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C. y su hija

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C. y su hija.

Me había aficionado a aquella postura que la volvía absolutamente vulnerable y que tanto le complacía. C. se tumbaba desnuda sobre la cama, boca abajo, y yo me ponía encima de ella pero en posición invertida, dejando que el peso de mi cuerpo descansara sobre sus espaldas, donde mi verga rezumante, como un eficiente masajista, golpeaba y restregaba la blanca superficie de su piel con sus lubrificados líquidos seminales. Con mis piernas apoyadas sobre sus hombros, C. quedaba apresada y expuesta a mis manejos. Entonces sólo bastaba posar suavemente la barbilla entre sus nalgas para que sus piernas se entreabrieran lentamente, ofreciéndome el regalo de sus rincones más íntimos.

Cuando empezaba a pasar la punta de mi lengua por su peritoneo - ese puente de placer que recorre la distancia mágica entre su ano y su vagina - moviendo de forma acompasada la cabeza, hacía que mi barbilla hurgara poco a poco en su agradecido culito. Yo notaba cómo se dilataban primero y se contraían después los músculos de sus nalgas y sus muslos en un acto reflejo que pretendía cerrar el paso a su retaguardia, pero sus defensas cedían con facilidad cada vez que mi lengua se entretenía en su coño, profundizando cada vez más, arrancándole profundos suspiros de placer.

Después de unos minutos dedicándome con empeño a ese quehacer, C. cedía definitivamente al empuje de mi lengua y abría de par en par las puertas de su sexo, invitándome a hundir mi cara en su mojada entrepierna. Entonces yo me recreaba en su desesperada súplica para que se la metiera, jugueteando aún con mis dedos en su ano y su coño y chupando sus líquidos como un niño hambriento que se aboca sobre el plato de su manjar más querido.

En ese frenesí estábamos cuando se oyó un aterrador "¡¡¡Mamá!!!". Yo, asustado, saqué la cabeza a la superficie, y vi el rostro aterrado de un chica de unos 12 años que se había quedado como petrificada en la entrada de la habitación. C., que en la posición sometida en la que estaba no podía verla, se limitó a gritarle que se largara mientras a mí me ordenaba, totalmente fuera de sí, que siguiera. "Sigue, sigue", "métemela, métemela", gritaba C. sin que estuviera muy claro qué quería que le metiera ni dónde porque su culo y su coño estaban preparados para una contundente penetración pero no dejaban de agradecer los lametones de mi experta lengua.

A pesar de todo, la muchacha no se fue, se quedó allí, lamentándose, lloriqueando mientras murmuraba "mamá, pero que estás haciendo". C. me insistía entre jadeos, mientras restregaba su culo contra mi cara, que no parara. Así es que me hundí de nuevo en aquella fantástica entrepierna hasta que acabé arrancándole un prolongado orgasmo. Yo tampoco me pude contener y estallé de placer sobre la espalda de C. A la enorme satisfacción que sentía mientras le comía el coño y restregaba mi pene en la espalada de C., se unió el extraño placer que me producía estar siendo contemplado por aquella bonita e inocente mujercita que no se perdió detalle del espectáculo que ofrecía su madre retorciéndose como una posesa con mi lengua en su interior.

Cuando me retiré de encima de C., ella se encaró con su hija y le ordenó que saliera de la habitación. "Ya hablaremos luego tú y yo", le amonestó, pero la chica no abandonó la habitación, y aunque C. tuvo un resto de pudor por la incómoda situación y me pidió que lo dejáramos, esta vez fui yo quien no pudo aguantar la excitación y a pesar de, o mejor dicho, a causa de la presencia de aquella inesperada espectadora, puse a la confundida mamá con el culito en pompa, encaré mi pletórica verga en aquel agujero largamente preparado para la ocasión, y empecé a embestirla como un loco.

C. me pedía sin demasiada convicción que parara pero arqueaba su espalda y empujaba su culo hacia atrás para provocar una mayor penetración. Yo no podía parar, bombeaba mi polla dentro de su trasero sin dejar de mirar la asombrada cara de la muchacha, cuyo brillo en sus ojos delataba la ardiente y turbadora sensación que le producía el lujurioso espectáculo. Al final eyaculé dentro de C. y cuando la saqué, ella se levantó de la cama como un resorte y se dirigió hasta donde estaba su hija, le dio una bofetada y le mandó encerrarse en su habitación.

Mi relación con C. no volvió a ser la misma, y aunque la escena ya no se repitió más, lo cierto es que ahora, cuando lo hago con C. no puedo apartar de mi mente la imagen de la niña observándonos entre la confusión y el deseo, y eso me excita hasta límites inconcebidos y C. lo sabe, y disfruta, y secretamente, le gusta.