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Tren de deseo

en Amor filial

Tren de deseo.

Hacía frío en aquella intempestiva hora de la mañana en la que Sara salía de casa para tomar el tren hacia la Universidad. Mientras caminaba apresuradamente hacia la estación, apretando con sus manos las solapas del abrigo contra su cuello para evitar que penetrase el frío, Sara contemplaba las pequeñas nubes de vapor que se escapaban de su boca al respirar y se lamentaba por tener que salir tan temprano, cuando la mayoría de la gente estaba aún bajo las mantas. También su hermano Paul. Y esa chica que se trajo anoche, a escondidas, para que Sara no se diera cuenta.

Sara trabajaba unas horas en la cafetería del campus para pagarse los estudios, por lo que tenía que entrar a las seis y media de la mañana, tres horas antes de que empezaran las clases.


Las puertas del tren se abrieron y Sara entró en un vagón que estaba medio vacío, aunque todos los bancos estaban ocupados al menos por una persona. Se dirigió hasta el fondo del vagón y se sentó en la última fila de asientos, junto a un hombre mayor que ocupaba el asiento más próximo al pasillo y frente a una gruesa mujer de mediana edad que estaba dormida con la cabeza apoyada sobre la ventana y que ocupaba con su cuerpo y con varias bolsas de compra prácticamente los tres asientos de ese banco.

En el interior del vagón, la calefacción estaba muy alta. Sara, que ya había entrado en calor después de recorrer a paso ligero el camino desde su casa hasta la estación, encontró excesivamente caluroso aquel ambiente, por lo que se quitó el abrigo, mostrando, al improvisado espectador en que se había convertido su maduro compañero de asiento, las líneas de su cuerpo a penas disimuladas por el pantalón y el jersey que vestía, ambos muy ajustados.

El trayecto hasta la estación de destino en el centro de la ciudad, duraba unos 40 minutos. Sara no solía adormilarse en el tren, pero esa noche a penas si había podido conciliar el sueño, por lo que apoyó la cara sobre su brazo derecho acodado en el borde de la ventana con la intención de echar una cabezadita.

El motivo del desvelo de esa noche era su hermano Paul. Sara no le perdonaba que aprovechando que su madre estaba fuera por unos días, hubiera traído a casa a aquella zorra de Jenny. Sara tuvo que soportar, en cada uno de los tres polvos que su hermano Paul regaló a Jenny aquella noche, la interminable sesión de alaridos y jadeos que profería la agradecida putita.

Su hermano tenía 20 años y una novia formal, pero eso no le impedía acostarse con otras mujeres. Ya en el instituto se había ganado esa fama de rompecorazones. Las novias no le duraban más de un mes, porque todas fracasaban en sus planes de reconducirlo a la vía de la monogamia.

Todas las amigas de Sara estaban loquitas por su hermano. Decían que se parecía a Leonardo di Caprio, pero Sara opinaba, aunque no lo decía, que era mucho más guapo, alto y fornido que el actor.


Sara no conseguía adormilarse. Mientras miraba el paisaje aún nocturno por la ventana del tren, pudo ver reflejado en el cristal la indisimulada mirada que el vecino pasajero dirigía hacia sus bonitos y generosos pechos.

Al principio esta circunstancia le incomodó. Y Sara se acordó de las lecciones de su hermano ejerciendo el rol de su inexistente padre, después de que a ella le empezaran a despuntar los pechos y a tornearse las líneas, advirtiéndola de que se cuidara de esos tipos que disfrutan mirando o rozándose con las chicas en el transporte público o en las concentraciones de gente. "¡Tiene gracia! – pensó Sara – que un indomable casanova le diera consejos para protegerse de los hombres malos".

Después de sentirse observada durante unos minutos, ya no le importó. En el fondo, se dijo, es agradable sentirse deseada. Y Sara era consciente de que ella tampoco estaba nada mal. Sin embargo, a sus 17 años, aún no había tenido novio y, lo que era inconfensable a su edad, no tenía ninguna experiencia sexual si se excluyen las caricias íntimas que había aprendido a regalarse desde los 15 años. Su madre y sus amigas lo achacaban a su carácter esquivo con los chicos, a su dedicación a los estudios y también a su trabajo en la casa y fuera de ella para colaborar en la maltrecha economía familiar. Pero Sara temía, en su fuero interno, que cierta obsesión por su hermano tuviera parte de culpa.


En la ventana, la mirada de aquel hombre todavía se posaba descaradamente sobre sus pechos.


Ella y su hermano tenían una relación muy especial. Se habían criado prácticamente solos. Su padre se marchó de casa antes de que naciera Sara, cuando Paul aún no tenía 2 años, y su madre tuvo que sacar adelante la familia, pasando gran parte del día fuera de casa. Por eso, la complicidad entre ambos era total. A menudo habían hablado de sexo. Paul solía ser crudamente sincero en sus explicaciones. Desde que supo que su hermanita "ya era una mujer", se esforzó por instruirla en todo lo que debía saber sobre los hombres, partiendo de la base científica de que "todos queremos lo mismo". Esa parte de las explicaciones no dejaba de resultar graciosa para Sara, no así los relatos de sus promiscuas experiencias amorosas. Paul no calculaba el mal que esas confidencias hacían a su hermana, quien no tenía vivencias propias con las que contrarrestar aquellas experiencias, condenada a fantasear con las imágenes prestadas de los relatos de su hermano.

Esa fijación por su hermano como referente sexual, empezó cuando ella tendría unos 12 años y él 15. Su hermano llegó a casa completamente magullado después de una pelea callejera. Tenía rozaduras en las manos, en los brazos y en la barbilla, de haberse revolcado por los suelos. Sara ofició de madre cuidadora y fue limpiando las pequeñas heridas con gasas empapadas en suero. A cada palmo de piel curada, Sara le daba a su hermano un leve beso sanador: "sana, sana, culito de rana", y ambos reían por lo tonto de la situación. Le curó y besó levemente un codo. Cuando le curó y besó la barbilla, su hermano le devolvió el beso rozando suavemente sus labios en la boca de su hermanita, que no protestó por el atrevimiento. Pero cuando llegó el turno de curarle un dedo, Paul aprovechó el ingenuo beso de su hermanita para introducírselo dentro de la boca y para menearlo de una forma que Sara, a pesar de su temprana edad, encontró especialmente obscena. Le apartó la mano de su cara, le llamó cerdo y se levantó de la silla, ofendida, pero Paul le echó los brazos a la cintura y logró retenerla antes de que marchara, obligándole a sentarse sobre sus piernas como si de una niñita se tratara. Le dijo que era una tonta por molestarse por eso, que sólo había sido una broma, pero Sara notó cómo un bulto inconfundible se apretaba y ajustaba contra su trasero y una ola de rubor y de enfado cubrió su rostro, hasta el punto que la ira le dio fuerzas suficientes para zafarse del abrazo de su hermano.

Aquel día a Sara se le hizo plenamente consciente su sexualidad y la de su hermano, y comprendió de golpe que algunas cosas no podrían seguir siendo igual que antes. Su curiosidad por Paul fue aumentando en la misma proporción que el desinterés de su hermano por ella. Sara estaba segura que para su hermano aquel episodio no había significado nada.

Los silbidos del tren acercándose a una estación despertaron a Sara que, sin darse cuenta, se había quedado dormida apoyada junto a la ventana, rememorando las imágenes de su hermano. Se vio en el cristal de la ventana y se sorprendió con el dedo pulgar metido en su boca. Y también pudo ver a través del cristal la mirada del hombre clavada en ella.

Estaba horrorizada ante la sospecha que aquel sueño la había llevado a comportarse inapropiadamente, para deleite del improvisado voyeur. Le indignó el comportamiento de aquel tipo, no pensaba quitarle el ojo de encima para que se diese cuenta de que ella sabía que la estaba mirando. Pero a aquel hombre de unos 50 años, de aspecto de contable o de funcionario de escasa categoría, no le importunaba la indiscreción de Sara. Al contrario, parecía complacerse porque sus miradas tuvieran respuesta aunque fuera indirecta, a través de los cristales de la ventana.

 

Pero Sara se despreocupó otra vez del impertinente pasajero y volvió a sus fraternales pensamientos. Desde el incidente del dedo, Sara no perdía oportunidad para estudiar los movimientos de su hermano. En más de una ocasión lo había espiado cuando creía que nadie lo veía, en el lavabo o en su habitación, pero nunca había conseguido ver realmente lo que hacía. Lo había visto agitar una mano nerviosamente y lo había escuchado soltar un profundo suspiro posteriormente, en lo que inequívocamente eran las manifestaciones de actos masturbatorios, pero no había logrado verle el miembro en plena faena. Se debía contentar con imaginárselo.

Hasta que un día su persistencia tuvo éxito y pudo contemplar a su hermano con las manos en la masa. Ella tendría unos 13 años y su hermano estaba en la habitación de la madre. Sara lo había visto entrar y los siguió a escondidas. Se apostó junto a la puerta y pudo ver cómo Paul sacaba unas braguitas de su madre y se las llevaba a la cara para olfatearlas como un perro mientras con la mano libre masajeaba un aparato que a Sara le pareció mucho más grande y hermoso de lo que hasta entonces había imaginado. Volvió a ver los movimientos nerviosos de su mano pero esta vez supo cual era el objetivo: a los pocos instantes Paul ponía un pañuelo de papel sobre la punta de su pene para soltar su descarga de leche sin dejar rastro de su lujurioso acto.

Aquella escena marcó otro hito en la historia sexual de Sara. Ahora que sabía en qué se entretenía su hermanito, Sara incorporó a sus fantasías imágenes más fidedignas de aquel misterioso instrumento de placer.

De nuevo el silbido a la llegada de otra estación y la parada algo brusca del tren, desveló a Sara que había vuelto a adormilarse sin darse cuenta. Esta vez habían entrado más pasajeros en el vagón y Sara comprobó, molesta, que el mirón no sólo seguía ahí, sino que además había cedido su asiento para ponerse junto al de ella, arrimando su pierna a la de la muchacha.

Sara se dijo que lo mantendría a raya, aunque pensaba que no se atrevería a tocarla, y continuó con sus ensoñaciones.

 

Recordó un verano, cuando ella tenía 14 años, que estaban pasando unos días, en un campamento mixto. Siguió a su hermano, al que vio escurrirse de una excursión con una de las monitoras, hasta una de las cabañas. Atraída de forma irresistible por la curiosidad y por el imán de la sexualidad de su hermano, se ocultó junto a una ventana y esperó a que la pareja empezara su privado espectáculo.

 

Paul estaba completamente desnudo, estirado sobre una cama con su cuerpo de atleta distinguido por una imponente verga. La monitora, de unos 30 años y de la que Sara no recordaba el nombre, se echó encima de él con su cuerpo de carnes generosas. Él dejó que ella se acomodara con su polla completamente metida y que empezara a cabalgar sobre él mientras jadeaba y gritaba cosas obscenas.

 

Cuando la monitora dejó su galope sobre Paul, él se sentó sobre la almohada, con la espalda en la cabecera de la cama, y dejó que la mujer se arrastrara como una gatita hasta su polla y que empezara a lamérsela con la punta de la lengua, primero, y a chuparla con pasión, después. Sara vio cómo su hermano disfrutaba de aquel acto innombrable para ella, un acto que le pareció de una absoluta sumisión de la mujer ante su hermanito, que entonces no contaría con más de 16 años.

 

Sara contempló aquella escena. No estaba celosa.

 

A Sara le latía el corazón con fuerza, y se apartó de la ventana con una intensa sensación de angustia que no alcanzaba a explicarse. Había visto a Paul haciéndolo. Había comprobado cómo era capaz de hacer gozar a una mujer. Y no podía evitar imaginarse sentada sobre él, igual que había visto hacer a la monitora, moviéndose, pronunciando sucias palabras de amor. Ahora sabía de verdad lo que hacían los hombres y las mujeres cuando estaban juntos, aunque no pudiera imaginarse qué sensación le produciría.

 

Su amiga Carmen, la única de sus amigas que lo había hecho, decía que era una sensación maravillosa, lo mejor del mundo...

Sara continuaba fantaseando sobre su hermano y no se había dado cuenta que el señor de al lado había conseguido ponerle una mano en su muslo y que bajo el abrigo que tenía echado sobre sus piernas, se agitaba una mano. Aquel tío se estaba haciendo una paja a costa de Sara. Pero seguía con sus ojos cerrados, mordiendo su labio inferior, imaginando cómo sería hacerlo… con su hermano.

El tren llegó a la estación final y en la mente de Sara se despejaron todas aquellas imágenes. Se puso de pie y esperó a que el pasajero del asiento vecino se levantara también y saliera al pasillo, pero el hombre no se movía. Ahora Sara lo podía ver directamente, sin espejos, y le pareció una persona gris y patética. Le preguntó si se levantaba pero el hombre sobre acertó a tartamudear un "No…, aún no".

Al pasar a su lado, Sara arrastró sin querer el abrigo de aquel señor y al ir a recogérselo, notó a la altura de la entrepierna de él una zona húmeda y exageradamente abulta. Ella le devolvió el abrigo y le regaló una sonrisa cómplice cuando el hombre musitó un "gracias".


27/05/04 [ carlos_62@wanadoo.es ]