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La Navidad del Milenio (3)

en Sexo con maduras

La Navidad del Milenio

Tercera y última parte

IX - Recuerdos

Aquella mañana del dos de enero del 2000 me desperté solo, sin la compañía de Beatriz. Su lugar estaba aun caliente y desordenado pero cubierto para evitar que tuviera frío. Olía a ella, a su perfume, a sus flujos…a los míos. Entraba luz suave por la persiana algo abierta y me dio la sensación de que se hacía tarde pero no me importó. La alcoba se veía iluminada tenuemente y estaba ideal para recordar con intensidad la tarde y noche anterior acostados los dos, amándonos, deseándonos durante todas aquellas horas pasadas, charlando, riendo, jugando… sintiéndonos muy unidos por primera vez en nuestras vidas. Ella desnuda totalmente y sin pizca de vergüenza ya cuando la destapaba para mirarla tal cual estaba. Ponía los brazos detrás de la cabeza, dejaba las piernas algo separadas y observaba la manera como me la comía con la vista y la admiraba. Cuando terminaba de auscultar todo su cuerpo, de palparlo, de succionarlo y me recostaba a su lado, pegado a su costado, Beatriz se levantaba de un salto y remedaba todo lo que me había visto hacerle.

Pasaba su boca por las tetillas y las mordía llevándoselas con los dientes y soltándolas a la altura en que ya no daba más y veía mi dolor, la soltaba de pronto y entre siseos de lengua repetía una y otra vez el juego. Volvía a morder y esta vez el cuello, al estilo vampira, y sus labios rodaban sobre mi cuerpo sin cesar, dejando acariciar sus mejillas por los vellos del torso y el estómago y se paraba casi más abajo de mi ombligo mientras su mano derecha jugaba con mi pene sin descanso, como si fuera la primera vez que tenía uno en sus manos pasando sus finos dedos por la corona del prepucio y notando la humedad que destilaba de ésta.

Hacía gracia observar como deseaba llegar al pene y degustarlo pero no se decidía, tenía pruritos de repugnancia en aquellas primeras veces. Doblaba la cabecita con disimulo y lo miraba largamente mientras lo acariciaba con devoción, lo más que se acercaba a él era llegar al bosque de mi pubis bien frondoso y aquella bendita mano masturbaba un falo erecto, tan erecto que se acostaba sobre mi vientre, sin ser grande pero algo ancho, y acariciaba casi con la mano abierta los escrotos desde abajo hacia arriba y los dejaba muy cerca de su cara, muy cerca… Quería probarlo como yo había hecho con su vulva, sentir las sensaciones del placer que notaba en mí cuando la degustaba y comenzar a tener verdadero sexo tal como le había explicado al comienzo de nuestro encuentro. Era demasiado pronto para que se despertara como yo quería.

No la obligué para nada. Los varios intentos de buena voluntad que realizó fueron solo eso, intentos que yo jamás animé. Debía ser Bea la que tenía que dar los pasos pertinentes, pero luego se subía a mí y ella misma dirigía el nuevo encuentro o buscaba la forma de hacer que estuviera siempre erecto, pasando el prepucio por los labios vaginales hasta el esfínter mostrándome que toda ella estaba fuera de sí, desesperada, demostrando que nunca había tenido sexo verdadero y deseado. Beatriz misma quería que me apoderara de sus pechos y llevaba mis manos a ellos a la vez que realizaba conatos de coitos sobre mi pene totalmente enhiesto. Fueron horas preciosas, maravillosas donde empezó a comprender muchas y asimilar lo que era estar con un hombre que la deseaba y compartía con ella sus sentimientos, que la quería como un varón de ley y respetaba aun más después de poseerla.

La tarde se hizo corta y llegó la noche y no nos movimos de donde estábamos. Dormíamos a intervalos y nos despertábamos buscándonos como auténticos posesos. Almorzamos en la cama y cenamos en ella y la llenamos de migas de pan que luego, desnudos el uno frente al otro, quitábamos todo lo deprisa que podíamos para volver a meternos en ella ateridos de frío. También dejábamos restos comida sobre las prendas cameras cuando, siempre riendo y en continuos juegos de compartir, se nos caía de la cuchara o tenedor.

Nos levantábamos con mantas sobre nuestros cuerpos y los pies descalzos, brincando sobre el suelo helado, erizados por la baja temperatura mientras preparábamos algo de comer para mantenernos calientes, yo jugando a levantarle la manta para ver las sugestivas nalgas y la vulva cuando se agachaba, ella huyendo de mí, gritando alegremente que me estuviera quieto, fingiendo enfado o haciendo otro tanto de lo mismo cuando era yo el que preparaba las bandejas para llevarlas a la habitación. Y nos metíamos totalmente cubiertos debajo de nuestras mantas, yo comía de su plato y ella del mío limpiando su boca con mi lengua, arrasando con sorbos los que Bea veía en la mía.

Luego, cuando la penetraba hasta casi llegar la entrada de sus ovarios y quedaba quieto por un instante dejándole sentir el miembro, Beatriz se revolcaba de auténtico placer. Jamás había sabido lo que era gozar de verdad porque lo que practicó con su marido era obligaciones impuestas por su condición de esposa, actos nauseabundos parecidos a violaciones porque la naturaleza del hombre era brutal y sádica y las palizas continuaban de una forma u otra.

La noche se presentó cansina, estábamos agotados, exhaustos, queríamos sentirnos el uno dentro del otro y era lo que nos mantenía despiertos y abrazados permanentemente, con las manos siempre en contacto con nuestros cuerpos. La había dejado boca arriba y me subí a ella. Fue Beatriz quien abriendo totalmente las piernas colocó mi pene a la entrada de su vagina y ambos, casi leyéndonos el pensamiento, empujamos a la vez y éste entró violento, rápido y goloso. Comenzamos el coito con lentitud para darle los impulsos que nos permitiera sentir el placer que deseábamos, mirándonos a los ojos con intensidad, sacando la potencia que ya no teníamos. Nos costó buscar fuerzas de donde no las había, sentíamos dolor ya en nuestros respectivos sexos pero nos corrimos casi al unísono, gritando, gritando a boca llena nuestros nombres, crispados nuestros cuerpos en un último frenesí por todo aquel día glorioso y quedamos exhaustos, respirando con dificultad, con cierta humedad de sudor en nosotros a pesar del gran frío y ya, la verdad, no recuerdo más, sabía que Beatriz estaba hablándome cuando mis ojos se cerraron violentamente y el mundo exterior desapareció como por ensalmo y quedé hundido en los negros y amorosos brazos de Morfeo.

Miré el reloj de la mesilla de noche. Marcaba las nueve y veinte de la mañana. Estaba boca arriba, con un brazo sobre la frente, seguramente esgrimiendo sonrisas a medida que los recuerdos fluían y fluían con gran claridad. Creo recordar que llevaba así desde hacía una hora. Miré su almohada y encontré tres largos cabellos castaños claros haciendo bucles y los besé como acaricié con mis labios su cabezal que olía a ella. Salté de la cama y sentí verdadero terror meterme en la ducha para salir pitando hacia casa, cambiarme y acudir a tiempo a nuestro matinal desayuno. Cuando salí vestido tomé aquellos cabellos, los envolví en un trozo de papel de notas y los metí en el bolsillo de la americana del esmoquin.

Llegué diez minutos más tarde a la cafetería. Allí estaba Beatriz atisbando con ilusión la puerta de entrada y un -¡Ah! ¡Aquí está!- sonoro y muy alegre salió de su garganta cantarina. Las compañeras de siempre la miraron perplejas y luego giraron sus ojos en la dirección de los de ella.

-¡Chicas, haced un puesto desde ahora al súper! Seguro que querrá desayunar y comer desde hoy con nosotras ¿No, jefe? –Ya estaba a la altura de ellas y sin pensarlo dos veces me incliné sobre mi adorada Bea y rocé sus labios con largura. Unos murmullos de fingida envidia se dejaron oír y, aunque no los vi, seguro que fueron con cruces de miradas de complicidad- ¡Oh, Dios mío! ¡Qué atrevido eres, Eduardo…!

Y sus mejillas se encendían ante la caricia recibida en público.

-¿Todas estáis de acuerdo en que me siente diariamente aquí, al lado de Bea? –Las miraba a todas con una sonrisa de inocencia, una por una y veía sorpresas y ganas de bombardearnos con preguntas. Las mujeres no son predecibles pero se les nota en la cara cuando algo ha escapado de sus manos sin preverlo y no les hizo mucha gracia. Se habían despedido de Beatriz creyéndola una mujer llena de problemas personales, de alcoholismo, casi desgraciada y se encontraban, de pronto, con la misma mujer pero diferente, alegre, llena de esperanza, que era besada en la boca en público, sorprendiendo a todas y ésta pedía que admitiera al hombre que, sorpresa, era uno de los jefes y que estaba cambiando a la amiga de la noche a la mañana.

-Si, claro, es un placer para todas –Decían unas y otras, con las risitas chillonas de nerviosismo embarazoso y de la confabulación, seguramente dándose de codazos por debajo de la mesa.

X – Europa del Este

Se hizo cotidiano reunirme en aquella mesa y compartir el desayuno y el almuerzo con Bea y sus compañeras y ya, más natural, que ambos nos saludáramos, cuando nos encontrábamos en la cafetería, con un beso en la boca.

Pero Beatriz no estaba por la labor de compartir su vida conmigo. Ya lo había dicho alto y claro el día uno de enero de 2000 y lo volvió a repetirlo cuando, extrañado por todo lo vivido ese día se negó a compartir su vida conmigo.

-No, Eduardo, sigamos así. Podemos salir los fines de semanas a cualquier sitio, si no estás ocupado, pasarlo bien juntos en mi casa o yo ir a la tuya, pero no me pidas más. Tengo miedo y necesito asegurarme que no es una ilusión pasajera tuya.

-¡Coño, una ilusión pasajera! –Estaba asombrado- ¿Es que no ves la diferencia entre una ilusión pasajera y esta realidad nuestra?

-Dame tiempo, por favor. No digo que podamos vivir juntos próximamente pero ahora no me encuentro preparada todavía.

Quedé desolado ante una negativa que estaba cantada de antemano. Mi juventud iba más allá que la prudencia y el buen sentido de Beatriz, doce años mayor que yo. No me gustó y lo demostré con la seriedad con que me presentaba para compartir mesa. Beatriz observaba y reía aquella pataleta mía haciendo caso omiso, tomándome de la mano, apretándola y hablándome con un cariño infinito de mujer inteligente.

-¡Tranquilo, Eduardo querido, todo se andará, hombre, ya lo verás!

Me di cuenta en las semanas siguientes que Beatriz ya no escondía su dolor en la bebida, ahora tomaba su drama con resignación, compartiéndolo conmigo en sus horas bajas, desahogándose en mi hombro, sabiéndose protegida. Hablaba de su hijo con más libertad, contaba anécdotas de cuando pequeño. Le decía, en los arranques amorosos de los niños, le decía que quería casarse con ella cuando fuera mayor; de adolescente, cuando tuvo la primera novia y el apuro que le dio cuando vio los primeros calzoncillos machados de semen y queriendo hablarle de la vida sin tener la experiencia debida; las confidencias de las que la hacía partícipe hasta unos días antes de su muerte. Ya no era volcarse en el alcohol para mitigar el dolor que no desaparecía tan fácilmente con tantos recuerdos profundos, ahora eran charlas y más charlas terapéuticas que yo mismo animaba cuando la encontraba en sus momentos críticos. Pasábamos horas enteras así hasta que Bea empezaba a encontrarse nuevamente alegre y con ganas de vivir.

Cuando comenzamos a salir juntos, como algo más que amigos, los sábados por la mañana Beatriz lo dedicaba a visitar a Alejandro al cementerio. Nunca quiso que la acompañara y yo sabía, porque la había seguido más de una vez, que salía sobre las nueve de la mañana y regresaba más o menos al mediodía. Nunca pasé más allá de la puerta del Campo Santo, ella tenía una intimidad muy grande con su hijo y yo no estaba invitado. Todos los fines de semanas a partir del mediodía lo pasábamos juntos y con buena armonía. Beatriz era la que ponía orden a mis ímpetus apasionados y paz cuando me enfadaba porque seguía insistiendo en quedarnos a vivir juntos por siempre.

El primer trimestre se destacó por las constantes negativas de ella y mis súplicas. La segunda semana de marzo tuve que ausentarme por cinco días. Parte de la jerarquía de la empresa y unos cuatro ejecutivos, elegidos por la élite, tuvimos que viajar a varios países de la Europa Oriental invitados por el Gobierno. Acompañábamos al Presidente en un viaje en el que se conjugaban lo comercial y lo político.

-Te voy a echar mucho de menos, Eduardo. Estoy contenta y muy orgullosa que te hallan invitado a ti para ese periplo. Sólo son cinco nada más, mi vida, no es una eternidad. Aquí estaré para cuando regreses.

Aquel viaje se hizo pesado, monótono, aburrido y muy largo. Los eternos encuentros entre empresarios, los acuerdos, la preparación de documentos con acuerdos legales ajustados a cada país que visitábamos, las firmas, almuerzos, cenas interminables que se hacían insoportables. Deseaba volver a la habitación del hotel para hablar por teléfono con Beatriz y contarle lo mucho que la deseaba en aquellos momentos. Todas las noches estaba al otro lado de la línea, esperando mi llamada fuera la hora que fuera.

-Hoy hemos estado catorce horas debatiendo unos acuerdos de exportación de programas informáticos de Pymes a nivel de Macro administración, acuerdos que se venían abajo por prioridades de licencias, intereses políticos o se volvía hablar de ellos si se ratificaba tal o cual tratado ¡Agotador, Bea! Terminamos porque no rompíamos nada y nos servía para otros acuerdos posteriores ¡Tengo ganas de marchar para casa! ¡Mañana hay más!

-Tranquilo, pasado mañana por la tarde estarás aquí, Eduardo, ya verás y todo esto será una anécdota que querrás repetirla el año que viene. Además, cuando salgas de las agotadoras reuniones estaré, como siempre, esperándote.

-¡Jo! ¡Pero esto es de locos, preciosa mía, de locos! –Y Beatriz se reía dubitativamente siguiendo la corriente de mis expresiones. Hoy, cuatro años después de mi lucha por conquistarla, siempre a su lado, he aprendido de su experiencia, paciencia y buen hacer, comprendiendo porqué ella no me contrariaba en nada.

Dos días después, llegamos sobre las siete de la tarde. En la gran sala de Llegada recogí la pequeña maleta y me dispuse a salir de allí todo lo deprisa que podía. Quería estar cerca de la mujer que había cambiado mi vida. Los pasajeros de distintos vuelos y yo coincidíamos a la hora de salir por aquella ancha puerta a la sala de espera de visitantes. No me fijé quienes estaban allí ni esperaba que nadie fuera a buscarme.

-¡Hola, nene! ¡Bienvenido! –Era la inconfundible y agradable voz sin atisbo de burla de Beatriz. Quería que la conociera por aquella forma de saludar y lo consiguió. Vestía una chaqueta beig clara, desabrochada, una camisa blanca de seda semitransparente con chorreras, una bufanda del color de la americana por dentro del cuello camisero y unos pantalones vaqueros muy ajustados a sus caderas y piernas ¡Estaba preciosa y radiante con aquel porte tan deportivo y juvenil

-¡Bea, Bea, mi vida! ¿Has venido? –La abrazaba y besaba con el cordón divisorio de las dos salas entre ambos y me separaba de ella estirando los brazos y con sus manos entre las mía, contemplándola a gusto. La chaqueta la tenía abierta y sus formas corporales se dejaban ver generosamente- ¡Pero…, pero…! ¿Esos pantalones tan estrechos? ¿Para quién coño te has vestido así, chiquilla?

-Para mí, Eduardo, para mí y para que me admiren los demás, hombres sobre todo, no olvides que soy mujer –Y reía alegremente haciendo gestos coquetos con todo el rostro- Estoy cambiando a mejor desde que salgo con un jovencito y la verdad, me está gustando volver a ser joven.

-¡Sí, sí y los peces viven en los árboles desde siempre! ¡Venga ya! Te has embutido ese pantalón con calzador y lo has hecho para mí sólo ¿Sí o sí? –La tomaba por los hombros ahora e íbamos saliendo de allí lentamente. De vez en cuando nos parábamos por el largo pasillo y nos besábamos largamente y mi mano derecha se perdía por dentro de la americana- Me gustas tal como te has vestido. Necesitarás ayuda para quitarte esos pantalones tan apretados esta noche. Creo que me va a dar la sensación que estaré despellejándote.

-¡Pero, bueno! ¿Quién te ha dicho que me los vas a quitar? –Reía alegremente.

Parecíamos quinceañeros en sus primeras relaciones amorosas. Nos parábamos cien veces en el trayecto y nos comíamos por el camino sin importarnos nadie, cogidos por nuestras cinturas, muy pegados, yo arrastrando la maleta de ruedas, Beatriz casi encima de mí.

La invité a cenar en el restaurante del aeropuerto pero Beatriz dijo que tenía la cena preparada para celebrar la primera vez que salía a la Europa del Este en un viaje de tanta envergadura. Llegamos a la casa de Beatriz en su pequeño coche que dijo condujera porque sabía que teniendo las manos en el volante no las tenía sobre ella. La tenía delante de mí y la veía caminar moviendo aquellas piernas bonitas, de muslos redondos, apretados. Levanté hasta la cintura la chaqueta y sus nalgas aparecían sublimes. Bea giraba su cabeza hacia atrás con una sonrisa de oreja a oreja y observaba cómo mis ojos se recreaba en su figura. A medio tramo, empezó a subir las escaleras lentamente y yo, desesperado le di una palmada fuerte en sus prietos glúteos. Bea reía y dejaba que mis manos se perdieran en su cuerpo, apretara y maltratara las nalgas y su caminar seguía siendo lento e insinuantes.

No podía aguantar mis ganas de ella y tomándola por la cintura, yo dos escalones más abajo, embutí mi rostro en aquellas nalgas y comencé a morderlas y besarlas. Beatriz dio un salto y e intentó girarse al tiempo que echaba el cuerpo hacia adelante.

-¡Eduardo…, Eduardo…, esta… estamos en las escaleras! ¿Qué haces… hombre? ¡Quieto, quieto…, por Dios! –Estaba asombrada y comenzó a mirar hacia arriba y hacia abajo por si alguien nos contemplaba. Bajaba la voz y decía- ¿No puedes esperar a llegar a casa? ¡No eres más que un crío, te lo juro!

-Cuando comencé cogiendo este goloso culo que tienes y me lo ponías delante intencionadamente bien que te estaba gustando ¿Ahora me sales con esa?

Beatriz había conseguido ponerse frente a mí y mantenerme controlado con las manos estiradas sobre mis hombros. De pronto, sorprendiéndome con su agilidad, dio la vuelta y corrió por las escaleras como una auténtica gacela. La seguí pero ella ya abría la puerta riendo nerviosamente y desaparecía dentro de la casa. La puerta estaba abierta de par en par cuando aparecí como una tromba. Beatriz estaba un poco más allá, callada, apoyada la espalda y las manos contra la pared, retándome con su bonita mirada y sonrisa.

Cerré la entrada y solté el mango de la maleta. Fui acercándome despacio, muy despacio, mis ojos en sus ojos, serio, amenazador, Bea totalmente pegada a la pared y viéndome llegar. Quiso escapar al tiempo que soltaba un gritito y la alcancé sin problemas. La apreté contra la pared con fuerza y pasaba mis manos por su frente, arriba y abajo, arriba y abajo… Beatriz metió sus brazos por debajo de los míos y se pegó a mi cuerpo. Ambos buscábamos nuestras bocas con desesperación y las fundíamos mientras nuestras lenguas salían al encuentro y se enredaban y saciaban frenéticamente.

Los vaqueros presentaban unos glúteos prietos, duros a la vez que suave al apretarlos. Acariciaba las nalgas como un poseso y levantaba a Bea del suelo y la estampaba contra esa misma pared mientras recorría el cuello hacia abajo y buscaba ansiosamente sus pechos. Llegaba a la cima de uno de ellos, abría la boca y lo succionaba y apretaba la masa del seno con los labios arrastrándolo hacia fuera en busca del pezón que encontraba disimulado entre el sujetador y la camisa prisionero por imperativo de las prendas. Beatriz tenía la cabeza echada hacia atrás mientras sentía las intensas caricias. Jadeaba y apretaba más y más sus senos contra mi rostro.

-¡Eduardo…, Eduardo… llévame a nuestra habitación! –Y subía sus piernas hacia mi cintura y las enroscaba al tiempo que hundía su acalorado rostro en mi cuello.

Llegamos a la habitación, la tenía bien agarrada por las nalgas y, con cuidado, la deposité en la cama. Ambos estábamos deseando aquel encuentro desde que nos vimos en el aeropuerto. No tenía tiempo de más, desabroché el cinturón del pantalón que de nada servía más que darle un toque personal, bajé la cremallera y arrastré por él fuertemente hacia abajo mientras Bea levantaba su pelvis para que lo quitara con facilidad.

La braguita blanca que apenas tapaba su vulva se veía mojada de sus flujos y, cuando tiraba del vaquero, enganché la pequeña prenda con los dedos y me la llevé también junto con el resto. Tiré a un lado de la alcoba unidos pantalón y braga y la contemplé durante un buen rato. Me dio la sensación que sus labios verticales resoplaban de deseos y se abrían al compás de los bufidos. Era una vulva viva deseosa de sexo y yo estaba allí para calmarla. Beatriz abría sus piernas en el momento en que me acercaba a ella. Los brazos subieron y se extendieron para recibirme y la mujer mostraba, a través de su rostro agradable, felicidad, deseo y necesidad de ser querida y amada como en todas las semanas de los tres meses pasados.

-Eduardo… ¿No será mejor que cenemos y luego…? –Pero no tenía intención de moverse de donde estaba y, cuando la tuve bajo mi dominio, ella ya no respondía a ninguna orden de su cerebro solo a la necesidad de las caricias, de los besos, al estímulo de la pasión que la embargaba.

Le desabrochaba lentamente la camisa botón a botón, recreándome en el busto hermoso y alto y me hundía en medio de sus pechos. Los mordía, los lamía, succionaba los pezones y Beatriz se revolvía bajo mis caricias. Su rostro buscaba mi cuello y subía hacia mi boca, las mejillas, los ojos… Mostraba una fuerza desusada y plegaba el cuerpo contra el mío a la vez que buscaba mi sexo con su mano izquierda. Los ojos de ella se habían vuelto enormemente grandes y mostraba pura pasión en todo lo que hacía. Mi cara estaba mojada por su lengua que no dejaba de pasarla por toda la piel.

Parecía una posesa quitando el cinturón de mis pantalones y queriéndolo bajar la cremallera de la bragueta. Sentía su mano izquierda apretar frenéticamente mis escrotos, buscar el falo, querer abarcarlo todo y por encima de los slips. Los bajaba y acariciar el pubis, el estómago, su mano estaba frenética sobre mi cuerpo, no dejaba de moverse inquieta por todo él, me pedía con la vista que la poseyera sin más preámbulo cuando, bajando el minúsculo slip, Bea se introdujo debajo de mis caderas y colocó el pene a la entrada de su vagina empujando ella misma a la vez que se apoderaba nuevamente de mi boca. Se mostraba como una mujer salvaje, rompedora, nueva, sabedora de que podía sentir placer a través del amor que sentía hacia mí, sabedora también que era correspondida y volcó toda la pasión contenida de los meses atrás en el brote emocional en que se encontraba.

Cabalgábamos a la vez, cuando Beatriz iba hacia mis caderas yo me dirigía hacia las suyas y los choques de ambas se oían claramente más lejos de la alcoba, vibrantes, frenéticos, los dos fuera de sí, jadeando a todo pulmón. Sus manos agarraban mis nalgas con tal fuerza que dejaba que percibiera el dolor de aquella potencia atenazadora por encima del frenesí que estaba sintiendo en esos momentos y, entre el dolor placentero y la penetración sentí como mis bolsas seminales vibraban y dejaban escapar el semen por sus conductos llegaba a la uretra a velocidad increíble y desembocaba en la vagina de la mujer amada violentamente. Sentía cómo comenzaba a mojarla por dentro y todavía mis conductos se estremecían de excitación dejando pasar más flujos y vaciándome en ella sin tener conciencia de que lo hacía libremente y sin las prevenciones anteriores.

Beatriz no tardó mucho más en irse también. Yo estaba acabando cuando ella se estremecía y buscaba desaforadamente mi pene y queriendo tenerlo totalmente dentro, sintiendo la corona del prepucio pegando salvajemente contra la entrada de los ovarios que se volvían locos por el estremecimiento desde la meseta del placer que sentía. Gritaba, gritaba, se revolvía, se clavaba mil veces el pene y estrujaba de tal forma mis nalgas que me dio la sensación de que cuando terminara de correrse se iba a quedar con los músculos de cada una. Resoplaba como una yegua y terminaba de hacer los últimos golpes pélvicos a la vez. Clavaba sus ojos totalmente abiertos en los míos, levantaba su rostro y estampaba besos violentos en la boca, mejillas, ojos, frente… Sudaba y yo también, se estremecía debajo de mí y yo hacía otro tanto, echaba los brazos al cuello y yo la tomaba por la cabeza y zambullía mi rostro en su melena totalmente desordenada. Habíamos dejado nuestras fuerzas físicas en el coito y no teníamos ganas de movernos de donde estábamos. Estuvimos así mucho tiempo, no sé cuento, hasta que tomamos conciencia y yo me retiré hacia su lado derecho y nos quedamos el uno frente al otro, callados, contemplándonos, sonriéndonos y acariciándonos en total silencio. Nada teníamos que decirnos lo ocurrido era bastante evidente y sólo nuestros alientos exaltados por la pasión del coito se dejaban oír en toda la casa.

XI – El anuncio de una nueva vida

Habían pasado más de dos meses desde nuestro encuentro aquel tan fogoso. Beatriz y yo nos encontrábamos muy unidos con ánimo, por parte de ella, de que nuestras relaciones se extendieran más allá de los encuentros de fines de semanas. Ahora admitía, desde hacía algo más de un mes, que nuestra convivencia fuera si no diaria entre semanas. Ella comenzó a ser más amables, más dicharachera, con el sentido del humor cambiado a mejor y siendo más sensible.

De pronto, como mes y medio después de mi viaje a Europa Oriental, Beatriz cambió los hábitos alimenticios y se volvió una devoradora de alimentos. Paraba cada tres horas para comer y poco a poco fue tomando volumen sin exagerar demasiado.

-Pero Bea, mi vida ¿Qué te ocurre? Una mujer que cuida su forma física y se desmadra con la comida –Pregunté un día en la mesa viendo, con asombro, las ansias tan grande de ella en comer tan pronto como le servían cuando siempre esperaba por los demás. Entre las mujeres de la mesa hubo miradas de suspicacias.

-Cambio del metabolismo, me parece, Eduardo –Y miraba de reojo a las compañeras.

-¿Eso es posible, Bea? Me parece raro en ti.

A los dos meses de aquella observación Beatriz había alcanzado tres kilos. Seguía encontrándola rara. Un día llegué a su casa, ambos teníamos llaves de cada una de nuestras viviendas, y la encontré tan ensimismada leyendo unas revistas sobre bebés y mujeres embarazadas que fue cuando me di cuenta de lo que le pasaba. Sentí un nudo de emoción en la garganta, unos deseos irrefrenables de abrazarla y besarla allí mismo, donde se encontraba sentada, pero por otro lado me dolió el mutismo, su silencio

-¡Hola, Bea, preciosa! ¿Cuándo me vas a decir que estás embarazada? –La miraba con cariño pero también con un cierto reproche.

Bea saltó del asiento y cerró la revista de golpe. Tan extasiada estaba que no sintió que la puerta de la calle se abría. Sus ojos crecieron desmesuradamente al verse cogida en falta. Su boca, abierta, quiso decir algo pero no salio nada de ella. Estaba totalmente descubierta y bajó los ojos.

-No lo sé todavía, Eduardo, esta es la segunda falta que tengo y me encuentro muy rara: el hambre; pesadez cuando me levante; tengo mucho sueño. Ya tengo cita con el ginecólogo para mañana.

-¡¡Ah! ¿Te hubieras ido al médico sin decirme nada, Bea? ¿Qué significo para ti, mujer? Nada –No imprimía dramatismo al momento pero las palabras sonaron acongojadas. Estaba dolido

-¡Tú sabes que lo eres todo para mí! ¡Has salvado mi vida sacándome de un abismo del que no sabía salir! ¡Ahora, Dios ha querido que seas el padre de mi hijo…!

-Me voy a casa, niña. Tengo que terminar unos asuntos y necesito estar solo.

-Esta es también tu casa, Eduardo, no tienes por qué irte, si no lo deseas

-¿De veras, Bea? –Y volvía sobre mis pasos.

-¡Eduardo, Eduardo, quería darte una sorpresa! ¡Te lo juro! –Corría hacia mí y se ponía delante.

-Esto es cosa de dos y los dos deberíamos estar presente, sabiéndolo al tiempo, alegrándonos juntos de la noticia pero no lo has querido ¡Hasta mañana!

La besé en la boca y me dispuse a marchar en silencio

-Eduardo, por favor, perdóname, no quería decirte nada hasta no confirmarlo…

-La cosita preciosa que estás gestando ahí es mía también ¿No? Bien, que todo salga a pedir de boca ¡Buenas noche, Bea!

El teléfono sonó no sé cuantas veces pero no lo cogía. Nadie me llamaba a casa tan solo ella. Eran las diez de la noche y estaba recogiendo y ordenando la documentación para cenar cuando se abre la puerta de entrada y aparece una Bea radiante, sofocada porque el ascensor estaba averiado y subió los seis pisos a pie.

-¿Ya cenaste? –Fue todo lo que dijo como saludo y se dirigió a la cocina. Estaba exultante y muy bella.

Esa mañana me levanté antes que ella y marché a trabajar no si antes darle un beso en la frente, lo único se veía de aquella mata de pelo esparcida por la almohada y la ropa de la cama que la tapaba hasta la nariz. Bea siempre ha sido muy friolera.

Sobre las diez de la mañana suena el teléfono. Es ella, con voz serena, preguntando quedamente, solo para mis oídos.

-¿Se te fue el enfado conmigo?

-No -Tajante, serio por el micrófono, dejándola, seguramente, nerviosa al otro lado del hilo.

-Bueno, hombre, disculpa por la parte que me toca. Voy para el ginecólogo. Si quieres ir a esta dirección… -Y tomé nota tan rápidamente como ella hablaba.

-Vale, que todo te vaya bien y sea que lo esperas. Nos veremos en tu casa o la mía aunque ve pensando en cual de las dos te vas a quedar definitivamente después de la noticia. Perdona, tengo mucho trabajo –Me hice el duro pero recogí todo, lo ordené y llamé a Nika.

-Seguramente voy a ser padre, Nika ¡Voy a ser padre y me largo de aquí para el ginecólogo! ¡Chao, preciosa mía! –Y le di un pequeño pellizco en la mejilla derecha y un beso en la frente que ella recibió riendo, agradecida.

Entré en salón amplio de Especialidades de la Seguridad Social y, desde la puerta eché un vistazo a las distintas salas y busqué Ginecología. Había dos y en una de ellas estaba Beatriz sentada de espalda a la entrada, nerviosa, mirando a las demás mujeres, algunas de ellas en avanzado estado de gestación, otras menos y las más como ella, en espera de confirmación o haciéndose el tes de la curva.

Pude colocarme a su espalda, sin que me viera, en el momento que ella giraba la cabeza hacia la puerta de entrada como esperando verme llegar. Jugaba con la asilla de su cartera doblándola, haciendo bambolear el pequeño bolso sobre sus rodillas. Parecía una criatura indefensa, temerosa por encontrarse allí sola, con sus lindos ojos más abierto de lo normal, mirando en todas las direcciones. Mi intención era dejarla sufrir un poquito más pero se me partía el corazón y, al fin y al cabo, ella solo tenía la sospecha, certera por las dos faltas, pero sospecha y yo había sido algo cruel con ella por ocultarme ese detalle ¿Pensaría que la iba a dejar por haber quedado en estado de mi hijo? Tener este pensamiento, que me acongojó de pronto, y pegar un brinco en el asiento situarme detrás de Bea fue todo uno

Coloqué mis manos en sus estrechos y duros hombros al tiempo que me inclinaba sobre su rostro que se giraba a mi contacto. Se encontró que su boca era poseída por un beso que se prolongó por más de un minuto. Su mano fue subiendo poco a poco hasta dejarla apretando mi cuello. Nos separamos casi a la vez y nuestras miradas se encontraron.

-¡Eduardo! –Exclamó ilusionada, gozosa

-¿Creíste que te dejaría sola en esta visita médica tan importante para los dos? –Le decía mientras me sentaba a su lado y tomaba sus manos.

-Ni por un instante, mi Eduardo querido. Sabía que vendrías detrás de mí, tan solo que tenía miedo a entrar sin que hubieras aparecido. Antes miré para…

-Lo sé, estaba detrás de ti –La atraía hacia mí y su cara quedó escondida en mi cuello al tiempo que la besaba en su frente repetidas veces.

La puerta del consultorio se abrió y apareció una joven bajita y vestida de blanco. Llevaba una lista en la mano y voceó un nombre.

-Beatriz Mayo; Ana Contreras; Mónica Salvat, pasen, por favor –Y se volvía por donde había venido.

-¿Puedo entrar con mi mujer, señorita? –Pregunté yendo detrás de la enfermera

-Si es su esposa, pues claro que sí. Pase usted también.

Entramos en un despacho pequeño y poco amueblado: la mesa, cuatro sillas, una mesa clínica con unas íes griegas altas y finas algo más desplazada del centro de ésta y un par de aparatos que, sinceramente, no sabía para qué servían. Un hombre bajo, de unos sesenta años, rechoncho y una cara bondadosa nos recibió y con esa bondad beatífica nos confirmó, después de auscultar a Beatriz detenidamente, enganchada las piernas en esos garabatos que me llamó la atención, que íbamos a ser padres y que ella se encontraba de unos tres meses por el tamaño del feto.

Gritamos y nos abrazamos allí mismo y nuestras voces se quebraban por la emoción al felicitarnos y dar las gracias al ginecólogo. Salimos de allí tan apretados el uno en el otro que parecíamos uno solo.

Aquella tarde toda la empresa estaba enterada de la buena nueva y era Bea quien recibía los parabienes, yo, por mi cargo de jefe de Pagadurías, sólo me sonreían y saludaban cortésmente. Y Bea estaba feliz, radiante y tan emocionada que a cada momento se estremecía en una llantina y sus amigas la consolaban con buenas palabras y risas.

Esa noche, en mi casa ya, Beatriz tenía las ciento dos llantinas de la tarde-noche y, sentada en mis piernas, acurrucada en mi pecho, sacudida por la emoción decía, entre hipos.

-¡Dios mío, Eduardo, voy a ser nuevamente madre! –Lloraba y reía a la vez, tomaba mi cara y la mojaba con las lágrimas y las babitas que le salían de su boca que no dejaba de poseer- Eduardo, mi amor, no quiero quedarme con este hijo tan solo. Cuando pase un tiempo prudencial podemos ir por el segundo ¿No te gustaría? No soportaría una segunda vez la pérdida de otro hijo.

-Bea, ahora que vamos a ser padres, cuando vayas al cementerio para visitar a Alejandro y decirle la buena nueva déjame ir contigo, quiero estar cerca del lugar que contiene sus restos para sentirme más unido a ti, ser parte integrante de tu vida junto con él.

Beatriz no dijo nada, tan solo me miró largamente, con el rostro resplandeciente y cuando posó su boca en la mía aquel beso tan intenso me confirmó que mi petición era totalmente aceptada. Aquella noche nos dormimos muy tarde, desnudos, sudorosos, abrazados y con las piernas entrelazadas

El sábado siguiente Bea me llevó de la mano hasta su hijo Alejandro. Descansaba en un nicho muy cuidado, con lápida lisa, negra y una foto de él, la que había visto de él con la pelota de fútbol entre sus manos. Poniendo la mano en el centro de la lápida me dio la sensación que tocaba la cabeza del joven fallecido y éste permitía que entrara, por la puerta grande, en la historia todavía reciente del pasado de la que sería, pocas semanas después, mi esposa.

Beatriz se instaló definitivamente en mi casa. En ella celebramos nuestra boda rodeados tan solo de sus amigas, de mis amigos y Juan José, el jefe directo de ella y el abogado que la salvó de aquel marido que nunca debió haber tenido.

Supimos, cuatro meses después que lo que venía era un niño y, hasta el mismo momento de nacer, no habíamos hablado del nombre que teníamos que ponerle a la criatura. Ella se guardaba uno secretamente, sin atreverse a decírmelo y yo guardaba el mío, aquel que ella tan celosamente anhelaba y, ya en el paritorio, el 30 de diciembre, a las 22:30 horas, con una Beatriz congestionada, jadeando y respirando fuertemente para poder realizar la suficiente fuerza que ayudara al niño a venir al mundo, con su cuerpo medio incorporado y sus piernas en alta y totalmente abiertas, sudando, echando la cabeza hacia atrás en ocasiones, nuestras manos enlazadas y apretándonos mutuamente, mirando su sexo por donde estaba apareciendo la cabeza del hijo y dando un grito fuerte cuando el feto terminó de salir y lo oyó llorar. Entonces sí, entonces se dejó caer violentamente hacia atrás y esperó que le pusieran a su hijo sobre su pecho desnudo, llorando de felicidad y mirándome con devoción.

-Bueno, mujer, te has portado muy bien, pero que muy bien –Decía el bonachón médico que nos dio la noticia- ¿Qué nombre le vais a poner?

-Alejandro Palacio Mayo, Alejandro como su hermano fallecido hace un año y medio –Dije yo sin vacilar ni mirar a mi mujer

-¡¡Aaaaah!! –Fue lo único que pudo articular Beatriz y abrazó de tal forma a su hijo recién nacido que el niño se quejó de la brutalidad materna con un lloro que llenó de ternura todo el quirófano y la correspondiente amonestación del buen ginecólogo.

XII - Depresión postparto

Alejandrito crecía sano, hermoso, lleno de mimos y antojos que nosotros mismo consentíamos, aplaudiendo y rindiéndonos a los lloros como críos de su misma edad. No estábamos haciéndole un bien y lo comentábamos cuando nos íbamos a la cama pero Alejandro hacía un "hachís" y ambos corríamos a su cuna para apartar los microbios tan sanos como el propio niño que los echó de su cuerpecito.

Poco a poco fuimos corrigiendo nuestros errores e imponiéndonos a Alejandrito que berreaba al saber que su "gran poder se perdía poco a poco". Y un día el niño se levantó contento y se constituyó en un crío normal con sus necesidades cubiertas y sus capricho reprimidos en la medida en que eran necesarios.

Beatriz volvió a quedar en estado más o menos por la fecha en que se quedó de nuestro primer hijo. Todo iba bien, todo marchaba a las mil maravillas, como he dicho anteriormente, y mi esposa estaba radiante y más bella si cabe. Alejandrito, con casi cuatro años y sabiendo comer solo, debió coger un plátano, lo peló y dejar la cáscara tirada en el suelo, normal en todos los niño pequeños. Acertó a pasar por allí su madre, seguramente preocupada por no saber de él, no vio la monda la pisó y resbaló cayendo al suelo de nalgas.

En principio no ocurrió nada. Ella creyó que el mundo se le venía encima y que algo interno ocurría más, al poco, ya se sentía bien y todo se olvidó hasta aquella noche en que comenzó a tener las primeras contracciones de parto.

-¡No puede ser, mi vida! –Le decía yo extrañado pues seguía el embarazo día a día- Tienes siete meses nada más. Venga, ponte esta bata por encima y nos vamos corriendo a la clínica ¿Ha sucedido hoy algo que no sepa?

Mercedita nació dos horas después como consecuencia del desprendimiento poco a poco de la niña del útero. Pesó un kilo novecientos cincuenta gramos y era tan pequeña que nunca creí que un ser de nuestra especie fuera tan menudo y, claro está, quedó en la incubadora. Cuando nació era una niña perfecta pero fea como el miedo y lo más destacado de su carita eran los enormes ojos saltones que tenía cuando los abría.

Hasta ese momento todo marchaba bien y Beatriz, dolorida y entristecida pero feliz a la vez se recuperaba rápidamente. Sin embargo, como a los quince días del nacimiento de la niña, mi mujer comenzó a ir para atrás, a afligirse por nada y a dejar de ir a visitar a Merceditas. Cuando le aplicaban la pezonera y sacaban la leche de sus mamas comenzaba a llorar

La pesadilla empezó porque comenzó a sentirse frustrada el que le extrajeran leche de sus pechos, sin embargo, no tenía ánimo para acudir cada dos horas y darle de mamar a su hija y que ésta aprendiera a succionar el pezón materno. En los días siguientes dejó de acudir a la sala Incubadora cuando vio como el bebé se alimentaba de su leche a través de sondas nasogástricas. Permitió el vaciado de sus pechos y se abandonaba en un sillón. Yo la veía tan decaída que me alarmé y lo comenté con el doctor Saavedra, el ginecólogo bonachón.

-¿Ella ha tenido algún drama anterior que la marcara hasta hacerla sufrir durante mucho tiempo?

-Si, doctor, la muerte trágica de un hijo de 17 años en una discoteca. Pero de esto hace unos cinco años.

-Pues esa puede ser la razón más viable para la depresión postparto que le está surgiendo. No importa el tiempo transcurrido, hay una tristeza acumulada y escondida en alguna parte del alma que se desarrolla en un momento determinado, éste, por ejemplo. La mejor solución es usted y un tratamiento que ya indicaré. Háblele y dígale que lo que tiene es una depresión postparto. Si su esposa se irrita o le acusa de algo que sabe no es cierto, déjela desahogarse. Jamás se venga abajo y menos delante de ella. No le muéstrele que usted es el más fuerte de los dos en este momento y permita que participe, ayúdela u oblíguela a realizar los deberes maternos: el darle de mamar a la niña, por ejemplo. Va a ser duro, muy duro para usted, Palacios, es usted su marido y solo su presencia y apoyo la sacará de donde se encuentra ahora.

El mes de octubre terminó con unos síntomas muy preocupantes. La tristeza fue la primera en aparecer. Lloraba todos los días y a puros ruego acudía conmigo a ver a la niña. Para dejar de ir comenzó por irritarse con Alejandro, todo lo que hacía el niño le molestaba: los juegos; el cariño que le mostraba a cada momento ya que él es muy madrero; las visitas y yo mismo con mis atenciones constantes.

Comprobé que no dormía bien por las noches cuando llegamos a casa y que se pasaba el día trasteando, sentada, sin ganas de hacer nada ni tan siquiera preocuparse de las comidas de sus hijos y eso, a media tarde, la ponía en un brete en llantos y se consideraba una mala madre y, para castigarse, dejó de comer también.

Durante el periodo de la cuarentena respetamos ese espacio sagrado de recuperación propia de la mujer y apenas si nos tocamos estando en la cama. A principio del mes pasado veníamos de una fiesta a la que acudió por puro ruego mío y, cuando nos acostamos, me acerqué a ella y cual fue mi sorpresa al ser rechazó de plano diciéndome que no pensaba en otra cosa que no fuera sexo y más sexo y que ella no estaba bien. Se fue a dormir con el niño esa noche.

De estar decaída y abandonada de sí misma pasó a ser una mujer ocupada y quejándose de la falta de tiempo y la convivencia se hacía insoportable de día a día. En ningún momento decaí por la aptitud de Beatriz, no podía, los niños dependía de mí. Me levantaba de noche para darle el biberón a Merche con la leche extraída con anterioridad de su propia madre, tengo que decir, para alivio mío, que el bebé no sufrió reflujo gastroesofágico alguno por ser prematura. Levantaba a Alejandrito para llevarlo al bus que lo dejaba en la guardería. Durante el día en que no estaba en casa no temía por los hijos, ella estaba muy mal, medicándose adecuadamente, controlándose, entristecida y muy decaída, eso sí, pero jamás atentó contra ellos, todo lo contrario, los niños eran preocupaciones que atendía muy bien pero que le era cuesta arriba lograr sobrellevarlas como era debido.

Beatriz no acudía a las cita médicas, siempre se excusaba en la falta de tiempo y que ella estaba sola para atender a tanta gente. Yo era siempre el que hacía acto de presencia e informaba al médico del estado de mi esposa

-Por lo que me comentas –Decía el médico, amigo y condiscípulo mío del instituto, lo de Beatriz no se está desarrollando a más. No ha habido mejorías pero tampoco se ha acrecentado. Los pacientes con este tipo de trastornos emocionales suele recuperarse con la medicación adecuada o les dura años y años. Esperemos que éste no sea el caso ¿Sigue dándole el pecho a la niña?

-Ahora si que la niña puede succionar por sí sola, pero de vez en cuando, no siempre. Yo diría que cumple dentro de lo que cabe.

-¿Te trata al trancazo? ¿Te hace reproches? ¿Se cabrea constantemente contigo y te niega el sexo?

-Hay de todo un poco, sexo ninguno. Cuando me acusa de lo que le pasa la dejo que se desahogue y la escucho sin darle la espalda. Unas veces le contesto, cuando vengo irritado de la oficina, la mayoría de las veces nos sentamos y Beatriz habla y habla, pide perdón, llora, me dice, cuando recapacita, que no quiere ser así.

-Vamos a tratarlo con progesterona en supositorios y el estrógeno lo aplicaremos en parches. En algunas mujeres hay efectos secundarios pero a la mayoría no les afectan mucho y no pasa a la leche materna. En fin, lo trataremos de esta forma y ya veremos ¡Ah! Cuando se recupere y le dé el alta, si te pide volver a trabajar, déjala, Eduardo, es lo mejor que os puede pasar. Eso hará que ella de aleje unas horas de una realidad oscura que se ha creado en su cerebro y se anime con los deberes de madre y esposa, créeme.

Fueron más de tres meses angustiosos en los que había momentos de decaimiento por la falta de interés en Bea. La víspera de Reyes último llegué temprano a casa. Los directivos nos reunimos y acordamos cortar la jornada para dar tiempo al personal para las compras últimas de Reyes y llegué a casa con ánimo de llevarme a Alejandro a las Cabalgatas de los Reyes y que el niño conociera a estos Magos de los que tanto hablábamos su madre y yo. Cuando entré en casa sentí la voz de mi mujer susurrando, riendo y hablando quedamente. No hice ruido al caminar cuando me acerqué a la habitación de los niños. Allí estaba Bea con los dos pechos libres y los pezones brillantes. Merche trataba, con movimientos torpes, de coger un pezón y volver a mamar como una glotona empedernida mientras que su madre no dejaba de mirarla con un amor infinito que la transfigura cuando da el pecho a sus hijos. Ambas no apartaban los ojos de la otra y la niña chupaba con desespero de ella, como resarciéndose de los días en que su madre se negaba a dárselo.

Bea hablaba y reía con su hija sin dejarla de contemplar. Era una escena conmovedora, digna de ser plasmada en fotos y exponerlas en una galería pero que a mí no me resultó tan atractiva. Ese momento podía ser uno de los días buenos de ella pero ¿mañana, qué?

Pero hubo un día siguiente y otro más y una semana y la vida de la casa comenzó nuevamente a tomar el ritmo alegre, lleno de la ternura que imprime las mujeres al hogar. Bea, una noche, como diez días después de los, apareció vestida con una bata blanca muy sugestiva. Se acercó lentamente por mí lado y, a dos metros de mí, desabrochó la prenda, la abrió y apareció una hermosa mujer con un top transparente y sin nada más debajo.

-Llevo cuatro años dando gracias a Dios por haberme dado un marido increíblemente bueno. No creas que no haya reconocido tus valores estando en la situación en que me encontraba pero había momentos en que no me quería ni una pizca y deseaba morir. Me deprimía más y más al verte cuidando de nosotros sin una sola queja. Quería darte todo mi amor pero no estaba en condiciones ni me apetecía nada. Ahora creo que estoy mejor y deseo recompensarte. Te juro, Eduardo, que deseo estar contigo como nada he deseado en el mundo.

Eso fue anoche, una noche inolvidable donde Beatriz se mostró la de siempre, la apasionada, la mujer que con sus doce años más que yo ha sido capaz de cautivarme y hacerme que soy ahora.

-Eduardo, cuando me den el alta quiero volver a trabajar –Me dijo en uno de nuestros descansos- La niña estará atendida como lo estaba Alejandrito y yo me encontraré más realizada ¿Qué dices tú?

Recordé que el médico había dicho que si quería trabajar la dejara, eso sería una gran terapia para ella y estaría lejos del problema por unas horas volviendo a la maternidad con ganas y mucha alegría.

-Estoy de acuerdo, Bea, creo que tienes razón, es lo mejor para ti y para nosotros, tu familia.

Esta mañana llegué al despacho y me encontré la mesa vacía, saqué los apuntes que había hecho en momentos de descanso sobre esta historia y la he reiniciado. Creo que es hora de que le dé el punto final con esta buena noticia de la mejora de Bea. Los demás días no serán iguales, lo sé, una depresión postparto no es tan fácil de erradicar, pero sí parecidos y eso es la sal de la vida, el deseo de seguir luchando por mi familia, la convivencia entre esta Beatriz preciosa que he tenido la suerte de encontrar, de los niños y yo.