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Querida Maestra

en Lésbicos

QUERIDA MAESTRA

By Reina Canalla

El verano anuncia su llegada. El paseo, cubierto a los lados con frondosos árboles de generosa sombra, me recuerda el camino que tomaba para ir al colegio.

Eran los últimos días de clase del último curso. A la tensión de los exámenes y el relax de las clases posteriores, se sumaba la emoción de la despedida cercana. Adiós al uniforme, adiós a las intrigas quinceañeras, adiós a los atracones de dulces de los viernes tarde, adiós a la Srta. Rocio... Después del verano empezaría mi vida adulta, las salidas ocasionales a la discoteca, tal vez mi primer novio... Una vida nueva anhelada hacia tanto tiempo pero que, entonces, al sentirla tan inminente, me acobardaba y me hacía desear volver a ser como las niñas de primer curso que corrían por los pasillos sin más preocupación que llenar su armario de prendas escuetas de tela y a la última moda para las vacaciones que se avecinaban.

Las chicas estaban nerviosas con los preparativos de la función de final de curso. Tal vez por ese motivo o porque hacía días que confiaba más en mi memoria que en la agenda, olvidé acabar la redacción para la asignatura de Lenguaje. La Srta. Rocío no es de las que regañaban en público o castigaban con salir del aula, a ella le bastaba con una mirada intensa y hacerte quedar después de clase para imponer respeto. Me llamó por mi nombre para que leyera mi redacción ante las demás.

- No la tengo acabada –dije tímidamente.

Me miró profundamente, elevando los ojos por encima de las gafas, inspeccionándome de arriba abajo, tal vez durante un segundo pero a mi me parecieron horas interminables, y contestó:

-Quédate después de clase.

Me senté y ella llamó a otra alumna más aplicada. La voz dulce y todavía infantil de mi amiga resonaba por toda el aula. Las ventanas abiertas para que corriera el cálido y aromático aire de junio, distrajeron mi atención, poca atención puesto que en mi mente resonaba todavía la amenaza de la maestra: sus palabras cargadas de fuerza y autoridad. Intenté relajarme, concentrarme en las redacciones de mis compañeras, dejar de mirar el reloj de pared que anunciaba los minutos que quedaban para mi castigo y olvidar lo que eso significaba.

Sonó el timbre que avisaba del término de las clases de la tarde, las alumnas fueron recogiendo los libros de su pupitre y guardándolos en sus respectivas mochilas o carteras. Las risas, comentarios jocosos y conversaciones variadas, se sucedieron con naturalidad a la paz anterior. El corazón me latía con fuerza, sentía mis mejillas enrojecer y acalorarse. No quería reflejar nerviosismo pero era inevitable y me movía incómoda sentada en la silla con la ropa interior pegada a mi piel debido a la humedad. Al salir la última alumna, me miró conteniendo una risilla y cerró la puerta tras de si.

De nuevo silencio, calma. Podía oír el murmullo femenino en el jardín, a las puertas del colegio, para mi todavía no había llegado la hora de volver a casa. La Srta. Rocío había recogido su mesa y extrajo del cajón una regla de medio metro, de plástico duro aunque flexible. La colocó de golpe encima de la madera produciendo un chasquido que a mi me sonó atronador. Se levantó y dijo:

-No quisiera bajarte la nota por culpa de esta redacción. Tu examen final ha sido de los mejores, lo mismo los trabajos de todo el curso. Preséntame mañana la redacción y la sumaré a la nota.

Creo que acerté a pronunciar "gracias" aunque la boca seca y la saliva pastosa que se atragantaba en mi garganta no me dejaban hablar todo lo claro y seguro que me hubiera gustado. Luego ella me hizo levantarme; yo temblaba, no había dejado de temblar desde que sonó el timbre; e hizo una señal descendente con la mano... Sabía bien lo que significaba, todas lo sabíamos, los castigos de la Srta. Rocío eran únicos.

Llevé las manos debajo de la falda para asirme las tiras de las braguitas y las deslicé por las piernas, levantando luego con cuidado cada pie y estirando bien la prenda para evitar que se ensuciara con la suela de los zapatos. Estaban tan mojadas como temía, avergonzada de que se diera cuenta, las hice un ovillo y las metí dentro de mi mochila. Me dirigí hacia ella y apoyé el pecho y la cabeza sobre su mesa alta de profesora. Ella me miraba desde arriba, podía sentir su calor, su sonrisa viciosa. Se situó tras de mi, tomó la regla y me levantó la falda. Yo esperaba de un momento a otro su gesto agresivo pero ella se mantenía a la espera, disfrutando de la respiración entrecortada que revelaba mi sufrida expectación.

De pronto "chas! chas!", las nalgas me ardían y apreté con fuerza las piernas tratando de contener el dolor. Sus manos se posaron en la piel irritada... tragué saliva, podía notar la humedad caliente resbalándome por el interior de las piernas, ella también se dio cuenta. Sus dedos se agarraron firmemente a la carne y me fue abriendo poco a poco contemplando los dos orificios que se mostraban obligados ante sus ojos. Deslizó un pulgar hasta la cavidad brillante y pequeña y lo resbaló sin compasión hacia el interior. Yo no podía hacer otra cosa más que recibirlo, ese dedo sabio que se apretaba con firmeza, palpando las paredes sumisas que no podían rechazarlo. Luego acercó su otro pulgar a la entrada más cercana e inhóspita y empujó con fuerza y decisión hasta introducirlo por completo. No pude reprimir un gemido de dolor. Eso la satisfizo y apretó con más violencia hasta hacerme sentir el nudillo. Entonces buscó con el índice el vértice de mi sexo y lo frotó con no menos brusquedad.

Asida de esta manera, ella impuso su dominio. Sus dedos iban y venían, distinguía con exactitud cuando acelerar, cuando detenerse y volver a arremeter con furia. Su respiración en mi espalda delataba el esfuerzo, yo, en cambio, trataba de controlar mis suspiros, mis gemidos, pero era evidente que mi cuerpo se hallaba al límite del éxtasis. En un último intento por evitar estallar, oprimí mi interior atrapándola y negándole la posibilidad de moverse. Luchó por liberarse y, al conseguirlo, rechazó cualquier sentimiento de piedad hacia mi, atacándome con todo su vigor, con una violencia desconocida... Escozor de fuego, mi vientre desnudo clavado contra el borde la mesa, el pecho oprimido, la respiración en vilo... silencio... Entonces un grito surgió de lo más profundo de mis entrañas. Las convulsiones se sucedían una tras otra. Mi cuerpo cautivo entre las manos de la profesora, se sacudía como un animal enjaulado, desesperado. Y aún cuando era evidente que me había rendido, que aceptaba la sumisión impuesta, ella no me dejó descansar.

Agotada, tendida en la misma postura sobre la madera humedecida por el sudor, las piernas débiles, como de muñeca de trapo, sin ánimos de querer aguantar mi peso, sentí por fin que ella se retiraba. Engaño de la ingenuidad que todavía conservaba a esa edad. Se retiró, sí, pero para poder observar mejor su obra, su castigo. Consideró que no era suficiente y aprovechó el abundante flujo que rezumaba de mi torturado sexo para probar de introducirme más de un dedo a la vez. No pude distinguir si eran dos, tres o cuatro, sólo sentí que me ensanchaba por momentos y que mi interior respondía inconscientemente a las caricias, a las presiones. El placer me invadió de nuevo, un placer distinto, más callado pero también más intenso. Creí morir, perdí la memoria, el sentido de la realidad y de mi misma... Dejé de ser cuerpo para ser una célula de placer recorriendo mis venas a gran velocidad...

Ella se dio cuenta y se mostró complacida. Volvió a salir de mi y me regaló un par de azotes cariñosos para indicarme que tocaba levantarme y cambiar de postura. Pero yo estaba sin aliento, jadeaba lastimosamente luchando por impulsar fuerza a mis brazos, apoyarme en ellos y poder darme al menos la vuelta... imposible. Me tomó de los hombros, me tiró hacia atrás sin miramientos y me obligó a arrodillarme. Se colocó delante de mí. Tuve miedo de alzar la mirada, de provocarla, pero la curiosidad me pudo más y la contemplé de reojo.

La Srta. Rocío era la mujer más bonita de todo el colegio, brillaba con una mezcla de juventud y madurez. De hecho debía ser la mujer más hermosa de toda la ciudad, al menos de todas las que había visto. Su mirada melosa y penetrante, sus largos y negros cabellos que caían pesadamente sobre sus hombros y alcanzaban la cintura en mechones lisos de una perfección sublime, la femenina figura de graciosas curvas, las piernas perfectas elevadas por finos tacones y su falda tan primorosamente tallada que marcaba sinuosamente las caderas... la admiraba tanto.

No me dejó tiempo de recuperarme, se situó de pie sobre mi, con una pierna a cada lado. De nuevo me convirtió en prisionera, me sentí atrapada entre sus piernas, cubierta por la falda, sin luz, sin aire. Levantó su vestido y agradecí la brisa que entraba por la ventana y que me sacudía ligeramente el flequillo sudoroso de la frente. Estaba claro lo que esperaba de mi. Quise negarme pero recordé las historias que se cuentan en el colegio, leyendas estudiantiles para atemorizar a las chicas pequeñas. Hablaban de los castigos horribles que imponía la Srta. Rocío a las desobedientes e indisciplinadas, hablaban de objetos... De pronto, los inofensivos artilugios que formaban parte de la clase: borrador, tizas, lápices, el pomo de la puerta, los papeles y desperdicios de la papelera, los prismas y cilindros... me resultaron amenazadores. La profesora no me dejó tiempo para meditarlo más, me aferró la cabeza con ambas manos y empujó mi boca hacia su cálido y perfumado sexo. No llevaba ropa interior, al menos una parte de las leyendas era cierta.

Su espeso vello me hacía cosquillas en la nariz. El olor era peculiar, agradable y dulzón pero fuerte. Estiré la lengua para recorrer todo el largo de la abertura que se imponía sobre mi rostro. La Srta. Rocio me iba moviendo la cabeza a su conveniencia, yo me dejaba hacer para no disgustarla pero me esforzaba con la lengua y los labios, chupando, lamiendo. Noté que mi maestra estaba excitada, el sexo hinchado y un bultito duro y palpitante que sobresalía en el extremo superior así lo indicaban. Me apretó con más fuerza a medida que el placer crecía, no me atreví a contradecirla pero me falta el aire...empleé mis últimas energías en avivar los movimientos y acabar pronto con esa agonía.

El orgasmo le llegó con elegancia, como todo en ella. Fue lento y largo, yo me dejé llevar, como una barca a la deriva mecida por las olas. Mi boca se inundó con el flujo tibio, espeso, claro, de sabor indefinido, a veces dulce, luego salado, incluso ligeramente amargo... pero agradable. Y bebí, puesto que no podía hacer otra cosa, bebí todo lo que me ofreció.

La echaré de menos, pensé, cuánto echaré de menos los últimos días de clase.

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