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Atrapados en la nieve

en Hetero: Infidelidad

Atrapados en la nieve

Al final la ola de frío polar que verían anunciando desde hacía varios días llegó antes de tiempo. Desde primera hora del día de Navidad la mayoría de las carreteras que cruzaban la provincia de Burgos, incluidas las vías principales, empezaban a estar impracticables y poco después del mediodía casi todas estaban cerradas al tráfico.

Me había quedado atrapado con el coche en la Nacional I, en algún punto entre Aranda de Duero y Burgos. Durante muchos kilómetros fui avanzando con dificultad, bajo una ventisca de nieve, tras una larga caravana de camiones, autocares y turismos que ocupaban los dos carriles de circulación y, en algunos tramos, también los arcenes.

Por mi izquierda, hacía bastantes minutos que avanzaba a mi mismo paso un monovolumen en el que viaja una familia. Desde la ventana de los asientos traseros, una niña de unos 4 ó 5 años no dejaba de jugar dibujando con los dedos en los cristales empañados y, de tanto en tanto, cuando me encontraba a su altura, me sonreía y me devolvía las muecas y burlas que yo le hacía. También tuve tiempo de fijarme en su madre, una mujer que a simple vista se me antojó joven y hermosa. La mayor parte del tiempo la veía mirando caer la nieve a través de la ventana con una expresión lánguida, pero en alguna ocasión también la sorprendí mirándome.

Puede parecer absurdo, pero a fuerza de circular a su lado tanto tiempo, la presencia de aquella mujer y de su hija se me hizo tan familiar como si viajásemos juntos en el mismo vehículo.

Al filo del mediodía la caravana dejó de avanzar y los vehículos no tardaron en apagar los motores y echarse hacia el arcén y la cuneta. La tormenta de nieve arreciaba por momentos. Todo hacía presagiar que la carretera estaba definitivamente cortada al tráfico. Las noticias que iba desgranando la radio no eran nada halagüeñas, así es que me conciencié que probablemente me pasaría gran parte del día de Navidad en la carretera y llamé por el móvil a Teresa para anunciarle que seguramente no llegaría a Burgos hasta mucho más tarde de lo que habíamos previsto. Nuestras primeras Navidades juntos, sin la familia, y me tenía que quedar atrapado en la carretera.

Teresa y yo llevábamos más de tres años juntos. Hacía unos meses que por motivos de trabajo se había tenido que desplazar hasta Burgos, por lo que decidimos pasar las Navidades allí. Ella había reservado una habitación en un albergue en Santo Domingo de Silos y yo tenía que pasar antes a recogerla en el domicilio de sus tíos, en la ciudad.

Definitivamente tocaba apartar los vehículos de la carretera y pertrecharse para pasar varias horas allí. Así es que paré el coche en la cuneta y me dispuse a sacar del maletero todo lo necesario para la espera. No en vano, a cuenta de los dos días que iba a pasar con mi novia en el albergue, iba casualmente preparado para una larga y fría espera. Además de algunas latas de comida preparada, embutido, pan de molde y una botella de buen cognac, en el maletero había echado dos mantas grandes por si no había en el albergue.

El monovolumen con la familia también iba a ponerse en la cuneta pero una de las ruedas se había metido en un bache cubierto de nieve y el conductor no conseguía sacarlo de allí. Le hice señas para que parase y me acerqué a su ventanilla para ofrecerle mi ayuda. En la cuneta encontré suficientes troncos y piedras que podrían servir para calzar la rueda. Le indiqué que arrancara y la rueda salió del bache, no sin antes salpicarme la cara y el cuerpo de agua helada y sucia.

Desde la ventana trasera, la niña, que no dejó de observar con atención todos mis movimientos, se echó a reír cuando vio cómo me ensuciaba de barro. La madre también se percató del incidente y aunque no se rió, sí que esbozó una sonrisa cuando se asomó por la ventana y me pidió disculpas.

Tan solo es un poco de barro, mascullé. Busqué una toalla en la mochila y me limpié la cara y la ropa.

El vehículo de los vecinos pudo estacionar junto a mi coche, en la cuneta. No era un mal sitio después de todo. Al otro lado de las vallas de protección de la autovía había un extenso pinar, ideal para una echar una meada o para una urgencia intestinal, si es que la cosa iba para largo. De momento, yo lo utilicé para lo primero. Como la mayoría de las personas estaban dentro de sus coches, no me fui muy lejos a miccionar. Resultaba gracioso ver la nube de vapor que producía el orín caliente al caer en la nieve.

Al volver al coche, vi que la familia del monovolumen estaba fuera. Al llegar a su altura los saludé y la madre me dio a entender que a la niña le habían venido ganas de hacer pipí. El marido estaba trasteando en el maletero del vehículo, por lo que me ofrecí a ayudarle a salvar las vallas y le aconsejé que tuviera cuidado de no pisar hielo. Las vi perderse tras de los pinos y me imaginé que la mujer también utilizaría "el baño".

Mientrastanto el marido maldecía en la parte de atrás del monovolumen. Al acercarme para interesarme por lo que pasaba me dijo que pensaba que llevaba una manta en el maletero, pero que no estaba. Yo no dudé en ofrecerle una de las mías y aunque rechazó al principio la oferta, le convencí que si íbamos a pasar muchas horas allí varados era mejor que su hija estuviera bien abrigada. Así es que finalmente aceptó.

Cuando llegaron su mujer y su hija, él le explicó mi detalle de generosidad y ella me agradeció el gesto pero no dudó en reprochar a su marido, delante de mí, haberse dejado la manta en casa.

Los dejé con su pequeña discusión doméstica y me dispuse a preparar mi coche a modo de refugio de montaña. Una vez instalado, di a la llave de contacto para calentar un rato el ambiente frío del interior pero enseguida lo apagué al comprobar que el depósito estaba casi en reserva y debía ahorrar el combustible.

El vecino se interesó amablemente por lo que él pensó que sería una avería de mi coche pero le dije que no se preocupara, que tenía el depósito con poco combustible y que con la manta tendría suficiente para no pasar demasiado frío. Se marchó y al cabo de un rato volvió y me pidió que pasara a su coche, me dijo que su mujer insistía en que no podíamos dejarlo allí sin poder utilizar la calefacción del vehículo. Pensé que tal vez tenían razón y finalmente acepté. Cogí la mochila y la manta y pasé al monovolumen.

Me puse detrás, con la niña, que llevaba puesta mi otra manta a modo de poncho. Me saludó y me dijo, como una niña bien instruida, que se llamaba Alicia y que tenía cinco años. Así fue como hicimos las presentaciones. La mamá se llamaba Erica y el padre Álex. Vista de cerca, tal como me imaginaba, la mamá me pareció muy hermosa. El frío de afuera le había encendido las mejillas que destacaban, como sus labios, en una cara blanca salpicada de imperceptibles pecas. No debía tener aún los treinta.

La nevada no amainaba y las horas transcurrían lentamente en el interior del vehículo. Hablamos sobretodo del clima, de la falta de previsión de las autoridades y de nuestra particular aventura en la carretera ese día aciago, pero también hubo tiempo para conocer algunos detalles personales. Yo les expliqué que vivía en Madrid y que trabajaba en empresa informática y que debía encontrarme con mi novia en Burgos para pasar juntos el fin de semana de Navidad, en un albergue en Santo Domingo de Silos.

Álex trabajaba de controlador en una central de alarmas y Erica era administrativa en una sucursal de una Caja de Ahorros, vivían en Vitoria y habían pasado la Nochebuena con los padres de él, en un pueblecito cerca de Toledo.

Hicimos un frugal almuerzo compartiendo mi pan de sándwich y mi embutido y su agua y unas manzanas que habían traído del pueblo. Y, a turnos, fuimos saliendo del coche para echar una meada. Esta vez, cuando salí, no me fui al pinar y meé cerca de los coches. Álex hizo lo mismo pero al volver Erica le pidió que acompañara a la niña, y entonces sí que fue hasta los árboles.

Ella aprovechó que nos quedamos solos para preguntarme por mi novia. Cuánto tiempo llevábamos saliendo, si teníamos planes de boda, y me sorprendió una pregunta sobre cómo llevaba lo de que ella estuviera a viviendo fuera. Probablemente fui yo quien malinterpretó a Erica pero hubiera jurado que se refería a cómo llevaba la abstinencia. Por suerte, no tuve que contestar porque volvieron Álex y su hija y la conversación derivó a los comentarios que Alicia hizo sobre la nieve que cubría los coches y del muñeco que haría cuando parase de nevar.

Hablando y hablando, compartimos la botella de cognac que yo llevaba. Erica casi ni lo probó y yo bebí muy poco porque, de hecho, el cognac a penas si me gustaba, y menos, así solo, a palo seco. El marido, en cambio, sí que bebió unos buenos tragos. Estaba oscureciendo, y entre el cognac, el ruido monótono del motor diesel del monovolumen y el calor de la calefacción y de la manta, Álex se quedó dormido en el asiento del conductor.

La que no conseguía dormirse era la pequeña. Erica le insistía para que se echara en el asiento e intentase dormirse pero no había manera, la niña estaba muy nerviosa con la situación y eso hacía que no parase de hablar.

Finalmente Erica optó por sentarse atrás. Yo me hice el adormilado para que no me pidiera cambiar de sitio con ella. Estaba cómodo allí atrás y más – pensé – si la madre se sentaba entre nosotros.

Con dificultad, Erica se pasó a nuestro asiento, con cuidado de no despertar a su marido, y se puso entre Alicia y yo. Por suerte, la manta era de cama de matrimonio y daba de sí lo suficiente como para taparnos a los tres. Enseguida pude notar el calor de su cuerpo contra el mío. Estar así, bajo la manta, junto a Erica y su hija, era una sensación muy agradable, como cuando de pequeño me metía por la mañana en la cama de mis padres.

Alicia se durmió enseguida en el regazo de su madre y lo único que se oía ya era el respirar profundo del padre en el asiento delantero y el runrún del motor.

El contacto cálido con el cuerpo de aquella hermosa mujer acabó provocándome una inevitable erección. Bajo la manta, a la altura de mi entrepierna, gracias al holgado pantalón del chándal, se alzaba un ostensible promontorio. Tenía unas ganas terribles de llevarme la mano al miembro para masturbarme pero no me atreví a hacerlo por temor, o quizá por respeto a ella. Sin embargo, no hizo falta. Erica deslizó su mano bajo la manta hasta alcanzar mi pene y empezó a acariciármelo por encima de la tela del pantalón. Yo no quise desaprovechar aquella ocasión y me puse manos a la obra. Me bajé los pantalones y dejé mi miembro libre para que ella me lo masturbara a su antojo mientras mis manos ya se habían aferrado a sus pechos por debajo del jersey. Como había deducido, no llevaba puesto el sujetador y sus grandes tetas no cabían en mis manos.

Aquello era increíble. El gusto de estar metiéndole mano a una preciosa mujer a unos centímetros de su marido y su hija era una sensación muy excitante, pero Erica no tenía suficiente y también se bajó los pantalones hasta los tobillos para, sin desprenderse de la manta protectora, sentarse sobre mis piernas, reposando su cálida entrepierna sobre mi polla y casi suplicándome que se la metiera.

Para evitar que el vaivén del coche, los movimientos de Erica eran acompasados y como a cámara lenta, lo que hizo mucho más placentera la cogida. También supo reprimirse los jadeos, que apenas si eran audibles entre el runrún del motor y los ronquidos del marido.

Cuando al final me corrí, Erica se quedó unos minutos más sobre mí, meciéndose con mi polla dentro. Antes de salir cogió un klinnex y se limpió y me dio a mí otro para que yo pudiera hacer lo propio. Se subió los pantalones, arropó mejor a su pequeña, a la que besó en la frente, y después me dio un largo morreo y me deseó felices sueños antes de pasarse de nuevo al asiento delantero.

Al cabo de unas cuatro horas, Álex me despertó y me anunció que había dejado de nevar hacía un rato y que acababa de pasar la máquina quitanieves. Habían dicho que en menos de media hora abrirían la carretera para que los vehículos pudieran llegar hasta Lerma. Allí habían habilitado un polideportivo va que las personas atrapadas por la nieve pasaran la noche.

Erica aún dormía plácidamente cuando volví a mi coche. Conseguí ponerlo en marcha después de varios intentos y Álex, que había permanecido a la espera por si tenía que ayudarme con las pinzas de la batería, salió hacia Lerma delante de mí.

Cuando llegamos al pueblo, Erica ya se había despertado y me saludó muy amistosamente al bajar del coche. Les ayudé a instalarse en un rincón del polideportivo y yo me situé lo más cerca posible de ellos, aunque el pensamiento de pasar toda la noche próximo a Erica pero sin estar con ella me intranquilizó.

Tuve motivos para estar intranquilo. Desde mi sitio, a unos cuatro metros de Erica, a pesar de la oscuridad y de que estaban bajo mi manta, pude entrever cómo su marido se le echaba encima y cómo, sin duda, se la follaba. Oí sus gemidos contenidos como hacía unas horas los había escuchado cuando estaba sentada sobre mí y ese jadeo cadencioso se metió en mi mente y no me dejó dormir durante toda la noche.

Muy temprano, recogí todas mis cosas y me preparé para marcharme. Erica, su marido y su hija, aún dormían. Fui a los lavabos del vestuario de hombres y me dispuse a darme una reconfortante ducha caliente. Cuál no sería mi sorpresa cuando comprobé que la persona que entró al vestuario poco después que yo entrara, era Erica, embutida en un albornoz de hombre y cubierta con la capucha para evitar miradas indiscretas. Me dio los buenos días al oído y me pidió que me metiera en una de las duchas con ella.

Ni que decir tiene que aquella fue una de las mejores duchas de mi vida. Si ya sabía que Erica era hermosa ahora pude comprobar que su cuerpo era tremendamente sensual, y gozar de él por segunda vez fue mejor que la primera. De nuevo tuvimos que contener los gemidos de placer para no alarmar al personal, pero eso no nos impidió que lo hiciéramos dos veces. El primer polvo fue rápido, la tomé en brazos y ella estrechó las piernas a la altura de mi cadera. Yo me incliné lo suficiente como para que ella quedar semisentada. Había acumulado tantas ganas de volverla a follar después de aquella noche de insomnio y envidia que me corrí enseguida. Después Erica me ofreció su mejor postura de espalda, reclinada sobre la pared de la ducha, con el culo en pompa. Aunque con el jabón que embadurnaba nuestros cuerpos hubiera sido suficiente para una penetración por detrás, me entretuve jugando un rato con mis dedos en su ano mientras le acariciaba las tetas con la otra. El agua caliente no dejaba de caer sobre nosotros, aumentando la sensación de placer.

Cuando el trasero de Erica estuvo listo, le metí la punta del capullo, comprobando que entraba con suma facilidad. Con tan sólo unos leves movimientos conseguí meter gran parte de la polla y Erica empezó a balancearse con maestría hacia atrás y hacia delante, disfrutando ostensiblemente de la enculada.

Me corrí dentro de su culo, algo que no había consentido nunca mi novia. Finalmente nos lavamos y Erica se despidió de mí. Me dijo que mi novia debería estar agradecida con ella. ¿Por qué? Le pregunté. Y ella me contestó que por haberme mantenido en forma. Nos besamos y ella volvió a ocultarse bajo el albornoz y a salir del vestuario de hombres.

Ya en el polideportivo, antes de marcharme, me despedí formalmente de ellos. Estreché la mano de Álex y besé en la mejilla a Erica y a su hija, y les regalé la manta como recuerdo de aquel día atrapados en la nieve. Claro que para Erica el recuerdo tendría otros matices.