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¡Arde Lesbos!

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¡Arde Lesbos!

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Él era un capitán del orgulloso ejército de Esparta. Su vida no había sido fácil, para ninguno de sus conciudadanos lo fue. Una vez nacido fue evaluado para ver si tenía alguna tara. El formo parte de los afortunados, o quizás no, que la superaron. Los otros eran lanzados al precipicio. No había sitio para los débiles en Esparta.

Eso solo fue el comienzo. A los pocos años de edad fue separado de su madre y condenado como todos los infantes del lugar a vagar mendigando. Aún recuerda las humillaciones y el hambre, lo que tuvo que luchar entre los de su edad para robar una hogaza de pan y evitar ser duramente castigado. Era una forma, decían, de reforzar el carácter de los futuros ciudadanos. No había sitio para los débiles en Esparta.

Al empezar su pubertad le tocó demostrar su valía en otra dura prueba. Fue expulsado de la ciudad. Debía vivir un año en la intemperie. A duras penas consiguió sobrevivir. Entre el duro frio del invierno, las alimañas que de vez en cuando le atacaban. Otra vez el hambre, y en ese momento el sentimiento de abandono que le impregnaba en su soledad. Pero era otra fase del proceso de crear un buen espartano. No había sitio para los débiles en Esparta.

Tras el año fue admitido como ciudadano, había demostrado ser un adulto. Pero comenzaba su instrucción militar. Aprendió toda la técnica asociada con el manejo de armas. Como debía colocarse en la formación de falange. Todo tipo de métodos de lucha. El entrenamiento fue duro y los instructores crueles. No había sitio para los débiles en Esparta.

Había otra tradición entre los instructores. Aún recuerda aquello. Quizás fue lo más penoso de todo. Ser el “amante” del instructor. Aún recuerda las sucias manos de aquel que le golpeaba pocas horas antes sino portaba el escudo adecuadamente era el mismo que después abusaba de él. Pero formaba parte del endurecimiento de carácter. No hay sitio para los débiles en Esparta.

Al completar la instrucción su familia concertó matrimonio con una adecuada lugareña compatible con su estatus social. Recuerda aquella fría ceremonia. Parecía la compra/venta de una yegua. Y él tenía la obligación de proporcionar descendencia y traer nuevos duros espartanos para continuar el proceso. No hay sitio para el amor en Esparta. El amor te debilita, te crea vulnerabilidades. Eso es para el resto de los griegos. No hay sitio para los débiles en Esparta. O eso se supone.

~ ~ ~ ~

El sitio de Lesbos había durado poco más de un mes. Con paciencia la artillería había cumplido su función derribando la puerta de entrada a la ciudad. Muchos hoplitas cayeron en el asalto pero aún así todos los defensores cayeron y ahora entraban triunfantes. La ciudad había caído. Lesbos había capitulado. Ahora era el momento de la venganza.

Los soldados espartanos ya habían acabado con los últimos resistentes pasándolos a cuchillo. Era el momento del pillaje y la destrucción. Los muy mayores se les darían muerte porque no son útiles. Los pequeños serían marcados a fuego en la frente con la señal del esclavo. Pero a las mujeres les esperaba un tratamiento especial. Ellas pagarían el precio de los caídos espartanos.

El general Lisandro festejaba con los brazos en alto mientras sus soldados hacían arder la ciudad.

-          ¡Arde Lesbos!

El capitán Leander no parecía tan entusiasmado. En cierta forma le molesto esa pobre imitación del Agamenón de la Ilíada compuesta por Homero. Pero muchos de sus subordinados festejaban ese homenaje a la caída de Troya. Él no se sentía con ganas de fiesta. En cierta forma veía aburrido mientras sus hombres se prestaban al bandidaje. Simplemente seguía al general.

La comitiva llego al ágora principal de la ciudad y observó uno de los edificios. Era el más decorado que habían observado en la ciudad. Sus capiteles eran los más esmerados de todas las edificaciones. Había una inscripción en cirílico. Se leía “Templo de Afrodita”. Allí se dirigieron el general, el capitán y una pequeña escolta de hoplitas.

Patearon la entrada y vieron que dentro parecían haberse refugiado un grupo de una treintena de mujeres. Unas cinco deberían estar cerca de la treintena. Las restantes parecían más jóvenes. Lisandro se congratulo con la visión y la de sus caras de miedo. En el fondo estaba situada una impresionante estatua de mármol, en torno a unos cuatro metros de alto. Claramente era la representación de la diosa. Y quedaron fascinados al observar que tenía muchas decoraciones conformadas por oro y piedras preciosas. Habían encontrado el botín principal.

-          Esto es terreno sagrado. Retírate – dijo una de las mayores.

-          ¿Quién osa decirme lo que debo hacer?- preguntó el general dando un bofetón a la mujer. Que cayó al suelo.

-          Mi nombre es Galatea.- dijo limpiándose el labio que sangraba.

-          No te levantes. Ahí estás bien ¿Sacerdotisa?

-          No, Poetisa.

-          ¿Poetisa? Ya. Estos oficios de los griegos. Desde luego disfrutaré mucho en someter a esta ciudad. Nos habéis durado nada. Nuestro oficio es la guerra. Y las mujeres se quedan en casa. Cuidando del hogar, nuestra prole y calentándonos la cama. Las espartanas sí que son mujeres. Orgullosas de pertenecer a un pueblo orgulloso. Y saben perfectamente cuál es su sitio.

El capitán Leander se le había cambiado el gesto al ver a aquella mujer. Le pareció como si hubiese visto a una fantasma. A alguien que había perdido no hace mucho. ¿Cómo era posible? Era muy similar, a ella. Era como si se le hubiese parado el corazón. Y sus ojos estaban desencajados.

-          Parece que no has comprendido tú situación- continuó el general- pero pronto aprenderás. Por las duras ¿Sabes en que se ha convertido Lesbos? ¡Responde!

-          No lo sé, espartano.

-          En un pueblo de huérfanos y viudas. Pero pronto preferiréis ir al averno a acompañar a vuestros maridos. ¿Así que poetisa?

-          Sí, y daba clases.

-          ¿Profesora? Bien, pues hoy recibirás gratis una lección. Y yo soy el profesor.

Lisandro agarro a la mujer con la intención de romper sus ropas. Esta se resistió. Pero ocurrió algo absolutamente inesperado. El capitán Leander, empujo ferozmente a su superior. Su gesto era de rabia. Y grito.

-          ¡Ella es mía!

-          ¿Cómo osas subordinarte? ¿Qué crees que estás haciendo?

Pero Leander no se amilanaba. Miraba a los ojos del general con gesto desafiante. Lisandro creyó que su lugarteniente había enloquecido. Debía ser eso, durante todo el viaje de la campaña se le veía distraído, sin prestar atención. Fue muy feroz en el combate, pero tuvo un comportamiento en la batalla casi suicida. Parecía que estaba buscando la muerte. Pero era uno de sus mejores soldados. Un fiero luchador. Ya le ajustaría las cuentas en otro momento. Echo un paso atrás y bajo la mirada rehuyendo el enfrentamiento.

-          ¡Toda tuya! Mejor. Es una fierecilla. Espero que sepas domarla.

El capitán agarro de la mano con fuerza a la mujer y se la llevo consigo. Pero antes de salir del templo esta observó como Lisandro la tomaba ahora con una de las jóvenes.

-          ¡Philipa! ¡No!

-          ¡Maestra! ¡Ayúdeme!

-          ¡Deteneos! Esto es un templo en honor a la diosa. ¡No lo mancilléis!- grito desesperada Galatea.

-          ¡Afrodita no es mi diosa!- grito el general- Es una diosa de débiles y cobardes. Yo rezo a Ares. Y mi dios es más fuerte que la tuya. Porque me ha llevado a la victoria.- entonces el general se giro y le dio un puntapié al altar que estaba situado enfrente a la estatua. Aquello era la humillación final de la ciudad.

-          Vente conmigo si quieres vivir.- le dijo Leander a Galatea, tomándola otra vez de la muñeca casi arrastrándola fuera del recinto.

El capitán y Galatea desaparecieron de la escena. Con lo que aquellos hombres ya estaban dispuestos para hacer lo que pretendían.

-          ¡Bien! Quiero que entendáis bien una cosa. ¡Ya no sois mujeres! ¡Sois putas! ¡Nuestras putas! Y a partir de ahora os vais a esmerar en hacer bien vuestro nuevo trabajo. Nada de poetisas, nada de artistas, nada de sacerdotisas. ¡Putas!

Las mujeres reaccionaron arrinconándose, abrazándose entre ellas, temblando de miedo.

-          Veo que habéis captado la lección. Si aprobáis puede que salgáis de esta vivas. Pero una última cosa os quiero decir. Los que os va a pasar es que simplemente vais a pagar un precio. El precio de nuestros caídos. Vuestros maridos ya lo han pagado- dijo haciendo el gesto de cortar el pescuezo con la mano en su cuello- ahora os toca a vosotras. Y vamos a cobrar. ¿No, chicos?

-          ¡Sí, mi general! – respondieron todos sus hombres con jolgorio.

-          Bien ¿Por dónde íbamos, preciosa? – dijo mirando a Philipa – ¡Ah! ya me acuerdo. Esto es un templo en honor a Afrodita. Bien, vamos a resolver ese problemita. Ahora lo consagraremos al dios de la guerra. ¡Ares! Disfruta del sacrificio que haremos en tu honor. Haremos sacrilegio sobre esta infesta cloaca. ¿Y sabes qué papel vas a jugar tú?

Philipa negó con la cabeza encogida.

-          ¡Tú serás el holocausto!

Lisandro arranco ferozmente las vestiduras de la joven. Esta gritó desesperada cubriendo su cuerpo con sus manos.  Intentó resistirse pero era inútil contra alguien tan fuerte. El general la manejo con facilidad colocando su cuerpo sobre el altar. Levanto la parte inferior de su armadura permitiendo liberar su pene que lucía una poderosa erección.

-          Vuestros hombres cayeron con nuestras espadas. Ahora, putas, disfrutareis con  nuestras lanzas.

El resto de los hombres no se quedaron quietos y procedieron a imitar el comportamiento de su líder. Todas las mujeres que se habían refugiado en el templo lloraban desconsoladas, parte por lo que empezaban a ser víctimas, parte lamentándose por la pérdida de sus esposos.

-          Dime soldado. ¿Qué es lo mejor de la vida?- preguntó el general a un miembro de la escolta.

Este se encogió de brazos

-          Lo mejor de la vida es esto. Dar muerte a nuestros enemigos y escuchar el lamento de sus mujeres. – grito con una carcajada que retumbó en la sala.

El general se echó sobre la joven. Sujetándola firmemente de las muñecas. Su vaho estremeció de terror a la chiquilla. Y el general dirigió su boca a los pechos, más bien pequeños, de su víctima. Empezó a morderlo como intentando devorar a bocados como si de un manjar se tratase. Los dientes se incrustaban en la tersa piel aumentando la sensación de pánico de Philipa. Ya no quiso esperar un momento más. Quería gozar del cuerpo de la muchacha y hacerla suya. Abrió con fuerza las piernas de ella. Philipa quería morir sabiendo que su virginidad iba a ser tomada de esta forma. Por un enemigo de su patria. De alguien que había dirigido a un ejército para acabar con el reino en que vivía. Y no sabía nada de sus padres. Pero su imaginación le hacía sospechar que en otra parte de la ciudad su padre había sido asesinado, posiblemente junto a su cadáver su madre estaría siendo forzada por otro de estos barbaros. Lloro sin consuelo por la imagen que tenía en su mente. Gritando sus nombres.

El general procedió a penetrarla. Enfilo su pene y percibió la resistencia que bloqueaba la entrada.

-          Pero si eres virgen. Esto se pone cada vez mejor. El sacrificio será aún más potente con la sangre de tu himen roto. – dijo entre risas el general.- ¡Grita todo lo que quieras! Nadie va a venir a ayudarte.

Lisandro se retiro un poco sus nalgas como para tomar impulso. Luego entro de una sola estocada. El grito de la joven fue monumental ante el desgarro. El dolor era intenso. Su sexo sin lubricar protestaba por la entrada absolutamente desconsiderada. Mientras a su alrededor el resto de sus compañeras y profesoras sufrían un trato similar. Philipa se preguntaba dónde estaba la directora Galatea. Y que había pasado con su amiga Sophie. Su amiga Sophie. Su anhelo, su deseo. Galatea era su amante. Pero ahora las dos habían evitado este sufrimiento, este dolor.

Sus compañeras tampoco se podía decir que estaban pasándolo mejor. Todas eran víctimas de todo tipo de vejaciones. Una de sus compañeras al lado de ella era forzada a practicar una felación. Le estaba follando la boca, usándola para su propia satisfacción.

-          Eso es zorra. Aprende bien, que esto va a ser tu principal obligación de ahora en adelante. Usa la lengua.

Los soldados estaban completamente enervados y estaban follándolas sin piedad alguna. Una de las profesoras estaba siendo víctima de una sodomización. Los gritos de dolor eran aterradores.

-          Así me gusta. Bien humillada. Te he quitado a tu marido probablemente y ahora te arranco la honra. Ahora tu honor me pertenece porque me lo estoy pasando por la piedra.

-          Maldito seas. ¡Para! Me estás rompiendo en dos.

-          ¡Eso es, suplica! Me gustará mas así. Llora todo lo que quieras. Pero nadie podrá ayudarte.

Al lado una mujer era brutalmente sometida a una doble penetración. Mientras uno de los hombres gozaba del coño de la mujer otro usaba como de un guante se tratase a su estrecho ano. En cuestión de minutos aquel templo se había convertido en una bacanal de humillaciones y todo estaba impregnado de un fortísimo olor a sexo.

El general estaba francamente excitado de la situación. Era la última fase de la batalla y la culminación de la victoria. Ya solo tenía que derramarse en el coño de aquella joven para marcar su territorio y eso no tardo en ocurrir. Dio unos golpes secos con sus caderas, soltó un potente gruñido y inundo con su esperma el útero de la alumna. Todos los miembros de la escolta descargaron sus huevos en sus nuevas esclavas. Philipa ya había agotado las lágrimas y dejo de llorar. Ahora su mente estaba rota y solo trataba de asimilar su nuevo papel de muñeca a manos de aquel hombre brutal. Pero aún había un resquicio en su mente. Un recuerdo de dos personas que no estaban allí, que parecían haberse librado. Y hacia esas dos personas ahora solo guardaba rencor y ansias de venganza.

Continuará …

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