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El Jardín Prohibido de Carla

en Fantasías Eróticas

EL JARDIN PROHIBIDO DE CARLA

Por El Escribidor

 

Aquel año la Semana Santa cayó a finales del mes de abril y un tiempo casi veraniego acompañó todo el periodo festivo.

Carla disfrutaba de sus primeras vacaciones de Semana Santa en su nueva casa. Hacía tan sólo unas semanas que se la habían entregado y aún quedaba mucho por hacer. Era la típica casa adosada, en una urbanización a unos 50 Km. de la ciudad. Con su garaje para dos coches, la buhardilla y, cómo no, el jardín.

A Carla, si había algo que la había decidido a dar el paso de trasladarse tan lejos de la urbe era el pequeño y cuidado jardín de la casa, donde, al contrario que la obsesión de muchos por el césped o las rosas, ella pensaba cultivar básicamente plantas y hierbas aromáticas. No en vano, era química perfumista, y los olores eran su gran pasión.

Pablo, el marido de Carla, era cocinero de cierto prestigio en Barcelona, y regentaba su propio restaurante. Esos días, Pablo tenía tanto trabajo como el resto del año, y Carla pasaba gran parte del tiempo con detalles de la decoración de la casa, leyendo una intrascendente novela de ficción, y tomando el Sol tumbada en una hamaca en la tranquila y aromática soledad de su jardín.

El mediodía del Viernes Santo, después de colocar unos visillos en la cocina, se dio una ducha rápida, se untó todo el cuerpo con un aceite protector y se tendió sobre la hamaca para tomar el Sol, cubriendo sus ojos con una máscara de efecto balsámico. Vestía un liviano y corto vestido de tirantes, floreado, de una sola pieza, que se levantó hasta descubrir casi por completo sus hermosas piernas blancas y largas. No llevaba las braguitas puestas, dejando entrever su cuidado jardín púvico a cualquier observador que hubiera tenido la suerte de encontrarse allí, frente a ella.

Carla no era una mujer especialmente bella, ni tampoco joven, pero a sus cuarenta y tantos años de edad, sin haber tenido hijos, y con un cuerpo notablemente cuidado, aún despertaba el interés de muchos hombres y era objeto de deseo sexual de alguno más que su propio esposo.

Ella lo sabía. Sabía de su atractivo de mujer de clase media, bien parecida y de cuerpo envidiado por mujeres diez años más jóvenes que ella. Y le gustaba cultivar esa atracción, aunque sólo en sus más cálidas fantasías accedía a otro distinto a su marido entrara en su jardín prohibido.

Después de los trabajos en la casa, de la relajante ducha, de los aceites balsámicos y de la exposición al Sol, Carla entró en un dulce y profundo sueño que se adentraba en una de esas turbadoras fantasías.

Carla soñaba que un hombre joven y fornido, un perfecto desconocido, introducía sus expertos dedos en su coño y jugaba a excitar su clítoris hasta alcanzar el clímax del placer. Carla, en la soledad del jardín, empujaba su espalda inconscientemente contra la hamaca, aferrándose con ambas manos a los brazos del asiento, y con las piernas abiertas y los pies descalzos firmemente apoyados sobre el cálido y húmedo césped. Inmovilizada en el sueño sobre una cama, a merced de un hombre que empezaba a poseerla sin que ella pudiera oponer ninguna resistencia.

Ahora era una lengua ávida y penetrante la que lamía dentro y fuera de su coño, cada vez con más vehemencia y profundidad. Carla notaba cómo le chorreaban los líquidos vaginales y cómo la boca y la nariz del desconocido se frotaban en cada embestida contra su sexo. Su cuerpo, un estallido de placer contenido durante tiempo, se removía en el asiento sin dejar aquella posición sometida que de forma invisible la aferraba sobre la hamaca.

Así estuvo, abandonada durante minutos a un placer turbador, hasta que las embestidas de aquella lengua ávida cesaron y se esfumó como vapor en el aire la imagen de aquel hombre desconocido que se arrodillaba frente a ella con la cabeza hundida entre sus piernas, entregado a la tarea de arrancarle un prolongado orgasmo.

Hasta que despertó, algo sobresaltada en cuanto le asaltó la evidencia de que se había tratado de un sueño. Nada más que un sueño. Se encontraba sudando, con el vestido subido hasta la cintura, con las piernas abiertas, dejando completamente al descubierto su coño mojado. Se asustó ante la sola idea de haber perdido el control de esa forma, ante la remota posibilidad de que alguien la pudiera haber visto en aquella situación tan embarazosa. El jardín limitaba con altos muros de ladrillo al frente y en el lado derecho, y por un tupido seto en el lado izquierdo que lo separaba del jardín vecino.

Por si acaso - no sabía si había proferido durante el tórrido sueño algún grito de placer que la delatara – se levantó de la hamaca, se compuso el vestido y se dirigió con sigilo hacia el seto separador. Y, para preocupación suya, comprobó que en el jardín contiguo se encontraba el hijo de los vecinos, un adolescente de unos 13 ó 14 años, echado en una toalla, sobre el césped, ojeando con interés una revista, presumiblemente de contenido erótico o porno a juzgar por la pugna que tenía su polla por traspasar el ajustado bañador.

¿Me habrá escuchado gemir? O peor aún ¿Me habrá visto retorcerme de placer? En estos pensamientos estaba Carla, espiando al joven, cuando éste empezó a juguetear con su empinado pene. Se lo bajó hasta que la goma de la cintura le quedó bajo los testículos, dejándolos levantados y prietos contra la polla. Dejó sobre el césped la revista abierta, y se recostó sobre el lado izquierdo, dejando libres ambas manos y ofreciendo a Carla, oculta tras los setos, el espectáculo de una masturbación adolescente.

El joven, se sobaba los huevos con fuerza con su mano izquierda mientras con la derecha se sacudía la polla.

Carla estaba ruborizada de vergüenza por lo que estaba haciendo, pero era incapaz de dejar de espiar a su vecinito. Como hombre no tenía ningún atractivo y su miembro era muy normalito, pero la escena de un adolescente pajeándose, concentrando todos sus sentidos en la imagen de una mujer en una revista, era conmovedora. Carla sintió que sus pezones se erguían, y notó la calidez lúbrica entre sus piernas que la invitaba a acompañar al joven en sus evoluciones eróticas. Casi sin darse cuenta, había llevado una mano a su coño, en el que introdujo el dedo índice, mientras con la otra se acariciaba los pezones apretados contra la tela del vestido.

La paja del vecino acabó enseguida en un profundo suspiro de placer, casi cansancio, y una eyaculación que irrigó el césped. El muchacho cerró la revista y, de forma repentina, como si hubiera notado la presencia de Carla, dirigió su mirada hacia el seto, donde se encontraba ella, inmóvil, casi petrificada ante la idea de haber sido pillada in fraganti en su insospechada condición de voyeur. Pero no parecía haberla descubierto. Todavía mirando hacia su jardín, el joven vecino empezó a llamar a "Rocco", y el susto de Carla fue mayúsculo cuando escuchó, primero, detrás suyo, y notó, después, el jadeo de un perro Retriever que se escurrió entre el seto para volver a su jardín tras la llamada de su amo.

Aterrorizada por la súbita presencia del can y por la extraña sensación que le asaltaba al pensar que el artífice de su lúbrico sueño podría haber sido "Rocco", no pudo evitar lanzar un gritito que alertó al vecino de su presencia, quien fingió no haberse percatado, cogiéndose de nuevo los testículos y su miembro en reposo, en un acto inequívoco de exhibición, mientras su perro lamía con aburrimiento las gotas de semen esparcidas por la hierba.

 

20 abril 2004