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Diana y sus hijas. 1.

en Hetero: General

Diana y sus hijas. 1.

            Una separación no es el fin del mundo, aunque a veces lo parece.

             

            —Jesús, tío, no puedes hacerme este feo. Yo sé que no estás en tu mejor momento, pero, ¡joder!, deja de machacarte por esa mujer… Elodia no se merece lo que estás pasando por ella… Ya es hora de que pases página. Te espero… ¡No me falles!

            —Vaale Edu… iré.

            Mi amigo Edu me llamó para invitarme a su cumpleaños. Lo celebraba en un chalet cerca de la ciudad; me dio la dirección y, aunque yo no estaba muy por la labor, decidí ir. De todos modos, era el viernes por la noche y yo no tenía nada que hacer, excepto estar solo en casa.

            Mi plan era llevarle una tontería de regalo, tomar una copa y volver a mi apartamento.

            Verano, en Madrid, calor… Me puse un pantalón de lino color hueso y una camisa azul… Zapatos ligeros de piel Clarks…

            El taxi me dejó en la puerta y el taxista me dio una tarjeta para que le llamara cuando quisiera regresar. Estaría toda la noche trabajando.

El lugar estaba muy animado cuando llegué. Busqué a Edu y le entregué mi regalo. Un plug anal en una cajita de madera decorada con filigranas talladas. Por supuesto estalló en una gran carcajada y se lo mostró a los amigos, con los comentarios que despertaba el “juguetito”.

Del improvisado bar tomé una cerveza, Desperados, y me aparté del grupo. No me sentía a gusto y mi cara lo reflejaba.

Pero algo sí atrajo mi atención… Una cabellera flameante, de un rojo cobre brillante… Las pelirrojas siempre han sido mi debilidad, pero nunca había tenido la oportunidad de entablar amistad con una.

Me acerqué y la oí reír… Y su risa me subyugaba… Estaba con otras dos muchachas de su edad, unos treinta y tantos años. Sus ojos… De color verde esmeralda, una cara aniñada, de rasgos delicados. Su piel pálida y poblada de pecas contribuían a incrementar su belleza…

Y me miró… Fue posar sus ojos en mí y… ¡Bufff! ¡Me hechizó…!

El impacto fue tremendo, hasta el extremo que di un traspiés, si llego a llevar un vaso en lugar del envase de la cerveza, hubiera puesto de grana y oro al chaval con el que tropecé. Balbuceé una disculpa.

Pero eso la hizo fijarse en mí… Para reírse de nuevo… ¡De mí! De mi torpeza. Yo, avergonzado, di la vuelta y me fui a la barra portátil que había improvisado Edu. No quise mirar atrás.

Al llegar y apoyarme en el mostrador, Edu se acercó…

—¡Joder Jesús, ¿Qué te ha pasado?! Traes hasta mala cara…

—Edu… lo siento, tengo que marcharme… Yo…

—¡Tú te quedas! ¡Anda ven, que te voy a presentar a unas amigas!

—No Edu… Déjalo. No estoy de humor para presentaciones. Ahora mismo soy un muermo…

—¡Ven coñoooo!

Y me arrastró, precisamente, hasta donde estaba la pelirroja.

—Esta es Carmen, esta Sofía y esta es Diana… Chicas este es el soltero de oro del que os había hablado… Jesús… No, no ha estornudado nadie… Es que el muchacho se llama así… Jajaja

Las chicas se acercaron a besarme, la última fue Diana… la del cabello color fuego… Si sus ojos y su cuerpo eran preciosos, el aroma que desprendía ya fue el no va más… Me miró fijamente a los ojos con sus esmeraldas, con sus manos en las mías…

—Ven, acompáñame, quiero una cerveza… Tú estabas tomando Desperados ¿no?, a mí me encanta… —Me cogió de la mano y tiró de mí hacia la barra.

—Sí, claro… a mí también me gusta mucho… la he dejado en el mostrador y la habrán retirado… Vamos a por otra… — La seguí como un perrito a su amo, admirando su figura. Me llegaba a la altura de mis hombros, yo mido uno ochenta, ella, calculé, uno sesenta. De cintura estrecha, culo respingón, pechos pequeños y por lo que pude apreciar, firmes.

Tras recoger las birras me arrastró hasta una mesita, en el césped, alejada del ruido y del estruendo de la música; nos sentamos en dos taburetes bajos.

—¿Me ha dicho Edu que trabajas en informática? — Pregunto, sin dejar de mirarme.

—Sí… Fuimos compañeros en la universidad y al salir trabajamos durante un tiempo en una operadora de telefonía, pero me marché para trabajar por mi cuenta.

—¿Y cómo te va?

—Bien… bien… no puedo quejarme, el trabajo no me falta…

—Jesús… a lo mejor me meto donde no debo, pero… aunque no te conocía… te veo triste; Edu comentó algo sobre un desengaño ¿no?

—¡Joder… este Edu!… Sí, he estado casado durante siete años hasta hace doce meses… Ahora divorciado…

—¿La querías mucho?

—No lo sé. A veces pienso que no me ha afectado tanto la separación como la forma en que ocurrió. Pero… por favor, háblame de ti. ¿Estas casada?

—Ahora no, pero lo estuve. Hace diez años me divorcié, él encontró otro amor y me dejó… Con dos gemelas de cinco años… Ya lo tengo superado. ¿Tú tienes hijos?

—No, por suerte no teníamos… Ella no los quería, yo sí. Tras la separación comprendí por qué. Me engañaba y ahora tiene un niño de pocos meses con el otro. Al principio pensé que era mío, pero no. Llevaba acostándose con su amante varios años y yo, imbécil de mí, sin sospechar nada… Por cierto, podemos prestarnos los hombros para llorar ¿no?

Mi comentario la hizo reír a carcajadas.

—¿Por qué me miras así? Te vi antes tropezar y llegué a pensar que era por mí…

—Pues sí, Diana, era por ti… No sé qué me pasó, pero desde que te vi me embrujaste. Eres preciosa.

Puso su mano sobre la mía, acercó su boca a la mía y el roce de nuestros labios me erizó el pelo de la nuca y sentí un delicioso escalofrío. Se separó, nos miramos, a continuación nos fundimos en el beso más ardiente que he vivido. Nunca, en siete años de matrimonio, me habían besado así. Nunca lo había sentido así… Mi pecho ardía…

Pasé mi mano derecha por su nuca para peinar sus cabellos con mis dedos… Acariciándolos; dejó escapar un gemido, enlazó sus brazos por detrás de mi cuello y apretó con fuerza, con pasión. Mi mano izquierda acarició su brazo derecho y su piel, antes de una finura extrema, se había convertido en lija. Comenzó a temblar, la abracé y al rozar mi mejilla con la suya estaba mojada… De lágrimas…

Rodeé su cara con mis manos, la separé suavemente, me dejé hundir en sus ojos, ahora llorosos, para a continuación acercar nuestros labios de nuevo… Yo no dejaba de acariciar su pelo, la suavidad de la piel, el olor de sus cabellos, nuestros cuerpos abrazados… No pensaba en nada más que en perpetuar ese momento… ¡Que no terminara nunca!

Una sombra se interpuso entre las luces y nosotros.

—¡Hombre, Jesús, por fin te encontré! Creía qué te habías largado y mira cómo te veo… ¿Interrumpo algo?

—Edu, eres el colmo de la inoportunidad… — Le dije mientras sujetaba a Diana que, ante la brusca interrupción se quería levantar.

—Es que Carmen y Sofía me preguntaban por Diana… Te están buscando…

—Valeee… Ahora vamos… — Le dije sin soltar a Diana.

Edu se marchó, nosotros nos levantamos. Nos miramos de nuevo y, sin palabras, le seguimos hasta donde se encontraban sus amigas.

—Vaya, has acaparado al soltero de oro y no nos has dejado ni hablar con él… Diana… ¿Qué te pasa? ¿Has llorado? — Dijo Carmen al verla.

—No ha sido nada Carmen. ¿Ya…  nos vamos? — Diana le hablaba, pero no dejaba de mirarme, sin soltar mi mano.

—Diana, ¿te llevo a casa?

—Sí, Jesús. ¿tienes coche?

—No, tengo taxi… Voy a llamarle.

Busqué la tarjeta, en mi bolsillo, y llamé al taxista que me había traído. Estaba cerca. En unos minutos llegaría.

—¿Nos lleváis?

—Claro que sí, Sofía. Edu… Gracias por la invitación, mañana hablamos. — Le dije a mi amigo con un apretón de manos y un abrazo.

Ya en el taxi se sentaron las tres en el asiento trasero y yo junto al conductor. Fuimos dejando, primero a Carmen, luego a Sofía y por último llegamos a casa de Diana.

Nos apeamos. Bajé, rodeé el vehículo y le abrí la puerta a Diana. La mantenía abierta por qué pretendía seguir hasta mi casa, pero ella bajó, la cerró y le preguntó al conductor cuánto era la carrera. Sorprendido le pagué y de nuevo me dejé arrastrar por aquel torbellino de fuego.

Era una casita unifamiliar de tres plantas; me la mostró; el sótano era garaje, planta baja con recibidor, salón cocina, un dormitorio, que utilizaba como despacho, un baño completo y la salida a la parte trasera donde había un jardín, que la rodeaba, con césped y una pequeña piscina.

Tiró de mí, escaleras arriba y se quitó los zapatos. Yo la imité. Se volvió para poner su dedo en los labios en señal de silencio.

—Mis niñas están durmiendo — Dijo en un susurro.

Seguimos despacio tratando de no hacer ruido y entramos en el dormitorio de sus hijas. Tenían una pequeña lámpara encendida, las dos dormían en una cama de matrimonio. Como hacía calor solo llevaban un pantaloncito de pijama y estaban destapadas. A diana no le importó que las viera. Me quedé extasiado ante su belleza. Eran dos copias de la madre, pelirrojas como ella y con caritas de ángeles traviesos. Me emocioné al verlas, no pude evitarlo, Diana me miró, sonrió y acarició mi rostro.

—¿Qué te pasa Jesús? ¿Estás llorando? — Susurró

—No… bueno sí… me he emocionado al ver a tus hijas. ¿Cómo alguien puede haberos abandonado? Yo daría mi vida por una familia como la tuya… — Respondí con voz queda.

Diana me llevó hacia su habitación donde nos besamos con una pasión desconocida para mí. Nuestras prendas volaron en un santiamén, quedando esparcidas por el suelo y pude contemplar la inmensa hermosura de Diana. Sus pequeños pechos duros y erguidos, la cintura estrecha, las caderas anchas, el culo respingón y las piernas de muslos proporcionados, de líneas suaves y rotundas…

Ya no nos besábamos, nos devorábamos con los labios, las lenguas. Las manos nerviosas acariciaban todas y cada una de las partes de nuestros cuerpos. Sus pechos reaccionaron con la caricia de mis dedos, los pezones, de areolas rosadas, se endurecieron y provocaron en ella escalofríos. Mi boca, al lamerlos, percibió un extraño, pero delicioso sabor, de sus feromonas. Pasé mi lengua por sus axilas y se incrementó el gusto a ella, a su cuerpo, a su aroma…

Mi corazón palpitaba a mil… Ella pasaba sus manos por mi pecho, pellizcaba mis tetillas, ahora también duras; pero cuando bajó para apoderarse de mi pene… Sentí una descarga eléctrica que golpeó mi nuca y me hizo perder el equilibrio. Estábamos de pie, junto a la cama, su cama…

Como hasta ahora, la iniciativa la llevaba ella; tiró de mis manos para girarme y empujarme sobre el lecho. Lo agradecí. Me dejó caer de espaldas para subirse sobre mis caderas y frotar su sexo, empapado, sobre mi pene, que, para entonces, me dolía por su extrema dureza.

Sin penetración, masajeó mi miembro con su grieta, rozando así su clítoris. Sus manos sobre mi pecho, se inclinaba y me besaba; mis manos en sus caderas, su pecho sus tetillas; cuando bajaba a besarme, mis manos acariciaban su pelo, de una suavidad extrema y al arañar suavemente su nuca emitía unos lamentos, quejidos, como si se tratara de un animalito herido…

Su orgasmo fue extraordinario. Jamás había visto a una mujer correrse así. Me asustó un poco. Gritaba y se retorcía como una gata, como una fiera salvaje… Se dejó caer a mi lado, respirando agitadamente hasta que poco a poco se normalizó… Y aún no la había penetrado… Yo mantenía una brutal erección y aun así esperé a que se calmara para colocarme sobre ella, besarla, embarrar su rajita, mirándola y extasiándome con su deliciosa sonrisa, penetrar el santuario, su intimidad, despacio, con extrema suavidad.

Me maravillaba la estrechez de su conducto. Observé un gesto de dolor… Me detuve…

—Sigue Jesús… No te detengas. Hace diez años que por ahí solo entra mi amigo de plástico… Sigue, pero con cuidado…

Y no me paré. Cuando su mullido orificio se adaptó a mi hombría, comencé a bombear, lento, ¡más rápido, más, más…! Me gritaba ella. Fueron apenas minutos, o segundos, no lo sé, pero Diana estalló en otro impresionante orgasmo que la llevó a gritar desaforadamente; su cuerpo se retorcía espasmódicamente, como si estuviera bajo los efectos de una descarga eléctrica. Los ojos vueltos, sus uñas clavándose en mi espalda, arañándome. Me dolía, pero era un dolor gratificante viendo como disfrutaba de un largo y potente orgasmo. No pude más… descargué en su interior con una fuerza desconocida, inusitada, para mí.

Caí rendido a su lado; mi mano en su mano. De alguna forma, intuía yo, sentir nuestras manos juntas le daba a ella seguridad… Algo que le había faltado en los últimos diez años. Realmente me sentía muy… muy atraído por esta mujer…

Poco a poco nos calmamos. No dejábamos de mirarnos. Vi lágrimas en sus bellos ojos.

—¿Lloras, Diana?

—De felicidad Jesús… De felicidad. Estoy viviendo un sueño deseado durante mucho tiempo y… temo despertar…

—No despiertes mi vida… Me ocurre lo mismo… No me preguntes por qué, pero me siento contigo como si te conociera de siempre… Sé que esto parecerá absurdo, pero lo que siento en mi corazón no puedo negarlo. Apenas nos conocemos de unas pocas horas, pero no puedo por menos que reconocer que… ¡Te quiero Diana! Siento que te quiero con toda mi alma… Yo…

La puerta se abrió y aparecieron sus dos hijas.

—¡Mami ¿estás bien?! Te hemos oído gritar y pensábamos que te ocurría algo… Ahora ya sabemos qué te pasaba… ¿Quién es…? — Señalándome.

—Hola mis niñas… venid aquí con mamá… Este es Jesús y espero que lo tengamos muchas veces en casa…

La llegada de las hijas de Diana nos pilló, al menos a mí, por sorpresa. Como pude me tapé con la sábana mis partes pudendas, ella, sin embargo, continuó desnuda ante las niñas, que seguían con sus pantaloncitos cortos de pijama… Nada más…

Se acercaron al lecho y abrazaron a su madre, besándola y acariciándola. Después dieron la vuelta a la cama para besarme en las mejillas…

—Hola Jesús, eres muy guapo… — Dijo una de ellas. Realmente parecían idénticas.

—Hola Jesús. Tiene razón Gema, eres muy guapo, pero… ¿te quedarás con nosotras o te marcharás como nuestro papá y dejaras sola a mamá? — Dijo la otra.

—Greta, mi amor, Jesús y yo nos conocemos desde hace solo unas horas y aún no sabemos qué haremos en el futuro… El tiempo dirá… No lo agobiéis… — Respondió Diana.

—Gema, una piedra preciosa… y Greta… una preciosa perla… No sé cuánto tiempo durará lo que siento por vuestra madre, pero sí os aseguro que ahora mismo la amo y creo que a vosotras, que estoy seguro, la habéis cuidado hasta que nos hemos encontrado. Por lo que os estaré eternamente agradecido…

Las niñas se sentaron en la cama, Gema al lado de su madre y Greta junto a mí. Si bellas me parecieron durmiendo, mucho más lo eran ahora. Me encantaban sus naricillas pecosas, como la de su madre y sus caritas entre inocentes y pícaras… Describir a una era describirlas a las dos. Eran idénticas. Para mi imposible distinguirlas. Eran altas para su edad, delgadas, pero con formas que apuntaban a beldades en el futuro. El pelo, rojo cobre, hasta los hombros, piel tachonada de preciosas pecas que las hacían más bellas si eso era posible. Los pechos eran casi del tamaño de los de su madre. Podían pasar por hermanas las tres.

—Bueno niñas, a la cama, mañana seguiremos hablando, ahora ya es muy tarde y estamos cansados…

—¿Tú crees mamá? — Dijo Greta, con una sonrisa ladina, enarcando las cejas, mirando hacia el techo y señalando, con su dedo índice, la tienda de campaña en la sábana, que, con mi amigo fuera de control, estaba de nuevo en presenten armas… La desnudez de Diana y sus hijas no contribuía a calmar mi fogosidad.

La carcajada de las tres fue… Deliciosa… Sus risas cantarinas, muy parecidas, sonaban a agua corriendo por un arroyo. Por alguna extraña razón desde que conocí a Diana todo me parecía hermoso. La vida era hermosa y yo me había reconciliado con ella.

En ese momento pensé… Esta familia me ha enamorado… Me ha hecho olvidar mis noches de insomnio, mis amarguras… Me hacen sentir que la vida es bella y vale la pena vivirla. No podía imaginar que mi vida cambiaría tanto en tan pocas horas.

Las chiquillas nos dieron besos de buenas noches y al salir…

—Bueno, podéis hacer todo el ruido que queráis. Preferimos escuchar los gritos de mamá cuando… bueno eso…, que las noches que se pasaba llorando y nosotras teníamos que venir a consolarla… — Se fueron cerrando la puerta, que nosotros habíamos dejado entreabierta, en nuestra ceguera amorosa. Oíamos reír a las dos princesitas por el pasillo.

Diana me miró de forma extraña…

—¿En qué piensas Jesús?

—Diana, estoy asombrado de lo maravillosa que eres, que sois, tú y tus hijas… De la suerte que he tenido al encontrarte y que… Como decías antes… Yo también estoy viviendo un sueño maravilloso del que no quiero despertar…

Se acurrucó en mi pecho, su cabeza en mi hombro, la rodeé con mi brazo y me sentí inmensamente feliz… Así nos quedamos dormidos…

Ya estaba bien avanzada la mañana cuando desperté. Diana seguía entre mis brazos. No nos habíamos movido durante las horas que estuvimos dormidos. Olor a café, risas en la lejanía; miré mi reloj de la mesilla entre los cabellos de Diana, las once… Vaya lote de dormir… Cuando me di cuenta de que dos esmeraldas, sus ojos, me miraban y una suave mano acariciaba mi pecho, mi vientre… Bajaba hasta mi amiguito y lo despertaba… Sonreía, con una sonrisa, pícara, que me subyugaba. Acaricié su cabecita, su pelo, sus hombros hasta llegar a los senos que se me ofrecían amorosamente… Me deslicé hasta besarlos, lamer sus rosadas areolas, sentir como se erguían, se endurecían… Besé despacio su vientre hasta llegar al pubis. Me detuve…

—¡Sigue por favor! ¡No te detengas ahora! — Me decía con una vocecilla suplicante…

Y seguí. Con un dedo comprobé el estado de su flor… Inundada… Los muslos chorreando, mi lengua atacando su interior, abriendo los labios y penetrándola para martillear su clítoris. Lo abandonaba, con las quejas de ella, pero atacaba con la punta de la lengua su redondito y también rosado ano… Esto provocó un aspaviento y un quejido profundo… Un grito ronco que presagiaba un intenso orgasmo… Ensalivé mi dedo medio y lo fui insertando en su vagina y el anular, suavemente y bien lubricado por sus jugos, en el culito mientras atacaba de nuevo su deliciosa almejita con la lengua… Castigaba deliciosamente su pequeña lentejita, una y otra y otra vez… Mi otra mano pellizcando sus pezoncitos.

El clímax llegó de improviso y su cuerpo se retorció de forma espasmódica, violenta… Me apartó de su ingle, tirándome del pelo, no podía más… Sujeté sus piernas para evitar que me golpeara con ellas y para, tras calmarse un poco, acariciar sus pantorrillas y los pies… Sus pequeños y bellos pies. Los deditos como pequeños granos de uva. Las uñas pintadas de rojo suave. Para mí eran un delicioso manjar, me encantaba chupar aquellas maravillas de la naturaleza, tras calmarse, me miraba a los ojos curiosa… Arrebolada… los pómulos rosados… Con sus dedos acariciaba las cimas de los montecitos de sus pechos…

—Me gustan tus pies Diana, bueno me gustas toda tu, pero estos piececitos… Me los comeré más de una vez… ¿Te han hecho esto antes?

—¡Uff! No, Jesús, nunca, pero ¡joder, me gusta! Me estoy poniendo cachonda de nuevo y acabo de correrme… ¡Qué gusto Diooooss!

Mis manos no estaban ociosas, acariciaban sus piernas y ella, flexionándolas, me acercaba a su centro de placer… Me hizo girar hasta llegar con sus manos a mi falo, ya erguido…

—¡Métemela, por favor! ¡Necesito sentirte dentro de mí! ¡Quiero fundirme contigo!

Me tendí sobre su cuerpo y rodeó mis caderas con sus piernas, mi cuello con sus brazos… Apoyado en las rodillas y los codos, para no descargar mi peso sobre su cuerpo… No tuve que guiarla, entró sola, como si fuera un camino ya conocido… Ella comenzó a moverse alocadamente, sonriendo, la frené…

—Despacio mi amor… Déjame a mí al principio, después tú marcas el ritmo… — Le dije.

Así fue, entré y salí suave al principio, para subir el ritmo hasta llegar a un punto donde ella comenzó a gritar desaforadamente, sin importarle quien pudiera oírla. Con sus hijas en la cocina, pero a las que les llegaban los chillidos de su madre.

Otro orgasmo la dejó desmadejada en la cama, yo, al verla correrse, no pude más y descargué mi semen en su vientre. Si la noche fue fuerte, esta vez lo superé. Quedé exhausto dejándome caer a su lado… Sudorosos y cansados pero felices por una compañía tanto tiempo deseada… Diana lloraba.

—Qué te pasa mi amor. ¿Te he hecho daño?

—No, mi vida. Me has dado más placer en una noche que en todos los días de mi vida. No podía imaginar que se pudiera experimentar tanto placer con alguien y has tenido que ser tú, amor mío, quiero ser tuya, estar a tu lado siempre.

Tendidos, de costado, frente a frente, descansábamos acariciándonos mutuamente. La puerta se abrió…

—¡Vaya día lleváis! ¡Otra vez ¿no?! ¡Venga a levantarse que el desayuno está en la mesa, gandules! — Instintivamente me cubrí con la sábana.

Los gritos y las órdenes de las niñas no dejaban lugar a dudas… ¡Había que levantarse ya! Nos miramos y nos reímos de la ocurrencia de las dos princesitas. Yo seguía sin poder distinguirlas. Ellas se reían y se acercaron hasta nosotros para quitarnos la sábana de encima, dejándonos desnudos y a la vista. Diana se reía… Si a ella no le importaba, a mí tampoco. Hace algunos años practiqué nudismo con mi ex, pero en una playa, no en casa.

Ellas se tumbaron junto a su madre. Me levanté y dirigí mis pasos al baño donde hice pis y mientras estaba en la ducha entraron las tres en tropel. La madre, desnuda, se sentó en la taza mientras las niñas me miraban y se reían diciéndose cosas al oído. Les di la espalda y me estaba lavando cuando entró Diana y me quitó el gel para derramarlo en mi espalda y frotarme con sus manos. Era delicioso su contacto. Yo temía que con sus masajes se me enderezara mi amigo; sus hijas estaban allí y nos observaban.

—No te preocupes Jesús, creo que no han visto nunca a un hombre desnudo, excepto en la tele y tienen curiosidad. En esta casa no hemos cerrado nunca las puertas y la confianza entre nosotras es total. Nos encantaría que pudiéramos contar contigo para seguir como hasta ahora. ¿Te molesta estar desnudo delante de ellas? ¿O que ellas estén desnudas en tu presencia?

—Dios mío Diana, es tu casa, son tus hijas y son vuestras normas… ¿Quién soy yo para juzgaros y cambiar vuestras costumbres? La verdad es que me da un poco de reparo, pero no como para haceros cambiar. Cierto que me choca, pero también me encanta el clima de libertad y confianza en que se desenvuelve tu familia. Te lo dije antes y te lo repito… Esto es un sueño para mí… Y no quiero despertar… Os acepto, tal y como sois… Y vosotras… ¿me aceptaréis a mí?

—¿Lo aceptamos?… Con todo nuestro amor ¿no es así, hijas?

Un ¡SI! A coro y las chiquillas se desnudaron y entraron en el recinto de la ducha para terminar de lavarnos a los dos entre risas y cosquillas. Al salir y secarnos con una toalla en el cuello y otra en el torso, las manitas de las chiquillas hurgaban por todas partes, excepto las pudendas, vi como Diana se secaba su pubis, el culete y lo mismo hice yo. Las chiquillas no llegaron a tocar mis genitales. Aunque no por falta de ganas, según sus miradas.

Nos vestimos y bajamos a desayunar el preparado de las muchachas; me preguntaron qué me gustaba, si quería huevos fritos, tortilla francesa… La verdad es que tenía hambre y me sentó muy bien la comida.

Pero se acercaba la hora temida. La despedida.

¿Cómo alejarme de aquellas mujeres que, por azar del destino, se habían cruzado en mi vida para cambiarla totalmente?

Las vi aparentemente igual, pero con un halo de tristeza en sus rostros. Supongo que también observarían el mío.

—Bueno, señoritas, tendréis que perdonarme, pero… Llevo la misma ropa desde ayer, esta sudada y… algo sucia, necesito ir a mi casa, cambiarme y… — No me dejaron terminar; de lo más profundo de sus gargantas surgió un lamento.

—¡Noo! ¡No te vayas! ¡Quédate con nosotras… — ¡Hablaban las chiquillas, se acercaron y me abrazaron! Fingían pucheros, lloraban; creo que algo de teatro…

—¡Vamos hijas, no podemos acapararlo, secuestrarlo! Debemos dejarlo ir y… esperar a que vuelva… — La tristeza en la mirada de Diana me rompió el alma.

—Veréis, me voy, pero os prometo volver pronto. — Abracé y besé en la frente a las dos chiquillas; después a su madre. No fue un beso; en silencio, fue la promesa del retorno, de no dejarlas nunca, de no comportarme como su ex marido y padre de las chicas.

Cuando pude desengancharme de sus brazos les besé la frente a las tres, las dejé en la cocina, donde desayunamos y me fui a la calle.

 

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