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El mejor regalo de Bodas (3)

en Amor filial

EL MEJOR REGALO DE BODAS

Tercera parte y última parte

 

Capítulo 7º

LA VERDAD SOBRE LA MESA

Aquel mes de la ruptura fue un mundo de sorpresas para las personas que rodeaban a Monce y Octavio. A la semana justa de haber roto, la muchacha comenzó a tener un carácter agrio y seco con su novio. Todo lo que el profesor hacía para complacerla era rechazado de plano por ella: con gestos de desprecio, palabras agrias, desplantes. Andrés acabó la semana agotado, melancólico e iracundo con su novia. Desesperado y entristecido llamó por teléfono a Pilar y preguntó si sabía que le sucedía a su hija y por qué tenía esa actitud melancólica y de estrés permanente.

En casa, Monce lloraba a menudo durante mucho tiempo encerrada en su habitación. No eran llantos sonoros pero desde fuera del dormitorio se oían unos gemidos tan llenos de amargura, de patetismo que Pilar, después de ser puesta en antecedentes, tomó carta en el asunto. En principio la madre también sufrió las consecuencias de la actitud de la hija pero ésta, que era una mujer bragada, de un temperamento fuerte y algo dominante, se enfrentó a la chica cuando ésta quiso intimidarla y la abofeteó en la cara, una sola vez, eso fue suficiente para que Monce, que no estaba acostumbrada a la violencia, abriendo sus grandes ojos más de lo normal, mirara a su madre con asombro y con respeto oculto mientras se frotaba la mejilla roja por el golpe seco, fuerte y sonoro

-¡Ahora, niña imbécil y consentida, me vas a oír! –Y la miraba de frente, ceñuda, con los brazos caídos a lo largo de un esbelto cuerpo- ¿Qué te pasa? ¿Qué te ha sucedido en estos diez días? ¡Dímelo, mujer, soy tu madre! ¿Son cosas de novios? Bien, cuéntalo y lo ventilamos entre las dos ¿Hay algo más grave que estás ocultando? Es hora de que lo digas para ver que se puede hacer. Lo que no voy a consentir en mi casa son esas bravatas prepotentes tuyas, entre otras cosa, porque no me da la gana. Confía en mí como lo haces con Macu. Yo mejor que nadie.

La joven se resistía a contestar, los ojos empañados en lágrimas, rebelde, en una postura algo indolente que a su madre no le hizo ni pizca de gracia. No cabían dudas, pensó Pilar, hay una situación de extrema gravedad en ella.

-Mira, jovencita, no vamos a salir de esta habitación hasta que no me hallas hablado de tu asunto. Hoy es sábado, uhhh ¡Pues mira tú, tenemos todo el fin de semana por delante!

Monce miró a su madre con rabia y recelos, no quería que la viera tan deprimida, tan llena de dolor. Se dio cuenta que tendría que decirla parte de la verdad o la verdad entera, dar a conocer algo de lo que no quería que supiera nunca y…

-Estoy muy enamorada, mamá, no lo sabes tú bien –Y se sacudía la nariz con el dedo índice por debajo de los huecos.

-Ya lo sé, hija, se os ve muy bien a Andrés y a ti cuando estáis juntos. Además, sois una pareja muy bonita: jóvenes, inteligentes e independientes. Pero ese no es el caso que estamos tratando, Monce, no me salgas por peteneras, a ti te pasa algo y es lo que quiero averiguar.

-Estoy enamorada perdidamente de un hombre mayor hace varios años.

Un jarro de agua helada no le hubiera hecho tanto efecto como lo que acababa de decir su hija. De pronto le vino a la mente los temores de unos años atrás casi olvidados, los que volvían nuevamente hacía varios días en la convivencia diaria y en la alcoba sobre todo, rescoldos, que aparecían de vez en cuando y que la martirizaban pero que se desvanecían poco después, cuando él, en la intimidad, con aquella aptitud cariñosa suya de siluetear su estómago y llegar hasta su vulva por encima del corto camisón casi transparente, hundía los dedos en el pliegue de los labios y los subía y los bajaba y le demostraba que la deseaba con intensidad en ese momento. También había otra que la fascinaba enormemente, realizando las mismas caricias pero circunvalando las nalgas una a una e introduciendo los dedos en ellas y buscando… No le gustaba aquel tipo de coito, siempre lo rechazó de plano, pero tenía que reconocer que cuando accedía la dejaba muy complacida, llena y muy baldada por un par de días, casi ni se podía sentar. Nunca se acostumbró a recibirlo de esa forma. Ahora el gusanillo de la duda volvía y de forma horrible y le mostraba un rostro, la cara que tenía delante. Fue encorvándose, se cogió los brazos y, con un hilo de voz, preguntó.

-¿Quién es? ¿Lo conozco yo? –Firme, tajante, valiente de una vez por todas, preguntando antes que la voz se le quebrase.

-¡Sí! –Contesta soberbia, enérgica, ofensiva, mirándola fijamente

-¡Ahhh!

Aquel sonido le salió del alma sin poderlo controlar. Sus ojos, los de Monce, se abrieron mostrando un terror oculto que ahora salía a la luz. Doblada como estaba, abrazada a sí misma, Pilar volvió a mirar a su hija ahora tendida boca abajo en la cama, con la cabeza bajo la almohada, con su llanto permanente y fue retrocediendo poco a poco hasta la puerta cerrada con la que tropezó. Siempre en silencio, se volvió, la abrió y salió de allí.

Cuando cerró detrás de ella la puerta de la alcoba de Monce se apoyó en la misma, se cubre media cara con sus manos y en sus ojos brotan lagrimones como puños que caen a gran velocidad por su agradable cara. Se da cuenta que la tristeza que había visto en su hija la estaba viendo en su marido, el cambio de carácter de la muchacha también lo tenía Octavio. Nunca tenía mal comportamiento pero desde hacía días le negaba el beso de llegada, las palmaditas o estrujones en su culo cuando estaban solos o sorprendiéndola por detrás y apoderarse de sus senos con aquellas manazas. Ahora, llegar a la alcoba matrimonial, después de acabar con sus deberes de ama de casa y él, oírla entrar, era darle la espalda. Todo un cúmulo de pruebas, de verdades palpables, evidentes. Se arrastró y fue dejando caer hasta sentarse en el suelo con la puerta como respaldo, la falda del traje quedó alojada en las caderas. Las bien formadas piernas entreabiertas dejaron entrever una vulva ancha cubierta por una mini braga ajustada que dejaba ver una sobra de vello a los lados y mostraba unos muslos prietos. Mirarla así era ver a una mujer bien cuidada y formada. Entonces, un grito agónico dio paso a un llanto que duró mucho tiempo. Mucho tiempo… Nadie salió a su encuentro para consolarla.

Se levantó del suelo y, con un rictus amargo en su rostro se dirigió hacia el salón. Allí estaba Octavio atareado con unos documentos militares sobre la mesa del comedor. Cuando entró la miró y algo terrible tuvo que ver en su mujer que quedó expectante, temeroso e intuyó que lo sabía todo.

-¡Eres un hijo de puta, Octavio! –Escupió las palabras a bocajarro, mirándolo como una verdadera fiera- ¡Eres un auténtico hijo de puta! ¿Cómo has podido hacerme esto? ¡Con mi hija, cabrón, con mi propia hija! ¡Recoge todo eso, tus pertenencias de mi habitación y sal de esta casa ahora mismo! ¡Maldito seas, Octavio, mil veces!

-¡Pilar, por favor, serenemos los ánimos y hablemos con cordura! Esas palabras altisonantes…

-¡Qué cínico y cabrón eres! ¿Palabras altisonantes, eh? ¿Qué has estado haciendo estos últimos años atrás con Monce, hijo de puta? ¿Has pensado en algún momento que debiste serenarte, darte un baño de agua fría antes de follarte a mi hija? ¡Te voy a destrozar la carrera militar como has destrozado tú mi vida, Octavio! ¡Por ésta! –Con la mano abierta y el dedo índice encogido y el pulgar pegado y estirado a éste lo llevó a la boca, lo besó y lo lanzó contra él- ¡Te lo juro!

-¡Pilar, te ordeno que me escuches! –Se había levantado violentamente tirando la silla hacia atrás. Su semblante se transfiguró, ahora ya no era el hombre amable de siempre, se había convertido en una bestia próxima a tirarse a la yugular de su presa

-¿Que tú me ordenas a mí? ¿En mi casa? Pero… pero… ¿Qué te has creído que eres aquí, so mierda? –Era una leona embravecida que se enfrentaba al macho de la especie de igual a igual por defender lo que era suyo- ¡No te escucharé porque vas a salir de inmediato de esta casa, tú y tus cosas! ¡Has destrozado nuestro matrimonio y mi familia! ¡Fuera, fuera, fueeeeera de mi casa!

Octavio recogió los documentos de la mesa, los colocó en el portafolios, todo despacio, con una lentitud cansina. Su rostro se había convertido en un poema del dolor. Lo cerró y, cuando se disponía a dar la vuelta y marchar, una voz joven, femenina lo detuvo

-Un momento, Octavio. Madre, quien se marcha de aquí soy yo. Hace dos días he solicitado habitación en la residencia universitaria y hoy me la concedieron. Octavio no ha hecho nada que yo no le permitiera hacer. Fui yo quien lo provocó y no me arrepiento. Es a ti a quien pido perdón, a quien tengo que darle explicaciones y juro por Dios que no volveré a jugar contigo. No puedo, por más que quiera, renunciar a este hombre ¡lo amo más que a mi vida! pero no me acercaré a él dentro de esta casa. Reconsidera tu actitud, madre, si se marcha pondrás en tela de juicio tu situación matrimonial que es muy sólida de esa puerta de la calle para afuera. Vas a dar muchas explicaciones engorrosas y te vas a ver en situaciones violentas si lo echas de tu casa. Déjalo quedar, madre. Yo me voy.

Pilar, dentro de dramática situación que se estaba viviendo, escuchaba a su hija atónita. Era la primera vez que la llamaba madre y aquello le sonó mal, extraño, a ruptura. Pensó que este paso tenía que haberlo dado desde que se dio cuenta de los hechos tres años atrás y no ahora, posiblemente lo que estaba ocurriendo ahora no hubiera tenido lugar. Monce se le marchaba ¡su Monce! y se quedaba con un marido que la había sido infiel con su propia hija –Kafkiano- pensó y tuvo ganas de reírse de todo aquello de lo amargada y horrorizada que estaba.

-No lo quiero en casa, Monce, no lo quiero. Para mí ha terminado, finito, capú ¡se acabó! Nunca debí haberme casado con él ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué ha ocurrido? ¿En qué te he ofendido?

-¡Madre, si él se va…!

-Déjalo, Monce querida –Intervino finalmente Octavio- Tiene razón en todo lo que ha dicho y está en su derecho. Ella es mi mujer y la he ofendido engañándola. Ella es tu madre y la he ultrajado enamorándome de ti, su hija. Yo me voy. De verdad que ya no tengo hada que hacer aquí. No amenaces a tu madre, siempre podrás recurrir a ella cuando todo esto pase o se olvide un poco. Nada es para toda la vida.

 

Capítulo 8º

EL ASCENSO

El ascenso a coronel cogió a Octavio solo y triste en el momento de leerlo en el Boletín Oficial del Ejército. No se atrevía a llamar a su mujer y celebrarlo alegremente con ella en un restaurante y luego marchar solos a un hotel como hubiera deseado. Tampoco lo hizo con Monce por la que sentía verdadera veneración y desesperación de no tenerla entre sus brazos desde hacía casi un mes. Sin saber cómo ni por qué, se vio entrando en el edificio donde tenía el apartamento que compartió con la muchacha. Subió al quinto piso, abrió la puerta y entró dejando en la mesita del hall el maletín de trabajo y se dirigió al salón. Un sobresalto lo paró en seco, se encontró a una Monce preciosa, con las manos debajo de su bonita cara, acostada en el sofá y durmiendo. Unos apuntes y un bolígrafo estaban tirados en el suelo, esparcidos, y una carpeta, conteniendo otros apuntes, abierta, a un lado del mueble.

Octavio decidió marcharse de allí sin decir nada, en absoluto silencio. Se giró y se dirigió a la salida. Pensaba en Pilar, en el daño que le causó aprovechándose de su hija, tomó el maletín, dio al picaporte y…

-¡Hola!

Escorada en la puerta del salón, soñolienta, descalza, vestida con pantalón y un nyki blancos muy ajustados silueteaban su grácil figura. Tenía una miranda tan intensa que al hombre se le cayó el portafolios al suelo. El pelo largo y revuelto le daba a la joven una apariencia de juventud y belleza que Octavio no pudo resistir y, corriendo ambos a la vez, se encontraron en mitad del camino en un abrazo lleno de desesperación, de deseos, de auténtico amor. Se fundieron en un beso y sus lenguas volvían a encontrarse después de tanto tiempo. Él acariciaba aquella espalda sin parar, no se atrevía a más pero no la soltaba. Ella, en cambio, pegaba todo su cuerpo al del varón, se ponía de puntillas para abarcar la boca masculina y fundir la suya con la de él todavía más. Los brazos femeninos enlazaban su cuello fuertemente y la muchacha buscaba con su pelvis la pelvis del hombre y luego la rozaba una y mil veces hasta percibir cómo erectaba y se dejaba sentir en el bajo de su estómago.

Octavio perdió la compostura y sus manos comenzaron a palparla, a buscarla, a estrujarla toda sin miramientos y la chica se mostraba solícita, complacida, sumisa a sus exigencias. Comprobó que ella solo llevaba la ropa de calle puesta y la miró interrogante.

-Te lo he dicho en más de una ocasión, ninguna ropa interior cubrirá lo que es tuyo por derecho propio, lo que has poseído y gozado hasta que vuelvas nuevamente a hacerme tuya. Salgo de la universidad y vengo aquí todos los días con la esperanza de verte aparecer por esa puerta hasta que se hace muy de noche y tengo que volver a la residencia. Sabía que tarde o temprano vendrías y te he esperado todo este tiempo ¡No vuelvas a dejarme, por favor!

-¡Monce, Monce! –Y sus manos seguían perdidas en el joven cuerpo de ella. Ahora la tenía de espalda a él y las manos debajo del nyki amasando los redondos y prietos pechos desnudos, llenándolas con aquellas mamas generosas, pellizcando los hinchados pezones que habían crecido rápidamente- ¡Tenemos que parar! ¡Tenemos que parar!

-¡Si! ¡Si! –Y las pequeñas y finas manos de ella buscaban afanosamente por dentro de la bragueta del pantalón del uniforme. Encontró un pene hinchado, engrandecido por la excitación, mojando los calzoncillos- Octavio ¡fóllame, fóllame por lo que más quieras!

Octavio, con esfuerzo, se separó y la obligó a dejarlo, la tomó en brazos y se fue con ella a la alcoba matrimonial del apartamento. La encontró desecha por el lado de la muchacha. No preguntó, sabía lo que pasaba y la depositó en el suelo con cuidado, con ese cuidado que el hombre o la mujer tienen con algo tan preciado y que se puede dañar. Tiró del nyki y se lo quitó. Los pechos se movieron como flanes puestos en la mesa. Acto seguido desabrochó el estrecho pantalón blanco, empujó hacia abajo y lo llevó a los tobillos. Delante de sus narices encontró una vulva brillante oliendo a sus jugos, con los vellos del pubis alterados y los más cercanos a los labios vaginales pegados, sudorosos, limpios. Hundió su boca en el sexo y estuvo en él un buen rato mientras sus manos abarcando las nalgas, las apretaba y las empujaba hacia su cara.

Monce no podía dar crédito a lo que veía. Nunca Octavio le había comido su sexo y aquella novedad la hizo estremecer de tal forma que no pudo reprimir un orgasmo en agradecimiento a la atención del hombre. En principio quiso quitarle el rostro de su coño pero se encontró que lo que hacía era hundirlo más en él. Le gustaba sentirse absorbida, lamida, notar como la punta de lengua buscaba su clítoris y lo masajeaba, buscaba los labios menores y los limpiaba del órgano, luego, cómo quería meterse en su himen y la volvía loca de puro placer.

Unos dedos largos y anchos masajearon el ano, lo redondearon y quisieron introducirse en él. Monce dio un pequeño gritito ante un punzante dolor pero calló de inmediato. Octavio no siguió y ella se maldijo por su estupidez. No se movía, dejaba hacerse y, abriendo más las piernas le dejó el campo expedito para que su amante la tuviera a su merced como quisiera, la gozara y la hiciera gozar con él. Volvió a sentir un maravilloso orgasmo al rato de tener, a la entrada de su vagina, la lengua incansable y juguetona. Octavio se levantó sin soltar las nalgas, la besó en la frente y se retiró unos pasos de la muchacha para empezar a desnudarse.

Monce se tiró como una posesa hacia él y no permitió que se desnudara sólo. Quitó la guerrera militar y la dejó en un sillón muy cercano a ellos, bajó los pantalones y los slips a la vez y se encontró con el pene tan conocido, elevado, algo curvado, oscuro y muy jugoso por la cantidad de pre semen que emanaba. Monce había visto en revistas pornográficas felaciones, como la mujer jugaba con el prepucio pero no sabía que había una iniciación y una puesta en marcha, directamente, sin pensarlo dos veces, la introdujo en la boca como había visto en las revistas que tenía Macu. Oyó un pequeño grito de Octavio al meterla en su boca, lo miró directamente y, mientras succionaba como Dios le dio a entender no dejó de mirarlo a los ojos, percibiendo como el hombre se contraía, las venas del glande se hinchaban estrepitosamente y la tomaba por la cabeza y tomaba sus cabellos empujándola más y más contra su pelvis. El sabor agrio-dulzón, mezclado con no sabía qué, no le pareció encantador pero lo tragó con gusto, como lo había hecho él con ella. Sabía que no iba a correrse en su boca, era hombre limitado, no más de dos polvos, pero tenía mucha experiencia y se guardaba para la penetración, por eso ella siempre acababa satisfecha. Introducía todo lo que podía la polla en la boca y la apretaba contra su paladar y la rozaba con los dientes -No estaba mal esta nueva experiencia- pensó -tendré que repetirla.

Octavio le revolvía los cabellos frenéticamente, empujaba la cabeza de ella hacia adentro y se agachaba para meter una mano por entre los brazos y apoderarse de un pecho, cerrar la mano sobre él muchas veces, sentir la dureza del pezón en la palma y a continuación masajearlo entre sus dedos, percibiendo lo hinchado y erecto que se encontraban. Jamás habían hecho la felación, no tuvieron la ocasión como en ese momento y era agradable sentir a la mujer amada quererlo por todas las partes del cuerpo ¡Estaba muy feliz!

Con suavidad la fue apartando ante la sorpresa de Monce, la tomó por las axilas, la levantó y la acostó en la cama con los pies colgando. Monce lo miraba ansiosa, estremecida, temblando. Abrió los muslos de par en par y, despacio, sin dejarla de mirar, se tumbó sobre ella de lado, colocó el pene a la entrada de la vagina y empujó casi violentamente. Monce dio un gritito de dolor, de deseos ocultos por mucho tiempo y extendió los brazos a lo largo de la cama. Se mostró totalmente entregada.

Lo sintió entrar, llenarla, llegar a su cervix y masajearlo con la punta del prepucio y un cúmulo de maravillosos sentimientos la inundaron. Cuando Octavio comenzó a bombearla una y otra vez, primero despacio y luego con gran vigor durante varios minutos, supo que sus necesidades eran tan grandes que no podía esperar y, gimiendo estrepitosamente empezó a convulsionarse siendo ella la que tomaba las riendas, se agarró a su espalda, con las piernas y los brazos, lo hacía siempre, y se vació sola, con desespero. Estaba en la meseta de su máximo éxtasis y fue tanta su necesidad que casi se desmayó cayendo hacia atrás con los brazos nuevamente cruz. No perdió del todo la lucidez y sentía a Octavio que entraba y salía velozmente. Le daba la sensación de que era un martillo hidráulico que la estaba machacando la vagina constantemente y de tal forma que la tenía fuera de sí, y un calor muy conocido invadió sus entrañas agradablemente

Estaban tumbados los dos atravesado en la cama grande, exhaustos, jadeando, felices y cogidos de las manos.

-Creo que me voy a la Europa del Este dentro de muy poco. Hoy he salido en el Boletín Oficial del Ejército ascendido a coronel. El general Galíndez me llamó hace una semana y me dijo que quería encomendarme la tercera Misión de Paz española para la ONU en Kosovo. Posiblemente parta dentro de una semana.

Ella saltó como un resorte sobre él y se colocó encima. Octavio quedó pasmado, admirado ante tanta vitalidad -¡Bendita juventud! Se dijo –Yo no hubiera sido capaz después de este polvo con mamada.

-¡No me digas eso, por favor! ¡Niégate en redondo! Ahora, que volvemos a estar juntos ¡No, por Dios!

-Son seis meses nada más, pequeña. Tengo que decírselo a tu madre pero no sé como. La llamo y llamo y nunca coge el teléfono.

-¡No tienes por qué! ¿No quiere hablar contigo? ¡Pues que se joda y se pudra ella solita! –Monce estaba transfigurada

-¡Moooonce! ¡Es tu madre y es mi esposa!

…

Eran las siete y media de una mañana fría de Madrid. La base aérea de Torrejón de Ardós estaba llena de militares al mando del Coronel del Ejército de Tierra Octavio Palacios Quejereta. Los ciento sesenta y cinco hombres y mujeres que formaban el contingente Logroño iban a relevar al Sevilla que lo esperaban como agua de mayo. Estaban formados en tres filas y caminando hacia las entradas de los dos aviones Hércules que les esperaban llenos de material militar, en marcha, las hélices al máximo de revoluciones. El coronel supervisaba toda la acción militar y, cuando los últimos hombres subieron a las aeronaves miró hacia el edificio de la Terminal buscando a dos hermosas mujeres que eran toda su vida. Sólo Monce lo fue a despedir de forma comedida, como padre e hija. Desde las ocho del día anterior hasta las dos de la madrugada de ese día, ellos había dado cuenta de su gran amor en el apartamento, juntos, desnudos, sudorosos, volviéndose a conocer con desespero como dos semanas atrás. Pilar no había ido a decirle adiós... Se cuadró, miró al frente y saludó militarmente al edificio por espacio de treinta segundos, luego, dando un giro militar sin moverse del sitio y se encaminó hacia el avión primero. Octavio Palacios Quejereta partía hacia la guerra que había dado paso a la desmembración de Yugoslavia.

Monce, bufanda blanca al cuello, vestida con un abrigo grueso gris marengo a media pierna, de corte moderno, pantalones, zapatos y bolso negros vio, desde los grandes ventanales de la Terminal, el despegue increíble de aquellos dos aviones militares decorados con pintura de camuflaje, grandes, anchos, pesados. Antes que sus ojos se llenaran de lágrimas quería verlos ya como puntitos en el cielo. Sacó un pequeño pañuelo de su bolso y lo pasó por debajo de los ojos. Ya no se veían sólo un ruido lejano, con vibraciones en todo el edificio era lo que quedaba de todo aquello. La gente allí reunidas empezaron a desfilar, esposas, hijos, hijas, padres, suegros, cuñados… tomaron la ancha escaleras y empezaron a bajarlas en un total silencio, entristecidos, llorosos, con la preocupación reflejada en sus caras soñolientas. Tan solo los niños pequeños eran los que daban una nota de musicalidad a una pequeña multitud que no estaba para fiestas.

Monce miraba a un lado y a otro, buscando, atisbando, parándose ahora y oteando la cabecera de la fila que le precedía, siguiendo y volviéndose a parar y mirando hacia atrás por si tenía la esperanza de ver a alguien. Llegó a la puerta de salida y una bocanada de aire frío le dio en la cara

Antes de pisar el exterior, la joven pasó la bufanda alrededor de su cabeza de manera que tapo medio rostro. Su melena quedó dentro y de esa guisa caminó hacia fuera. Metió las manos enguantadas en los bolsillos y comenzó a caminar. Su madre no había venido, su madre no había ve…

-¡Hola, hija! –Miró rápidamente hacia atrás y vio a Pilar enfundada en un atuendo muy parecido al de ella y con los mismos colores menos el pañuelo de cuello que era de seda gris claro. Estaba guapa y aquellas gafas negras le daban un aire de mujer ejecutiva, liberal, resuelta.

-¡Hola, mamá! No te vi ahí adentro –Se miraban de frente, retadoras, serias las dos- Creí que no sabías que Octavio se iba hacia Bosnia. Dejamos… te dejó varios mensajes que no recibieron contestación. En fin, mamá, estás aquí. Gracias.

-Gracias ¿por qué? Es mi marido y es normal que la esposa venga a despedirlo. Lo que no es normal que esposa y amante se vean en el mismo sitio ¿No crees?

Monce no apartaba la vista de su madre ni un momento. Durante un rato que pareció una eternidad para ambas, la joven dio media vuelta y saludó dando la espalda a su madre.

-Buenos días, mamá. Que el día te sea propicio.

-¿Te llevo hasta la universidad? Me viene de paso.

-No, gracias. Torrejón tiene un buen servicio de autobuses ¡Adiós!

-¡Andrés ha llamado en varias ocasiones! ¡Quiere saber de ti! ¿Qué le digo?

Monce no contestó, se fue alejando lentamente atravesando la ancha, mirando a un lado y a otro de la calle y dirigiéndose hacia la terminal de autobuses que la llevaría hacia Madrid y otro, después, hacia Puerta de Hierro y la Complutense.

Pilar, quieta, rígida como un poste vio como desaparecía su hija. Apretaba las asillas de la cartera de mano con rabia –No estuvo fina, lo sabía- Menos humana había estado Monce con ella desde hacía tres. Eso no lo olvidaría jamás ¡Eso no se lo perdonaría en la vida a su hija! –Una sonrisa gélida de medio lado cruzó la bonita boca

Capítulo 9º

KOSOVO

Tres tanquetas militares BMR españolas, con los escudo de las fuerzas internacionales de la OTAN, circulaban patrullando despacio por las calles de la ciudad. Bandera blanca en la antena de la emisora. Todo marchaba bien y los tiroteos que se oían no eran cercanos pero los vehículos blindados se acercaban a la zona conflictiva. Octavio, medio sentado en la pequeña torreta de observación pensaba que cómo Yugoslavia, un país que nació de las guerras con Roma, que se constituyo de varias etnias y fundó estados medievales que fueron absorbidos por extranjeros eslovenos y croatas hasta constituir la Yugoslavia de Tito; que se había liberalizado en 1948 del bloque del Este y formó una política económica de autogestión: obrera, industrial, de comercio extraordinarias de bienestar social y unos servicios públicos sin parangón, llegara a la desmembración absoluta.

El coronel Palacios Quejereta, al frente de las tres tanquetas blindadas BMR. Miraba hacia adelante sin perder detalle de lo que ocurría en aquella calle. Miseria, podredumbre, destrucción, miedo, soledad… Edificios a un lado y a otro, grandes y chicos destruidos, semidestruidos o en pie por los pelos pero todos tenían algo en común: agujeros en sus fachadas, las que se veían de pie, de ráfagas de balas de ametralladoras rusas AK-47, fusiles Kalashnikov obuses de tanques de las fuerzas KAFOR, de los tanques de la OTAN. Montañas de escombros aquí, allí, a los lados, niños varones de diez y doce años jugando, subiendo y bajando, escondiéndose en los trozos de paredes, piedras, maderas carcomidas y llenas de hierros peligrosos, en definitiva, sobre la destrucción y muerte de una ciudad

El peligro no era la esperanza de vida que daban los niños en sus juegos, aquel peligro se sentía, se palpaba, casi se veía en los negros huecos de las ventanas sin hojas de los edificios que aún quedaban en pie. Allí se podía esconder francotiradores de la USK y, con morteros rusos al hombro, los viejos fusiles kalashnikov o sus sofisticadas AK-47 podían formar emboscadas y terminar tranquilamente con la tanqueta en poco tiempo, luego desaparecer de allí como auténticos fantasmas. Si quedaban vivos soldados de la Alianzas aparecían y remataban tranquilamente su obra disparando a bocajarro en la cabeza a los soldados caídos.

La calle se anchaba y se despoblaba, no había, de momento peligro. Sacó del bolsillo de su chaleco antibalas militar un folio arrugado, manoseado y algo manchado. Octavio leyó por trigésima vez aquella carta que tanto daño le había hecho. No era un daño físico o moral, eran sus sentimientos los que sufrían. Allí le comunicaba su amada Monce que había decidido casarse con Andrés a raíz del encuentro con su madre en la Terminal de Torrejón. -…allí estaba, mi vida, escondida no sé donde, viéndonos despedir tan fraternalmente. Gracias a ti que no me dejaste entregarme de la forma que quería. Hubiéramos hecho mucho daño y volví a comportarme cruelmente con ella dándole la espalda cuando marchamos de allí. Ella que tanto ha hecho por mí, que me ha criado, sostiene mis estudios en la universidad…, no me ha despreciado por lo nuestro. Todavía estoy verde y necesito madurar rápido ¡ya! Y lo haré al lado de un hombre que me quiere hace poco, que espera a que se pase mis arrebatos juveniles y que confía en mí. Por eso decidí, en el aeropuerto, cuando ella me dijo que Andrés me requería, que casaría con él lo antes posible. Octavio, quiero recuperar a mi madre, que vuelvas tú con ella. No sé si ya es tarde o llegaré a tiempo, pero quiero intentarlo, mi vida. Tus consejos los he puesto en práctica tan pronto te fuiste.

Deseo tu aprobación, tu ayuda, tu respaldo. Si me prohíbes casarme, que me quieres para ti solamente lo dejaré todo, hasta la universidad. Ese sería mi más grande deseo. Si, por el contrario me apoyas en lo que he decidido, me casaré con mi novio tan pronto vengas de ahí…-Cerró la carta, aquel párrafo lo tenía subrayado, lo demás era pura información de su entorno estudiantil.

Miró nuevamente al frente, ojeando su alrededor ¡Dos mujeres compartiendo su amor! ¡Dos hermosas y elegantes hembras entregándose a él, el macho del pequeño rebaño! Le faltaba otra más -¡Dios bendito, no lo quieras!- para ser el personaje que representó el gran actor italiano Huggo Tonacci en la película "Muchas cuerdas para un violín" Rió tristemente la comparación, el casi paralelismo entre aquel patético músico polígamo, con sus tres esposas, y él. El chofer lo miró con alegría, un soldado que reprimía el miedo en el cuerpo y que se respaldaba en el buen talante de su superior. Octavio lo vio así.

-¿Ze está acordando de argo graziozo, mi coronel? Zeguro que zi –Y reía él también, un andaluz joven, amable, metido en una refriega que no le concernía ni había conocido en su país.

-¡Usted a lo suyo, cabo! ¡Nuestras vidas depende de su buen hacer, de sus manos, de su destreza! ¡Fije la vista al frente! –Había que dar una de cal y otra de arena

-¡Ozú! ¡A zuz órdenez, mi coronel! –El cabo volvió a su misión. Se encontraba henchido de alegría por las palabras del "Gran Jefe" ¡La vida de todos dependía de él! -¡Cazi ná! –Pensó con una raya en su boca que daba de oreja a oreja.

Salían de aquella destrozada avenida y volvían a meterse en una calle algo más estrecha que la anterior pero igualmente destruida. No habían recorrido unos cien metros cuando Palacios Quejereta vio, en una de las oscuras ventanas de un semidestruido edificio algo que supo de inmediato que era. Con una rapidez que el conductor no pudo percibir daba un volantazo hacia la derecha en el preciso momento en que un obús pasaba por la cabina a escasos centímetros de ellos y estallaba estrepitosamente contra la acera produciendo una explosión tan grande que los miembros del vehículo militar no se dieron cuenta de nada hasta que éste no volcó y empezó a desplazarse dos o tres metros hacia el centro de la calle como consecuencia de la onda expansiva que formó la granada de mortero. Octavio Palacios reaccionó rápidamente tan pronto la tanqueta dejó de moverse. No tenían salida por arriba no por los lados pero la trampilla trasera era la mejor salida y, seguramente la más peligrosa, pero era un riesgo a correr y él, dentro de la máquina, volcada y los hombres recuperándose del susto, no tenía punto de referencia para saber cómo estaba la situación en que se encontraban.

-¡Qué todos vayan saliendo por la escotilla de atrás! ¡Arrimaos lo más posible a la parte izquierda! ¡No le deis al enemigo la oportunidad de rematarnos! ¡Rápido, rápido! ¡Esos hijos de puta, seguramente estarán cargando su Brandt y nos achicharrarán aquí! Soldados, tenemos escaso treinta segundos para evacuar la nave ¡Fuera, ya!

La mayoría de los hombres salieron a gran velocidad y en orden hacia el lado recomendado por el coronel menos un muchacho joven que, o bien por la emoción del ataque, bien por la onda expansiva, el caso fue que se desorientó y cogió el lado equivocado. Cuando se dio cuenta, atolondrado como estaba, ya había recorrido cinco metros y una bala de un Kalashnikov le atravesó una pierna tirándolo redondo al suelo. Octavio lo vio todo y maldijo al muchacho mil veces. Miró a la izquierda y vio a su contingente resguardado en los escombros de un edificio, quedó tranquilo y, volviéndose hacia el joven tirado en el suelo gritó

-¡Soldado ¿Estás bien?! ¡Hijo, espera, voy en tu ayuda!

-¡Mi coronel, ni se le ocurra, por favor! –Gritaba un capitán desde una de las tanquetas de atrás- ¡Nosotros iremos por él!

-¡Vosotros cubridnos a los dos! ¡Lance dos misiles contra esos hijos de puta! –Ordenaba el militar jefe mientras reptaba rápidamente hacia el joven herido.

Un silbante misil tierra-tierra salido de la barqueta dio de lleno en la ventada de aquel edifico y el derrumbe de la tercera y segunda planta fue ruidoso y efectivo pero las balas silbaban de otros sitios. Estaban metidos en un nido de francotiradores de élite.

En dos minutos, reptando en zig-zag, protegiéndose por entre los bloque de fachadas destrozados, evitando las ráfagas de los AK-47 y los disparos bala a bala de los fusiles Kalashnikov, Palacios Quejereta se puso a la altura del soldado.

-Aquí estoy, chico, tranquilo, tranquilo. Te quedaste atontado con la explosión ¿no?

-No, mi coronel, confundo la derecha y la izquierda ¡Perdone, tengo miedo y me duele mucho la pierna! –El muchacho temblaba

-¡Coño, yo también, hijo! Déjate arrastrar, es la mejor forma de salir de este atolladero en que estamos.

Con maestría de experto en cuerpo en tierra, Octavio arrastraba hacia atrás al soldado. Volvía por el mismo sitio que había ido y, cerca de sus hombres, en un acto de valentía, protegido por las dos tanquetas que se habían puesto en batería y no dejaban de disparar las ametralladoras de 30 milímetros dispuestas en los nidos de las BMR, el coronel se puso de pie, se agacho, tomó al muchacho por los hombros, se levantó y aló del chico hacia el refugio. Una bala certera dio cuenta de él cerca del pecho y lo tiró hacia atrás

…

Empezó a sentir voces de un hombre y de una mujer. Aquel alegaba algo que no lograba entender y, cuando lo interrumpió conoció el tono melodioso de Pilar ¡Dios Santo, Pilar allí! ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? No recordaba nada ¿Qué hacía él allí? Había oscuridad absoluta a su alrededor, se encontraba como suspendido en el aire y en posición fetal. Nada debajo, nada arriba, nada a los lados ¿Entonces, que ocurría? Intentó abrir los ojos y no sabía si los tenía abiertos o no, no sentía nada. No tenía calor ni frío. De pronto vio una cara de mujer atractiva delante de él. Era la propia Pilar pero no lo era. La veía diáfanamente y su semblante pálido, estirado y los ojos hundidos en profundidad le produjeron terror. Otra vez volvía a la paz y a la quietud, ya no sentía voces, todo era silencio, silencio puro. Juraría que se estaba riendo pero no lo sabía, no lo podía comprobar y los pensamientos desaparecieron de su cerebro.

…

Abrió un poco los ojos y notó una luz entre tinieblas. Parpadeó y poco a poco aquella ralla, que no aumentaba, se hacía más clara, más visible. Delante de él no había nada tan solo el techo blanco pero notaba que había alguien allí, sentía ruidos de no sabía qué, murmullos de voces. Todo estaba en silencio pero se percibía ambiente, vida. Quería mirar y no podía. Deseaba mover los ojos y no le respondían. Sintió moverse hacia un lado y una cara angelical se puso delante de su visión -¡Monce, Monce, mi vida, estoy aquí! ¡Dios mío, mírame! Otra vez aquel movimiento. Escuchó lo que decía

-Mamá, no lo sé, pero tengo la impresión de que Octavio está despertando –Ruidos precipitados y otra vez el zarandeo. Ahora, Pilar ¡Siempre tan bella! ¡Qué agradable era su cara, no como la vez anterior!

-Es posible, Monce. Los ojos los tiene medio abiertos. Llama al médico.

Pasos suaves, se abre y se cierra una puerta. El rostro de su mujer lo tiene delante. Acaba de mover los ojos y ve la vaguada de sus senos ¡Se mueven! -¡Coño, qué daría yo por tenerlos…!-

-Salga de ahí, señora, no puede estar así, sobre el enfermo. A ver… a ver… uhhhh –Un haz de luz pasa por sus pupilas y tiene que cerrar los ojos.

-¡Dios mío, es verdad! –Pasos rápidos. La voz de aquel hombre la escucha a lo lejos y está dando órdenes. Las dos mujeres acercan sus rostros.

-¿Por qué estoy nuevamente cansado? ¿Y esta opresión en el pecho? –Dice en voz alta y él mismo se escucha. La oscuridad lo cubre y aquella sensación de estar suspendido y en la posición fetal lo deja feliz, le da paz y tranquilidad. -Ahora puedo volver al limbo– Comenta con la misma intensidad de voz -Mis mujeres las tengo conmigo- Y todo se borra de su mente.

Capítulo 10º

LA INVITACIÓN DE BODA

Octavio está sentado ante su mesa de despacho: amplio, muebles de madera severos; un tresillo de cuero, una mesa de reuniones y sillas haciendo juegos. Enfrente una biblioteca con libros de leyes castrenses y estrategias bien ordenados; documentos antiguos, mapas estratégicos militares; trofeos deportivos; fotografías diversas del Regimiento que manda pegadas con chinchetas en el fondo de madera del mueble. Todos esparcidos, de forma anárquica pero cada cual en el lugar que corresponde. Detrás de él, un amplio ventanal de grandes cristales que ilumina alegremente la habitación y unas cortinas largas a juego con el mobiliario.

Hacía nueve meses que había partido para Bosnia Herzegovina y luego para Kosovo. No terminó su campaña lamentablemente. La hazaña del soldado caído realizada por un alto mando militar y luego ser herido mortalmente lo habían propuesto a la máxima jerarquía militar: el generalato, a sus cuarenta y dos años. Sonrió tristemente, sabía que ni iba a llegar a ese día. Se encontraba sentado, con la barbilla apoyada en su mano izquierda mientras jugaba con una invitación de bodas que tenía sobre la mesa. Esos honores ¿De qué le servían? Aunque los médicos se empeñaran en decir lo contrario se sentía morir de día en día, su corazón dañado hasta la saciedad por la bala no le estaba respondiendo debidamente, los achaques silenciosos que le daban y que no quería transmitir a su mujer eran constantes. La mujer bella, con la cara de Pilar, sabiendo que no era ella, la veía a cada rato: sentada delante de él cuando tenía reuniones con sus oficiales, en su casa, caminando de frente, en sus sueños…, hasta no hacía mucho había estado con él. No tuvo más que sacar las pequeñísimas pastillitas de una redondita y plateada cajita, ponerla debajo de la lengua y la bella mujer desaparecía suavemente de sus narices.

Luego estaba el drama doméstico.

Tres meses estuvo en el hospital militar de Arturo Soria y otros tres que le habían dado el alta y se encontraba trabajando a piñón fijo, por decir algo, en su puesto de jefe supremo del Regimiento. En todo momento Pilar estuvo con él: en los exámenes médicos, en las tres operaciones, una de ellas a corazón abierto; en la recuperación diaria; de secretaria particular atendiendo a los compañeros militares de él haciéndolos pasar uno a uno ¡Un tesoro de mujer! Fría, distante pero solícita.

En casa sí que era peor. Nunca había dejado de cuidarlo con aquella atención materna propia de la mujer. Dejó de trabajar para atenderlo en casa. Era un cronómetro con los medicamentos; las visitas eran contadas y si eran necesarias, otros motivos era un NO rotundo. Por las noches, y en las horas indicadas para el medicamento, aparecía en su habitación, la preparaba y lo despertaba, siempre en silencio, con una sonrisa en la boca que no en su sombrío rostro. Cerca de los dos meses de estar convaleciente, una de aquellas noches, Octavio intentó tomar su manos cuando la acercaba para darle el medicamento, fue rechazado bruscamente, con asco. Intentó poner una mano en sus caderas y ella dio un salto hacia atrás, con el rostro transfigurado.

-¡Ni soñarlo, ni pensarlo siquiera! ¡No se te ocurra jamás tocarme, Octavio! ¡Jamás! ¡Te atenderé por ser tu esposa, nada más! ¡Para mí, como marido, estás muerto definitivamente!

A partir de ahí, Pilar compró una mesita de ruedas, colocó todos los medicamentos en ella y la dejó frente a él. Hacía su ronda y, al despertarlo, lo hacía tocándolo por las piernas, acto seguido marchaba. No le hablaba nada más que lo imprescindible. Por la tarde aparecía hermosa, bien vestida, con traje chaqueta y blusa blanca de seda, perfumada, con un libro o labores en sus manos, se sentaba por los pies de la cama, leía o bordaba y de su boca no salía palabra alguna si Octavio no hacía preguntas a la que ella contestaba con monosílabos o palabras muy cortas. Por esos vocablos cortos, Octavio se enteró que la presencia de Monce no era bien recibida en la casa.

-Disculpa, Pilar ¿Qué sabes de tu hija?

-Creo que está bien –Se notaba temblor en sus manos y las palabras salían de una boca trincada fuertemente.

-¿Por qué no viene para ver cómo estoy?

Y la esposa se levantaba, tomaba el inalámbrico y se lo extendía bruscamente para que lo cogiera.

-¡Llámala y lo sabrás! –Tajante, desafiadora, retándolo con la mirada y los ojos cuajados de lágrimas

-Pilar –Le dijo acto seguido- Ya me encuentro bien, puedo apañármelas solo, quédate toda la noche en tu cama y no hace falta que vengas por las tardes a hacerme compañía. Estar contigo aquí es estar solo y prefiero estarlo de verdad. Ocúpate de tus múltiples asuntos porque ya has hecho mucho por mí. Gracias.

La mujer lo miró intensamente, con odio oculto, con rabia contenida, con palabras increíbles a flor de boca. Estaba roja, luego verde y, por último, pálida como un cadáver. Octavio, de un brinco, se sentó en la cama ¡Allí estaba otra vez aquella mujer que lo perseguía desde que él estaba inconsciente! Sin poder contener el gesto extendió el brazo hacia ella y, con movimientos de su mano le pidió calma.

Pilar hizo intención de marchar, se apoyó en los brazos del sillón, medio se levantó y se le cayó el libro de la falda. No hizo nada más. En el más frío y patético de los silencios, la mujer se volvió a sentar, tomó el libro caído en el suelo y, a manotazos limpios pasaba las páginas. A partir de esa tarde, Pilar abandonó sus cuidados y no la volvió a ver. Al día siguiente, una enfermera militar se hizo cargo de atenderlo. Dos semanas después, los cardiólogos, reunidos en consejo médico, le dieron el alta. Dijeron que el éxito era evidente después de semejante herida y que en adelante, siguiendo unos controles, tomando la medicación señalada, llegaría a ser el hombre que fue. Y se despidieron de él. A Octavio le parecieron las palabras médicas a huecas. Sabía como se encontraba, como el cuerpo se cansaba y sus fuerzas lo abandonaban. Su vida y la carrera militar estaban acabadas y el fin próximo. Lo sabía y lo calló. Desde hacía un mes se alojaba en el pabellón de oficiales.

No había vuelto a ver a su mujer. De Monce, sólo sabía que lo llamaba por teléfono y, al cogerlo, no le respondía, lloraba o suspiraba o el silencio era más que suficiente. Octavio le informaba de su estado, siempre positivo y colgaba. Así estaba la situación familiar hasta el momento de recibir aquella invitación. Una tarjeta preciosa, típica de bodas. A la derecha el nombre de su madre y, debajo, el de él, como los que entregaban a la novia. A la izquierda, los padres de Andrés. En el centro, con rótulos mayores y adornados, los nombres de los contrayentes y la fecha del enlace: 20 de abril de 1999, el último año del siglo XX, la hecatombe del mundo informático a nivel mundial, más abajo, la iglesia que celebraría la ceremonia. ¡Faltaban quince días para el evento!

Miró el reloj de pulsera, las cuatro de la tarde. Nadie estaba ya en los despachos, el personal administrativo marchaba lentamente de allí y él no tenía nada más que hacer. Aquel día lo tenía libre de compromisos. No tenía ganas de comer, iría al pabellón, se cambiaría y daría un paseo por el Retiro, luego ¡Pues lo que surgiera!

El verse frente a la gran puerta de cristales ahumados lo sorprendió, iba a seguir, se dijo, y se encontró subiendo lentamente las escalinatas, abrir una hoja y entrar en el edificio. El portero lo saludó afablemente, hacía tiempo que no lo veía y la hija de aquel militar importante le había dicho, en un par de ocasiones, que se encontraba en la guerra de Yugoslavia, de la que tanto hablaba los periódicos ¡Pareja extraña aquella! Como era costumbre en el empleado, salió de detrás de su mesa, lo acompañó hasta el ascensor y abrió la puerta.

-¡Gracias…! -Miró y leyó en la chapa identificativa del uniforme-…Gerardo. Muy amable.

-Bienvenido, señor, a nuestro país –Y cerró la puerta.

Le parecieron eternos los cinco pisos y el llegar a la puerta del apartamento. Entró y cerró detrás de él con un ruido seco. Olía a fresco, a limpio, a buen ambiente ¿Quién se ocupaba de la casa? Y la respuesta le surgió cuando una figura muy amada le salio al encuentro. Verla y no verla fue todo uno. Monce se tiró a su cuello, lo abrazó y lo besó con tal intensidad, con tanta pasión que el hombre se encontró tan sorprendido que la capacidad de respuesta no llegó a su cerebro hasta un momento después.

-¡Octavio, Octavio! ¡Dios mío, cuanto tiempo esperando este momento! –Y lo besaba por todo el rostro, la boca, el cuello. Lo miraba y volvía a besarlo incansablemente. La cara de él se llenaba de las lágrimas de ella.

-¿Por qué… por qué no fuiste a verme a casa? Estuviste en el hospital, lo sé, y luego desapareciste –Preguntaba Octavio dejando que la avalancha humana que era Monce se lo comiera a besos, abrazos y caricias muy atrevidas.

-Cuando estabas en coma, mamá y yo llegamos a un acuerdo –Decía la muchacha sin parar, resarciéndose del tiempo perdido, recuperando las horas de soledad y angustia- Mientras estuvieras entre la vida y la muerte ambas te cuidaríamos, juntas o por separadas. Pero volviste a la vida ¡Alabado sea Dios! Y yo tuve que cumplir la parte del contrato. Ahora, aquí, eres mío, solo mío y no hay madre, ni esposa en el mundo que me aparte de ti, que disfrute de ti, de ser poseída por ti ¡Nadie, nadie!

Monce desabrochaba con torpeza la chaquetilla de chándal No tenía más que bajar la cremallera y no atinaba a sacarla del cuerpo de su amado. Con delicadeza Octavio la separó y se la quitó. La tomó entre sus brazos y sus manos acariciaron la joven espalda de arriba abajo. Monce no dejaba de acariciarlo y besarlo sin descanso. Se notaba desesperación el la joven, deseos desenfrenados, necesidades, que eran compartidas, desde hacía mucho tiempo. Y se entregaron, allí mismo, sobre la pared en que Monce lo recibió al entrar, ella, bajándose los pantalones y su tanga con la velocidad y vitalidad propia de su juventud, él más despacio, cansado, pensando si era conveniente para su corazón lo que era inevitable Y ocurrió, en la entrada, el hall donde muchas veces había sido el preámbulo para una tarde interminable, con la ropa desperdigada por el suelo, entre jadeos y jadeos.

Octavio la había sentado en la mesita estrecha que sólo servía para dejar objetos y que hacía juego con un espejo grande colgado encima de ella. Monce con las piernas totalmente abiertas, Octavio literalmente metido en ellas. El pene la inundaba toda y lo sentía caliente, hinchado, no muy brioso pero efectivo. Lo ayudaba con sus caricias, lo animaba con sus movimientos pélvicos, lo alentaba con palabras almibaradas, sinceras, llenas de ternura, de amor y Octavio se fue en ella deliciosamente, teniéndola abrazada, acariciando su cuello con sus labios, mordiéndole la óvulo de la oreja, trasmitiéndole su calor, dándole las gracias por ayudarlo e informándola, con su pobre actuación, de la debilidad física en que se encontraba

Monce le ocurrió algo extraordinario cuando Octavio se fue en ella. Sintió su semen invadir su vagina, percibió como un hilo líquido y caliente que rozaba su cervix le produjo una luz impresionante, potente como la de un flash que la invadió, le llegó a los ojos y se los hizo cerrar. Casi al mismo tiempo notó, estando abrazados, un estremecimiento en él que casi la soltó y, acto seguido, volvió a abrazarla con más intensidad. Apoyó su cabecita linda, con rostro feliz, en el hombro masculino y dejó pasar el tiempo.

Octavio acababa de tener la eyaculación que tanto ansiaba. Tenía miedo no corresponder a Monce que con tanto ahínco lo había esperado, pero cumplió y, cuando gozaba de su alegría, se encontró, detrás del espejo a la bella mujer que era fiel reflejo de Pilar. Ahora la tenía de frente, vestida con un traje chaqueta y camisa blanca como la última vez que vio su mujer, cabellos sueltos, por los hombros, el rostro tan terso que parecía estirado y sus ojos ennegrecidos por una aureola oscura que daba la sensación de hundimiento. Sintió miedo, un terror infinito y quiso desprenderse de la joven. Ella, desde el otro lado, en una dimensión inversa que da el espejo le sonrió con una mueca grotesca y en sus oídos percibió una voz lejana de mujer, la de Pilar, que decía -¡Abrázala, abrázala, Octavio!- Y se marchaba como otras veces, desdibujándose ante sus ojos.

Capítulo 11º

LA BODA

Los bancos de la iglesia estaban cubiertos de invitados bien vestidos: guapas señoras muy enjoyadas, los hombres vistiendo de oscuro y grupúsculos de gente joven dando una nota graciosa con vestimentas informales a colores y sus cabellos a lo "afro". En cada banco estaban prendidas pequeños ramilletes de flores blancas y tocadas por cintas del mismo color que colgaban de ellos. La luz de aquella tarde entraba a raudales por las ventanas, daba color y vida a la buena decoración con un toque solemne de bienestar. Todos estaban expectantes. El novio, al pie del altar esperaba nervioso a la novia junto a una Macu radiante, feliz, bella entre las bellas por ser la madrina de su mejor amiga. Faltaba poco para las cinco y la novia no aparecía. Todos empezaban a sentirse nerviosos y el novio no dejaba de pasearse y Macu lo contenía. La marcha nupcial de Mendelssohn comenzó a sonar en el órgano de la iglesia con su centenar de trompetas celestiales que aliviaron los ánimos. Llenó todo la gran nave y la gente allí reunida se sintió estremecer. Dos figuras aparecieron en la puerta principal: Era el padrino, vestido con traje negro y una flor blanca en la solapa y la novia de traje blanco corto, liso, de falda ajustada a sus perfectas caderas y una toca con velo blanco transparente que tapaba todo el rostro. Estaba preciosa y todos reconocieron la buena hembra que se llevaba el profesor de universidad. La pareja caminaba lentamente por el gran pasillo al son repetitivo del himno nupcial y se acercaba al altar donde les esperaba el novio a la derecha de la novia, la madrina, con los ojos llenos de lágrimas, una niña, portadora de las arras y un sacerdote joven, amigo de la universidad de ambos contrayentes. Murmullos de admiración se escuchaban cuando pasaba la novia del brazo del caballero que, en pocos minutos, se convertiría en su suegro.

Monce estaba nerviosa, aquel paso le había costado mucho darlo. Octavio no quiso impedirlo y, desde aquella última vez que estuvieron juntos en el apartamento no lo había vuelto a ver. Había entrado seria, con una tenue sonrisa en los labios de compromiso y ésta se amplio cuando lo vio sentado junto a su madre que la miraba con cierto orgullo. Octavio no se había girado, estaba serio, mirando al frente, con aquel uniforme de gala que tanto gustaba a Monce. Siguió avanzando y su madre le acarició la mano enguantada que llevaba el ramo de flores, Octavio seguía en la misma posición ¡Qué alegría volverlo a ver, Dios mío! ¡Se sabía respaldada con su presencia! Llegaron ante el altar y el padrino la colocó al lado izquierdo de su hijo. El sacerdote levantó ambas manos en señal del saludo ritual

-¡Ave María Purísima! Estamos aquí reunidos para celebrar los esponsales de esta pareja… -Monce no pudo evitar mirar hacia el sitio de su madre y Octavio y los vio allí, sentados juntos y las manos cogidas. Sin saber porqué, sintió un escalofrío de terror que la inundó toda y, rápidamente se volvió para seguir escuchando las palabras del ministro. Estaba pálida y un frío por toda la espalda la hizo temblar y perder el equilibrio. Andrés la miró y el cura calló ladeando la cabeza y con la mirada fija en Monce.

-¿Pasa algo, Monce, bonita? –Le dijo el celebrante en baja voz- ¿Paramos un momento?

-Si, Monce, estás muy pálida ¿La emoción te ha fatigado? –Los padrinos se acercaron y un gran murmullo se dejó oír por toda la iglesia.

El organista, acostumbrado a las incidencias de todo tipo de celebraciones, comenzó a tocar el Ave María de Schubert y los ánimos empezaron a calmarse. Monce recobró el talante, tragó saliva, sonrió como pudo y dijo que se encontraba bien. Que siguiera la celebración, pero sentía que su cuerpo no iba a responderle si volvía a mirar hacia atrás.

Todo transcurrió normal y, una hora después, los novios salían cogidos del brazo. Monce evitó mirar hacia el lado de su madre y Octavio y, girando hacia el lado contrario, sonriendo, saludando, recibiendo flashes de las cámaras, salió hacia la calle acompañada de su flamante marido, los invitados y el órgano que tronaba a todo gas el himno nupcial.

Lluvia de arroces, besos y abrazos, felicitaciones, fotos solos, con los padrinos, familiar, en grupo. La gente quería salir en las fotos y los novios se prodigaron de todo momento. Los padres de Andrés estaban encantadores y, Octavio y su madre no aparecieron en ningún momento. Nadie pareció fijarse en ese detalle y Macu, curiosa como de costumbre le dijo al oído, en un momento de libertad.

-¿Qué te pasó ahí adentro, puñetera? ¿Has venido preñada al altar? ¡Golfa! –y la besaba con tanto cariño que ambas se fundieron en un estrecho abrazo.

-Cuando miré hacia el lado de mi madre y Octavio y los vio juntos, de mano no sé porqué me entró terror. Estaban solos, sentados pero flotando en la nave de la iglesia. Octavio sonreía de una forma tan rara… –Y, acercándose al oído de Macu- Ya sabes mis sentimientos hacia donde van, pero te juro que no eran ellos, al menos mi madre y eso hizo que me tambaleara.

Macu quedó muy seria, clavada en el suelo y el atractivo color de su rostro se transfiguró en un tono pálido y mortal. Monce no lo notó, tenía que atender a todos y se reunía con su esposo. Macu se cogió los brazos y se dejó ir para atrás. No quitaba ojos de su querida niña ¿De manera que no sabía nada? ¿Es que la zorra de la madre no la avisó del trance? ¿Y qué decía Monce de haberlos visto en la iglesia? ¿Sentados, cogidos de las manos? ¿Se había vuelto loca de amor por Octavio? ¿Estaba diciendo la verdad? Miles de preguntas afloraron en su linda cabecita que no podía contestar ella sola y dejó que la fiesta continuara por sí sola.

…

El banquete en aquel restaurante había comenzado ya sin la presencia de los novios. Estos estaban en los estudios fotográficos y llegaría poco después. Una pequeña orquesta animaba la fiesta de la boda y todos allí bailaban, comían, charlaban o paseaban de adentro para afuera para fumar sus cigarrillos. En el fondo del local había una mesa alargada que estaba reservada a los novios y los padrinos. Una gran tarta de cinco pisos presidía la mesa que estaba decorada con flores idénticas a la de la iglesia. Llegaron los novios, los presentes se levantaron y aplaudieron la entrada de la pareja hasta que estos llegaron a la mesa. El salón se iluminaba y oscurecía con las intermitencias de los flashes de las video cámaras y las cámaras fotográficas. Todo era jolgorio, alegría, vítores a los novios. La orquesta comenzó a sonar con el "vals del Emperador" y la pareja salió a bailar. Los primeros compases los dieron en solitario y, poco a poco, los que quería bailar comenzaron a llenar la pista de baile.

Estando bailando los recién casados apareció Pilar. Vestía un traje chaqueta ajustado de color beig muy elegante, medias transparentes y zapatos con tacón de aguja del mismo color. Estaba preciosa y muy deseable, los hombres se volvían a mirarla con ojos lujuriosos. Venía demudada y se dirigía hacia la pareja cuando, Macu, que la vio entrar, le salió al paso

-¡No, por favor, Pilar. no les digas nada! ¡Déjales disfrutar un poco más de su boda! Lo que haya ocurrido, que lo sé sin que me lo hayas dicho, es historia. Tengo que contarte algo. ¡Ven!

El vals terminó y, cuando los recién casados se dirigían a la mesa, Pilar fue a saludarlos. Ambas se miraron de frente y los recuerdos afloraron a sus mentes. Monce se previno de su madre, Pilar se acercó, la abrazó estrechamente y lloró mientras la besaba en las mejillas. Estuvieron así un largo tiempo, luego, acercándose a Andrés, hizo lo mismo y, al separarse y dirigirse a la mesa, unos aplausos emocionados llenaron el salón.

La fiesta transcurría alborotadamente, jovial, llena de dinamismo. Músicas muy alegres españolas, sudamericanas, modernas, de rock and rock formaban un popurrí que no permitía que la gente saliera de la pista de baile. Monce, desde su estadio soberano, los miraba con una sonrisa en su rostro pero todo su afán era buscaba a alguien con mucha insistencia y no lo encontraba. Al girar la cabeza hacia el fondo del salón lo vio -¡Gracias, Dios mío!- Se dijo mientras se levantaba y lo miraba con intensidad- ¡Siempre a mi lado, Octavio, no me dejes! ¡Bendito seas, mi vida!

Él la saludaba con la mano y se encaminaba lentamente hacia la puerta de salida. Se reía. El uniforme militar de gala, con aquel sable tan grande, lo hacía tan guapo, tan atractivo que para Monce no había hombre más hermoso que Octavio. Lo siguió con la vista hasta que desapareció por la puerta de salida. En todo el tiempo que duró la celebración de su boda no lo volvió a ver, y ella, entretenida como estaba, no lo echó de menos.

Capítulo 12º

EL MEJOR REGALO DE BODAS

Los novios salieron esa noche de viaje por diez días. Pilar y los consuegros regalaron los billetes de ida y vuelta en avión a Francia e Inglaterra con estancia en el hotel Comfort inn Mouffetard, muy conocido por Andrés. El de Inglaterra quedaba a elección de los novios cuando llegaran.

Monce y Andrés se encontraban a las dos de la mañana tendidos, desnudos, en la cama matrimonial. Él veía por primera vez aquel cuerpo en todo su esplendor y lo acariciaba centímetro a centímetro. Redondeaba los pechos algo aplastados, uno más que otro, por la postura para cogerlos y estrujarlos con fuerza. Los pezones parecían flácidos aunque notó ciertas vibraciones al redondearlos con sus dedos. No miraba a su mujer, estaba extasiado tocando su cuerpo joven y prieto. Bajo por su estómago, jugó con el pequeño ombligo haciendo cosquillas y divisó el pequeño monte de Venus más abajo. Poco poblado naturalmente dejaba ver unos labios normales, algo ennegrecidos por el escaso vello y semiabiertos, cosa que le llamó la atención. Sabía que una mujer joven que no practicara la equitación o deportes duros solía estar sellada, dura y virginal. Se puso serio y, con la suavidad que lo caracterizaba introdujo los dedos entre la abertura y los paseó de abajo arriba, encontrando el clítoris bañado en su mucosa pero no por las caricias recibidas. Siguió hacia abajo y circunvaló la entrada vaginal. No se atrevía a introducir los dedos, no sabía por qué, pero se preservó. Amasó los labios con los dedos de su mano derecha, y acarició la vulva entera pasando toda la mano varias veces por ella. Miró a Monce y la encontró con la cara virada hacia su izquierda, muda, expectante, temblorosa, fría y muy pasiva. Ella cerró los ojos.

Monce lo sentía acariciarla toda. Quería demostrarle afecto, sentirse excitada, pedirle que siguiera mucho más por toda ella, era su marido y tenía que corresponder a los estímulos. No podía, su cuerpo rechazaba aquellas manos plantadas en sus pechos, circunvalando sus caderas, metiéndose en su sexo. Deseaba salir de allí, levantarse corriendo y salir, tal como estaba, de la habitación. Su persona no conocía otras manos que la de su amado Octavio, capaz de ponerla a cien solo con intentarlo. Inmente pedía al cielo fuerza y voluntad pero no llegaba ninguna de las dos. Cuando lo sintió inspeccionar su sexo, tantas veces penetrado, supo que lo sabría y se preparó. Lo había hecho mal desde el pricipio, debió haberlo dicho, contarle la verdad, pedirle que, con su cariño, la fuera apartando poco a poco de un hombre que pertenecía a otra mujer: su madre y no lo hizo. Si el la penetraba, seguro que sí, se daría cuenta por sí solo. Ya era tarde para contar verdades. Y cerró los grandes ojos.

Andrés abrió bastante las piernas de su esposa y fue subiéndose sobre ella. Colocó su pene a la entrada de la vagina y empujó. A medida que entraba se encontraba con la confirmación a sus sospechas. Terminó de introducirla y quedó quieto sobre Monce un rato. Cabeza con cabeza, respiraciones diferentes, tensiones encontradas a punto de estallar. En aquel momento se encontraba en las entraña de una mujer y, fuera su esposa o una puta, había que follarla. Comenzó el coito poco a poco, luego más y ya estaba que se salía de gusto. No pensó en Monce como su reciente esposa sino como una alumna a la que veía diariamente, la deseaba constantemente y que, a base de interpelarla, había conseguido llevarla a la cama y tener relaciones con ella. Se concentró en esa idea mientras se agitaba frenéticamente contra las caderas de ella, su pene entraba y salía sin miramientos, exento de compasión, con maldad. Y eyaculó tranquilamente, jadeando, levantando la cabeza para dar más fuerza a su éxtasis, queriendo llegar al final de la cavidad femenina al apretar su falo contra la muchacha y dejarlo allí hasta la última gota de su corrida. Permaneció encima de su mujer un buen rato. Sintió que su sexo salía y quedaba a las puertas de la vagina y se acostó a la derecha de ella. Ya no bufaba, ahora estaba boca arriba, con el brazo derecho en ángulo encima de su frente.

-¿Quién te desvirgó, Monce? ¿Cuánto hace que tienes relaciones? –Preguntada con voz normal, cadenciosa y agradablemente.

-Hace tres años. He vivido con un hombre al que amo mucho durante ese tiempo.

-¿Me lo dices ahora, Monce, a pocas horas de casarnos? –Había puesto el codo contra la almohada y apoyado la cabeza en la mano. La voz había subido de tono- ¿Sabes el daño que has hecho, mujer? Todo hombre, cuando nos casamos con mujeres jóvenes, esperamos ser los primeros, dejar huellas palpables con la sangre de ella sobre la sábana, desvirgarla, hacerlas y moldearlas a nuestra imagen y semejanza, como hizo Dios, nuestro Señor, al hombre y a la mujer. ¿Y tú, tú… resulta que has jodido como una puta durante tres años? ¡Seguramente todos los días! ¡Diooosssssss!

Se levantó como un poseso de la cama y quedó de pie, delante de ella, desnudo como estaba y los brazos en jarra. Su cara reflejaba lo iracundo que estaba.

-Esto… Esto, Monce, no lo puedo asimilar, ni comprender ni admitir. Soy un hombre católico, creyente y practicante ¡Cómo coño me has hecho esssssto! Y ahora ¿cómo voy a tener relaciones contigo?

Monce saltó de la cama por el lado de André, se puso frente a él, miró hacia su vagina y vio un hilito de semen empezar a rodar por sus muslos.

-Ya has empezado. Me has follado, no es tan difícil ¿Ves? –Y le señaló su vagina húmeda por los flujos de él.

Una sonora y gran bofetada estalló en la cara algo irónica de la mujer. El impacto la lanzó contra la mesilla de noche que tenía detrás y el filo se clavó en su espalda. La fuerza imprimida por el golpe hizo que el cuerpo femenino desprendiera la cajonera del gran panel de la cabecera de la cama y, mujer y mueble cayeran brutalmente produciendo un ruido estrepitoso.

Monce creyó morir por el dolor que le produjo el mueble. Pronto sintió que algo fluía de su espalda. Como pudo, caída de lado en el suelo, pasó la mano hacia atrás y la sacó llena de sangre. Lo miró con un asombro tan evidente que el dolor fue nulo cuando su odio apareció en su transfigurada cara.

-¡Nunca, nunca, hijo de puta, vuelvas a ponerme las manos encima! –Y desde donde estaba, caída, vencida, ofendida en su amor propio, aguantando el inmenso dolor y el llanto que pugnaba por aparecer, Monce lo retó con la vista durante mucho tiempo.

-Como católico que soy, nunca creí decir esto: Quiero el divorcio, Monce

Regresaron a los cinco días. El nuevo matrimonio venía totalmente cambiado. Ella triste, melancólica, encorsetada y él, taciturno y lleno de rencores ocultos. La visión, a primera vista, de los padres de ambos era de pesimismo. Algo no marchaba en la pareja y esperaron tristemente ser informados o que dijeran algo

El lugar de la nueva pareja era el apartamento de Andrés de soltero. Lo habían estado acondicionando para la boda –Ahora- Se dijo Monce, yendo con su marido hacia el piso –Va a ser la mazmorra de mis pesadillas- Al entrar, Andrés le señaló una de las dos habitaciones y ella escogió la que habían elegido para el futuro hijo -¡Ironías del destino! En toda la tarde aquella, ninguno de los dos se dejó ver. Andrés se levantó a las seis, estuvo en el baño media hora y, poco después, Monce sintió la puerta de la calle cerrarse. Ese, día, Monce se suponía tenía una clase a las diez y acudió a ella.

Habían pasado cinco días y la familia de ellos no tenían respuesta del por qué el regreso tan precipitado del viaje de bodas. Los consuegros se llamaban, preguntaban y se veían indefensos ante el despotismo bien definido de la pareja. Sabían que estaban viviendo en el piso, que entraban y salían por separados, que nunca se les veían juntos en la universidad. Se dijeron que, posiblemente, la convivencia pudiera arreglar las desavenencias y optaron por dejar a la pareja arreglarse solos

Macu, conocedora de primera mano de lo sucedido por boca de Monce, se presentó en las oficinas de la empresa de Pilar el mediodía de un miércoles, siete días después del regreso de los recién casados. Primeramente contó lo ocurrido en el hotel y luego dijo.

-Esta mañana, Pilar, Monce se desmayó en clase. Estaba pálida y, cuando se recuperó tuvo vómitos –Se encontraban sentadas una frente a la otra con la mesa del despacho por medio- Ayer sintió mareos pero tuvo una rápida recuperación. Es mejor que la lleves al médico, el golpe que tiene en la espalda, aunque va bien, ha de tener repercusiones.

-Parece ser síntomas de embarazo, Macu, pero, en caso de estar embarazada es muy pronto aún para saberlo. Sí, me acercaré a la universidad y la obligaré a ir al médico. Macu, no sé si mi hija querrá ir conmigo pero tengo que contarle algo y por ahí sí me atenderá.

Madre e hija se encontraron saliendo la segunda con un grupo de alumnos a tomar algo a la cafetería. Monce quedó sorprendida, iba a seguir, pero había mucha gente y no quiso hacerle el feo a su madre.

-Voy hacia la cafetería ¿Te vienes? –Siguió caminando pero se dio cuenta que Pilar estaba quieta en su sitio- ¿Qué sucede, mamá?

-Octavio ha muerto, Monce. Murió el mismo día de tu boda, tres horas antes.

-Ahhh –Monce tenía unas libretas apoyadas en el regazo, se les cayó y, lentamente fue perdiendo el equilibro. Pilar corrió hacia ella, la abrazó y la mantuvo. Unos chicos que pasaban junto a ellas ayudaron a sentar a la joven en los banco cercanos- Dime que no es cierto, mamá… Yo lo vi junto a ti

-En su lecho de muerte dijo que por nada del mundo parara la boda y eso hice. No llegué a tiempo para la ceremonia y, cuando quise decirlo en el restaurante, Macu lo impidió. Ha llegado una carta notarial a casa sobre un testamento. Está a nombre tuyo y mío ¿Sabes algo sobre sus bienes, Monce? –La miraba con ternura, desechando pensamientos molestos

Monce entró en un estado como de epilepsia convulsiva. Comenzó a temblar frenéticamente y Pilar tuvo que pedir ayuda a los que pasaban. Rápidamente la llevaron al interior del edificio de Económicas y unos sanitarios, llamados por Información, acudieron rápidamente donde estaban ellas.

…

El ginecólogo la había observado cariñosamente y tomaba muestras de la mucosidad y de otros elementos vaginales. Llamó a la enfermera y le dio las pruebas y un tarrito con orina de la muchacha.

-Examínelas y tráigame los resultados ahora mismo. Gracias. –La A.T.S. marchó y, haciendo bajar las piernas a Monce de aquello bastones que la habían tenido sujeta, le dijo que se vistiera detrás del biombo- Bien, parece que la recién casadita ha quedado embarazada desde la primera vez. Esperaremos las pruebas pero darle un pronóstico muy aproximado, casi sin equivocarme, tienes un mes de embarazo, días arriba o días abajo. Tu salud es perfecta y el feto se está gestando como debe ser. Enhorabuena, niña. ¿No… No les gusta la gran noticia?

Ya en la calle, en dirección al coche de Pilar, ésta dijo

-Me has vuelto a engañar, Monce. No solo me traicionaste acostándote con mi marido sino que encima te has quedado preñada de él. Ha muerto hace más de doce días, Monce ¿Qué me dices a eso? –La voz le salía de su garganta quebrada, henchida de dolor y angustia- ¿Y tu marido, no cuenta para ti, hija? Ese piso que nos ha dejado a las dos, donde teníais el nidito de amor no lo quiero ver ni pisar jamás. Le cedo mi parte a esa criatura que no tiene culpa de que su madre sea… sea una…

-Dilo, mamá, dilo. Andrés me lo ha dicho en varias ocasiones, ¡puta, puta, puta! Estoy acostumbrada a oírlo. Si por amar más que a mi vida a un hombre que ha desaparecido soy una puta, pues bien, lo he sido con gran orgullo para él, pero que venga Dios y lo vea ¡Adiós, mamá! Me voy, desde ya, a mi hogar, a esa casa que niegas, donde durante tres años fui muy feliz ¡Con Dios, madre!

Estaba desesperada por llegar a su hogar. Cerró la puerta y, corriendo, se dirigió a la alcoba que tanto sabía de sus amores. Lloró ahogadamente durante más de dos horas. Lo fue recordando día a día, sus caricias, sus besos, como le gustaba poseerla en las diferentes modalidades que, ella sin él, no hubiera podido imaginar que existiera, las tardes enteras que se hacían cortas, los fines de semanas fundidos el uno en el otro revolcándose por todo el piso, riendo, jugando, persiguiéndose, desnudos siempre, gozando siempre, un años y el otro y el siguiente… el siguiente…el sigui…

-¡Dios mío, por qué, por qué! Octavio, Octavio, tenemos un hijo… un hijo concebido de la última vez que estuvimos juntos y no lo conocerás jamás. ¡Aquella luz! ¡Sí, ahora me acuerdo, aquella luz! –Se tiraba de bruces en la cama con lágrimas que no paraban de brotarle de sus ojos- Octavio, Octavio, ayúdame a criarlo yo sola, hacerlo y hombre o una mujer el día de mañana ¡Octavio, qué regalo, qué regalo más grande me has hecho!

Suena el timbre de la puerta. Monce queda sorprendida, posiblemente sea el portero, era el único que llegaba, en aquellos tres años, a la puerta. Se levantó, secó sus lágrimas y se dirigió a abrir

-Monce, hija. Podemos… podemos criarlo las dos, por favor… –Pilar estaba en la puerta expectante, suplicando con la mirada, esperando una respuesta

-Pasa, mamá, esta es también tu casa. De todos los presentes recibidos, mamá, este es el mejor de todos, un regalo que sólo gozaremos tú y yo. Ha sido el mejor regalo de bodas.