21. La mujer (3ª parte)
No se se atrevió a volver a preguntar, no quería saber la respuesta. El miedo le oprimía el pecho, su corazón batallaba como si estuviera dentro de una olla hirviendo... podía notar incluso como el vapor le nublaba la vista. Pensó que no tendría fuerzas ni el valor suficiente para huir pero, en los pocos segundos en los que valoraba si la resistencia era la opción más inteligente o, por el contrario, supondría una reacción violenta, sus pies ya habían dado marcha atrás...
- Aléjate de la puerta -susurró el intruso con voz grave. ¿Ese brillo en su regazo era el de una pistola? ¿Y el brillo en sus pupilas dilatadas por la oscuridad correspondía al deseo?
Alba se pegó a la pared. Sus músculos se tensaron como queriendo, en una vana fantasía, formar parte del papel decorado, incrustarse en el yeso y desaparecer. Cerró fuerte los ojos. Pasara lo que pasara, no quería verlo. Si pudiera también dejar de sentir... Pero el tacto caliente de aquellas manos que se habían infiltrado bajo la falda de su vestido era intenso, le reclamaba su atención. Le bajó las bragas de golpe arañándole la piel. Un gimoteo repentino sorprendió al agresor. Conmovido o asustado se detuvo en su ofensiva pero no duró mucho la duda, con una mano en cada muslo le obligó a abrirlos, para poder llevar el rostro hacia el bello rizado y aspirar profundamente su olor, como un animal. Gruñó, clavó las uñas, cortas y masculinas, en la temblorosa carne, marcando territorio, y cedió a la violencia.
Agarrándola del brazo la arrastró hasta la mesita, delante del espejo alto frente al que ella solía darse los últimos retoques al maquillaje y el peinado antes de salir de casa. De un manotazo tiró las figuritas que la adornaban y la vela, cuya llama tardó todavía un segundo en extinguirse mientras rodaba por el suelo, tiempo suficiente para que ella abriera los ojos alertada por el ruido y se encontrara de sopetón con una lastimosa imagen de sí misma. Gritó, trató de liberarse, pero él la sujetó por las muñecas y, abalanzándose sobre ella, la empujó de espaldas a la mesa. Pataleaba y lloraba, por dios, cómo lloraba, hubiera encogido el alma al más vil de los mortales. Sumida en un estado de histeria, terror, pena, dolor y vacío, no había manera de hacerla callar. Ya podría el extraño haberla golpeado, amenazado, estrangulado, que no calmaría ella ni queriendo ni sin querer su congoja. Pero no hizo nada de eso...
- Abre los ojos... -susurró con esa voz grave que, de ella estar atenta, habría reconocido. Como parecía no haberla escuchado, repitió de nuevo más alto y claro-. Por favor... abre los ojos... -nada, entonces se limitó a abrazarla y esperó con paciencia.
Minutos, tal vez horas, los sollozos se fueron espaciando. Su corazón ametralladora agradeció el silencio y redujo pulsaciones. Estaba confusa pero, poco a poco, la lucidez fue ganando terreno a la imaginación desbordada. Creyó estar soñando, menuda noche de pesadilla, pero el cálido peso sobre su pecho era real, real y familiar. Y esos labios, posados suavemente sobre la tela que cubría sus pezones, exhalaban un aliento dulce, tan dulce y tentador que llamaban al pecado sin necesidad de hablar. La última lágrima vino a mezclarse con un suspiro de placer. Dándose por aludidos, los labios se cerraron en torno al guisante mágico, acariciándolo con besos y ayudados por unos dedos ágiles que, en un primer encuentro parecieron hostiles, despertaron también a su hermano mellizo. Melosa, Alba suspiraba, agotada, medio inconsciente. No opuso resistencia cuando los botones de su vestido fueron saltando al paso exigente de su acosador, ni se negó al asalto de la lengua sobre su piel, más bien se rindió a la repentina fiebre con la confianza de que, si moría aquella noche, sería una muerte deliciosa. Pero no había prisa.
22. La mujer (4ª parte)
Ninguna prisa. La lengua la iba saboreando, bailando sobre las clavículas, o la buscaba bajo las copas del sujetador, estirándose, rozando casi... Se iba de crucero hacia el sur, caía prendada del ombligo y era un dar vueltas y vueltas, cada vez más lejos, hasta la frontera frondosa, para luego volver a acercarse a su centro de atracción, para desespero de su víctima. Las manos en la cintura, sin violencia esta vez, iba la viajera siguiendo el ritmo que le marcaban las caderas, que la buscaban... cómo la buscaban.
Aquel vals se alargó hasta lo insoportable. Tuvo que ser Alba la que, agarrándole la mano, le obligara a manipularla entre las piernas. Pero aquellas manos intrusas con permiso de entrada se resistían a cumplir órdenes, apenas la rozaron, despertando temblores. Frágil, desnuda y expuesta ¿A qué esperaba? Estaba lista para ser tomada. El cuerpo ajeno se separó unos instantes, batalló con su propia ropa, mientras la ninfa suplicante se abría delante suyo. La sujetó por las rodillas y notó de pronto como se tensaba y giraba la cabeza. Era tan evidente el miedo al envite que la ira del fantasma volvió a despertarse, le levantó las caderas y se acopló de golpe, sin contemplaciones.
Ah, qué era aquello. Los ojos de Alba se abrieron como platos mirando al techo, temían siquiera acercarse a la sombra que la estaba poseyendo. Avergonzada de su error, sorprendida, pero también relajada puesto que no se trataba del asedio a golpe de ariete que había temido, sino de un beso. Un beso húmedo y caliente, de flor a flor, de labio a labio. La mujer, con un pie apoyado en la mesa, se apretaba contra ella para hacerle sentir sus latidos. Al fluir del néctar, se dejó resbalar para gozar también de la fricción. Navegaban ahora juntas en un río de lava ardiente, jadeando, retorciéndose por dentro entre corrientes eléctricas, derritiéndose, literalmente. Más dicha no podía haber... ¿o sí? La mujer sombra quiso dejar claro su dominio, su habilidad indiscutible, y se las ingenió para, en tan perfecto acople, introducir un par de dedos en su compañera.
Terremoto. Aquellos dedos apuntaban bien, apuntaban hacia el epicentro de todo su placer. Balbuceó Alba una injuria a los Cielos, buscó desesperadamente dónde aferrarse mientras un túnel de luz la engullía y la dejaba flotando, sin respiración, en un universo blanco. Quedó así prendida, más cerca de la muerte que de la vida, en la mismísima gloria, hasta que sus pulmones se acordaron de respirar y las estrellas frente a sus ojos se fueron disipando sin prisa. Una ola de calor la invadió de nuevo, era la otra que se abrasaba por dentro y estalló en un sinfín de palpitaciones. Alba las iba notando una tras otra, disfrutándolas como si hubieran surgido de su propio organismo. Quiso abrazar a la mujer, acercarla y besarla, pero no conseguía elevar sus brazos, todavía desmayados y sin fuerza. Sólo podía limitarse a sentir y así hizo.
Sintió la presión de sus manos en su carne, como garras; el empuje de su pelvis, inundándola; sus jadeos, de hálito ardiente sobre sus senos; el cosquilleo del flequillo en su barbilla... Oh, se dijo, cuánto amo a esta mujer. Al cabo de un rato, se vio desprovista de abrigo. A pesar de ser julio y el bochorno que aún a esas horas acecha, lamentó el frío de su ausencia. Las paredes iban perdiendo su tono azul oscuro para volverse rosadas, amanecía.
Recobrado el uso de sus extremidades, se levantó despacio. Se deshizo de la ropa que, húmeda y tirante, la agobiaba como una soga; fuera sus sandalias destrozadas y las bragas que, como triste pellejo, colgaban del tacón. Desnuda se dirigió a la habitación, encontró a su amante, también desnuda, acostada en la cama y se tumbó junto a ella.
- Apestas a hombre -dijo Toni al cabo de unos momentos con voz ronca por el cansancio.
Alba la abrazaba por detrás sin contestar. Al rato, la besó en la nuca y le susurró:
- Has perdido la cabeza.
- La perdí hace años... cuando te conocí.
No hablaron más. Los reflejos de la lámpara de cristal tiñeron de colores su desnudez, alegraron el mono azul que meticulosamente estaba doblado sobre una silla y camuflaron con brillos de fantasía el arma sobre la mesita de noche.