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Psinopsis de una muerte anunciada

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SINOPSIS DE UNA MUERTE ANUNCIADA

Olga Asunción camina lentamente por una avenida céntrica de la capital de una Comunidad Autónoma española. Son las ocho y media de la noche, las luces de la ciudad ilumina la calle por donde va, la acera por donde transita. Sus pasos son cortos, vacilantes y no mueve los brazos al caminar, más bien se diría que los tiene recogidos en los bolsillos del abrigo a medio muslo que lleva, siendo verano fuerte, pegados a los costados de su cuerpo. Su cara mortalmente seria, de boca grande y labios más bien finos está herméticamente cerrada, como conteniendo algo. De vez en cuando la abre para tomar aliento como si le faltara el aire, pero solo lo suficiente, sin dejar ver los dientes. Lleva gafas de lentes grandes que le llegan cerca de las fosas nasales. Olga Asunción sigue caminando lentamente, asombrando a la gente que la ve con su atuendo de invierno

Lleva pantalón negro y la noche no deja ver que está mojado, viscoso. La mancha corre por las perneras y comienza a destilar gotas rojas que van dejando huellas al pasar. Olga Asunción no ve el momento de llegar, todavía le falta dos calles más y no sabe si va a alcanzar su meta. No es creyente, más bien agnóstica, pero pide a la Grandiosidad de la Naturaleza que le de valor para conseguir llegar a su destino ¡Tiene que llegar! ¡Tiene que llegar! ¡Sus hijos la necesitan y…! ¡Tiene que llegar, como sea! Olga Asunción se para treinta segundos y vuelve a reanudar su camino ¡No hay tiempo para el descanso! ¡No ahora! Termina el tramo de la avenida y pasa al siguiente sin mirar tan siquiera a los lados, sin darse cuenta que puede ser atropellada por los vehículos que puedan entrar. Sube la acera con cierta dificultad, necesita apoyarse, y se tambalea hacia un lado pero se recupera. Un matrimonio mayor pasa a su altura y la miran con prudencia, recelo y un cierto desprecio

-¿Está borracha, Carmelo? ¿Jesús, María y José? –Dice la señora mayor al hombre, santiguándose.

-No lo sé. Creo que necesita ayuda. Me pareció que estaba mojada por delante, orinada o algo así. Un canuto, una sobredosis, alguna copa de más ¡Gentuza! ¡Qué pena! –Responde el caballero mirando hacia atrás para ver nuevamente la mujer que sigue caminando despacio y con pasos inseguros.

-Voy a ver que es lo que le pasa a esa mujer, Fela –Dice el señor mayor soltándose de ella.

-¡Carmelo, Carmelo! ¡Déjalo ya, por favor! Somos viejos para que nos den un susto de muerte y del que podamos arrepentirnos más tarde ¡Quita, quita ya, hombre! –Y se coge fuertemente del brazo del marido.

-¡Los niños, los niños! ¡Tengo que alcanzar mi objetivo…! ¡Los niños! –No pensaba en otra cosa, la vida se le iba, pero ella no tenía otro objetivo que los hijos pequeños.

¿Desde cuando empezó todo? No se acordaba ya pero se convirtió en un hábito cotidiano durante ocho años ¿Por qué, si se entendían bien? Seguía sin saberlo, posiblemente otras mujeres, la bebida, la costumbre que tomó de trasnochar o aquel machismo que demostraba ya de novio y que se le debió acrecentar con los años de matrimonio. De la noche a la mañana su carácter cambió y de las palabras cariñosa pasaron a las groseras; de los insultos al levantamiento en el aire nada más de la mano; de dejarla tan solo en un gesto a descargarla sobre ella allá donde la cogiera. De la primera vez que recibió un fuerte golpe de su marido al segundo habían pasado tres meses, luego, las consabidas disculpas, promesas apesadumbradas, carantoñas, arrumacos, besitos al irse y besitos al llegar de trabajar. Al mes siguiente solo un adiós seco, casi imperceptible y el cerrar de la puerta. Quince días después ni eso y con un portazo al irse a trabajar. Al segundo mes los gritos por no tener determinada ropa planchada o lavada, porque la comida no estaba servida cuando llegaba, gritos de protesta si le pedía salir a dar una vuelta o ir al cine, la soledad en compañía viendo la televisión las tardes de los domingos: el por un lado y ella por el otro, a oscuras, callados o hablando u ordenado tan solo él

-Olga trae agua… Olga, prepárame un güisqui…, Olga, ve a abrir, Olga…, Olga…, Olga…, seco, mal encarado, intolerante y ella callada, triste y como sumisa se levantaba a la primera petición de su esposo, mirándolo con tristeza, pidiéndole con la vista una explicación a su aptitud, con miedo a lo desconocido, procurando que aquella mano pesada, como ya sabía de antes, no se volviera a posar en su persona. Tenía que buscar una ocasión, un momento propicio y charlar sobre la situación crítica que estaban teniendo.

Había pasado tres meses de la primera agresión ¡Con qué claridad se acordaba de aquel día! Olga Asunción se había levantado nueve días antes con dolor de cabeza y, al desayunar el café con leche y tostadas con mantequilla, la comida le produjo arcadas y un mareo se apoderó de su persona. Había notado que la regla le había faltado el mes pasado y ahora. Como buena mujer sospechó lo mejor y su cara se llenó de alegría. No quería decirle nada hasta que el médico se lo confirmara. Sin poder aguantar el deseo de saberse embarazada, fue a la farmacia y adquirió un test de embarazo, orinó en el frasquito, metió aquella barrita de dos casillas y, en una de ellas, dos líneas rosas le confirmó la sospecha Llamó al Ambulatorio y pidió consulta con su ginecólogo. Ocho días después, con el análisis delante, lo ratificó la doctora y esperó a su marido ilusionada, contenta, pensando la alegría que le iba a dar.

Llegó el hombre de la casa huraño, para no perder la costumbre. Eso a Olga Asunción no le importó ese día, llevaba un papel de la mano y cuando quiso hablarle él se adelantó.

-Prepárate para esta tarde cuando llegue de trabajar, un compañero celebra el aniversario de boda y nos ha invitado. Quiero que estés preparada pa…

-Tengo una gran noticia para ti, cariño –Y se dirigía con el análisis hacia él cuando el hombre se volvió con una violencia tan grande y con una rapidez que no le dio a Olga Asunción tiempo a esquivar la mano del cónyuge se había levantado al tiempo que se giraba hacia ella.

Sonó como un trallazo, la joven vio un fogonazo blanco azulado muy resplandeciente ante sus ojos, sintió que giraba y no se enteró que caía al suelo hasta que sus huesos dieron con la dura superficie.

-¡Maldita mujer ésta! ¡Haber si te enteras que cuando yo hablo tú te callas! ¿Me has entendido, estúpida de mierda? –Y la había cogido por los pelos de la cabeza de tal forma que la levantaba del suelo. Antes que pudiera reaccionar de aquella gran bofetada, una oleada de ellas se dejó sentir en su cara, golpes en los brazos y pecho y continuaba la agresión. Por instinto femenino se cubrió el estómago y dejó el resto libre a los golpes que no cesaban. Se debatió como pudo y logró salirse de las garras de él y, a gatas, corrió hacia un lugar donde protegerse. Una patada en los glúteos la deslizó literalmente contra la pared, como si estuviera en una pista de patinaje, y allí dio un tremendo golpe con la cabeza que la paró en seco. No perdió el conocimiento de momento, con los ojos semicerrados y los brazos cubriendo la barriga, vio como el matón venía corriendo hacia ella, se paró de inmediato, levantó la pierna y… No llegó a descargarla, la paró estando hacia atrás y en el aire. Olga Asunción no hizo movimiento alguno, no se mostró consciente y eso la salvó del patadón. Aprendió que haciéndose la desmayada él paraba, claro, no siempre, pero dejaba momentos de respiro, de dolores, de auténtico terror bajo el dominio de la bestia.

La dejó allí tendida, sin preocuparse de su estado y, poco después, se marchó con un sonoro portazo. Esperó un buen rato en aquella posición y, al ver que no venía, se puso en pie con trabajo, se vistió todo lo rápida que pudo y, sin coger nada, salió deprisa de la casa hacia el hogar paterno.

Cuando sus progenitores la vieron en semejante estado se quedaron atónitos y enmudecieron. No sabían lo ocurrido ni comprendían como iban a afrontar el problema que se le presentaba ante aquel cuadro. En principio parecía que la culpa de todo la tenía ella, sus padres y los dos hermanos la recriminaron. Ella calló en un estado de desilusión y abatimiento tan grande que comenzó a llorar, a gritar, se levantaba, paseaba con desasosiego por el salón, daba brincos de impotencia, fuertes golpes contra los muebles y la pared, a pedir comprensión a todos y que la dejaran hablar hasta el final. Sólo el padre fue quien, reponiéndose del susto de verla y el estado de desesperación en el que se encontraba su hija, se acercó a ella, la tomó entre sus brazos, besó intensamente sus cabellos, la sentó con él en el sofá, pidió silencio a todos con un gesto y dejó que explicara todo lo sucedido.

Casi en tromba llegaron los familiares del maltratador, primero los padres, mujer y hombre aun jóvenes y la hija menor, Terele. Los tres quedaron atónitos ante el espectáculo grotesco que presentaba Olga Asunción. La suegra, en un impulso materno, la abrazó pero acto seguido la soltó, como a una apestada y espetó.

-¿Tú que le hiciste antes a mi hijo para que él, como dices, te hiciera esto? –Y un rictus feo, despreciable apareció en la boca de la mujer. El marido de ella asintió con la cabeza, la chica miró a su madre asombrada.

-¡Mamá, mamá! ¿Y tú, precisamente, dices que fue lo que hizo mi hermano a Olga? ¿Tú, mamá que has recib…?

-¡Cállate, Terele, cállate! ¡Tú aquí eres espectadora, no parte! ¡Y sí, lo digo porque sé que mi hijo no es tan canalla como para hacer esto! ¡Si es así, si lo ha hecho ha sido por fuerza mayor, porque ella le indujo a perder los estribos!

-Petra –Dijo Juan, padre de Olga Asunción, tragándose la rabia contenida –Parece mentiras que digas eso. Esto lo conoces tú, lo has padecido tú y lo sigues padeciendo tú, de vez en cuando. Pedro, aquí presente, te ha dado muchas palizas, Petra, no lo niegues ¿Y ahora quieres defender a otro sinvergüenza como tu marido?

Y Juan iba subiendo la voz más y más a medida que hablaba. Pedro se interpuso delante de su mujer y se enfrentó al padre de su nuera.

-¡Cabrón de mierda! ¡Te atreves a decir calumnias porque estás en tu casa! ¿Vamos a la calle y dímelas allí, hijo de puta?

-Mira, Pedro, déjate de bravuconerías, vamos a hacer abuelos los cuatro y tu hijo ni si quiera lo sabe porque se dedicó a vapulear a su mujer. Vamos a tomar medidas contra ese, las pruebas son evidentes.

Terele, acallada enérgicamente por su madre, espantada ante lo que veía, se echó a llorar amargamente. Todo lo dicho en ese momento era la pura verdad, lo que veía en su cuñada lo había visto en la persona de su madre varias veces. Ella y su hermano habían sido víctimas de un padre avasallador, cruel, que no pegaba a su mujer tan solo, sus hijos probaron muchas veces la hebilla del cinturón sobre sus lomos, sin piedad.

El hombre se enteró por su madre que iba a ser padre, se llenó de rabia, coraje, despotricó contra su esposa y se confesó inocente de lo ocurrido. La hermana le recriminó su aptitud y dijo que era el vivo retrato del padre de ambos y se avergonzaba de ser su hermana. La madre era la única que le guardaba la espalda al hijo y el progenitor indiferente, sin dar importancia a unos hechos que en ese momento era una pequeña pelota de nieve pero que con el paso del tiempo se iría convirtiendo en una gran bola. Éste, cobarde como todos los sinvergüenzas sin piedad, pidió a su madre que intercediera por él ante la mujer. En aquella época, Olga Asunción aún quería mucho a su marido a pesar de todo, joven, aún sin madurar ni tener la suficiente experiencia como para prever un futuro incierto y lo perdonó en contra de la opinión de sus padres, sus hermanos y su cuñada.

Y pareció que todo se arregló y la pareja gozó de buena armonía durante todo el embarazo de Olga Asunción. Hicieron los ejercicios preparatorios al parto juntos y él asistió al nacimiento de Julito y la bonanza matrimonial seguía en alza. Sin embargo, cuando regresaron a casa, él solicitó a su mujer aquella noche, alegando que llevaba dos meses sin echar un polvo por la puta barriga tan picuda y enorme que se le formó. Ella se negó con rotundidad y a punto estuvo de padecer una vez más las sacudidas violentas de su marido si el niño, en esos momentos, asustado por la voz alterada de su padre no se pusiera a llorar. Pero Olga Asunción se vio obligada, dos días más tarde, a realizar coito violento de su esposo. Dos golpes certeros en la barbilla hicieron que Olga Asunción perdiera por un momento el sentido y, cuando lo recobró, se encontró con las piernas abiertas y él encima poseyéndola. No respetó el puerperio, no respetó a la madre de su hijo y casi la violó. Dentro de este periodo de post parto, dando de mamar al bebé, la mujer volvió a quedar embarazada. Olga Asunción lloró mucho al darse cuenta que su regla no le venía después de la cuarentena. Hacía días que se encontraba "rara", sin ganas de comer, haciendo asco a todo bocado, obligándose a tomar agua, leche y comer porque Julito seguía exigiéndole el pecho. Y otra vez volvió a sentirse mal, desilusionada, temerosa de aquella sospecha que sabía era una realidad patente, temerosa de decírselo a él, sintiendo vergüenza de que su familia y la de su marido supiera que volvía a estar en cinta a la semana o dos semana de haber tenido a la criatura. Y calló la noticia por un tiempo hasta que el bebé, con tres meses, enfermó de bronquiolitis.

Julito comenzó a tener problemas respiratorios. Los silbidos del bebé daban la sensación de que la criatura iba a acabar en uno de sus ahogos y las angustias, desesperación y el no poder vivir con el problema del pequeño y Olga Asunción, una noche, de madrugada, pidió ayuda a su marido en un estado de nervios que no se tenía

-¡Qué coño quieres, mujer!

-¡El bebé, el bebé, se está ahogando! ¡Ayúdame, hombre, por favor! ¡Llevémosle al médico o se nos muere!

-¡Iros a tomar por…! ¡Los hijos son cosa de las madres, estúpida! ¿Eso no te lo ha enseñado la tuya? ¡El hombre es el que mantiene a la familia y es lo más importante!

-¡Déjate de machadas y date prisa, se nos muere! –Y lo cogió del brazo fuertemente y arrastró por él con una fuerza nada común -He llamado a urgencias y…

No terminó la información, la mano del hombre se levantó furibunda y se estampó horriblemente contra la cara de su mujer. Como consecuencia del gran golpe, Olga Asunción fue lanzada y casi despegada del suelo. Al caer, dio con la mejilla derecha y por debajo del ojo contra el borde de los pies de la cama y cayó cuan larga era y la cabeza dio un tremendo y sonoro golpe en él suelo. Quedó aturdida y el fuerte dolor recibido en el rostro la hizo gritar desaforadamente llevándose la mano al rostro y retirándola totalmente manchada de sangre.

-¡No me vuelva a tratar así nunca más, puta! ¡Soy tu marido, soy el hombre que va a trabajar y trae el dinero a casa para ti y tu hijo! ¿Me entiendes, ignorante? ¡Ahora os vais los dos solitos a tomar por el culo porque yo me iré a la cama! ¡Mañana tengo que levantarme temprano! ¡Será posible! ¡Asquerosa de mierda! –Y sin ningún sentimiento para las dos personas que formaba su familia, el hombre volvió a la cama.

Tan solo los padres de Olga Asunción y cuñada la ayudaron aquella noche a velar al Julito que fue entubado como medida preventiva. Al rostro de la mujer hubieron de darle puntos y tardó más de un mes en que la cara volviera a ser normal.

El matrimonio continuó su vida normal y él volvió a ser el marido y padre amantísimo que acompañaba a su mujer a los ejercicios prepartos. Y nació Miriam y el tiempo fue pasando con temporadas con más golpes y otras con menos pero siempre Olga Asunción seguía siendo vejada y confinada en el hogar.

Por esa época, la joven comenzó a pensar si no era ella la causa del deterioro del matrimonio, la ignorancia de la que él hablaba. Muchas veces le decía que era idiota y que no servía ni para ser madre de sus hijos y que tenía que pensar que solución tomar. Lloraba muchas veces contemplando a sus niños en las camitas y pensaba que no se veía tan mala madre y que se desvivía por ellos. Terele era su mejor amiga y estas angustias meditadas en muchas noches de insomnio se las transmitía llorando como una Magdalena sentadas ambas en una cafetería y ante una taza de café. Terele sentía escalofríos oír a su cuñada, aquella mujer humillada, tratada con la violencia y maltratada psicológicamente y pensaba, con un nudo en la garganta, que si se decía que había un Dios Bienhechor ¿Por qué éste no actuaba ya contra el perro de su hermano?

Fueron pasando los años y el marido se dedicó a los amigos, la bebida y a otras faldas que no fuera la que tenía en casa. A medida que la bebida lo dominaba Olga Asunción sufría más las consecuencias y las palizas casi se repetían a diario. Para evitar espectáculos que pudieran dejar huellas a los niños, Olga Asunción, tan pronto aparecía el padre de ellos, los encerraba en la habitación de los juegos y el hombre comenzaba la discusión seguida de los golpes y empujones contra el suelo. La mujer deseaba las tardes porque su marido se marchaba a trabajar y ya no aparecía hasta más de mediada la noche o al día siguiente en que llegaba bebido se cambiaba y volvía a salir para el trabajo.

Olga María comenzó a ser para su marido una carga molesta, un incordio, a despreciarla en todos los momentos que tenía ocasión y llegando a expresar su opinión sobre ella en público. La llamaba foca grasienta, ballena, bruja, la novia de Frankenstein y otros calificativos despectivos y a voz en grito. Y Olga Asunción se empequeñecía, perdía interés en su persona y terminó creyéndose todo lo que se le decía. Cierto es que ella había cogido unos kilos de más pero sin deformarse, consecuencia, todo ello, de los dos embarazos seguidos y sin tiempo para recuperarse, el cuidado de los bebés, de la casa, del marido y la desidia hacia su persona que aquel monstruo comenzó a sembrar en su ánimo viéndose fea, gruesa y echada a perder sin ser, realmente, cierto.

Ya no era ella solamente, ahora comenzaba a molestar los niños. No había seres pequeños tan queridos para él como los hijos. Se dedicaba a ellos en cuerpo y alma los fines de semana tan solo. Los sacaba aquí y allá, les compraba chuches, muchos chuches y poca comida, si acaso un hot dog o una hamburguesa de Mc Donald. Ni las golosinas ni el Mc Donald eran alimentos para los críos. Un día vio a Julito jugando con la muñeca de su hija Miriam y se volvió loco. Tomó al niño por un brazo sin piedad, como si fuera un muñeco de trapo, y le dio una soberana paliza, señalando a la muñeca que -¡Eso no era cosa de niñas! ¡Los niños juegan al fútbol, con las pistolas o a darse trompadas con otros niños! Ella, rápidamente, se puso por medio y recibió peor trato que la criatura.

-¡Tú tienes la culpa, Olga, de que mi hijo se convierta en un maricón! ¡Mimitos, mimitos! ¡Un niño es un hombre en pequeño! ¿Es que no lo sabes, mujer ignorante? ¡Claro, sois mujeres, no se puede esperar nada de estas putas sin cerebro! –Y las bofetadas y puñetazos caían a raudales sobre la cara y el cuerpo de Olga Asunción que solo se cubría el rostro para que no se lo viera la gente destrozado -¡A mi hijo no lo vas a convertir en maricón, puñetera de mierda!

Desde entonces, los hijos para él dejaron de interesarle. Ahora le molestaban y, por "quítame allá esa paja", les pegaba. En principio eran espantadas, más tarde tortas fuertes en los culetes que los hacían brincar y por último palizas por esto o aquello. De día en día estaba creando un infierno a su medida imposible de aguantar. Olga Asunción transigía con las palizas que le propinaba casi todos los días pero no pasaba por los maltratos a los niños enfrentándose al hombre. Y la guerra se desató.

A Julito lo tenía muy vigilado y entre ojos, a la primera de cambio la descargaba con el niño y éste le tomó tal miedo a su padre que procuraba no dejarse ver cuando llegaba a casa. Cierto es que el chico no tenía costumbres masculinas, los gestos eran algo amanerados, le gustaba retozar con los juguetes de su hermana y nunca tocaba los suyos. Hacía comentarios admirativos a la lencería de ella e indicaba que le quedaba mejor de esta o de la otra manera. A Olga Asunción le parecía la conducta del chico algo peligrosa y le decía que no se atreviera a hacer esos comentarios delante de su padre o ambos pagarían las consecuencias.

Un día, jugando los dos hermanos, el padre llegó temprano a casa y encontró a Julito vistiendo un traje de su hermana y jugando a "las casitas" En el momento en que el jefe de la familia se disponía a reventar a golpes a su hijo, dándole trompadas y patadas y arrimándole contra la pared mientras le pegaba, llegó Olga Asunción. Se volvió loca ante semejante escena y, yendo como un rayo a la cocina tomó un sartén y, dirigiéndose contra el demente, que estaba de espalda, la tomó a sartenazos fuertes hasta dejarlo mal herido en el suelo, inconsciente, sangrando a borbotones y con los ojos semiabiertos. El niño estaba desmayado, ensangrentada la carita, un ojo amoratándose e hinchándose y con la boca desencajada por un golpe en la barbilla. Lo tomó en brazos, lo zarandeó para reanimarlo y el chico no respondió. En un estado de desesperación, fuera de sí, pidiendo socorro, Olga Asunción salió a la calle gritando con voz en cuello

-¡Un médico, un médicooooo! ¡Socorro, ayúdenme, por favooooor!

El niño se pasó quince días ingresado en la UVI en el hospital de la Seguridad Social. Fue entonces cuando la mujer se decidió a denunciar al hombre que era su marido y padre de sus hijos. Ante los hechos ocurridos, sin omitir Olga Asunción la agresión al hombre, una jueza dictó sentencia favorable a la madre de los niños, quitándole la custodia al padre, sin derecho a visitarlos, un alejamiento de éste sobre las criaturas de quinientos metros y por un tiempo no inferior a cinco años ni superior a éste.

Como ocurre siempre en estos casos, el hombre tuvo derecho a la apelación y se mostró en la vista arrepentido y aterrado de haber atentado contra su hijo, el único varón que el matrimonio tenía. Lo había visto vestido de niña y… –Se puso a llorar amargamente- No volvería a ocurrir y que estaba dispuesto a ser controlado por las autoridades. Olga Asunción no quería pero las presiones por parte de la familia del cónyuge, el llanto de la madre de éste suplicándole el perdón hicieron que ella claudicara y volviera a unirse al marido a los ocho meses de haber padecido tal afrenta. Su cuñada fue la única contraria al regreso de su hermano con Olga Asunción

-Olga, te lo pronostico, tú has de acabar con este canalla tarde o temprano

Y fue una premonición que no tardó mucho en llegar.

Como era habitual, los primeros meses fueron de buenos deseos para con ella y los hijos, aunque a Julito lo tenía apartado. Los sacaba de paseo con la madre los fines de semanas y todo marchaba relativamente bien. Pero no hay dos sin tres y los amigos, las borracheras y las mujeres volvieron a dar al traste esos deseos de falsa concordia, de cara siempre al exterior.

Aquel mediodía del 15 de agosto no se le olvidaría jamás a Olga Asunción. Se encontraba restaurando un abrigo negro de invierno. Había visto una revista de moda sobre estas prendas y vio uno con el corte parecido al suyo y con ciertas diferencias puntuales que se podían realizar en el viejo pero siempre intacto gabán. Había hecho paella de marisco como le gustaba a él, la mesa estaba adornada y todo dispuesto. Tenía que comunicarle que estaba nuevamente embarazada de tres meses. No sabía la reacción del marido y temía lo peor. Estaba nerviosa y se había pinchado varias veces con la aguja el dedo corazón de la mano izquierda. Y llegó el padre de familia.

Besó rápidamente a su mujer, tomó en brazos a Miriam y a Julito apenas si le rozó la cara con indiferencia.

-¡Niños, a comer! ¡Vuestro padre ha de dormir un poco porque se va a trabajar esta tarde. Olga, sirve ya.

Olga Asunción se levantó presta, dejó las tijeras sobre el neceser, fue a la cocina y comenzó a servirle el plato humeante de la paella que tanto le gustaba.

-¿Paella otra vez, Olga? –Dijo mascando las palabras

-Hace tiempo que no hago este plato, hombre –Y comenzó a ponerse en guardia, temió lo peor y no se equivocó.

-¡Pero es que yo comí ayer paella de marisco en la casa de mis padres, mujer! Hazme otra cosa, Olga, no quiero esto –Moviendo la cabeza de un lado a otro con fastidio

Olga Asunción quedó dolida ante el desprecio a su buen hacer y, secamente, respondió

-Pues no hay otra cosa, paella y repetir más paella. Esto… tengo que darte una noticia –Y se quedó mirando fijamente al marido

-¿Qué coño pasa ahora, Olga? –Y se le veía contenido, lleno de rabio, a punto de explotar.

-Estoy otra vez embarazada.

El hombre se levantó como por ensalmo de la mesa, dio un fuerte puñetazo en la mesa y espetó casi escupiendo en la cara.

-¡Joder, Olga, joder! ¡Eres única para alegrar un almuerzo! ¿Embarazada nuevamente? ¿De quién, puñetera?

-¡De ti, hombre, de ti! ¡La última vez que estuvimos juntos hace tres meses! ¿No te acuerdas?

-¡Mierda, mierda, mierda! ¡Me cago en la puta coneja ésta! –Y fue tal la rabie que tomó el borde de la mesa por su parte y la volteó hacia arriba y se formó un gran estruendo al caer al suelo el mueble y todo lo que había en él. Olga Asunción retrocedió espantada y los niños corrieron raudos hacia una esquina del comedor y se abrazaron observando la escena con ojos espantados. Conocía las reacciones paternas y les causaban terror.

-¡Dioooooooss! ¡Tengo que acabar con esta puta familia o ella acabará conmigo!

Estaba desfigurado, lleno de ira. Miró a su esposa y se dirigió a ella, la tomó por el cabello y le dio un fuerte puñetazo en pleno estómago e hizo que la mujer diera un horrible grito que a él mismo lo asustó.

Olga Asunción tuvo la impresión que todo el edificio se le venía encima. Un golpe de sangre inundó su garganta y creyó que sus entrañas se esparcían por todo su cuerpo. De pronto un sudor frío la recorrió entera y comenzó a sentirse mal. Pero lo que más la inundó de pavor fue sentir un llanto angustioso y aterrador de un bebé allá a lo lejos y supo de inmediato que aquel hombre había matado a su propio hijo con sus arranques de soberbia.

El tremendo puñetazo la había dejado doblada y de esta forma seguía, cogiéndose el estómago, sintiendo como la sangre le subía por la tráquea y el gusto a ella le llegaba a la laringe y la las vesículas gustativas y cerro la boca para no vomitar la sangre que hasta no hacía un minuto era la sabia, la vida del feto que llevaba en su vientre. Entre nubes de vapor rojo, Olga Asunción vio como aquel asesino se alejaba a pasos largo hacia la terraza, se metía en ella y salía con una garrafa llena que contenía un líquido amarillento. Comenzaba a sentirse mal y sabía que iba a desmayarse de un momento a otro pero antes de que sucediera eso tenía que ver que iba a hacer aquel hombre y si se metía con los niños y aguantó con una fuerza más allá de lo humano.

Vio de forma nublada como su marido empezaba a rociar el salón con aquel líquido y bañaba a los niños sin piedad. El olor fuerte a gasolina le llegó a unas fauces que estaban congestionadas por otro olor: el de la sangre, que empezaba a brotar por sus fosas nasales. Y supo inmediatamente lo que iba a ocurrir.

Estaba cerca del neceser y miró las tijeras que estaban sobre éste algo abiertas y las cogió todo rápida que pudo, antes de que se diera cuenta. Quería poner atención a lo que decía, pero se había quedado sorda y muda ante el inmenso dolor que la embargaba. El hombre venía de espalda, siempre tirando líquidos en el suelo, y se iba acercando a ella, la iba a rociarla también y esperó. No sabía si iba a tener fuerza pero sus hijos había que salvarlos a costa de su propia vida y aquel ser depravado se puso a su lado.

Olga Asunción se enderezo como pudo, levantó los dos brazos empuñando el mango de las tijeras y con una fuerza inaudita las clavó hasta la empuñadura en la espalda del su marido. No se quedó ahí, la sacó y la volvió a clavar más a la izquierda del hombre. Este bramó terriblemente, soltó la garrafa que tenía entre las manos y se giró hacia su mujer con los brazos en alto. Olga Asunción no esperó a reacciones alguna, ya tenía los brazos en el aire y con un certero golpe metió nuevamente las tijeras, esta vez cerca del corazón del cónyuge y éste, dejando los brazos en alto, miraba con los ojos que se le salían de las órbitas y comenzó a deslizarse lentamente hacia el suelo y cayó al suelo de lado, encogiéndose y mojándose con la gasolina que salía del gran botellón.

No esperó a saber más del hombre. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Olga Asunción se dirigió hacia sus hijos y, sin decirles nada les indicó con señas que se fueran a su habitación y ellos corrieron hacia ella a la orden de su madre. La joven, segura ya de la salvaguardia de los pequeños, tomó el abrigo y se lo colocó con gran trabajo. Tenía que salir e ir a comisaría, dar cuenta de lo que había echo y salvar a sus dos hijos. Sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida o de estar consciente y salio dando tumbos de un lado a otro, abriendo los ojos desmesuradamente, pensando en los niños para que no la venciera aquel tremendo dolor y los temblores inmensos que la sacudían dentro ya del abrigo.

Y llega al tercer tramo y divisa a lo lejos el letrero luminoso que dice "Policía Nacional". Dentro de su estado el corazón, que empezaba a latir muy quedamente, se revoluciona un poco y con ese ánimo Olga Asunción llega a las escalinatas de la comisaría, tambaleándose, dejando un tremendo rastro de sangre detrás de ella, cayendo de rodillas y levantando un brazo para llamar la atención del agente que estaba de plantón ante la puerta de Centro policial.

Antes de caer en aquel pozo profundo, negro, silencioso y lleno de horror, Olga Asunción vio, con la vista alejándose de ella y casi perdida, como el policía bajaba corriendo las escaleras mientras movía la boca, como gritando, vuelto hacia la entrada y gesticulando con las manos. Entonces sí, Olga Asunción abrió la boca, queriendo sonreír, y una oleada tremenda de sangre negruzca y maloliente salió de ella e hizo un pequeño charco en la acera. Y sintió como caía… caía… caía… al infinito.