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Retrato de muchacha dando el pecho

en Jovencit@s

Retrato de muchacha dando el pecho

Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de tantos días seguidos de asueto. Eran unas merecidas y anticipadas vacaciones. Unas semanas atrás, en un chequeo rutinario, el médico de la mutua me detectó la tensión tan alta y un nivel de estrés tal que me dijo que si no le prometía tomarme unos días de descanso, él mismo me daría la baja laboral. Y la verdad es que el doctor tenía razón, hace demasiado tiempo que siento que voy como montado en un tren que nunca para, y ya ni siquiera recuerdo cuál fue la última estación.

En esas dos semanas de descanso, decidí recuperar alguna de mis viejas aficiones perdidas. Comprar en el mercado, preparar yo mismo la comida, escuchar música relajadamente, leer una buena novela, pasear por el parque… Creo que desde que mi hijo Julián cumplió los 9 años – y ahora ya tiene 25 – no había vuelto a venir al parque de al lado de casa.

Así es que en el primer día de mi nueva vida, salí de casa con una novela que me mi esposa me había regalado en alguno de los días del libro de los últimos años – Los crímenes de Oxford – y anduve un rato por el parque. Recorrí los angostos senderos de la zona más boscosa hasta que el cansancio me hizo sentar en un banco junto a una fuente y el parque infantil y me puse a leer.

Era horario escolar y por el parque tan sólo deambulaban ancianos jubilados y alguna mamá con su pequeño caminando con torpeza agarrado a su mano o en el carrito. Era una hora calurosa pero agradablemente tranquila.

Estaba sumergiéndome en la lectura del libro cuando pasó junto a mí una chica empujando un carrito de bebé que me saludó. Levanté la vista de las páginas y le devolví el saludo. Era una muchacha muy joven, debería tener unos 18 años, y su apariencia era muy atractiva. Pensé que debería ser la canguro del bebé. Se sentó en el banco de al lado y yo volví a mi lectura.

Al cabo de un rato, el llanto del pequeño me sacó de las páginas del libro y me hizo dirigir la mirada hacia el banco vecino. El niño había dejó de llorar. La jovencita le había puesto su blanco y generoso pecho en la boca y el bebé se saciaba en la gloria de aquel sugestivo pezón de mujer. Confieso que aquella imagen me cautivó. Nunca me hubiera imaginado que aquella chica tan joven pudiera ser mamá y además, no parecía que su cuerpo hubiera albergado un reciente embarazo.

La muchacha me sorprendió mirando cómo daba de mamar a su bebé y creo que me ruboricé. Le pedí casi instintivamente disculpas por mi indiscreción y ella, que no mostró ningún signo de desaprobación, me dijo muy amablemente que sentía haberme incomodado.

No me incomoda. No. – Le contesté apresuradamente – Soy yo quien debería disculparse por haberla estado mirando. Lo que ocurre es que…, me ha sorprendido. No sé por qué, pensé que era la canguro de la criatura, no la mamá. ¡Es usted tan joven!

Gracias. Tengo 19. Supongo que comparado con lo que se estila ahora de tener los hijos a partir de los 30, sí, soy una mamá muy joven. – Y añadió, volviendo al motivo de la conversación.- ¿De verdad que no le molesta que le dé de mamar aquí?

No, de verdad. En absoluto. – Aquella situación me había puesto en evidencia, y muy nervioso. No sabía qué decir. - Es algo muy natural. Y además… no creo que a su pequeño le guste la idea de dejarlo ahora. ¿Qué es, niño o niña?

Es un niño. Se llama Alejandro, como su padre, y tiene un mes y tres semanas.

Yo esbocé una sonrisa de aprobación y volví, tal vez descortésmente, a mi libro. Aunque lo cierto es que ya no pude concentrarme. La mirada se me iba hacia el banco derecho, hacia el seno descubierto de aquella preciosa joven. Y para evitar la vergüenza de ser sorprendido de nuevo embelesado en la contemplación de una escena tan sugerente me levanté del asiento, me despedí de la muchacha con un lacónico adiós y me volví a casa.

Desde ese momento, no pude evitar contar las horas hasta que llegara la nueva mañana. Deseaba fervientemente reencontrarme con aquella bella muchacha y con su pecho desnudo acaparado por el insolidario lactante.

A la mañana siguiente no perdí el tiempo paseando por los caminos del parque, directamente me dirigí al mi banco con la esperanza de aquella madona renacentista hiciera acto de presencia. No podía concentrarme en la novela, miraba el reloj y a todos los rincones del parque para ver si aparecía y cuando ya desesperaba de verla, apareció tirando del carrito, viniendo hacia mi lado. Me regaló la sonrisa más hermosa que había visto jamás, nos saludamos educadamente y se sentó otra vez en el banco de al lado.

Hice como si leyera la novela que llevaba entre las manos. Pasaba las páginas para que ella no se percatara que fingía. Y, de tanto en tanto, no me resistía a mirar de soslayo hacia mi derecha, esperando el ansiado momento. Pero no sucedía. Y me maldije por mi indiscreción del día anterior. Estaba convencido que mi actitud coartaba a la muchacha. Miré el reloj, pasaban diez minutos de las 11, y calculé que la toma del bebé ayer había sido a las 11 en punto. Si al menos el mocoso rompiera a llorar – pensé -. Pero no hizo falta, dirigiéndose a mí, como si supiera el interés que había despertado aquella función materna en mí, me anunció que ya era la hora de la toma de su Alejandro, al tiempo que se desabrochaba la camisa y levantaba la cubierta del sujetador del pecho izquierdo. Yo volví a hacer aquel gesto vacío de aprobación – como si ella necesitara de mi aprobación -, pero a diferencia del día anterior, me quedé mirando cómo el pequeño pugnaba nervioso con el enorme y rosado pezón hasta que consiguió engancharse y empezar a succionarlo con tanto placer que en su cara se dibujaba una inocente sonrisa de satisfacción. También la cara de la madre aparecía como iluminada por el placer de dar su propia leche a su hijo.

Me sentía algo estúpido allí, mirando embelesado cómo lactaba aquel egoísta bebé. Pero no me importaba. No creía que fuera un despreciable por valerme de mi edad, de mi condición de padre – algún día no lejano de abuelo – para otorgarme a mí mismo el derecho de mirar sin recato, como un médico a una paciente. Y a ella no parecía importarle. Al contrario, al comprobar que desde que empezó a amamantar al niño yo no había dejado de mirarlos, empezó a hacer comentarios sobre la alimentación de su hijo, cuánto había pesado al nacer, cuántas tomas hacía al día, y un sinfín de detalles a los que yo prestaba la misma atención que hubiera prestado la abuela de la criatura u otra mujer en estado, ansiosa de información.

Aproximadamente a los cinco minutos cambió de pecho y yo me perdí la visión directa de su nutritiva teta, pero aún así, no dejé de mirar y de conversar con mi joven amiga.

 

Unos minutos después de que ella acabara de amamantar a su bebé, lo colocó dentro del carrito, se levantó del asiento y se despidió de mí, con un neutro y coloquial "hasta mañana" que yo quise interpretar como una invitación a volverla a ver.

Sin duda estaba excitado. MI tensión estaba disparada. Me reí al pensar qué diría mi médico si supiera el estrés que me estaba produciendo aquel período de descanso.

Por la noche, cuando mi mujer y yo nos acostamos, le tomé los pechos y empecé a acariciarlos con suavidad, haciendo que se erizaran los pezones hasta ponerse duros como piedras. Laura, mi esposa, se dejó hacer, complacida. A su edad, 45 años, aún tenía los pechos muy bien cuidados, grandes y firmes. Le levanté la camiseta y cuando tuve las dos tetas desnudas a mi alcance me dediqué a chuparle los pezones y a meterme sus pechos en todo lo que me cabía en la boca para satisfacción de Laura, que no daba crédito a mi espontánea pasión por sus tetas.

Me esforcé tanto en excitar y excitarme mamando las tetas de mi mujer que con unas mínimas caricias en su mojada rajita, conseguí que tuviera un orgasmo. Yo hice lo propio, encima de la barriguita de mi señora, merced a los frotamientos de mi pene contra su cuerpo.

Cuando acabamos, temí que Laura me preguntara qué me había pasado por la mente para actuar de aquella forma, pero no lo hizo. Después de lavarse, se metió en la cama, me dio un casto beso de buenas noches en los labios, y se dio la vuelta para dormir de espaldas a mí. Yo también me dormí, pero soñando con las tetas de mi joven amiga.

Al día siguiente, cuando regresaba del banco de hacer unas gestiones, a primera hora de la mañana, me vi sorprendido por la presencia de la muchacha en la entrada de mi edificio. Iba cargada con el carrito del bebé y con unas bolsas de la compra.

¡Hola, buenos días! – Exclamé yo sorprendido y visiblemente contento por aquella coincidencia.

¡Buenos días! – Contestó ella con naturalidad, sin mostrar sorpresa alguna.

¿Vives aquí? – Pregunté, a la vez que abría la puerta con mis llaves y la ayudaba con las bolsas de la compra.

¡Claro! Pensaba que lo sabía. Hace casi un año que mi marido y yo vivimos aquí. Desde que nos casamos.

Perdona, no lo sabía. La verdad es que los últimos años a penas si paro en casa. – Y pregunté - ¿En qué piso vives?

En la planta baja, tercera puerta.

Por eso no hemos coincidido en el ascensor. – Argumenté, intentando recordar si la había visto antes.

Ella sonrió forzadamente - ¿quizás algo decepcionada por no haberme fijado antes en ella? pensé -. Pero ahora lo prioritario era ayudarla con las bolsas y el carrito. Me dirigí hasta la puerta de su piso y esperé a que ella la abriera y entrara el carrito. Yo me quedé a la entrada, con las bolsas en la mano hasta que ella me llamó en voz alta desde la cocina, pidiéndome que entrara. Obedecí y cerré la puerta detrás de mí.

Eran casi las nueve, el pequeño Alejandro empezó a llorar y la madre se disculpó informándome que se había retrasado en la toma de las ocho y media y que si me esperaba unos minutos, estaría encantada de ofrecerme un café.

Lo correcto, probablemente, hubiera sido excusarme y dejar que la madre amamantara a su criatura en la intimidad de su hogar, pero la sola idea de contemplarla de nuevo, con los senos desnudos, dando de mamar al pequeño, y en su propia casa, se me antojó un regalo de los dioses imposible de rechazar. Así es que le dije que no tuviera prisa, que me encantaría tomar ese café y que no me vendría mal hacer algo de relaciones con la vecindad.

Por cierto… ¿Cómo te llamas? – Le pregunté mientras la seguía hasta la sala de estar, donde tomó asiento en el sofá.

La mayoría de la gente que escucha por primera vez mi nombre se extraña mucho. Me preguntan si soy árabe o sudamericana. A ver qué opinas tú: me llamo Zenobia.

Yo me había sentado en un sillón, frente a ella, con la intención de no perderme detalle de su sesión de lactancia. Después de dos veces, y alejados de las miradas de otras personas, no tuve conflicto interno alguno a la hora de admirarla. "Zenobia" me pareció un nombre bellísimo para una mujer bellísima.

Zenobia… Me gusta es un nombre muy bonito. ¿Sabes quién fue Zenobia? – Le pregunté con la intención de impresionarla, si eso era posible, con mi cultura.

Una santa no. No he encontrado el nombre en el santoral. Precisamente mis padres querían un nombre que no fuera católico. No son nada creyentes.

Yo tampoco. Zenobia fue una reina de Palmira, en el siglo III. Palmira, bueno, sus ruinas, están en Siria y es un sitio muy turístico. El otro lugar importante de aquel reino era Petra, ¿te suena más Petra?

Sí, me suena de algún catálogo de viajes. – Y se esforzó en pensar de qué le sonaba ese nombre y preguntó, como pidiéndome pistas - ¿Está en Egipto?

No, en Jordania. Sale en la primera película de Indiana Jones. La ciudad excava en las rocas.

Sí, sí, ya sé cuál es.

Mi mujer y yo fuimos de viaje a Petra y Palmira para celebrar nuestras bodas de plata. – No quería hablar de mi matrimonio pero me salió la frase sin querer.

¡25 años! – Exclamó Zenobia.

Veintisiete: Fue hace dos años.

¡Qué bonito, no, estar juntos tanto tiempo!

Tiene sus cosas buenas y también sus inconvenientes. Como todo en la vida.

Sí supongo. Ya te lo diré si Alejandro y yo llegamos a celebrar unas bodas de plata.

Zenobia me estaba tuteando por primera vez. Mientras conversábamos, se había cambiado al bebé de pecho con naturalidad. Al pequeño no parecía molestarle.

No te he dicho como me llamo yo. Mi nombre es más vulgar: Jorge.

Ya lo sé. Lo había mirado en el buzón.

¡Vaya! – Exclamé, gratamente sorprendido por las molestias que se había tomado la joven en saber quién era yo.

Sobre el sofá había un retrato de Zenobia dibujado al carboncillo. Era una de esas fotografías tratadas por ordenador. Estaba preciosa. Me sorprendió mirándola y me dijo:

Dicen que en ese retrato me parezco mucho a Shannon Elizabeth. – Supongo que la expresión de mi cara delataba que no sabía a quién se refería.- Es la protagonista de American Pie.

No sé si la habré visto.

Pues han hecho tres partes ya. Y en las tres sale ella.

¡Tendré que verla! - Y ella se sonrojó al darse cuenta de lo intrascendente del tema.

El bebé había soltado el pezón de la teta derecha y la madre se esforzaba por volvérselo a meter en la boca, sin éxito.

No quiere más. – Dijo dirigiéndose a mí.- Por la noche ya he empezado a darle biberón para que aguante más horas dormido y ya empieza a preferir el biberón a mi leche. – Y hablándole al pequeño, exclamó.- ¿Ya no te gusta la lechecita de mamá?

Sé que es una indecencia pensarlo siquiera, pero hubiera querido decirle que si su bebé no quería más que yo me la acabaría. Deseaba mamar aquellas increíbles y hermosas tetas.

Zenobia decidió acabar de amamantar a su pequeño y se lo puso al hombro para favorecer que eructara .Cuando lo hizo, lo dejó sobre un canastillo que había junto al sofá, plácidamente dormido. Se levantó y fue hasta la cocina para preparar el café. Al momento salió y se excusó diciendo que iba a cambiarse, señalándome hacia el hombro derecho que había quedado manchado por el bebé.

Se metió en el lavabo y cuando salió, se había quitado la camisa - y deduje que el sujetador - y se había puesto una camiseta ancha y larga. Entró de nuevo en la cocina y salió con una bandeja con la cafetera, dos tazas, el jarrito de la leche y el azúcar. Con aquella camiseta, sus senos liberados del sostén destacaban maravillosamente y sus pezones, recién ordeñados, despuntaban orgullosos. Mientras me recreaba inconscientemente en la sugerente visión de sus cántaros de leche, Zenobia echó el café en las dos tazas y me preguntó:

¿Leche? – La pregunta estalló en mi mente como un castillo de fuegos artificiales.

No. Café sólo, gracias. - Hubiese querido decirle que sí, que quería leche: su leche

Mientras tomábamos el café, ella volvió a sorprenderme con una anécdota relacionada con la primera vez que nos vio, a mí y a mi mujer, saliendo del edificio.

Sabes que por tu culpa, tuve a mi marido muerto de celos durante varios días.

¿Por mi culpa? – Pregunté ansioso de conocer la respuesta.

Sí. Llevábamos poco tiempo viviendo aquí. Al veros salir, cogido de la mano con tu esposa, yo le hice un comentario a mi marido… Espero que no te moleste lo que voy a decir.- Y continuó.-…sobre lo elegante y atractivo que me parecías.

¿Me viste de lejos, no? – Bromeé.

¡No hombre no, que te vi de cerca!

¡Gracias! Me halaga. – Yo estaba exultante, impaciente por conocer el desenlace de aquel momento.

Durante unos instantes se hizo un silencio especial. Creo que los dos nos encontrábamos a gusto, juntos, aunque ninguno dijera ninguna palabra. Zenobia rompió el silencio:

¿Puedo preguntarte una cosa?

Claro. Después del piropo que me has echado puedes preguntarme lo que quieras.

¿Tienes hijos, no?

Sí. Julián, tiene 25 años. Lleva dos viviendo en Alemania.

¿Tu mujer le dio el pecho a tu hijo?

Ha llovido mucho desde entonces, pero no, no pudo. ¿Por qué lo preguntas? – estaba intrigado y agradecido por el derrotero que estaba tomando la conversación.

Es que a Alejandro, mi marido, se incomoda cuando le doy de mamar al niño.

Tú misma has dicho que es un hombre celoso… Bueno, otro, aunque sea aún un mocoso está disfrutando de uno de los placeres del cuerpo de su mujer. – Le dije, aunque pensaba que aquel tipo era un perfecto imbécil: ¡despreciar el placer de contemplar algo tan bello y sugerente!

Tengo una hermana menor que yo. Cuando nació yo tenía 10 años. Y me encantaba ver cómo mi madre le daba el pecho, me quedaba pasmada, mirando. Y a menudo me acompañaba en esta función de espectado, mi padre. A él también le gustaba estar presente cuando mi madre amamantaba a mi hermana.

Sabio hombre, tu padre. Porque es un momento hermoso. – Y aseguré, por si creía que era un cumplimiento.- Lo digo de verdad.

Ya lo sé que lo dices de verdad. He visto cómo me miras.

Eres una mujer hermosa y cuando das el pecho a tu hijo, eso te hace más hermosa aún.

Me voy a ruborizar. – Susurró Zenobia, con la cara inundada de color, y los ojos expresivamente abiertos.

Cuando creían que yo no estaba, veía a mi madre darle el pecho también a él. – Zenobia recordaba con nostalgia y emoción aquellos momentos.- Me gustaba ver a mi papá chupando las tetas de mi madre, como si fuera un bebé.

Nos mirábamos en silencio, esperando que uno u otro diera el paso. Me percaté que dos manchas húmedas marcaban sus pezones en la camiseta. No sabía si era correcto o no señalárselo, pero ella se dio cuenta cómo la miraba a los pechos y le restó importancia. A mí me excitaba aquella visión y deseaba tener el valor de decírselo. Zenobia notó mi nerviosismo y me preguntó en quí pensaba. Y quemé mis naves.

Estaba pensando, probablemente como tu papá, que es una lástima que se desperdicie una leche tan dulce.

¿Cómo sabes que está dulce? – Preguntó con un gesto de coquetería.

Sólo puede ser dulce saliendo de tus pechos. – Contesté.

¿Te gustaría comprobarlo?

Al preguntármelo, hizo además de que me sentara a su lado. Creí que aquello no me podía estar ocurriendo a mí. Obedecí y me puse a su lado. Ella se quitó la camiseta y entonces yo me estiré en el sofá, apoyando mi cabeza en su regazo. Ella me cogió con sus manos, como hacía con su bebé y me atrajo hacia sí para ponerme un rebosante pezón en mi boca y empecé a mamar. Primero con suma delicadeza, con miedo a hacerle daño; después con mayor intensidad al comprobar que a Zenobia me apretaba cada vez más contra sus pechos demostrándome de forma inequívoca que le gustaba lo que estábamos haciendo. Cuando abría los ojos y miraba hacia arriba veía su cara demudada de placer. Su leche era espesa y tibia y dulce. Sin duda la ambrosía de los dioses.

Como hacía con su bebé, a mí también me cambió de teta, y repetimos la toma con la misma intensidad y sintiendo igual placer.

Cuando acabé de amamantarme en sus fantásticos pechos, Zenobia se puso de nuevo la camiseta, me dio un beso maternal en los labios y se disculpó comentando que estaba muy cansada, que había pasado mala noche y aprovecharía que el niño estaba durmiendo para echarse ella también un rato.

Aunque me había dejado completamente empalmado y con ganas de continuar disfrutando de otras partes de su cuerpo, calculé que no era prudente tentar a la suerte. Así es que como no quería esperar todo un día para volverla a ver, le pregunté si podía invitarla a comer en mi casa. Le expliqué que esos días cocinaba yo y que es muy aburrido comer solo.

¿A qué hora quieres que vaya? – Me preguntó sin más rodeos.

A las dos es buena hora. ¿Ya habrás dado de comer a tu pequeño?

No. Él tiene la toma a las tres.

Perfecto. – Contesté, pensando en que ella traería mi postre.

Ella notó, por la expresión de mi cara, cuáles eran mis intenciones y me guiñó un ojo mientras yo marchaba.

Buenos días. Que tengas felices sueños. – Me despedí.

Hasta luego Jorge.

 

Tenía cinco horas por delante. Tiempo suficiente para dar un paseo y comprar antes de ponerme a preparar la comida. Camino al supermercado pasé delante de un videoclub y recordé la alusión que Zenobia había hecho de su parecido a una actriz de una película. Entré y pregunté si tenían American Pie, el dependiente me dijo qué parte quería, yo le respondí que la primera. En cuanto llegué a casa, antes de preparar la comida, me puse la película. Aunque era la típica película de adolescentes americanos con las hormonas revolucionadas, no estaba mal del todo y la verdad es que la protagonista femenina, que era una belleza espectacular, ciertamente se parecía a Zenobia.

Todo aquello me había producido una enorme excitación y si no fuera porque me resultaba una especie de infidelidad hacia mi admirada y joven mamá, a la que estaba a punto de volver a ver, me hubiera relajado aquel monumental calentón en el lavabo.

Zenobia fue puntual y yo ya tenía la mesa y la comida preparada. El bebé estaba aún dormido. A ella le gustó la lasagna que había preparado, aunque no pudo disfrutar lo mismo del vino lambrusco que acompañaba el plato porque no debía beber alcohol mientras diera de mamar.

Después de comer le mostré el piso y luego nos sentamos en el sofá a tomar un café. Los dos eludimos hablar de lo que había pasado esa mañana en su casa. Aunque yo estaba expectante por asistir a una nueva sesión de lactancia de su hijo, con la firme esperanza de que quedara algo para mí.

El momento esperado por fin llegó. El pequeño se había desperezado hacía unos minutos. Zenobia lo cogió en brazos, se desabrochó la camisa, dejando al descubierto el sujetador. Levantó la cubierta del pecho izquierdo y empezó a dar de mamar al pequeño.

Aquella visión, aún siendo igualmente atractiva, tenía ahora otro sentido para mí. Disfrutaba viéndola dar de mamar pero a la vez me impacientaba que no acabara ya.

A mi entender la toma estaba durando más de la cuenta. Zenobia se percató de nerviosismo y me dijo:

En las anteriores tomas ha comido poco, y ahora se está resarciendo. – Y exclamó - ¡Bruto, me haces daño! – Y volvió a dirigirse a mí. – Cuando se impacienta porque no sale como él quiere me muerde los pezones con las encías.

Yo continué esperando, hasta que por fin el pequeño cayó extenuado y Zenobia me anunció:

Me ha dejado seca. Hace tiempo que no tomaba tanto.

Pensé que aquel bebé me había fastidiado la tarde, pero Zenobia me había leído el pensamiento y después de dejar al bebé en el carrito, dormido como un ángel, pidió permiso para ir al lavabo y cuando volvió se sentó a mi lado y se abrazó a mí, como para consolarme.

¿Estás enfadado porque mi Alejandro te ha dejado sin tu lechecita?

¡Pobre niño! No. – Y añadí – Si tú quieres, ya me darás cuando te vuelva.

Sabes, hace poco vi un documental en la tele sobre una tribu de África, era sobre la vida de un niño pastor de vacas. Bueno,…. Vacas: la especie de vacas que tienen allí. – Escuchaba a Zenobia e intentaba adivinar qué relación podía tener con la leche de su pecho.- Me llamó mucho la atención lo que hacía aquel muchacho para provocar la estimulación del animal para que diera más leche. ¿Sabes lo que hacía? – Me preguntó.

No. – Me imaginaba que le haría algo en las ubres, estaba deseando conocer el final de aquel relato.

No te lo imaginas. ¡Me quedé de piedra! El pastorcillo se puso detrás del animal y amorró su cara al sexo de la vaca, lamiéndole… Bueno, ya sabes,… lamiéndole.

Aquella era la revelación más interesante que jamás me haya aportado un documental de televisión. Lo interpreté como una invitación y noté que ella también lo quería. Me arrodille frente a Zenobia, le levanté la falda y ella misma se bajó las braguitas. No me lo pensé dos veces, hundí mi cara en su coño y empecé a besarlo y a lamerlo con fruición.

Zenobia se retorcía de placer, estirándose cada vez en el sofá, apretándose contra mi cara. Estaba fuera de sí, como si hiciera mucho tiempo que no disfrutaba de una caricia tan íntima. Yo también me sentía en la gloria comiéndome aquel inesperado postre. Estuve unos minutos follando su rajita con mi lengua hasta que Zenobia logró un prologando y expresivo orgasmo. Me hizo incorporarme, me tomó la cara entre sus manos y me besó con pasión en la boca, degustando su propio sabor. Y después me anunció, mirándose los pechos: Ha funcionado.

De sus pechos volvía a brotar el exquisito manjar. Yo me recosté otra vez sobre su regazo y esperé como un niño a que Zenobia me pusiera sus pezones en mi ansiosa boca. Cuando por fin empecé a succionarlos, me llevé otra agradable sorpresa. Ella me había bajado la cremallera del pantalón y había liberado mi empalmada verga, empezando una sesión de caricias que, unidas a la excitación de tener sus tetas en mi boca, me estaba provocando un placer indescriptible.

Al cambiarme a su pecho derecho, Zenobia aprovechó para inclinarse más sobre mí. Me agarró con fuerza la polla y estiró para que yo lo pusiera lo más cerca posible de su cara. Tuve que improvisar una forzada postura, elevando las piernas que dejé apoyadas sobre el respaldo del sofá, pero valió la pena, porque de esa forma, mientras yo apoyaba mi cabeza sobre su regazo y mamaba su espléndida teta, Zenobia hacía lo propio con mi agradecido miembro.

Con tanta tensión acumulada durante todo el día, mis huevos estaba increíblemente cargados. No podía contenerme, le anuncié que me corría y ella me dio permiso para hacerlo sin dejar de chupármela. Fue una corrida espectacular, no dejaba de descargar mi leche dentro de su boca, y Zenobia no me la dejó hasta que la lamió y rebañó el capullo con agrado.

Me incorporé y me senté a su lado. Los dos estábamos extasiados. Ella se me abrazó y cuando me quise dar cuenta, se había adormilado, con su carita de ángel, como su bebé. Y yo me quedé allí, inmensamente feliz, pensando de qué modo, a partir de entonces, podría revivir aquellos irrepetibles momentos.

 

11/06/04 [ carlos_62@wanadoo.es ]