miprimita.com

Clara

en Grandes Relatos

CLARA

Primera parte

 

Cerraron sus ojos

que aún tenía abiertos,

taparon su cara

con un blanco lienzo,

y unos sollozando,

otros en silencio,

de la triste alcoba

todos se salieron

Me vino a la memoria aquellos versos del poeta que vivió hacía pocos años atrás, Gustavo Adolfo Bécquer, creo que se llamaba. Le cerraron los ojos aquellas mujeres de negro hasta el cuello y obligaron a salir a todos, a todos, menos a mí.

¡Había muerto! ¡Había muerto! ¡Luché a brazos partidos y con todo mi saber! ¡Compuse pócimas magistrales para atajar el mal! ¡Hice incisiones, coloqué ventosas y sanguijuelas! ¡Imploré a Dios a grito, yo que no creo en él, cuando vi que mi conocimiento no bastaba! ¡Le pregunté por qué perdía aquella alma! ¿Qué más podía hacer? ¡Había muerto,…! Dieciocho horas sin parar ¡Había muerto…en mis brazos! Y lloré amargamente ante aquellas mujeres que me miraban asombradas.

-Doctor, doctor, no se culpe, Dios lo ha querido así. Usted ha hecho lo no visto jamás por médico alguno. No se puede luchar contra el poder Divino. Ahora váyase, doctor, si quiere. La vamos a amortajar y no creo que eso le guste. Váyase a casa a descansar. Mañana acudirá al entierro ¿no? –Y me empujaba maternalmente hacia la puerta aquella mujer, que sirvió de ayudante.

Cerraron sus ojos

que aún tenía abiertos,…

Salí de aquella pequeña casa oscura por falta de luz de gas. Las vecinas caritativas pululaban por ella realizando tareas que iban a servir para exponer al cadáver. Mujeres sentadas y llorando, otras, llorando también, pero más activas, casi todas de negro. Hombres con traje de faena, venían de trabajar en la fábrica, que acompañaban y miraban cómo aquellas mujeres cambiaban la casa en velatorio en un santiamén. Todos me saludaron con respeto, unos pocos se quitaban sus sombreros viejos a mi paso. Marché cabizbajo, hundido, con el alma perdida y salí a la calle sin saber que rumbo tomaba.

Me vi en la clínica, en mi despacho leyendo las notas que había dejado Gloria, la enfermera "Doctor, mañana ha de visitar a Rosenda, hoy cumplía y está a punto de parir. Ya sabe, es ligerita para los hijos" Otra, "Doctor, ha ingresado la señorita Gracia Jiménez para que la opere" "Doctor, tiene…" ¡Mierda, mierda! ¡No te has enterado que ha muerto! ¡¿No sabes que he dejado su casa y mi vida en ella?! ¡Déjame en pazzzzzzzz, por favorrr!

Llegué a mi hogar, dejé el maletín en la mesita del recibidor y me tiré en el sofá como un fardo. Estaba excitado, bloqueado, fuera de mí. No respondía a ningún reflejo ni estímulo, mi cuerpo estaba muerto. Allí, tendido en aquel sillón grande comencé a lloras amargamente, ahogándome en mis propias lágrimas que caían a borbotones. Lloraba estruendosamente con la amargura clavada que parecía un puñal en el pecho

-Gerardo, Gerardo…

No sé cómo interrumpí aquel amargo llanto. Me levanté de un salto y quedé mirando al fondo de la casa.

-Gerardo, Gerardo, ven…-La voz estaba allí, clara, diáfana.

-¡Clara, Clara, mi vida! ¿Dónde estás?

Una figura femenina, difusa, vestida con traje largo y ancho salió de una de las habitaciones y se metió en la mía

-¡Ven, estoy aquí. No me dejes! –Respondía la voz de ella desde el interior de la alcoba.

Corrí hacia allí, estaba oscura y llegué a la cama pero no recuerdo más. Todo se nubló y entré en un sopor maravilloso.

De pronto me encontré flotando, como volando pero estaba caminando entre aquellas nubes que no dejaban ver nada. Empezaron a difuminarse y pude ver el arbolado parque de San Miguel con la estatua del Arcángel presidiendo el recinto. Hacía un día espléndido, el cielo azul, limpio de nubes y un sol brillante y picón. Yo paseaba con mi bastón de bambú y mi sombrero gris a tono con mi traje veraniego, el pañuelo azul al cuello, a modo de bufanda, debajo de la camisa y un clavel rojo en la solapa. Estaba a gusto en aquella ciudad acogedora, establecido hacía tres años y me iba bien con la clínica. Por el paseo que estaba yo se acercaba una mujer de unos treinta y pico años bien llevados y cargada con unos paquetes que pendía de sus brazos. Se dirigía derecho hacia unos adoquines levantados por el uso e iba a tropezar y caerse. Corro y llego a tiempo de tomarla entre mis brazos para que no diera contra el suelo

-¡Uf, gracias señor! No veo por donde voy con todo estos trajes que tengo que entregar.

Pequeña, llenita pero entallada. No podía apreciar casi nada de ella con aquellos bultos.

-Permítame, señorita, que la ayude, por favor. Tan cargada puede dañarle la espalda a la larga, créame. Soy médico y veo casos en el día por estos abusos. Vamos a sentarnos aquí, descansa y luego sigue con mi ayuda ¿le parece?

Descargó en el banco del parque todos los paquetes y entonces sí que la vi. bien. Su cuerpo entrado en carnes no estaba desbaratado para la edad que aparentaba. Ancha y redonda de hombros, pechos normales y picudos, caderas fuertes no muy apreciables por la larga falda de vuelos que las cubrían hasta los pies. No era un traje elegante y sí modesto, de organdí, pero bien hecho y adaptado a su agradable figura. La cara entre ovalada y redonda, ojos expresivos y brillantes, nariz pequeña y recta, pelo largo y algo ondulado tocado con un pequeño sombrerito cogido con algunas trabas a su castaño cabello. La sonrisa era lo que destacaba en ella, preciosa, llamativa y con unos dientes blancos y estéticos sin ser perfectos.

-¡Nada de eso, señor! ¡No puedo abusar de un caballero de su categoría. dejaría de ser una parroquiana bien educada! ¡Quite, quite! –Parecía asombrarse ante mi proposición.

-Hablaremos de eso luego, señorita… ¿Cuál es su nombre, si no es atrevimiento?

-Clara Blanco Castillo, señor, para servirle a Dios y a usted.

-Gerardo Martell y Martell, también para servirla, Clara, ¡Qué precioso nombre! Permítame llamarla así.

-¡Naturalmente, doctor Martel! Yo soy una humilde costurera. Usted es un señor médico. Puede llamarme Clara y de tú, todos lo hacen.

-Yo no soy todos, Clara, y considero que tiene tanta dignidad usted como costurera que yo como médico. Somos personas, decentes y de respeto y eso nos lleva a los dos y a los demás que son como nosotros a tener las mismas consideraciones, los mismos tratamientos. Todos comemos por la boca y vamos, después, al retrete. Lo hace el rey, el aristócrata, el burgués y el trabajador sencillo ¿En qué nos diferenciamos pues? En las clases sociales que nos separan, los estudios, el trabajo que realizamos diariamente. Hipocresía de un país elitista y monárquico históricamente, gobernado por burgueses opulentos que no se ponen de acuerdo en mejorar esta sociedad.

Su rostro era todo un poema de perplejidad. La bonita boca se convirtió en un O. El mitin debió apabullarla.

-Doctor, doctor –Dijo con una alegre risa y dándome palmaditas en mi mano que reposaba sobre el muslo izquierdo- ¿se da cuenta de la realidad? Yo no puedo contestarle como se merece. Ha pronunciado palabras que yo no me atrevería jamás a decirlas y con esa libertad con que usted se expresa. Es más, señor doctor, no las sé, soy humilde y zafia, apenas si sé leer y escribir lo necesario para tirar adelante. Usted, señor, es la diferencia que está despreciando. Usted puede porque sabe lo que dice, tiene conocimientos y gana dinero que le respalda. Yo trabajo para los demás y agacho la cabeza y cuando me equivoco pierdo dinero. Eso es así, doctor, unos son leídos y otros, como yo, bajamos el lomo trabajando de sol a sol.

Me sentí impresionado ante Clara. Mis ideas liberales, republicanas rayando el anarquismo, conocimientos sacados de bibliotecas, periódicos, incursiones en manifestaciones ante las autoridades y corriendo delante de la policía en mi época de activista eran contestadas con sencillez y sin pretensiones libertarias y literarias. La miré con tal intensidad que, desde ese momento, y sin saberlo aún, había calado en mi corazón estrepitosamente.

-¡Doctor, doctor! Me ha mirado de una manera tan bonita que si no fuera mucho más joven que yo me azoraría y estaría muy cortada. Pero ya tengo cuarenta y dos años y experiencia de la vida para que se me ponga la cara colorada y un chirguete me camele. Pero, de todas formas ¡Uf! –Y se abanicó con la mano- Me ha puesto nerviosa.

-¿Vive por aquí cerca, Calara? –Pregunté para desviar la conversación

-A ocho manzanas de aquí, doctor, en el barrio pobre de allí –Señaló por detrás de su espalda- ¿Trabaja cerca de este parque?

-Tengo el despacho en el centro, en los soportales, y la clínica detrás de la catedral. Opero allí todos los días y estoy de un sitio a otro como los coches de caballo. Hago visitas domiciliarias, en fin, atareado. ¿Me permitiría invitarla a una soda en el kiosco, Clara?

-Pues…, no se…, la verdad que con este sol picón se lo merece una. Yo…, doctor, no se… si estaría bien que me vieran con usted.

¿Por qué, Clara? –Pregunté algo mosqueado

-Doctor, yo soy una mujer mayor y usted es un hombre muy joven, guapo ¿Qué iban a decir todos?

-La envidiarían por estar tomando una soda, tan solo

-Venga, vale ¿Hay que llevarse todo esto?

Pasamos un buen rato agradable, charlando, riéndonos de pequeñas anécdotas personales, de clientes y pacientes. La ayudé a llevar aquellos encargos domicilio a domicilio y me encontré tan a gusto con ella que le pedí vernos al día siguiente.

-¡Uf!, doctor ¡Qué cosas tiene usted! ¿A dónde va con esta vieja?

-Vamos, Clara, no se humille a sí misma. Concédame el placer de volverla a ver, de hablar, de acompañarla a sus quehaceres sin molestarla en absoluto ¡Por favor! –Y puse las manos juntas en posición de ruego

Nos vimos al día siguiente y al otro y al otro. Pasaron dos semanas que nos encontrábamos en el parque. Todos los días eran diferentes, unos más divertidos otros no pero con alguna novedad. Y me enamoré de ella.

-¡Doctor, por Dios! ¿Qué dice? Tengo cuarenta y dos años y usted veintiocho. Esa diferencia es… -Contó con los dedos- ¡Catorce años, señor doctor! Podía se su madre porque a esa edad ya era mocita ¡Quite, quite! ¡Hay mujeres jóvenes, hermosas y de su clase en esta ciudad, doctor! ¿Y usted dice que está enamorado de mí, una pobre mujer mayor como yo? Sin ni siquiera llegarle a los tobillos ¡Dios mío!

-¡Se lo juro, Clara, la amo, la deseo! La deseo como un hombre desea a una mujer, o sea, poseerla, desnudarla, acariciarla, tenerla siempre conmigo, protegerla y mimarla ¡Casémosno, Clara!

-Doctor, le seré franca. Llevo muchos años sola y nunca he estado con hombre alguno. Yo también tengo ganas de estar en los brazos de uno y que me mime de esa forma. Pero no usted, doctor, es muy joven y merece algo mejor.

-Eso no me vale, Clara. No creo en la humildad ni en las clases sociales. La quiero y me gustaría compartir cama todos los días. Soy médico y las medias palabras me repatean. Yo digo al hombre o mujer las cosas tal como son, si les gustan, bien, sino, también. La deseo, Clara, la deseo y eso es una realidad. No miro que tenga más edad que yo. Nada perdura y puedo morirme yo antes que usted

No volví a verla durante cinco días. La esperaba al pie de la estatua del Arcángel San Miguel durante horas, sentado en el kiosco tomando una soda, paseando y Clara no aparecía. No sabía donde vivía, nunca lo dijo, y no podía dar con ella. La desesperación me embargó y me recorrió por todo cuerpo una extraña sensación de dolor, de desazón y tristeza. Caminé despacio por uno de aquellos paseos que terminaba en la rotonda del kiosco y me senté en un banco. Miraba hacia el suelo cuando una voz de mujer me llamó.

-Doctor ¡Qué alegría verle! ¿Me ha estado esperando todo estos días de verdad?

-¡Clara, mi Clara! ¡Alegría la mía de volverla a ver –Y quedé asombrado de verla vestida de aquella forma.

Un traje ceñido dejaba ver una figura llena de curvas impresionantes. Era gordita pero entallada. El escote de encajes alrededor, cuadrado, dejaba ver unos pechos firmes y apetecibles. Las caderas, que nunca pude apreciar, aparecían ante mí redondas, llamativas y tremendas. No llevaba sombrerito y el pelo le caía sobre la espalda en cascada ¡Estaba preciosa! Sus brazos macizos estaban cubiertos por unas mangas con encajes al codo y una sobrilla de verano era todo aquel atuendo.

…

-¡Gerardo, Gerardo! Levántate, tienes que acompañarme –Era la voz lejana de Clara llamándome otra vez.

Desperté de aquel divino sueño que había tenido y me encontré tendido, boca a bajo, en mi cama, vestido todavía.

-¡Clara! ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?

…

La luz que en un vaso

ardía en el suelo,

al muro arrojaba

la sombra del lecho;

y entre aquella sombra

veíase a intérvalos

dibujarse rígida

la forma del cuerpo.

No habían traído todavía el ataúd y como aquel poeta, la vela que se consumía en aquella vieja mesilla de noche dejaba una habitación casi vacía, fría y oscura en un tétrico recinto donde la luz mortecina reflejaba en la pared, a la izquierda del cadáver, su sombra rígida y siniestra. Se notaba un juego de sombras claro oscuro que me recordó los cuadros del pintor español Velásquez.

Desde que marché, hacía tres o cuatro horas, hasta ahora, la casa estaba llena de hombres y mujeres todos vestidos de negro o gris oscuro, ropas sacadas del baúl ex profeso para el caso. Había un silencio relativo, roto a veces por rezos, suspiros o lloriqueos de las mujeres que estaban allí. El pequeño salón que antecedía a la habitación estaba descubierto y las sillas, traídas de las casas de vecindad, rodeaban aquel espacio. Era el sitio donde colocarían el féretro.

Para más angustia mía, al poco de estar allí, llegó el sarcófago. Negro como el azabache y terrorífico como el hambre. Cuando lo colocaron con el cuerpo dentro la escena era dantesca. El pavor se reflejaba en las caras de todos nosotros que no podíamos desprender la vista de aquel sitio, el miedo atrae la vista del ser vivo, y la muerte, allí presente, era el punto álgido de los presentes.

Todos nos sobresaltamos y nos alegramos internamente a la vez cuando oímos voces, proveniente de la calle, que gritaban

-¡Gaceta! ¡Ha muerto el rey Alfonso XII! ¡Ha muerto el rey Alfonso XII! ¡Gaceta! ¡Ha muerto el rey Alfonso XII! –Eran los niños que vendían los periódicos por las calles.

-¿Han oído? Ha muerto el rey

-¡Dios nos bendiga a todos! ¿Volverá Amadeo de Saboya otra vez?

-¡Por Dios, señora Encarna! –Dijo un hombre frente a mí- Ese usurpador, que dice usted, ya murió. El rey ha fallecido sin conocer al hijo que está en camino. La reina Cristina será la Regente hasta que el hijo o la hija sea mayor de edad.

-¡La ley Sálica no volverá a España nunca más!. Con la reina Isabel II ya tuvimos bastante ¡Mala pécora!

-¡Anda que Alfonsito no era nadie! Con esa amante que tenía, mucho antes que se casara con la primera mujer, tuvo varios hijos –Comentaba otro con sorna

-¡Dios mío, ha muerto el rey! ¡Viva el rey!

-¡Basta, hombres y mujeres! –Grité yo levantándome de la silla y blandiendo la mano en alto- Una muerte regia no es más importante que la que tenemos aquí. Es una muerte más de las tantas que hay en el día ¡Qué más da que sea del rey o de Perico el de los palotes! ¡Ha muerto, bien! A rey muerto rey puesto ¿O no es así en España y en el resto de las monarquías? ¡Ahora estamos en lo que estamos! Recemos a Dios, si es verdad que existe, para que acoja, de igual forma que a Alfonso, a esta alma tan querida.

Todos enmudecieron y agacharon la cabeza. Unos no estaban de acuerdo con mi salida de tono, otros movían la cabeza afirmando silenciosamente.

Despertaba el día,

y, a sus albores primero,

con sus mil ruidos,

despertaba el pueblo.

Ante aquel contraste

de vida y misterio,

de luz y tinieblas,

yo pensé un momento:

¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos!

No podía quitárseme de la cabeza la poesía. Era la realidad que estaba viviendo en esos momentos. La noche fue muy larga, triste y las pequeñas tertulias, de aquí y allá, permitían pasar las horas más rápidamente. -¿Un café, doctor? –Me invitaban, o también -¿Un coñac, doctor? -Me ofrecían, servido siempre por mujeres. Me levantaba el ánimo y alegraba mi soledad y aparcaba un momento la tristeza, pero nadie se acercaba a mí, no por la discusión, es que no pertenecía a su clase y era allí un intruso.

-Doctor –Me decía una joven que se movía mucho- Está amaneciendo. Váyase a casa a descansar un poco. Se le ve muy cansado.

-Si, gracias, eso haré. También tengo una mujer a punto de parir y estoy esperando que me avisen. Hasta luego a todos.

Una nota de la enfermera me decía que Rosenda todavía tenía para dos días más. Llegué a casa, calenté agua y me bañé. Recogí todo y me senté con las piernas estiradas ¡Qué alivio sentirse limpio! Un sopor estaba entrándome por todo el cuerpo y los ojos se cerraban.

-Descansa, mi amor, descansa para luego. Recuérdame como sabes hacerlo

-¡Clara, tú…!

Quise abrir los ojos pero el placer de aquellos dedos en mis sienes estimulaba el descanso ¡Cómo se movían y de qué forma se disipaba el dolor de cabeza! Entraba nuevamente en la nube que me trasladaba a aquel precioso parque, delante de aquella magnífica figura de mujer que se ofrecía nueva ante mí.

 

LA PRIMERA VEZ

-Doctor, ¿Le gusta mi nueva forma de vestir? Lo he hecho para usted, para que vea como es la mujer que dice ama. Si es de su conformidad, seré suya hoy mismo. Me entregaré en sus brazos y haré lo posible para hacerle feliz, pero no me pida que me case con usted, señor.

-¿Por qué, Clara, por qué? –Pregunté cogiéndola por aquellos brazos carnosos que parecían desnudos por el entalle de las mangas.

-Estoy enferma, doctor, estoy enferme hace bastante tiempo. Unas pócimas médicas me mantienen tranquila y así es como me presento a usted. Nunca he estado con varón alguno, ¡créame! Tengo cuarenta y dos años y quisiera saber de las mieles del amor. Usted, doctor, ha sido el único hombre que se ha acercado a mí con intenciones sanas y me ha declarado su amor. Señor mío, lo he elegido para que haga de esta humilde criatura de Dios una mujer de verdad. He ido a la iglesia y he pedido perdón a Padre Dios por lo que tenía en mente. No me ha respondido. Espero que me apruebe. Por eso, le digo, no quiero casamiento, solo amor.

-¡Dios, Clara! ¿Por qué ha tardado tanto? –Estaba eufórico, una alegría me invadía y no me permitía coordinar las palabras ni preguntarle la enfermedad.

-Yo lo pienso mucho, doctor. Cuando me dijo que me amaba y que deseaba tenerme como mujer comprendí que Dios le había enviado para que me hiciera el amor, como lo hacen los matrimonios. Le di vueltas a la cabeza y decidí entregarme. Pero no podía entregarme vestida como todos los días ¡Y decidí hacerme el traje que llevo puesto! ¿Qué le parece?

-¡Está preciosa! ¡Clara, divina como los ángeles! Vamos, pues, pero ¿Dónde? ¿Su casa o la mía?

-Doctor, mi casa no es de recibo para usted. Es pequeñita, dos habitaciones, en una duermo yo y la otra sirve de comedor y taller y parece construida de papel, o sea, se oye todo. No me gustaría que los vecinos me miraran mal ¿Comprende? Si quiere llevarme a su casa y, si no, pues…, donde diga su señoría.

-¡A mi casa, Clara querida, a mi casa! Usted merece el respeto y la consideración como buena mujer que es. A mi casa, que quiero, desde ya, sea la suya en adelante.

Caminamos juntos, casi pegados paseo adelante, dirección a mi hogar. Poco a poco iba dejándome ir para atrás, quería ver aquel cuerpo caminar, moverse, ondular dentro de aquel vestido ceñido y amplio de las rodillas abajo para dar libertad al caminar. Me pareció preciosa y deseable. Su espalda ancha de hombros y casi estrecha de cintura; caderas amplias, macizas, morbosas y cimbreantes con el andar. Se movía graciosamente y toda ella caminaba con donaire y elegancia. Había que reconocer que tenía empaque natural.

-¿Qué le parece la mujer que tiene delante, doctor? ¿Es digna de usted? ¿La llevaría ahora mismo a su alcoba y le haría el amor? ¿Cree que podría ser una perfecta pareja para un pequeño espacio de tiempo?

-Es usted perfecta en todo y bonita además. Para compartir la vida a su lado y para amarla siempre no un tiempo. No es de las mujeres de la que se aburre uno de tenerla, Clara.

Llegamos en silencio, casi uno detrás del otro, como personas que comparte la misma dirección y que se alcanzan en un momento dado.

-La puerta blanca de zaguán que ve delante es mi casa. Diríjase justo al frente.

-Entonces, deje que suba primero, me indica el piso y lo espero ¿Le parece?

-Es el segundo piso no hay más puertas. El primero está mi despacho. Tome la llave y abra. Espéreme dentro

Quise esperar diez o quince minutos para entrar pero apenas si duré ocho. Corriendo subí y de tres en tres los escalones. La puerta de la casa estaba entornada, abrí y allí, en el centro del recibidor estaba ella, de pie, quieta, los brazos firmes y mirando a la puerta esperando verme aparecer.

-Su llave, doctor –Dijo extendiendo el brazo derecho con ella cogida de un extremo.

Tomé aquella mano, quité la llave que dejé caer al suelo y luego subí por aquel brazo extendido atrayéndola hacia mí. Por primera vez la sentí tal como era. Un cuerpo de carnes prietas allá por donde la toqué. Besé su boca que no supo responder. Me recibió con los labios cerrados y dejando que los aprisionasen con los míos. Mi lengua la obligó a abrirlos y fue cuando recibió el primer beso de mujer. Mi lengua recorrió el interior de su boca y la encontró húmeda y una lengua indecisa, quieta. Jugué con ese órgano a mi capricho y Clara, poco a poco fue aprendiendo a enredarse con la mía. Así una eternidad. Nuestras salivas pugnaban por salirse de lo a gusto que nos encontrábamos.

Mis manos, entre tanto, comenzaron a recorrer toda su espalda, a masajearla, a apretarla y conocer los rincones que su traje me permitía. Fui bajando poco a poco hasta llegar a la cintura y comienzo de sus caderas. Apretaba siempre, constantemente toda ella y encontraba un cuerpo de mujer totalmente entregado, ansioso de caricias, deseoso de ser poseído, ignorante de lo que eran las manos de un hombre sobre él.

-¡Dios mío, Dios mío, doctor! ¿Qué me hace que estoy toda estremecida? ¡Siga señoría, no pare, no pare! ¡Vuelva a besarme como antes! ¡Haga de mí lo que quiera, señor!

La tomé en brazos, pesaba, y me dirigí a la alcoba. La deposité sobre la cama boca arriba y me senté a su lado, con los brazos alrededor de ella, su cara asustada delante de la mía y su bonita boca abierta, esperando los besos que me había pedido. No tardé en volverlos a dar y nos fundimos en un verdadero beso, ahora con conocimiento. Clara era la que hurgaba dentro de mi, la que ponía, por primera vez, los brazos alrededor del cuello de un hombre, la que dio un brinco cuando una mano mía estrujó con pasión el pecho izquierdo, la que irguió el estómago cuando esa mano comenzó a bajar y acariciaba las pequeñas curvas que lo formaba, la que quiso encoger los muslos cuando llegó a su vagina, la que se rindió totalmente cuando sus muslos fueron acariciados con gran devoción. No gritaba, no decía nada, tan solo gemía con los ojos cerrados o mirándome intensamente en algunos momentos de mucha intimidad.

-¿Esto lo sabe hacer todos los hombres o sólo los médicos? –Lo decía con una intensidad en su mirada que parecía se le iba a saltar los ojos- ¡Doctor, qué feliz soy en estos momentos!

-¡Levántate, Clara, mi vida! Quiero desnudarte poco a poco.

Me levanté y extendí la mano para ayudarla. La puse de espalda, la abracé, la besé en el cuello y cogí sus dos pechos que amasé repetidamente. Eran normales pero llenaban mis manos, triangulares y fuertes. No podía saber de sus pezones pero los sentía que se ponían duros cuando pasaba mis dedos por ellos. Clara giró su casi redonda cara hacia mí y me ofreció una vez más su boca entreabierta. La acariciaba una y otra vez toda, no me cansaba de tenerlas entras los glúteos de ella, apretarlos, estrujándolos y recorriéndolos todos, la tenía constantemente suspirando.

No se esperaba que empezara a desabrocharle aquellos corchetes de la espalda y se giró rápidamente.

-¿Ya, señor? ¿No quiere seguir conociendo mi cuerpo? - Estaba nerviosa y sus manos lo decían todo- Verá, señor, no conozco varón alguno. He vivido sola, trabajando duro, primeramente para mi madre, que me trajo a este mundo soltera, luego, cuando murió, para seguir viviendo, siempre en casa cociendo y cuando salía a la calle ningún hombre me veía porque estaba siempre detrás de mis trajes hasta que llegó usted y me ayudó a recogerlos del suelo. Siempre he creído que Dios, nuestro Señor Jesucristo, lo puso en mi camino y, desde entonces, doy gracias diariamente yendo a la iglesia. ¿Cree que estoy pecando, yendo contra Él, si me entrego a su señoría?

-Clara, no sé si tu Señor se enfadará por esto o no, te juro que no me interesa saberlo ni me importa su enfado. Soy científico y sé que los cuerpos humanos, animales y vegetales, están hechos para la procreación, para el placer, para que subsista todo lo que nos rodea, que es pura Naturaleza. No creo en Dios, como cirujano he visto tanto y de todas las formas inimaginables que me es imposible tener fe alguna.

Tu cuerpo está formado para complementarse con el de otro, varón, por supuesto, lo haga vibrar como nunca has sentido. Te he acariciado toda y he visto tus reacciones de desasosiego propia del placer ¡Goza, Clara, goza de la vida! Ahora estás a tiempo y, si es que existe, te lo está poniendo en bandeja. Déjame hacer a mí, ¡mi Clara del alma!

Volvió a ponerse de espalda y dejó que le desabrochara todo el traje y lo dejara caer a sus pies. Su corse lleno de botones, sus enaguas y luego las medias, todo de un blanco pulcro, oliendo a agua de rosas. Clara quedó desnuda ante mí y vi. el mejor cuerpo que nunca pude creer ver en mujer de su edad: cuello alto, hombros redondos, pechos enhiestos, barriga con una insipiencia de protuberancia, caderas anchas, curvas y un pubis algo poblado donde se veía unos labios vaginales gordezuelos y, por último, sus piernas, gruesas pero sin celulitis y más bien cortas. Toda ella de piel tersa y brillante.

Mientras la desnudaba, su cara asustada estaba mirando al suelo. Cuando la dejé desnuda le tomé la barbilla con los dedos e hice que mirara mis ojos

-Así estarás para mí siempre, Clara, nunca bajes más tus bonitos ojos ante el hombre que te va a ser feliz dentro de unos momentos. Soy el hombre que andabas buscando o pidiéndoselo a tu Señor.

Para no asustarla, me quité la chaqueta, la pajarita y la camisa. Ella miraba cómo quitaba la ropa y los colores le subían y bajaban estando como estaba y viendo a un hombre desnudase ante sus ojos. El ver mi velludo torso debió impresionarla porque el asombro inundó la cara. Dejé los pantalones y la tomé entre mis brazos. Las caricias eran ahora directas y más ardientes. Tocaba sus pezones duros y salientes de aureolas rojas y pequeñas, aquellas mamas que se electrizaban al contacto, su estómago, con algo de cosquillas que la hacían encogerse de forma automática, el pubis semipeludo y negro y ¡por fín! El Olimpo del placer, la vulva de labios más abultados aún porque se encontraba ya en la meseta del éxtasis.

Mis caricias hicieron que los labios se humedecieran y no se diera ella cuenta del hecho. Pensé que, siendo una mujer sin ninguna experiencia, había que andar con tacto, y así lo hice. Acaricié su sexo con los dedos estrujándolos constantemente, dándole tiempo a sentir al hombre, luego, despacio, fui buscando su clítoris y lo pellizqué con suavidad. Clara se estremeció y se irguió cuan larga era quedando rígida ante aquella masturbación. Su boca se abrió, se quedó sin aire y al final pudo respirar entrecortadamente. Sus muslos querían cerrarse ante mis caricias pero no los dejó, al contrario, como cosa intuitiva, los abrió más dentro de su ignorancia en el tema amatorio. Otra mujer, consciente de lo que le estaban haciendo, subiría una pierna para recibir más placer del hombre que la tocaba. Ella se abrió.

Haciendo paréntesis en mis conocimientos de su cuerpo, alternaba la vulva con sus nalgas. Las amasaba con una mano e introducía los dedos dentro de ellas hasta llegar a la base de su sexo. Grititos y movimientos graciosos salían de la garganta y de la pelvis. A cada momento me convencía más de su virginidad. Por último, comencé a buscar su himen e introducir dos dedos. Era estrecha y su confesión verdadera. Me dije que no invadiría su virginidad con los dedos sino con mi pene. La llevé a la cama, la acosté con cuidado, como si fuera de porcelana y, entonces sí, desabroché mis pantalones, los quité y los clazoncillos de pata larga hasta los tobillos, los calcetines y dejé que me contemplara totalmente desnudo. Cerró sus ojos con mucha fuerza y dobló la cabeza hacia otro lado. No la dejé

-¡Clara, mírame! –Ordené tajantemente- Soy tu hombre, el que te va a penetrar, el que te romperá tu virgo ¡Mírame siempre que te haga el amor!

La comprendía, era una mujer de su época, sin base, simple, sencilla, imbuida en las tradiciones y la religión, sin experiencia, o sea, ignorante. Veía por primera vez el pene de un hombre erecto totalmente hacia arriba, no se daba cuenta que aquella erección era debida a ella, a su cuerpo, a su belleza natural y a su amor.

Volví a sentarme a su lado, ahora desnudos los dos, Miré su rostro rojo como la fresa y sus ojos abiertos, mirándome como le había ordenado pero en tensión todos sus músculos. Pasé la mano izquierda por el lado derecho y la apoyé y con la derecha pasé el dorso por su cara encendida. Toqué su frente, su nariz y sus labios que estaban entreabiertos y metí un dedo dentro y lo pasé por la húmeda lengua y revés de los labios. Con los dedos acaricié el cuello en redondo y los hombros, bajé por el canalillo de sus senos y me paré ahí. Los pechos estaban duros y los pezones desarrollados y gruesos. Pasé la mano sin apretarlos de uno al otro y aquellos conos se estremecieron. Su estómago, más plano, era suave y su ombligo redondo y profundo. Introduje el índice en él y lo redondeé. Tembló de cosquilla y excitación y seguí para abajo hasta enredarme en el vello púbico y pasar los dedos por todo aquel bosque que no era mucho. Los labios vaginales crecidos fueron estrujados débilmente durante medio minuto.

Clara estaba al borde de un orgasmo porque su vulva se humedeció. Pensé si se daba cuenta de ello. Mis dedos se introdujeron nuevamente en ellos y acaricié el clítoris con la yema de los dedos. Exclamaciones entrecortadas y su cuerpo que se estiraba y subía la pelvis con las piernas rectas debido al estado de placer que estaba recibiendo. Creí que era el momento de poderla poseer. Ya habría tiempo suficiente de seguir auscultándolo. Me coloqué de rodillas sobre sus muslos, me acerqué a la vulva y coloqué mi pene en medio de los labios y frente al himen.

-Clara, vas a ser penetrada por primera vez. Eres cerrada y te dolerá algo, no mucho, porque estás mojada. Ahora voy a introducir mi pene. No te asustes –Y sin más empujé hasta entrar la cabeza en aquel himen sediento de amor.

No hizo gesto alguno, tan solo me miraba a los ojos y en ellos se veía deseos y felicidad. Fui inclinándome poco a poco sobre ella hasta quedar en un ángulo de 45 grados y entrando lentamente. Llegó el falo a una profundidad donde se encontraba la membrana intacta y esta cedió porque estaba lubricando la vagina de forma constante por el contacto de mi mano. Empujé más y, entonces sí, aquí Clara hizo un mohín de dolor con movimiento pero nada más. Mi penetración estaba dando fin y llegué al fondo sin más dificultad. Allí, en el fondo, quedé quieto un momento. Cerró los ojos y los volvió abrir, ahora me sonreía y, por primera vez, levantó su mano y acarició mi cara, pasó su brazo por mi cuello e hizo que mi rostro estuviera pegado al suyo y me besó profundamente, como yo lo había hecho, demostrándome que estaba aprendiendo todo lo que yo le mostraba.

-Doctor, enséñeme todo lo que usted crea conveniente y más. Haga de esta pobre mujer madura y virgen una auténtica mujer como las demás con marido. No es mi esposo, pero ante Dios, al que pedí permiso y le imploré perdón, lo es.

Correspondí a sus caricias y comencé a mover la pelvis. Hacía los movimientos de arriba abajo lentamente, luego de dos o tres veces, más rápido. Clara, a medida que me iba recibiendo con la intensidad de mis movimientos, trincaba los dientes y dejaba su bonita boca con los labios abiertos y casi cuadrados. Sus ojos se agrandaron, era la expresión más genuina de que estaba empezando a comprender que gozaba de la penetración y que estaba tomando conciencia del momento. Su garganta reprimía gemidos guturales pero algunos le salía sin poderlo remediar.

Yo, como maestro de ceremonias, el hombre que la iniciaba, tenía que contenerme a duras penas. Deseaba que ella fuera la primera en experimentar los orgasmos y luego me vendría yo. Estuvimos así como tres o cuatro minutos en que ella fue comprendiendo la filosofía del amor carnal y, sin saber como, comenzó a gemir suavemente, ora más fuerte, ora casi con ganas de gritar. Se cogía a la ropa de la cama como si se fuera a caer, con fuerza, y sentía que levantaba una pierna y casi la estiraba. Estaba, por primera vez, teniendo un orgasmo que la inundaba toda y la obligaba a gritar con jadeos rápidos y sonoros. El clímax le llegó pronunciando mi nombre y haciendo una curva con su tórax y cabeza y con tal fuerza que fue capaz de levantarme a mí con su pelvis en un tremendo deseo de que mi pene la atravesara por el espasmo tan grande que tuvo. Sin poderlo remediar, Clara, gritaba su felicidad

-¡Doctor, doctor! ¡Dios mío, qué maravilla de gusto! ¡Doctor, más, más más, por favor! –Y su vagina se llenaba de líquidos que salía a borbotones a medida que mi falo la embestía salvajemente.

Yo, aprovechando que ella tenía las contracciones del placer, aceleré mis deseos y eyaculé como un toro en aquella vagina llena. Ambos gemíamos tremendamente y, al finalizar, quedamos encima uno del otro, sudorosos, sin aliento, sin fuerzas, percibiendo nuestros olores, cómo la excitación que nos inundaba iba apaciguándose y nos abrazamos como dos tórtolos, llorando de felicidad. Permanecí dentro de la mujer hasta que volví a mi estado normal. Mi pene salió por sí solo y la vulva se deshinchaba y empezó a desbordar los líquidos que no podía contener por el exceso.

Algo recuperado me bajé de Clara y quedé al costado derecho.

-Clara, mi vida ¿Estás bien? –Pregunté a lo tonto

-¿Bien, doctor, bien dice? ¡Estoy que no sé donde estoy, señor! ¡De pronto me ha venido una sensación tan desconocida que invadió mi cuerpo y me dio la sensación que perdí el conocimiento! ¡Qué rico momento! Nunca pensé que esto fuera así. Las mujeres hablan delante de mí con medias palabras y se ríen mucho y hacen señas. Ahora comprendo algo de las cosas de ellas, pero creo, doctor, que no hay razón ni explicación alguna que las hagan reírse de una cosa tan maravillosa como es el estar con un hombre ¿Qué dice usted, señoría?

-Bueno, Clara inocente. Hay mujeres que tienen la obligación, por su condición de esposa, de hacer el amor con sus maridos. Estos pueden ser egoístas o no. Si lo son, sólo van a lo suyo, eyaculan en sus mujeres sin importarles si disfrutan o no. Otros, Clara bendita, no saben lo que tienen entre sus brazos y creen que ellas están para abrirse de piernas y recibirlos sin tener sentimientos, derechos que, según muchos de ellos, creen que es privilegio que Dios les ha dado. Los más van al bulto. Todos no somos así, como verás, pero el hombre español, en estos tiempos, todavía estamos en el Medioevo. Clara, mi Clara, Creemos tu y yo un mundo a nuestra imagen y semejanza, los demás son comparsas.

-Si, mi dueño y señor, un mundo en el que sólo estemos usted y yo siempre, sin compartirlo con nadie. Quiero ser solo suya, exclusivamente suya. Usted me llama con un dedo y acudiré, así me esté muriendo ¡Se lo juro por Dios, señoría!

-¿Por qué no me tratas con más familiaridad ya que estamos aquí, desnudos y habiendo hecho el amor como locos?

Quedó pensativa un buen rato. Yo mirándola amoroso, esperando, tocándola toda.

-Doctor, déjeme que vaya acostumbrándome poco a poco. Yo no tengo su categoría ni su sabiduría. Cada cual ha de estar donde Dios lo ha puesto, aunque compartan intimidades como esta. No me humille, señor, obligándome a tratarle como otras señoritas de su condición sí le puede tratar. Mi madre me enseñó unos modales que no puedo abandonar de golpe por unas horas de amor. Dejémoslo estar, por favor.

La miraba admirado, totalmente sorprendido de que una mujer, con esa simpleza pudiera pensar y actuar así. Conocía mujeres barriobajeras y de los arrabales que no tenían ni pizca de educación elemental y no se condicionaban de esa forma. Muchas humillaciones debió pasar Clara, muchos malos tratos y vejaciones por parte de aquellos que la criaron para que ella temiera perderme el respeto hablándome de tú. Opté por dejar que me tratara como quisiera. Era lo mejor. Nunca más volví a pedirle otro tratamiento que ella no quisiera darme. Me volví hacia ella y comencé a…

…

-Gerardo, Gerardo, despierta amor, se va acercando la hora y tienes que llevarme. Escribe mi nombre bien, no te olvides. Despierta…, despierta…

Clara me cogía la cara con una suavidad que parecía que no me tocaba. Su preciosa sonrisa la tenía tan cerca que podía besarla. Parecía etérea, abstracta y su voz sonaba queda, musical y con eco, llena de una dulzura que envolvía a uno en una sensación extraña de placer.

-¡Clara, Clara, no te vayas, amor! –Ella me indicaba que me levantara.

Y se alejaba de espalda, sin caminar, con sus brazos extendido, mirándome, sonriendo y desaparecía por la salida de la habitación.

 

 

Fin de la primera parte