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La chica de los ojos de miel

en Hetero: General

La chica de los ojos de miel – © Relato de Carlos, El Escribidor.

De un tiempo a esta parte, toda una suerte de malabaristas y saltimbanquis de estética grunch, están sustituyendo a los limpiadores de parabrisas y vendedores de klinnex en los semáforos de mi ciudad. Son una troupe de jóvenes ataviados con ajustadas y pequeñas camisetas descoloridas y pantalones anchos llenos de bolsillos por todos lados, de tipo militar. Ambos sexos lucen peinados rastas, y ellos, además, se dejan crecer una barba rala.

Igual que hacía con los que pretendían cobrarme por sus servicios de dudosa limpieza o por la venta de los pañuelos de papel, me limitaba a mostrar cierto desdén cuando se dirigían hacia mi coche con la intención de obtener mis monedas. Creo en el sistema, en los servicios sociales, en la justicia social. Sé que nuestra sociedad está llena de imperfecciones pero no creo que ciertas actitudes ayuden precisamente a corregirlas. La limosna perpetúa la injusticia.

Estos okupas, squaters, o como quieran llamarse, nunca dejarán de sorprenderme. Aparentan pertenecer a una sociedad distinta a la que vivimos el común de los mortales y lo manifiestan verbalmente y, sobretodo, en la forma de vestir y en la estética. Pero en el fondo reproducen los viejos y conocidos clichés en lo que respecta a muchas cuestiones que no son banales. Por ejemplo, el papel de mera comparsa que dan a la mujer, y no digamos sobre la propiedad privada. Todo es pura fachada. Se "apropian" de los inmuebles. Si de verdad no creyeran en la propiedad privada – en lo que realmente no creen es en los títulos de propiedad -, no les molestaría tanto abandonar las casas ocupadas cuando sus titulares o los juzgados les reclaman marcharse. No son familias necesitadas que buscan donde cobijarse.

Sé que lo que estoy haciendo es prejuzgarlos, pero ¿acaso no me prejuzgan ellos a mí? "Burgués de mierda", piensan, cuando no lo dicen. Y ¡qué equivocados están! Soy un asalariado, un servidor público. Estoy yo más cerca de transformar la sociedad en algo más justo desde mi plaza de funcionario en la Inspección de Hacienda que ellos con sus pretendidas revoluciones meramente estéticas.

Pero para ellos yo sólo soy un símbolo de la sociedad a la que parasitan y que dicen detestar, un icono, como los jueces, los banqueros o los policías.

Por eso cuando me paro ante el semáforo en rojo y los veo realizar torpes juegos malabares delante de los conductores a cambio de unas monedas, los trato con desdén. Me dan pena, igual que yo les debo dar a ellos porque soy un esclavo del trabajo, del coche, de la hipoteca. ¿Y ellos? ¡Que tienen que conformarse con nuestras sobras!

Sin embargo, no soy del todo sincero. A uno de esos artistas callejeros no lo miraba con desdén. En el semáforo de la avenida Buenaventura Durruti con el paseo de Ferrer y Guardia, hacía unas semanas que se había instalado una de estas parejas de malabaristas. Bueno, el único malabarista era el chico. Generalmente hacía los juegos con bolos o con pelotas de tenis. Una noche – me pareció que era él – utilizó antorchas encendidas. La chica, en cambio, se limitaba a reverenciar de forma teatral los desafíos a la gravedad de su compañero y después se paseaba dando cómicos saltos de ballet con una sonrisa hierática de mimo en los labios entre los vehículos detenidos en el semáforo para hacer la paupérrima recaudación.

La muchacha era muy joven. No debía tener más de 18 ó 19 años. A pesar de la pinta que hacía con aquel pulóver ancho y raído de color caqui y con los pantalones y las botas militares, me resultaba muy atractiva. Era delgada y más bien baja. Con poco pecho. Pero tenía los ojos más hermosos que hubiera visto jamás.

La primera vez que se acercó a mi ventanilla para cobrarse el canon por el entretenimiento que nos había regalado su compañero a los conductores, me quedé prendido en su mirada de grandes ojos color miel.

Ojos color miel. Ya no podía describirlos de otra manera y, consecuentemente, asociaba su mirada a algo dulce. Su dulce mirada. Me odiaba por caer en semejante cursilería.

Una calurosa tarde de junio, con un tráfico más fugaz de lo habitual por las calles de la ciudad –retransmitían por televisión un partido de la selección nacional-, tuve, sin querer, la ocasión de conocer mejor a mi chica de los ojos de miel.

Cuando me acercaba al semáforo, ralentizando la velocidad para obligarme a parar y así disfrutar por unos instantes de aquella mirada, observé cómo unos tipos que se bajaban de un coche, se liaban a palos con el malabarista. Uno de los agresores cogió uno de los bolos y empezó a golpear al pobre muchacho en la espalda, mientras otros dos la emprendían a patadas y puñetazos. La chica, que estaba retirada del semáforo, caminando hacia los coches detenidos para pedir unas monedas, se paró al lado de mi coche y se puso a gritar al ver lo que le hacían a su compañero. Al gritar, se descubrió y aquellos tipos se dirigieron hacia ella con no demasiado buenas intenciones. No me lo pensé, le abrí la puerta del acompañante y le grité que entrara. Cuando estuvo dentro reanudé la marcha a gran velocidad y giré en la primera calle que pude para esquivar a sus agresores, si es que nos seguían.

La muchacha estaba aterrada. No paraba de llorar y de llamar a Ponce – que imaginé que era el nombre de su amigo-. Me pidió con insistencia que fuéramos a recogerlo, pero yo me resistía a hacerlo. Al menos, hasta que hubieran transcurrido unos minutos. Pero como la chica amenazaba con bajarse del coche e ir corriendo al cruce, di la vuelta a la manzana para salir de nuevo ante el semáforo.

El tal Ponce ya no estaba allí. Tampoco los agresores.

Recorrí con el coche las inmediaciones para ver si localizábamos al desafortunado artista pero no había ni rastro de él.

Supongo que habrá cogido el Metro. – Se decía la chica a sí misma, como si necesitara consolarse con sus propias palabras.

¿Quiénes eran esos tipos? – Le pregunté, a pesar que resultaba obvio que eran unos extorsionadores.

Son los que controlan los semáforos de la ciudad. Los que deciden quién puede o no puede ponerse en los cruces. – Contestó ella, entre sollozos aún.

Y vosotros no teníais "su permiso" ¿no?

Hace dos días nos advirtieron que si queríamos estar allí deberíamos pagarles 10 euros diarios, pero Ponce no estaba dispuesto a pagarles y… ya ves…

Parece que esta gente no se anda con bromas. – Y añadí, para tranquilizarla -Bueno. Ahora no debes preocuparte más. Seguro que tu novio ha entrado en el Metro y ya está en vuestra casa. Dime dónde vives y te llevo.

No vivo en ningún sitio. Llevamos dos noches durmiendo en la calle. – Me miró a los ojos con la más triste de sus miradas para decirme esto - Esta noche íbamos a ir a una casa ocupada que un holandés le había comentado a Ponce que estaba cerca de aquí, pero yo no sé dónde está ese piso, y tampoco sé si Ponce va a estar allí o no.

Después de esa confesión, no antes, se me hizo evidente que aquella joven había estado vagando por las calles. Como si al decir aquello hubiera abierto un frasco de esencias rancias, el interior del coche se llenó de una atmósfera casi irrespirable de sudor. Abrí ambas ventanas a pesar de tener el aire acondicionado en funcionamiento. Ella se percató de lo que hacía, me miró a la cara escudriñando en mi expresión la respuesta a la pregunta que iba a hacer.

 

¿No te gusta cómo huelo? Es el olor de las calles. – Me dijo en tono de proclama.

No discuto el origen del olor, pero no es agradable. Prefiero otros olores.

Prefieres el olor artificial de un ambientador ¿verdad?

Ahora mismo supongo que sí, lo preferiría. – Le respondí sin ambages.

¿Sabes lo que eres? – Me interpeló de forma retórica porque ella ya había decidido la respuesta.

¿Un burgués de mierda?

Sí, yo no lo hubiera expresado mejor. – Replicó satisfecha.

Gracias. – Le dije cínicamente.

Mira tío, déjame aquí mismo. No me van vuestros rollos.

¿Vuestros rollos? ¿Por qué me hablas en plural? No veo a nadie más que tú y yo en el coche. – Y como le desconcertó mi ironía, me expliqué- No represento a nadie, mi rollo es mío y no lo quiero compartir con un ejército invisible.

¡De qué vas! ¿Te crees un filósofo? – No respondí, paré el coche junto a una esquina para que se a bajara, tal como me había pedido, pero ella añadió antes de abrir la puerta - ¿Me das 1 euro?

¡Me insultas y me pides dinero! Te he ayudado, acabo de librarte de ¡vete a saber qué!

Bien. Ya has hecho la buena obra del día. Puedes irte a dormir tranquilo esta noche.

Estaba temblando, en sus ojos se reflejaba el miedo. No acababa de decidirse a bajar del coche con la excusa de conseguir de mí algo de dinero para pasar la noche, pero yo sentía que lo que en realidad deseaba era no bajarse. Aceptar cualquier trato, cualquier excusa, para seguir allí, segura, con un perfecto desconocido. En aquellos momentos pensé que aquella era la criatura más frágil de la Tierra. Pero aún así ella insistía.

Me vas a dar algo de pasta, ¿sí o no?

No puedes ir así por la vida, pidiendo dinero a gente a la que desprecias.

¿Por qué no? Mira tío, me das dinero o no, pero no me sermonees. No me fui de casa de mis viejos para que otras personas me coman el coco.

Podrías ganarte la vida de otra manera. – Noté que ese comentario la hirió.

¿Qué quieres? ¿Que te haga una paja? – Me gritó, a la vez que me ponía una mano sobre la pierna.

¿Lo harías? – Le pregunté, dispuesto a ver hasta dónde llegaba aquella situación.

Si ¡por qué no! Parece que lo estás deseando. Es lo que todos los tíos de tu clase quieren ¿no?

No sé lo que quieren las demás personas... – Y no añadí, pero pensé, que yo sí que sabía lo que quería: la quería a ella y sus ojos de miel.

Yo sí, te lo aseguro. Todos quieren lo mismo: follarme. – De sus labios, la palabra follar me sonó extraña.

Está bien… si es lo que crees: ¿cuánto?

…20 euros. – Respondió después de unos momentos de silencio en que seguro que estaba calculando cuánto estaría dispuesto a darle yo y qué necesitaba para pasar aquella noche y la mañana siguiente.

Es barato. Una profesional me cobraría 40.

Bueno. Dame entonces 40 y te haré dos. – Dijo con sorna.

Tengo una idea mejor: pagaré por estar contigo esta noche en un hotel. – Le propuse a sabiendas que acabaría aceptando la seguridad de una habitación con un extraño a la aventura de otra noche en las calles, y sola.

¡De qué vas! ¿Te crees Richard Geere en Pretty Woman! … ¡por favor!

Te estoy invitando a pasar la noche conmigo ¿Acaso tienes un plan mejor para esta noche?

No te conozco. No sé si eres un pervertido o un asesino.

Yo tampoco sé quién eres tú. También me arriesgo. – Le dije mostrándome conciliador.

¿Qué tendré que hacer?

No soy un pervertido: tú pones las condiciones. – Y añadí, para que no quedara duda que, en cualquier caso, quería acostarme con ella.- No tendrás que hacer nada que no hayas hecho ya con otros hombres…

¿Cuánto cobraría una profesional por toda una noche? – Preguntó en lo que parecía ya un principio de acuerdo.

Poniendo el cliente el hotel… - Dudé. No tenía ni idea, estaba improvisando.- 150 euros.

Seguro que me engañas, pero está bien. Vamos. Pero no te sientas tan satisfecho. No has hecho ninguna conquista: tendrás mi cuerpo, pero no a mí.

Eso es una frase hecha. – Protesté.

 

Por casualidad sabía dónde ir. Había un discreto hotel cerca de donde nos encontrábamos. Un compañero del departamento, al parecer asiduo, me lo recomendó. En mi piso vacío no me esperaba nadie, pero no me pareció prudente llevarla a casa.

Como me había anunciado mi amigo, allí no me pidieron el carnet de identidad. Les di el nombre que quise y pagué la habitación por adelantado. Ni siquiera pareció llamarles la atención la indumentaria y la edad de mi acompañante.

Una vez en la habitación, dispuesto a no dejarme prender la iniciativa por aquella mocosa malcriada, le ordené que se diera un baño y que se tomara todo el tiempo que fuera necesario, en clara alusión a su lamentable estado higiénico. Ella murmuró algún insulto pero desapareció tras la puerta del baño y no volvió a aparecer hasta media hora después.

Salió envuelta en una toalla, descalza y con las rastas pelirrojas mojadas, goteando por la moqueta. Estaba muy sensual y yo me hice la ilusión que durante unas horas me mostraría su rebeldía en la cama.

Me fui a lavar y después me senté desnudo al borde de la cama. Ella esperaba en el sofá, frente al televisor. Le pedí que se pusiera delante de mí. Obedeció y yo mismo le quité la toalla. Me sorprendieron sus pechos. Porque sus pezones estaban atravesados por sendas argollas doradas y porque no eran tan pequeños como yo suponía. Debía llevarlos sujetos con un top muy ajustado. La tomé de la cintura y la acerqué hacia mí para lamer esos pezones tan inútilmente adornados, pero no me gustó el tacto metálico en la lengua. Entonces la empujé de la cintura hacia abajo para que se arrodillara y lo hizo. Y cuando tuve su preciosa cara de ángel dispuesta para aquella especial comunión, le cogí la cabeza con las dos manos y la acerqué hasta mi empalmada verga. Ella empezó a besuquearme el capullo, sin deseo, fríamente. Yo no estaba dispuesto a dejar que se saliera con la suya. Le iba a dar lo que lo se merecía. ¿No pensaba que "todos nosotros queremos lo mismo"? Pues "queríamos" que nos la chupara, que se tragara "nuestra" leche burguesa, y que probara cómo "nos gustaba" joderle el culo. Eso, era lo que más "nos gustaba": joderla.

Le dije que se la metiera en la boca y que me la chupara. Y la muchacha empezó a hacerlo pero era evidente que no tenía ninguna experiencia, no ya como profesional del oficio más antiguo del mundo si no experiencia en ese terreno sexual. Cada vez que se metía mi polla en su boca, la hacía rozar contra su paladar de forma que me hacía daño. Me gustaba verla humillarse ante mí, le levantaba la barbilla para que mirara con sus ojos de miel mientras me la mamaba, pero ni siquiera esa visión dulce y celestial podía hacerme olvidar el dolor que me producía en la polla. Estaba visto que aquello no era su fuerte, así es que le pedí que se echara en la cama, boca arriba.

Le abrí las piernas y me arrodillé frente a ella, sobre la cama. Me incliné, hundí mi cara contra su pelirrojo conejito y empecé a lamerle la rajita con la punta de la lengua. Noté cómo se le contraían todos los músculos para evitar aquella penetración, pero su rigidez fue cediendo a medida que mi lengua exploraba más adentro. Su resistencia dio paso a leves contorsiones de placer. Sin duda le gustaba, a mi joven y rebelde malabarista, le gustaba que "nosotros" le comiéramos la almejita.

Aquello debía ser sólo el principio de mi triunfal noche sobre las fuerzas revolucionarias. El siguiente paso era rendirlas.

Seguí disfrutando de su coño hasta que ella soltó un gritito contenido, señal de haber alcanzado el orgasmo. Me puse encima y dirigí mi aparato hacia su húmeda rajita para follarla. Entró con suma facilidad. Empecé a menearme dentro de ella pero tanta tensión acumulada pudo conmigo y a penas si había comenzado la sesión cuando me vino una inoportuna y entrecortada eyaculación. Creo que ella ni se dio cuenta de que me había corrido. Dejé mi polla dentro y recobré aliento para seguir con lo que había empezado. La miel de sus ojos actuó como un bálsamo afrodisíaco y enseguida estuve recuperado. Volví a agitarme con fuerza contra el cuerpo menudo de mi improvisada prostituta hasta conseguir despertar de nuevo el fuego dormido que había en su interior. Esta vez se relajó, se dejó llevar por las reacciones de su propio cuerpo, y pudimos hacer el amor de forma muy satisfactoria para ambos, consiguiendo corrernos a la vez.

Mientras la embestía, no pude dejar de mirarla a los ojos. Estaba registrando en mi memoria cada gesto de su mirada para recrearme en el futuro con la entrañable evocación de ese momento.

Cuando acabamos, Abigail volvió a perderse en el baño durante un buen rato y cuando salió me dijo que tenía hambre. Como el hotel no tenía servicio de habitaciones ni restaurante, le sugerí pedir comida china o una pizza por teléfono, a lo que ella accedió, pero mi móvil se había quedado sin batería y en la habitación no había teléfono, por lo que le dije que si quería me acercaba a la calle a por unas pizzas o unos bocadillos.

Vale. Pero cómo sé que no es una artimaña para dejarme aquí sola y no darme lo que me debes. – Me replicó la chica, mientras estaba plantada delante de mí, desnuda y preciosa.

No te preocupes. Te pago ahora los 150 euros y vuelvo. – Le contesté, al tiempo que sacaba mi cartera del bolsillo de la americana y le daba tres billetes de 50.

Si hay pizza: de cuatro quesos. – Y añadió, como si yo fuera un camarero- Y si es un bocadillo: de tortilla.

¡Oído cocina! – Me burlé.

Me vestí y antes de salir no me pude resistir a besarla en los labios, mientras ella veía la televisión, sentada desnuda sobre la cama. Estaba deseando volver para continuar con lo que habíamos empezado.

En la esquina de la calle había una pizzería abierta. Pedí una grande de cuatro quesos y mientras esperaba, sentado junto a la barra tomándome una cerveza, entraron al local tres individuos la misma tribu que Abigail. Todos los clientes se volvieron a mirar a los tres jóvenes – dos chicos y una chica -, quienes iban acompañados, además, de un perro rottweiler en un estado tan lamentable o más que el de sus dueños. Uno de ellos, le pidió al camarero si tenía algunas sobras que darle.

¿Es para vosotros o para el perro? – Preguntó impertinente el camarero.

Para los cuatro.- Replicó la chica.

¡Fuera de aquí! – Exclamó el camarero, sin dar más opciones al diálogo.

A partir de ese momento, el camarero y la troupe de jóvenes se cruzaron algunos insultos. Los pocos clientes del local también hicieron causa común con el camarero y obligaron a los indigentes a marcharse, dedicándoles mayormente los calificativos de parásitos y piojosos.

Aquella escena me devolvió como un jarro de agua fría a la cruda realidad respecto a Abigail. Aquello sólo había sido una agradable coincidencia y no creía que pudiera derivar, como en las películas de color rosa, en una relación de maduro pigmalión y jovencita que se redime a través de la educación y los buenos modales. Así es que cuando me encontré de nuevo en el hotel, con la cuatro quesos, decidí no probar fortuna para no salir dañado de una relación sin futuro y le pedí al recepcionista que le subiera la pizza a la chica.

No sé qué habría pasado si hubiera vuelto a la habitación del hotel pero, por si acaso, para evitarme el dolor de verla de nuevo en la calle, al día siguiente, camino hacia el trabajo, cambié de itinerario para no pasar por el cruce al que ella acostumbraba a instalarse con su amiguito. Cual no sería mi sorpresa al encontrármela ejerciendo de comparsa en el espectáculo malabar de un nuevo compañero en otro cruce de la ciudad. Qué ironía: ella debía haber pensado lo mismo que yo y quiso evitarme mudándose de sitio.

Detuve mi coche ante el semáforo. Casi supliqué a un dios desconocido que intercediera en mi favor para que Abigail y sus ojos de miel posaran de nuevo su mirada en mí. Pero no obtuve respuesta. Abigail no se movió de la acera y dejó pasar los coches sin que aquella actuación tuviera la recompensa de los conductores.

© Carlos_62@wanadoo.es