuco y una jofaina de porcelana blanca.

- Ahora te traemos algo de ropa – cerraron la puerta y la dejaron sola para que se lavara.

Alba dejó el hato sobre la cama. Se sentía descorazonada por la bienvenida tan poco acogedora de Martina y las dos rubias. Los días antes de su partida, soñaba despierta con que en la casa encontraría muchachas de su edad y haría buenas amigas. En el pueblo se pasaba los días cuidando de sus hermanos pequeños y no tenía tiempo para entablar amistad con otras chicas. Pero ahora se sentía como un animalillo desvalido, totalmente sola, y objeto de burla.

Se limpió la nariz con la manga y vertió el agua de la jarra en el aguamanil. Se quitó la camisa gris y de tela tosca, que había pertenecido a su padre, y se lavó la cara. Las rubias entraron sin llamar y entre risitas mal disimuladas se sentaron en la cama y la observaron con detenimiento. Alba se sentía intimidada.

- ¿No te vas a quitar el resto de los trapos? – le preguntó la más rubia-. Te traemos una camisa, medias y un vestido de una pieza que creemos que te sentará bien.

- Em... sí, cuando acabe de lavarme.

- Poco te vas a lavar con todo lo que llevas puesto – le comentó la del cabello pajizo -. A lo mejor te da vergüenza que estemos aquí...

- Em... no, no es eso...

- Claro, Ana, todas somos mujeres ¿Por qué habría de volverse pudorosa? Por cierto ¿Cómo te llamas?

- A.. Alba...

- Pues eso, Alba, desvístete y pruébate lo que te hemos traído para asegurarnos de que es de tu talla.

Alba desató los cordones de su falda y la deslizó hacia abajo despacio como esperando encontrar una excusa que la librara de tener que desnudarse ante las dos muchachas de mirada afilada. Hizo otro tanto con la enagua hasta quedarse en camisa interior.

- ¿Lo ves, María? ¡No lleva pololos de abuela! – exclamó divertida Ana.

- Tampoco bragas. Ninguna de las dos hemos acertado.

Alba enrojeció. Era cierto, que no gastaba esa prenda interior. Tenía unos pantaloncitos de cuero especiales para sujetar los paños durante su menstruación pero el resto de días iba sin nada más que lo anterior descrito. Nunca consideró necesario gastar el poco dinero que tenían sus padres en algo tan inútil, después de todo, con la falda larga apenas si se le veían las pantorrillas, mucho menos la entrepierna.

Intentó disimular su sobresalto y mojó la toalla con agua para acabar de lavarse.

- ¿Y no te quitas nada más?

Alba había temido que pronunciaran esa pregunta. No es que fuera una chica pudorosa o tímida, es que había algo en Ana y María que le daba desconfianza. Era la manera en cómo la observaban atentamente, anhelando descubrir sus secretos, deleitándose ante su posición aventajada. Desnudarse en una habitación llena de chicas cambiándose de ropa, era una cosa, mostrar su intimidad ante esas dos, algo muy distinto.

Levantó la camisa por encima de su cabeza de espaldas a las mironas y la tiro al suelo. Oyó sus risas ahogadas. Se dio prisa con la toalla y el agua, cuanto antes acabara aquella vulnerabilidad mejor. Sentía una presión en el vientre, un estremecimiento helado sobre los pechos, un palpitar en las piernas... Y mientras, el susurro de unos comentarios tras de si.

Se apartó de la jofaina para ir hacia la cama y recoger la camisa limpia, cuando María, la más rubia, le sujetó la mano.

- Espera, no te has lavado bien. No querrás oler mal delante de la señora ¿verdad? Ana, ayúdala tu.

Alba no tuvo tiempo de replicar, se encontró de pronto atrapada entre las dos jóvenes. María, pegada a su espalda, le bloqueaba el paso mientras Ana blandía la toalla empapada en el agua fría del aguamanil. La presionó contra el vientre de Alba que dio un respingo hacia atrás y sintió como quedaba encajada contra María, que llevó las manos hacia los muslos de Alba y trató de abrirlos delicadamente.

El agua resbalaba por su vientre, se enredaba en el vello púbico y caía en forma de goterones por el interior de las piernas. Intentó quejarse pero había quedado sobrecogida por la acción incalificable de las rubias, totalmente muda y paralizada.

María consiguió abrirle los muslos, como si de una ostra se tratase. Ana deslizó la toalla chorreante hacia el interior empapándolo y fue moviéndose hacia delante y hacia atrás, apretando de vez en cuando hacia arriba. Y así estuvo un buen rato, de pie, con la mano entre las piernas de Alba, frotándole con una toalla que comenzó siendo fría y se entibiaba por momentos. Y es que Alba jamás había sentido semejante fuego. Entonces, Ana cambió su expresión sonriente por una seria y aceleró sus movimientos, apretando con rabia. Alba sintió dolor y trató de liberarse pero Maria la sujeto fuerte de la cintura y se echó sobre la cama con ella encima mientras Ana tiraba la toalla a un lado y le sujetaba las piernas para colocarse en medio y frotar su pubis contra el sexo desnudo de la campesina. Alba grito y forcejeó sin mucho éxito con María que ara le sujetaba los brazos, ara le tapaba la boca.

- Date prisa... – dijo María con esfuerzo.

Ana extendió su mano a lo largo del sexo de Alba y la movió vigorosamente de un lado a otro. Alba se quemaba. De ser una olla, estaría con la tapadera cerrada y sobre un fogón de viva llama, hirviendo a borbotones y deseando derramarse por los costados. Sentía su sexo hinchado y enrojecido, gritando clemencia pero a la vez gritando más. De pronto le subió una sensación dulce por el estómago y estalló en convulsiones. María se llevó un cabezazo en la nariz y aflojó el cinturón que le venía haciendo con los brazos. Pero Ana no aflojó nada y siguió su ritmo frenético hasta que noto la mano empapada y resbaladiza, entonces se la llevó a la boca y se chupó los dedos y la palma como si la hubiera untado en confitura.

- Mmmm... está rico... se nota que lo tenías bien guardado – le comentó Ana con sonrisa malévola.

María echó a un lado a Alba, que ahora ya no se defendía exhausta y agotada como se encontraba, y se incorporó al lado de su amiga para poder ver desde un plano más digno la obra acabada. O sea, a Alba, inmóvil, con las trenzas despeinadas, sobre las sábanas desordenadas, las piernas abiertas, el sexo enorme y palpitante totalmente cubierto de jugo transparente.

- Hermosa – dijo

- Mucho – le contestó Ana mientras seguía relamiéndose.

Alba ya no las escuchaba, intentaba entender qué le había pasado, era la primera vez que experimentaba algo así: ardor entre las piernas y la sensación dulce y fuerte que la había dejado en ese estado.

- Bienvenida a la casa de la Sra. Nuria Gelabert – dijo Ana antes de salir con María, cerrar la puerta, y dejarla, esta vez sí, sola.

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