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No hay tiempo

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NO HAY TIEMPO

 

Relato fantasioso y surrealista. Posiblemente parecerá macabro o de terror, pero guarda un mensaje subliminal que siempre ha dado que pensar a los seres humanos.

...,...

Si bien el abuelo ya había cumplido los 83 años, con exceso de peso y fumador empedernido, su fallecimiento no dejó de asombrar a la familia. Siempre había sido un hombre fuerte, grandote y robusto, con pulmones de acero. Y como fumador solo se le advertía alguna tos o carraspera de vez en cuando. Su ejercicio se reducía a caminar del dormitorio a la cocina y viceversa. Se pasaba el día en la cocina, fumando y viendo la televisión, y solo los domingos y fiestas recibía a sus familiares que se quedaban a comer en su casa. La abuela, sin embargo, más esmiririada y menuda, no dejaba de quejarse de esta o aquella dolencia. Avanzada la vejez su cabeza desvarió en Alzheimer, que soportaba con ciertos estados de lucidez cuando aparecía la familia por casa, pero esto le duraba poco. Su salud vino a deteriorarse seriamente tras una caída que tuvo al tropezar con el pequeño escalón de una puerta. Y así fue que llegado un día los familiares llamaron a una ambulancia para que la ingresara en el hospital donde quedó en estado grave para observación.

-          ¿Pero quien ha muerto... el abuelo o la abuela?

-          El abuelo, el abuelo...

-          ¿Pero cómo...? Si anteayer estuvimos en su casa y estaba bien, como siempre. ¿Y como ha sido? ¿Qué estaba solo cuando ocurrió?

-          Posiblemente, mi tía Carmen lo advirtió a la mañana siguiente cuando fue a despertarlo, debió fallecer durante la noche, mientras dormía...

... /...

Su hija Carmen, por vivir cerca de su casa, se acercaba todos los días a despertar al abuelo y la abuela, echaba un vistazo a la casa... les preparaba el desayuno y esperaba a que se lo tomaran, tomaba nota de las cosas que necesitaban del supermercado y marchaba a hacer las compras.

Ese día que el abuelo estaba solo porque el día anterior habían ingresado a la abuela en el hospital, como todos los días su hija Carmen se acercó a casa. El abuelo aún dormía, le pellizcó un pie por encima de la manta para que fuera despertando y dio una hojeada a la casa. Después se acercó al dormitorio para observar si el abuelo hacía ademán de despertarse o levantarse. Estaba inmóvil en la misma postura. Le volvió a pellizcar el pie diciendo...

-          Venga abuelo, hay que levantarse que ya es hora...

El abuelo, inmóvil, seguía si responder. Carmen se acercó para observar su cara y vio  que no respiraba... no, no respiraba. Carmen se asustó y salió corriendo de la casa avisando a la vecina de al lado que atendía una tienda familiar de abastecimientos. Ambas volvieron a la casa y sí, la vecina le corroboró que el abuelo había fallecido.

Se dio conocimiento de este hecho a todos los familiares y al día siguiente se presentaron al sepelio, muchos de ellos venidos de fuera de la ciudad. Se celebró la misa funeral y acto seguido acompañamos al cadáver del abuelo hasta el cementerio para su sepultura. Los familiares venidos de fuera preguntaban por la abuela extrañados de no verla. Tuvieron conocimiento de que la abuela se encontraba ingresada en el hospital en estado grave. En cuestión de pocos días, un matrimonio patriarcal con muchos hijos e hijas y aún más nietos y nietas, parecía extinguirse. Su casa con un amplio vallado había sido por siempre el lugar de reunión de toda su familia, para celebración de bautizos, comuniones y demás acontecimientos de alcance familiar... ahora todo esto desaparecía con ellos. En el cementerio se dio aviso a los enterradores de que no cementaran la fosa donde enterraban al abuelo, ya que la abuela se encontraba próxima a padecer un trance similar.

Y así fue que no transcurrió siquiera una semana, que Carmen se encontraba en el hospital acompañando a la abuela. Tenía adosados a su cuerpo algunos cables táctiles que salían de un aparato electrocardiograma en el que se veía la fatídica pantalla de líneas que brincaban con cada impulso respiratorio del paciente. La abuela había perdido la cabeza, no conocía a sus hijos e hijas, sino algunos y en algunos momentos. Curiosamente a mí si me reconoció el día que la visitamos en el hospital... (“Mira Juan, el marido de la Mari).  Y así sucedió que un día, esa línea del encefalograma se tornó plana... Carmen, semi asustada, esperó un tiempo más que prudencial, pero no se observaba ninguna punzada en esa línea... seguía plana... seguía plana. Salió de la habitación y le dijo a la enfermera de turno...

-          La raya... la raya, no se mueve... sale recta, siempre recta.

La enfermera entró en la habitación, observó el electrocardiograma durante un tiempo prudencial y llamó al médico de turno, quien finalmente certificó la defunción de la abuela. Había que avisar al seguro, maquillarla, dar aviso a los familiares, una serie de requisitos que se volvieron a repetir unos días después que falleciera el abuelo. Había que preparar a la abuela para el velatorio familiar subsiguiente:

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Aquel salón cafetería era inmenso, o al menos así lo parecía. Se diría que no tenía fin. En sus laterales la barra de atención al público se perdía en la vista, y en medio un sin fin de mesas y sillas. Estaba repleto de gente. La barra llena hasta los topes y asimismo las mesas. La gente hablaba animadamente... unos fumaban otros bebían y otros simplemente conversaban. La decoración era muy sobria, con colores rasos semioscuros, pero al menos gozaba de luminosidad. Se podía distinguir a cualquier conocido a considerable distancia. La indumentaria de los que allí había era muy variopinta. Señoras espléndidas con trajes de noche, exquisitos, brillantes... hombres con traje chaqueta, otros, de aspecto más deportista, con chándal o pantalón corto, un negro en un rincón sacaba melifluas notas de un saxo, y un futbolista no dejaba de pelotear un balón entre sus pies. Todos tenían un adhesivo metálico pegado en sus solapas con un número, el abuelo y la abuela también. Un variopinto carnaval se encontraba y refundía en aquel enorme salón. El murmullo de las conversaciones era constante. El abuelo y la abuela, agazapados en la barra de aquel salón, con sus solas ropas de todos los días, observaban mudos y expectantes todo aquello.

De pronto, una voz megafónica, misteriosa y macabra pronunció rigurosa...

-         Por favor señores, NO HAY TIEMPO... NO HAY TIEMPO...  diríjanse a la compuerta de salida que se está abriendo en este momento.

Un escalofrío recorrió a todos los asistentes que enmudecieron ipso facto. Aquella voz enigmática, parecía haber absorbido todo el aire de la estancia. Nadie hablaba, nadie respiraba. Un sonido entre chirrioso y pesado se escuchó y todos miraron hacia donde provenía. Una enorme compuerta con varios palmos de acero templado de color mugre empobrecido, se arrastraba agonizante en su abertura, produciendo un ruido horrible y monstruoso que corroía los oídos y las mentes de los asistentes, cuya mirada se había vuelto impersonal y vidriosa. Empezaron a desfilar hacia aquella compuerta como autómatas poseídos por una fuerza superior. Parecía percibirse, como salido del averno, un hilo de coros desarmonizado y doliente que amortajaba la danza macabra de los que desfilaban. La abuela, asustada, y con los ojos abiertos en su horror, se aferró al brazo del abuelo que también observaba ese desfile inhumano.

Al rato, ellos también se unieron a ese desfile y avanzaron tronando en sus oídos y en sus mentes aquel coro desvanecido y malsonante que se diluía por la estancia. Cuando atravesaron la compuerta, otro escalofrío los recorrió. El abuelo parecía impertérrito a todo, la abuela sin embargo se aferraba más y más a su brazo aterrorizada. Las luces de aquel salón desaparecieron y se intercambiaron por la luz del día... una pesada y empinada cuesta de la que, al igual que el salón, no se advertían sus límites, les esperaba. Dado el sobrepeso del abuelo, la abuela pensó que esa cuesta tan empinada era imposible que la escalara el abuelo. Lo miró, pero él no le devolvió la mirada, siguió andando impertérrito, autómata... inconsciente, iniciando esa cuesta.

Caminaban agrupados unos al lado de otros, todos mirando al frente con la mirada perdida. No se oía el caminar de sus pasos, sino solo ese coro deshilarado que sonaba en sus mentes... un coro desafortunado que parecía alentarlos en la ascensión. Un coro en el que empezaron a aparecer mezclados, gritos ahogados de terror... jadeos... llanto de niños y gente mayor... gritos desgarrados de dolor, que pronto desaparecían para dar lugar a otros más horrendos y espeluznantes.

Se había perdido la noción del tiempo. Nadie supo cuanto tardó en subir aquella interminable cuesta, solo observaron que empezaron la ascensión de día y llegaban a su cima ya anochecido. Era una estación de ferrocarril, con velones y candiles de luz difusa que infundían un aire tétrico y deshumanizado a aquella estancia. Una enorme locomotora negra se emplazaba mastodóntica, tirada por un séquito amortajado de vagones negros que se perdían en la más densa y macabra oscuridad. NO se apreciaban raíles donde se apoyaran, parecían suspendidas en el aire, o en la propia oscuridad, densa y pesada. Sus puertas, que no las había, estaban abiertas esperando a sus pasajeros.

De las puertas de la estación aparecieron unos seres enlutados en hábitos de color morado oscuro, encapuchados, que parecían no guardar cara en sus capuchas. Recibían a los que llegaban, marcaban  con láser el número de sus solapas y  tras persignarse ante ellos haciendo la señal de la cruz, los distribuían apresuradamente en los vagones correspondientes, bramando...

- Suban... deprisa, NO HAY TIEMPO... NO HAY TIEMPO...

Y subían a ellos como autómatas obedientes.

Cuando uno de aquellos seres encapuchados recibió al abuelo y a la abuela, marcó sus números de solapa con una luz láser y trató de separarlos. La abuela horrorizada ante la ausencia de faz dentro de aquella capucha, se aferró aún más fuerte al brazo del abuelo, en demanda desesperada de auxilio y protección. El abuelo sin perder su aire impersonal de autómata, giró su cabeza y dirigió su mirada, rígida y tensa, hacia el hueco frío y oscuro de la capucha de ese ser. Fue cuestión de segundos pero pareció transcurrir una eternidad... La mirada del abuelo se mantuvo acerada y vidriosa mirando esa capucha hasta que de su interior destellaron dos lucecitas refulgentes de color morado, a modo de ojos, que se reflejaron durante unas milésimas de segundo en los ojos vidriosos del abuelo. Aquel ser se dio la vuelta y se alejó apresurado perdiéndose por una de las puertas de esa macabra estación de tránsito. Algo no marchaba bien... dos ancianos habían perdido por un momento su condición de autómatas...

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El abuelo y la abuela subieron al vagón y el abuelo vino a ocupar el compartimento y asiento de su número de solapa, no así la abuela que se sentó a su lado, sin soltarse de su brazo, en un asiento marcado con un número que no correspondía al de su solapa. El tren se fue cargando de pasajeros y así se ocuparon los compartimentos y asientos, hasta que apareció aquel que llevaba el número de asiento en el que estaba la abuela. La mirada que le dirigió a la abuela fue terrorífica, atronadora. La abuela parecía a punto de desmayarse, se levantó del asiento abrazándose al abuelo, quien desafiaba al ocupante de su lado con una mirada no menos atroz y lacerante. 

Y así le mantuvo la mirada hasta que el tren inició su macabro viaje, momento en el cual todos los pasajeros sintieron un nuevo escalofrío. Sus miradas se dirigieron entonces hacía la ventanilla... la estación de ferrocarril había desaparecido, y así lentamente, vieron todos y cada uno por su cuenta... la casa donde habitaban, con su familia comiendo y acompañándolos, su casa anterior, su boda, sus años jóvenes con sus amoríos... su primera comunión... sus años infantiles... su nacimiento... todo.

El tren aumentaba la velocidad y de esas visiones se pasó a ver una ventanilla toda negra en la que empezaban a aparecer puntos claros que titilaban imprecisos mezclándose con vaivenes desmadejados en todas direcciones de cintas luminosas en color púrpura. En el ambiente parecía escucharse el ulular de un viento satánico. La velocidad del tren seguía aumentando y las imágenes de la ventanilla se hacían más imprecisas y vertiginosas. La abuela, abrazada al abuelo, no quería mirar, algunos pasajeros empezaron a ponerse nerviosos, jadeaban, podían escucharse respiraciones convulsas de desamparo y desesperación, de desánimo, de inquietud... de todo aquello que provoca el mal augurio de actos irreverentes, de la desidia, de la envidia, y de la opresión continua sobre otros. El ambiente se crispaba por momentos, parecía que todo fuera a estallar de un momento a otro. La faz de algunos pasajeros se trasfiguraba convirtiéndose en diabólica y aterradora, y así se iban desfigurando plagándose sus caras de arrugas, de telarañas mugrientas, conformando en ellas el sudario pestilente de sus pecados. Bastara la mirada acusadora de otros pasajeros para que huyeran epilépticos y despavoridos atravesando la ventanilla del tren, saltando al vacío con un grito de terror que se perdía en la oscuridad, devolviendo olas ígneas de fuegos fatuos que parecían provenir del más profundo de los avernos.

Y así se repetía la escena una y otra vez... los gritos desgarradores, las llamaradas ígneas... La sinrazón y la locura se apoderaban de muchos pasajeros, otros, más sosegados, permanecían mudos y expectantes, no ajenos a la vorágine diabólica de los acontecimientos. Y así vino ese tren fantasmal a cesar en su velocidad, aminorando su marcha poco a poco... se hizo la oscuridad y el silencio, no se veía nada, absolutamente nada. Cuando se percibió que ese tren se había detenido, una débil luz de color morado se mezclaba con la oscuridad del exterior, y así volvieron los pasajeros que quedaban a reencontrarse en sus asientos. La abuela seguía abrazada al abuelo expectante. Entonces volvió a escucharse esa voz megafónica, quebrada y trémula que ya se oyera en el salón cafetería, murmurando:

- Por favor, desciendan del tren... NO HAY TIEMPO... NO HAY TIEMPO

Los pasajeros descendieron del tren, eran muchos menos que cuando partieron. Cuando se hubo vaciado por completo, se escucho de nuevo ese ulular satánico y el tren emprendió el viaje de vuelta a velocidad vertiginosa, desapareciendo de la vista en milésimas de segundo.

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Los pasajeros quedaron a merced de la oscuridad, solo alumbrados por una luna de terciopelo morada que se alzaba en un hipotético cielo que no veían, una débil luz que solo permitía ver a duras penas los primeros metros del camino y escasamente los alrededores más próximos. Ese luz parecía ser su única guía y camino, su punto de destino. Caminaban agrupados por lo que parecía un incierto camino de piedras y matorral bajo. La rigidez autómata de aquellas personas parecía haberse relajado, se dirigían miradas telepáticas unos a otros... algunos tropezaban y caían al suelo para luego levantarse y continuar. No hablaban, no se rozaban ni tocaban, la única la abuela que permanecía aferrada al brazo del abuelo mirando fijamente al suelo para esquivar los obstáculos del camino. Podía escucharse el ruido de los pasos al andar.

El plano dimensional y ambiental había cambiado. Ahora eran aquellas personas las que tenían que procurar por sí mismas alcanzar su destino. Un destino desconocido que se alentaba futuro y próximo. En su caminar, empezó a escucharse un fragor, que se hacía más audible y nítido a medida que avanzaban, y que acabó siendo ensordecedor cuando avistaron la ribera de un río, de una corriente de agua que discurría violenta arrastrando todo a su paso.

El abuelo y la abuela se detuvieron mirando... todo el mundo se detuvo y observó. La corriente de agua era tan violenta y desmedida en su velocidad. El ruido era atronador, una jauría desorbitada de la incomprensión, del bien mal interpretado, de la funesta imperfección ante los hechos y los estados. Aquellas personas empezaron a cruzar ese río y muchas de ellas eran rápidamente arrastradas por la corriente. Agitaban sus brazos desesperadas tratando de asirse a algo o alguien, hasta desaparecer cayendo desde una catarata en un abismo intemporal. Tal vez gritaban pero el fragor de la corriente no permitía escuchar sus gritos.

El abuelo observaba en silencio sopesando la situación. La abuela aterrorizada miraba al abuelo esperando advertir en su faz alguna solución, alguna predisposición. El abuelo, sin perder su mirada impersonal, recio y fuerte de siempre, cargó a la abuela, más menuda y frágil, sobre sus espaldas, y se atrevió a meter uno de sus pies en el agua de ese río. Un escalofrío lo invadió y así lo notó la abuela, pegada a su espalda. Las piernas del abuelo temblaron, parecieron flaquear durante unos segundos pero aguantaron el envite del agua. Después introdujo el otro pie y recio y bien plantado, tomando aire y haciendo un esfuerzo tan físico como mental, avanzó y empezó su lucha contra la corriente desmelenada. En su lucha se tropezó con personas que descendían arrastradas violentamente por la corriente. Personas que trataban de asirse y agarrase al abuelo, y cuyo contacto producía quemazones al abuelo y asimismo al arrastrado que se desvanecía y perdía en la corriente agitando sus brazos.

Llegó un momento en que el abuelo y la abuela divisaron cercana la ribera donde se acababa el río. Había que hacer un último y supremo esfuerzo. Algunos arrastrados junto a la ribera se asían a sus juncos y con mucho esfuerzo y pena lograban escapar de la corriente, otros lo hacían victoriosos por su propio pie. Y todos, ya en la nueva orilla a salvo de la corriente, daban la espalda al río y desaparecían de la vista, se esfumaban como si nunca hubieran existido. Y así fue que el abuelo logró alcanzar la orilla remontándola por su propio pie. Descargó a la abuela y se tumbaron exhaustos, observando la diabólica escena de la corriente del río, que atronaba furioso en su fragor, brillando amoratados en su desesperación... y así vieron arribar a esa orilla a otras personas que se rendían agotadas, sin aliento, pero con semblante victorioso y esperanzador.

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Al rato, ya repuestos de su esfuerzo, el abuelo y la abuela se levantaron, miraron hacia delante para observar lo que les deparaba el destino y en ese momento dejaron de escuchar el fragor de las aguas que atronaba en sus oídos... desapareció esa luz morada y mortecina que los había acompañado desde que descendieron del tren y se encontraron alumbrados por una luz blanquecina que emanaba de la inmensidad del  cielo que los acogía. Bajo sus pies una fina arena que los cosquilleaba agradablemente, se miraron e intercambiaron una sonrisa benigna de felicidad. Se tomaron de la mano y corrieron como dos chiquillos sin notar fatiga alguna. En el ambiente se escuchaba una música de celestial armonía y en su carrera una brisa ligera reconfortaba sus sentidos. Se miraron y de sus cuerpos habían desaparecido sus ropas, gozando de una desnudez celestial y armoniosa que los complacía.

Corrieron hasta hartarse, bailaron y sus cuerpos se trasfiguraban juveniles adquiriendo la tersura y la mocedad de edades tempranas.  Se abrazaron, se fundieron en un beso de amor, y caminaron cogidos de la cintura hacia su Destino. Otros y otras personas caminaban a su lado, desnudos también, con semblantes gozosos, presurosos por llegar a su Destino. El camino se asemejaba infinito en su grandiosidad. La luz blanca se esparcía infinita en los cielos... la música, igualmente volaba y se hacía escuchar por igual allá donde se estuviera, y la fina arena bajo los pies no marcaba sus huellas al caminar, parecía que el abuelo y la abuela flotaban suspendidos en un halo mágico.

Pronto divisaron a lo lejos una enorme luna que rozaba el firmamento, que se alzaba majestuosa despidiendo irisaciones y reflejos cristalinos de múltiples formas y colores, todos ellos agradables a la vista. A media que el abuelo y la abuela se acercaban a ella, esa luna se iba haciendo más y más grande, acaparando el horizonte, el firmamento, los cielos, todo... Aparecieron ante los abuelos, reconvertidos en su juventud, unas ninfas muy bellas que flotaban bailarinas al compás de la música que se escuchaba. Sonreían a los recién llegados y despedían un aura de energía positiva que reflejaba con intermitencias destellantes la esbeltez de sus cuerpos, gráciles y libidinosos, dando de esa manera tal dulce y tan bella la bienvenida.

A la entrada de esa enorme luna umbelífera se formaba una pequeña cola de agraciados y agraciadas que esperaban su turno para gozar de ella. El abuelo y la abuela se unieron a esa cola y así lo hicieron otros y otras tras ellos. Unos arcángeles de atavío sedoso y algodonado iban y venían flotando en el vacío para ordenar esa cola de agraciados. Uno de esos arcángeles se acercó hasta donde se encontraban el abuelo y la abuela y con un gesto les indicó que debían separarse... el rostro de la abuela se ensombreció perdiendo su alegría. Los ojos del abuelo se posaron fulgurantes sobre los de aquel arcángel que desafió y combatió su mirada sin dejar de flotar a su alrededor. Al final el abuelo bajo su vista y cerró los ojos vencido ante la mirada rigurosa  en insuperable de aquel arcángel.

La abuela entonces mirando al abuelo le habló sin pronunciar palabra, de manera telepática...

-          ¿Por qué lo has hecho? ¿Cómo ha sido? Tú ya estabas aquí cuando yo llegué...

 

-          No, no me respondas, lo sé. Moriste de pena cuando me trasladaron al hospital... pensaste que nunca más me volverías a ver, y te anticipaste para acompañarme y protegerme de todo lo que hemos pasado hasta llegar aquí.

 

-          Te quiero Antonio, te quiero mucho... y sé que tú también me quieres, nuestro amor persistirá tanto en la Tierra como aquí en el Cielo. Ocuparé mi puesto en esta cola hasta que llegue mi turno, y entonces seguiremos gozando de nuestro amor por toda la eternidad.

El abuelo miró a la abuela, asintió con la cabeza y esbozó una leve sonrisa... sus ojos se tornaron algo vidriosos, como pretendiendo dejar escapar lágrimas, pero eso no ocurrió, no estaba previsto ni permitido que ocurriera. El arcángel acompañó a la abuela a su lugar de turno en la cola y se marchó. La abuela desde su puesto en la cola, con mirada viva y esperanzada, observaba las irisaciones que esa luna umbelífera despedía. Cada vez que un agraciado y bendecido entraba en ese lugar, esa luna cristalina parecía estallar en destellos fulgurantes de color para luego opacarse traslúcida en humedades que no permitían ver a ciencia cierta su interior.

Un fuego luminoso que se repetía intermitente cada vez que algún agraciado o agraciada ingresaba en esa luna.  Y así se sucedió hasta que el abuelo Antonio fue admitido e ingresado... entonces la explosión de luz y color que observó y sintió la abuela fue mucho más grande y luminosa que las anteriores, y después, lejos de opacarse resplandeció nítida permitiendo ver claramente su interior... con cuerpo sedoso y algodonado como los arcángeles, el abuelo flotaba sonriendo y mirando hacia el exterior, agitando unas alas de mariposa prendidas, invitando a la abuela a compartir su dicha.

La Felicidad que experimentó la abuela ante esa visión fue tan inmensa que ardía en deseos de que le llegara el turno para reunirse con el abuelo y compartir junto a él su dicha. Y así transcurrió esa visión dichosa en los ojos y en el alma de la abuela, hasta que otra alma ingresó en ese lugar y la luminosidad volvió a tornarse opaca a los ojos de la abuela. Cuando al final, en un tiempo impredecible, le llegó su turno, la abuela se presentó ante las puertas que daban acceso a compartir su dicha con su esposo de toda la vida. Tres arcángeles presidían dicho acceso, comprobaron con la fuerza de sus ojos la identificación de la abuela, y uno de ellos con gesto conminatorio, dijo:

-         NO, usted no debería estar aquí, abandone este lugar... NO HAY TIEMPO... NO HAY TIEMPO... abandone este lugar.

-          ¿Pero cómo? –protestó la abuela irritada- no puede ser... debe haber alguna equivocación. Mi esposo y yo hemos recorrido juntos un sinfín de penalidades hasta llegar aquí... debe haber una equivocación....

El arcángel repetía inflexible...

-         Usted no debería estar aquí, abandone este lugar cuanto antes... NO HAY TIEMPO, NO HAY TIEMPO...

La abuela abandonó la fila presa de la locura corriendo y gritando desaforadamente. Sus gritos parecían nublar el firmamento amable y luminoso de aquel lugar, y en su carrera volvió a verse provista de sus ropas retomando las formas físicas de su edad terrenal. La abuela y sus gritos se perdieron en la inmensidad del tiempo y el espacio.

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Todo había sido debidamente preparado. Habían maquillado a la abuela en su aspecto físico para hacerla presentable. Reposaba en un ataúd de fina y pulida madera, y la depositaron en una pequeña estancia acristalada en una de sus paredes para que sus familiares la vieran por última vez y se despidieran de ella. La sala de Velatorios estaba repleta. Una vez más volvían a reunirse todos los familiares para acompañar y despedir a quienes habían desempeñado un papel familiar patriarcal. Los abuelos habían tenido ocho hijos, y estos, otros tantos, conformando una familia extensa y numerosa.

En el vallado de su casa habían tenido  lugar multitud de reuniones y comidas... cumpleaños, bautizos... comuniones, siempre auspiciados en su hermandad  por los abuelos. Y ahora volvían a reunirse de nuevo en esa sala de Velatorios para proclamarles su más sentida despedida.

Cuando mi mujer y Yo llegamos al Tanatorio, encontramos familiares en los pasillos, en los sofás de las salas de espera, hablando entre ellos. Mi mujer los saludó y marchamos directamente a la Sala de Velatorios. Allí el rictus se hacía más sagrado. Las hijas de la abuela, enlutadas, guardaban meditación silenciosa. Fuimos hacia ellas y les manifestamos nuestro más sentido pésame, todo en el más riguroso silencio. Solo se escuchaba algún cuchicheo apagado, y algún llanto incontenido. Al fondo de la estancia, tras un cristal, reposaba el cadáver de la abuela.

Nos acercamos y junto a ese cristal contemplamos por última vez a la abuela, que descansaba rodeada de varias coronas de flores que se agitaban ligeramente debido al aire frío que impregnaba la sala. Mi mujer se quedó absorta mirándola. Eran muchas, muchísimas las veces que habíamos estado en casa con los abuelos. Cuando mi mujer y yo nos conocimos ella vivía con ellos. Luego de casados, celebramos el bautizo de nuestro hijo en el vallado de su casa. Eran muchos los recuerdos que se agolpaban en nuestra mente en aquellos momentos, recuerdos todos ellos gratos y agradables. Mi mujer permanecía absorta en su contemplación... de pronto me tomó del brazo y me dijo al oído:

-          Mira Juan, parece como si la abuela hubiera movido la cabeza. Obsérvala, la tiene ligeramente ladeada hacia la izquierda.

-           No Mari, son imaginaciones tuyas, no te obsesiones... posiblemente el almohadón donde reposa hace cedido ante el peso de su cabeza.

Mi mujer empezaba a desvariarse... no dejaba de observarla.

-          Mira Juan, tiene los ojos como entornados, como a punto de abrirlos, fíjate.

 

-          Sí Mari, así los tenía cuando nos hemos acercado, tu te has dado cuenta ahora, pero ya lo había observado, no te atormentes, la abuela ha fallecido y de eso dan fe y certeza las casi 24 horas que lleva en ese estado.

El marido de su tía Carmen apareció en la sala y me hizo un gesto de saludo desde la distancia, al que correspondí de la misma manera. Mientras lo hacía mi mujer tiró fuertemente de mi brazo diciendo:

-          ¡Juan, la abuela se ha movido! Ha movido la cabeza. Ahora la tiene ladeada hacia el lado derecho... ha movido la cabeza Juan, lo he visto.

Observé a la abuela y.... ¡Coño! Mi mujer tenía razón, no sé cómo había podido ocurrir pero su cabeza ladeaba en sentido contrario en el que estaba. No obstante procuré calmar a mi mujer que se estaba poniendo nerviosa, muy nerviosa...

-          Sí Mari, tienes razón... habrá sido alguna contracción refleja de los músculos del cuello.

Mi mujer no podía más, la tomé por los hombros y ella apoyó su cabeza en la mía, deshecha, llorando. Su tía Carmen se acercó y preguntó en voz baja...

-          ¿Qué ocurre? ¿Ocurre algo?

-          Mari –le contesté- no se encuentra bien, ya le he dicho que salgamos fuera a la calle para que le dé el aire.

-          Sí, será lo mejor... vamos os acompaño hasta la puerta.

Atravesamos la Sala de Velatorios. Todas las miradas de los que allí había se posaron en nosotros, en mi mujer más concretamente, haciéndose partícipes de su dolor. Y fue cuando ya estábamos alcanzando la puerta de salida, que escuchamos una voz profunda que dijo:

-- EHHHHHH, ¡CARMEN!  NUNCA ME DIJISTEIS QUE EL ABUELO HABÍA MUERTO...

Todas las miradas se dirigieron hacia esa cúpula de cristal...

LA ABUELA ESTABA SEMI INCORPORADA, CON LOS OJOS ABIERTOS ESPERANDO UNA RESPUESTA.

FIN.