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El regalo de Pablo

en Amor filial

La pobre Elena llevaba una semana en un sinvivir. Tan pronto le ardía la pepitilla de lujuria desmedida como le entraba una angustia que hacía palpitar su corazón de forma desbocada. Estaba convencida de que a sus 42 años esa experiencia que su cuñado, amante y dueño le imponía no podía ser sana para su salud mental.

Por otro lado, un instinto lascivo y animal le impulsaba ardientemente a entregarse a aquella aberración sin meditar en las consecuencias que podrían seguirse.

Al final le dijo a Eduardo que no lo haría.

- Eres consciente de que serás castigada.

- Lo sé.

- Mañana por la tarde.

- Si señor.

El día siguiente era domingo. Fue a misa con su marido y con su hijo menor. Pablo, el mayor, que cumpliría 18 años en una semana, campaba por sus respetos y se negaba a tener relaciones con la religión.

Su marido y su hijo se acercaron a comulgar y al regresar la miraron un tanto sorprendidos de que ella no hubiese cumplido con el rito dominical. Pero Elena era incapaz de confesar al cura su dilema. No había tenido empacho en confesar durante años su adulterio con su cuñado ni su entrega como esclava al mismo. Pero lo de ahora era demasiado.

A las cinco salió de casa a su dominical partida de bridge con las amigas. Ni que decir tiene que sus amigas no sabían jugar a eso ni la habían visto ningún domingo desde hacía dos años.

Andando por la acera según el consabido trayecto, paró a su lado el coche de lunas tintadas de Eduardo y subió a él. No la saludó ni le dijo nada, Ella se abrió de piernas para que su cuñado y dueño comprobase como siempre la ausencia de ropa interior y que el monte de Venus estaba perfectamente depilado.

No había quedado muy convencido su marido cuando ella se sometió a fotodepilación, pese a su convincente argumento de que estaba harta de enseñar su coño en la peluquería para recortar los pelos que asomaban por los lados del bañador. Pero se había habituado.

Se preguntó qué castigo la impondría Eduardo. Hasta ahora casi todos habían sido de tipo psicológico, ya que el contrato de sumisión que le firmó excluía cualquiera que pudiese dejar marca, definitiva o temporal, que pudiese detectar su esposo y por tanto destruir su convencional y respetable familia.

El último castigo sufrido había consistido en prostituirse en la calle hasta recaudar 500 euros. El anterior había sido entregarla a una mujerona negra que la meó por todo el cuerpo. Eso lo conocía su confesor. ¿Qué sería hoy?.

Eduardo condujo en silencio y como si ella no existiese. Salieron de la ciudad y por fin llegaron a un gran y siniestro caserón aislado por una alta tapia.

Entraron y recorrieron un pasillo hasta penetrar en una sala acondicionada como una mazmorra y dotada de múltiples y sofisticados aparatos de tortura. A Elena no le impresionaron los aparatos. No se le podían dejar marcas. Lo que la espantó fue la presencia de tres hombres elegantemente vestidos, al igual que su dueño.

Esa era su mayor pesadilla. Algo que mentalmente suplicaba que nunca hiciera Eduardo: Exhibirla en público. Pero allí estaban aquellos hombres y era evidente que su pesadilla iba a hacerse realidad. Permaneció callada y con la vista baja como se la había enseñado.

Los hombres, Eduardo incluido, se sentaron en unas butacas algo apartadas de ella. Entraron en la sala dos enormes y musculosos negros ataviados con látex y cuero. Uno era hombre, dotado de un pene excepcionalmente largo y grueso en cuyo bálano lucía un brillante e impresionante piercing. Sus enormes testículos colgaban bajo una argolla que sujetaba la bolsa escrotal en la unión al descomunal pene.

La otra era una mujerona de enormes pechos cuyos pezones estaban horadados por dos formidables argollas de titanio al igual que sus labios vaginales exteriores, que mostraban otras tres a cada lado. En el tabique nasal ostentaba otra que le caía casi encima del labio superior.

Sin mediar palabra se acercaron a Elena, que resignada se dejó hacer. Le entraban dudas sobre si su dueño cumpliría la regla de no dejarla marcas.

Fue desnudada por la pareja negra ante los espectadores y después obligada a mostrarles humillantemente los atributos de su cuerpo. El examen fue detallado. Incluso alguno de ellos llegó a penetrar su vagina con dos dedos para comprobar su temperatura, sabor y humedad. Elena estaba totalmente granate de vergüenza. No le hubiera importado morir en aquel momento. Es más, su sofoco y los latidos de su corazón eran tales que creyó iba a sufrir un ataque cardíaco.

Una vez sufrida la exposición ante los hombres vestidos, Eduardo se dirigió a ella:

- Estos caballeros serán testigos y garantía de que el tratamiento a que será sometido tu cuerpo para doblegar tu voluntad, inaceptablemente contumaz en una esclava, no producirá marca alguna que pueda delatar tu condición de sumisa. Sabes que puedo cederte a quien quiera, incluso regalarte o venderte libremente, por lo que tu oposición a mi voluntad es banal. Lo importante es doblegar esa inadmisible soberbia y que seas tu quien me ruegue que haga lo que deseo para ti.

Con un gesto indicó a la pareja negra que comenzasen con el tratamiento. La colocaron un collar de cuero tachonado y con argollas, unas muñequeras que trabaron a ambos lados del collar y una mordaza de bola que metieron en la boca muy forzadamente. En los pezones le pusieron unos pequeños cepos de tornillo que fueron apretados sin piedad y que la arrancaron lágrimas de dolor. Peor fue cuando le pusieron el mismo artefacto en el clítoris. Quedó firmemente convencida de que jamás volvería a tener sensibilidad en ese órgano.

Fue sentada en una extraña silla de respaldo graduable y asiento basculante y sujeta a ella mediante unas cuerdas suaves para no rozar su blanca piel. Inmediatamente le fue impuesto un copioso enema en el recto y sellado el esfínter anal mediante un atroz tapón prolongado en una varilla metálica a cuyo extremo había una bola, también metálica, del tamaño de una de golf.

La vagina fue inundada por otro enema y taponada por un globo inflable que forzó una inhumana dilatación del esfínter. Seguidamente le quitaron la mordaza de bola para intubarla el esófago de una forma muy desagradable. Por el tubo comenzaron a verter agua. No paraban de hacerlo y Elena se veía imposibilitada de oponerse a ello. Notaba su tripa cada vez más hinchada.

La mujer seguía introduciendo agua impasiblemente mientras el hombre palpaba de cuando en cuando su tensa tripa que ya parecía de embarazada. Al fin cesaron de introducirle agua y volvieron a colocarle la mordaza de bola ahogando sus súplicas para que le destaponaran la vagina. Se sentía de una forma rara, como imposibilitada y, sobre todo enormemente molesta y dolorida.

Conectaron un cable a la base del tapón anal y otros a los cepos de los pezones y del clítoris, órganos éstos que ya no sentía pertenecieran a ella. De pronto sufrió una rabiosa descarga eléctrica que le recorrió la columna vertebral, extendiéndose a sus pechos y bajando por el tenso vientre hasta sacudir su clítoris haciéndola tomar dolorosa conciencia de que sí seguía teniendo el pequeño apéndice.

Cuando cesó la descarga no tuvo tiempo para reponerse y sufrió otra con recorrido inverso. La cara bañada en lágrimas y los mocos saliendo a raudales de su nariz no movieron a compasión a los negros.

A un gesto de su dueño le quitaron la mordaza, lo que aprovechó para suplicara a berridos que cesara la tortura.

- Pídeme que cumpla mi deseo.

- Si por favor, mi dueño, señor, quiero cumplir tu deseo.

- Bien.

Con otro gestp suyo, la pareja la desató de la silla, le quitaron el collar, las muñequeras y los cepos de pezones y clítoris y desaparecieron sin decir nada. Elena quedó desnuda en el centro de la sala sin saber que hacer.

Por fin se arrodilló y con la vista baja dio las gracias a su dueño por haberla disciplinado y por tanto perfeccionado.

- Ven acá perra, y ponte a mi lado de pie.

Elena se acercó a su amo, quien llevó su mano a su pubis y pellizcó brutalmente su clítoris.

- Hay que despertar este bultito entumecido para que puedas disfrutar de las penetraciones de estos caballeros.

La llevó ante un potro donde la hizo inclinar con las manos apoyadas en él y uno de los hombres sacó su polla sin desnudarse y la penetró el ano sin más preparación que un escupitajo. Sentía una tremenda humillación y vergüenza, pero cuando el segundo hombre la comenzó a sodomizar, su irrefrenable lujuria, que la había conducido a esa situación, la venció y sus dedos fueron a acariciar el maltratado clítoris y a penetrarse la vagina.

No quería manifestar el orgasmo que obtuvo por dignidad, pero las convulsiones fueron suficiente muestra para que el hombre la calificase de sucia ramera lasciva.

Con el tercer hombre desistió de ocultar su placer y alcanzó otro orgasmo obscenamente escandaloso. Aún se lanzó a los pies de su dueño rogándole que la follase.

Eduardo, impasible ante los ruegos de su lúbrica hembra sumisa, sacó su pene y orinó sobre ella invitando a los otros a imitarle. La ordenó abrir la boca y beber parte de su dorado líquido. Elena no opuso ningún reparo e incluso bebió algo de los otros hombres.

Ellos se sirvieron unas copas que tomaron mientras la esclava, en un rincón, se colocaba los hielos que le habían entregado en su clítoris y pezones para rebajar la inflamación. Aunque sumamente molesta, esa noche folló con su esposo sin que este notase ninguna alteración en su espléndido cuerpo.

 

. . . .

Una vez tomada la decisión de acatar el designio de su dueño, Elena ya no estaba angustiada. Le había entrado u gran relajo al aceptar que ella no era la propietaria de su destino y que por tanto no era responsable de ninguna consecuencia de sus actos.

Si acaso se encontraba algo excitada ante la proximidad del acontecimiento.

Y llegó el día del cumpleaños de Pablo, su hijo mayor. Después de las felicitaciones familiares se iban a reunir en una discoteca alquilada para celebrar su mayoría de edad con todos sus amigos y amigas. A su marido no le agradaba ese ambiente ruidoso y juvenil por lo que se marchó a casa de unos amigos en el campo a pasar la tarde haciendo una barbacoa.

Despacharon a los primos, tíos, abuelos y demás parentela camino de la discoteca y quedaron en casa Pablo, Eduardo y Elena, que irían más tarde con la disculpa de que ella tenía algo de acidez de estómago. Su cuñado y su hijo se quedaron para llevarla cuando remitiese la acidez.

Elena temblaba en su habitación mientras se colocaba el collar de cuero. Pero no temblaba de miedo o de frío. Temblaba de ansiedad y de lujuria. Una vez aceptado el destino, su naturaleza lúbrica explotaba al exterior. Desnuda ante el espejo portando solamente el collar y una cadena enganchada a él, se apreciaba hermosa en su madurez, con un cuerpo pleno, generoso y anhelante de placeres. Placeres que le había proporcionado su amo al no prohibirla nunca los orgasmos.

Eduardo entró en la habitación.

- ¿Dispuesta?

En silencio ella le entregó el extremo de la cadena de su collar y él la condujo al salón donde se encontraba Pablo, de espaldas a la puerta y mirando por el ventanal.

- Pablo, tu prometido regalo.

Pablo se giró y contempló imperturbable como Eduardo le ofrecía la cadena del cuello de su madre ante el intenso rubor de ésta.

- Gracias, tío. Es el mejor regalo para mi mayoría de edad.

La tranquilidad de su hijo le reveló a Elena que el regalo ya estaba apalabrado de antemano. No era ninguna sorpresa como ella había creído. Se indignó por un instante, pero se calmó casi de inmediato ante el morbo que le inspiraba el servir sexualmente a su propio hijo.

- Veo que la sucia ramera tiene la entrepierna húmeda.

- Si, es muy caliente y dispuesta para el sexo. Disfrutarás mucho del regalo.

- Voy a probarlo ahora mismo. Zorra, hazle los honores a mi polla.

Elena se arrodilló ante su hijo y extrajo su pene de la bragueta con cierta torpeza y temblor de manos debidos a su ansiedad. Se entregó en cuerpo y alma a procurar a su vástago el placer exigido. Eduardo comentó:

- Vaya con la putona. Nunca puso tanto empeño en manejar mí verga. Me parece que con este regalo no solamente agrado a mi sobrino, sino también a mi cuñada.

- Creo que si tito. Has estado muy acertado.

Elena acariciaba y chupaba la polla de su hijo como si fuera su bien más preciado. Solamente deseaba con impaciencia que la penetrase el coño o el ano. Enseguida obtuvo su satisfacción.

- Zorra, voy a probar el goloso culo que tienes. Apóyate en el respaldo del sofá de espaldas a mi.

Elena obedeció de inmediato. Apoyó sus pechos en el respaldo y separó con sus atractivas manos las mórbidas cachas para facilitar la penetración a su hijo. Incluso se escupió en los dedos y se los metió en el ano para lubricarlo de manera que al chico no le resultase desagradable la entrada.

Pablo la penetró el ano con poca dificultad y, ya en tarea, dijo:

-Tio Eduardo, fóllala la boca.

Con los dos extremos ocupados, Elena era dichosa. Con una mano acariciaba los testículos de su anterior dueño y la otra fregaba su clítoris mientras sus macizas tetas golpeaban con violencia el respaldo del sofá. No tardó en alcanzar el más profundo orgasmo de su vida que la convenció de que su forzada decisión de acatar los deseos de su cuñado era la mejor que había tomado jamás.

- Joder con la zorra de comunión diaria. Es capaz de tirarse a un regimiento entero y tener un orgasmo con cada soldado. Hubiera sido una buena puta cantinera.

- Pues ya verás cuando la cedas a alguien. Primero se pone colorada de vergüenza, pero cuando tiene un rabo en cualquier agujero se le dispara el instinto de ramera y disfruta como una loca.

- ¿Suelta mucho flujo vaginal?. Eso es buena señal.

- Que si suelta. Para bañarte. La semana pasada, cuando la convencí de ser el regalo y la follaron tres caballeros, el flujo vaginal llegaba hasta los piés. Y eso que estaba de color granate por la humillación. Pero el sexo le arregla todo. Es su droga y ... y ... aahhhss ... me voy ... mmme fui.

Elena se tragó golosamente el esperma de su cuñado mientras se corría al tiempo que su hijo eyaculaba en sus intestinos y no pudo evitar mearse patas abajo.

Pablo tomó una cucharilla de la mesa con los restos de la comida del cumpleaños y entresacó del culo de su madre su propio semen con excrementos que, mezclándolo con la orina de su madre, le dio a comer. Elena saboreó, tragó y rogó más. Ante la indiferencia de sus dos parientes ella misma se entresacó de su culo más restos y se los comió.

Pablo y su tío se miraron en complicidad. Tomaron a la ramera de la cadena de su collar y la sacaron al jardín. Allí la mearon en la boca ordenándola beberse todo bajo la amenaza de colocarla un cinturón de castidad durante un mes. Claro que menos por la noche, en que debiera atender a su marido.

Su hijo Pablo le expuso sus intenciones más inmediatas:

- Mira zorra. De entrada vas a dejar de tomar los anticonceptivos porque te quiero bien preñada. No me importa si de mi, si del cornudo de mi padre, si de tu cuñado o de cualquiera a quien te preste. Incluso de cualquier cliente cuando te prostituya.

El mismo día que salgas de la maternidad tras parir tu camada le pedirás al cornudo de mi padre -si es que lo es- el divorcio. Te quiero disponible para modificar ese cuerpazo que tienes de forma que esté a mi gusto antes de que te hagas demasiado vieja.

Mañana mismo te cederé a mi hermano y le despojarás maternalmente de su virginidad. Ya tiene los catorce y es hora de que folle bien.

Esa noticia provocó que Elena, involuntariamente, soltase un copioso e impetuoso chorro de flujo vaginal que salpicó los muslos de Pablo.

- Qué guarra eres. Te pones a cien por imaginar cómo vas a follarte a tu hijo menor de edad. Sigamos:

No volverás a pisar una iglesia, hipócrita meapilas, ni contar a ningún cura tus aberraciones.

El martes dirás al cornudo que nos vamos de excursión al campo. Efectivamente nos iremos. Un amigo tiene una granja y quiero iniciarte en el sexo con animales.

La vagina de Elena volvió a escupir flujo y se sintió la hembra más venturosa de la humanidad.

 

FIN.

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