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¡Lapidada!

en Hetero: General

PRÓLOGO

El presente relato es una historia auténtica para cualquier hombre o mujer musulman y hombre que pertenezca a uno de los doce países que han firmado la ley islámica fundamentalista LA SHAIRA, ley ancestral y contranatural también conocida como interpretación estricta de los preceptos del Corán. Permite la pena de muerte por lapidación, de hombre o mujer, ante un público presente que hace de verdugo después que el juez y miembros del tribunal tiren las primeras piedras.

Otro de los castigos irracional, capaz de matar a partir del vigésimo quinto golpe de vara cuando se da con la intensidad de rasgar la piel, es la condena a 100 latigazos por estar en la calle borrachos, atentando a la moralidad ciudadana o crear escándalo público.

Por último, la aberrante condena de cortar la mano derecha al ladrón o ladrona, aunque esta costumbre data desde el comienzo del Corán pero no practicada en países cercanos a Europa y de religión islamista.

¿Por qué esta aberración de los pueblos islámicos? El mundo musulmán vive tiempos difíciles con contradicciones, conflictos y retos de desarraigo y todos los problemas y sufrimientos que padece el Tercer Mundo. Están sujetos a las grandes potencias, a la globalización económica de éstas, sujetos a tiranías de sus gobiernos constantemente en guerras o golpes de estados, sumidos en el analfabetismo, la miseria. Esto lleva a extremos de salidas desesperadas, leyes sin sentidos y basadas en la religión. Todo esto prueba evidente de que el Islam no ha salido del subdesarrollo y menos todavía del expansionismo colonialista que sufrieron a mediados del siglo XIX por las potencias europeas.

Muchos de estos países han firmado en la Cede de la ONU tratados internacionales para la abolición de los maltratos humanos, discriminación a la mujer o abolir la pena de muerte. Pero los tratados se contraponen al Fundamentalismo y los estados firmantes de LA SHAIRA, africanos o asiáticos, se ven obligado por la religión del Islán a tener dos tipos de políticas: la exterior, que muestra una cara de nación civilizada y de orden y la interna que contradice a la Universal y habla de papel mojado de estas naciones islámicas ante la ONU, que es igual que decir que ante el mundo entero, y es, tristemente, conocedora de estos hechos.

Sin embargo, el resto de los países de las Naciones Unidas hacen mutis por el foro y alegan, en su defensa, que no se puede interferir en las leyes, religiones e idiosincrasias de los pueblos y vuelven la cara hacia otro lado.

Esta es la realidad actual, fechada en el siglo XXI y de cómo se vive en la gran mayoría de los países firmantes de una ley inhumana, que no se aplica por igual en todas las naciones islámicas comprometidas y que apareció en el año 2002: LA SHAIRA.

Basándome en estos datos creo el relato que expongo con hechos reales, no los personajes, que suceden cada cierto tiempo, que leemos en la prensa diaria y que hablan de la discriminación auténtica de la mujer musulmana que se ve muchas veces obligada a llevar un pañuelo o hiyad largo que le cubre toda la cabeza o medio rostro.

¡LAPIDADA, NO! ¡POR ALÁ!

Adama Ibrahima fue conducida, amarrada con cuerda las manos y los brazos por hombres corpulentos del tribunal islámico de Mackurdi, al sudeste de Nigeria, al hoyo abierto de más de dos metros de diámetro que habían preparado para su ejecución. En el centro de ese mismo hueco, se veía otro pequeño y bastante más profundo. Era donde la iban a meter de pie y luego enterrarla hasta los codos, por ser mujer. A la orden del juez, presente en el acto que es el que tirará la primera piedra seguido de los miembros del Tribunal, le seguirá el público animado y embravecido, alborotado, gritando y blasfemando contra ella, insultándola, llamándola adúltera y que Alá no la quería en su paraíso y Mahoma, su profeta, la enviaría a los avernos de los que ofendieran sacrílegamente al Señor de los señores. Teniendo las piedras a sus pies de varios tamaños y no demasiado grande que pueda matar en el acto, éstos comenzarían a lanzar los pedruscos y lajas hacia aquel cuerpo de mujer atrapado, moviéndose desesperadamente por salir de allí y la lapidarían lentamente hasta que ella dejara de moverse y muriera de forma aterradora, enterrada medio cuerpo y después dentro de la montaña de pequeñas rocas que le quitarían su vida poco a poco.

Mientras la colocaban en el hoyo central, Adama comenzó a recordar por qué se encontraba en ese lugar, qué había hecho para merecer tan horrible muerte. Nunca había sido mala mujer, cumplidora de los preceptos de Alá, los mandatos paternos y soportó los maltratos de sus hermanos mayores en muchas ocasiones, todo siempre por Alá. Se casó a los 14 años como dispuso su padre después de recibir una resma de cabras y tres bolsas de naira por ella, estipulado en ley por ser una jovencita y cumplimentada ante juez. Tuvo su primera hija a los 16 y recibió una soberana paliza en el mismo día del parto y en la cama de su marido por no haberle dado un hijo. Había pasado tres años cuando su marido contrajo nuevas nupcias y ella se vio relegada a un segundo plano y casi la ignoró por completo si no era para enviarla al monte con sus cabras días y días o patalearla por discutir con su segunda esposa, que le había dado un varón. Contando seis años de casada, el marido anunció el divorcio. Al padre de Adama no le interesó tal divorcio y pidió que la mantuviera un años más, la intencionalidad paterna no era otra que mantenerla casada siete años, entonces permitiría la separación de echo y la llevaría a su casa, de esa forma, el esposo no podía reclamar el pago por ley de la dote. El marido, pastor embrutecido e ignorante accedió. Sin derecho a reclamar la dote cuando se dio cuenta de la estrategia de su suegro, la abandonó y se divorció de ella dejándola con la niña totalmente desamparada.

Su padre la recogió para que atendiera la casa, se había quedado viudo de dos mujeres, pero ella tenía que trabajar como pastora o recogiendo el pescado de las bascas que llegaban del río Níger adentro o en la tierra. El día se juntaba con la noche y el trabajo con otro trabajo y nunca se acababa. La niña Zafriani, con cinco añitos la ayudaba mucho pero otras veces se perdía y, la madre, después de buscarla, la encontraba jugando con otras niñas lugareñas, y ella, dependiendo de su estado de ánimo o cansancio, así la dejaba o le daba unos buenos azotes con la vara que siempre llevaba cuando se trasladaba de un lugar a otro. Pero Adama se vio años atrás con su pequeña atada a su espalda y trabajando la tierra, barriendo casas particulares o preparando la comida para su marido y aquellos años le había acarreado unos dolores inmensos en su columna de los que nunca se recuperó.

Había pasado dos años desde entonces y un pastor trashumante, que pasó por la casa paterna, dio a su padre cinco cabras y una bolsa de naira (moneda oficial nigeriana) y se la llevó junto con la niña para que le trabajaran su rebaño. Ella atendiera su casa, la mesa y sus necesidades de hombre solitario sin tan siquiera cruzar palabras. Fue feliz con su segundo marido porque solo recibía pequeños golpes en la espalda cuando no estaba preparada la comida a tiempo, pero nunca la humilló tan cruelmente como el primero con palizas que la dejaban marcada por días. Y Adama volvió a quedar sola a los tres años por viudedad y sin derecho a nada porque los hermanos del marido se lo llevaron todo. Y de regreso a la casa paterna, con un bulto pequeño que contenía los veinticinco años largos de su vida. No se había llevado nada a la casa del marido fallecido y sin nada regresaba. Y otra vez a volver a empezar.

El padre de Adama murió un año después y las pertenencias familiares se la repartieron los hermanos que la echaron de allí sin tenerla en cuenta no sin antes denunciarla a los tribunales de haber robado a su padre pertenencias de la casa. La acusaron públicamente y la justicia, basándose en los principios de una nueva ley que estaba a punto de ponerse en vigor por trece estados, la Sahira, la condenó a cien latigazos en público. Tuvo suerte y las prendas, motivo de la denuncia, aparecieron porque el abogado de Adama fue listo y se dio cuenta que no era verdad la acusación y lo que aducía uno de los hermanos, descubriendo al autor en la misma persona del denunciante pero nada le hicieron a éste y Adama salio absuelta por los pelos pero feliz.

Adama Ibrahima tuvo que ir a una comunidad católica y refugiarse con su niña para poder subsistir. La comunidad católica en Nigeria es del 30% de un total de 120 millones de habitantes, pero está considerada como humanitaria y Adama y su hija pudieron vivir tres años de tranquilidad y trabajando cómodamente en el gran jardín escuela de la institución religiosa. Ella oía a las monjas y a los sacerdotes hablar en el gran jardín que cuidaba con esmero con sus deterioradas manos, decían los religiosos que Nigeria era un país de contrastes y de contradicciones, y escuchaba para aprender.

-No se entiende, sor Felicite –Decía el director espiritual del centro padre Assamon- Que este país tenga tecnología atómica, como dicen, y una política futura de desarrollo a nivel industrial y haya firmado la Shaira donde todavía se contemplan la lapidación, la flagelación por actos deshonestos y el cortar la mano derecha al ladrón

Ella no entendía nada de lo que decía el bondadoso padre, ya encorvado por la edad, pero su inteligencia natural, despierta, vivaz le daba a entender que su país tenía un desarrollo un poco avanzado con respecto a otros países vecinos pero que seguía sumergido en la ignorancia más atroz. Adama había aprendido a leer y a escribir en los tres años de la mano de sus benefactoras a través de la escuela al aire libre y muchas de las conversaciones llegaba a comprenderlas a medias y sacaba, otras veces, conclusiones que se las callaba por temor a ser declarada hereje de Alá

Sor Felicite reía mientras cosía ropas donadas por oeneges internacionales y, con sus gafas a media nariz y sin mirar al sacerdote, respondía socarronamente

-No se olvide, padre Assamon, que este país es firmante de los Derechos Humanos Internacionales que prohíbe el castigo de la tortura, tratamientos crueles e inhumanos y también plasmó su firma en los Derechos Civiles y Políticos y lo más gracioso, como sabrá usted, la discriminación contra la mujer y la violencia contra ella, además de otros tipos de discriminaciones. Todo, padre Assamon, papel mojado ¡Dios mío, en qué mundo nos ha tocado vivir! –Y la buena señora rechoncha se santiguaba mirando por encima de sus gafas a un punto del infinito cielo azul, y volvía a su quehacer.

Adama Ibrahima iba a cumplir próximamente veintinueve años y su hija Zafriani los doce. Se la veía ya mujer por su desarrollo tempranero y su madre no quería, por nada del mundo, que fuera una infeliz como ella y, sabiendo que tarde o temprano tenía que marchar de la comunidad católica una noche decidió ceder a su hija al cuidado de las monjas sin congoja alguna. No tenía porque tenerla, donde la dejaba estaba garantizado su porvenir. Y salió una mañana muy temprano, dejando a su niña dormida. Marchó a trabajar como asistenta a la casa de unos europeos que realizaban inversiones tecnológicas en el país. Y fue directo, sin saberlo, hacia la tragedia de su vida que se presentó de golpe a los seis meses justos de estar agradablemente trabajando para aquellos señores extranjeros.

Era alto, delgado, pizpireta, divertido, tragón, irresponsable, un manitas en la fontanería, la electricidad y todo lo que fuera trabajos manuales como sorprender a las dos mujeres de la cocina por detrás, poniendo las manazas sobre las caderas de ellas o dejándolas posar, al descuido, entre las axilas al tiempo que hacía presión juntando las dos mamas de la mujer que tenía delante. Bura no aguantaba siempre las "bromitas" de Alí y lo despachaba pronto echándolo de la cocina donde se encontraban Adama Ibrahima y ella.

Sin embargo, Adama lo admiraba en silencio, gustaba de mirarlo a hurtadillas y reía todas las travesuras de aquel hombre joven que, para sus números, tendría sobre los veintitrés a veinticinco años. Una cara de niño, los ojos claros vivos, luminosos, la nariz larga, recta, fina y los labios, aquí ella se estremecía de gozo, gordezuelos y siempre en una pura y sincera sonrisa.

Cuando le tocaba ser la elegida de las bromas, Adama se sacudía pero no lo quitaba de encima tan pronto, y corría sin ir a ninguna parte y los jueguecitos de debajo de los brazos le ponía los pezones muy duros. Sin darse cuenta, entre bromas y enfados de Bura, risas de las dos cuando el chico marchaba, explicaciones apresuradas y sin sentido del joven cuando hacía algún "pillaje" en la compra semanal, miraditas furtivas y, un toque en la mano hoy y un apretón mañana y al otro las manos enlazadas por debajo del mantel de la mesa, este mueble estaba en el centro de la enorme cocina y que servía para todo, fue el comienzo de unos sentimientos reales que, sin llegar a ser amor, si era necesidad física, necesidad de percibir unas emociones que nunca tuvo: conocer de verdad a un hombre joven y sentirse admirada y deseada por él. Jamás lo había tenido, sus dos maridos habían sido mayores, no la tuvieron en cuenta para nada y solo iban a por su cuerpo. Adama sabía que era joven todavía, pletórica a pesar de los sufrimientos constante en toda su existencia sin parar de trabajar. Con veintinueve años ella se miraba al espejo y veía a una mujer de cuarenta y tantos años, envejecida, con una espalda llena de duros dolores, algo encorvada pero con sabia aún renovada de una mujer nueva.

Alí dejó de ocuparse de Bura y las travesuras, los juegos de manos y los atrevimientos más osados pasaron a ser exclusividad de Adama. Alí la arrinconaba contra la encimera de la cocina y la rozaba balanceando sus caderas sobre las de ella y, Adama, fingiendo intenciones de zafarse de él, desprendiendo las manos masculinas de sus pechos o de los glúteos gozaba aquellos atrevimientos bajo la censura de la compañera que veía a una pecadora que atentaba contra la ley de Alá. Y Bura la amenazó tajantemente con denunciarla a los jueces por ramera. Adama la miró con tristeza, pensando que si su compañera tenía celos de ella es que todavía valía como mujer y se envalentonó retándola a que lo comunicara a los extranjeros para que la echaran de la casa. Ella podía alegar que Bura se llevaba comida para su casa y que robaba la leche y el pan todos los días, pecado, por el cual podían cortarle la mano derecha o, si era menor, flagelarla con 100 latigazos.

Adama estaba muy ilusionada con el joven y no se daba cuenta de la realidad de su país, de esa realidad de la mujer que no era nada en él, del peligro que la estaba asechando por su ignorancia, Adama no se daba cuenta, no se daba cuenta… Sus entrepiernas estaban húmedas, llenas de calor y deseos. Sentía por primera vez el aguijón del deseo sexual que nunca tuvo, vivo, palpitante, maravilloso.

Aquella mañana Bura no apareció a trabajar. La señora de la casa preguntó por ella a Adama no supo responderla. No la había visto dormir en la cama de la habitación que compartían esa noche. Alí llegó eufórico, lleno de la luz que lo envolvía y que la mujer veía en él todos los días. Después de dejar bien colocados los productos en la lacena y nevera, el hombre comenzó el juego cotidiano sin preguntar por Bura, como si se hubiera olvidado de ella y Adama cayó en la trampa del engaño, del desamor hacia su persona que siempre la acompañó.

Las caricias más atrevidas ese día del joven no cayeron en saco roto y Adama, casi en medio de la gran mesa que presidía el centro de la cocina, con los productos del día esparcidos a los lados se dejó hacer ya con los sentidos perdidos, sintiendo tal necesidad de ser querida por primera vez por un hombre joven y no se dio cuenta de su desnudez. Estaba siendo acariciada toda y penetrada sin la violencia de anteriores momentos, con cariño, con deseo auténtico, las caricias suaves y estremecedoras, besos en las comisuras de la boca, en sus mejillas, en los ojos cerrados, por la nariz… con miradas ardientes del joven que mostraba admiración, bienestar y deseo de tenerla así, de verla limpia, aun deseable en sus pechos y vagina, de lamer el rostro a pesar de su demacrada cara y, cuando se dio cuenta de la tremenda realidad, cuando supo lo que le estaba ocurriendo, cuando quiso poner remedio a ese amor que la dominó sin saber cuanto tiempo era tarde ya para todo.

Alí, hombre joven, soberbio, apasionado, buen amante, buen hombre con las mujeres dejó con abundancia su simiente en una vagina ardiente, receptora en ese momento, abierto el cuello uterino a través de un cervix palpitante y rosado exageradamente por los flujos de sangre que se aglutinaban en sus invisibles arterias y totalmente mojadas por los flujos vaginales producidos por un autentico amor compartido, sin condiciones y por primera vez en la vida, de una mujer que solo fue poseída a golpes casi de violación, con desprecio, sin la consideración que nunca exigió porque no la conocía, porque no sabía que existía, porque siempre creyó que ella y las demás no tenían deseos, sentimientos o el derecho de ser amadas, queridas y respetadas igual que el hombre, sentir necesidad igual que él, sino ser solo y exclusivamente el desahoga de los maridos. Y se sintió inundada por el elixir de la vida de él que en otro momento de una existencia mejor hubiera sido el viaje al paraíso pero que ahora la llenaba de auténtico terror. Y comprendió, en un instante, los temores de Bura, las advertencias mal dirigidas pero con toda la razón que una mujer temerosa de Corán, religiosa hasta la saciedad que la advertía siempre.

El hombre seguía expulsando pequeños impulsos de semen y rindiéndose a un esfuerzo extremo sobre el cuerpo semidesnudo de la mujer, con las piernas estiradas y temblorosas entre las piernas muy abiertas de Adama. Estaban sudorosos, excitados, él feliz, contento, gozoso de ese momento, irresponsable y libertino, ella, poniéndose seria, cambiándole el rostro por momentos, los ojos espantosamente abiertos viendo un futuro incierto, un futuro de desprecio y de denuncias. Alí la quiso besar nuevamente en la comisura de la boca y ella giró la cara hacia otro lado. Los brazos, que los tenía alrededor del muchacho, se echaron hacia atrás y por encima de la cabeza. Sintió que iba a explotar en llantos y cerro los ojos para evitar el bochorno para que él no se diera cuenta del peligro en que ambos se habían metido, sin saber que con esa aptitud estaba huyendo, evitando los peligros que ya estaban ahí amenazadores cuando los dos se vinieron en un orgasmo infinito y placentero.

Y los temores que la persiguieron durante aquel mes se confirmaron en realidad, la regla que, desde hacía tres años le venía con regularidad al tener una vida descansada, feliz y llena de esperanza, no le apareció el día señalado y su experiencia de mujer madura, conocedora de si misma, de otras mujeres de su entorno a las que ayudó a parir le confirmaron que se encontraba preñada. Trabajaba todos los días callada, huraña, escondiéndose de Bura que la miraba recriminadora desde un mes atrás, secándose las lágrimas que afluían a los ojos constantemente cuando su compañera estaba algo lejos, sus ganas constantes de orinar, los pezones duros las areolas creciendo poco a poco… ¡Oh, Alá, ayúdame!

-¡Estás preñada, mujer, estás preñada! –Y Bura se puso delante, su mano se metió como un rayo por debajo de la falda larga y abarcó toda la vulva que empezaba tenuemente a hincharse, los labios mayores comenzaban a redondearse aún más y Bura supo la verdad con solo parparla- ¡Mujer ramera! ¿Cómo has ofendido a nuestro Señor Alá? ¡No esperes de mí compasión cuando te vengan a buscar! ¡Te acusaré, ramera, te acusaré ante los jueces!

-¡Quita, bruja maldita! ¡Yo no estoy preñada! ¿De quién, si soy viuda? –Y huía de la mirada inquisidora de Bura, haciéndose la ofendida, marchando de la cocina.

-¡De Alí, Adama Ibrahima, de Alí! ¿Te acuerdas de aquella noche que no dormí aquí, en nuestra habitación? Alí dijo que mi hermano Ibrahim estaba muy enfermo y pedí al ama permiso de dos días para trasladarme a su casa. Mentira, era para poder preñarte con facilidad sabiendo que te era simpático ¡Tu coño, Adama, tu coño hinchado me lo ha dicho! ¡No quiero que estés aquí conmigo! ¡Le diré al ama que te eche!

Pero los europeos no hicieron caso a Bura y, para evitar roces entre las mujeres, Adama se encargó del cuidado de la casa y del jardín. La mujer tenía necesidad de decírselo al joven Alí, pedirle ayuda.

Y Adama Ibrahima nunca supo que fue peor, informar al padre de su hijo que, al decírselo, tomó miedo y terminó por no aparecer por la casa o de Mura, que cuando la veía realizando labores domésticas o recogiendo rastrojos del jardín la amenazaba a voz en cuello, como así sucedió. Y de pronto se encontró sola nuevamente, desamparada, mirando a su alrededor en busca de ayuda. Habían pasado seis meses desde que la joven mujer había salido de las misiones cuando unos hombres del Tribunal Superior de Makurdi, se presentaron en la mansión y detuvieron a Adama Ibrahima, de veintinueve años, invocando LA SHAIRA y los preceptos del Corán.

Tres meses estuvo Adama Ibrahima encarcelada. La monja sor Felicite y el padre Assamon la visitaban casi todos los días y la alimentaban adecuadamente para que el embarazo se proyectara con normalidad. La misión católica no podía hacer nada hasta no saber el veredicto del juez. Un día, sobre las diez de la mañana, dos hombres aparecieron por la celda de Adama y la llevaron a una gran sala grande, vieja y descascaronada, con bancos de mampostería y otros, donde ella se sentó, de madera. La misión había conseguido unos abogados para la muchacha pero estos no esperaban mucho de la benevolencia del Tribunal Superior. Adama ibrahima necesitaba tres testigos fiables que la avalaran y dijeran que ella no había cometido prostitución, que el padre de la criatura dijera que la mujer no era cortesana, pero Alí se negó en todo momento a reconocerse padre del hijo que esperaba aquella mujer que tanto placer le dio. Bura la acusó de ramera, como había dicho y los hijos de su segundo marido fueron la cruz pesada de la mujer al decir que ella era viuda de su padre desde hacía más de tres año y, por último, el matrimonio europeo no aportó nada tan solo la buena fe de Adama en su trabajo, el respeto que siempre tuvo hacia ellos y a su casa. Y Adama Ibrahima la pusieron en pie y el juez dictó:

-Este Tribunal Superior de Makurdi considera, después de consultar a los miembros que lo componen, que el fallo ha de ser la muerte, según la Ley de La SAHIRA. Por tanto se reafirma en que Adama Ibrahima, de veintinueve años, será condenada a muerte por lapidación. No obstante, este Tribunal no puede llevar la sentencia a cabo hasta que la condenada no haya dado a luz y transcurrido ocho meses para el buen cuidado del ser que ha de nacer todavía. Transcurrido ese tiempo, este Tribunal decidirá el día y hora para que se cumpla la condena. El Tribunal Superior de Makurdi ha sentenciado.

Adama escuchó la sesión y la sentencia en una esquina de la sala judicial, amparada tras un velo que le tapaba toda la cara y dejaba sus ojos al descubierto. Sintió que todo su ser se derrumbaba y, levantándose de un salto gritó suplicando

-¡No, lapidada no, por Alá! ¡Señores jueces no me maten de esa forma! ¡No, por favor, piedad, piedad, piedad…! –Y cayó redonda al suelo envuelta en grandes convulsiones, atendida nada más que por sus abogados. Los mismos hombres que la sacaron de su celda la llevaron nuevamente a ella.

Los defensores consiguieron del Tribuna que la dejaran bajo la custodia de sus dos hermanos, que tuviera a su hijo y que lo criara los ocho primeros meses. Adama pasó a ser recluida en la casa paterna, a trabajar entre animales, junto con sus cuñadas, el cuidado de la casa, en la preparación de las comidas a la hora de llegada de los hombres que trabajaban fuera Nunca creyó la muchacha que sus hermanos, que tanto daño le hicieron años atrás, se portaran con ella humanamente. Sus cuñadas, desconocidas para la condenada, se volcaron en su persona y no le permitían hacer trabajos pesados. Comía en la mesa común y vivía entre ellos como una persona normal, sin recordarle jamás que su vida se hacía cada día más corta a medida que avanzaba en el embarazo y el tiempo que le quedaba después hasta el momento crítico.

Fue otra niña la que tuvo Adama Ibrahima, fuerte, llorona, alegre y llena de vida, mirándolo todo con sus ojos grandes, redondos, sus bracitos aleteando en movimientos torpes y unas manitas minúsculas siempre cerradas. Era una niña preciosa y los hermanos y cuñadas, sin hijos, se volcaron en la criatura y, sin quitarle la autoridad materna, la ayudaron en los meses siguientes en la crianza y cuidado de la criatura. La llamó Azuva, en recuerdo de la abuela que tanto quiso.

Muchas veces, Adama se despertaba aterrorizada y bañada en sudor. Las pesadillas eran diarias y siempre las mismas. Ella frente de unas personas sin rostros, paralizadas, sabiendo que la iban a matar con piedras y no se podía mover. Aquellos comenzaban a tirarlas y, cuando todas juntas llegaban a ella, se había convertido en una roca de tamaño gigantesco, se paraba encima y caía en vertical aplastándola sin que ella pudiera hacer nada por salvar su vida. Pero no era por su persona por lo que temía a la siempre omnipresente piedra gigante de sus sueños, sino que ella tenía a Azuva cogida, estaba sola y la criatura parecía una prolongación natural de sus brazos y la inmensa roca se paraba justo encima de las dos por un momento y ella comenzaba a gritar, a gritar, a gritar, a quitarse la niña de encima pero no podía y…

-¡¡¡AAAAAAAAAAAHH!!! –Daba un horrible salto en la cama que parecía que la iba a destrozar a la vez que gritaba desaforadamente y, al momento, aparecía una de las cuñadas o las dos. No hacían nada, no decían nada, tan solo calmaban a una mujer al borde del colapso, los ojos saliéndosele de las órbitas, faltándole la respiración que se percibía muy fuerte y entrecortada, temblando como la gelatina y orinada hasta la raíz del cabello. A medida que se iba agotando el tiempo las congojas eran un día si y el otro también. Ya no volvió a tener descanso.

Desde que Adama Ibrahima fue condenada a muerte oficialmente. Las organizaciones religiosas asentadas en el país comenzaron a mover los hilos a favor de la mujer. Los abogados que la defendieron, deseosos de coger fama, colaboraron en la medida de sus posibilidades y oeneges internacionales pro Derecho Humano la visitaron, conocieron a Azuva, recién nacida y se volcaron de la misma forma que los religiosos. La Liga Musulmana, contraria a este tipo de condena estuvo presente en todo momento, ayudando, asesorando, traduciendo, llevando la voz de todas aquellas organizaciones que estaban implicadas a la Naciones Unidas.

Las presiones internacionales para que Adama no fuera lapidada llegaron de todas partes: Estados Unidos, La Comunidad Europea, Japón, el Vaticano, naciones del continente latinoamericano como Argentina, Uruguay, Venezuela, Colombia y Brasil aportaron sus posiciones en contra de la brutal muerte y el estado de Nigeria abocado al replanteamiento de la sentencia pasó las quejas al Tribunal de Apelación con "su informe particular" que, estudiando nuevamente el caso de ésta mujer y, en el nombre del juez Muzare Maingwa, falló que la sentencia pronunciada por el Tribunal Superior de Makurdi no estaba equivocada y Adama Ibrahima sería ejecutada en el momento y hora que dictaminara dicho Tribunal Superior. Nada quedaba por hacer, dijeron los abogados tristemente, más por sus fracasos que por la suerte que iba a correr de su patrocinada.

Un amanecer caluroso de octubre, a las seis de la mañana, dos horas después de haber repetido la horrible pesadilla y esta vez acompañada de la presencia de un ser extraordinario que le extendía la mano, Adama fue despertada suavemente por su hermano mayor. Lo miró extrañada, preguntando con los ojos rojos por el cansancio, por la falta de sueño, erizándosele los largos cabellos y presintiendo lo que todos los días esperaba. Nunca fue a consolarla a la habitación, jamás hablaba mucho con ella en la casa, nunca se sentó con ella, su mujer y cuñada y su conducta fue siempre amable y de una cordialidad a distancia.

-Levántate y vístete, Adama, nos marchamos a Makurdi –Sin decir nada, sin mirarla tan siquiera, hablando con la mirada perdida su hermano salió de la estancia con el mismo silencio que entró.

Cerca de una hora después, Adama, sentada en la trasera de la carreta tirada por un caballo, miraba hacia la casa por última vez. No se veía a nadie, no había vida en ella, las ventanas cerradas herméticamente y sin vestigio de luz alguna. Nadie salió a despedirla y Adama, bajando los ojos cuajados de grandes lagrimones, marchó con su hermano mayor rumbo a Makurdi.

Ahora se encontraba siendo enterrada, viendo como aplastaban la tierra con lo pies para darle resistencia a los embates de ella, echando más paladas y llegando hasta los codos e inutilizándola a conciencia, de esa forma podría ver su castigo desde la tribuna preparara para ella, envilecida, humillada ante un público que, junto con el juez y los miembros del tribunal, serían los que terminarían con su vida en más de media hora que era lo que normalmente duraba la ejecución pública. Sintió que su corazón se iba a romper de un momento a otro por la intensidad de los latidos.

Y sus enormes ojos, crecidos aun más por la desesperación, el terror y la impotencia vieron a hombres que rodeaban el foso, con miradas libidinosas, con odio y asco, todos ellos embrutecidos y deseosos de que el juez tirara la primera piedra. El espectáculo era cruel y terrible y Adama era la protagonista.

Los dos hombres terminaron y tomaron las palas por la mitad de la empuñadura, enderezaron sus cuerpo, miraron al tribunal presente e hicieron una señal con la cabeza, luego, ignorándola, salieron rápidamente del lugar de ejecución y la dejaron sola e indefensa, terriblemente expuesta ya a las pedradas que, acto seguido, cuando el juez lanzara la primera la avalancha de ellas caerían en los cuatro puntos cardinales de su cuerpo condenado a la lapidación.

-¡Piedad, señor, piedad para esta mujer que no ha atentado contra nuestro Señor Alá! ¡¡¡Piedad!!! –Y su corazón iba a estallar a los impulsos de su cerebro que le indicaba ya la inevitable primera piedra

Los hombres vociferaban, gritaban alarmados por la palabra de aquella mujer, le ordenaban callar el sagrado nombre, otros decían que no era digno en boca de una ramera, más allá pedían su muerte de inmediato y todos a la vez gritando levantaban sus manos por arriba de sus cabezas apretando fuertemente la primera piedra que iban a lanzar.

Adama seguía chillando, desgañitándose, moviéndose desesperadamente y casi consiguiéndolo por el sentido desesperado de la supervivencia sacar los codos con la gran fuerza que estaba desarrollando.

Y un silencio aterrador se produjo de pronto detrás de ella y comenzó a mover la cabeza buscando el motivo. Lo sabía, había llegado el último segundo de la última hora de su vida, el juez, lo estaba viendo en su cerebro, había levantado la mano pidiendo silencio mientras se agachaba lentamente, tomaba una piedra, apuntaba a su cabeza y la lanzaba sin compasión hacia su persona, dando entonces así la señal para que su séquito y el pueblo dieran buena cuenta de la mujer condenada.

Un horrible dolor sintió en la trasera de su cabeza que la hizo moverse hacia delante automáticamente y bizquear por el dolor. Antes de reponerse de la primera pedrada, otra le dio en la oreja y creyó que se la había partido. Casi sin tiempo a gritar la tercera le dio en la frente abriendo una considerable brecha en donde se vio el hueso frontal. Una cuarta le había dado en plena boca y sintió como sus diente se partían en pedazos y se los tragaba sin poderlo remediar por el borbotón de sangre que se acumuló en ella y la asfixiaba si no lo tragaba. La frente volvió a ser protagonista y dos piedras terminaron por destrozarla y el ojo izquierdo se el llenó de sangre, quiso mirar al frente y lo que vio era una cortina toda roja y personas del mismo color gritando, agachándose, poniéndose en pie y las pequeñas piedras planeando hacia ella dispuestas a terminar la ejecución, pero no solamente esas eran las únicas otras venían detrás a la misma velocidad. Un dardo dio de lleno en el ojo enrojecido vaciándolo de inmediato y Adama dejó de ver por él a la gente.

Las rocas pequeñas seguían volando y volando hacia su persona. Unas daban en sus pechos, hombros, mejillas, otras en la espalda y brazos, dolorosas, crueles, llenas de un odio sin razón pero no mortales. No había que matarla de inmediato, el juez dirigía la lapidación con maestría y conducía las piedras letales hacia lugares de auténtico sufrimiento, de angustia infinita, ella tenía que pagar allí, en el agujero, el delito de haber quedado embarazada estando viuda de su segundo marido. Y las piedras continuaron nuevamente a rondar por la cabeza. Un pedrusco algo mayor cayó de lleno en su nariz y Adama creyó que su cerebro y su rostro saltaban por los aires. A esa altura, Adama sabía que esta totalmente desfigurada, manando sangre a raudales por toda ella y la mente empezaba a flaquearle. Las mejillas no la sentía ya, los ojos eran cuencas profundas y el párpado derecho descansaba sobre una pequeña piedra alojada en el ojo, el otro se hundían terriblemente en la cuenca vacía.

La cabeza había bajado y ahora muchas de aquellas piedras caían a la vez en el centro de su molleja, sienes, las orejas colgaban y se mecían al compás de sus movimientos bruscos por los impactos y el percibir dolor era ahora más soportable porque no lo sentía, algo estalló en su cabeza que le produjo un horrible dolor de cráneo y la dejó insensible, sin saberlo, se había producido una lesión cerebral. Notaba las piedras estrellarse contra su rostro, brazos, pechos, espalda… pero no el dolor. Una oscuridad profunda la iba envolviendo y la capacidad de sentir iba desapareciendo, tan solo veía en su fantasía un hermoso jardín que ella había cuidado durante tres años y en él a su hija Zafriani corriendo, brincando, riendo cogida de la manos de sor Felícite o de sor Anselma, aquella pequeña españolita más lista que el hambre. Su niña feliz, alegre, ya mujer, hermosa como debió haber sido ella en una época no muy lejana.

Algo dio, casi simultáneamente en su sien y aquí un flash tremendo iluminó el submundo en que acababa de meterse y su vida comenzó a desfilar día a día a través del fogonazo y se vio pequeñita en brazos de su madre, mujer envejecida y triste, a su padre ordenar ordeñar a las cabras, a sus hermanos jugando entre ellos y despreciándola o también acorralarla, con once añitos, en las cabrerizas y levantarle el largo shari y comenzar a tocarla toda mientras ella se encogía, asombrada, sin comprender, permitiendo el acoso para evitar las palizas que muchas veces recibió por negarse cuando empezó a comprender. A su abuela que siempre le hablaba de la "Señora" que la acompañó durante toda su existencia y a través de las guerras políticas y las hambrunas, diciendo que a la "Señora" había que amarla y desearla porque era un auténtico remanso de paz. A su primer marido, el nacimiento de Zafriani, la paliza que recibió tan tremenda porque él quería un hijo y ella tuvo una hija. Las bofetadas, los correazos, como la tiró de la cama y la pataleó y la mujer que la atendió se reía y se burlaba del marido al verlo tan furioso. El segundo marido, tranquilo, callado en todo momento, hablando por signo sin ser mudo, despertándola a media noche para tomarla y luego dejarla sin más, las misiones… Alí… Azuva… Azuva ¡Oh, Alá es grande! ¿Qué iba a ser de Azuva?... pero todos estos pensamientos, empezaba a darse cuenta, ya no la afectaban tanto.

No sentía miedo dentro de aquella oscuridad inmensa más bien felicidad, sosiego, una paz que empezaba a inundarla y comenzó a sentirse feliz, flotar, quiso abrir los brazos y no supo si los tenía o no tan solo que giraba y giraba alegre en un remanso de paz, llena de sensaciones extrañas pero maravillosas y dentro de aquel submundo oscuro, oscuro, oscuro…

En una de sus vueltas vio algo con luz que iba acercándose lentamente hacia ella. No sabía qué pero era una luz sin luz, era una luminosidad grande pero no daba claridad a tu entorno y se acercaba lánguidamente. Cada vez que los giros la ponían frente a la aparición percibía que le sonreía y seguía dando vueltas y más vueltas. Y aquella luz sin claridad ya la tenía casi delante y era una mujer de su color, con el shari puesto, flotando como ella, sonriéndole amablemente. Era su madre pero no lo era, era aquella señora que le daba caramelos extraños siendo muy niña pero tampoco lo era. Su abuela hablándole siempre de la "Señora". Cuando la tuvo cerca creyó que se parecía a su segundo marido pero no. Entonces fue comprendiendo que aquel ser que estaba muy cerca era todos los seres que más o menos se habían comportado bien con ella y algunos de ellos ya no estaban, se habían marchado al reino del Gran Alá y volvió a sentirse más feliz aún si podía ser. Le habían dicho que no era bien recibida y la aparición celestial, viva, iluminada como los rayos del sol en una oscuridad que seguía siendo oscuridad le decía lo contrario. Era una luz grandiosa que no iluminaba pero que dejaba ver lo que significaba y aquella aparición le extendió la mano a pocos pasos de ella. Comprendió ahora que era la "Señora" de su abuela

Adama se resistió a dársela, se acordó de su hija Zafriani y no la extendió. Aún sentía las piedras volar y estrellarse sobre ella y eso significaba que la niña estaba todavía allí, que podía recordarla, pensar en la mujer en que se estaba convirtiendo, y no le dio la mano a la maravillosa aparición que seguía iluminando a las dos sin dejar ver nada del entorno. Se sentía viva y eso significaba que podía pensar en las dos hijas, en Azuva… Se resistía aún cuando sintió algo que se partía en dos dentro de su pecho con un dolor intenso que la hizo despertar. Volvió a la vida y se sintió levantar la cabeza a lo alto y su boca destrozada, hecha un muñón informe de carne, se abría para tomar aire cuando dos objetos entraron en ella hasta su laringe y la hicieron ahogarse todavía más. Pero el mal estaba en el interior de su medio cuerpo destrozado totalmente por las piedras. Adama, analfabeta, no comprendía que el infarto que acababa de sufrir era consecuencia del trauma de la lapidación que sufría. Fue algo que le pasó, que la alejó aun más y a pasos agigantado del mundo de los vivos. Creyó oírse dar un grito o un gruñido, o un graznido, no supo qué pero su garganta destrozada por las dos piedras alojadas en ella emitió algún sonido desconocido pero que lo percibió.

De pronto las piedras dejaron de zumbar a su alrededor y caer contra su cuerpo. No oía nada porque los oídos estaban destrozados por las pedradas pero percibía pasos a través de la tierra que la cubría más de medio cuerpo y supo que los verdugos se alejaban y los imaginó señalándola, maldiciéndola, escupiéndola desde donde se encontraban, anunciándola que no entraría en el reino de los elegidos, despreciándola en una palabra, maldiciendo a un cuerpo ya sin vida que ellos mismo había participado en eliminar de su mundo por aquel fundamentalismo a ultranzas de los islámicos. Pero se sabía viva aún y tuvo la certeza de que alguien estaba muy cerca de ella, el calor de algo conocido que se acercaba a su destrozada faz, que extendía el brazo y no lograba llegar del todo y aquella presencia fue la mayor alegría que tuvo antes de dar un respingo hacia arriba que hizo que su cuerpo temblara, quisiera salirse del agujero y exhalar un suspiro final que la alejó ya y de una sola vez del mundo en que había vivido y procreado.

Una jovencita, destrozada por el llanto, aterrorizada por lo que veía, avergonzada por la forma de morir de aquella mujer que la trajo al mundo, temblando y con miedo de llegar hasta allí, fue acercándose muy lentamente casi sin moverse de donde estaba. Le pareció horas lo que tardó en estar junto al montón de carne hechos pingajos y extendió su brazo para tocarla pero no pudo. De pronto, lo que antes pudo ser un rostro se levantó bruscamente hacia arriba y presentó un agujero informe con dos piedras en su interior y exhaló algo que quiso ser un suspiro pero que llegaba a modo de eructo y quedó levantado, frente a la joven, como mirándola, con un ojo de piedra fijo en la muchacha y ésta cayó de nalgas del miedo tremendo que le produjo aquel gesto de la muerta. Y gateó de espalda todo lo deprisa que pudo saliendo de la fosa serpenteada de piedras sanguinolentas, se levantó y gritando como una condenada salió corriendo cuanto pudo y desapareció poco después del lugar camino de las misiones.

Adama Ibrahima, ahora nuevamente de vuelta a la oscuridad, si aceptó la invitación del contacto. Con la presencia de la luz que mostraba sosiego y felicidad, todavía extendiendo la mano, Adama alargó la suya y las dos se cogieron de los dedos y comenzaron a alejarse mirándose, sonriéndose, sin decirse nada y entablando una conversación de amistad perpetua. Ambas iban alejándose, empequeñeciéndose hasta llegar a ser un punto de luz y luego… nada.