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Perversión facultativa (1)

en Control Mental

Adriana y Laura mantenían su amistad desde hacía más de seis años, pero solo hacía dos que habían decidido alquilar un apartamento a escote. Ambas tenían veintidós años y eran muy hermosas; Adriana, algo más alta, cursaba el mismo curso de derecho con Laura y las dos habían hecho sus pinitos en pases de modelos organizados por firmas de diverso prestigio. Aquella tarde habían desestimado a acudir a uno de ellos, porque pensaban que aquella actividad esporádica corría el riesgo de ocuparles demasiado tiempo y perjudicar sus estudios. De hecho, habían decidido reducir drásticamente aquellos bolos y centrarse en aprobar asignaturas. Adriana era rubia y su cabello lacio llegaba a rozar su cintura y Laura recogía su cabello negro azabache en una pequeña coleta que escasamente rebasaba su cuello.

Friederik Malevich era psicólogo. Había conocido a Laura hacía seis meses y la profesionalidad y seriedad de este hizo que ella se lo recomendase a Adriana. Sólo dos meses después de sesiones semanales separadas, el Doctor les sugirió que acudieran juntas. Aquello les sorprendió, pero implicaba un considerable ahorro y, por otra parte, no existían secretos entre ellas, por lo que aceptaron, no sin cierto resquemor.

Las primeras sesiones resultaron excelentes, las chicas se relajaban y abrían a el sus sentimientos ante sendos refrescos con la que les obsequiaba para cada una de las citas. Tres semanas después el Doctor Malevich había escudriñado en sus mentes lo suficiente como para averiguar muchas cosas, que hacía solo unos meses, pertenecían a su más absoluta intimidad. Confirmó, por ejemplo, que sus relaciones sexuales se ceñían a efímeros escarceos con dos jóvenes de la universidad y que jamás habían sentido atracción homosexual alguna. Cada sesión se desarrollaba con más naturalidad y les sorprendía a ellas mismas su propia locuacidad. Ignoraban que estaban siendo sometidas a un complejo proceso químico y mental, capaz de modificar su ideología y de condicionar sus actos. El Doctor Friederik Malevich, desde la primera sesión con ambas, había diluido en sus refrescos una combinación de 2-CB y MDMA que constituía un verdadero afrodisíaco y con el que había constatado, en numerosos experimentos humanos, que no sólo provoca el deseo de alcanzar el orgasmo sino también una estimulación sostenida. Pero, sabía también la importancia del factor psicológico, porque, en ocasiones el cerebro se había aferrado a la antigua idiosincrasia y factores como el costumbrismo o las creencias religiosas habían provocado el rechazo ha aceptar nuevas sensaciones.

Poco a poco, fueron acatando la voluntad de aquel monstruo. Un mes después, a modo propio, incrementaron las sesiones, tal vez porque aquella combinación química resultaba altamente adictiva. Por un lado repudiaban todo aquello, pero por otro sentían la necesidad vital de entregarse a el, de sentir aquellas sensaciones placenteras que hacían que se evadiesen de si mismas para volver as ser ellas cuando salían de la consulta, recordando vagamente de lo que había sucedido en la sesión, como si despertasen de un sueño.

La última visita a la consulta alcanzó el cenit. La habitación se les antojó gélida y sentían escalofríos. Era la única emoción no placentera que percibían. Observaban las arañas de cristal que pendían de la lámpara del techo y estas se reflejaban en su mente de forma caleidoscópica, multiplicando sus reflejos blanquecinos en millones de haces que se proyectaban hasta estrellarse y fundirse en la pared, sintieron como ellas mismas se convertían en un reflejo más, como las figuras talladas en el artesonado techo de madera difuminaban sus grafías adoptando caprichosas runas. Sus cuerpos estallaban en placenteras sensaciones, en forma de esporádicos y punzantes micro orgasmos, provocados por un mero gesto, o por su propia respiración. Laura ladeó su torso sobre el diván y abrazó las rodillas con los brazos en posición fetal. Inconscientemente, sus manos acariciaban su piel tenuemente. La música resonaba voluptuosa en sus oídos adquiriendo un eco tridimensional y distorsionado, como si esta procediese de la profundidad del mar, pero, aún así, le parecía hermosa. Vivieron aquel estado largo tiempo, pero su mermada capacidad cognitiva le impidió calcular, ni remotamente, la duración de aquel éxtasis.

Cuando despertaron estaban desnudas y sudorosas, el cabello despeinado de Adriana se deslizaba por sus hombros en forma de caprichosos rizos y le invadía una sensación de ausencia y de placer que intentó confinar vanamente. Se incorporó para sentarse sobre el diván y utilizó una mullida manta para secar el sudor se su cuerpo y cubrir su desnudez con ella. Entonces, supieron por primera vez, sin ningún género de dudas, que habían sido drogadas. Lloraron por lo que habían sentido.

Las cámaras ocultas habían recogido la escena con toda precisión y el Doctor Malevich se sintió enormemente complacido tras la gran mesa de despacho que presidía su estudio. Recapituló para tomar notas en un pequeño bloc de anillas. Primero les había administrado la MDMA y un poco antes de finalizar los efectos de ésta, la 2-CB, la combinación de ambas tenía varios entusiastas, se dijo que si alguna vez se llegase a encontrar algo, que sin lugar a dudas, pudiese considerarse como un afrodisíaco efectivo, probablemente seria creado a partir de la estructura la 2-CB. Sabía también que si menstruaban dilatarían considerablemente el proceso, por lo que les había administrado vitamina K, en cantidad suficiente, para retrasarla hasta que estuviesen completamente adicionadas.

Ambas estaban terriblemente avergonzadas y ocultaban sus cuerpos cubriéndolos con sendas mantas. Repudiaban a aquel hombre y sus miradas destilaban aquel odio. Pero las palabras de este rezumbaban en sus cerebros como envenenadas astas y sofocaban cualquier reacción. Solo sus pupilas dilatadas y la palidez de sus rostros evidenciaban aquel estado de sugestión haciendo imposible resistirse a sus deseos más perversos.

— ¿Habéis sentido placer?, chicas.

Era imposible negar la evidencia y ambas bajaron la cabeza evitando su mirada.

—Ha sido sólo el principio, venid conmigo.

Las condujo a una sala anexa, muy lujosa, en la que destacaba una inmensa cama con dosel cubierta vestida con una impoluta sábana de seda blanca.

—Sentaros sobre la cama, quiero hablar con vosotras. El lo hizo en un sofá dispuesto frente a ella.

Ambas se sentaron sobre la cama sin despojarse de las mantas y recostando sus espaldas sobre el mullido envés, muy separadas entre sí.

— ¿Qué sentís?, pequeñas.

Ninguna de las dos estaba dispuesta a entrar en aquel juego y simplemente evitaban sus miradas cabizbajas. Se dirigió a la que le parecía mas vulnerable.

—Dime Adriana, ¿cómo te sientes?

Fue como si algo en su cerebro le obligase a contestar aún no deseándolo.

—Bien doctor

—Dime algo más, querida. ¿Qué has sentido?

Se odiaba a si misma por obligarse a contestar.

—Placer.

— ¿Sexual?

—Sí doctor.

— ¿Has sentido algún orgasmo?

Aún esquivaba su mirada cubriéndose el rostro con los brazos.

—Si, señor.

— ¿En quién pensabas?

Los recuerdos de los últimos instantes afloraron a su mente y estos le avergonzaron hasta el punto que dos lágrimas surcaron sus mentones.

—En Laura.

Laura la observo con evidente indignación, como si su amiga la estuviese traicionando, pero aquella maldita droga obnubilaba sus reacciones.

—Ahora Laura quiero que te despojes de esa manta y te recuestes junto a Adriana.

No podía creer que formulase esa orden y sin embargo lo hizo, deslizo aquella manta y se acostó junto a Adriana sin formular palabra alguna.

—Te ordeno que acaricies tu sexo, que olvides que estoy frente a ti, que recuerdes las sensaciones percibidas y te excites hasta el orgasmo.

Fue como si su cerebro se vaciase como un cubo para preservar una sola idea: la de alcanzar el orgasmo con sus manos. Adriana la observaba en silencio sin ser capaz de albergar reacción alguna.

—Tu también Adriana, desnúdate y échate junto a Laura, quiero que no alberguéis otra idea que la de alcanzar el orgasmo.

Movida por un irrefrenable impulso, Adriana imitó a Laura y se acostó junto a ella en la más impúdica desnudez, evitando rozarla. Minutos después ambas parecían en trance, la expresión de su cara evidenciaba un placer intenso, ajenas a cualquier realidad externa. Sin quererlo emitían entrecortados jadeos, introduciendo sus dedos en sus sexos e imprimiendo un sostenido vaivén.

—Quiero que os beséis, que alcancéis esa dimensión prohibida a la amistad y a su vez tantas veces deseada.

Adriana y Laura se fundieron en un beso, abrazaron sus cuerpos para acariciar cada milímetro de su piel.

Continuará...

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