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Alba & Toni (19-20-21-22)

en Lésbicos

19. La mujer (1ª parte)
 
     Inés la lamía por fuera, por dentro, con ansia y maestría pero Alba se hallaba abatida. Temía que si abría la boca para decir que lo dejara, que estaba bien, se le saltarían las lágrimas y tendría que dar una explicación. ¿Cómo podía explicar lo que sentía cuando ni siquiera ella lo entendía? También estaba su orgullo de experta amante que la impelía a mostrar siempre su lado más seductor. ¿Qué pensaría el hombre si la veía llorar? ¿E Inés? Heriría sus sentimientos haciéndola sentir culpable. Bastante tendría que afrontar en su viaje a Zaragoza para cargar con semejante recuerdo.
 
     Mientras se esforzaba por acallar el dolor del pecho y que amenazaba con llenarle los ojos de agua salada, trataban sus dedos de enganchar el lazo y deshacer los nudos que la mantenían todavía más expuesta. Lo consiguió y con los brazos se cubrió la cara incapaz de seguir disimulando. Inés dedujo mal sus respiraciones entrecortadas y los gemiditos cohibidos y profirió más velocidad a su lengua. Al final, Alba se vio obligada a interpretar un orgasmo. Jamás había tenido la necesidad de semejante cortesía pero la situación la superaba. Inés se lo creyó y, al poco, la dejó descansar.
 
     Se giró Alba de espaldas al hombre, que había presenciado emocionado el espectáculo acariciándose, y se resguardó entre los pliegues de la sábana. Inés se acurrucó a su lado con el orgullo de la que ha hecho un buen trabajo y le besó la frente. Pronto el silencio se hizo dueño absoluto de la situación. Alba aparentaba dormir y los hermanos se cohibieron. El hombre comprendió que no habría más opción al placer aquella noche y se retiró a descansar a su habitación, no sea que la suerte les abandonara y alguno de los progenitores les sorprendiera desnudos a los tres en la misma cama, difícil negar la evidencia. Al rato, Inés cedió al cansancio de la jornada y pudo Alba dejar que el llanto fluyera en libertad, aunque igualmente callado, sobre sus mejillas.
 
     Las luces de las pocas farolas del barrio de Inés se apagaron de golpe y se hizo la total oscuridad en aquella habitación que, de tan sencilla y maltrecha, resultaba deprimente para el estado de ánimo de Alba. Se oían ruidos procedentes de la calle. Todavía continuaba la juerga o algún borracho había caído rendido sobre las bolsas de basura acumuladas en la esquina. Y ahí estaba ella, triste y llorosa, sola lejos de casa. Se imaginaba que, si cerraba muy fuerte los ojos y los volvía a abrir despacio, distinguiría la lámpara de cristal de colores de su cuarto. Cuando amaneciera, las paredes se llenarían de reflejos mágicos y fantasearía con un país de las hadas, de hadas vestidas con túnicas transparentes que jugarían melosas unas con otras a la vera de un lago de cristalinas aguas. Ella las contemplaría, acariciaría sus cuerpos y se llenaría los dedos con su placer... Pero aquel amanecer sólo traería desconches en las pareces, ecos de escupitajos en el baño y olor de aceite rancio caliente en la cocina.
 
     Tenía que escapar.

20. La mujer (2ª parte)
 
 
Se vistió a tientas, localizó su bolso encima de la silla de mimbre y esperó a ponerse los zapatos en la escalera. No funcionaba la luz. Durante el día también había habido apagones pero no fueron de importancia. A esa hora nocturna, en cambio, resultaban molestos. Esquivó al borracho de la esquina, que debió soltar alguna obscenidad inteligible, y se dirigió con paso rápido hacía Las Ramblas, una avenida amplia desde la que llegar a la Plaza Cataluña y de ahí orientarse, acortando calles, hasta su edificio. Pero recordó de pronto el estado deplorable en el que se hallaba el centro de la ciudad y se sintió más segura haciendo camino por las callejuelas.
 
El cielo estaba despejado pero no había luna. La poca claridad que le permitía avanzar provenía de algún coche aislado y de la luz suave de las velas en las ventanas. A lo lejos, risas y un gemido agudo como de animal herido, pero no podía asegurar que no fuera humano. Aceleró el paso. La oscuridad y el miedo racional a la noche le hacían imaginar escenas grotescas. Ante sus ojos, cualquier bulto sospechoso en la acera podría ser un cadáver y una mancha de aceite en la carretera, un charco de sangre. Ruido de motores. No sabía si era más seguro acercarse y sentirse acompañada o alejarse. Demasiado tarde, los tenía encima.
 
- ¿Quien anda? - gritó un hombre enfocándola con la linterna -.
- No son horas para que una mujer vaya sola. ¿Eres una monja disfrazada de paisana o te ganas la vida haciendo la calle? -dijo un segundo.
- Vente con nosotros y, cuando acabe la ronda, te damos un repaso -se cachondeó el tercero.
- No tenemos dinero pero la tenemos bien gorda - rió el segundo dando un codazo de complicidad a su compañero.
- No seáis brutos, a esta chica la conozco, es amiga de mi prima -habló el hombre de la linterna y tuvo la gentileza de apartar la luz de su cara -. Sube al camión, si quieres, y te acercamos a casa. No es seguro deambular por ahí con tanto fascista suelto.
- Todavía queda mucho que limpiar - y el tercer hombre señaló la caja del camión con varios prisioneros apiñados dentro. Los focos del auto que iba detrás, seguramente requisado por los improvisados milicianos, los alumbraban. Uno de aquellos desafortunados se parecía mucho a su vecino, sólo que el traje ensangrentado le daba aspecto de indigente y la hinchazón de su mejilla le deformaba el rostro. Él la miró apático y ella a punto estuvo de preguntar: "¿Sr. Soler?". Pero el miedo que acarreaba le agudizó la intuición, no le convenía de ninguna manera dar a entender que conocía a un supuesto fascista.
- Gra... gracias, pero vivo aquí al lado.
- Ea, pues nos veremos en alguna reunión, compañera -contestó el primo volviendo a sentarse dentro de la cabina
- Sí, ya nos veremos. Que la noche os sea corta - y trató de sonreír.
- Más larga y placentera que sea para ti -le guiñó el ojo uno de los pillos.
 
No respiró tranquila hasta que estuvieron tres o cuatro calles más lejos. Luego echó a correr como posesa tropezando en cada cruce. Se le rompió un tacón de las sandalias y acabó con la rodilla barriendo el suelo pero se levantó rápido y siguió adelante. No le hacía falta mirar las calles para saber por dónde iba. Un instinto superior a cualquier lógica la empujaba hacia su destino. Llegó por fin al bonito edificio situado en la calle Balmes y se detuvo de golpe, temblando. Jadeó tratando de recuperar el aliento. El vestido empapado en sudor se le pegaba a la piel. Temblando más todavía buscó las llaves en el bolso. A punto estuvo de ceder a la desesperación mientras en su cabeza retumbaban las palabras de Inés: "...podría correr peligro". No acertó a encajar la llave en el ojo de la cerradura. Por favor, por favor, se repetía una y otra vez.
 
Cuando consiguió entrar, el silencio casi sepulcral la sobrecogió. Por costumbre, apretó el botón del ascensor. Se recriminó la estupidez. Subió corriendo las escaleras, asustada de que el estruendo del taconeo despertara a algún fantasma escondido tras las columnas. En el último piso, su piso, redujo el paso. La puerta estaba entornada. Despacio, tratando de congelar el tiempo, la abrió, mientras, sin poder retenerlas más, las lágrimas iban dibujando nuevos surcos en el maquillaje ajado.
 
- ¿Toni?
 
Una figura sentada en una silla junto a la puerta la contemplaba en silencio, apenas iluminada por la llama bailarina de una vela situada en el mueble del recibidor. Suficiente para distinguir el característico mono azul de trabajo que se había puesto de moda aquel día.
 
 
21. La mujer (3ª parte)
 
 
No se se atrevió a volver a preguntar, no quería saber la respuesta. El miedo le oprimía el pecho, su corazón batallaba como si estuviera dentro de una olla hirviendo... podía notar incluso como el vapor le nublaba la vista. Pensó que no tendría fuerzas ni el valor suficiente para huir pero, en los pocos segundos en los que valoraba si la resistencia era la opción más inteligente o, por el contrario, supondría una reacción violenta, sus pies ya habían dado marcha atrás...
 
- Aléjate de la puerta -susurró el intruso con voz grave. ¿Ese brillo en su regazo era el de una pistola? ¿Y el brillo en sus pupilas dilatadas por la oscuridad correspondía al deseo?
 
Alba se pegó a la pared. Sus músculos se tensaron como queriendo, en una vana fantasía, formar parte del papel decorado, incrustarse en el yeso y desaparecer. Cerró fuerte los ojos. Pasara lo que pasara, no quería verlo. Si pudiera también dejar de sentir... Pero el tacto caliente de aquellas manos que se habían infiltrado bajo la falda de su vestido era intenso, le reclamaba su atención. Le bajó las bragas de golpe arañándole la piel. Un gimoteo repentino sorprendió al agresor. Conmovido o asustado se detuvo en su ofensiva pero no duró mucho la duda, con una mano en cada muslo le obligó a abrirlos, para poder llevar el rostro hacia el bello rizado y aspirar profundamente su olor, como un animal. Gruñó, clavó las uñas, cortas y masculinas, en la temblorosa carne, marcando territorio, y cedió a la violencia.
 
Agarrándola del brazo la arrastró hasta la mesita, delante del espejo alto frente al que ella solía darse los últimos retoques al maquillaje y el peinado antes de salir de casa. De un manotazo tiró las figuritas que la adornaban y la vela, cuya llama tardó todavía un segundo en extinguirse mientras rodaba por el suelo, tiempo suficiente para que ella abriera los ojos alertada por el ruido y se encontrara de sopetón con una lastimosa imagen de sí misma. Gritó, trató de liberarse, pero él la sujetó por las muñecas y, abalanzándose sobre ella, la empujó de espaldas a la mesa. Pataleaba y lloraba, por dios, cómo lloraba, hubiera encogido el alma al más vil de los mortales. Sumida en un estado de histeria, terror, pena, dolor y vacío, no había manera de hacerla callar. Ya podría el extraño haberla golpeado, amenazado, estrangulado, que no calmaría ella ni queriendo ni sin querer su congoja. Pero no hizo nada de eso...
 
- Abre los ojos... -susurró con esa voz grave que, de ella estar atenta, habría reconocido. Como parecía no haberla escuchado, repitió de nuevo más alto y claro-. Por favor... abre los ojos... -nada, entonces se limitó a abrazarla y esperó con paciencia.
 
Minutos, tal vez horas, los sollozos se fueron espaciando. Su corazón ametralladora agradeció el silencio y redujo pulsaciones. Estaba confusa pero, poco a poco, la lucidez fue ganando terreno a la imaginación desbordada. Creyó estar soñando, menuda noche de pesadilla, pero el cálido peso sobre su pecho era real, real y familiar. Y esos labios, posados suavemente sobre la tela que cubría sus pezones, exhalaban un aliento dulce, tan dulce y tentador que llamaban al pecado sin necesidad de hablar. La última lágrima vino a mezclarse con un suspiro de placer. Dándose por aludidos, los labios se cerraron en torno al guisante mágico, acariciándolo con besos y ayudados por unos dedos ágiles que, en un primer encuentro parecieron hostiles, despertaron también a su hermano mellizo. Melosa, Alba suspiraba, agotada, medio inconsciente. No opuso resistencia cuando los botones de su vestido fueron saltando al paso exigente de su acosador, ni se negó al asalto de la lengua sobre su piel, más bien se rindió a la repentina fiebre con la confianza de que, si moría aquella noche, sería una muerte deliciosa. Pero no había prisa.

22. La mujer (4ª parte)
 
Ninguna prisa. La lengua la iba saboreando, bailando sobre las clavículas, o la buscaba bajo las copas del sujetador, estirándose, rozando casi... Se iba de crucero hacia el sur, caía prendada del ombligo y era un dar vueltas y vueltas, cada vez más lejos, hasta la frontera frondosa, para luego volver a acercarse a su centro de atracción, para desespero de su víctima. Las manos en la cintura, sin violencia esta vez, iba la viajera siguiendo el ritmo que le marcaban las caderas, que la buscaban... cómo la buscaban.
 
Aquel vals se alargó hasta lo insoportable. Tuvo que ser Alba la que, agarrándole la mano, le obligara a manipularla entre las piernas. Pero aquellas manos intrusas con permiso de entrada se resistían a cumplir órdenes, apenas la rozaron, despertando temblores. Frágil, desnuda y expuesta ¿A qué esperaba? Estaba lista para ser tomada. El cuerpo ajeno se separó unos instantes, batalló con su propia ropa, mientras la ninfa suplicante se abría delante suyo. La sujetó por las rodillas y notó de pronto como se tensaba y giraba la cabeza. Era tan evidente el miedo al envite que la ira del fantasma volvió a despertarse, le levantó las caderas y se acopló de golpe, sin contemplaciones.
 
Ah, qué era aquello. Los ojos de Alba se abrieron como platos mirando al techo, temían siquiera acercarse a la sombra que la estaba poseyendo. Avergonzada de su error, sorprendida, pero también relajada puesto que no se trataba del asedio a golpe de ariete que había temido, sino de un beso. Un beso húmedo y caliente, de flor a flor, de labio a labio. La mujer, con un pie apoyado en la mesa, se apretaba contra ella para hacerle sentir sus latidos. Al fluir del néctar, se dejó resbalar para gozar también de la fricción. Navegaban ahora juntas en un río de lava ardiente, jadeando, retorciéndose por dentro entre corrientes eléctricas, derritiéndose, literalmente. Más dicha no podía haber... ¿o sí? La mujer sombra quiso dejar claro su dominio, su habilidad indiscutible, y se las ingenió para, en tan perfecto acople, introducir un par de dedos en su compañera.
 
Terremoto. Aquellos dedos apuntaban bien, apuntaban hacia el epicentro de todo su placer. Balbuceó Alba una injuria a los Cielos, buscó desesperadamente dónde aferrarse mientras un túnel de luz la engullía y la dejaba flotando, sin respiración, en un universo blanco. Quedó así prendida, más cerca de la muerte que de la vida, en la mismísima gloria, hasta que sus pulmones se acordaron de respirar y las estrellas frente a sus ojos se fueron disipando sin prisa. Una ola de calor la invadió de nuevo, era la otra que se abrasaba por dentro y estalló en un sinfín de palpitaciones. Alba las iba notando una tras otra, disfrutándolas como si hubieran surgido de su propio organismo. Quiso abrazar a la mujer, acercarla y besarla, pero no conseguía elevar sus brazos, todavía desmayados y sin fuerza. Sólo podía limitarse a sentir y así hizo.
 
Sintió la presión de sus manos en su carne, como garras; el empuje de su pelvis, inundándola; sus jadeos, de hálito ardiente sobre sus senos; el cosquilleo del flequillo en su barbilla... Oh, se dijo, cuánto amo a esta mujer. Al cabo de un rato, se vio desprovista de abrigo. A pesar de ser julio y el bochorno que aún a esas horas acecha, lamentó el frío de su ausencia. Las paredes iban perdiendo su tono azul oscuro para volverse rosadas, amanecía.
 
Recobrado el uso de sus extremidades, se levantó despacio. Se deshizo de la ropa que, húmeda y tirante, la agobiaba como una soga; fuera sus sandalias destrozadas y las bragas que, como triste pellejo, colgaban del tacón. Desnuda se dirigió a la habitación, encontró a su amante, también desnuda, acostada en la cama y se tumbó junto a ella.
 
- Apestas a hombre -dijo Toni al cabo de unos momentos con voz ronca por el cansancio.
 
Alba la abrazaba por detrás sin contestar. Al rato, la besó en la nuca y le susurró:
 
- Has perdido la cabeza.
- La perdí hace años... cuando te conocí.
 
No hablaron más. Los reflejos de la lámpara de cristal tiñeron de colores su desnudez, alegraron el mono azul que meticulosamente estaba doblado sobre una silla y camuflaron con brillos de fantasía el arma sobre la mesita de noche.
 
 
(sigue...)

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