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No hay riesgo de que venga nadie

en Jovencit@s

No hay riesgo de que venga nadie

Eran los primeros días de las vacaciones escolares. Como cada año, mi padre nos llevó a toda la familia al camping, y allí nos pasábamos todo el mes de julio mis hermanos, mi madre y yo. Mi padre se quedaba trabajando en la ciudad y sólo venía los fines de semana y algún que otro día. Luego, en agosto, solíamos pasar unos días en un apartamento de alquiler en la playa.

No éramos los únicos que trasladábamos la casa al campo durante las vacaciones. Los padres de Graciela, una vecina de la que yo por aquel entonces estaba platónicamente enamorado, también pasaron aquel mes de julio en el camping.

Yo iba a hacer pronto los 12, y era ya el cuarto verano que pasaba allí. Para Graciela, que ya había cumplido los 15, era su primer verano en el campo y, por suerte para mí, no conocía a nadie aún, por lo que desde el primer momento se aficionó a venir a nuestra caravana para hacer las veces de cuidadora y amiga de juegos de mis hermanas – Paula y Jenni, de 8 y 5 años –. Y cada vez que Graciela venía, yo me las ingeniaba para no separarme de su lado, inventándome mil y una excusas para no salir a jugar con mis colegas de otros años.

Graciela era la chica de mis sueños.

El camping estaba en una zona montañosa y no había demasiadas actividades por hacer salvo que a uno le gustara la naturaleza, las plantas y todo eso. Durante el día, uno de las pocas distracciones era bañarse en la pequeña piscina de la urbanización o montar en bicicleta por los alrededores.

Graciela tenía bicicleta pero no se desenvolvía demasiado bien por los caminos de montaña y, además, tenía miedo de caerse o perderse, por lo que cuando quería practicar con la bici me llamaba para que la acompañara.

Así fue como cada día que pasaba estábamos más tiempo juntos, y cada vez nos alejábamos más del camping. Yo conocía bien todo aquello y me encantaba poder ser el primero que le enseñaba los sitios más interesantes. Me llenaba de orgullo cada vez que Graciela me agradecía con entusiasmo que le hubiera mostrado un rincón bonito.

Para mí, el lugar más entrañable de aquellos parajes era el pequeño estanque que formaba el arroyo que discurría próximo al camping. La ribera allí estaba muy poblada de maleza y de árboles y pocas personas se adentraban allí. Los campistas preferían la estrecha playa de arena que formaba el riachuelo junto a la entrada del camping.

Cuando le enseñé "mi zona de baño", Graciela se mostró encantada con aquel descubrimiento. El lugar era precioso y muy tranquilo. El agua era transparente, y como estaba algo estancada, no estaba tan fría como la del curso del arroyo.

El primer día sólo nos mojamos los pies, chapoteamos un poco y nos echamos agua con las manos uno a otro, jugando. Graciela me hizo prometer que al día siguiente volveríamos allí y que no le contaría a nadie más "nuestro sitio secreto".

Al día siguiente, salimos temprano con nuestras bicicletas y nos dirigimos al estanque del arroyo. En el camping, como todos los años, habíamos tenido restricción de agua las últimas horas. Graciela me dijo que iba aprovechar el baño para lavarse, que se había traído una pastilla de jabón y una toalla.

La idea de llenar el estanque, con jabón, aunque fuera biodegradable, no me gustaba demasiado, pero la sola idea de ver bañarse a mi amada Graciela disipó cualquier atisbo de reivindicación ecológica.

Dejamos las bicicletas en el borde del camino. Desde allí había una bajada pronunciada hasta el estanque, cubierto de espesos matorrales. Yo la acompañé, dándole la mano para que no resbalara, hasta la orilla, y le indiqué el lugar donde el agua era más profunda.

Este es el mejor sitio. –Señalé - Ahí no se enturbia el agua porque el suelo es de piedra y no se remueve el fondo.

Pero ¿es muy profundo? –preguntó ella.

¡Qué va! A mí me cubre hasta aquí. - Respondí, llevándome marcialmente la mano derecha a la altura del pecho.

Me gustaría bañarme sola. Quiero lavarme. – Me dijo, llevándome una desilusión por no poder compartir baño con ella.

¿No te importa, no? – Me preguntó.

No, báñate si quieres. – Le contesté, muy a pesar mío.

No vendrá nadie a este sitio, ¿verdad? – Graciela echó una mirada alrededor, comprobando que sólo se veían árboles.

No. Este sitio está muy escondido, dudo que lo conozca nadie y, además, todo el mundo está todavía en el camping.

De todas maneras, por si acaso ¿te importaría volver al camino y vigilar?

En ese momento me di cuenta que el espectáculo de su belleza desnuda tampoco iba a ser para mí y que Graciela, de momento, sólo me iba a reservar el papel de galante escudero.

Me daría mucha vergüenza que me vieran lavándome. – Insistió ella.

Bueno. Llámame cuando estés. – Le dije al tiempo que le daba la espalda y volvía a subir el terraplén hasta el borde del camino.

Y no mires, ¿eh? – Me gritó mientras marchaba.

Fue como si me hubiera leído el pensamiento. Le dije, sin demasiada convicción, que "por supuesto, no lo haría", pero aligeré el paso para llegar cuanto antes arriba con la idea de apostarme arriba de un árbol para poder admirarla.

¡Martín! -Me llamó Graciela.

¿Qué? – Le pregunté ya encaramándome a un árbol.

¿Puedo meterme en el agua sin miedo?

¡Sí! Yo te aviso si viene alguien, no te preocupes. – Le contesté, ya aposentado en una fuerte rama desde donde podría ver todo.

Desde donde estaba no podía ver cómo se desnudaba. La oí dar un gritito porque el agua le resultó fría, y después el chapoteo de sus pies entrando en el estanque. Enseguida apareció en mi línea visual, con el agua cubriéndole los tobillos. Era aún más hermosa de lo que me había imaginado. En aquel momento toda mi atención se centraba en sus tetas firmes y grandes, coronadas por unos pezones pequeños y rosados; también en el poblada mata de vello negro bajo su vientre, donde se escondía su coñito. Con el tiempo, también aprendí, en mis recuerdos, a reconocer la magnificencia de su culo de formas perfectas.

Por supuesto, me despreocupé de vigilar la presencia de intrusos. Graciela sumergió una vez su cabeza dentro del agua y se la enjabonó. Yo la veía, con los ojos cerrados para evitar el picor de la espuma de jabón, absolutamente vulnerable, como si estuviera posando para mí. Yo estaba sudando, un calor intenso se había apoderado de mí. Hubiera querido consolar mi hinchado pene pero era más prudente permanecer quieto en el árbol, sin hacer ningún movimiento extraño que pudiera alertar a Graciela.

Se la veía confiada, disfrutando de su baño, mientras su fiel escudero vigilaba por ella. Se agachó y sumergió de nuevo la cabeza en el agua para eliminar el jabón, y la espuma dibujó un círculo blanco entorno suyo. Después alargó la mano hacia una pastilla de jabón y se recreó en pasarla por todas sus partes para mayor estremecimiento mío. La cabeza me daba vueltas ante aquella visión tan ansiada, por un momento incluso sentí vértigo y creí que iba a caerme del árbol. Dudaba que algún compañero de mi clase hubiera visto desnudo un cuerpo como aquel. A lo mejor, alguno había visto involuntariamente a su madre o a su hermana, pero seguro que nadie de mi edad había contemplado un espectáculo tan sugerente.

De repente, entre aquellos lúbricos pensamientos, me asaltó el temor a lo que pasaría si ella me sorprendía mirándola. ¿Se lo diría a mi madre? Si lo hacía, pensé, seguro que me llevaría una bofetada. Pero lo que me resultó auténticamente aterrador, era que me castigara impidiéndome volver a estar con Graciela. Fue una imagen terrible que, por suerte, se desvaneció como por encanto cuando vi a Graciela agachada, quitándose la espuma de sus pechos que colgaban desafiantes como dos frutas maduras que esperan ser recolectadas.

Se enjuagó echándose agua sobre el cuerpo y cuando terminó, todavía con el agua a la altura de los tobillos, espléndidamente desnuda, se volvió y miró directamente hacia el lugar donde yo estaba escondido.

Me agaché todo lo que pude, pero tuve la certeza de que me había visto. Esperaba que ella gritara algo, pero no lo hizo. Se me había secado la garganta y el corazón parecía que se me iba a salir del pecho.

Graciela salió del agua y volvió a la orilla, fuera del alcance de mi vista. Supuse que se estaría secando y vistiéndose, entonces aproveché para bajar del árbol y esperar en el camino, junto a las bicicletas, a que ella me hiciera alguna señal para llamarme.

¡Martín, ya estoy! Puedes bajar. - Gritó.

Cuando llegué a su altura, ya estaba vestida y se estaba secando aún su cabello mojado. Yo intenté adoptar una expresión de aburrimiento por la larga espera, pero temía que se me notara la excitación de haber estado disfrutando de la visión en exclusiva de su desnudez.

Gracias, Martín. - Me dijo.

De nada. – Le dije tímidamente.

Ahora sí que me siento bien. – Exclamó Graciela mientras peinaba su mojada cabellera.

"Yo también me siento bien", pensé.

Después, regresamos lentamente al camping, llevando las bicicletas de la mano. Al principio, no hablamos, pero cuando ya estábamos a medio camino, ella me sorprendió con una pregunta muy directa:

Me has visto, ¿verdad?

Yo no supe mentirle, y aunque hubiera querido decir lo contrario se me hubiera notado por el rubor en mi cara, así es que le contesté la verdad.

Sí. – Le contesté, con temor a su reacción.

No te preocupes, no me voy a enfadar por eso.

¿De verdad, que no te enfadas?

No. Supongo que es natural que los chicos, aunque sean de tu edad, miren a las chicas.

Tengo casi doce años. – Afirmé en tono serio como si mi honor hubiera estado en entredicho.

A las chicas de mi edad nos gustan los chicos más mayores. – Dijo Graciela como haciéndome partícipe de una confidencia.

Soy más alto que tú. – Le dije de forma estúpidamente infantil.

No te enfades, hombre. – Exclamó Graciela, y me preguntó, con voz pícara- ¿Te ha gustado lo que has visto?

Sí. – Por un momento dudé si debía explicarme mejor o si bastaba con aquella lacónica afirmación, pero en un ejercicio de valor, añadí- Tienes un cuerpo de revista.

¡Vaya, gracias! Nunca me habían echado un piropo como ese. – Yo estaba orgulloso de mi confesión, pero mi solidez volvió a tambalearse cuando sacó a relucir el escabroso tema de las revistas - ¿Qué revistas? ¿De desnudos o revistas guarras?

Yo me puse colorado. Mi sinceridad no podía llegar al extremo de reconocer que ya era un agradecido usuario de las revistas porno que hurtaba a mi padre, así es que opté por improvisar una mentira a medias, en la confianza de aquella respuesta diera por zanjeado ese espinoso asunto.

De desnudos.

¡Ah! – Aceptó ella, y añadió – Mañana te dejaré que vuelvas a hacerlo.

¿Hacer, qué?

Mirarme, claro. ¿Qué pensabas?

Y por un momento me asaltó la idea que Graciela había dado por supuesto que mientras la observaba desnuda me había estado haciendo una paja. Ese pensamiento me puso tremendamente nervioso, no era capaz de articular palabra.

No pensaba nada. – Tartamudeé.

¿Seguro? – Insistió Graciela, convencida de que me había pillado en una mentira.

¡Seguro! – Afirmé, recobrando algo la voz.

No me importaría que hicieras "esas cosas" mientras me miras.

Estaba claro lo que Graciela entendía por "esas cosas". Yo creí que me moría de vergüenza. A penas si me había iniciado en el arte de la masturbación y no estaba preparado para afrontar ese tipo de conversación, y menos con una chica.

Si no se le dices a nadie, te dejaré mirarme y que lo hagas. - Me anunció Graciela, haciéndome un guiño cómplice.

No se lo diré a nadie. – Le aseguré, sin llegar a creerme aún lo que me estaba proponiendo.

Durante el resto del día procuré comportarme como si nada hubiera ocurrido. Pero me costaba comer, los nervios se me habían asentado en el estómago. No podía disipar de mi mente el cuerpo desnudo de Graciela en el estanque, y sus últimas palabras resonaban todavía en mis oídos: "te dejaré mirarme y que lo hagas".

Estaba deseando que llegara el nuevo día.

Por la noche, tumbado en la cama de arriba de la litera, sin poderme dormir, conseguí por fin aliviar toda la tensión acumulada durante ese día. Por primera vez, los inexpertos masajes en mi polla acabaron en una descarga de semen que estalló contra mis calzoncillos. Hasta entonces, mis experiencias no habían pasado de unas gotitas de leche brotando tímidamente de mi dolorido pene. Y todo se lo debía a Graciela.

Me dormí con la sensación de haber hecho algo malo, pero deseando volverlo a hacer.

 

24/05/04 [ carlos_62@wanadoo.es ]