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Rosas y lirios

en Hetero: Infidelidad

ROSAS Y LIRIOS

 

Dedicado a dos grandes amigos cibernéticos de TR,

Horny y Navegante.

Por vosotros, amigos.

Germán

I

Julia era una mujer de cincuenta y un años, casada, todavía de buen ver, entrada en carnes pero con proporciones agradables. Cara aún ovalada y tersa de ojos claros, expresivos y más bien grandes, boca magna de labios semigruesos y carnosos. No era vistosa ni tenía el donaire de la mujer bella por naturaleza. Era del montón. Gustaba de estar limpia, oliendo a colonia de baño y presentable. Ama de casa ejemplar, jardinera de estilo y muy valorada por su gran jardín de rosas, todo el año, y lirios cuando llegaba el invierno. Bondadosa, con buenas relaciones de vecindad y apreciada en todo el complejo residencial.

Pero no era una mujer feliz ni estaba satisfecha de su matrimonio. No es que Pablo fuera mal marido y peor hombre con ella, nada de eso, atendía bien el hogar, le daba libertad de acción y jamás le causaba problemas de infidelidad. Recordaba las buenas relaciones que habían tenido, no hacía un lustro todavía, donde salían juntos a todas partes y él la veneraba como su reina que era. Ahora trabajaba hasta diez horas al día y luego el hospital. Cuando llegaba a casa lo hacía huraño, siempre con mal genio, sin ganas de tener sentimientos de comunicación con su pareja. Al sentarse a la mesa para cenar se dedicaba al periódico y la ignoraba por completo. Si quería ver televisión era porque había liga de fútbol nacional o la europea. Jamás compartió asiento para ver una película juntos o un programa de interés.

Habían tenido dos hijos: Jesús, su niño querido, el chico que siempre sintió veneración por ella, el que compartía las aficiones de cuidar un jardín lleno de rosas y lirios, flores que tanto gustaban a los dos y Elena, ojo derecho e izquierdo de papá. Estaban siempre pendientes el uno del otro, se contaban secretitos al oído que molestaban a la madre y reían de cualquier cosa. Se casó a raíz de "aquello" y el matrimonio fue a vivir lejos. Pablo no la volvió a ver ni visitó nunca aunque no prohibió a su mujer que fuera a verla.

En cambio, Jesús y su padre siempre tuvieron problemas de entendimiento. El hijo alegaba celos del progenitor por lo unidos que estaban madre e hijo y otras veces resultaba ser de tipo generacional, el caso era estar siempre a la greña y, un día si y el otro también, la discusión suponía un tormento para Julia que preveía un desastres entre ellos dos.

Pablo y Jesús trabajaban en la central nuclear de Cofrentes, perteneciente a Iberdrola, como técnicos de mantenimiento de la misma. Aquella maña, hora de partir para el trabajo, padre e hijo tuvieron tal disputa por una nadería que, si no es por Julia que se metió en medio de los dos hombres, hubieran llegado a las manos, así de difícil estaba la situación de ambos. Jesús, alterado, arrepentido, destrozado por el enfrentamiento casi frontal con su padre, con puños en alto ¡Jamás levantó la mano a su progenitor! partió primero y cuando llegaba a la puerta, Pablo, descompuesto, temblando de ira y rencor contra el retoño, sentenció.

-¡Maldito seas, Jesús! ¡Ojalá tenga la suerte yo de no volverte a ver más en la vida!

Julia miró a su marido amargada, atemorizada por aquella situación de los hombres de la casa, y se santiguó al oír tales palabras de su esposo y no se atrevió a decir nada por la circunstancia del momento. Pero así ocurrió, parecía una premonición que le salió a Pablo del alma, sin saber que acertaba, y la pronunció de tal forma que mascaba las palabras con la boca abierta horriblemente y enseñando dientes, rojo, muy alterado, temblando y desecho por el enfrentamiento, de como Jesús levanto la mano contra él, su padre. Sobre las doce del medio día, Julia, aún consternada por los acontecimientos, aterrorizada por las palabras de su marido, deseando que llegara la hora del almuerzo, pues era algo supersticiosa, fue a abrir la puerta y dos policías nacionales de uniforme, después de identificarse y preguntar si era la casa de Jesús, le dieron la noticia de que había tenido un grave accidente de carretera y que el muchacho se encontraba en el hospital central y en el quirófano.

Si para Julia fue un mazazo terrible para Pablo, el autor de la sentencia, el accidente lo destrozó y lo hundió aun más cuando supo el resultado. No murió Jesús al salir del quirófano. Su estado era tan grave que los médicos dijeron que se le produjo una neurisma en el cerebro que lo había dejado en estado vegetativo.

Desde entonces la familia ya no fue igual. Julia se encerró en sí misma, le retiró la palabra a Pablo y Elena quedó sola, llorosa y desamparada, con el dolor de un hermano muerto en vida y unos padres destrozados y desaparecidos.

Pablo pidió excedencia en la central y, una vez concedida, vivió solo y para su hijo al que no dejaba ni de día ni de noche. Pasaba por casa nada más que a bañarse y cambiarse de ropa, llegaba nuevamente a la habitación donde estaba Jesús, lo tomaba de la mano y así permanecía horas y horas con la cabeza gacha, dormitando algunas veces o mirándolo en profundidad y con los ojos quietos y secos. No hablaba nunca con ella, la ignoraba, como si no estuviera allí acompañando igualmente al hijo que era de los dos. Julia lo contemplaba a hurtadillas, a veces con pesar y dolor, a veces con reproche oculto, pero no se apiadó de su marido ni una sola vez.

II

Pasaron ocho meses, Elena se había casado. A la boda acudieron su madre, los padres del novio y los amigos comunes. No hubo fiesta alguna ni brindis y, los recién casados marcharon, desde el juzgado, ese mismo día para su nuevo destino. Julia volvió a ver a Elena cuando ella y su marido le anunciaron el estado de buena esperanza de la hija. Hizo el viaje sola, Pablo, en ningún momento quiso saber de la hija querida y Julia no supo como se enteró de la boda de la muchacha y del embarazo. El matrimonio, junto con el equipo médico que atendió a Jesús, acordó que el chico quedaría instalado en una residencia para tetrapléjicos, personas desahuciadas y aquellos que, estando en una situación como la de Jesús, no podían estar en un hospital ni en el domicilio.

La esposa quiso llegar a un acuerdo con el marido para turnarse en acompañar al paciente pero todo fue inútil, Pablo, estaba como en un estado catatónico y no veía más allá de sus narices y no le prestó atención a lo que le proponía su mujer. De esa forma, los dos se veían todas las tardes, a las cuatro o las cinco, cuando llegaba él y hasta las ocho o las nueve que ella recogía la labor y marchaba para preparar la cena. Fueron alejándose poco a poco y llegó un momento en que ambos, casi sin decirse nada, durmieron por separado. La casa quedó grande para dos personas y Pablo, promotor de la separación matrimonial, utilizó la de su hijo. Julia quedó sola, triste, amargada por la desgracia que se había cernido en su casa de la noche a la mañana por una discusión tonta y una mente obtusa y vacía como la de su marido.

Pocas veces coincidían en el comedor y las que eran novedades él se dedicaba a su afición preferida: el fútbol y las ligas de clubes. Llegaba las cuatro de cualquier sábado de la semana y Julia se levantaba sin haber intercambiado palabras con el esposo, se vestía y marchaba a la residencia, con un seco -¡Hasta luego!- a contarle a Jesús todas sus cuitas tristes, sobre su hermana y sobrina o el estado de las flores amadas que no dejó de atender. No obtenía respuesta, eso es verdad, pero la madre del chico se descargaba, lloraba muchas veces y se reconfortaba más allá de la mitad de la tarde. A las seis o siete llegaba Pablo, osco, serio, malencarado, se sentaba siempre en el mismo lado de la cama, en un sillón con la huella de su trasero permanente, miraba al hijo calladamente durante horas y, a veces, la inactividad lo dejaba dormido con la cabeza baja, descansando sobre el pecho, costumbre que había adquirido en los meses anteriores en el hospital. Sobre las ocho u ocho y media, la mujer recogía lo que había llevado para entretenerse y marchaba sin despedirse para no despertarlo. Otras veces decía –Hasta mañana- Y él le respondía, las más de las veces, con un gruñido –Ummm- Sin mirarla, sin acompañarla, sin aquellas atenciones cariñosas y de "manitas" de antaño que tanto añoraba.

III

Transcurrieron más de dos años y el matrimonio no se estabilizó. Ya ni se miraban, ni compartían almuerzo o cena, tan sólo se soportaban en la residencia las horas de siempre. Julia viajaba, de vez en cuando, a ver a su nieta, traía fotos de la pareja y de la niña y, cuando él no estaba, las dejaba en la habitación del marido. En Principio notó que ni las movía del sitio cuando entraba a asear el cuarto. Un día se fijó que una foto de Elenita, que mostraba un parque y la niña montada en un pequeño triciclo de plástico de colores y con la abuela detrás, estaba caída en el suelo y que el sobre con las fotos no estaba en el mismo sitio, eso la llenó de emoción y de esperanza. Seguía queriendo a su marido y mucho, a pesar de todo lo sucedido. Se preguntó si lo odio alguna vez o lo perdonó más tarde. La pregunta le vino de repente: sólo había habido dolor, mucho dolor por la desgracia y eso, se quisiera o no, dejaba huellas y una impresión equivocada de los sentimientos de la persona con respecto a la otra. La pasión por las rosas y luego los lirios en inviernos la entretenían mucho y su jardín, en la parte delantera de la casa, era la admiración de todo el complejo residencial y el orgullo de ella que compartía con su hijo inconsciente.

Pero un día ocurrió un hecho que marcó a Julia y la hizo replantearse una nueva vida. Hacía tiempo que no se acordaba lo que era el amor, ser querida, acariciada toda por las grandes manos de su marido, besada, realizar aquellos juegos eróticos, "peligrosos", como ella los llamaba al sesenta y nueve cuando estaban debajo de las sábanas, sentir el peso, a veces claustrofóbico, de él cuando tardaba en eyacular o sentirse "perrita" si Pablo le poseía la vulva o le pedía el orto, acto, este último, que muchas veces no le gustaba y otras lo consentía pasivamente. En eso pensaba ella en la habitación del hijo y, tan ensimismada estaba que no se dio cuenta que Pablo la observaba fijo, pero de una forma tan extraña, tan bonita y emotiva que la enervó de inmediato y la sonrojó, pero todo fue un momento, lo que tarda un flash en encenderse y apagarse, lo suficiente como para que ella le transmitiera sus pensamientos cálidos, sus necesidades, los deseos normales de una mujer de cincuenta años, que ya estaba sintiendo los efecto de la menopausia a través de los dolores de huesos, de cabeza sobre todo y las constantes faltas de la regla, que no era fija en muchos casos. Y pasó tres meses más de aquella reflexión, viviendo la situación anímica en la que se encontraba en esos momentos en presencia de Jesús y, sobre todo, de Pablo, que la descubrió.

Sería las diez de una noche de otoño algo calurosa todavía cuando Julia, al entrar en su alcoba sin encender la luz. Encontró la ventana abierta y no comprendió el porqué, sin embargo, el olor a rosas… No se percató que había una presencia allí. Era una figura vestida toda de negro y la cara tapada con una capucha, una especie de pasamontañas, tan solo unos ojos asustados se veían a través de unos agujeros en la capucha del extraño y otro agujero, mayor, donde había una boca abierta conteniendo el aire que respiraba. Se situó detrás de la mujer calladamente, con intención de salir sin ser visto lo menos posible. Pero Julia giró sobre si misma y lo vio. No pudo gritar de susto porque él le tapó la boca con una mano y con la otra la mantuvo fuertemente por la cintura. Julia, mujer no muy baja pero fuerte, con redaños, se debatió como una leona y estuvo a punto de conseguir su objetivo cuando un puñetazo en plena mandíbula la dejó semi inconsciente. Cuando volvió en sí, el intruso la había colocado a lo ancho de la cama, con los pies colgando y la contemplaba desde su altura fijamente, con deseos. Ella, mujer bragada donde las hubiera, giró sobre sí misma y quiso salir corriendo por el otro extremo y fue pillada a tiempo por los pies. Volvió a producirse los forcejeos, los puñetazos en los costados, en la cara, patadas a diestro y siniestro por parte de la mujer, él a mantenerla contra su pecho y le costaba reducirla estando cogida por la espalda. Julia gritó y gritó llamando a Pablo, diciéndole que viniera pronto que estaba siendo atacada por un ladrón, un asesino, un violador de mujeres maduras. El encapuchado le tapó la boca nuevamente e hizo que la cabeza desmelenada de la señora descansara sobre su hombro. La otra mano del extraño estaba, justo, debajo de su pecho algo caído, generoso sin ser grande, redondo y picudo porque los pezones se alteraron por el gran esfuerzo de la pelea, la falda casi levantada y unos muslos gorditos pero redondos, tersos y agradables. El hombre vestido de negro tenía sus caderas pegada a la de la mujer y ésta sintió algo extraño que crecía y se incrustaba en sus nalgas. La mujer comprendió el estado del asaltante y los ojos se le abrieron como platos.

- ¡Dios mío, no! ¡Con eso no me ataque! –Y se estremeció. Un gran escalofrío de placer la recorrió por toda la columna vertebral hasta la raíz del cabello

El hombre de negro, alto, fuerte, estaba indeciso, no sabía si soltarla y salir corriendo de la habitación antes de que viniera el marido o… y se dejó llevar por la pasión que sintió cuando las nalgas de la mujer se incrustaron en sus caderas por el forcejeo. La mano derecha estaba debajo de un precioso pecho que se veía todavía joven y deseable y esa mano subió, se apoderó de la mama izquierda y la apretó suavemente en principio, y luego con pasión, hasta sentir como se juntaban los dos lados de la teta. Por ese entonces notó que su polla erectaba y quería incrustarse en los glúteos femeninos y dejó que así sucediera. La mujer se estremeció y comenzó nuevamente a moverse queriendo salir del estrecho círculo de los brazos de él. No tuvo más remedio que hacer daño al pecho y que ésta gimiera de dolor.

-¡Quédese quieta, señora, no se mueva o no responderé de mí! –Dijo el extraño con una voz aun joven, tan queda y apagada que casi no fue oída por ella- ¡Quieta, coño!

-¡No me haga daño por lo que más quiera! ¿Qué desea de mí, sexo? ¡Hijo, ya soy vieja! ¡Busque a otra mujer más joven! Mi marido está en la otra habitación y es muy violento. Le prometo que no gritaré si se marcha ahora. –Decía Julia empezando a calmarse y a sentir ciertas sensaciones extrañas pero conocidas al tener un pecho estrujado en la mano del intruso.

Aquel hombre comenzó a mover la pelvis en círculo sobre el culo de ella y a fundirse más y más en las nalgas. El pecho seguía bien agarrado. De pronto aflojó y comenzó un masajeo constante de apretar y soltar que hizo que Julia respirara en profundidad y contuviera el aliento ¿Qué se proponía hacer? Lo sabía pero no quería entenderlo. Sintió que la mano que apretaba la cintura bajaba hacia el estómago y llegaba al pubis.

-¡No, eso no, por Dios! ¿Qué hace? ¡Guarro, asqueroso, degenerado! –Gritó a todo pulmón Julia.

Se sintió atrapada por la boca y estrujada con violencia. Le dio la sensación que la iba a partir y le entró mucho terror. Movía la cabeza de un lado a otro, con los ojos que se iban de las órbitas ¡El pánico estaba servido!

-¡Cállese de una puta vez, mujer! –Seseó la voz ahora bronca del asaltante a su oído, y ella afirmó con la cabeza ante tanto dolor.

Él esperó unos segundos para luego continuar. Su mano bajó hasta los muslos de Julia y comenzó a mover los dedos arrugando la falda hasta conseguir llegar al bordillo de ésta, entonces, introdujo la mano por debajo y la colocó en los muslo aún duros y los apretó. Estaban calientes y sintió cómo la piel de la mujer se electrizaba al contacto de su mano, pasó al otro muslo y lo acarició de la misma manera. La mujer ya no se retorcía y el pecho estrujado que tenía en la otra le mostraba un corazón que estaba a cien. Subió lentamente por la entrepiernas y llegó al perineo. Los dedos rozaron aquella zona cubierta aun por la braga, primero al orto y luego a la base de la vulva. La mujer se revolvió en un brinco hacia arriba que tuvo que contener el hombre creyendo que se quería marchar. No, no era así, ella echó la cabeza hacia tras y cerró los ojos y de la boca salía un grotesco gemido y saliva al tiempo que abría las piernas de par en par.

-¡Ahhhhuuggg! –Parecía un aullido más que un gemido humano.

¡Dios mío, no lo podía creer! ¡La estaba tocando! Tuvo la capacidad de percibir que sus piernas se abrían solas, dejando expedito el camino al asaltante -¿Pero…, pero, que hago?- Se preguntaba asombrada ¡Tenía que acabar con las pretensiones del hombre! ¡Era una mujer casada, honesta! Pero toda ella se resistía a dar el primer paso para aprovechar un momento de descuido y safarse, dar la vuelta y liarse a bofetadas, patadas, puñetazos y arañazos -¡Ahora, ahora!- Pero nunca llegaba el momento.

La mano masculina se deslizaba ahora por entre las bragas de nylon, se apoderaba de su coño y rozaba, con delicadeza, uno de los labios vaginales de arriba abajo para luego apretar hacia adentro y deslizar esos dedos por la hendidura para dedicarse a acariciar los labios menores que empezaban a latir. La mano se desprendió de la vulva pero reapareció bruscamente agarrándola toda de una sola vez ¡Ese hombre estaba comprobando su masa vaginal! Se dio cuenta que no iba a hacer nada y estaba dejándose llevar por la pasión que le proporcionaba aquellas caricias

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El intruso aflojó el brazo que cogía la teta y la mano comenzó a acariciarla desde abajo hacia arriba. La subía y la apretaba contra ella para bajar y volverla a subir, pasaba a la otra y hacía otro tanto igual. Él miró a la mujer que estaba rendida, con los ojos cerrado y respirando con sofoco. Los brazos caídos a los lados y dejándose hacer. La otra mano auscultaba todo el sexo por dentro de la prenda íntima y los dedos los hundía entre el pliegue y buscaba el himen e introducía dos dedos en él. Lo sintió caliente y vivo, estaba emanando líquido y aprovechó el momento para penetrar más hasta que el anular y el meñique, pegando contra los labios, les impidieron seguir más allá. Entonces el cuerpo de la mujer dio un estirón y quedó rígida, la cabeza la pegó a la suya. Estaba corriéndose y él puso todos los dedos en la salida de la vulva, recibía el caliente caldo y lo pasaba, a medida que brotaba, por toda ella, por entre los labios vellosos, el pubis, mojando el clítoris y estimulándolo una y otra vez mientras notaba como crecía aun más y ella gemía y gemía como una descocida. La derecha había dejado de estrujar el pecho izquierdo pero lo tenía bien sujeto mientras la izquierda trabajaba las ingles de la mujer. Estaba lista para tenderla sobre la cama y penetrarla.

Julia fue relajándose poco a poco. Hacía años que no tenía un orgasmo. Nunca pensó en masturbarse para calmar la sed que muchas veces se apoderaba de ella, no sabía hacerlo ya, siempre tuvo a Pablo que se encargó de eso y ella se olvidó por completo. Cerca de cinco años hacía que no tenía una corrida, que Pablo no la tocaba ni hacía aquellas cosas que tanto le gustaba. Creía que el sexo había terminado con ella y ahora…, ahora se corría en las manos de un extraño que no sabía a qué vino a su habitación pero que entró y la estaba tomando sin su permiso.

Julia se sintió libre pero acto seguido el hombre la tomó por los hombros y la volvió hacia él. Se miraron a los ojos, ella desmadejada, con otra expresión en la cara, él observándola para saber su reacción. No pasó nada, la mujer no estaba por la labor de atacar a un hombre que sabía iba a darle el placer que tanto había añorado. Dejó de pensar por un momento, de tener remordimientos, de cavilar si estaba o no estaba bien lo que pensaba dejarle hacer. Con los ojos clavados en los del hombre le confirmó que hiciera de ella lo que ambos querían.

Él comenzó a desabrochar el vestido lentamente, mirándola siempre, deslizándolo por los hombros femeninos que quedaban iluminados por la luz de la luna. El traje cayó al suelo y Julia quedó en sujetador, una pieza que le cubría todo el pecho y dejaba ver, a duras penas por la oscuridad, ella estaba de espalda a la ventana, un canal ancho y los nacientes amplios y agradables. La braga, de nylon, le llegaba hasta cerca de la cintura y moldeaba con precisión las anchas caderas. El hombre metió los dedos por entre las asillas del sostén y las dejó caer hacia los lados, la dobló de espalda con cariño y soltó el cierre de la prenda que quedó colgando de las muñecas de ella. Volvió a girarla y contempló unos pechos gruesos, medianamente grandes, casi invisible unos pezones por la falta de luz. Subió la mano derecha y tanteó el pezón izquierdo Julia volvió a estremecerse y se inclinó hacia el lado de la caricia. El hombre degustaba el erecto botón dejándolo correr entre sus dedos, estirándolo y soltándolo, estirándolo y soltándolo. Ella conocía aquel gesto, Pablo también le hacia lo mismo y a ella le entraba un cosquilleo emocionante que le venía nuevos deseos de correrse. Volvía a ocurrirle lo mismo y el estremecimiento la inundó toda. Cerró los ojos y dejó que siguiera haciéndolo.

El hombre fue deslizando sus manos suavemente por el contorno de su casi ancha cintura y llegó hasta la pletina de la braga. Metió los dedos en ella y fue bajándola. Julia quiso impedirlo y se inclinó hacia el encapuchado.

-¡No por favor, no! ¡Nunca le he sido infiel a mi marido!

Él puso el dedo índice en su boca y le pidió silencio, luego, con la mano le dijo que se calmara. Se acercó aun más a ella y le pasó los dedos por la cara, la nariz, la boca y el cuello. La acariciaba lentamente, percibiendo una piel erizada por las emociones recibidas. Bajó despacio hacia el pecho e introdujo esos dedos por el ancho canalillo. Los deslizaba entre las mamas en zigzag, tocando los pezones, bajando nuevamente, pasándolos por las bases de lo senos y dando unos golpecitos en las tetas que hacían que ellas saltaran hacia arriba y se movieran espectacularmente. Aquellas manos se deslizaban ahora hacia su ancha cintura y la delineaba y un dedo se metía en el ombligo. Julia miró asombrada al enmascarado ¡Hacía lo mismo que su marido! -¡Dios de Dios! ¿Era Pablo aquel hombre?- Se preguntó asombrada. No, no podía ser, él no necesitaba de abordarla y tomarla por la fuerza, era su esposo y ella no se negaría, a pesar de los años y lo sucedido, a sus deberes conyugales. Desechó la idea.

El hombre tomó el elástico de la braguita y comenzó a bajarlo lentamente, esta vez, Julia no se resistió y permitió que siguiera bajando por debajo de las rodillas. Él agachado y frente al su coño, lo miró, lo olisqueó, sacó la lengua y la pasó por una raja que estaba casi cerrada por el tiempo de abstinencia. Julia volvió a gemir y a sentir que volvía a nacer y revivir viejas épocas.

-¡Cuánto tiempo! –Dijo en voz alta– ¡Cuánto tiempo que un hombre no me comía el coñó! -Y Julia adelantó la pelvis entregó por entero su sexo tomando al intruso por la cabeza y pegándola con fuerza a ella.

-¡Haga lo que quiera, compañero! No me haga daño, por favor. Hace cinco años que no he hecho el amor con mi marido

Él comenzó besando los labios de la vulva y absorbiendo los líquidos que todavía fluían por la vagina. Comenzaba de abajo hacia arriba pausadamente, trabajando ambos labios, mordiéndolos, besándolos, oliendo la abertura a hembra caliente y metiendo la lengua todo lo que pudo, masajeado aquella lengua inquieta el himen y su contorno, introduciéndose muchas veces en él hasta llegar a lo máximo y sacando lamentos, grititos y movimientos incontrolados de ella.

-"Está caliente como una perra" –Dijo para sí desde su lugar, mirando la cara cubierta por las sombras, sabiendo que estaba transfigurada- "Esta mujer necesita una polla no esta noche sólo sino mañana, pasado y todos los días".

Ahora el órgano bucal subía con sus movimiento pequeños, constantes y rápidos por los labios menores, encharcados hasta la saciedad y, ayudándose de sus dos manos, abrió los labios de par en par y viendo un clítoris engrandecido e hinchado que le dio la sensación que titilaba ante sus ojos. Lo tocó con su lengua juguetona y la madura mujer alteraba sus gemidos y empujaba su cabeza hacia su coño de tal forma que él empezó a tener dificultad para trabajarla. Soltó los labios vaginales y se apoderó fieramente de los glúteos. Quedó encantado, una mujer de su edad con un culo duro aun lo alteró más todavía. Lo acarició por toda la superficie y luego lo agarró nuevamente con fuerza desde el centro y separó las nalgas. La lengua no perdía velocidad ni deseos de seguir dando lametazos a una vulva que volvía a orgazmar en abundancia. La mujer tensó las piernas, cogió la capucha hacia arriba y se agarró a ella mientras se vaciaba en la boca. El hombre pegó todo el rostro con fuerza inaudita al coño de la mujer evitando que ésta, con su calentura, le quitara la prenda que lo ocultaba y dejó que ella terminara de vaciase.

Julia soltó lo que tenía en las manos, no sabía lo que era pero no le preocupó. Llevó las manos a su cabeza y echó el cabello para atrás mientras controlaba sus jadeos que disminuían a medida que se calmaba. Tenía los ojos cerrados, el rostro levantado y un sudor que le cubría toda su cara y que salía de su cabello empapado por los lares. Cuando volvió a mirar vio al hombre levantado, ajustándose la capucha y una boca semitapada por aquel miserable agujero brillante, oliendo a ella. El hombre comenzó a desnudarse de cintura para abajo, bajando pantalón y calzoncillo a la vez. Una buena polla apareció ante ella, bien erecta, algo curva, cimbreándose cuando fue desprendida por la prenda pequeña. El enmascarado quedó frente, firme, quieto, dejando que lo contemplara, esperando una respuesta por parte de ella. Julia, por primera vez, después de cinco años, iba a tener una polla en sus manos y no esperó a más. Tomó el pene encharcado en el presemen con la mano derecha y los escrotos con la izquierda y los acarició con la suavidad, ternura y pasión que una mujer sabe imprimir y el hombre enmascarado se estremeció y se encogió. A Julia le dio la impresión que a él le pasaba algo similar, hacía mucho que una mujer no lo tocaba y aquel brinco con intención de parar con sus manos las caricias de ella se lo demostró, pero pensó que, seguramente, el gesto se debía a la desconfianza de él hacia ella y, Julia, agachándose, como había hecho el hombre, llevó el pene a la boca y besó la cabeza del prepucio mojada, despidiendo líquido preseminal casi a borbotones. La metió un poco en la boca y comenzó con la lengua a estimularlo. La sacó de la boca y empezó a besar todo aquel cilindro hinchado y venoso desde la punta hasta los escrotos inflados por las mismas necesidades que tenía ella. Y movía toda la cabeza buscando la circunferencia de la polla a base de besos, lamidas y mordiscos con los labios. Se agachó y metió un huevo en su boca y lo mojó con su saliva y luego lo chupaba, lo estrujaba con sus labios. Notaba la vellosidad dentro de su boca pero era parte del ritual. Salió de allí, levantó el falo hasta pegarlo al bajo estómago y, desde abajo, empezando por los huevos, comenzó a subir con la lengua fuera, dando lametazos, besando y moviéndose sin parar ¡Qué olor más rico estaba desprendiendo el macho al que estaba mamando! ¡Cuánto tiempo sin gozar de ese placer tan humano y divino! Ya llegaba nuevamente a la cabeza cuando el hombre la toma por la axila, la levanta y la tiende sobre la cama. Le abre las piernas a todo lo que daba y, subiéndose sobre ella se coloca con las piernas dentro, manteniéndose con una mano mientras que con la otra apuntaba directamente hacia el himen encendido.

-¡Ahhhhhhh! –Gritó la mujer cuando él colocó la punta de su capullo a la entrada de la vagina -¡Dios mío, nunca lo creyera yaaaaaaaa!

Y ese "ya" lo prolongaba a buen volumen cuando él, una vez colocada su polla empujó y entró sin dificultad por aquel hueco de mujer huérfano de polla desde hacía años. Entonces si, él fue acostándose poco a poco sobre el cuerpo femenino y, una vez, toda dentro, esperó a que ella tomara conciencia de lo que sucedía y, sintiendo los brazos de la mujer sobre su cuello, comenzó un movimiento de pelvis suave y más rápido a medida que el momento lo requería. A los tres minutos estaba lanzado a un movimiento tan frenético que el "plof, plof, plof" de una vagina mojada hasta la saciedad retumbaba por toda la habitación.

Entre la mamada del coño, la mamada de ella a la que no dejó terminar y, ahora la penetración de la mujer, el hombre no aguantó mucho más y se corrió sin tiempo a salirse. Si fuerte fue el ritmo que llevaba bombeando, cuando el semen se desprendió de su bolsa seminal, parecía las bielas de las ruedas de un tren a toda velocidad. Embestía a las caderas de la pobre señora con tal saña que ella le daba golpecitos en la espalda y le decía algo pero no entendía qué. Y se corrió como hacía mucho, pero mucho tiempo que no le ocurría.

Le pareció que la eyaculación tardaba una eternidad y que no paraba nunca. En realidad fueron segundos que a él les parecieron largos como un día sin pan y quedó tendido cuan largo era sobre el cuerpo femenino tierno, cómodo, confortable y sobre los pechos extendió a los lados donde percibía los pezones duros que se incrustaba en sus carnes.

Julia creyó que le partía el coño en dos con aquellas embestidas tan tremendas. Le recordó a su marido en momentos puntuales: recién casados; cuando ella terminaba con la regla, porque no permitía que la follara cuando estaba en esos día, le daba mucha vergüenza. Cuando él salía de viaje por unos días y, al volver, el frenesí de la ausencia la pagaba con la vulva de ella en unas embestidas como le había ocurrido ahora. Todo esto lo pensaba mientras él se calmaba, cabeza con cabeza, ella mirando al techo y con la polla del hombre todavía viva en sus entrañas. Se sentía feliz, llena, ahora satisfecha por el coito. Extraña, triste, con cierta amargura porque el hombre que tenía encima y que la había follado y llenado de su leche no era Pablo. Pero Pablo no cumplía con sus deberes de marido y éste hombre acababa de despertar unas ilusiones que ya creía perdidas, unos deseos que sabía no estaban muertos pero, tal como estaba la situación entre ellos, era imposible de llevar a cabo. Todo había acabado en el matrimonio y una segunda oportunidad, estaba segura, no cuajaría.

Ya estaba calmado y respiraba casi con normalidad. El miembro había salido por sí solo pero hasta las puertas de su himen, jugoso, percibiendo humedad en los labios de la vagina, el correr por entre las ingles un hilo fino, cálido, que se perdía en la base de la unión de los muslos con las nalgas. Llevaban uno sobre el otro cinco o diez minutos, él, seguramente con sus cavilaciones, ella esperando. Lo sintió moverse sobre su cuerpo, volver la cabeza al lado contrario a su rostro negándose a mirarla, levantarse y quedar de espalda, buscar sus calzoncillos que vistió, ponerse los pantalones y, sin decir nada, siempre de espalda, retirar la cortina de la ventana, mirar a un lado y a otro y salir de la habitación saltando de un brinco la lumbrera. Julia se quedó totalmente sola. Había seguido toda la acción del hombre y comprendió por donde había entrado. No lloró, no pensó, tan solo quedó mirando al techo un momento. De pronto dio un brinco, salió de la alcoba, corrió hacia el cuarto de su esposo y abrió la puerta violentamente. El cuerpo quieto y dormido plácidamente de Pablo estaba vuelto hacia la ventana cerrada, tapado, la ropa de calle puesta de cualquier forma sobre una silla colocada anárquicamente y a los pies de la cama y el silencio fue el único que la saludó. Cerró con cuidado la puerta esta vez y caminó lentamente, cabizbaja, entristecida, sintiéndose sucia. Percibió como su vulva resumía por sus muslos algo que debería haber sido de aquel cabrón que estaba durmiendo a piernas sueltas. Entró en la alcoba, una habitación que olía a sexo nada más entrar y, sin preocuparse de la higiene, se acostó por su lado, tomó la ropa del lado contrario, se tapó con ella y quedó dormida profundamente hasta el día siguiente.

IV

Despertó tarde, rarísimas veces le pasaba esto, ni siquiera estando enferma. Su cuerpo tomó conciencia de la vida y le dio a conocer los resultados de la noche de amor pasada. La vagina le ardía, los pechos dejaban sentir todavía las manos masculinas y sus glúteos las caricias apretadas que le prodigó cuando la poseía. Cerró los ojos y llevó las manos a la boca, las bajó apretadamente hacia la barbilla llevándose el labio inferior.

-¡Dios mío! ¿Qué me sucedió? –Y miró al frente con los ojos muy abiertos sin poder creer lo de la noche anterior- ¡En mi casa! ¡En la casa con mi marido en la otra habitación!

Cinco años sin saber lo que era un hombre, cinco años de celibato monacal y, de pronto, horas antes… Tenía las huellas masculinas pegadas a su cuerpo, los vestigios de las manos grandes y el sexo tubular habían alterado todas las células de la vagina. Daría un baño largo y frío y todo desaparecería, la ducha a presión la reconfortaría –pero- se dijo -lo sucedido no se irá ya- Saltó de la cama ágilmente y, al ir hacia la puerta dio un gritito de gran sorpresa. Encima del tocador de la alcoba matrimonio había un enorme ramo de rosas y lirios bien colocados. Al lado un gran florero blanco ¡No podía creer lo que estaba viendo! ¿Qué significaba aquello? ¿Quién lo había traído? Fue acercándose con una cierta perplejidad, con una alegría en su pecho. Miró detenidamente el fabuloso ramo de sus flores preferidas, no tenía tarjeta alguna. Se dio cuenta que las plantas estaban perdiendo vida y belleza ¿Del día anterior? ¡Anoche, cuando…!

-¡No puede ser! ¡Santo cielo! –Si la sorpresa al ver el ramos la admiró, comprender la presencia de éste la dejó alelada- ¡Entonces, el que me tomara en sus brazos fue un echo fortuito! ¡No hubo intención alguna, ocurrió tan solo porque me puse histérica!

Quedó anonadada durante un rato, fija la vista en un punto invisible. Movió la cabeza, miró el jarrón y le gustó. Cristal blanco labrado, su color. Una etiqueta dorada y ovalada con un nombre en letras inglesa "Floristería Crisol". Siguió mirando y una carcajada rompió el asombro que la invadía, debajo, una etiquetita rectangular de precio, con los laterales redondo, ponía "525 Ptas." (3,5 €) Una mujer cuidaba esos detalles, el hombre no, Pablo le ocurría lo mismo. El ladrón no dejaba de ser otro hombre más.

-Pero ahora –Dijo en voz alta- Ya no puedo creer que vino a robar. Bueno, sí robó, robó mi fidelidad, la honradez devota de mujer casada y todas esas estupideces ¡Pablo, Pablo! ¡Si hubieras estado más atento esto no…! –Movía la cabeza de un lado a otro al tiempo que hacía un mohín con la comisura de la boca.

El baño la reconfortó, la dejó limpia pero no le quitó aquellas sensaciones que sentía de la presencia en su cuerpo del extraño hombre. Durante todo el día estuvo alterada, nerviosa, no se le iba del pensamiento lo ocurrido la noche anterior. Pensó en decorar la casa con todas las flores aquellas pero no se decidió. Las tiró a la basura con todo el dolor de su alma. Era lo mejor, la presencia de ellas por todo el hogar era una ofensa a Pablo, se decía Julia a si misma. Tan trastornada estaba que no quiso ir a ver a Jesús esa tarde. Nunca había faltado, esta vez, ciertos reparos éticos le impidió acudir a la cita diaria. Cuando aquella noche, sobre las nueve y algo apareció Pablo, éste, sin pedir explicaciones ni hablarla, se la quedó mirando extrañado. Como siempre tomó su cena, esta vez solo y, despidiéndose de su mujer que estaba viendo TV, se fue a dormir. Por el camino hablaba algo inteligible y hacía algunos gestos con las manos.

V

Un mes justo había transcurrido de los hechos narrados y la vida siguió su curso. Julia no lograba apartar aquella noche de su cabeza y en la intimidad de su alcoba soñaba con otra aventura similar y ella misma, casi sin darse cuenta, se tocaba empezando por la cara, como le hizo el extraño, rozaba el cuello con los dedos, lentamente y con suavidad, bajaba a los pechos, los descubría y los amasaba con sus manos hasta sentir sus pezones erizados por el placer de las caricias y bajando a sus partes que eran atendidas más tiempo. Los dedos de la mano derecha titilaban por entre los labios vaginales hasta hacerlos humedecer y pellizcaba el clítoris entre sus dedos, sentía la emoción del clímax y se iba en un orgasmo casi torrencial. No estaba convirtiéndose en una costumbre, hacía varios días que le pasaba eso y Julia tenía conciencia de poderlo parar, dejarlo y, cada vez que le sucediera, que le vinieran esas ganas incontrolables, darse un baño de agua fría hasta erradicar las masturbaciones. Pero de momento se encontraba a gusto y feliz a su manera

Esa noche Pablo tenía guardia en la Central. Una vez cada tres meses se ausentaba del hogar toda una noche. Terminó de cenar, lavó los cubiertos, recogió la cocina, apagó la luz y se fue a dormir. No tenía ganas de ver TV y estar sola en casa le daba cierto reparo. Entró en la alcoba y una pequeña ráfaga de viento dio de lleno en ella, miró hacia la ventana donde ondeaba la cortina por la corriente. Unos olores muy conocidos le vino a la nariz ¡lirios, rosas, pero…! cuando un presentimiento la invadió de pronto, fue a encender la luz rápidamente y una mano fuerte se lo impidió. Miró hacia atrás y lo vio. Estaba detrás de ella, con aquella máscara cubriéndole la cara, mirándola con ojos alegres, sonriendo a través de aquel agujero que no le dejaba ver las comisuras de la boca. Quedó petrificada y las piernas se le doblaron. Una inmensa alegría iluminó el rostro de la mujer solitaria

-¡Usted otra vez! –Quedó tal cual se encontraba, sintiendo el tórax masculino en la espalda, con la mano extendida hacia el conmutador de la luz- ¡Dios mío! ¿Otra vez? ¿Es verdad lo que creo, señor encapuchado?

Y el enmascarado, sonriendo, le hacía un gesto de silencio, la tomaba de una mano y la conducía hacia el centro de la habitación. Callado, sin decir nada, amable, tierno, todo gesto como los mimos. Una vez allí, las manos masculinas, como la vez anterior, subieron por la cara de Julia y la silueteó con una suavidad que toda ella se estremeció. La mano izquierda agarró la barbilla y la derecha quedó en la espalda de la mujer, la atrajo hacia sí y le dio un beso tierno, suave sin traspasar sus labios. Fue largo, candoroso, inocente y cuando el hombre se retiró, Julia continuaba con el rostro levantado y ladeado, los ojos cerrados y su boca en piquito hacia delante, pidiendo más.

Al venir de la residencia, Julia cambió de ropa. Vistió un camisón de raso ajustado pero cómodo de tiras anchas y un escote cuadrado y algo generoso, una prenda de seda que se transparentaba al darle la luz. Gustaba ponerlo por lo cómodo y fresco, aunque ya no era época de llevarlo, era más de mediado de octubre y todavía se podía vestir así. Con esa ropa la sorprendió el extraño y, cuando la tuvo delante, después del beso, con los dedos bajó las tiras y éste cayó despacio al suelo por su propio peso. Una vez más, Julia se veía desnuda ante aquel hombre que no conocía, o al menos eso creía. Los pechos estaban libres del sujetador y una braga de nailon muy ajustada de cintura baja dejaba ver, con la luz de la noche, unas caderas prietas, macizas, anchas y apetecibles. El hombre se la quedó mirando admirado de arriba abajo y la mano derecha fue deslizándose por su pecho derecho al que circunvaló, el pezón lo redondeó, el golpecito en la base de la teta para verla estremecerse y que la asombró nuevamente, pasó al estómago, algo prominente pero vistoso, para llegar al pubis donde se detuvo. Julia se erizó toda con las caricias tranquilas de aquellos dedos y, al sentirlos en su melenado monte de Venus exhaló un profundo y ruidoso suspiro que delató su estado de excitación.

El encapuchado volvió a colocar la mano en el cuello y acercó el rostro de la estremecida mujer al suyo, percibía el aliento alterado y oliendo a pasta dentífrica, desplazó la mano y, con el dedo pulgar, perfiló varias veces, con infinito cuidado los labios femeninos que empezaron a abrirse lentamente a medida que el dedo iba pasando una y otra vez tanteando la carnosidad y la frescura de ellos. De pronto, Julia toma con su mano derecha aquel dedo y lo introduce en su boca, la cierra y, acariciando el grueso dedo con su lengua lo va chupando, ensalivando, moviendo su rostro alrededor de éste, mirando a los ojos al hombre. Saca el dedo de su boca, comienza a besar el contorno: por arriba, debajo, hacia adentro y vuelta a la boca y hace el movimiento de la succión, mirándolo siempre a los ojos. Es en este instante que el encapuchado acomete la labor de apoderarse de la vulva, estrujándola casi sin piedad, midiéndola, palpando los labios prominentes e introduciendo el canto del dedo índice en medio de estos y apretando hacia adentro haciendo visible, a todas luces, la figura completa de aquel coño de mujer que empezaba a mojarse ya. Julia había parado y soltado por un momento la succión del anular y se aferraba con ambas manos a la que acariciaba su sexo porque sintió tal estremecimiento, una sensación increíble de placer que le dio la impresión de que las piernas le flaqueaban.

Él sacó lentamente su dedo de la boca de Julia y bajó la mano hasta apoderar del seno derecho sin amasarlo, solo tocarlo. Pasó al hinchado pezón y lo redondeó entre los dedos haciendo que ella se electrizara aun más. Soltando la vulva y el pecho, la tomó de los hombros y la sentó en la cama. Se agachó delante, tomó uno de sus pies y lo descalzó, los masajeó y acarició. Tomó el otro e hizo lo mismo. Julia estaba asombrada ¡Ese gesto lo conocía! ¡Ya se lo había hecho Pablo en los mejores tiempos! Y era más, sabía lo que vendría a continuación. El hombre se agachó aun más, tomó los dos pies y comenzó a besarlos desde el pulgar pasando por todos los dedos siguiente. Comenzó a subir lentamente pasando los labios por los fémures, las rodillas y, con las manos iba acariciando las pantorrillas a la vez que besaba por arriba los muslos femeninos. El hombre la soltó y le sonrió, abrió los muslos de par en par y un sexo oscuro de mujer se perfilaba frente a él. Ahora pasaba la boca por dentro del muslo derecho hasta llegar al final, retrocedía por el mismo camino y comenzaba, desde la rodilla hasta llegar nuevamente la ingle izquierda y, acto seguido, poner la boca en la vulva ya mojada en abundancia de la abatida dama.

A Julia se le ocurrió, de repente, dar un tirón y quitar la maldita capucha. Cuando se decidió, él retiró hacia un lado la braga dejando a la vista los húmedos labios tenuemente cubierto de vellos pegados y en diferentes mechones pequeños a los lados y pegó la boca comenzando a pasar la lengua juguetona, punzante e inquieta, a introducirla por entre los labios y dejarla fuera de órbita con la punta de la lengua en constante movimiento. Julia no pudo más en ese momento, se irguió sobre sí misma, echó la cabeza hacia atrás, cerró los puños fuertemente agarrando las sábanas y dejó que aquel torrente de orgasmo la invadiera y la obligara a apretar los dientes para evitar un grito muy fuerte que le venía a la garganta. Ya no le importó la capucha ni quien fuera, estaba gozando nuevamente, la enloquecía y creyó que los estremecimientos que la invadieron era de auténtica posesa en movimientos incontrolados que le salía de lo más profundo de su ser: el sexo estimulado por la boca masculina y las sensaciones maravillosas del orgasmo. Veía la cabeza de él moviéndose frenéticamente al el compás que ella misma producía con los estertores orgásmicos ¡Quería quitar la cabeza del hombre de su coño porque la desquiciaba de placer! Pero no tenía control en sus manos ¡Tenía la sensación que iba a reventar corriéndose de aquella forma! Pero lo que hizo fue tirarse bruscamente para atrás saltando sobre el colchón y morir gozando, fuera completamente de sí. Y aquella figura vestida de negro no se desprendía y seguía, seguía, seguía… y ella queriendo terminar y no podía… terminar… terminar de irse y no acababa. Y Julia se movía el cuerpo de un lado sin soltar las sábanas, levantando las piernas y dejándolas caer nuevamente, rodeando al hombre con la pierna derecha sobre los hombros y haciendo presión más y más hacia su vulva que le parecía que se derretía en puros orgasmos de un placer infinito. Lo que le pareció minutos, horas fue el tiempo suficiente de un gran orgasmo pero que a la mujer le pareció eterno y con la sensación increíble de que iba a morir allí mismo de excitación.

Al volver a la realidad, el encapuchado ya estaba denuedo de cintura abajo y dejaba ver un gran falo algo circular. Por la poca luz que se filtraba por la ventana, a Julia le pareció enorme, gorda que emergía de una cantidad de vello alrededor que casi no dejaba ver a los huevos que colgaba hinchados y negros como el tizón. No supo como se levantó sin punto de apoyo pero se vio acariciando el pene con frenesí, con una emoción desconocida y tampoco se enteró, de lo excitada y traspuesta que estaba, como la tenía en la boca y la chupaba de arriba abajo sin más miramientos al tiempo que tenía los escrotos de él en la mano derecha, percibiendo lo duros que se encontraban y la cantidad de pelo que aquel mono divino tenía. Y la succionó a placer, viendo como el hombre tenía los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, mirándola seguramente porque su cabeza estaba dirigida hacia ella y gozando de una felación extraordinaria que ella, Julia, tantos años abandonada, todavía se acordaba de hacer. Y esta vez, el enmascarado la dejó terminar y dando un fuerte estirón hacia arriba a la vez que tomaba la cabeza de ella entre sus manos, le cogía el cabello y lo estiraba, sin miramiento alguno, introdujo todo el pene en la boca de la mujer a la vez que se iba en ella con gran fuerza. No pudo contenerse y comenzó un vaivén pélvico dentro de la zona bucal todo el tiempo que duró su corrida.

Julia sintió el estirón cuando ella pretendía llegar aquel falo hasta las cuerdas vocales. Lo había hecho con su marido muchas veces y de su garganta había conseguido que no le produjera arcadas. Pero su amante ocasional tenía otros proyectos y tomándola por los pelos fuertemente tomó su boca como vagina y comenzó a darle golpes de pelvis que retumbaba en su cabeza y el pene cubierto de venas palpitantes daba contra su laringe mil veces por minuto. Presintió la corrida y se preparó para el crucial momento. Casi la toma de sorpresa y la primera embestida líquida hizo que ella no pudiera contenerla y tuvo un conato de tos que superó al poder tragar de una sola vez la avalancha. Tomar el dominio de la situación haciendo una arandela con el dedo índice y el pulgar de manera que la polla no llegara a la garganta y ahogarla sin remisión. Soportó con emoción aquella penetración bucal y recordó con tristeza otros momentos tan añorados -¡Dios mío, cuanto estoy gozando en estos momentos!- Se dijo para sus adentros, haciendo ruido al tragar como los bebés.

La noche fue más encantadora que la primera en la que se encontró forzada a pesar de haber gozado un encuentro amoroso. En esta ocasión ella se entregó sin violencia y colaboró con el amante nocturno en la misma medida que él. La relación duró hasta más de las dos de la mañana en que el hombre, penetrándola en profundidad, con las piernas de ella colgada de los hombros masculino, eyaculó dentro de Julia como un poseso, demostrando tanta necesidad de una mujer como ella lo estaba de su marido o del "hombre de negro", como ya lo llamaba para sí.

Estuvieron un buen rato juntos, percibiendo sus olores y calores, ella desnuda total, con una pierna descansando sobre las caderas del hombre y la otra en el otro extremo de la cama, él, con una mano y parte del antebrazo apoyada en los senos que se encontraban uno aplastado por la posición casi horizontal de su dueña y el otro más lleno al caerle hacia el lado de inclinación de ella. Julia se dejó llevar por la felicidad y el cansancio que la embargaba y quedó transpuesta. Se despertó sintiendo escalofríos. El amante nocturno ya no se encontraba en la habitación y la ventana estaba abierta de par en par y la cortina ondeando por el aire frío que entraba. Se levantó, cerró la contraventana, corrió la cortina y fue a acostarse, esta vez bajó el embozo de la cama y, al entrar en él y abrigarse dijo

-¡Buenas noches, compañero amante, seas Pablo o no! ¡Dios te bendiga!

De las flores se ocuparía a la mañana siguiente. Y quedó de inmediato dormida.

VI

Esa tarde, Julia estaba decidida a hablarle a su hijo. Era la tercera vez que el desconocido aparecía por su alcoba y la amaba hasta dejarla agotada. Ya no sentía temor, remordimientos de conciencia ni malestar ante su marido después de pasar la noche con el extraño. Estaba sola, dormía sola y el hombre con el que compartía techo no la atendía. Ahora las ilusiones volvían a aparecer, el deseo de vivir, de gozar, de tener sexo, aunque solo fuera una vez al mes, era ya imperativo de su nueva ilusión. Quería compartir esa ilusión con su hijo y que él, de alguna manera, le diera su consentimiento o, si así lo decidía, negárselo, a lo que ella reconsideraría el volver a admitir las visitas del enmascarado.

-Jesús –Decía mientras comenzaba a trabajar con las agujas de tejer- No voy a hablarte de nuestras flores. Hace tres meses que vengo manteniendo relaciones con un extraño ¡Espera, espera! Surgió una noche, sin esperarlo yo, y me hizo el amor en contra de mi voluntad. Nuevamente apareció al mes siguiente, siempre en la penumbra, y esa vez fui suya sin resistencia alguna. Anoche ha vuelto nuevamente y he sido muy feliz. Me ha devuelto las ilusiones perdidas desde que te ocurrió el accidente.

"Mira, hijo, yo no se a ciencia cierta quien es ese hombre. Muchas veces me recuerda a tu padre pero no he sido capaz de quitarle el pasamontañas, es la ilusión de vivir que me ha presentado la vida y no la voy a romperla por halar de la puñetera capucha, así que lo dejaré estar cuando vuelva nuevamente, porque volverá más veces y yo, mi vida, lo deseo desde que apareció por primera vez."

"No sé si podrás oírme pero te digo esto porque quiero tu consentimiento, deseo tu parecer. Tu padre no me mira, no me toca, ha desertado de nuestra alcoba, somos extraños en casa ¿Si deseo que ese hombre me haga el amor? Si, soy joven todavía y quiero vivir. Tu hermana está casada con tu amigo Luis, tienes una preciosa sobrinita y viven lejos. Tu padre no se aparta de ti y, aquí mismo, en esta habitación, contigo delante, no me ve no me habla y pasamos las horas en tu compañía en el más absoluto silencio ¿No crees que tengo derecho a vivir mi vida y con las ilusiones renovadas? Solo deseo tu consentimiento, que me lo expreses de alguna forma que lo pueda entender. Si me demuestras con algún gesto de la cara tu oposición, te prometo, Jesús, que ese hombre dejará de existir para mí si, por el contrario, lo aceptas, viviré esa ilusión hasta que Dios quiera. Sé que algún día lo tendré que conocer, verle la cara, saber quien es, pero, mientras tanto, el aparecerá encubierto y hará de tu madre una mujer renovada, feliz, deseosa de volver a ser una mujer ¿Qué me dices?"

Miró a su hijo un rato y volvió a la labor sin pestañear. El muchacho seguía igual, como siempre, con las mangueras puestas por la boca, esas malditas mangueras que estaban desfigurando el agradable rostro de él. El silencio se hizo patente, pesado y la desazón de la madre se agudizó. Había pasado más de una hora desde que Julia hablara con su hijo cuando, de pronto, un aire suave y frío, parecido a la corriente de aire entre una puerta y una venta abiertas le rozó la cara al tiempo que creyó percibir una voz a lo lejos, cadenciosa, alargada, parecida a la del Jesús, muy lejana pero nítida.

-¡Madre…!

Giró violentamente el rostro hacia su hijo y lo que vio fue algo que le pusieron los pelos de punta, algo en el joven inconsciente que la aterró y la hizo ponerse de pie de golpe, tirando lo que tenía en el regazo y entre las manos. Jesús sonreía y, de los ojos bullía unas lágrimas que caían hacia los lados de las sienes y se perdían tímidamente en el pelo largo y lacio del muchacho.

Julia sintió miedo, el pánico la inundó y, poniéndose las manos sobre sus mejillas, dudó por un instante. Fue acercándose lentamente, con temor hacia el enfermo. Efectivamente, estaba sonriendo y las lágrimas que aparecían de sus ojos cerrados le daban un aspecto diferente, de cariño, de gratitud, de… asentimiento a la petición hecha por su madre. Los grandes ojos de la mujer se llenaron también de lágrimas y, bajando las manos de su cara, tomó la derecha de su hijo apoyada sobre la cama y la apretó con intensidad. Era el reconocimiento que le expresaba a su madre, un acuerdo tácito madre-hijo, silencioso pero efectivo y Julia quedó allí, a la cabecera de su hijo hasta que Pablo llegó

-Tu hijo ha reído y ha llorado. Me ha hablado, Pablo –Dijo Julia a su marido, un hombre sorprendido, plantado bajo el marco de la puerta, contemplando con admiración el amor de aquella mujer por el hijo muerto en vida.

-Estas nerviosa hoy, Julia. Él no oye, ni siente ni padece, es un vegetal. El amor de madre te ha cegado –La mirada de su marido era diferente. Se acercó a ella y quiso poner una mano sobre su hombro.

-¡No me toques, Pablo! –Bramó- ¡No estoy cegada! ¡Ha hablado con su sonrisa, con sus lágrimas! ¡Está vivo, Pablo, está vivo, lo digo yo, su madre! ¡Siente y padece! ¡He pedido su aprobación y la ha dado con sus gestos! –Casi gritaba

-Ve para casa, Julia, Realiza un viaje, vete a ver a Elena, distráete, mujer…

-¡No, no dejaré a mi hijo contigo! ¿Acaso lo quieres tú más que yo? ¿No es culpa tuya lo que nos está pasando a todos? ¡No fuiste a la boda de tu hija, no conoces a tu nieta aunque sé que la contemplas todas las noches! ¡Has abandonado a tu mujer en estos casi cinco años! ¿Y aún quieres que deje a mi hijo contigo? –Julia deliraba con sus claros ojos totalmente abierto, mordiendo las palabras, fuera de sí

-Si tú lo dices, Julia, no tengo nada que decir –Y por primera vez en más de cuatro años, Pablo respondió a su mujer con dulzura, con respeto, asintiendo con la cabeza lo que había dicho ella. Luego, llegó por el lado izquierdo de Jesús, se sentó, tomó la otra mano del joven y el Pablo huraño, mal encarado de siempre volvió a aparecer y Julia desapareció de su mundo.

VII

Julia sabía que la noche sagrada de cada mes se acercaba, entraría en la habitación y lo encontraría a su espalda, como siempre callado, la tomaría por los hombros, acariciaría el cuello, el rostro y la besaría para luego tocarla desde el rostro a los pechos y llegar a su sexo. Pensar todo esto hizo que sus piernas se enlazaran y se juntaran aguantando un orgasmo incontrolado. Se apoyó sobre la mesa redonda de la cocina, abrió las piernas, se crispó y dejó que éste saliera a placer y mojara su braguita bien ceñida.

-¡Dios mío, faltan tres días y ya estoy así!

Y la noche llegó. Julia vino de la residencia corriendo, rápidamente se duchó y perfumó, quería estar presentable, oliendo, bonita e incitante para el amante. Aquella mañana había salido a comprar lencería provocativa. La última vez, llevando las braguitas de licra ajustada y el sujetador de copa pequeñas, el hombre se desquició y la tuvo en un continuo orgasmo con sus manos inquietas que no paraban ni un momento de palparla, de acariciarla hasta la saciedad. Ahora pondría un sujetador de copas pequeñas livianas, solo llenas con sus mamas más bien grandes, la braga diminuta que solo tapaba el coño bien definido y dejaba el culo al aire, la llamaban de hilo dental, según dijo la despampanante señorita guiñándole un ojo pícaramente ¿Sería por ella ese guiño? Dio una ojeada a su figura en el espejo y rió viéndose reflejada sus magras y anchas nalgas desnudas.

-Julia, mañana no vas a poder sentarte bien en unos cuantos días. Tantos años sin saber lo que es una polla por ahí y, esta noche, cuando te vea de esta guisa, se va a dedicar ex profeso a tu gordo traserito –Y su carcajada llenó toda la casa.

Quería estar en la habitación cuando entrara por la ventana. Nunca tuvo oportunidad de esperarlo, ahora, que estaba lista para él lo recibiría como una novia recién casada. Cuando entró en la alcoba, sobre las diez de la noche no encendió la luz, ya no hacía falta, estaba acostumbrada a verlo en la oscuridad. Recibirlo con luz era faltar a unas reglas que estableció el furtivo amante y que ella cumplía a gusto. Entornó la ventana y fue hacia la cama matrimonial.

Diez en punto; diez y quince minutos; diez treinta… Julia, sentada en el centro de la cama, con las piernas estiradas y enlazadas, las manos descansando sobre la cama, su camisón de seda bien colocado y mirando a la ventana con frecuencia. Quedó sorprendida cuando, de pronto, como por ensalmo, apareció el enmascarado realizando el salto y manteniendo el equilibro a duras penas debido al brinco que imprimió para traspasar la ventana. La mano derecha mantenía el eterno ramo de rosas y lirios, seguramente de invernaderos, los lirios sólo se daban entre octubre, noviembre y diciembre, posiblemente de naves invernaderas catalanas, madrileñas o canarias. Quien se llevó la sorpresa esa vez fue el enmascarado al verla allí, bonita, sonriéndole, admirada por cogerla de improviso creyéndose preparada para verlo venir.

-Es usted un hombre joven por la agilidad que tiene al saltar esa ventana, compañero de aventuras ¡Buenas noches, amor! –Y lo recibió con la mirada prendida en su figura de negro hasta que éste, entregándole el ramo, se agachó hacia ella y la besó en la boca con aquella suavidad que ya la ponía enervada tan solo viendo venir la boca masculina y le entregó las flores.

Julia depositó el ramo de flores en la cama y sus brazos pasaron por el cuello de él mientras iba colocándose a su lado. Como hacía siempre, la tomó por el rostro, la contempló y lo acarició con deleite, despacio, degustando cada centímetro, pasando los dedos por los labios, dejando sentir el dorso de la mano por las sonrosadas mejillas y volviendo a besar con intensidad, casi sin rozarla, la ovalada y agradable cara de la mujer durante un buen rato. Se levantó, extendió la mano y la ayudó a levantarse. Julia sabía que aquel gesto comportaría las caricias por toda ella y la atención exclusiva de sus glúteos y así fue. La abrazó y las manso fueron bajando lentamente hasta las nalgas donde quedaron quietas un momentos, luego tanteando a continuación para comenzar a analizar y comprobar su desnudez, entonces, lo que Julia suponía, el amante dedicó un buen tiempo en prepararla, en poseerla y gozar de las anchas y golosas caderas bajo una sonrisa picardía y de inteligencia de la mujer que, agarrada a su cuello se dejaba hacer mimosamente mientras mordía el hombro cubierto por el jersey del hombre.

Fue una noche parecida a las anteriores, intensa, de auténtica complacencia, maravillosa en toda su extensión y con el añadido conocido por ella. El encapuchado dedicó un capítulo largo, exclusivo, excitante, doloroso como la primera vez y unas cuantas veces después hasta que se habituó al culo exquisitamente preparado para la ocasión. Julia se entregó consciente, a sabiendas de las dificultades del día después pero gozosa y llena de esperanza. Su vida comenzaba a tomar otro giro y los deseos de vivir, de continuar para soportar aquella pesadilla cotidiana de ver a su hijo en su estado y los malos humores diarios de su marido. La vida tenía color desde hacía seis meses y ella estaba contenta con el rumbo que había tomado. No era normal amar una vez al mes con un hombre con la cara siempre tapada, callado, escondiendo una realidad que creía subsanable, pero era la fantasía construida entre los dos y el invisible acuerdo tácito de verse siempre en la oscuridad y como extraños. Si así lo quería la nueva situación ella sería la menos interesada en decir no, además, le estaba gustando la aventura y llegaría hasta donde fuera.

Pero era mucha mujer y tenía la intención de dar el primer paso, si podía, claro, de descubrir algo nuevo que apoyara su tesis de que el hombre que la estaba poseyendo de aquella forma tan endiabladamente salvaje era un desconocido admirador de ella o su propio marido y, tan pronto se marchara lo seguiría hasta descubrirlo. Pero no contaba que su amante la tuviera tan excitada con su deseo de sodomizarla, aquellos preparativos premasturbatorios en su orto, en su vulva para obtener la lubricación deseada para un coito anal correcto, accesible, menos doloroso y traumático. Se encontraba a cuatro patas, las piernas bien abiertas y las manos sobre la cama manteniendo su torso donde unos pechos se bamboleaban a discreción debido a los envites que él le daba a sus nalgas, con aquellas manazas agarrándola de los glúteos con fuerza, dejándole las huellas de los dedos aferrados sobre su piel dolorida, arrancándole gemidos que le daban la sensación que salían por la ventana abierta y se extendía por toda la residencia. Miraba hacia atrás, bufando, con la boca en "O" y viendo los grandes esfuerzos del hombre en terminar una segunda vez que le costaba concluir. Julia percibió, con alivio, que él soltaba la nalga derecha y la introducía entre sus piernas y se apoderaba de una vulva chorreante, franca por el coito anterior y cómo los dedos se introducían en ella y la estimulaba el clítoris goloso, chorreante, más tarde frotaba los labios menores con rapidez produciéndole sacudidas de escalofríos, y los dedos índice y corazón se metían en el himen totalmente abierto, emanando flujos femeninos mezclado con los del encapuchado constantemente, como ellos circunvalaban todo el interior de una vagina a punto de volver a orgasmar notando las contracciones de ésta ante los candorosos roces de estimulación y Julia, sintiéndose poseída por su ano violentamente y los dedos en la zona más erógena de ella se vino nuevamente, con gemidos que le daban la sensación que retumbaban en la habitación.

Volvió a mirar hacia atrás y lo vio ya listo para venirse. Toda la cabeza embutida en aquella capucha estaba hacia atrás, la boca de él abierta, desesperada, tomando aire y los ojos totalmente abiertos mirando al techo de forma desquiciada. Los violentos choque de la pelvis masculina contra las nalga de ella eran ya tan rápidos que acabando de sentir el golpe anterior y el pene hundirse en sus entrañas cuando ya estaba sintiendo el siguiente y así hasta que él, dando también gemidos de placer, pero amortiguados, descargó un caudal de semen con tal fuerza que Julia percibió como se estrellaba contra las paredes del colon grueso. La había cogido por las caderas y la tenía tan atenazada con las manos crispadas fuertemente en sus carnes que tuvo la impresión que la iba a despellejar. Y fue serenándose poco a poco a medida que todo el semen lo descargaba y el ímpetu disminuía, entonces Julia notó humedad en su piel y es que él estaba bañado en sudor y pensó, sin dejarle de mirar

-"Tendrá derretida la cara como un helado dentro de esa maldita capucha. Pobre mío, lo que está sufriendo por estar conmigo"

El cayó rendido sobre Julia, resoplando como una máquina de vapor, dejando patente la humedad del jersey de lana negra y mangas largas que llevaba sobre su espalda. Percibía el olor agrio del sudor corporal y otro desagradable propio de los hombres que no usan desodorante y por realizar esfuerzos tan grandes estando vestido. Los brazos caídos a los costados de la mujer, el pene saliendo por sí solo y ella quebrándosele el equilibrio y dejándose llevar por el cansancio de otra noche placentera y feliz. Sentía que el sueño la vencía pero se retraía esperando que su amante tuviera la suficiente fuerza, se levantara de encima y, una vez vestido, pasar el alféizar de la ventana y marchar a su guarida, era ahí donde ella quería llegar para descubrirlo de una bendita vez. Y en estas cavilaciones los ojos se cerraron quedó dormida una vez más.

Pero fue un momento, de pronto se sintió ligera, libre del peso y miró con rapidez hacia el lado donde él había dejado la ropa pero ya no estaba, él tampoco. Había marchado.

-¡Oh, no! ¡Otra vez se escapa de mí! –Exclamó dando un salto en la cama para bajarse de ella que la hizo expresar un gesto de dolor por la penetración.

Julia salio corriendo con dificultad hacia la salida, abriendo la puerta con fuerza, desnuda totalmente y, al salir al pasillo de la casa se encontró con Pablo, que apagaba en ese momento el televisor, se ponía de pie y salía del salón para dirigirse a su habitación. Caminaba lentamente, con la mano izquierda metida en el bolsillo del pantalón y, al verla tan apresurada, reflejando dolor en la cara asombrada, se la quedó mirando sorprendido, admirado y enervado. Ella se paró en seco, los colores le subieron y una sensación de desasosiego y ahogo la invadió.

-¡Dios mío, qué vergüenza! –Y, girando sobre sus pasos, procurando caminar normalmente, volvió a entrar con la misma precipitación en la habitación, cerrando la puerta con un fuerte golpe.

Dentro, Julia se quedó parada, desconcertada, la cara roja, con las manos sobre su boca y balanceándose sobre la cintura, mirando con el rabillo del ojo izquierdo la puerta temiendo que su marido entrara. Entonces, volviéndose con ligereza pasó la llave en el preciso momento en que la manilla giraba para abrirla. Pablo volteó varias veces con rapidez el picaporte y éste no cedió. Tocó con los nudillos

-¡Julia, Julia! ¿Te ocurre algo, mujer? –Hablaba Pablo desde el otro extremo.

-¡Nada, Pablo, Nada! ¡Buenas noches! –Contestó ella disimulando su estupor y vergüenza. Miró el gran ramos de flore encima del tocador que parecía la estaba observando.

-¡Buenas noches, Julia! ¡Hasta mañana! –Y creyó oír, mientras cerraba fuertemente los ojos, como su esposo se alejaba hacia el cuarto.

Pablo acarició la puerta con todos los dedos el lugar donde creía estaba su mujer. Se había estremecido verla tan desnuda y notó que su libido resurgía de un pasado remoto ya de felicidad y buena concordia. Una sonrisa apareció en su boca, un gesto que hacía cerca de cinco años desterró de su rostro y los ojos dijeron mucho. Los dedos seguían pasando suavemente, con mimo, llenos de sentimientos y deseos que quería traspasar la superficie de la madera y él, agachando la cabeza, fue caminando lentamente, arrastrando los pies hacia su alcoba. Conocía todo de Julia, aquella angustia que la carcomía, las aventuras amorosas que venían produciéndose desde seis meses atrás. Lo sabía todo. Abrió la puerta y, antes de entrar, dirigió la mirada hacia el dormitorio matrimonial.

-Descansa, Julia querida, descansa. Ya lo sé ¿Pero qué puede hacer un hombre destrozado por el mal comportamiento para con su hijo en estado vegetativo? Perdóname, mujer. Esto no puede durar siempre, lo se, tiene que terminar y necesito tiempo. Quiero cambiar, volver a ser el de antes pero… tal vez –Sacó la mano izquierda del bolsillo del pantalón y extrajo un trapo de lana negro, lo sacudió, era una especie de máscara como un pasamontañas algo húmeda- ¡Julia, Julia! ¡Estuviste dos veces a punto de descubrirme! La primera vez y ahora… Quizás mañana…, tal vez ¡Buenas noches!

Tiró la máscara hacia adentro en un gesto de desesperación, de rabia consigo mismo y cerró la puerta. Lo sabía todo porque él era el amante, la ilusión nueva que hacía que ella fuera ahora diferente, el deseo de vivir de Julia, el amor secreto.

Poco a poco el manto del silencio iba extendiéndose por todo el hogar. Los ruidos propios de la casa dieron paso al callado mundo de la noche. Fuera, el viento hacía mover a las rosas y a los lirios recién brotados como si fueran danzarines de ballet y dejaba escuchar las últimas palabras de un Pablo que no sabía salir de la desesperación- Quizás mañana…, tal vez –Y el viento movía a las bellas flores y, con la batuta expresada en viento, las hacía decir, como si fueran cuerdas vocales vivas –Siiii, mañanaaaa… Mañana será otro día, un día de nuevas esperanzas.