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El mejor regalo de Bodas (2)

en Amor filial

EL MEJOR REGALO DE BODAS

Segunda parte

Capítulo 4º

Un descubrimiento emocionante

Octavio, en los días siguientes, la rehuye, procura hablar lo imprescindible, cortés, simpático y atento con las mujeres en la mesa, distante con la muchacha a solas. Monse se agobia ante aquel desplante. Lo mira fijamente para que él se dé cuenta de su amor por él y le pregunta con la mirada si aquella mañana no representó nada para él. No recibe contestación porque no la mira. Ella sabe que lo está observando y está deseosa de saber por qué la trata así.

Ya no se encuentran en el baño. Octavio ha dispuesto un horario que Monse no atina a saber, tiene un sueño muy pesado, como buena joven y la hace dormir profundamente. Han pasado tres semanas desde que se fundieron en un maravilloso abrazo, besos, caricias y la corrida que todavía siente la niña en sus partes.

Aquel viernes tampoco coinciden como ella desearía. Lo siente toser de forma continua y su madre diciendo algo que no logra entender. Vistiendo tanga solamente se acerca con discreción y sigilo a la alcoba del matrimonio. La puerta está abierta y Pilar está atendiendo a su marido.

-No deberías ir al cuartel, estás muy mal y ese resfriado es de cama. Monse y yo nos turnaremos para que no tengas que levantarte para nada. Ahora, tómate esta medicina preventiva. Llamaré a Sanidad militar y que venga el médico de guardia y te observe. Hablaré con mi hija y nos turnarnos. Espero que pueda salir un poco antes de clase.

-No, Pili, déjalo, me encuentro medio bien y dentro de pocas horas estaré mejor. Ve a tu trabajo y que la niña cumpla su horario de colegio. Yo... –Y una fuerte tos, algo cavernosa, lo dejó a medias, le duró un buen rato.

-Mira, Octavio, los héroes en esta casa están en los tebeos. Cuando uno tiene esa gripe, me parece más una bronquitis, lo mejor es guardar cama y en paz. No hay vuelta de hoja.

Pilar estaba frente a su marido, de espalda a la puerta y no vio, como Octavio, a una Monse presentarse en el marco de la puerta de la alcoba, desnuda, sólo con su tanga minúsculo. Quedó rígido ante aquella visión de ensueño y no pudo decir nada. Monse, calladita, sin que su madre se enterara, guiñó un ojo a su padrastro, empezó a salta con los brazos en alto, le dedicó una amplia sonrisa y le envió muchos besos con la punta de sus dedos. Por señas le dijo al hombre que su madre tenía razón y, acto seguido, desapareció.

Colocándose el sujetador de copa pequeña estaba cuando Pilar entró en su habitación.

-Monse, pequeña, ¿puedes venir un poco antes de clase? –La madre se la quedó mirando con admiración y orgullo- Octavio está enfermo de gripe y no tiene fuerzas para levantarse. Estaré aquí hasta que llegues, me vuelvo al trabajo un ratito y luego nos pasaremos las dos cuidándolo. ¿Qué te parece?

-Por supuesto, mamá. ¿Te parece bien a las diez de la mañana? Las otras clases no son relevantes.

Monse, una vez vestida, con la camisa del uniforme abierta hasta su pequeño y redondo ombligo, dejando ver un sujetador minúsculo que apenas podía contener sus pechos macizos entró donde se encontraba Octavio y lo saludó alegremente.

-¡Hola, Octavio! –Dijo abriendo un poco más su blusa adrede- Me dijo mamá que estás malito de gripe.

Se quedó frente a él, enseñando aquellos pechos desarrollados de quinceañeras, algo más grande para chicas de su edad, mirándolo directamente a los ojos, dejando que él apreciara sus atributos de mujer bien hecha, ofreciéndose ahora que tenía ocasión, indicándole lo que iba a ocurrir con su madre fuera de allí

-Si, bonita, pero no hagas caso a tu madre. Ya sabes lo exagerada que es –Comentó el militar apartando con mucho esfuerzo los ojos de aquella visión perturbadora- Eh..., esto..., mejor que continúes en clase hasta que termines. Me quedaré algo más en cama pero luego iré a la oficina. Esto..., eh..., me esperan y.... Ya sabes…

-No, no sé, y me quejaré a mi madre si no le haces caso. En camita que nosotras te atenderemos muy bien.

Decía esto acercándose al enfermo, sentándose en la cama muy cerca, rozándolo con su pecho derecho en el brazo desnudo y aplastándolo. Cerca del oído, casi susurrando, le dijo.

-Te voy a cuidar muy, pero que muy bien. Sé que te gusta verme así y me pondré tan cómoda como tú quieras y para que saltes de ahí y vengas a por mí. Seguro que es un remedio infalible ¿No crees?.

Octavio miró al frente, temiendo que apareciera su esposa. Monse lo notó.

-Está en el baño, no te preocupes, no nos oye –Y su cara se pegaba a la de él, besándolo en la oreja, mordiéndola, ensalivándola, metiendo la punta de la lengua por dentro de la oreja y acariciándola con la suavidad y textura del jugo salivar.

El militar estiró la mano izquierda y la pasó por debajo de la falda de la chica. Encontró unas caderas tibias, suaves, desnudas y prietas. Las amasó con frenesí. Monce abrió las piernas y él se apropio de aquel pubis caliente, de labios carnosos y palpitantes. Con los dedos los apretó con intensidad. La chica bajó la cabeza y ambos se fundieron en un estrecho beso, buscándose las lenguas, comiéndose las bocas, intercambiando jugos. El brazo derecho de él subió y se apoderó del pecho izquierdo y lo estrujó igual que aquella vulva que se estaba humedeciendo en su mano. Las caricias duraron poco tiempo, pero eran intensas, emocionantes, llenas de deseos y demostrando que ambos se estaban necesitándose a cada momento.

Monse se soltó con suavidad, dejando que Octavio la siguiera tocando, mirándolo con un cariño que el hombre no creyó que se albergara en aquella muchacha. Creía que era un capricho, una ilusión hombre mayor-mujer joven, una experiencia más para su palmarés de chica rompedora. No, no era así y ella lo demostró con los hechos y la entrega ¡Estaba enamorada de él!

-Tengo que irme con inmenso dolor, amor mío. Si he de venir pronto tengo que estar temprano en el instituto. Contaré los minutos que faltan para entregarme totalmente a ti, si lo quieres. ¡Adiós! –Y lo volvió a besar intensamente en los labios.

Antes, la mano femenina había bajado hasta la bragueta del pantalón del pijama y tomó aquel miembro erecto, acariciándolo apretadamente, bajando el glandes y subiéndolo, pasando el dedo pulgar por la cabeza, mojándolo y, luego, llevándolo a una punta de lengua que aparecía en la entrada de su boca y degustó el líquido cerrando los bonitos ojos y mordiendo el labio inferior.

-¡Seré tuya, seré tuya! –Y besaba los dedos y lanzaba los besos hacia él desde la puerta de la habitación.

¡Otra vez aquellas maravillosas manos en ella! Las piernas de Monse se negaban a seguir caminando. Sentía que su sexo estaba soltando líquido, que su tanguita se mojaba y que sus pezones estaban duros, dolientes y electrificados ¡Dios, no quería marchar! Quería correr nuevamente hacia él, lanzarse en sus brazos, que la poseyera allí mismo y que su madre los sorprendieran, quitárselo para que fuera tan sólo suyo, sentirlo siempre dentro de ella, besarlo constantemente, comer tan solamente de sexo, de sexo… de su sexo. No podía ser, Macu tenía razón ¡Dios, que eternas iban a ser aquellas dos horas!

Salió desesperada para la casa, tuvo el tiempo suficiente para decirle a Macu lo ocurrido y lo que iba a ocurrir pero no se paró a oír lo que su amiga le decía cuando corría hacia la salida del instituto y con el permiso de la directora en alto, para que lo viera el portero del centro.

Entró en silencio, en un plan sorpresivo, rezando para que Pilar no estuviera en casa ya, desnudarse toda, incitándolo, tirarse en plancha sobre la cama y entregarse al hombre que sus sueños.

Oyó voces en la alcoba matrimonial. Eran la de Octavio y otro hombre sin determinar. Aquello la molestó mucho, retrasaba sus planes y se acercó sigilosamente y escuchó.

-…Pedro, amigo, lo quiero impedir pero es superior a mí. Ella me ha buscado intencionadamente y me ha enamorado con su juventud y belleza. Quiero a su madre, de verdad, pero… pero… ella tira mucho y estoy temiendo que llegue y ocurra lo que no está escrito ¡Dios! ¿Qué hago compañero?

-Resiste Octavio, resiste, es tu hijastra, piensa en ello. Si tienes amores con ella a eso se le llama incesto, tu eres un militar de honor, con prestigio, con reconocimiento dentro del Cuerpo. Debes de pensar con esa cabeza bien amueblada que tienes no con la polla.

-¡Ya, ya! ¡Qué fácil lo ves tú, Pedro! –Octavio se mesaba el pelo y se movía en la cama- Bien, bien, esto es lo que vamos a hacer. Te quedarás conmigo hasta la una o más que termina Pilar jornada laboral matutina, luego, te vas ¿Te parece?

-Mi teniente coronel, yo soy el segundo jefe y tengo que estar presente por lo que ocurra no estando tú. No puedes ordenar que me quede.

-No, no, claro ¡Qué disparate digo! Gracias por venir, Pedro, seguiré tu consejo todo al pie de la letra que pueda. Ve con Dios.

Monce se escondió cuando el comandante, después de despedirse de su jefe, salio hacia la puerta de la calle. Dejó que esta quedara cerrada y ella misma pasó la cadenilla de seguridad y entonces se presentó ante su padrastro.

-¡Hola, mi enfermo predilecto! ¿Cómo nos encontramos a las once de la mañana?

Monce, bajo el marco de la puerta de la alcoba miraba al hombre que estaba aterrado ante su aparición súbita. La joven se quitaba la rebeca despacio, moviéndose entre las piernas, dejando ver su potencial, girando la prenda en sus dedos a modo de molinillo y lanzándola a un lado de la habitación. Tarareaba el tema musical de la película"La Pantera Rosa"

-Ahora fíjate como quito la blusa –Y se ponía de perfil sin dejar de bailar. Comenzó a desabrochar lentamente los pequeños botones de nácar blanco mientras que, sin dejar de marcar el paso de lo que tarareaba, se acercaba poco a poco al temeroso hombre.

La blusa la iba abriendo de un lado y cerrando del otro a capricho, enseñando el pecho y tapándolo al instante. Se acercaba despacio, danzando de forma espectacular como la gran Shakira y moviendo las caderas de izquierda a derecha, sensual, fascinadora, rompedora…

-¡Ta-ra-ta-ta-ta-taaaaaaa! –El espacio lo reducía a dos metros escasos de Octavio que perlaba su frente con gotas transparentes de sudor- Todo lo que vas a ver ahora al natural es tuyo desde el momento en que te conocí ¡Tuyo, tuyo, tuyo!

Abría la camisa totalmente dejando ver los pechos más que medianos enfundados en un sujetador ajustado, de copas pequeñas, prietas y semitransparentes de color carne. Los pezones rosados y pequeños pero rectos y mirando en oblicuo al techo de lo excitados que estaban y los rodeaban aquellas aureolas más oscura y engrandecida naturalmente. Siempre moviéndose se quitaba la blusa toda, la giraba también sobre la mano como eje, y la lanzaba a la cara de él.

Octavio no podía parar aquel vendaval de jovencita con una imaginación extraordinaria y un cuerpo de hembra insuperable. Los consejos de Pedro no tenían cabida ante aquel torrente de mujer. Agachó la cabeza, no quería mirarla y volvía a girarla en la dirección a la muchacha ¡No podía ignorarla, no estaba en él! ¡Ella se había convertido en una droga imposible de erradicar!

Ahora, frente a él, enseñando aquel torso femenino, comenzó a bailar frenéticamente, moviendo los brazos hacia arriba y con las manos abiertas y los dedos juntos, moviéndolas con ritmo mientras que de su boca salía unas notas musicales moderna, unos versos libres y sin sentidos, arqueaba la columna y las piernas, saltaba, estiraba los brazos en cruz y movía los hombros con gracia, luego el brazo derecho o el izquierdo a un lado y a otro, levantando las piernas rectas más arriba del pecho, dejando ver las bases de sus nalgas desnudas, cuando levantaba una u otra pierna y, a intervalos, el sexo con sombra oscura. El rostro giraba ora a un lado, ora al otro, siempre manteniendo el compás de lo que cantaba. Se para de pronto, da un salto y gira en el aire hasta quedar frente a él. Cae con las piernas en V invertida y se queda quieta. Lo que tararea ahora se convierte en melodioso, movimientos ondulante. Lo está mirando. Extiende el brazo izquierdo en cruz y menea el hombro con sensualidad, a la vez que la cara, y lo lleva hacia atrás, despacio, provocativo a la altura de la cintura. Hace lo mismo con el derecho y su hombro girando el rostro hacia ese lado, siempre cantando bajito, sin parar. Vuelve despacio la cara hacia él y un rasgueo de cremallera se deja oír y la falda cae por su peso al suelo.

El hombre se estremece todo. Los ojos se le dilatan y quedan prendidos en aquel coño de mujer joven, empañado por una sombra negra que no permite ver con nitidez el sexo. Monce pone los brazos en cruz, saca artísticamente la pierna derecha por encima de la prenda caída y vuelve hacer lo mismo con la izquierda. Hace un arabesco fuerte con el pie y el zapato de medio tacón sale disparado por debajo de la cama, otro igual con el izquierdo. Volvió a mover las caderas violentamente al estilo de la preciosa Shakira y se para en seco. Avanza con lentitud, a golpe de caderas, los brazos levantados, los pechos oscilando. Se ponía casi de perfil a cada paso, doblando una rodilla hacia la otra y moviendo el rostro que lo tenía mirando al suelo hacia el lado contrario a la pierna que avanzaba, así de un lado y del otro, una vez y otra más. Su boca era una "O" de donde salía la melodía, era digno de ver, casi desnuda, con aquella dos piezas ajustadísimas y transparentes, descalza, ahora, con los brazos extendido para adelante se va acercando a Octavio que está totalmente vencido y entregado a la visión impresionante de juventud que se le viene encima.

-¡Por favor, Monce, ten piedad de mí! No debemos tener este tipo de relaciones tú y yo, cometeríamos incesto, preciosa. No soy tu padre, sólo tu padrastro y, luego, ¿qué me dices de tu madre? Vamos a dejarlo, niña.

-He nacido solo y exclusivamente para ti, Octavio, de eso me di cuenta en el momento que te conocí. No hay vuelta atrás, seré tuya antes que de nadie. No quiero quitarle el marido a mi madre, jamás lo he pensado ni lo intentaré. Me importa un rábano que, cuando me folles, parezca un incesto como dijo tu amigo y compañero de mili. Yo no lo creo porque para que exista eso tiene que haber relación consanguínea, tú y yo no la tenemos, no he nacido de ti, no eres familiar directo e indirecto, eres el segundo marido de mi madre, un atractivo hombre que conocimos hace menos de un año y yo me enamoré loca y perdidamente de ti. Deja los tabúes religiosos, morales y sociales y tómame como hembra que se ofrece, como una recién casada.

Monce decía todo esto poniendo la rodilla derecha en la cama y volcándose sobre él. Lo tomó por la nuca con su mano izquierda y los rostros quedaron a un centímetro el uno del otro. La otra acariciaba toda la cara masculina con el dorso. Los alientos se entremezclaban, los ojos prendidos y desprendiendo pasión, los cuerpos transmitían calor. La niña fue plegándose poco a poco al hombre, abrazando la fuerte espalda, clavando las uñas largas y cuidadas, arañando y dejando unas huellas blancas en ella. Aquel bonito rostro se inclinó y prendió sus gordezuelos labios en los finos del varón. No sabía besar como una mujer y cuando se posó en la boca masculina lo hizo con la suya cerrada. No se acordó de la forma como la besó Macu, no tenía experiencia y obró como era ella, natural, inocente, con picardía y entereza, eso sí, para conseguir su meta pero honesta en sus principios. Apoyó su pecho en la cara del hombre, dejando que la boca se clavara en el canalillo, lo empujó hacia atrás y lo dejó acostado, entonces, arrastrándose hacia abajo fue acoplándose poco a poco, dejando tiempo para que él la besara toda: los pechos, los hombros, el cuello…, la boca otra vez. Que sus manos se perdieran en la cintura, en los glúteos y los apretara con deseos desenfrenados, que palpara su piel y la tibieza de ella, que le desabrochara el sujetador y tirara hacia abajo de las asillas. Sintiendo aquel sexo puntiagudo que quería traspasar su tanguita de piel de cebolla

Octavio ya no pensó, no recapacitó tan solo se dejó llevar ciegamente por la pasión que lo embargaba y la abrazó de tal forma que a la chiquilla le dio la sensación que la quería fundir en él. Giró el cuerpo femenino y lo dejó ladeado a la izquierda, manteniéndolo por los hombros, mirando aquellos ojos oscuros llenos de amor, fijándose en las aletas de la nariz como flexionaban por la ansiedad y aquella boca abierta, invitadora. Todo el rostro femenino era una auténtica tesis que hablaba del deseo que sentía toda ella y la necesidad de que la hiciera mujer. Quitó el sujetador y las mamas brotaron y se movieron como dos flanes de huevos, tiesos e hinchados y sus pezones se erguían desafiadores como pequeñísimos penes.

Ahora fue él quien la acostó y la izquierda comenzó a acariciarla con suavidad, palpando, escrutando, conociendo las flaquezas de la muchacha y las necesidades de ese momento. Sabía que era virgen y que no podía ir directamente al meollo de la cuestión. El conocimiento previo de aquella extraordinaria criatura era asignatura obligatoria y las caricias por toda ella fueron el preámbulo de más de quince minutos para que Monce, con voz entrecortada le pidiera

-¡Octavio, Octavio! ¿Qué esperas? –Era un grito agónico más que una petición, un desespero total más que un deseo de sentirse palpada- ¡Ya, ya, por favor!

Sentía que su vagina estaba mojada porque por ella corrían gotitas y el frior del triangulito que cubría el pubis lo delataba. Una sensación extraña la embargó cuando algo explotó en su interior, la estremeció y dio origen a aquella humedad. No entendía por qué su amado Octavio se detenía tanto ¿No tenía prisa? ¿No sabía que ella desesperaba desde aquella primera vez que la tomó en la puerta del baño? El hombre se separa un instante y lo aprovecha para bajarle el tanga con una rapidez asombrosa quedando desnuda, mojada, palpitante, arrebatada…

Octavio sabe que no hay marcha atrás, cerró los ojos y se lanzó a la vorágine de un deseo sexual dominador y demoledor. Ya no era él hombre ecuánime, recto, cortés, caballero, ahora era la bestia desatada en busca del manjar preferido, lo sabía y no puso el remedio. Cayó en el abismo de la inconsciencia.

Púsose de pie en la cama, estaba desnudo de medio arriba y sólo con el pantalón del pijama y un slip. Bajó los dos a la vez y su polla apareció muy erecta, amasada y algo gruesa. No era un dechado ni un exagerado, hombre normal, joven, potente. Se arrodilla ante la niña y acopla su pelvis en la de ella. La va a penetrar y lo único que tiene que tener en cuenta es a ella. Toma su pene y lo coloca a la entrada de la vagina cerrada, virgen, malamente estimulada y empuja suavemente. La cabeza del prepucio entra a la primera y la muchacha grita no de dolor, está siendo penetrada y su alborozo hace que se coja al cuello masculino. Logra poner una mano por debajo de la nalga izquierda mientras se mantiene con la otra en el colchón y la levanta un palmo. Entonces arremete por segunda vez y algo brusco y ella grita, ahora si siente dolor. Para, la besa en la boca, en las mejillas, en los ojos, nota como está sudando su radiante rostro de mujer bonita, como gime, como le pide que continúe y da el tercer golpe de suerte que llega al final de la misión. Monce mueve la cabeza de un lado a otro con desesperación. La cabellera se le pega al rostro mojado y él no ve como llora y muerde el labio inferior fuertemente con los dientes.

-Este es el principio y el final de la primera vez, mi vida. Ahora es cuando podemos disfrutar todas las veces que queramos. Era necesario.

-Lo sé, lo sé, Octavio. Me ha dolido mucho, no lo niego… Para un momento, por favor, es lo único que te pido, detente pero no te salgas.

Tenía la cabeza vuelta hacia la derecha, la cabellera tapándole el rostro y un pequeño temblor en todo el cuerpo. Octavio obedeció y paró por unos instantes, tenía una idea aproximada de lo que Monce estaba sufriendo pero era ella la que tenía que dar el pistoletazo de salida y no tardó mucho en producirse.

-Sigue, Octavio, despacio. Eres mi dios y me encomiendo a ti –Había apartado una mano de la espalda de él y retiraba el pelo del mojado rostro

Comenzó un movimiento de pelvis lento, acompasado en principio. A medida que notaba bienestar en la muchacha la rapidez era mayor, las caricias en las nalgas más fuertes, los besos sonoros, las palabras de amor bajitas y subiendo a medida que el deseo era mayor. Ya cabalgaba rápidamente sobre las caderas femeninas y ella enredó sus largas y bonitas piernas alrededor de él. Ahora sí que había una compenetración, un entendimiento mutuo, una relajación placentera y un coito delicioso, sublime, extraordinario a medida que la temperatura sexual iba creciendo.

Monce sentía que su libido iba subiendo poco a poco y que se encontraba en esos momentos con unas sensaciones internar que querían exteriorizarse de una manera que no comprendía. Un calor fuerte la inundó y, agarrándose con gran fuerza a los glúteos de Octavio hizo que éste no pudiera seguir porque pegó su cadera a la de él, queriendo sentir en lo más profundo de su ser aquel miembro viril y comenzó a gritar su nombre a la vez que ella misma se empalaba el pene de forma furiosa, con desenfreno, percibiendo que tocaba su cérvix. Un calor agobiador le salía de su vagina, la quemaba y la hacía emitir ruidos extraños. Quería que aquella polla la traspasase. Se encontraba en el aire, pegada al cuerpo masculino por las piernas y los brazos y su cabeza cayó hacia atrás emitiendo sonidos agudos que llenaban la habitación. Había experimentado un orgasmo infinito que la llevó al paroxismo de la felicidad en toda su extensión.

Octavio quedó admirado de la Naturaleza de la muchacha. Tuvo un orgasmo estupendo y no lo había sabido. Se apoyó sobre sus brazos y levantó medio cuerpo, la contempló y comprobó un rostro con ojos cerrados henchido de felicidad medio tapado por su cabellera que se cruzaba por el rostro. Respiraba por la boca y dejaba salir un aliento limpio, agitado. El pecho le subía y bajaba de lo excitada que estaba. Abrió los párpados y dejó ver unas pupilas de color miel y sorio. No se soltó del cuello de él, estiró la cabecita sin desprenderla de la almohada, sacó el piquito hacia delante y los labios hicieron una O pidiendo ser besados. Cerrados, jugosos ¡De locura! Los besó sin dilación, cumpliendo la "tajante" orden.

Su pene continuaba dentro de ella, inundándola toda, percibiendo el gran calor que Monce dejó con su orgasmo, mojado y más excitado que momentos atrás. Se dejó caer sobre aquel joven pecho, colocó nuevamente las manos debajo de las nalgas de ella apretándolas y comenzó a moverse despacio, luego más rápido y luego…, luego sintió que se desbordaba, cómo aquel líquido se disparaba uretra adelante y, con estrepitosos movimientos sobre aquellas femeninas caderas, levantando la cabeza, trincando la boca y cerrando fuertemente los ojos, Octavio se corrió dentro de la muchacha sin poder desprenderse. Fueron unos momentos pero para él le pareció que nunca acababa, que el falo se había desbordado, tal fue la sensación extraordinaria que tuvo con ella.

Monce se encontró llena, caliente, satisfecha. Lo sintió darle fuertemente con sus caderas en las de ella y supo que se venía y no le importó que quisiera o no salirse de su vagina

-"Mejor" –Se dijo para su interior- "Si me preñas será para mí un regalo maravilloso por el que el cielo me premia ¡Te quiero, te quiero, Octavio mío!"

El querido cuerpo de él cayó rendido sobre ella. Las grandes manos no dejaban de apretarla, de acariciar sus nalgas y se sentía tan feliz, tan gozosa que no osó decir nada. Percibía la respiración masculina abrumada, con dejos de flema en la garganta. El esfuerzo dejaba a trasluz aquella gripe que lo embargaba, tosía sin parar ¡Pero había sido el hombre más maravilloso del mundo!

La cabeza de ambos estaban juntas y no tuvo más que girar su rostro y besar aquel fuerte cuello, sus orejas y pasar los labios por el mojado cabello e incrustarlo en las raíces para seguir besándolo, acariciándolo demostrándole en todo momento lo maravillosamente feliz que se encontraba con él estando así. Seguía sintiéndolo dentro, todavía erecto, fuerte, macho, apasionado…

Octavio había amanecido mal aquella mañana y se sentía mareado. La poca fuerza con que se despertó la había puesto al servicio de Monce y cuando acabó todo a su alrededor daba vueltas y por eso tuvo que apoyar la cabeza en la almohada para dejar de sentir aquel vértigo y amortiguar el zumbido agudo en los oídos que tanto daño le estaba haciendo. Ella lo besaba con una suavidad que lo enterneció. Percibió los cálidos labios pasar por su piel y por la raíz del cabello, quería corresponder, salirle al paso y juntar las bocas y fundirlas en una sola pero no podía, de momento por los estertores de la tos.

El reloj de péndulo de la sala de estar dejó oír su letanía y luego dio la hora: La una.

Ambos se miraron con temor ¿Habían pasaron dos horas desde que ella vino? Octavio, junto con los mareos sintió que su cuerpo lo abandonaba y empezó a sentirse mal. Monce, sabiendo que el pene volvía a su estado normal saliéndose por sí solo de ella volteó, junto con ella, el cuerpo de su amado y saltó rápidamente del lecho. Miró la cama, la adecentó algo, lo besó fugazmente en los labios mojados, tomó rápidamente toda su ropa y salió disparada de la habitación y quitó la cadenilla de la puerta de entrada. La escena fue tan disparatada vista por él desde su lecho que Pilar lo sorprendió, entrando en ese momento, en plena carcajada.

-Vaya, vaya, vaya –Dijo acercándose, con los brazos en jarra y abriendo las piernas, aparentando un enfado cómico- Parece que mi hija sabe cuidar mejor que yo a mi marido ¿eh?

Monce, desde el baño, oyó una fuerte y atronadora carcajada de Octavio que fue tan solo interrumpida con un acceso de tos profunda que preocupó a la esposa.

 

Capítulo 5º

EL APARTAMENTO

Octavio se recuperó poco a poco de la bronquitis con los cuidados de las dos mujeres, sobre todo con las atenciones de Monce que no dejó pasar el tiempo y las sesiones amatorias eran mañana y tarde. Ambos vivían su momento con frenesí desesperado. Esperaban con ansiedad el momento de estar solos, disimulando, con remordimientos, aquel amor que no era capaz de frenar. Para Octavio la situación se hacía difícil de día en día. Él era un hombre serio, educado, respetuoso con las mujeres y aquello que estaba haciendo, sobre todo con la hija de su mujer nada menos, desbordaba y tiraba por el suelo sus principios de hombre honesto, de caballero de pro. Era mejor parar, hablar con la muchacha y buscar un medio más idóneo que les permitieran vivir al lado de la mujer ofendida sin sentimientos de culpabilidad constante que sufría con aquella relación dentro de casa.

Monce quedó callada ante el pequeño discurso de Octavio. Estaba sentada en el filo de la cama, seria, mirando al suelo, vestida solamente con el tanga minúsculo que tanto le gustaba a él. Sabía que tenía razón y entre encuentro y encuentro ella sentía el mismo pesar, aquella quemazón, la sensación de traición a la madre que tanto había hecho por ella. Pero no podía renunciar, no ahora que había probado las mieles del amor, un amor hacia ese hombre que la envolvía de tal forma que la anulada, la dejaba ciega ante cualquier razonamiento cabal.

-Lo sé, Octavio, lo sé. Yo también me siento sucia y, cada vez que beso a mi madre me encuentro como Judas besando a Jesucristo cuando lo vendió ¡No quiero renunciar a ti, no podría! ¿Por qué no buscamos una solución que nos beneficie a los tres? –Notó sobresalto y una mirada de asombro en él- ¡Si, he dicho para los tres, hombre, ella, tú y yo!

Con tristeza y desconcierto de la muchacha, Octavio decidió no volver hacer el amor en la casa. Tan pronto pudo levantarse, valerse por sí mismo e incorporarse al Ejército la fue a buscar al Instituto en su coche oficial. Monce quedó gratamente sorprendida al verlo y aún más orgullosa de él al ver a sus amigas admirando el ejemplar de hombre que la llevaba en el vehículo matricula del Ejército. Durante el trayecto, en el asiento de atrás los enamorados no se dijeron nada, estaba el conductor y guardaron las apariencias. Llegaron a una céntrica y atractiva avenida de dos vías separadas por una isleta floreada tan larga como ella y el chofer paró ante un edificio de nueva construcción. La ayudó a bajar y entraron en un soberbio portal de puertas acristaladas y ahumadas. El hall era largo, elegante, de color crema con molduras blancas en los ángulos del techo y amueblado con dos sofás de cuatro plazas, cuero marrón claro y a un costado de la pared. Remataba el mobiliario una mesa alargada y pequeña y plantas decorativas aquí y allá. Frente, un mostrador donde se encontraba un hombre de corbata y uniforme azul. Quedó impresionada ante la magnificencia de la entrada. El portero del edificio saludó cortésmente a los recién llegados levantándose de su asiento y salió de detrás de su puesto, pasó delante de ellos hacia los dos ascensores que se encontraban pasando un recodo a la izquierda donde habían dos enormes plantas naturales muy bien cuidadas.

El hombre de azul abrió una de las pesadas puertas de los elevadores y dio la entrada a los recién llegados. Monce pasó por cortesía de Octavio. Ella lo miraba todo fascinada y, por el espejo grande de la pared de enfrente de la caja, se pudo observar una sonrisa algo morbosa de la joven de espalda a la puerta. Octavio observó el tablero de mandos y pulsó el botón 5 y el ascensor comenzó despacio, a subir sin tirantez. La muchacha se giró con prontitud y, con sus brazos abarcó al militar inutilizándolo, apoyándolo contra la botonera y, con su dedo corazón apretando un botón amarillo que ponía stop y la caja se paró entre dos pisos: el primero y el segundo.

Todo fue tan rápido que Octavio no se dio cuenta ni tan siquiera que estaba inmovilizado hasta que de pronto sintió la presión de aquellos brazos fuertes, los pechos pegarse a la guerrera de su uniforme y unas caderas, algo más baja, que las suyas plegarse y moverse de un lado para otro, restregándose con todo descaro.

-Pero ¿Qué haces chiquilla? ¿Por qué has parado el ascensor? ¿Por qué? –Y el asombro era verdadero. La miró desde su altura y vio una preciosa carita de quince añera levantada hacia él, los ojos cerrado y los labios levantado y apretados ofreciéndose al beso masculino- ¡Monce, por Dios! ¡Cordura!

Entonces la chiquilla soltó su mano izquierda, levantó la pierna del mismo lado y la empezó a subir por entre las piernas de Octavio, despacio, haciéndose sentir, todavía con el rostro levantado frente al del hombre, solicitando en su boca aquella recompensa que hacía días le debía. La rodilla llegó a tocar los genitales. Con la mano libre tomó la manaza derecha de él y la introdujo por debajo de la falda escocesa del instituto y la llevó a su nalga desnuda de lencería.

-Así es como te gusta tocarme, sin bragas. Desde la última vez que me follaste no las he vuelto a poner, no quiero que ropa alguna toque o cubra lo que es tuyo, lo que has acariciado y has poseído. Me prometí que no las pondría hasta que me volvieras hacer tuyas y aquí estoy dispuesta, desesperada de ti, caliente, muy caliente.

Octavio, al sentirse acosado de aquella forma y percibir que la pierna de ella lo tocaba sintió escalofrío y su pene comenzó a vibrar al contacto de la rodilla de Monce que masajeaba sus partes. Tener su mano cogiendo toda aquella prieta nalga, sintiendo la unión de ambas entre sus dedos lo dejó rápidamente empalmado y la muchacha lo sintió más arriba de su pubis y se apretó contra él.

-¡No…, no, por favor, Monce! Va…ayamos al quinto y ahí das rienda suelta a tu pasión que es la mía también… ¡Aquí no!

Con supremo esfuerzo, Octavio sacó la mano de la nalga y con ambas la tomó por los antebrazos y la separó de él con sus brazos extendidos. Monce, joven, ardiente, inmadura se molestó, dio un zapatazo en el suelo, se puso seria y le dio la espalda yendo a para al rincón de enfrente y apoyando la cabeza allí. A él le dio un amago de risa que contuvo a duras penas verla comportarse de aquella forma. Vio que era todavía una niña y, sin embargo, se había acostado con ella varias veces durante su enfermedad ¡Qué estaba haciendo! ¿Por qué la había traído aquí? ¡Dios mío! -Pensó– ¡Algún día pagaré este pecado que ahora no puedo dominar por más que quiera!

Llegaron a su destino y, al salir del elevador, Monce se encontró ante otro hall, más pequeño, igual de decorado, con un sofá de cuero de tres plaza y color marrón claro, una ventana de más de un metro de ancha por casi dos de alta, de grandes cristales ahumados como la entrada y, al fondo, una ancha puerta de madera lacada en caoba ¡Era la entrada individual de cada vecino del edificio! -Se asombró la muchacha.

Esa tarde era una tarde de sorpresas para ella. La pasaron en el piso, estrenando cada rincón de la casa, ahora en el suelo del salón, allí, en la cocina, sobre la encimera, arrebatados. El baño, pequeño y coquetón, los acogió totalmente pegados el uno al otro contra el roperito que iba a contener, en el futuro, la ropa de baño, desnudos completamente. En aquella habitación con alcoba de corte moderno, cama matrimonial y colchón de agua… Caía la tarde, se hacía de noche y ellos estaban agotados, sudorosos, felices, contentos de tener un sitio donde poder estar juntos sin el peligro de ser sorprendidos, contentos de no violar el espacio físico donde vivía también la persona querida y a la que ellos, sin poderlo evitar, empezaron a ofenderla desde aquel día maravillo

Cuando Macu, con una sorpresa extraordinaria en su agraciada cara, oyó de su amiga, que hablaba con gran entusiasmo, de compartir su amor y su vida con Octavio en un apartamento para evitar males mayores con Pilar, pensó, con buen criterio, que Monce necesitaba de una planificación ginecológica y que lo mejor era llevarla a una especialista, amante suya, para orientarla en su nueva situación. No fue del agrado de nuestra protagonista pero aceptó el consejo. Sabía que Macu miraba siempre por su bienestar.

 

Capítulo 6º

EL ADIOS

Monce y Macu terminaron los estudios superiores y las dos entraron al mismo tiempo en la Universidad. Ellas habían creado una institución con su cariño y amistad y Octavio se encelaba cuando las veía juntas.

Pilar, con el paso del tiempo, comenzó a percibir algo extraño en la convivencia con su marido. No era hombre de salidas nocturnas ni de engaños conyugales. El comportamiento era irreprochable. Tenían sus salidas sociales y de amistades compartidas y el siempre estaba atento a lo que dijera ella, pero había algo oculto en Octavio que le olía a relación extramarital y eso no se le escapaba a una mujer como Pilar, inteligente, aguda, con experiencia en convivencia de pareja, había enviudado de un matrimonio anterior. Sin embargo, no preguntó nunca, no abordó en profundidad la situación que la preocupaba, por miedo a escuchar la verdad o por aprensiones que ella quería creer sin fundamento. Y calló su boca, fue un otorgamiento gratuito.

Tres años de intensa relación amorosa se contabilizaron. Octavio y Monce seguían compartiendo el pisito y gozando de su pasión dos y tres veces por semanas. Por esa época, Monce conoció en el Campus a un joven profesor en prácticas que, sin no llegó a enamorarla, si logró interesarla por el gran interés que él llegó a profesarle. Para Octavio, el saberlo por boca de la joven, fue un gran golpe que logró ocultar en su interior. Sabía que tarde o temprano aquello tenía que suceder y no podía ser tan egoísta de acapararla para sí sólo teniendo a una esposa con la que se llevaba a las mil maravillas, a la que veneraba y pedía, con el pensamiento, perdón todos los días.

Habló con Pilar de una posible relación entre Monce y Andrés, nombre del enamorado y, Octavio creyó ver en su mujer un atisbo de esperanza y alegría ante el posible evento. Monce pareció gustarle, en principio, la aprobación del matrimonio. Comenzó a salir con el profesor por la curiosidad de saber qué podía sentir ella en compañía de otro hombre que no fuera su amante. No había pasado un mes cuando supo con certeza que sólo había un varón en su vida: Octavio.

Monce se lo dijo a Octavio, acostados los dos en la cama matrimonial, y éste hizo el amor de una forma tan exquisita, con tanta desesperación que ella se dio cuenta, con lágrimas en los ojos, que la amaba más que a su madre, más que su propia vida ¡Siempre la amaría!, sin embargo, llegaron a un acuerdo que fue para los dos muy doloroso. Hablaron largo y tendido y coincidieron que tenían que romper. Monce seguiría con Andrés y, ya no era una sola persona la engañada, ahora iban a ser dos y ambos se dieron cuenta que no era viable.

Aquella tarde, abrazados estrechamente, llorando los dos su dolor, besándose por todas partes, queriendo hacer el amor y no pudiendo, Octavio y Monce dieron por terminada la relación que los habían unido tres años inolvidable.

 

Fin de la segunda parte