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Alimentando al monstruo (1)

en Dominación

Alimentando al monstruo (I)

Me llamo Gabriel, tengo 23 años, soy jefe de sección en un centro comercial y soy gay… aunque - como se suele decir en estos casos – todavía no he salido del armario. No es por mi voluntad que mantengo mi orientación sexual en el más absoluto anonimato, sino que ello forma parte de un siniestro plan de quien puede considerarse como mi amo y señor. Sí, soy el esclavo servidor de la más ruin y perversa criatura que uno se pueda imaginar.

¿Cómo he llegado a esta situación de servidumbre? Hace 5 años, para celebrar el final del bachillerato, tres amigos y yo nos fuimos de vacaciones una semana al Caribe, concretamente a Santo Domingo.

Con mis dieciocho años recién cumplidos aún no tenía claras mis inclinaciones. Había salido con muchas chicas desde los 14 ó 15 años, pero con ninguna había cuajado la relación. Las mujeres me encuentran atractivo. No soy especialmente alto, pero tengo un cuerpo atlético y mi cabello más bien rubio y mis ojos azules – a pesar de la miopía – obran ese milagro que es que a uno le consideren deseable. Pero yo ya hacía tiempo que me excitaba más pensando en los hombres de mi mismo sexo. Con las chicas no había pasado de los toqueteos más inocentes.

Nada más llegar a la isla supe que allí podría encontrar la oportunidad para desinhibirme y afirmar mi sexualidad. Al segundo día, fingí encontrarme indispusto por culpa del jet-lag y el cambio de clima, para que mis amigos, que se iban de juerga con unas voluptuosas y jovencitas chicas del país, me dejaran sólo. Mi intención era aceptar la invitación que me hizo a ir a bailar merengue un apuesto camarero del hotel, un joven y hermoso dominicano que pareció adivinar mis secretas inclinaciones.

Pero aquella noche de fiesta fue la más aciaga de mi vida y significó mi inicio en la práctica del sexo homosexual pero no como yo esperaba. El baile al que me llevó Sandro, era un tugurio de las afueras de la capital. A pesar de la apariencia destartalada del local y lo marginal del barrio en que se encontraba, la música salsa y merengue y las parejas de hombres besándose y metiéndose mano – la mayoría, turistas mayores con jóvenes hombres de color – me excitó bastante. Sandro me pedió un combinado refrescante y cargado de ron y me invitó a bailar. Y a los pocos minutos yo estaba en la gloria, aquel negro me estaba restregando su enorme paquete en mi culo, al ritmo de la música más sensual que se pueda escuchar.

Pero de pronto se empezaron a escuchar sirenas de policía, corredizas, vasos rotos, gritos, y lo siguiente que recuerdo es que estaba en los calabozos de una comisaría, con un increíble dolor de cabeza – me llevé las manos y comprobé que tenía un gran chichón – y acompañado de unos veinte hombres, la mayoría del país.

Pregunté entre ese gentío si se encontraba Sandro, pero no estaba. En cambio recibía algunas invitaciones y declaraciones deshonestas que hacían referencia a mi culo y a mi "boquita juguetona". Tenía miedo.

Llamé al policía que estaba custodiando los calabozos y le dije que era español y que quería que llamara a la embajada para que me sacaran de allí, que todo era un error y que yo no había cometido ningún delito.

Los demás detenidos se echaron a reír ante mi patética súplica y hacían burla de mis palabras: "el blanquito no ha cometido ningún delito".

 

¡So maricón! ¿No sabes que aquí es delito dejar que te jodan el culo?

Pero… yo… - tartamudeé, terriblemente superado por las circunstancias – Yo no he hecho nada.

Y rompí a llorar como una mariposa asustada, para deleite de la mayoría de los hombres allí presos.

¡Dejar al chico en paz! – gritó desde el fondo de la celda una voz grave que hizo callar a todos.

Era un mulato alto, de más de un metro noventa, y muy robusto. Se abrió paso hacia donde yo estaba y cuando llegó a mi altura – nunca podré olvidarlo – puso ante mí su cara deforme, desagradablemente marcada por la viruela y con una ostensible bizquera en el ojo derecho. Me pasó un pesado brazo por encima del hombro y volvió a dirigirse a los demás en tono imperativo.

A quien toque a este blanquito lo mato.

El resto de detenidos enmudeció. Se apartaron hacia los rincones y me dejaron sólo con mi nuevo protector.

No tardé en comprender cuál era la situación. El policía me pidió la documentación, pero mi cartera había desaparecido, así es que me anunció que si no tenía dinero para pagar la fianza - creo que llamaba fianza al precio de su corrupción por liberarme - pasaría unos días en la cárcel hasta que se averiguara mi identidad. No sirvió de nada que yo les diera mi nombre y filiación completa y la referencia de mis amigos, en el hotel que se hospedaban, o de mis padres en España.

Vas a pasar unas semanitas en la Puta Cana ¡maricón!

Mi mulato de nuevo jugó su papel protector y me abrazó fuertemente cuando leyó en mi rostro que estaba a punto de echarme a llorar. A pesar de su fealdad – pensé – era agradable sentirse protegido por un hombre tan sólido.

A varios de los que quedábamos allí – unos 12 - nos anunciaron que al día siguiente, a primera hora de la mañana, nos llevarían a la prisión estatal. Aquella noche, poco después de que apagaron las luces, fue mi primera vez. Gilberto, que así se llamaba mi guardaespaldas, me llevó a una esquina, haciendo que los demás se alejaran, me hizo sentar en el banco y se puso frente a mí, dándome a comer su tremenda verga negra de más de 20 centímetros y me obligó a mamársela, lo que hice con gran dificultad por la inexperiencia y por sus increíbles dimensiones, y finalmente, me hizo tragar su interminable descarga de leche.

No quiero que pienses que soy un mariposón como tú. A mí me gustan las hembras, pero no voy a privarme de que me la chupen los años que me voy a pasar entre rejas. – Me hablaba en voz baja, echándome su aliento fétido en la cara - Y tú vas a ser mi "nena" ¿entiendes?

Yo no fui capaz de responder. Tenía todavía su semen adherido a la garganta y un miedo terrible a lo que me esperaba a partir de entonces.

Creo que no dormí en toda la noche. Me daba la impresión que los demás detenidos querían lo mismo de mí.

A la mañana siguiente, nos llevaron en un destartalado microbús hasta la prisión. Yo iba esposado a Gilberto. Nada más entrar en aquella especie de ciudad del horror, donde se hacinaban miles de hombres desesperados, con odio en los ojos, me aferré a la muñeca de mi protector como si fuera un niño asustado. El mulato me miró con una mueca en los labios, entre desprecio y pena, por mí.

Las horas posteriores fueron como una pesadilla. Nos hicieron desnudar a todos juntos en una misma sala. Los carceleros se reían de nosotros y hacían comentarios obscenos. Cuando llegó mi turno de identificación, uno de ellos me hizo abrir las piernas, golpeándome con la porra en el interior de los muslos, al tiempo que otro se colocó detrás de mío, introduciéndome su fría porra en la entrada del ano.

Me parece que a los muchachos les gustará Miss España. – Gritó uno de ellos, forzando la risa de todos los que había allí, presos y carceleros.

Mi experiencia en aquella prisión fue horrible pero, por suerte – si eso se puede llamar suerte – la protección de Gilberto me acompañó durante toda la estancia. A cambio, tuve que dejarme hacer por él, cuantas veces quiso, además de venderme en tres ocasiones a otros penados para conseguir a cambio cigarrillos, café y licor, y a uno de los guardianes para comprar su silencio.

Entré con dudas sobre mi sexualidad y virgen, y salí de allí, una semana después con más experiencia que un chapero de las Ramblas de Barcelona en su primer año de oficio. Hice decenas de pajas, innumerables mamadas y al menos cinco pollas diferentes, además de la de Gilberto, horadaron mi juvenil trasero.

Mis amigos y las gestiones de mis padres ante la embajada de España en Santo domingo, lograron sacarme de la cárcel a la semana de entrar. Al día siguiente volví a casa, sólo, en el primer vuelo hacia Madrid.

Me costó meses de terapia, innumerables horas de insomnio, luchas internas sobre mi sexualidad, pero poco a poco fue rehaciendo mi vida. Eso sí, no desvelé a nadie los pormenores de lo que pasó en la República Dominicana ni tampoco creí oportuno reconocer mi recién descubierta homosexualidad.

Hice tres años de universidad y hace unos meses, después de graduarme, entré a trabajar en los grandes almacenes de mi ciudad, como jefe de sección.

En cuanto a mi vida sentimental, he vuelto a salir con chicas e incluso tengo una novia formal. En general, las mujeres no tardan en dejarme cuando comprueban que no doy la talla como amante. Les frustra mi desinterés por el sexo porque llegan a pensar es que porque no me atraen lo suficiente.

Con Beatriz es diferente. Es única hija de una familia amiga de mis padres, de muy buena posición, y se diría que por diferentes motivos, ambos aceptamos una relación de conveniencia. En su caso, no precisamente porque le gusten las personas de su mismo sexo sino porque frecuenta ambientes poco recomendables para una chica de su clase y prefiere engañar a sus padres con la ficción de un buen novio que arriesgarse a quedarse en la calle sin nada. A Beatriz, creo que no necesito contarle que soy homosexual.

Tengo un amigo – Juan – que tampoco ha dado el paso. Él está casado y tiene un hijo de un año. Nos queremos y hace unos meses alquilamos un piso muy discreto en las afueras, donde nos vemos a escondidas.

Juan y yo estábamos pensando salir del armario, cuando reapareció en mi vida el mulato Gilberto.

Una noche, ahora hará unos tres meses, cuando llegué a casa después de ir al cine con Juan a la salida del trabajo, mis padres me esperaban levantados en el comedor, junto a una descomunal figura humana sentada en mi sillón: era Gilberto.

Hola Gaby. – Me saludó afectando una familiaridad destinada a convencer a mis padres de nuestra amistad.- ¡Menuda sorpresa, eh amigo!

¡Gilberto!... – Su presencia en mi mundo parecía irreal y me intimidaba más que entonces- ¿Qué haces aquí?

¿No te alegras de verme? – Preguntó al tiempo que se levantaba y se dirigía a mí para darme un efusivo y teatral abrazo-.

Yo no sabía qué hacer o qué decir. Mis padres contemplaban atónitos la escena del grandullón mulato abrazando a su hijo, extrañados de no haber oído hablar antes de aquel hombre que parecía tan amigo de su hijo.

¡Cómo digas o hagas algo que alarme a tus padres, os mato a los tres! – Me susurró al oído, y añadió. – Haz como si tú también te alegraras de verme.

Y así comenzó esta historia de sumisión.

Aquella noche durmió en la habitación de invitados, a la que me ordenó acudir a medianoche para satisfacer sus necesidades en mi cuerpo. Me preguntó si mi familia y mis amigos ya sabían que yo era marica, y yo le confesé que no. Entonces me pidió que le explicara qué había hecho esos años, mi trabajo, mis relaciones. Yo le hablé de la universidad, de las mujeres con las que salía para aparentar, de la chica con la que salía ahora – no le dije que casi éramos novios formales - y también le hablé de mi amigo Juan y de nuestra secreta relación.

Le llamó la atención mi doble vida y mi atractivo sobre las chicas a pesar de mi homosexualidad. Me hizo contarle con todo lujo de detalles cómo eran las mujeres con las que salía, si llegaba a hacer algo con ellas, si se ponían calientes. Quería conocer a fondo a cada una de mis efímeras e inútiles conquistas femeninas. Tuve que describírselas. Él se excitaba imaginándolas, y mi boca y mi trasero cumplieron la función de imitaciones de esas chicas.

Me dijo que ya había cumplido la condena de tres años y seis meses en su país, y que al salir de la cárcel no tenía un centavo y que aceptó un "trabajillo" en España. El trabajillo era ni más ni menos que el encargo de matar a un tipo por un ajuste de cuentas entre narcotraficantes. El trabajo estaba hecho. La noche antes de aparecer en mi casa le había cortado el cuello en un bar de dominicanos al paisano por el que le iban a premiar con 5.000 dólares. El problema es que en España no es fácil pasar desapercibido para un mulato de 1,90 con la cara desfigurada. Así es que tenía que esconderse y, a poder ser, fuera de loas círculos dominicanos. Qué mejor sitio que el hogar de su protegido Gabriel.

Ya era hora que me pagaras por lo que hice por ti en mi país, amiguito.

No puedes quedarte aquí. Es una locura… Mis padres… - Yo no acertaba a explicar los numerosos motivos por lo que él no debía estar allí.

Mira, mariquita. Tú vas a hacer lo que yo te diga si no quieres que abra en canal a la puta de tu madre y al cabrón de tu padre. ¿Está OK?

No tuve otra opción. Aquel monstruo era capaz de cumplir su amenaza. Pero me las ingenié para alejarlo de mis padres.

Está bien. Te esconderé. Pero no aquí. Tengo un piso alquilado…

¿Un nidito de amor? – Se burló.

Lo comparto con mi amigo. Es un lugar muy discreto.

Está bien, mañana nos instalaremos allí. Buenas noches.

Pensé llamar a la policía, pero la sola idea de tener que acabara conociéndose mi experiencia en la República Dominicana y mi homosexualidad, en esos momentos, me disuadió por completo.

Así es que instalé a mi mulato en el piso de alquiler. Me hizo su lista de la compra y cuando acabé de cumplir sus recados y me disponía a marchar, me hizo sentarme a su lado en el sofá para escuchar su última instrucción.

Primero me reiteró la amenaza de matar a mis padres y a mi amigo si se me ocurría contarle algo a la policía o desvelarle a alguien su identidad. Me dijo que un primo suyo que vivía en la ciudad tenía instrucciones de cargárselos si diariamente él no lo llamaba para hacerle saber que estaba a salvo. Después me hizo el encargo más especial: quería que cada tarde le llevara una mujer.

Quiero que me traigas a tus mujercitas.

Pero… ¿Cómo?... – Pregunté aunque entendía perfectamente a qué se refería.

Cada tarde me vas a traer una de esas lindas españolitas que tú, maricón de mierda, desprecias.

¡Estás loco! – Exclamé, asustado por mis propias palabras, e intenté rectificar.- Si ven… tu cara.

¡Mi cara! – Gritó, a la vez que alzaba un puño amenazante, ofendido por mi alusión a su fealdad.

Me refiero a… que pueden reconocerte, - Logré decir, saliendo del paso.

Por eso no te preocupes. – Dijo al tiempo que se ponía un sucio pañuelo frente a la cara, dándome a entender que se cubriría cuando estuviese con la mujer.

Pero… - Intenté persuadirle sin éxito.

No hay "peros" que valgan. Esta tarde quiero una hembra bien tiernecita. – Estas últimas palabras las pronunció salivando como si hablara de comida.- Esa que trabaja contigo en la sección, la de las tetitas grandes y puntiagudas: Yaiza ¿No?

¡Cómo voy a traerla aquí!

Utiliza tus encantos. Y ahora lárgate. Te espero a las seis… con la chica.

 

Durante todo el día, en el trabajo, me comporté como un zombi. Iba de un lugar para otro, tan lívido que todo el mundo me preguntaba si me encontraba mal y mi jefe me insistió en que me fuera a casa.

Eludía a Yaiza, pero ella parecía verdaderamente preocupada por mi estado.

Gabi, haces muy mala cara. ¿Quieres te dé algo? – Si tú supieras lo que necesito que me des, pensé.- ¿Una aspirina? Te irá bien.

No podía hacer lo que me pedía aquel monstruo, pero la alternativa de que acabara con mis padres o con Juan no me lo ponía fácil. Al fin creí dar con una solución: buscaría a una puta que coincidiera físicamente con la descripción que de Yaiza le había dado a Gilberto. Tenía unas horas para encontrarla. Así es que acepté el consejo del jefe y mi ausenté del trabajo al mediodía.

Sabía donde estaba los ambientes de prostitución porque yo mismo había recurrido a ellos – en su versión masculina – los meses que siguieron a mi retorno de Santo Domingo, pero no sería fácil encontrar una jovencita de unos 18 años, más bien bajita, delgada aunque unas grandes tetas, pero sobretodo delicadamente educada y sensible.

Paseé por las calles más sórdidas de la ciudad, entré en los garitos de peor reputación, y se acercaba la hora convenida por Gilberto y yo no había encontrado a ninguna chica que se le pareciera a Yaiza. Cuando ya desesperaba de encontrarla, mi fijé en una que acababa de bajar de un auto y que saludaba a un travestí que hacía la esquina. No sabía si sería o no prostituta, pero no tenía otra opción. La saludé y le pregunté, sin rodeos, cuánto cobraba. De cerca, no se parecía tanto a Yaiza. Ella me miró de arriba abajo y me preguntó:

¿Tienes alguna enfermedad? ¿Pegas a las mujeres?

¡No! ¿Por qué me preguntas eso?

No sé… un chico guapo y joven como tú no necesita ir con putas.

No soy de la ciudad. – Mentí y sobre la marcha fui inventándome una historia -. Necesito estar con una mujer, hace casi un mes que no me como un rosco. Tengo a mi novia a mil kilómetros de aquí y cuando te he visto… Te das un aire a ella.

¿Está solito y necesitas que te mimen?

Sí.

Una hora te costará 100 euros. Yo pongo la habitación, vamos, es aquí.

No. No me gustan estos ambientes. Te haces cargo. Vivo solo ¿por qué no vamos a mi piso?

Otra vez me miró de arriba abajo, sopesando si se podía fiar de mí y venirse a mi piso. Y al final decidió que podía fiarse porque aceptó. Yo llamé un taxi y una vez dentro del vehículo, le dije que si no le importaba que la llamase Yaiza, que era el nombre de mi novia. Ella me respondió que podía llamarla como quisiera, que para eso pagaba yo.

Faltaba un cuarto de hora para las seis. Tenía tiempo. Entramos en un bar cercano al edificio y me propuse darle algunas explicaciones. No me hacía gracia la idea, aunque fuera una prostituta, de dejarla sola ante aquel semental violento. Mientras tomábamos un café, le conté que el servicio no era para mí, que era para un amigo negro que hacía poco había sufrido un accidente en la cara y que le habían hecho cirugía facial, que no podía salir a la calle y menos aún, ligar con chicas.

Yaiza era el nombre de su chica. Murió en el accidente.

La putita se enterneció con mis mentiras y aceptó subir al piso. No le importaba hacerse pasar por la reencarnación de Yaiza ni hacerlo con un negro. Estaba más que acostumbrada a peticiones de esa naturaleza.

Subimos al piso. Gilberto se había ocultado en la habitación. Llamé a la puerta del cuarto y le dije que le había traído lo que me había pedido. Salió, con la cara oculta tras el pasamontañas negro, y le presenté a Yaiza.

Esperé que él me hiciera alguna indicación sobre si debía irme o quedarme, pero como no me dijo nada sino que se limitó a tomar a la chica de la mano y a llevársela a la habitación, yo me quedé allí, helado por el terror a lo que Gilberto le pudiera hacer a la chica y peor aún, de que llegara a descubrir mi engaño.

Permanecí como petrificado en el sofá, mientras Gilberto se follaba a la putita que gritaba de dolor cada vez que el negro la penetraba con su descomunal polla. Oía como la conminaba a chupársela y a tragarse su leche como había hecho tantas veces conmigo, y cómo la obligaba a dejar que se la metiera por el culo sin a penas lubricarlo.

Cuando, una hora y media después, salieron de la habitación, la joven lloriqueaba y me insultaba asegurando que nunca más volvería allí, que aquel negro era un animal.

Gilberto salió en cueros, con la verga tiesa, riéndose de los remilgos de la jovencita pero cambiándole la expresión de la voz cuando se dirigió a mí. Se quitó el antifaz una vez la puta había salido del piso y me ordenó que le limpiara la polla. Obedecí, sin tener que esperar a que se corriese porque él me había reservado otra experiencia: empezó a pegarme. Palmadas en la cabeza y en la cara, más ofensivas que dolorosas.

¿Te has pensado que me mamo el dedo? ¡Maricón!

No paraba de insultarme y de pegarme, y yo me eché a llorar, lo que le puso aún más colérico, y sus tortas sí empezaron a ser dolorosas.

¿Te piensas que no sé distinguir a una puta de un yogurcito de 18 años?

Yo… yo. – Tartamudeaba y lloraba, sin saber qué decir.

Si quisiera una puta me la pagaría yo. - Y sacó un fajo de billetes del bolsillo del pantalón que estaba sobre una silla del comedor.- Mañana me traes a la Yaiza de verdad. Voy a satisfacer los deseos que esa niñita ilusa ha pensado que puedes darle tú.

Me dejó ir del piso. Tenía menos de veinticuatro horas para tomar una resolución. No sabía si delatarle a la policía, engañar a Yaiza para llevarla al matadero, o suicidarme. Confieso que esta última idea era la más sugerente en esos momentos. Pero durante la noche, desvelado en la cama, me dio tiempo para pensar cómo engatusar a Yaiza para satisfacer los deseos de mi amo.

 

06/06/04 [ carlos_62@wanadoo.es ]