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Clara (2 y última parte)

en Grandes Relatos

CLARA

Segunda y última parte

 

De la casa, en hombros,

lleváronla al templo,

y en una capilla

dejaron el féretro.

Allí rodearon

sus pálidos restos

de amarillas velas

y de paños negros

Al dar de las Ánimas

el toque postrero,

acabó una vieja

sus últimos rezos,

cruzó la ancha nave,

las puertas gimieron,

y el santo recinto

quedose desierto

…

Sentado cuatro bancos más atrás de la fila primera contemplaba el ataúd sin pestañear. El poeta describía perfectamente la realidad de la tragedia y la tristeza. Mi mente estaba embotada. Dormía a ratos y no pensaba más que en aquella imagen de la muerte que estaba expuesta en el centro del Altar. Estábamos allí tres o cuatro personas, dispersadas, como respetándonos nuestros derechos a estar solos, dejar libre nuestros pensamientos, exponerlos y acompañándonos a la vez

Debí de quedarme transpuesto una vez más. Unas suaves manos muy conocidas frotaron mi sien y la calmaron como si fuera algo bendito. Me relajé y quedé profundo. Soñé que me encontraba nuevamente en el parque del Arcángel San Miguel, muy concurrido en aquel día luminoso. Era las cinco de la tarde y, como de costumbre esperaba a Cara. La vi venir al fondo con los eternos trajes femeninos colgados de sus fuertes brazos y casi tapándole su graciosa carita.

-¡Uff, señor, casi no llego! –La voz le sonaba entrecortada, fatigosa y se la veía cansada. Quiso hablar y una tos cavernosa brotó de su garganta. La miré intrigado. Conocía el sonido del carraspeo profundo

-¿Otra vez te ha vuelto a repetir la tos?

-No, doctor, no, es que he venido corriendo, para que no tuviera que esperarme y se enfadara.

-Me enfado contigo, Clara, porque no estás siendo buena con tus pulmones –Dije muy serio. Aquella mujer me importaba mucho- No corras, no te esfuerces, come todo lo que puedas y toma mucha agua para aliviar la tos. Si tengo que esperar te espero todo el tiempo que haga falta, pero hazme el favor de cuidarte para mí, me haces mucha falta, Clara de mi corazón. Venga, vamos a tomar una soda.

Aquella tarde era una de las dos citas semanales que habíamos concertado los dos para vernos y amarnos. A los pocos días de tener nuestro primer encuentro, le propuse alquilar una casa alejada del parque, de su barrio y del mío y que fuera nuestro hogar, para vivir en él, nuestro nido de amor. Le comenté que era lo mejor para ambos, que pasaríamos como matrimonio y no se fijaban en nosotros. Lo de vivir siempre no lo aprobó. Tenía su casa y no la dejaba. Aceptó como nido de amor y lo habíamos utilizado muchas veces desde que lo habitamos. En aquellos ocho meses que habían pasado las tardes de los lunes y jueves eran nuestras.

-Traigo unas telas muy bonitas para hacer cortinas y ponerlas en la ventana de nuestra alcoba. Estoy segura que le gustará, doctor.

Después del refresco, caminamos normalmente paseo adelante, como dos buenos conocidos, hablando ella de cómo había pensado distribuir el mobiliario de la casa que no llegaba a gustarle mucho. Yo dejaba que dialogara todo lo que quisiera, solo me interesaba mirarla, oír su voz, tenerla a mi lado, sentir que la tenía para mí y que, de día en día, la quería mucho más. Así estábamos cuando, después de media hora de caminar despacio, para no cansarla, cargando yo con los trabajos, llegamos a nuestro hogar. Había tosido varias veces por el trayecto. Nos daba gran alegría entrar juntos al edificio y a nuestra casa.

La tomé en mis brazos tan pronto cerré la puerta y la acaricie toda. Su olor corporal era a aguas de rosas y su cara, algo pálida, estaba tersa y ansiosa por sentir mis besos en sus mejillas, en sus labios entreabiertos, en sus ojos, cuello. Mis manos se entretenían en inspeccionar todo aquel pequeño cuerpo de mujer madura bien puesto. Con precipitación subía la larga y ancha falda pesada para acceder más directamente a sus carnes aún firmes. Clara se reía con mi impaciencia y torpeza, se dejaba hacer refugiándose en mis brazos como una gatita. La ponía de espalda contra mi pecho y amasaba aquellos conos que ya estaban duros. Su estómago había perdido sus pequeñas prominencias y estaba más plano y flácido por la delgadez. La vulva encendida daba ya señales de mojar pronto las enaguas que la cubría

-Señor ¿No será mejor que me lleve cogida, como siempre, a la habitación y allí me quita la ropa toda y me acaricia como le gusta? Yo lo deseo a todas horas del día ¡No lo sabe usted bien! ¡Pensar en sus sabias manos acariciar mi cuerpo es tenerme en perpetuo nerviosismo todos los días! ¡No sabe como anhelo los lunes y los jueves, doctor!.

Con ella en brazos entramos en la alcoba y, a los pies de la cama, la dejé en el suelo y ayudé a desprenderse de toda la ropa que una mujer lleva. Ya desnuda empecé a besarla por detrás y me entretenía en sus nalgas. No era la primera vez que hurgaba en su esfínter. Clara, al principio se negaba. Sus ideas religiosas la cortaban y la primera y segunda vez me lo negó. Con razonamientos pude acceder a sus intestinos y poseerlos más veces y ahora volvía a la carga. Pasaba la boca de una a otra nalga y mis dedos se introducían allí. Se agarraba al pie del lecho y su epidermis se convertía en piel de naranja con las caricias. Introduje tres dedos en el ano y los fui alojando con cuidado, poco a poco y moviéndolos en círculos hasta penetrarlos todos.

Clara sentía aquella amada mano mía en sus intestinos y le gustaba. La primera vez sintió terror de que Dios la matara enviándole un rayo por aquella lujuria que tenía que recibir del hombre querido, pero se iba dando cuenta que los cuerpos humanos estaban hechos para el goce carnal y, unas charlas de las amigas sobre el comportamiento de los maridos con ellas, le había abierto los ojos. Ella no hacía mal a nadie ni a su Dios. Todas parecía que tenían experiencias en el tema y allí estaban acompañándola.

Mi cuerpo subía rozando su dermis pálida hasta que quedé de pie y mi pene totalmente en erección tocó la unión de sus nalgas. Le lamía el cuello, las orejas y me entregaba la cara para que siguiera de esa guisa. Hacía más de un mes que me negaba su boca, la que tanto me gustaba degustar, sentir mis salivas en la suyas, mi lengua atrapando su lengua, percibiendo nuestro vaho. Ahora sólo quería que la besara en la cara, en los ojos, sus orejas y en sus labios cerrados

-¡¿Por qué, Clara?! –Le suplicaba

-¡Doctor ¿Y me lo dice a mí, una tuberculosa?! ¿No sabe que lo puedo contagiar? ¿Qué clase de maravilloso médico es usted, señor? –Respondía siempre riendo

-¡Clara, Clara, amor! –Y enfilaba mi pene hacia su esfínter. Ella ya sabía como ponerse, se inclinó hasta tocar con los pechos el bajo de la cama, abrió las piernas bastante y se dispuso a recibirme. Sus brazos estaban extendidos a los lados, manteniéndose. Cumplía así con mis deseos de estrujarles las mamas mientras la sodomizaba ¡Como la había enseñado! Clara tomó mi pene y lo untó de sus líquidos vaginales en abundancia y, acto seguido, lo colocó con gran acierto en su ano. Comencé a empujar mientras me ocupaba de sus conos duros como las piedras. Mantenía mi falo con los dedos e iba echándolos hacia atrás a medida que iba entrando.

Practicábamos la sodomización una vez por semana y aquel ano estaba ensanchado por los siete meses de ejercicios semanales. Tener a Clara así era una de mis grandes pasiones. Sentir cómo mi pene hurgaba aquellas interioridades estrechas me ponía de una excitación que rallaba la locura, entonces, fuera de mí, comenzaba a castigar frenéticamente el esfínter en las entradas y salidas, a apretarles los preciosos pechos y besarle el cuello que ya estaba dispuesto, con el pelo a un lado, para que descargara mi pasión mordiéndolo cuando llegara el momento. El frenesí de mi éxtasis anal y mis ojos cerrados no dejaba que viera como la bonita cara de Clara, afilada por la delgadez que la estaba envolviendo, sufría un espasmo que contenía a duras penas y, un borbotón de sangre le salía por la boca, trincada para evitar que saliera la tos e interrumpir el acto amatorio. Estaba volviéndome egoísta y sólo quería poseerla, acariciarla, amarla más y más. Diariamente no pensaba más que en Clara, a todas horas, delante de mis recetas, en la clínica, en las visitas a domicilio, en las pocas tertulias que tenía con mis colegas de profesión. Amaba a la mujer más que a mi vida y, cuando la poseía, quería demostrárselo, por eso, el egoísmo de mi "yo primero" no me dejaba ver la realidad de la tragedia. Clara estaba mal de día en día y no lo veía o no quería verlo.

Mientras la penetraba por detrás, estimulaba su vulva jugando con su clítoris, apretándolo, haciendo que ella se enardeciera y tuviera los orgasmos a los que ya estaba acostumbrada y bendecía como agua de mayo. Introducía los dedos en el himen y masturbaba aquella vagina de oro que se iba sin remedio a cada rato. Clara sudaba al sentirse poseída por sus lados y me regalaba las expresiones verbales más bonitas que mujer puede decir a un hombre. Besando con devoción aquel cuello mojado, pasando mis dientes por la piel sin morderla, apretando los labios vaginales con desesperación, estrujando uno de sus pechos como a mí me gustaba me fui en ella en una eyaculación que, sin ser tremenda, era abundante y caliente.

Normalmente, Clara me demostraba lo agradecida que se encontraba de que la hubiera poseído, por delante o por detrás, entregándome su sabrosa boca, abrazándome con fuerza y con palabras entrañables. Esta vez, tomando una toalla que tenía preparada para la ocasión, la puso entre sus piernas a modo de compresa y salió corriendo de la alcoba. Yo quedé anonadado, sin saber que pasaba e intrigado salí detrás de ella. Mi Clara no era desagradecida ni actuaba así, algo pasaba y, como médico lo supe.

No había podido entrar en el retrete. Caída en el suelo la encontré con unas convulsiones tan grandes que me dio la sensación que se iba a ahogar en sus propios vómitos. Volé más que corrí aterricé ante ella que estaba en pleno estremecimiento y hemorragia. La tomé entre mis brazos, la volví boca a bajo y le puse la cabeza por debajo del vientre. Los conductos respiratorios se vieron libres y Clara tomó tal cantidad de aire que parecía que se lo bebía todo. Abrió la boca y dejó salir mucha cantidad de sangre mezclada con flema. Estaba acostumbrado a todo aquello que, apartándola del charco que dejó, la coloqué hacia abajo, para que pudiera respirar y corrí a nuestra alcoba en busca de toallas y paños de felpas, que utilizaba cuando tenía la menstruación, y regresé con la misma rapidez.

Se estaba levantando con gran dificultad. No tenía fuerzas ni para ella misma, la giré hacia mí y, tomándola en brazos la llevé al sofá de la sala donde la tendí hacia un lado. Coloqué el paño grande debajo de su boca ensangrentada, recliné su cabeza sin cojines y dejé, primeramente, que se recuperara. Tenía un susto tan grande en el cuerpo de verla por primera vez así que, sin darme cuenta de que buscaba el aire con gran ansiedad, la abracé y lloré sobre su cuello.

-¡Vaya, señoría! –Comentó entre golpes de tos- Dos veces me ha tomado hoy en brazos. Espero recuperarme pronto para que pueda disfrutar un poco más de mí.

-¡No seas necia, Clara! –Sus palabras me enfurecieron- ¿Cómo voy a tomarte nuevamente, estando como estás? ¿Me tienes por ignorante, mujer? ¿Crees que no sé que tus pulmones los tienes destrozados por la tisis? ¿Acaso no soy buen médico para ti que tienes que recurrir al carcamal de Andrade, un médico viejo y decrep…?

Nunca lo hubiera dicho. Debió darme, en aquel momento, una parálisis en la lengua viperina mía, un ataque al corazón para calmar mi soberbia, un azote Divino que me convirtiera en alimaña digna de ser pisoteada y maleada por todo aquel suelo.

Clara me miró aterrorizada. Los ojos se le llenaron de lágrimas y otro fuerte golpe de tos la envolvió y la sangre le fluyó por la boca y la nariz. Durante un buen rato volví a luchar contra la muerte de tú a tú, se estaba yendo y yo lo impedía. Lo conseguí a base de buscar las mejores posiciones para que Clara no se ahogara en sus vómitos. Una vez superada la primera fase, las demás eran el descanso en cama, las pócimas de farmacopea dictadas por mí y convencerla de que fue un arrebato de celos lo que me impulsó a decir aquellas barbaridades y, sobe todo, a demostrarle mi amor por ella ¡Precisamente en esos momentos críticos!

Dos horas estuvo Clara con el sentido ido. La crisis fue fuerte, creo que la más fuerte que tuviera en sus años de enferma. De haberla cogido sola hubiera muerto ahogada en sangre y flemas. Despertó y lo primero que le di fue mucha agua, luego, desfallecida por aquel trance, sudorosa, oliendo a mí y sin ánimo para articular palabras dijo

-¿Se calmó, doctor? Disculpe a esta analfabeta por haberle ofendido yo quería…

-¡No hables, Clara, mi Clara! ¡Perdóname! ¡Déjalo para más adelante, cuando te encuentres bien!

La tarde y la noche la pasamos en nuestra casa, juntos los dos, compartiendo cama como matrimonios, cuidando su sueño alterado, espiando las toses, controlando la fiebre, dejando una almohada entre su espalda y la cabeza para que las arcadas no la atacaran, limpiando los vómitos que dejó esparcido. El día siguiente despertó medio nublado y alumbró dos siluetas, una acostada y otra enrollada como un feto a los pies de la enferma, era yo que no me había quitado la ropa, solo los zapatos. Eran las siete de la mañana y Clara había tenido crisis pero suaves, ahora estaba descansando con un silbido característico de las personas con el mal de Koch.

Me levanté y asee mi persona calentando agua y bañándome en aquellos barreños que tanta ilusión le hacía a mi Clara. El cuarto para bañarse era grande y tenía sólo una arqueta de pozo negro a un lado para las necesidades fisiológicas, el resto lo ocupamos con aquellos barreños en que nos bañábamos los dos después de hacer el amor como desesperados. Parece ser que ella nunca tuvo oportunidad de disfrutar de algo parecido y, un día le dic la sorpresa enseñándoselo ¡Qué día aquel tan memorable! Los regalos que le hice me los devolvía con su gran cariño y entrega de su persona. Estaba loco por ella y no veía que de día en día la necesitaba más y más.

Las dos horas siguientes la pasé atisbando la calle, un chiquito en busca de algunos céntimos que quisiera llevar un mensaje a mi despacho. Cuando lo conseguí volví nuevamente con Clara. Se estaba despertando y quitándose la almohada de debajo de ella

-¡Buenos días, doctor! –Saludó con la voz ronca, rota por aquellos esfuerzos del día anterior- ¿Qué hora es, por favor?

-¡Hemos pasado, por primera vez, nuestra noche juntos, en casa, Clara! –Le contesté alegremente, mientras me sentaba junto a ella

-¿Ya es el día siguiente, señor? ¡Dios mío, tengo que irme!

Quiso incorporarse pero no pudo, las fuerzas le fallaban y me miró con angustia. Le puse el brazo por debajo de la cabeza y la besé en la frente húmeda, febril. Los ojos hinchados suplicaban que la dejara ir.

-No puedes, mi vida, no puedes hoy y tampoco mañana. Has de estar aquí, como mínimo… eh…, unos tres días. Y eso sólo para ponerte en pie ¿No te gustaría pasarlo en esta casa, nuestra casa? Yo estaré contigo en todo momento.

-Señor, tengo que terminar unos encargos para una boda. Trabajo más horas para tener los lunes y jueves sólo para usted y nuestro amor. ¡Tengo que estar en mi casa, señoría! ¡Lléveme, por favor!

-Ahora trabajas para mí. Yo pagaré gustoso ese encargo a otra compañera tuya que me digas. Estás malita, mi Clara, no tienes fuerzas y lo has comprobado ¡Lo siento! Orden del médico, que soy yo –Y la abrazaba contra mi pecho como algo maravilloso que no quería dejar nunca. Dime a quien lo encargo y el mensajero que ha ido a mi despacho irá a la casa de esa compañera y vendrá aquí ¿Qué te parece?

Clara no dijo nada, calló un buen rato, seguramente pensando a quien dárselo. Me preguntó si podía comer algo, le dije que iría al almacén de la esquina y compraría huevos, tomates y pan para ella y leche para mí. Lo compré, regresé y lo preparé. Ambos comimos con apetito y luego, descansando del festín nos quedamos abrazados y nos quedamos dormidos.

Tocaron a la puerta de forma insistente. Era el chico de los recados, una nota de mi enfermera decía que al día siguiente, sábado, tenía que realizar una operación. Aquel viernes primero, en compañía de ella, lo pasé prodigándole cuidados, controlando las crisis y bajándole la fiebre con baños tibios que la mejoraban mucho. Durante todo aquel día Clara fue recuperándose poco a poco, tomando algo de color y teniendo ganas de reír. Habló poco y no mencionó para nada mis asidas palabras de la tarde anterior. Noté cierta rareza en su actitud aquel viernes pero la achaqué a las grandes crisis sufridas en las horas anteriores. Llegó el sábado y nos sorprendió durmiendo por segunda vez juntos. A las siete de la mañana me levanté, preparé mi aseo, vestí y, después de un beso en la frente a Clara, marché de la casas en dirección a la clínica. Operaría y volvería a su lado, tenía que estar bien para reanudad nuestras relaciones y convencerla de quedarnos a vivir en el piso para siempre, aquel que cobijó nuestra felicidad.

Toda la mañana la pasé en el quirófano con dos pacientes de úlcera y estómago. Dejé la dirección de donde me encontraría si pasaba algo y marché nuevamente para casa. Entré gritando su nombre y preguntando cómo se encontraba. El silencio fue absoluto, nadie respondió a mi alegría y temí lo peor. Corriendo llegue a la alcoba y no había nadie, ni en la casa, Clara se había marchado sin decirme nada. Una oleada de temores me recorrió todo el cuerpo, no podía ir en su busca porque jamás dijo donde vivía, no conocía a nadie que me diera razón de ella, no sabía de nadie que la conociera, estaba perdido. Me senté en una silla del comedor y unas lágrimas saltaron a mis ojos. Comprendí por qué Clara estaba taciturna el día anterior, mis palabras y mi aptitud para con ella fueron el detonante de su huída. Lloré amargamente su ausencia durante más de una hora. Serenado pero nervioso iba a levantarme para irme cuando vi un papel doblado muy cerca de mí, lo tomé, era una nota de mi Clara torpemente escrita. Decía:

"Seño dotor, llo sabia que uste no podia quererme como le quiero llo a uste, tengo que darle la gracia de acerme felis todo este tiempo de amor y pedirle pedon por acerle peder el tiempo comigo, vusquese a una joven de su edad y mundo llo soy una pobre anafaveta inorante que como vera no se escribi vien, no se enfade comigo, seño dotor por no estar en esta su casa, grasia po aberme cuidado tan bien y darme la fuerza que tengo, si alguna ves lo necesito lo llamare y no al dotor Andrade ese no se que como lo llamo uste, lo que si le pido es que tenga un bue recuerdo de mi y tenga un pensamiento de ves en cuando para esta muje vieja, gracias por todo seño dotor"

Clara

No volví a verla hasta tres meses después. No dejé de ir al parque San Miguel ni un solo día. Estaba allí desde las cinco y me iba a las siete o cuando empezaba a anochecer. Pregunté al quiosquero si conocía a la mujer con la que me había visto varias veces y contestó que no. Nunca encontré a nadie que me hablara de Clara y ella no se dejó ver más por allí

Estando en mi consulta llegó un día una linda jovencita, de aspecto ordinario y con un generoso escote. La enfermera no la dejó pasar a pesar de que ella le decía que tenía que verme porque una mujer que yo conocía estaba muy enferma. Los gritos de aquella joven penetraron en el despacho donde me encontraba con un paciente. Salí para ver que era aquel escándalo. La jovencita, apoyada sobre la mesa, e inclinada hacia la enfermera, enfrentándosele, era la causante de aquel alboroto.

-¿Qué pasa aquí, Gloria? ¿Por qué estos gritos? Chica, esto es un despacho de consultas médicas no la plaza del mercado ¿Qué quieres?

-¿Es uste el dotor Martell? –Preguntó la linda joven

-Sí, yo soy ¿A qué biene estos gritos, niña?

-Dotor ¿Conoce a Clara Blancos?

Un estremecimiento de felicidad llenó mi corazón. La joven lo notó pero no sonrió. Mirándome tristemente con aquello bonitos ojos me informó.

-Dotor, Clara me ha dicho que quiere que la vuelva a ver del pulmón. Lleva tres dias acostá y hechando porquerías por la boca y la nari. Ya casi ni parlotea. Está muy mal, dotor. Venga conmigo, se lo ruego. Entre toas hemos reunío una miaja parné p’a darselo a uste cuando la vea

-¡Llévame pronto donde está ella, jovencita! ¡Vamos corriendo, mujer! ¡Vámonos!

No me desprendí ni tan siquiera de la bata ni de los pacientes. Tomando a la muchacha por la mano salimos corriendo a la calle. Por suerte pasaba un coche de tiro y lo tomamos. La joven dio la dirección al cohero y el caballo emprendió una veloz carrera.

…

Aquellos suaves dedos que acariciaban mi sien me hicieron despertar. Sentí como unos labios rozaba mi mejilla y mis labios. La dulce voz de Clara que me decía

-Gerardo, despierta, nos vamos pronto –Lo decía quedamente, a los oídos, claro y maravillosamente y los dedos seguían frotando los lares de mi frente.

De un reloj se oía

acompasado el péndulo,

y de algunos cirios

el chisporroteo.

Tan medroso y triste,

tan oscuro y yerto

todo se encontraba,

que pensé un momento

-¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos!

 

De la alta campana

la lengua de hiero

le dio volteando

su adiós lastimero

Salimos en procesión todos, formando hileras de ocho o diez hombres en cada una, vestidos de negro riguroso o gris oscuro, sombreros o descubiertos como yo. El cortejo acompañaba al ataúd que iba delante a hombros de cuatro jóvenes vecinos, moviéndose de adelante hacia atrás al compás de los que lo llevaban y camino ya del cementerio. Las calles tenían crespones negros y el Ayuntamiento, aparte de aquellos estándares, tenía la Bandera Nacional y Monárquica a media asta. El rey Alfonso XII había muerto el día anterior. Qué ironía tan cruel, para unos que se decían Grandes de España, crespones negros en señal de respeto y devoción, para otros, como la persona que acompañábamos ni tan siquiera el cura quiso ir y, una cruz pequeña presidía el cortejo. Al rey lo acompañaría el Primado de España, con grandes parafernalias y boatos religiosos y estatales. ¿Qué ocurría, pues? ¿Había cruces grandes para los ricos y poderosos y cruces pequeñas para los pobres? ¿Ese Dios actuaba así? ¿No se suponía que tenía conciencia proletaria? ¿No éramos todos iguales ante El?

Por las calles cercanas al cementerio, la gente al vernos pasar, se santiguaban, las mujeres haciendo cruces y los hombres se destocaban. En una de las calles, casi llegando al Camposanto, la vi. Estaba entre el público, Clara estaba entre ellos y me miraba sonriente, feliz. Iba, como siempre, cargada con los trajes de encargo, pero su bonito rostro estaba descubierto, radiante y sin sombras de su padecer. Estábamos pasando frente a ella y subía un poco su cargado brazo derecho y me saludaba, con aquella preciosa sonrisa que la iluminaba.

-¡Clara, Clara, amor mío! Espérame, dentro de un rato nos veremos en casa –Y giraba la cabeza para verla mejor.

-¡Doctor, doctor, por favor! ¡Camine, Por Dios! ¿Qué está diciendo?

-Es Clara, mi Clara, me está saludando ¡Mírela allí enfrente! Aquella bonita mujer cargada y que se va ¡Hasta luego, Clara, nos vemos más tarde!

-¡Siga, alma de cántaro! ¡Por Dios, por Dios! ¡Fíjese cómo lo están mirando, cállese!

Clara se alejaba calle arriba. De vez en cuando giraba la cabeza y sonreía al verme mirarla, hasta que se perdió en una esquina

El hombre que estaba a mi lado me confortaba como podía y me arrastraba con él, temblando. Los del séquito más cercano a mí me miraban con temor y a los lados. La voz de lo ocurrido se corrió por el grupo de acompañantes.

El luto en las ropas,

amigos y deudos

cruzaron en fila

formando cortejo

Teníamos aquella necrópolis delante de nosotros. Tapias altas y aquellos cipreses grandes, por encimas de ellas, alineado alrededor del rectángulo que lo formaba y algunos en el centro. Su puerta ancha y abierta parecía que se reía de mí, del dolor, de la congoja que estaba padeciendo. Me recordó la primera vez que pisamos nuestro hogar.

Llevábamos varios días disfrutando de nuestros cuerpos en mi casa particular. La veía incómoda, temerosa. La estaba tocando toda, se oía un ruido y me paraba en lo mejor.

-¡Doctor, hay alguien. Por favor, pare, pare!

No podía permitir que mi Clara se encontrara incómoda. Tenía que buscar una solución donde ella se encontrara a su gusto. Era alquilar un piso y vivir nuestro amor apartados de todo aquello que nos era conocido. La alegría se reflejó en su redondita cara y la aceptó con algo de tristeza.

-Señoría, yo… no tengo sus dineros y no creo que…

-¡Clara, mi vida, No digas eso! ¡El hombre es el obligado a buscar un techo donde cobijar a su mujer y los hijos que vengan! ¿No dices tú que ante tu Dios somos esposos? Pues, ¡ea!, he encontrado un piso que quiero que veas y des tu aprobación.

Quedó encantada. Algunas cosas no le gustaron como unos muebles que le parecieron fúnebres y, sobre todo las cortinas.

-Nada, Clara, quitamos el tresillo y esa mesita y compramos otros que te den alegría a la casa. Las cortinas las pones a tu gusto y las confeccionas.

Hice la transacción y nos fuimos a estrenarlo de inmediato. Era lunes, día de nuestros ansiados encuentros. Cuando llegamos a la puerta de entrada, con la llave en la mano, la tomé en brazos, pesaba, y abrí la puerta. Con ella cogida traspasé el umbral y con la pierna la cerré.

Como niños nos echamos a los brazos. Besamos nuestras bocas con una pasión inaudita y, por primera vez, ella me tocó, sin trabas, sin tabúes religiosos y morales, libremente. Yo le recorría su cuerpo y ella hacía lo mismo y, de pronto, Clara me empuja hacia atrás y comienza a desnudarse como una coquetuela perversa. Se quitó aquel traje de organdí largo, el faldón atado a la cintura y queda en unas enaguas blancas de percal que le llegaba hasta los tobillos, el corsé que sujetaba sus pechos por debajo y los mantenía más subidos de lo normal, me invitó a desabrocharle los corchetes y quedó en una blusita que quedaba apretada a su busto, marcando aquellas mamas medianas y con pezones picudos que estaban ya erectos por la puesta en marcha de mis manos en ellas ¡Dios Santo, estaba preciosa así! Se notaba que se encontraba segura, inmensamente libre, sin los traumas de los temores, de los ruidos y las sombras que sólo estaban en su cabecita y yo me alegré tanto de que estuviera feliz que me senté en un sillón y dejé que mi Clara terminara de desvestirse. Haciendo siempre piruetas imitando alguna música alegre iba quitándose la blusa y enseñándome aquellos conos y sus pezones. Se agachó y, haciendo un movimiento de hombros dejó que sus senos se movieran provocativamente, luego, con una cadencia en sus movimientos desabrochó la enagua y la dejó caer.

¡Dios! ¡Me levanté como si alguien me empujara del asiento! Mi pene estaba totalmente erecto y se notaba en mis pantalones hinchados. La bandida de Clara se reía a carcajadas vivas viendo mi estado sexual. Se quedó sólo con los botines y unas medias blancas con ligas que le llegaban casi a las ingles. Entonces, sin dejar su coqueteo, se fue acercando lentamente hasta quedarse pegada a mi. Me empujó y quedé nuevamente sentado, abrió mis piernas con las manos y se metió en ellas quedando de pie, quieta, los brazos extendidos a lo largo de su sinuoso cuerpo. Delante de mí quedaba una vulva con un pequeño bosque de pelos que se perdían por debajo de la base. La miré largamente e iba acercando mi cara a los labios vaginales. No lo esperaba, aquello era nuevo para ella. Yo siempre la sorprendía con nuevos juegos eróticos y esta vez, cuando sintió mi lengua dentro de su vulva dio un respingo y quiso retroceder. No la dejé, la atraje hacia mi boca tomándola de las nalgas y aprisionándola. Mi lengua hurgó los pliegues, buscó el himen que succionó un rato y luego pasó más arriba, en busca del clítoris. Gemía con la cabeza echada hacia atrás y agarrándome la cabeza queriendo y no separarla de su sexo, dejándola a medias y hundiéndola contra sus labios hinchados. Se quedó rígida toda ella. Sus manos atenazaron mis pelos y dejó literalmente mi boca pegada a aquel sexo semipeludo y la llenó de orgasmo. Los grititos eran expresivos. Estaba gozando un nuevo conocimiento del arte amatorio, estaba fuera de sí ante aquella experiencia que le pareció inaudita y fantástica.

-¡Doctor mío! ¡Dios mío! ¿Es posible todo esto? ¿Cómo sabía usted…? –Y me abrazó la cabeza con una pasión que siempre recordaré.

Cuando la miré, con mi boca chorreante por sus jugos, estaba llorando y sonriendo. Tomó una prenda suya, me parece recordar que la enagua, y quiso limpiarla. No la dejé.

-Clara, no. Límpiala con tu lengua. Pásala por todos los lados donde esté mojada y saborea de mi boca tus jugos.

Se sorprendió de lo que dije pero hizo lo que le dije. Le faltaba experiencia pero poco a poco, en los meses siguientes, se hizo una experta. Terminó lo encomendado y, con una ingenuidad preguntó.

-Señoría ¿Yo también puedo hacer lo mismo con usted o sólo lo puede hacer mi dueño y señor?

No contesté a ello. La abracé, la senté en mis rodillas, la acerqué a mi pene totalmente erguido y lo introduje en aquel himen mojado hasta el fondo. Clara se abrazó a mí y comenzó a moverse ella misma. Era la que llevaba la batuta, la que se movía como me había visto hacer a mí, la que no permitía que mi pene se saliera y, durante unos diez minutos de intenso ajetreo, me fui en una fuerte eyaculación que inundó su vagina.

Mi sorpresa fue más grande aún cuando ella, saliéndose de mí, dejando que el semen corriera por sus muslos enfundados con las medias, se levantó, se arrodillo y, mirándome siempre a los ojos, tomó mi falo encharcado y lo introdujo en la boca. No tenía conocimiento de cómo hacerlo, pero su instinto femenino era mucho más didáctico de lo que parecía. Lo lamió por todos los lados y lo chupo luego. Se lo introdujo y lo apretaba con la lengua y el cielo del paladar y lo sacaba. Toda aquella sabia quedó dentro de su boca y a los lados. Lo hizo dos o tres veces, luego, poniéndose en pie, me la ofreció para que la limpiara.

Estrenando la casa hicimos el amor en todas y casa una de las dependencias. Entre quitando y poniendo cosas imaginarias nos revolcábamos en el suelo, contra la pared, acostados en los muebles. Fue inenarrable la tarde y, claro, se nos hizo poca.

…

Sentí un soplo en la cara que olía a aguas de rosas que hizo volverme a la realidad. En mi ensimismamiento no me di cuenta que estábamos ya frente al nicho. El picar del sepulturero en la sepultura me recordó una vez más los versos del poema

Del último asilo,

oscuro y estrecho,

abrió la piqueta

el nicho a un extremo.

Allí la colocaron,

tapiáronle luego

y con un saludo

despidiose el duelo

-Doctor, por favor. Le corresponde a usted poner la inscripción –Decía un hombre al oído.

Miré entonces el nicho ya tapado y húmedo. El sepulturero me extendía un punzón y lo tomé. Subí los tres tramos de aquella pequeña escalera y escribí las iniciales de rigor.

+

D.E.P

C.B.C.

10 -12-1843 - 25-11-1885

Bajé como pude y una oleada de lágrimas acudieron a mis ojos. Los hombres del séquito saludaban y se iban. Me quedé sólo debajo de aquel nicho. Lo miré, puse una mano sobre mi boca, la besé y lo deposité sobre la lápida recién tapiada.

Caminé lentamente, los pies me dolían y pesaban como nunca. Me dirigía hacia la salida. Las lozas del piso temblaban. Ya nada podía hacerse. La Naturaleza de encargó del resto y nadie sabía más que ella para saber lo que se hacía. Delante de mí el sepulturero caminaba con su herramienta

La piqueta al hombro,

el sepulturero,

cantando entre dientes,

se perdió a lo lejos.

La noche se entraba,

el sol se había puesto:

perdido en las sombras,

yo pensé un momento:

-¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos!

Tenía que hacer paradas porque mi cuerpo estaba destrozado, no me respondía y más parecía que quería quedarse allí, cerca del sepulcro para siempre. Una mano en el hombre hizo que me girara.

-Señor, tiene que andarse, son las seis y tenemos que cerrar –Era el ayudante del sepulturero, un chico joven que llevaba el balde que había servido para hacer la mezcla y tapar la lápida.

Recordaba a cada instante los versos que eran la realidad de mi drama.

Allí cae la lluvia

con un son eterno:

allí la combate

el soplo del cierzo.

Del húmedo muro

tendido en el hueco,

¡acaso de frío

se hielan sus huesos…!

Con un esfuerzo sobrehumano lograba salir del cementerio cuando una señora, elegantemente vestida de negro, con una pequeña pamela y un velo sobre la cara, se acercó a mí.

-¡Buenas tarde, señor. Lo he visto con Clara, la costurera ¿Es usted, por casualidad, su marido?

La miré fijamente y me acordé que Clara me había dicho que estábamos casados ante su Dios con el permiso de él tomado de una visita de ella a la Iglesia.

-Si, señora, por el Dios de los cristianos, Aquel que murió en la cruz –La voz me sonó a sorna.

-Pobre muchacha ¡Cuánto sufrió con su madre! La maltrataba, la humillaba, la vejaba a delante de cualquiera. La anuló tanto que para ella, los hombres eran los seres más superiores del mundo ¡Cuídela, es una gran mujer! Usted parece un caballero y no la hará sufrir ya más. Dele saludos mío, señor., de doña Magdalena. ¡Adios!

¡Doña Magdalena! ¡Y la otra era Clara, a secas, la costurera. Una gran mujer, pero costurera y Clara, tan solo! No le contesté, la dejé marchar con mi desprecio absoluto.

¡Vuelve el polvo al polvo!

¿Vuelve el alma al cielo?

¿Todo es, sin espíritu,

podredumbre y cieno?

No sé; pero hay algo

que explicar no puedo,

algo que repugna,

aunque es fuerza hacerlo,

a dejar tan tristes,

tan solos a los muertos.

Giré la cabeza por última vez al fondo del cementerio, donde todavía se veía aquel nicho con su lápida húmeda nueva recién encalada y las lágrimas volvieron a ocupar mis ojos. Me despedí con un agónico

-¡Adios, mi amor! ¡Adiós, Clara!