miprimita.com

El último protector

en Grandes Relatos

El último protector

 

 

     Se dice que en el siglo XIII, Escocia estaba fragmentada en distintos clanes. Cada clan creó su propio imperio imponiendo su ley a los aldeanos que allí vivían.

     Sus fortalezas lucían en las partes altas de las montañas rocosas, y el perímetro era rodeado por una amplia muralla que ejercía la función de escudo. Los aldeanos que decidieran quedarse, debían obedecer y trabajar las tierras a cambio de un mínimo sustento.

     Pronto se estableció una clara diferencia entre clases, marcada por las desigualdades sociales.

     Pocos se atrevía a revelarse contra el sistema, preferían acatar la voluntad del más fuerte y servir de esclavos a sus amos, que ser aniquilados.

     Pero a menudo ese frágil equilibrio era alterado por los continuos saqueos y guerrillas del eslabón más bajo de la sociedad, por ello los más poderosos decidieron establecer el cargo de protector, la figura de un hombre que se encargaría de proteger, hasta el fin de sus días, a los miembros más vulnerables de la comunidad: las mujeres.

Se consideraban que eran los miembros más valiosos por el hecho de poder dar la vida, además de ser unas grandes consejeras, preparadas para guiar a sus maridos en la conquista de nuevas tierras. Por ello, cada mujer, hija de nobles que  naciera, sería protegida e instruida para extender su linaje por otras poblaciones de Escocia.

     Es en este escenario y bajo tales circunstancias, el azar creará una unión que desestabilizará los pilares de una sociedad fuertemente anclada, pues nadie podría adivinar lo que pasaría en la vigesimoctava asignación de protector a las pequeñas herederas.

     —Y a la pequeña Lean Elliot, de seis años de edad, se le asignará al esclavo ciento tres de doce años, el cual desde este momento pasa a ser debidamente  instruido para la misión.

     Los padres de Robert lloraron y abrazaron a su hijo tanto como pudieron, intentando retenerle, pues ambas partes sabían que esa sería la última vez que lo verían, a partir de ese momento pasaría a ser esclavo y todo vinculo o relación con su pasado sería erradicado.

     Lean contempló extrañada como ese niño rubito y de grandes ojos azules era arrancado de los brazos de sus padres entre lloros, lamentos y protestas, pero parecía que nadie salvo ella era capaz de escuchar esas desgarradoras súplicas. No dejó de mirar como los guardias de su padre se lo llevaban a la fuerza, y esa imagen le dio tanto miedo que apretó con más fuerza la mano de su madre.

     Aquella tarde se habían asignado protectores a cinco niñas de seis años, pero solo Lean sintió lástima del chico que, de esa forma tan brusca, había dejado de ser un niño para convertirse en un hombre.

     —Tienes que perseguirme tú, ¿preparado?

     Lean sonrió y empezó a correr por la colina, su esclavo tardó un tiempo en reaccionar y perseguirla para intentar atraparla.

     —¡Deja de correr! –le gritó desde la distancia.

     Lean descendió tan rápido por el pequeño peñasco que acabó cayendo de bruces contra el suelo y tras el fuerte impacto, su pequeña mandíbula golpeó una roca y se le cayó un diente.

     La sangre empezó a emanar de su boca a borbotones, para cuando él llegó, ya no había nada qué hacer.

     —¡No, no, no! –chilló con desesperación.

     Su esclavo se quitó con rapidez la camisa y la llevó a la boca de Lean para detener la hemorragia.

     Ella se asustó por el llamativo color de la sangre y empezó a llorar desconsolada.

     —Vamos, tranquila, esto no es nada –dijo dando pequeños toquecitos suaves a la brecha que se había abierto en su labio inferior.

     —Se me ha caído un diente –sollozó abriendo su pequeña manita para mostrárselo.

     Él suspiró y se sentó sobre la hierba, colocando la cabeza entre las rodillas.

     —No te preocupes, volverá a crecer, aún no te han salido los dientes definitivos.

     —¿De verdad? –preguntó esperanzada.

     —Sí.

     —Oh. –Miró su pequeño diente ensangrentado y pronto se sintió mejor– ¿Qué te pasa? –preguntó en vistas que él no decía nada

     —Seguro que me azotan por esto, otra vez.

     Lean le miró sin comprender.

     —¿Por qué?

     —¿Es que acaso no es evidente? Cada vez que te caes, cada vez que te haces daño, yo pago las consecuencias. Me cuesta mucho hacerme cargo de ti, ¿sabes? Los otros no parecen tener tantos problemas, pero tú... –dijo señalándola con ambas manos– No haces más que ponerte en peligro a cada paso que das.

     —¿Si yo me caigo te castigan?

     —Así es.

     Lean se acercó para estudiar sus cristalinos ojos azules.

     —¿Y te duele?

     Él emitió un pesado suspiro.

     —No debería estar hablando contigo, y menos de estas cosas. Por favor, si no es mucho pedir, no se lo digas nadie.

     —¿También te castigarían por hablar conmigo?

     Él asintió sin mirarla.

     —No se lo diré a nadie, y tampoco diré que me he caído.

     —Lo verán, siempre lo ven, la herida de tu labio...

     —Por eso no quieres jugar conmigo, ¿verdad? Tienes miedo de que me haga daño porque acabarán castigándote.

     —No puedo jugar contigo, yo no estoy para eso.

     —Pero eres un niño –afirmó con el ceño fruncido.

     —No soy un niño, soy... un esclavo, y se supone que tengo que protegerte de cualquier peligro, incluso de los que tú misma te ocasionas.

     Lean intentó procesar toda esa información, aunque no fue capaz de entender la magnitud del problema.

     Contempló de cerca el rostro triste de su esclavo y llevó una mano a su mejilla para hacerle reaccionar, él la apartó de inmediato y puso distancia entre ambos.

     —No me has dicho tu nombre.

     —Esclavo –respondió con rapidez.

     —Digo tu nombre de verdad.

     A él se le llenaron los ojos de lágrimas.

     —Ese es mi nombre ahora.

     —Quiero saber el que tenías antes.

     —No, no puedes saberlo. Si algún día se te escapa sabrán que he hablado contigo.

     —¡Pero no se lo diré a nadie! –protestó en vistas de que no cedía a nada de lo que le pedía.

     —Lo siento, no puedo arriesgarme.

     —Dímelo –le imploró–, por favor...

     El esclavo suspiró y en apenas un susurro dijo:

     —Robert. Me llamaba Robert Bell.

     —¡Me gusta tu nombre! Cuando no haya gente te llamaré así.

     Él la miró escéptico, sintiendo que había cometido un gran error, pues no era de extrañar que se le escapara su nombre y le castigaran por ello.

     La tarde llegó a su fin y Robert cogió a la pequeña Lean de la mano, asegurándose que no encontraba una nueva piedra en la que tropezar hasta llevarla a su casa. En cuanto su cuidadora advirtió su labio enrojecido y las pequeñas magulladuras de su rostro, Robert supo que no habría fuerza humana capaz de librarle de su castigo.

     Uno de los guardias lo vapuleó hasta llevarlo a las mazmorras y ordenó que se retirara la camisa.

     Él inspiró profundamente y así lo hizo, aceptando su castigo.

     Las cicatrices de latigazos anteriores se entrecruzaban como un entramado de hilos. Robert cerró fuertemente los ojos, preparándose para el primer impacto.

     ¡Zas! Las cuerdas de piel aterrizaron contra su espalda separándole la carne al primer golpe, un chillido ahogado resonó entre el eco de la habitación.

     ¡Zas! El segundo latigazo retorció su cuerpo hacia delante y el dolor le sacudió como una ola de tsunami.

     Mientras tanto, Lean se escapó a hurtadillas de su habitación y esquivó con habilidad a los distraídos guardias hasta llegar a las mazmorras sin ser vista, allí, semiacostado en el suelo, se hallaba Robert. Uno de los hombres de su padre volvía a azotarle, así una y otra vez, llevándose con las cuerdas de su herramienta fragmentos de piel bañados en sangre. Sus ojos se dilataron por la sorpresa y en su garganta se formó un nudo que le impidió respirar.

     Si había algo que había aprendido aquella tarde, era que sus acciones tenían consecuencias, y por nada del mundo quería que alguien volviera a pegar a su esclavo.

    

     —¿Me lo dejas ver?

     —¿El qué? –preguntó Robert frunciendo el ceño.

     —Las heridas.

     Él tragó saliva y negó avergonzado con la cabeza.

     —No puedo.

     —¿Por qué?

     —Ya lo sabes –susurró– Esas cosas no son de tu incumbencia.

     —¿Te hicieron mucho daño?

     —No.

     —Pues te oí gritar.

     Robert se giró enérgico en la dirección de Lean.

     —¿Me oíste?

     —Bajé a escondidas y vi lo que te hicieron –constató avergonzada.

     —Se supone que no deberías haberlo visto.

     —¿Me las enseñas, por favor?

     —No puedo.

     Lean le miró un tanto molesta.

     —Entonces juguemos, ¿me persigues?

     Robert abrió los ojos de par en par con el corazón en un puño.

     —¡No! N-No corras, por favor... –tartamudeó.

     Ella se cruzó de brazos delante de él, esperando a que acatara su orden. A sus seis años ya sabía hasta qué punto podía exigir a sus criados y ninguno de ellos se podía negar. Robert suspiró y aceptó su primera petición dándose la vuelta con resignación, y con mucho cuidado, se quitó la camiseta intentando moverse lo menos posible, ya que sus heridas en pleno proceso de curación, aún le escocían.

     Cuando Lean vio las rojizas grietas ensangrentadas, sus ojos se llenaron de lágrimas. Instintivamente llevó su pequeña manita y rozo sutilmente una de ellas antes de que Robert intuyera sus intenciones y acabara cubriéndose de nuevo.

     —Hoy no me encuentro demasiado bien —procedió Robert, girándose en la dirección de Lean.

     —No te preocupes –aceptó ella recostándose a su lado–, hoy no me moveré de aquí.

     —Gracias... –susurró Robert sintiéndose repentinamente más aliviado, ahora podía relajarse, cerrar los ojos un instante y descansar, era lo único que necesitaba para poder recomponerse.

     Pasaron dos años, Robert y Lean crearon una inocente amistad a espaldas de los demás.

     Por las tardes ella salía a pasear y su esclavo la acompañaba hacia un lugar seguro, alejado, donde podían sentarse bajo la sombra de los árboles y conversar. Lean siempre llevaba consigo un libro que empleaba para enseñar a leer a su esclavo. Pese a que a él no le estaba permitido acceder a la cultura, no quería dejar pasar la oportunidad de complacer a su ama, que disfrutaba al máximo enseñándole cada cosa nueva que aprendía.

     Pero aquella tarde él no estaba de humor, no únicamente por la dureza de los entrenamientos a los que le sometían diariamente, en los que le enseñaban a luchar y manipular armas para emplear en caso de necesidad, además esa tarde algo superior se fraguaba en su interior: el fin de sus días tal y como los conocía.

     —Bien, ahora dime qué te pasa, ¿por qué hoy no quieres participar en la lectura?

     —Lo siento, ama.

     Ella puso los ojos en blanco.

     —Te he dicho muchas veces que me llames Lean cuando estemos a solas.

     Él agachó la cabeza.

     —Simplemente hoy no me apetece.

     —Quiero saber el motivo, ¿es que te han vuelto a castigar?

     —No, en realidad desde tu última caída hace tres meses no me han castigado.

     —¿Entonces?

     —Mañana van a...

     —A... ¿qué? –preguntó sin entender.

     —Van a castrarme.

     Ella le miró con el rostro inexpresivo.

     —¿Qué es eso?

     El esclavo bufó frustrado.

     —Van a amputar una parte de mi cuerpo.

     —¡¿Cómo?! ¿Por qué? ¿Es que he hecho algo que...?

     —¡No! No es por eso –se apresuró a negar con la cabeza–. Se lo hacen a todos cuando cumplimos catorce años.

     —¿Y por qué hacen una cosa así?

     Se encogió de hombros.

     —No lo sé, no me han hablado mucho de eso, pero es algo que me da miedo. Dicen que hay algunos esclavos que mueren después de los días por el dolor...

     —¿Por qué iban a querer hacer algo así?

     —Es más seguro para cumplir nuestra misión, es algo que si superamos nos hará más fuertes y eficaces.

     —Me parece horrible.

     —A mí también.

     —¿Y cómo lo hacen?

     Robert se encogió de hombros.

     —No lo sé.

     Ambos se quedaron en silencio, pensando en cómo se llevaría a cabo una operación de ese calibre.

     —Pues creo que deberíamos ir a verlo.

     Él hizo una mueca y negó con la cabeza.

     —No sé si quiero ver eso, Lean.

     —Pues yo sí. ¡Vamos!

     La niña se dirigió con paso firme hacia la aldea, su esclavo la siguió dos pasos por detrás mirando en todas direcciones, asegurándose que no había ninguna amenaza alrededor.

      Su intuición la condujo hacia la casa de los enfermos, era el nombre que recibía la casa más cercana a la iglesia, donde acudía la plebe a tratar las dolencias que por su gravedad, no podían atender en sus hogares.

     En cuanto llegaron al lugar lúgubre y retirado, situado a las afueras del poblado, se agazaparon bordeando la pared de piedra hasta llegar a la a la ventana más próxima.

     —No deberíamos estar aquí, esto puede ser muy peligroso y si nos encontramos con un rebelde no podré...

     —¡Shhh! –le silenció Lean haciendo un gesto con la mano– ¿Oyes eso? –susurró.

     Él agudizó el oído y muy a lo lejos distinguió un grito de angustia. La piel se le tornó de gallina en el acto.

     Esos gritos siguieron escuchándose, cada vez más cerca, mientras los dos permanecían expectantes,  pegando su cuerpo a la pared de la casa hasta llegar a una ventana que les permitía observar lo que hacían en el interior.

     Decenas de camastros de paja invadían el interior de la habitación, y sobre estos algunos hombres agonizando de dolor, otros durmiendo, y más allá, en un rincón, habían cuerpos envueltos en sábanas, preparados para ser enterrados.

     Ambos se agacharon al mismo tiempo cuando llevaron al chico, de la misma edad de Robert, al centro de la habitación y entre tres personas lo obligaron a sentarse en una enorme roca plana con las piernas colgando a cada lado. Habían soldados que ayudaban a separar sus extremidades y un cuarto hombre utilizaba una enorme maza de madera para golpear su entrepierna contra la piedra con una fuerza desmedida.

     Lean ahogó un chillido tapando la boca fuertemente con su mano, el sonido quedó amortiguado por el alarido de dolor del joven, segundos antes de que se lo llevaran desmayado hacia otra habitación.

     Entonces el hombre que empuñaba su maza anotó su nombre al final de la lista y ordenó a sus ayudantes que trajeran al siguiente.

     Robert se quedó congelado tras ver la escena con sus propios ojos, jamás se le hubiera pasado por la mente que algún día tendría que pasar por eso.

     Lean lo zarandeó, obligándole a reaccionar, pues tras ver lo que allí hacían, quería regresar a casa cuanto antes.

     —¡Robert! Vámonos, por favor...

     Ella tiró de él con mucha fuerza, hasta que finalmente consiguió arrancarlo del suelo.

     —No podré soportarlo –sollozó una vez consiguió recuperar el habla.

     Lean suspiró, de alguna forma se sentía responsable de él y saber que iba a correr la misma suerte que el otro chico, era algo que también le afectaba.

     —Yo no quiero que te hagan eso... Ojalá pudiera...

     —No es culpa tuya –sentenció con pesar–, siempre se ha hecho así. Mañana dejaré de ser un hombre completo y... bueno, no podremos vernos durante tres días. Es el tiempo que dejan para recuperarse de...

     —No te preocupes, Robert, se me ocurrirá algo. No dejaré que esos hombres te toquen.

     Él sonrió fugazmente, aunque esa sonrisa no llegó a iluminar sus ojos azules. Lean aún era una niña, solo tenía ocho años y en ocasiones le parecía tan madura... Era como una adulta en miniatura y además le trataba bien, ¿a qué más podría aspirar? ¿Quién le iba a decir hace dos años que la niña más traviesa y escurridiza de todas, aquella de la que no podía apartar la vista ni un segundo, iría creciendo más rápido que las demás y sería buena y generosa con él? Cada día robaba comida a escondidas para dársela, le enseñaba a leer, le hacía pensar, compartía con él sus pequeños secretos y algunas que otras fechorías y encima tenía la voluntad de ayudarle. Aunque en esta ocasión no había nada en su mano que pudiera hacer; nadie podía escapar de su destino.

     Lean pasó toda la noche pensando en Robert. Sabía que no podía hablar con nadie, ni pedir que le hicieran un favor tan grande como hacer que a su esclavo le trataran diferente al resto, las veces que había intentado interceder por él para librarle de algún castigo, sus padres la habían reprendido, pues jamás podía ver a su esclavo como a un ser humano, él estaba justo por debajo en la escala social. Su única misión era servir y protegerla siempre, sin reservas, esa era la única razón de su existencia, velar para que ella saliera adelante y se convirtiera en una mujer fuerte y decidida, capaz de casarse con alguien importante de las poblaciones vecinas, ampliando así sus tierras y trayendo al mundo un séquito de hijos capaces de llevar lejos el buen nombre  de su familia.

     Tan pronto amaneció, Lean salió por la ventana de su habitación, y por primera vez desde que tenía memoria, caminó sola por los senderos, centrándose en todos y cada uno de los sonidos hasta llegar al lugar donde instruían a los jóvenes esclavos. Lean vio como adiestraban a los niños, algunos eran más jóvenes que Robert. Les sometían a duras peleas entre ellos, les enseñaban cómo sostener una espada o utilizar un puñal.

     Junto a las cuadras, dando agua a los caballos, se encontraba su esclavo. Esa mañana estaba exento de ejercicios porque tenía que enfrentarse a un sacrificio mayor.

     —¡Robert! –le llamó entre susurros.

     El esclavo se giró enérgico al reconocer la voz de su ama, en cuanto él la vio, Lean le hizo señas con la mano para que la siguiera.

     Como buen siervo amaestrado, no lo dudó. Dejó sus quehaceres y corrió para acatar su voluntad.

     —¿Qué estás haciendo? ¡No puedes estar aquí! Si te ven me meterás en un buen lío. Además, sabes que no puedes salir sola y durante tres días, está prohibido que...

     —Ya lo sé, escucha, he pensado lo que vamos a hacer.

     —¿Vamos?

     —Sí, para que no te catren.

     —¿Catren? Castren, Lean, van a castrarme –confirma con pesar, y al decirlo, sintió nauseas.

     —Pues eso, ya sé lo que vamos a hacer, ¡ven!

     Juntos se encaminaron hacia una zona oscura, cerca del lugar donde Robert iba a perder su hombría.

     —Lean, de verdad, agradezco tus desvelos, pero creo que es mejor que te acompañe a casa. Nos veremos dentro de tres días como si nada hubiese pasado, lo prometo.

     Hizo ademán de cogerla del brazo pero ella se apartó rápidamente.

     —Vamos a hacer lo que te digo, hazme caso, funcionará.

     Robert suspiró con resignación.  

     —¿Qué propones? –preguntó al fin.

     Lean sonrió fugazmente.

     —Lo tengo todo pensado. Solo tienes que dislocarme el brazo izquierdo.

     —¡¿Cómo dices?! –preguntó en un tono más alto del que estaba acostumbrado a emplear con su ama.

     —Quiero que me des un tirón aquí –dijo señalándose el brazo izquierdo– y yo correré a la casa de los enfermos, alegando que jugando me he caído. Puesto que se trata de mí, me atenderán de inmediato. Aprovecharé para distraerles y entonces apuntaré tu nombre en la lista de los esclavos intervenidos, tú solo tendrás que fingir y ponerte en un camastro, disimular durante tres días.

     —Pero... Eso no tiene ningún sentido. Sabrán lo que me pasa tan pronto vengan a hacerme las curas.

     —Pues diles que te duele mucho y que no quieres que te toquen, que tú mismo te encargas de eso. No creo que te obliguen a nada, a la vista está que a ninguno de esos hombres les gusta ese trabajo.          

     Se hizo el silencio durante un segundo.

     —No va a funcionar, además, jamás podría hacerte daño, ¿es que no lo entiendes?

     —Nadie sabrá que me lo has hecho tú, me castigarán a mí porque alegaré que he salido sin permiso, pero a ti nadie te dirá nada porque en teoría hoy estás ocupado en otras cosas y no puedes estar pendiente de mí.

     —Pero ¿qué te pasará a ti?

     Lean se encogió de hombros.

     —A mí no me azotan.

     Robert suspiró, por un momento quiso creer que su plan podría funcionar, pero tan pronto pensó esa posibilidad un sentimiento indescriptible se apoderó de él: jamás podía hacer daño a Lean, iba en contra de su naturaleza, de sus creencias, de su personalidad, de todo cuanto le habían enseñado...

     —No puedo hacerlo, lo siento. Es demasiado arriesgado.

     Lean le miró con ojos llameantes.

     —Puedo hacerlo yo, pero no resultaría creíble, además, no sé cómo hacerlo sin perjudicarme demasiado, te recuerdo que debo estar cuerda, al menos el tiempo suficiente, para anotar tu nombre.

     Robert caminó inquieto de arriba abajo, nervioso, pasando las manos por su cabello con frenesí, sopesando los pros y contras.

     —¡Hazlo! –le animó.

     Ella extendió su brazo, esperando a que él obedeciera.

     —¿Por qué quieres hacer todo esto por mí? No lo entiendo.

     —Robert, eres más que un siervo para mí. No Puedo ver que te hacen daño y no reaccionar.

     El esclavo tragó saliva. No podía creer que Lean, la niña a la que supuestamente debía proteger, quisiera también hacer lo mismo por él. Él no podía elegir, era un deber que le había sido impuesto, sin embargo ella sí tenía opción, la opción de ignorar, seguir adelante y despreocuparse de temas que le eran ajenos. Aunque en lugar de eso prefería dar la cara por él, ayudarle e incluso sufrir daños para defenderle.

     —¿Lo vas a hacer o no? –insistió enseñándole una vez más el brazo izquierdo.

     —No puedo...

     Ella suspiró y cogió la mano de él con brusquedad, aferrando los dedos alrededor de su brazo.

     —Que sea rápido –le ordenó.

     Robert suspiró, aferrándose a su pequeño brazo con decisión, como si fuera la llave que le permitiría seguir siendo el hombre completo que quería ser.

     —¿Preparada? –preguntó en voz baja con resignación.

     —¿A la de tres?

     Él le dedicó un asentimiento de cabeza.

     —Uuuuuuna... –empezó ella alargando la palabra tanto como le fue posible.

     —Dooooos... –continuó él imitándola.

     —¡Y tres!

     ¡CLAC!

     —¡Ahhh...! –chilló cayendo de rodillas contra el suelo.

     —¡Lo siento, Lean! ¿Qué he hecho? Lo siento tanto... Por favor, perdóname.

     —Me duele –sollozó con lágrimas en los ojos.

     —Déjame que te acompañe, por favor...

     —¡No! –chilló ella ignorando su ayuda para ponerse en pie– Quédate aquí y haz lo que te he dicho, en cuanto anote tu nombre entra por la ventana y acuéstate.

     —Pero...

     —Ahora déjame.

     Lean se dirigió con paso inseguro hacia la casa de los enfermos, intentando no dejarse vencer por el dolor, aunque cada vez se sentía más débil, no pensaba desfallecer cuando estaba tan cerca de alcanzar su objetivo.

     Gritó para que la oyeran desde el interior, el llanto no tuvo que fingirlo, tan pronto el dolor creció en su cuerpo, solo tuvo que dejarlo fluir.

     Alertados por los gritos, los soldados salieron a su encuentro y enseguida se percataron de quién era esa muchacha joven, de cabello negro e increíbles ojos verdes que pedía ayuda.

     —¡Señorita Elliot!

     La llevaron hacia la habitación de la gran piedra y la sentaron en una mesa de madera. La curandera se aproximó y examinó su brazo con detenimiento.

     —Me he caído y me he hecho esto, no he debido salir sola, no...

     —¿Y su esclavo? –preguntó la mujer examinando su frágil cuerpo por si habían más heridas.

     —Durante tres días él no...

     —Entiendo. ¿Aun así ha salido sola?

     Asintió avergonzada.

     —Hay que colocarle el hueso en su lugar –alegó mirando al mismo hombre que el día antes empuñaba la maza.

     —Podéis traerme un poco de agua antes de...

     La mujer asintió y dedicó un movimiento de cabeza al hombre para que fuera a por agua.

     Cuando se quedaron solas, Lean observó que el cuaderno de notas se hallaba tras de ella, en la misma mesa donde estaba sentada.

     —¿Y algo para morder? –le pidió a la mujer.

     Ella se giró para buscar por la habitación algo que pudiera colocar entre sus dientes, se ausentó un segundo y Lean supo que ese era el momento.

     Se giró y sostuvo el cuaderno, observó la larga columna de números que estaban escritos, no se veía el nombre de los esclavos, tan solo los dígitos que le habían asignado. Lean recordó el número ciento tres, esas tres cifras se instalaron en su cabeza desde que Robert apareció en su vida, no solo las recordaba, además las había visto marcadas en su antebrazo derecho más de una vez.

     Cogió la pluma, la embadurnó en tinta y anotó el número intentando copiar la forma de los trazos de números anteriores.

     Depositó cuidadosamente el cuaderno en su lugar y sintió que ahora si podía descansar tranquila, dejar que sus párpados se cerraran mientras la mujer volvía a colocarle el hueso en su lugar.

     Robert esperó escondido hasta ver a Lean salir de la casa, acompañada de un hombre robusto que la llevaba en brazos. El coche de caballos se aproximó, y cuando ambos estuvieron dentro, desapareció provocando una gran polvareda tras su marcha.

     Ese fue el momento en el que Robert se adentró en la habitación y se cubrió con las sábanas cerrando los ojos al mismo tiempo, simulando estar dormido tras perder la consciencia después de haber sufrido una supuesta intervención dolorosa.

     —¡Lean! ¿Puedes oírme? –susurró Robert desde los barrotes de la ventana de la chica.

     Ella reaccionó enseguida y retiró las sábanas que la cubrían para ir hacia la ventana. Aferró la mano derecha a uno de los barrotes de hierro y él la rodeo con las suyas. Se había enfilado metiendo los pies entre los salientes de las rocas solo para volver a verla.

     —Me han castigado. Hoy mismo han ordenado instalar estos barrotes y me han cerrado con llave.

     —Lo siento mucho, Lean. ¿Cómo está tu brazo?

     —¡Oh! —Lo miró y giró para que él pudiera apreciarlo. Se lo habían inmovilizado para que no pudiera moverlo hasta estar completamente recuperado– Bien, casi no duele. ¿Y tú?

     —Ha funcionado –dijo dedicándole una fulgurante sonrisa–. Creen que ya he sido intervenido, solo debo imitar a los esclavos que están a mi lado, actuar como ellos, como si a mí también me hubieran...

     —Me alegro, de verdad. Pero ¿qué estás haciendo aquí?

     —Me he escapado, no soporto estar ahí, es tan desolador... Además con esta oscuridad no verán que he desaparecido.

     —Aun así no deberías arriesgarte tanto.

     —Lo sé, ya me voy, solo quería saber cómo estabas.

     Lean sonrió y despegó la mano del barrote para poder acariciar el dorso de la suya.

     —Estoy deseando que pasen estos tres días, no soporto estar encerrada...

     —Ya lo sé. Cuando volvamos a vernos iremos al lago, o al bosque, o nos perderemos por la montaña... Iremos donde quieras y no te reprenderé, te lo prometo.

     Lean volvió a sonreír.

     —Me alegra que estés bien –susurró dando un decisivo paso para colocarse delante de él, a su altura, y así poder abrazarle guiando su brazo entre los barrotes.

     —Nos vemos dentro de tres días.

     Lean asintió y le dejó marchar, viendo como se perdía entre la negrura del bosque.

     Durante los años siguientes Robert se había empleado a fondo en los ejercicios y pronto logró destacar entre los demás. Era rápido, valiente, decidido, un buen luchador. Incluso sus habilidades no pasaron desapercibidas ante los soldados más experimentados, por lo que en ocasiones requerían de sus servicios para la instrucción de los miembros más jóvenes. La clave de su éxito no era otra que la de ser el mejor para servir sin error a su ama, que se había convertido en todo para él y jamás se olvidaría de la deuda que tenía con ella.

     A sus veintiún años su cuerpo se había desarrollado muchísimo, el duro entrenamiento al que se sometía todos los días había forjado un cuerpo atlético y musculado. Incluso sus ojos turquesa parecían mucho más grandes y contrastaban con su cabello rubio platino. Se había convertido en un hombre llamativo y apuesto, al que todas las amigas de Lean miraban, sin embargo ella no había apreciado esa increíble transformación, pues no había ni un solo día que no se vieran.

     Aquella tarde Lean estaba en el centro del salón, subida a una pequeña banqueta de madera. La modista le estaba tomando medidas para la confección de un vestido de fiesta. Robert aguardaba paciente, próximo a la puerta, erguido, serio y con las manos entrelazadas delante del cuerpo. Esperaba el momento en que su ama se bajara de la banqueta para dar el paseo de las tardes.

     Al igual que Robert, Lean también se había desarrollado. A sus quince años su cuerpo era el de una mujer alta, esbelta y de curvas sinuosas. Su cabello, pese a que siempre lo llevaba recogido, era excepcionalmente largo, suelto llegaba a la altura de las corvas, y lo más llamativo era el brillante color negro que bañaba su melena. Sus ojos eran como dos esmeraldas entalladas, perfectamente puestas en un rostro de porcelana.

     Miró a la criada que tomaba sus medidas, ciñendo la cinta métrica alrededor de su cintura a través del vestido que llevaba.

     —¿Ya has acabado?

     —Si no deja de moverse, señorita, no voy a acabar nunca. 

     —Pero es que llevamos aquí un buen rato y...

     —¡Lean! –le reprendió su madre– No tienes ninguna prisa.

     —Verá, madre, en realidad sí. Me gustaría salir antes de que se hiciera de noche.

     —¿Por qué tienes que salir todos los días?

     —Necesito el aire en mis pulmones, sentir el olor de la tierra, escuchar el canto de los pájaros, palpar la suavidad de las rosas...

     Su madre puso los ojos en blanco.

     —Haz el favor de estarte quieta –le ordenó sin un ápice de humor en la voz.

     Lean suspiró con resignación y extendió los brazos, dejando que le tomaran las medidas.

     —¿Ya?

     —No. –Respondió la criada que se empezaba a cansar del constante movimiento de la joven.

     —¿Y ahora?

     —He dicho que no, señorita.

     Lean emitió un largo suspiro, dejándose guiar por las manos de la criada que ahora le daba la vuelta.

     —¿Has terminado ya? –preguntó mirando a su esclavo que la observaba aguantando estoicamente la risa.

     —Ya está –la criada emitió un frágil suspiro– Ya puede irse.

     —¡Perfecto! –exclamó saltando de la banqueta con energía.

     Se cuadró frente a su inexpresivo esclavo y en tono divertido añadió:

     —Esclavo, acompáñeme.

     En cuanto él se colocó tras su espalda, ella abrió la puerta con premura.

     —No llegues muy tarde, Lean, no quiero que tu padre se enfade.

     —Solo será un momento... ¡Ay se me olvidaba!

     Caminó hacia la mesa del salón y cogió el libro que horas antes había depositado sobre ella, seguidamente abrió un pañuelo de tela y fue metiendo galletas hasta que no cupieron más.

     —Creía que no te gustaban esas galletas –observó su madre sin perder de vista el ritual de movimientos de su hija.

     —Pero tengo un poco de hambre –alegó dándose la vuelta con energía.

     —En serio, Lean, no vengas tarde.

     —No lo haré.

     Se despidió con rapidez y salió corriendo en dirección al bosque, solo cuando perdieron de vista la casa le dio a su esclavo las galletas que había cogido.

     —Come –le ordenó— Hoy vas a tener que coger fuerzas.

     Robert aceptó las galletas de buena gana.

     —¿En qué lio piensas meterte esta vez?

     —¡Oh, vamos! No finjas que «mis líos», como tú los llamas, no te gustan.

     —Si me permites decirlo, más que gustarme o no gustarme me dan miedo.

     Lean sonrió y esperó a que su esclavo acabara de masticar el último pedazo de galleta para decir:

     —¿Preparado? ¡Cógeme!

     Lean empezó a correr montaña abajo, sujetaba su vestido para no tropezar, al tiempo que aguantaba el libro con una mano. Sorteó las piedras, los pequeños arbustos y no se atrevió a girarse por miedo a comprobar que Robert estaba a punto de alcanzarla, y así fue. Antes de llegar a la gran pradera, Robert rodeó su frágil cuerpo con sus fuertes brazos y la volteó en el aire mientras aterrizaba sobre la hierba húmeda con su espalda, asegurándose que ninguna parte del cuerpo de su ama se escapaba a su control.

     —¿Revisión de daños? –Preguntó Robert deshaciendo el abrazo alrededor de Lean.

     Ella se incorporó lentamente, aún estaba algo mareada, pero evidentemente no se había hecho ni un solo rasguño, había caído sobre el torso de su esclavo.

     —Estoy intacta –reconoció impresionada.

     Robert asintió satisfecho consigo mismo.

     Lean se separó, buscando una sombra en la que refugiarse del brillo desmedido del sol. Poco a poco fue sentándose, recostando la espalda en el tronco de un viejo álamo, su esclavo la imitó.

     —Hoy traigo un libro de medicina –empezó Lean emocionada.

     —¿De medicina? —Robert inclinó el libro para leer en el lomo: "versos para Damas".

     Lean sonrió y lo abrió con sumo cuidado, como si con el leve roce de las yemas de sus dedos fuese a desintegrarse.

     Efectivamente, y para sorpresa de su esclavo, en el interior había un libro de medicina. Lean había arrancado las cubiertas para camuflar el libro que realmente le interesaba en su interior.

     —Mira Robert, no te pierdas esto... –dijo pasando las páginas con cuidado hasta llegar al punto exacto que quería mostrarle.

     Había abierto el libro deteniéndose en unos dibujos muy explícitos del cuerpo humano, donde un hombre y una mujer estaban expuestos al detalle.

     Robert estudió ambos dibujos sintiéndose algo avergonzado, pero no osó decírselo a su ama, que parecía absorta repasando con el dedo índice la curva de la cadera de la mujer representada.

     —¿Los hombres sois realmente así? –preguntó sin dejar de mirar los dibujos.

     —Supongo...

     —Vaya... Y dime, ¿has visto alguna vez a una mujer desnuda?

     Robert se revolvió inquieto y ese movimiento alteró la concentración de Lean, que alzó el rostro para mirarle.

     —Nunca he visto desnuda a una mujer, bueno, sin contar a mi madre, pero era un niño y los recuerdos que guardo de esa época son confusos.

     —Pues yo nunca he visto a un hombre desnudo, es decir, conozco las diferencias que hay entre el cuerpo de un hombre y una mujer, pero... –se encogió de hombros– Creo que nunca he visto el cuerpo de un adulto desnudo.

     —Ah.

     —¿Cómo eres tú? ¿Eres igual que el del dibujo?

     El esclavo carraspeó, empezó a sentir una presión extraña en el estómago y al parecer, su ama no era capaz de apreciar su incomodidad, o tal vez sí lo veía y decidió ignorarlo porque la necesidad de esclarecer sus dudas era más fuerte que cualquier otra cosa.

     —Más o menos, sí.

     —Increíble.

     Se quedaron en silencio, a medida que transcurrían los segundos él se sentía más incómodo.

     —¿Y alguna vez has hecho el acto sexual con alguna mujer?

     —¡¿Qué?! ¡Por supuesto que no!

     Lean desató una discreta risita.

     —¿Y te gustaría? –preguntó con curiosidad.

     —No. –Su "no" fue rotundo– No se me permiten esa clase de privilegios, además, te recuerdo que en teoría yo no podría...

     —¡Es verdad! –exclamó Lean impresionada– ¿Crees que por eso os castran, para anular vuestro instinto sexual? ¿O tal vez lo hacen para que no exista ese tipo de tentación entre ama y esclavo?

     —Pues supongo que es una mezcla de ambas cosas, aunque no nos lo explican así.

     —Entonces nosotros estamos cometiendo un pecado –afirmó Lean con humor–, sin duda iremos al infierno.

     —E incluso en el infierno seguiré protegiéndote.

     La chica sonrió y pasó una página de su libro, ahora únicamente estaban representados los órganos reproductivos masculinos.

     —Veamos... –dijo tocando determinadas zonas de su dibujo donde se indicaba los nombres del órgano– Glande, pene y testículos. Interesante.

     Robert carraspeó, no quería reconocer por nada del mundo que ver a Lean tan interesada en el aparato masculino le producía estremecimientos de excitación.

     —He oído decir que cuando un hombre se siente sexualmente atraído por una mujer su miembro se empina porque su cuerpo desea poseerla. ¿A ti te ha pasado alguna vez?

     Evidentemente Robert ya había experimentado esa sensación, más de una vez había imaginado una escena sexual, e incluso se había tocado para experimentar con su cuerpo, pero prefería morir a admitir delante de Lean ese hecho. No quería que supiera que muchas veces pensaba en ella, que era la causa de que algunas noches se levantara con un punzante dolor en los testículos por haber permanecido muchas horas con una erección que no había llegado a liberar. Lean era la única mujer que conocía, que había visto crecer, convertirse en una hermosa mujer... El cariño que les había unido toda la vida se convirtió en amor no bien alcanzó la pubertad, pero ese era su gran secreto, pues sabía cuál era su situación y que no le estaba permitido amar. Por todo ello, contestó a la pregunta de su ama con un seco «no».

     —Puede que se deba a que todavía no has encontrado a una mujer que te guste, que físicamente reúna las cualidades que te excitan.

     Él se encogió de hombros, se sentía muy avergonzado, y más porque la única mujer que reunía esas cualidades la tenía justo delante.

     —Leslie Kerr. Creo que es la chica más guapa, su pelo rubio, sus ojos azules, sus labios sonrosados... Sé que la inmensidad de su belleza hace que muchos hombres poderosos se planteen la posibilidad de cortejarla. Seguro que ella te gusta.

     Robert arrugó la nariz. Como esclavo había acudido a actos acompañando a su ama y sabía de qué muchacha le hablaba. Para él, físicamente era una chica del montón, pero si a ese hecho se le sumaba que era fría, creída y un cruel ser humano que trataba a su esclavo peor que a su mascota... era el tipo de mujer en el que, como hombre, nunca se fijaría.

     —Leslie no tiene nada especial, particularmente no la encuentro atractiva.

     —¿Y a quién considerarías atractiva?

     Él se encogió de hombros, negándose a entrar en detalles.

     —Pero qué me dices de ti, ¿hay algún muchacho que te guste?

     Lean se lo pensó durante un rato. Su mente recreó rápidamente los rostros de los hombres que estaban a su alcance y no halló ninguno lo suficientemente atractivo como para merecer su interés.

     —Conozco a pocos hombres, hasta ahora no...

     Alzó el rostro para mirar a su esclavo, le encantaba perderse en el mar azul de sus ojos, siempre tranquilos, relajantes... Podía admitir que Robert era guapo en todos los sentidos que podía atribuir a un hombre, pero habían muchos obstáculos que le impedían verlo como algo más.

     —Me estaba preguntando... –empieza Lean haciéndose la remolona.

     —¿Qué?

     —Si podrías enseñarme como eres sin ropa.

     —¡¿Cómo?!

     —Es mera curiosidad científica, solo quiero corroborar que lo que hay en el dibujo es cierto.

     —¿Y no te vale con que te dé mi opinión?

     —No es lo mismo –reconoció haciendo una mueca– ¡Oh, vamos Robert! Solo te pido que me dejes verte, no es algo tan horrible.

     —¿Es una petición o una orden?

     Lean se lo pensó.

     —Una petición.

     —Pues si es una petición, me niego.

     Ella se quedó descolocada.

     —Entonces rectifico, es una orden.

     Robert resopló con indignación.

     —Lean, no creo que sea apropiado que...

     —Es una orden –repitió con seriedad.

     En ese momento Robert supo que no podía negarse. Lean era su dueña, si quería verle desnudo él no podía impedírselo, pues su mente y cuerpo estaban a su entera disposición. Siempre.

     El esclavo cogió aire, intentando contener la vergüenza que le producía la situación, y desabrochó el botón de su pantalón. Volvió a coger aire y lo retiró con el pulgar todo lo que pudo. Lean se inclinó para mirar lo que se escondía en su interior, descubriendo un miembro semierecto, grande, de apariencia suave y algo peludo.

     —Se parece al del dibujo, aunque es más bonito.

     Robert contuvo la sonrisa.

     —¿Puedo cubrirme ya, ama?

     —Sí, claro.

     —Gracias.

     Él volvió a abrocharse el pantalón, recuperando parte de su dignidad momentáneamente perdida.

     Lean se colocó a su lado y siguió pasando páginas de su libro, señalando y haciéndole todo tipo de preguntas incómodas, pero todo cambió al ver el dibujo del órgano reproductor masculino es estado de erección, ella no podía dar crédito a que la excitación hiciera que este aumentara de tamaño considerablemente y adoptara esa postura que a su parecer era antinatural.

     —Quiero verla así –dijo mirando a su esclavo.

     —Es imposible –se afanó en contestar él.

     —¿Por qué?

     —Porque eso no funciona así, no obedece a las órdenes...

     —Eso ya lo veremos, déjame verte otra vez.

     —Lean, no...

     —No es una petición –le recordó–. Es una orden.

     Su esclavo cerró los ojos un instante, intentando detener el frenético latido de su corazón, antes de volver a desabrochar su pantalón y volver a realizar los mismos movimientos que minutos antes.

     Lean volvió a aproximarse, inclinándose ligeramente encima de él para no perder detalle de su miembro.

     —Ahora debes excitarte.

     Él contuvo la risa.

     —Me temo, ama –dijo remarcando la palabra con acritud–, que no puedo obedecer a su orden esta vez, no es algo que pueda hacerse sin más, esas cosas llevan un proceso.

     —¿Y si te enseño los dibujos de la mujer desnuda que hay en el libro?

     Robert puso los ojos en blanco.

     —Tampoco funcionaría.

     —No perdemos nada por probar...

     Lean pasó rápidamente las páginas hasta encontrar los dibujos femeninos y le obligó a sostener el libro mientras ella no perdía detalle de su miembro, incluso utilizó las manos para retirar el pantalón y obtener un mejor plano de él.

     Robert apenas miró fugazmente los dibujos de la mujer desnuda que Lean había depositado en sus manos, bastó con percibir la proximidad de su ama cerca de su miembro, sentir como sus manos aguantaban el pantalón e incluso podía percibir el calor de sus finos dedos a escasos centímetros de su parte más vulnerable. Todo ello hizo que creciera en su interior un deseo incontrolable, mezclado con imágenes que había conseguido recrear su mente acerca de cómo debía ser el cuerpo de su ama debajo del vestido, y pronto, esa inexperta parte de su cuerpo empezó a llenarse de sangre y se expuso exultante frente a Lean. Ella se acercó más, maravillada por lo rápido que ese trozo de carne, aparentemente flácido, se había convertido en algo grande y duro. El deseo de palpar ese bello falo erecto pudo más que cualquier otra cosa, así que sin pensárselo demasiado llevó uno de sus finos dedos y recorrió fugazmente su miembro de la base al glande. Robert dio un respingo y no dudó en apartarse de ella.

     —¿Qué pasa?

     —Es una zona muy sensible, además, no está bien que...

     —¿Es que tú también vas a censurarme? –preguntó enervada.

     —Esto no está bien, Lean, soy tu esclavo y debemos mantener las distancias. Si llegaran a enterarse de esto no sé lo que podría pasarnos.

     —Nadie va a enterarse de nada, será nuestro secreto. Debes entender que para mí esto es nuevo y quiero aprender.

     —Preferiría no hacerlo, si se me permite opinar.

     Lean suspiró, sabía que podía hacer que su esclavo cumpliese todas y cada una de sus órdenes, pero pese a disponer de ese poder, siempre le enseñó a decir su opinión, a hablar y cuestionarse las cosas, no quiso anularlo por completo como habían hecho algunas de sus amigas.

     Ambos se pusieron en pie y caminaron en dirección a la casa, poco tenían que decirse, sus mentes estaban ocupadas con escenas vividas esa misma tarde. Para los dos había sido una experiencia nueva: Lean había visto el cuerpo de un hombre fuerte y guapo desnudo, y él había descubierto el reciente interés de su ama hacia el sexo.

     Robert bajó la guardia unos segundos para seguir inmerso en sus pensamientos, y no pudo ver como todos sus movimientos estaban siendo estudiados por un grupo rebelde hasta que se vieron rodeados.

     —Mirad qué sorpresa, es la pequeña de los Elliot. Teniéndola a ella tendrán que escucharnos.

     Robert estiró uno de los brazos de su ama colocándola tras su espalda.

     —Sobre mi cadáver –dijo desafiando al líder con la mirada.

     —Tranquilo, no tenemos intención de hacerte daño, tú no nos interesas, no eres más que un rehén de la alta sociedad, así que vamos a liberarte. Déjanos a la chica y márchate, desde hoy eres libre.

     —¡No iré a ninguna parte! –rugió enervado.

     —Sabemos que has sido instruido para protegerla, además, somos conscientes de todo lo que te han hecho –el líder señaló a uno de sus compañeros–, al igual que tú él también fue esclavo y le ayudamos a escapar de la prisión en la que vivía retenido.

     —Lo saben todo –dijo el joven centrándose en Robert–, créeme, amigo, ninguna mujer vale ese suplicio, nadie debería tener poder para disponer de la libertad de un hombre. Nosotros podremos protegerte si decides unirte a nuestra lucha.

     El corazón de Lean latió embravecido; esta era la oportunidad que se merecía su esclavo, elegir, poder seguir sus propios pasos, dejar de deber lealtad a quienes le han hecho tanto daño, las mismas personas que le han apartado de su familia, que lo han maltratado, obligado a padecer hambre, a luchar para sobrevivir... Era la oportunidad de abrirse camino y coger aquello que por derecho le pertenecía y desde su nacimiento le habían arrebatado: la libertad.   

     —No lo entenderéis, lucharé con mi vida para protegerla, jamás la dejaría en vuestras manos.

     —¿Por qué te importa tanto? No es más que una mujer, ni siquiera es de tu sangre.

     —Aun así mi respuesta sigue siendo no.

     El líder negó apenado con la cabeza.

     —En ese caso no nos dejas más alternativa que matarte, no podemos dejarte marchar, llevamos mucho tiempo intentando tener una oportunidad como esta. Si nos hacemos con ella podremos negociar y tendremos una oportunidad para defender lo que es nuestro y garantizar un futuro para nuestros hijos.

     —¡Pues a qué esperas! ¡Mátame!

     Los hombres se cuadraron y desenvainaron sus espadas, Robert hizo lo mismo, retrocediendo al mismo tiempo para retener a Lean entre su espalda y grueso tronco de un árbol.

     El primero en atacar fue uno de los miembros más jóvenes. Robert estudió con rapidez las cinco personas colocadas en semicírculo con la espada en la mano, esperó a que su atacante se acercara y alzara su espada con la intención de cortar su cabeza para descender unos centímetros y clavar su arma debajo del pecho. Atravesó su cuerpo de un solo y decisivo movimiento, esquivando sin error los huesos de las costillas para que su hoja pudiera deslizarse entre la carne como si estuviera partiendo mantequilla.

     Nada más retirar la espada ensangrentada, el cuerpo del chico yació sin vida a sus pies. La rabia de los rebeldes se disparó e iniciaron una sangrienta cacería. Robert luchó todo el tiempo que pudo impidiendo dejar el menor hueco que expusiera a Lean, pero pronto no tuvo más remedio que guiar su cuerpo para seguir luchando, momento en el que el líder aprovechó para hacerla su rehén, mientras los otros intentaban defenderse de las envestidas de su esclavo, que en ningún momento bajó la guardia. Evitaba las espadas con una facilidad increíble y pese a las magulladuras y los cortes superficiales, seguía atacando con una ferocidad desmedida.

     Nadie pudo dar crédito a como un solo hombre era capaz de esquivar con facilidad los ataques de los miembros más expertos, y fue eliminando uno a uno a sus atacantes, hasta que no quedó nadie más que su líder, que sostenía a Lean con una mueca de incredulidad en el rostro.

     —Suéltala y prometo no matarte –dijo -Robert con la voz segura, sin titubear.

     —Los has matado a todos... –constató con los ojos abnegados en lágrimas– Eran hombres buenos y nobles, con familia, que luchaban por un futuro mejor, hombres como tú...

     —Te lo vuelvo a repetir, suéltala.

     —Ahora no puedo hacerlo. Las personas que has matado no habrán muerto en vano.

     El hombre llevó la hoja de su espada al cuello de Lean y Robert dejó fluir toda la rabia que le poseía. Tiró su espada al suelo para recorrer con agilidad los escasos metros que le separaban y no dudó en sostener la hoja de la espada con sus propias manos para retirarla del cuello de su ama. En sus dedos se marcaron unas profundas heridas, pero eso no le detuvo, en cuanto logró retirar la espada de su cuello, formó dos apretados puños y golpeó con fuerza el rostro del líder, sin dejar opción a que se recompusiera. Lean le sujetó un brazo, intentando detener la desmedida paliza, pero Robert estaba cegado y siguió golpeando la cara del joven, incrustando el puño en su cráneo que ya empezaba a deformarse. No atendió a la llamada de su ama, solamente se dejó llevar por la ira que le consumía hasta que su cuerpo dijo: basta.

     Robert abrió las palmas de sus manos y vio como su sangre dibujaba un definido camino hasta perderse en la tierra húmeda del bosque.

     Lean lloraba desconsolada en una esquina, rodeada de cadáveres muertos a manos del hombre que creía su amigo.

     —Lean...

     —¡Los has matado! No eres más que un monstruo.

     —Iban a hacerte daño, he cumplido con mi deber, mírate, estás viva.

     —¿A qué precio? ¿Realmente esos hombres se merecían tu ensañamiento? Solo estaban luchando por una vida mejor...

     Robert se acercó a ella, poniéndose en cuclillas para estudiar el rostro de su ama. No entendía su reacción, él únicamente había cuidado de ella, como tantas otras veces.

     No volvieron a dirigirse la palabra hasta que llegaron a casa de Lean.

     El señor Elliot escuchó con atención el relato de su hija, que hablaba a través de un llanto incontrolado, luego, preguntó a Robert para corroborar la historia, incluso llevó a la guardia al bosque para que recogieran los cadáveres, y ordenó colocar sus cabezas en lanzas que sirvieran de advertencia a todas aquellas personas que quisieran revelarse.

     Tras ordenar que curaran las heridas de Robert, el señor Elliot quiso recompensar su obra invitándole a cenar, no antes de que lo hicieran los señores.

     Lean no tenía hambre, miró su plato y lo retiró con delicadeza hacia un lado. También se resistió a mirar a su esclavo, de pie junto al resto de criados del servicio, esperando su turno para comer, tal y como había ordenado su padre.

     —Quiero cambiar de esclavo –dijo Lean dirigiéndose hacia su padre.

     Robert no pudo ocultar su cara de asombro y tragó saliva con ansiedad, no quería pensar en apartarse de ella, era su ama, la razón completa de su existencia.

     —¿Por qué? –preguntó su padre sin dejar de mirarla.

     —No puedo tener a mi lado a un asesino. Me niego.

     —No voy a deshacerme de él, Lean. No únicamente es el mejor esclavo que hay, el más fuerte y competente, además hoy ha demostrado que podemos confiar plenamente en él. No quiero para mi hija nada menos que lo mejor, y él es el mejor que hay para ti.

     —¡Pero padre! Él no...

     —No quiero volver a hablar de este asunto. Si no tienes nada más que decir, será mejor que te calles.

     Lean cerró la boca y miró de reojo a su esclavo, constatando que estaba dolido por su actitud y eso era justamente lo que quería provocar. No le interesaba realmente deshacerse de él, pero quería demostrarle, desde lo más profundo de su ser, que estaba decepcionada.

     El castigo de Lean se extendió durante semanas. Ignoró a su esclavo todo lo que pudo, incluso en sus paseos se limitó a actuar como si él no existiera. Cuando él quiso iniciar un mínimo diálogo con ella, Lean no dudó en mostrar su orgullo, recordándole cuál era su posición y que no podía dirigirse a ella bajo ningún concepto. Robert quiso revelarse, pero descartó la idea al ver que su ama hablaba en serio.  

     Y así pasaron los días, los dos ardían en deseos de romper ese enorme muro que se había levantado y volver a sus diálogos, pequeñas bromas, confesiones... Pero Lean no podía desprenderse de esa postura infantil sin dejar de demostrar a su esclavo todo el rencor que aún sentía en su interior.

     Esa mañana, Lean asistió a una merienda en casa de su amiga Leslie Kerr y una cuantas compañeras más. Ellas hablaban de pequeñas trivialidades, cotilleos y algún que otro pretendiente que las agasajaba con flores de tanto en tanto.

     El tiempo pasaba rápido para las señoritas de buena posición, y a los dieciséis años, se consideraba que estaban en la edad casadera, algunas de ellas ya habían sido comprometidas con hijos de nobles de poblaciones vecinas, pero Lean no quería ni oír hablar de matrimonio, tan solo la idea de yacer junto a un hombre le infundía un pavor inconmensurable.

     Leslie cogió a Lean del brazo, apartándola del grupo, y juntas se dirigieron a los jardines que rodeaban la esplendorosa finca Kerr, incluso ordenaron a sus esclavos que mantuvieran las distancias para poder hablar con familiaridad.

     —Dime, Lean, ¿ya le has besado?

     —¿A quién? –preguntó despertando de su ensoñación.

     —A tu esclavo, ¡vamos!, solo tienes que verlo, salta a la vista que es guapísimo.

     —¡¿Pero de qué hablas?! ¡Es un esclavo!

     —¿Y? No se trata de prometerte en matrimonio Lean, solo de practicar antes de que llegue el hombre adecuado.

     Lean la contempló extrañada.

     —¿Es que acaso tú lo has hecho?

     —¿Yo? ¿Con el mío? ¡Por supuesto!

     —¿Y cómo ha ido?

     Hizo una mueca.

     —Bastante bien, si les das algo de tiempo aprenden y casi es como besar a una persona de verdad –lean arrugó el rostro ante ese argumento, por lo general odiaba que privaran de la condición de persona a los esclavos, pues para ella sí lo eran, tenían exactamente lo mismo que los demás, no obstante, no osó contradecir a su amiga en ese momento–. Así que imagino que besar al tuyo debe ser todavía mejor, ¿has visto que ojazos tiene? Y esos labios... –corroboró mirándolo desde la distancia– Tienes mucha suerte. Lástima que no podamos probar otras cosas con ellos.

     —¿Otras cosas? –preguntó Lean arrugando el ceño.

     —¿Te acuerdas del libro de medicina que te presté? Pues los esclavos no tienen todo lo que se supone que tienen que tener ahí abajo...

     —¡Por favor Leslie! No continúes con esto, me haces sentir muy incómoda...

     Ella le miró sorprendida.

     —¿Por hablar de un esclavo? ¡Oh, vamos Lean! No seas infantil –se rió con maldad– Ellos están solo para servir, no saben hacer otra cosa.

     —Aun así me incomoda que hables de ellos de esa manera.

     —Siempre saltas a la defensiva con estos temas, ¿por qué?

     —Porque no me gustan.

     Leslie suspiró.

     —¿Y no tienes curiosidad por saber cómo es tu esclavo? ¿No te gustaría compararlo con el mío? Podemos intercambiarlos durante una hora, o mejor aún, el mío ya sabe besar, puedes practicar con él.

     Lean se detuvo en seco. El rostro le ardía y su corazón latía con fuerza.

     —¿Qué quieres pedirme exactamente, Leslie?

     Ella rió y sostuvo los puños cerrados de su amiga, masajeando el dorso de la mano con el pulgar intentando relajarla.

     —Me gustaría probar con el tuyo, saber si son todos iguales o existen ciertas diferencias entre ambos.

     —¿Quieres besar a mi esclavo?

     Leslie inclinó la cabeza mientras se lo pensaba.

     —Sí, quiero besarle y ver cómo es desnudo. Tampoco me importaría hacer que me besara todo el cuerpo, es tan guapo...

     Lean deshizo rápidamente el contacto con su amiga.

     —¡Estás loca! –espetó retrocediendo el camino andado a paso ligero.

     —¡Oh, vamos! No te enfades, solo es un juego, el mío podría enseñarte todo lo que le he enseñado, te gustará, te lo prometo...

     —Si es tan genial, quédatelo.

     —Eres una niña egoísta, ¿Sabes? ¿Qué hay de malo en comparar?

     —No deberías jugar de esa forma con ellos, no está bien.

     —Solo podemos experimentar con ellos, no me digas que no sientes esa curiosidad, esas ganas en lo más profundo del estómago de hacer que tu esclavo te toque, te bese en zonas prohibidas...

     —No, Leslie, yo no siento eso. Y ahora si me disculpas..., se me ha hecho un poco tarde.

     —Bueno, está bien. Solo espero que no digas nada de lo que hemos estado hablando.

     —Puedes estar tranquila.

     Lean salió disparada de la casa de su amiga y cuando se alejó lo suficiente, ralentizó la marcha y se colocó al lado de su esclavo.

     —Lo siento –Dijo Lean, mirando el profundo mar en calma de Robert.

     —No sé por qué se disculpa, ama.

     —¡No me llames así, por favor! Perdóname por todo lo que te he hecho... –sentenció liberando unas gruesas lágrimas que se apresuró a atrapar con la mano antes de que cayeran al suelo.

     —Lean, tranquila, no has hecho nada por lo que debas pedirme perdón. Lo entiendo, ¿de acuerdo? Entiendo que te incomodara ver como mataba a esos hombres delate de ti, entiendo que te asustaras, que me hicieras percibir tu disgusto, lo entiendo...

     Lean rió y se sentó en el suelo mientras de sus ojos salían nuevas lágrimas. Robert la siguió y se colocó con prudencia a su lado, sin invadir su espacio.

     —No solo debes perdonarme por eso...

     Robert la contempló frunciendo el ceño.

     —¿Por qué más?

     —No debí obligarte a que te mostraras desnudo frente a mí, ni mucho menos presionarte para que te excitaras, eso no estuvo bien y me siento tan mal...

     Robert desvió la mirada, sintiendo como sus mejillas ardían literalmente.

     —No te preocupes, ya lo he olvidado.

     —Pues yo no. Me siento fatal por ello...

     —En ese caso, te perdono.

     Lean alzó el rostro y sonrió con fugacidad.

     —Leslie quería tener un momento a solas contigo –Robert la miró sin entender–, al parecer ella disfruta experimentando con su esclavo, le obliga a besarla, tocarla y... –hizo un gesto de evasión con las manos– Quería hacer lo mismo contigo.

     Robert no sabía cómo reaccionar, la sinceridad de Lean le había dejado sin palabras.

     —Tal vez a ti te gustaría... –continuó desviando la mirada– Ya sabes, saber lo que se siente al besar a una mujer como ella. Si quieres puedo darle permiso para...

     —Lean... –se obligó a interrumpir Robert– Por favor, ¿se me permite opinar en esto?

     —¡Claro! Sabes que siempre he tenido en cuenta tu opinión.

     —Bien, pues entonces no lo hagas. No quiero estar con una mujer como ella, no quiero que me bese y mucho menos que alguien como Leslie descubra mi secreto...

     Lean bajó el rostro apenada.

     —Así que es eso lo que te preocupa, tienes miedo de que descubra que eres un hombre completo y pueda irse de la lengua...

     Robert suspiró.

     —No, Lean, no quiero que le des poder sobre mí a Leslie porque yo únicamente quiero ser tuyo.

     Lean frunció el ceño.

     —¿Qué significa eso exactamente?

     —Eres la única persona a la que debo lealtad, confío plenamente en ti y me dolería que me cedieras a una amiga con esa frialdad.

     —¿Antepondrías tu deseo como hombre por la lealtad que me debes?

     —Sí, pero ese no es el caso. Leslie no despierta en mí ese deseo del que hablas.

     —¡Pero es preciosa!

     —Ya te lo he dicho, a mí no me gusta.

     —¿Por qué? –le presionó Lean alzando la voz.

     —Porque no eres tú.

     Robert no fue plenamente consciente de esas palabras hasta que acabaron de salir de su boca, Lean tampoco pudo dar crédito a esa verdad innegable, y es que ella también empezaba a sentir cierta atracción por él. Era inútil negarlo cuando estuvo a punto de perder la compostura solo con pensar en las oscuras fantasías que quería realizar su amiga con él.

     —¿Te gusto? –quiso asegurarse Lean.

     Robert suspiró y asintió con la cabeza.

     —¿Y puedo pedirte una cosa?

     Robert alzó el rostro, pero los ojos de Lean estaban lejos de él en ese momento.

     —Siempre.

     —Es una petición, no una orden, así que si te niegas no pasa absolutamente nada. No cambiará mi actitud contigo, ¿entiendes?

     —Está bien.

     Lean alzó el rostro para mirarle.

     —Quiero estar segura de que realmente lo entiendes bien, Robert, no me enfadaré porque no quieras hacerlo.

     —De acuerdo, ¿qué quieres pedirme?

     Lean se armó de valor y se cuadró con decisión frente a su esclavo.

     —¿Puedes besarme?

     Robert se quedó extrañado, descolocado, no por la petición en sí, sino por cumplir uno de sus deseos ocultos. Había soñado muchas veces con los labios de su ama, con la suavidad de su cuerpo, con poder abrazarla o sentirla inmoralmente cerca, pero jamás pensó que tuviera una mínima oportunidad con ella, y en ese momento, de forma inesperada, había dejado de ignorarle para pedirle un beso, incluso barajaba la posibilidad de que él quisiera negarse, ¿negarse? ¡¿Cómo podría negarse?!

     —Sí... –susurró incorporándose ligeramente hasta estar a escasos centímetros de ella.

     Sus ojos verdes eran un poderoso talismán que le hipnotizaban, invitándole a adentrarse en ellos. No esperó más y Robert ladeó su rostro para acomodarse mejor a los labios sonrosados de su ama, y traspasando los últimos milímetros, la besó con suavidad, separando lentamente sus carnosos labios, percibiendo su calor en ellos y cómo con el leve roce su deseo crecía como una llamarada sin control dentro de su cuerpo. Siguió moviéndose con delicadeza, interpretando sus jadeos, aprendiendo de sus movimientos, correspondiendo a la demanda que ella exigía hasta que ambos decidieron poner fin a ese beso, para leer las primeras impresiones en el rostro del otro.

     No estuvieron más de dos segundos comunicándose con la mirada cuando Lean volvió a invadir su espació y apresó sus labios con una apremiante necesidad. Empezó a jugar pincelándolos con la punta de su lengua, invadiendo su boca, sintiendo como él se desvivía con cada roce, como su calor se expandía e incluso podía percibir el evidente cosquilleo de la excitación en su bajo vientre. Para ella eran sensaciones nuevas, despertadas únicamente con un beso, pero a medida que avanzaban los segundos, tenía la sensación de que no solamente hablaban sus labios, cada poro de su piel quería sentir a Robert, disfrutar de él...

     Lean se separó jadeante y contempló satisfecha que su esclavo se sentía igual.

     —¿Te ha gustado?

     A Robert se le escapó la risa y por primera vez en su vida, obedeció a un deseo culto y volvió a besarla. Ella rodeó su cuello con las manos, reteniéndole mientras su cuerpo era tumbado sobre el lecho de hierba. Las manos de Robert se ajustaron a su estrecha cintura mientras sus labios se entregaban a fondo para despertar sus ganas, al tiempo que daban rienda suelta a su pasión.

     A Lean le gustó percibir el cuerpo de Robert encima del suyo, se sentía profundamente deseada cuando él la tocaba así, desprendiéndose de su papel de esclavo para actuar como el hombre que era en realidad.

     —Es increíble –reconoció Robert en un momento de lucidez, dejando espacio para que Lean volviera a incorporarse– Jamás he sentido nada parecido.

     Lean sonrió y sostuvo con firmeza la mano de su esclavo.

     —Yo tampoco.

    

     Desde ese momento se desató la locura. No había un solo día que no aprovecharan las oportunidades en las que estaban solos para besarse, ambos aprendían juntos, empezaban a descubrir nuevos límites y a conocer las debilidades del otro, estaban participando en un juego peligroso sin ser plenamente conscientes de ello.

    

     Lean acarició la nuca de Robert sin dejar de corresponder al beso, y sutilmente, descendió acariciándole con las yemas de sus dedos el hombro, la musculatura de su firme brazo y acabó el recorrido sobre el dorso de su mano. Lean sostuvo la mano masculina y la condujo cuidadosamente por su pierna, evitando los metros de tela que la cubrían hasta llegar al muslo por encima de los zaragüelles.

     Robert se dejó llevar mientras ella guiaba su mano por su cuerpo sin dejar de besarla, cada vez con más deseo, con más necesidad... Lean no se detuvo y arrastró la mano de su esclavo hasta alcanzar el pubis, por encima de la fina prenda de ropa.

     En ese momento, la pasión se desató sin encontrar censura alguna, Robert introdujo su mano a través de la ropa interior y por primera vez en su vida acarició la intimidad femenina.

     Lean jadeó al sentir el calor de sus caricias, al percibir el contacto superficial de sus dedos sobre el vello púbico y cómo se deslizaba recorriendo el camino que marcaba la grieta que separaba sus labios vaginales.  Los besos se interrumpieron, dejándose guiar por un deseo mayor. Lean gimió y se agarró con fuerza a la espalda de Robert, sintiendo un espasmo de excitación.

     —¿Quieres que continúe? –Preguntó él jadeando, alertado por la reacción de la joven.

     —Sí –reconoció con un hilo de voz.

     Robert no la hizo esperar y siguió adentrándose en esa estrecha grieta que percibía cada vez más húmeda. Lo primero que le llamó la atención fue su alta temperatura, y pensó que sería inmensamente placentero sentir ese envolvente calor en su miembro, ese pensamiento le bastó para desatar un involuntario jadeo, mientras seguía soldado al cuerpo de de Lean, percibiendo la fuerza de su abrazo sobre su espalda. Sus dedos siguieron masajeando la zona, estudiando como con cada nuevo movimiento el cuerpo de ella se tensaba, se humedecía y le buscaba, orientándose involuntariamente para que sus dedos siguieran el recorrido exacto.

     No tardó en encontrar un pequeño agujero, un agujero que parecía contraerse con el leve roce de su dedo, y él decidió presionar con excesiva lentitud. Esperaba que su ama le detuviera, pero al no escuchar queja alguna siguió presionando, dilatando esa pequeña entrada acolchada y suave.

     —¿Qué sientes? –Preguntó Lean intentando recobrar el aliento.

     —Me gusta sentir las reacciones de tu cuerpo.

     —¿Y no te da cosa hacer eso? ¿Tocarme así?

     Robert escondió la risa.

     —No. ¿Y a ti? ¿Te da cosa que yo te toque?

     —No, al revés, me gusta.

     Robert asintió satisfecho.

     —Pero también quiero tocarte yo, si me dejas... No es una orden –se afanó en puntualizar.

     Él se incorporó lentamente y se puso junto a su ama, acostándose de lado.

     Lean interpretó el gesto como un "sí" y se alzó, imitando los movimientos que él había iniciado antes. Se recostó encima de él y empezó a besar sus labios, provocando que poco a poco se relajara antes de llevar su mano a la entrepierna por dentro del pantalón y empezar a acariciarle. No podía verlo, pero sí percibir cómo su miembro estaba erecto. Se sorprendió de su dureza y sobre todo de su suavidad. Instintivamente su cuerpo reaccionó y empezó a imaginar cómo sería sentir esa parte del cuerpo de Robert entrar lentamente en ella, acomodándose en lo más profundo de su ser.

     —A mí también me encantan las reacciones de tu cuerpo –susurró entre beso y beso.

     —Yo también quiero tocarte... –dijo Robert subiendo lentamente el vestido de ella, esquivando la ropa interior y volviendo a percibir esa parte tan cálida y confortable.

     Los dos se acariciaron siguiendo el ritmo que marcaban sus cuerpos inexpertos, que por primera vez empezaban a disfrutar del sexo.

     Robert regresó a ese pequeño agujerito, que parecía querer engullir su dedo cada vez que lo acercaba. Empezó a hundirlo de nuevo, mientras ella movía la piel de su miembro arriba y abajo con suavidad, maravillada por sentir cómo se deslizaba entre sus dedos.

     Él hundió su dedo hasta el fondo en el momento cumbre de excitación y Lean emitió un leve quejido.

     —¿Estás bien? –preguntó alarmado– ¿Te he hecho daño?

     —No... –susurró– Sigue.

     Robert introdujo un segundo dedo en su pequeño orificio y empezó a moverlos con delicadeza; le encantaba sentir cómo ella se humedecía y poco a poco empezaba a cavarse un hueco en su interior.     

     Los dos se dejaron llevar atendiendo únicamente a los deseos de sus cuerpos hasta llegar al orgasmo. Robert quiso detener la mano de Lean antes de correrse, pero no pudo llegar a tiempo y más cuando ella presionó su mano junto a su pubis con fuerza, manteniéndola firmemente anclada hasta alcanzar el clímax.

     Los dos permanecieron en silencio unos minutos, acompasando su errática respiración, tocando a su vez la intimidad del otro hasta que no tuvieron más remedio que separarse.

     —Ha sido... ha sido...

     —Increíble –concluyó Robert.

     Lean sonrió y miró la humedad que empapaba el pantalón de Robert; era la primera vez que presenciaba a eyaculación de un hombre.

           

     Los días se sucedieron y cada vez los dos iban un poco más lejos en sus juegos. A estas alturas los amantes ya no tenían prácticamente límites y ansiaban sus pequeños momentos juntos, esos momentos en los que daban espacio a la imaginación y a los sentimientos.

    

     —Me encanta cuando haces eso... –dijo Lean orientando su largo cuello para permitir el acceso a su esclavo.

     —¿Esto? –quiso asegurarse, besando con suavidad la parte que hay detrás de la oreja.

     —Sí...

     —No te muevas,  Lean, quédate quieta –susurró cerca de su oído.

     Con cuidado, Robert inclinó el rostro de la joven hacia atrás y utilizó la lengua para trazar un camino que iba del lóbulo de la oreja a la base de la mandíbula. Lean se estremeció emitiendo un leve suspiro.

     Pero su esclavo no se detuvo, siguió saboreando su largo y precioso cuello mientras llevaba las manos a la espalda de la muchacha, y poco a poco, iba deshaciendo el corsé que la oprimía para descubrir, por primera vez, ese cuerpo blanco y sedoso que decenas de veces había recreado en sus sueños.

     En cuanto consiguió desatar los nudos del vestido, fue abriéndolo desde el cuello y descubriendo sus delicados hombros. Se excitó en el acto al sentir el suave roce de la piel sedosa, jamás imaginó que un hombro pudiese ser tan erótico, claro que no se trataba de un hombro cualquiera, era el hombro de Lean.

     —Quítate la camisa... –jadeó ella llevando sus pequeñas manos a los botones de su camisa.

     Robert obedeció su deseo y se desprendió rápidamente de la camisa. Lean le contempló atónita, llevando una mano a su torso desnudo para acariciar su fino vello. Repasó con cuidado su marcada musculatura, admirando cada parte de su cuerpo. No podía creer que su esclavo escondiese tanta perfección debajo de su vieja ropa.

     Sin más dilación, Robert sintió la necesidad de volver a acercarse y continuó esculpiendo el cuerpo de Lean con suaves besos. Se deleitó con su hombro, luego, arrastró su vestido descubriéndole el pecho. Se detuvo unos segundos para estudiarlo con atención, sin lugar a dudas era precioso, firme, en su justa medida y terriblemente sensual. Acomodó sus grandes manos a los perfectos senos  y los acarició como si se trataran de valiosísimas piezas de oro.

     —¿Puedo besarlos? –preguntó sin apartar su mirada de ellos.

     Lean asintió y seguidamente, sintió como la lengua de Robert dibujó sus aureolas, centrándose después en los firmes pezones, que estiró con delicadeza utilizando los labios hasta que se endurecieron completamente.

     La muchacha empezó a respirar con dificultad, no podía describir las sensaciones que estaba experimentando su cuerpo, ni controlar el continuo movimiento de su pecho mientras luchaba por respirar.

     La calentura de los dos amantes les llevó a despojarse de sus ropas entre caricias, besos, gemidos, lenguas... ambos aprendían, experimentaban y ante todo, se entregaban a una pasión que a estas alturas ya era incontrolable.

     Robert fue tumbándola progresivamente sobre su lecho, percibiendo como cara poro de su piel se impregnaba de ella. Sus manos descendieron de sus pechos al vientre y se colocaron a ambos lados de sus caderas, reteniéndolas mientras seguía besándola.

     Lean relajó su cuerpo a las caricias y separó ligeramente sus piernas, dando paso a su esclavo. Él no desaprovechó la oportunidad de volver a palpar esa parte tan vulnerable de la mujer, llevó sus dedos hacia su intimidad siguiendo las reacciones de su cuerpo, que parecían guiarle. Sus dedos volvieron a hundirse en su grieta húmeda, separando los labios y palpando el abultado clítoris en su recorrido.

     Los jadeos contenidos de Lean hizo que él se excitara todavía más, y sintió la necesidad de llevar el placer de la muchacha un poco más lejos. Escuchando las demandas de su cuerpo, descendió hasta cuadrarse frente a su sexo y decidió continuar ahí con sus besos.

     Lean se retorció de placer al sentir el jugueteo de su húmeda lengua, su piel se volvió de gallina y sintió un cosquilleo que descendió rápidamente hacia su bajo vientre, amenazando con liberarse.

     Para Robert este nuevo descubrimiento había despertado sus instintos más ocultos y ya no era dueño de sí mismo, sus inesperadas reacciones tomaron el control de su cuerpo y le guiaron, diciéndole en cada momento lo que debía hacer, o cómo debía tocar a su ama. El dulce jugo de ella se abría paso entre sus labios, era, sin lugar a dudas, lo mejor que había probado jamás.

     Cuando Lean dio las últimas sacudidas sobre la boca de su esclavo para liberar su orgasmo, Robert ascendió, limpiándose la humedad de sus labios con el dorso de la mano antes de volver a ponerse sobre ella, controlando el peso de su cuerpo para permitirle cierto movimiento debajo de él.

     No sabía qué era lo que tenía que hacer a continuación, si debía o no traspasar ciertos límites, pues nadie le había hablado nunca de ello. Miró los profundos ojos verdes de Lean, pidiéndole permiso, o esperando una reacción por su parte que le aclarara la situación, cuando sin verlo venir, la mano de la muchacha se dispuso a acariciar su miembro erguido, apretándolo con cuidado al tiempo que lo guiaba sin error hacia la zona oscura de su sexo.

     Ya no hicieron falta más señales, Robert interpretó a la perfección sus deseos e inició un suave movimiento de vaivén para entrar poco a poco en ese estrecho agujero.

     Lean le agarró con fuerza la espalda, le incomodaba pero a la vez le excitaba la presión del miembro de Robert intentando entrar en su vagina. Era una sensación extraña, una mezcla de deseo y autocontrol que la confundía y no le dejaba vivir plenamente la experiencia. Pero Robert fue muy cuidadoso. Entraba lentamente, apenas unos milímetros y volvía a salir con una lentitud exquisita, el suave masaje de la penetración la estaba humedeciendo todavía más y pronto empezó a sentir deseos de sentirlo más adentro, hasta que él volvió a hundirse un centímetro más en ella, separando la carne, dilatando las paredes de su vagina, acomodándose a su estrechez, que por primera vez experimentaba la sensación de estar con un hombre.

     —¿Quieres que siga? –preguntó Robert en un momento de lucidez, intentando de descubrir si las reacciones de Lean se debían al placer que sentía por su intrusión, o eran a causa de la molestia.

     —Sí... –respondió jadeante.

     Robert no pudo contenerse más, y de una fuerte estocada, acabó de enterrar su miembro en ella. Lean emitió un leve quejido por la impresión de sentirse súbitamente llena, y él aguardó inmóvil, esperando a que se destensara la excesiva fuerza que hacía con sus pequeñas manos, que seguían reteniendo su espalda transmitiéndole sus sensaciones. Cuando percibió que la muchacha se relajaba, empezó a moverse, con cuidado, marcando un ritmo lento pero constante, intentando liberar su propio placer, que a estas alturas era incapaz de controlar. Se movió un poco más fuerte cuando se sintió próximo al clímax, y finalmente, se derramó en su interior al tiempo que todos y cada uno de los músculos de su cuerpo se destensaban.

     —No te muevas –dijo ella intentando acompasar su agitada respiración.

     Robert le hizo caso, se quedó completamente quieto mientras su miembro se deshinchaba, atrapado entre el calor de su cuerpo.

     —Estoy tan a gusto así... podría incluso quedarme dormida contigo dentro.

     Robert desató una carcajada.

     —Yo también –dijo abrazándola más fuerte–, aunque no es una postura demasiado cómoda.

     Lean sonrió, y besó la cabeza rubia de su amante que descansaba relajada sobre su pecho desnudo.

    

     En ese momento ninguno de los dos fue consciente de que su desbordante felicidad sería inminentemente erradicada.

     La llegada de un noble de un clan vecino, cambiaría para siempre el rumbo de sus vidas. 

     —El vestido te queda perfecto, Lean.

     Ella se miró en el espejo con el vestido terminado, orientando su cuerpo en todas las direcciones para admirar el bonito color de la tela. Su madre había escogido un verde suave que estaba en perfecta sintonía con sus ojos.

     —No está mal –reconoció.

     —¿No estás contenta, hija? Será un acto importante, una ocasión para destacar.

     Lean suspiró frente al espejo, no le apetecían esa clase de eventos, había descubierto que perderse en el bosque con Robert era mejor que cualquier fiesta a la que pudiera acudir. Pero en esa ocasión no podía negarse, estaba invitada toda la alta sociedad, incluso habían convocado a clanes vecinos. Pero todas y cada una de las personalidades que iban a acudir, era por conocer a Leslie Kerr. Su belleza había llegado a traspasar fronteras y eran muchos los curiosos que querían venir a comprobar si el mito era cierto, entre todos ellos destacaba Evan Mackenzie, uno de los hombres más poderosos, pues él y su familia habían conseguido ser dueños de una gran parte de Escocia.

     —Te voy a echar de menos –susurró Robert antes de que Lean atravesara las puertas de palacio.

     —Yo también, en cuanto pueda me escabulliré y vendré a verte.

     Robert asintió despidiéndose de Lean. Vio como la perdía entre la multitud y él no tuvo más remedio que esperar fuera, junto al resto de los esclavos.

      

     —Te estaba buscando, has tardado mucho –dijo Emma enhebrando su brazo al de Lean.

     —Estaba acabando de arreglarme.

     —Estás muy guapa, ¿has visto el vestido de Leslie?

     —No he tenido la oportunidad.

     —Está increíble, de verdad.

     La gente empezó a llenar progresivamente el espacio, todos vestidos con sus mejores galas, las mujeres exhibían sus vestidos acorde con la moda y los hombres lucían el kilt como marcaba la tradición. Cuando ya estuvieron todos los invitados en el interior de la sala, las muchachas casaderas hicieron su presentación en sociedad. Al llegar el turno de Lean, miró rápidamente a su alrededor, sintiéndose el centro de todas las miradas y esa sensación, le infundió pavor. Hizo rápidamente su reverencia y se despidió sin más, evitando que tantos pares de ojos siguieran mirándola.

     El momento más esperado se reservó para el final, Leslie hizo su gran aparición y entre los presentes se hizo un silencio sepulcral.

     Su cabello rubio, adornado con discretas flores blancas le daban un aspecto angelical, así como su vestido de color rosa claro. Realizó su reverencia exhibiendo una fulgurante sonrisa y miró al público con sus implacables ojos azules.

     —Es muy hermosa –dijo un hombre joven, estudiando a su amiga desde la distancia.

     —Lo es –corroboró ella.

     El hombre se giró en su dirección y le dedicó un sonrisa.

     —Pero no es la única mujer hermosa que hay. No tenía ni idea de que hubieran tantas bellezas concentradas aquí. Sin lugar a dudas me he llevado una grata sorpresa.

     Lean miró a ese hombre alto, joven, de porte intimidante intentando averiguar su identidad, pero no fue capaz.

     —Señor Mackenzie, acompáñeme, voy a presentarle a la señorita Kerr.

     La oportuna llamada de su hombre de confianza hizo que Lean descubriera quién era ese misterioso joven y no pudo más que abrir su boca por la impresión.

     Jamás hubiese imaginado que Mackenzie fuera tan joven, en su cabeza imaginaba al dueño de un cuarto de Escocia mucho mayor. Le observó mientras se perdía entre la lejanía antes de volver a reencontrarse con sus amigas.

     La noche siguió su curso y tras la cena vinieron los bailes. Todas las jóvenes habían sido invitadas a bailar por hombres que la mayoría, les doblaban la edad y entonces comprendió que muchas de sus amigas de la infancia, se convertirían en futuras esposas en poco tiempo. Posiblemente ese era el sentido de la celebración, encontrar a un hombre poderoso dispuesto a casarse para beneficiarse de sus dotes. De todos esos inocentes encuentros se acordarían varios matrimonios ventajosos, no le cabía ninguna duda y eso la asustó. Su vida había pasado tan rápida que casi no había tenido tiempo de vivirla con plenitud, y ahora que empezaba a hacerlo, debía renunciar a eso y apostar por un matrimonio sin amor. No estaba dispuesta a entregarse todavía, por lo que se ausentó del baile y se dirigió hacia los jardines exteriores, donde se encontraba Robert.

     —¿Cómo ha ido? –preguntó él, viendo el rostro de su ama desencajado.

     —Un horror, no me gustan estas fiestas. Si no te importa no quiero hablar de ello.  

     Lean caminó en silencio, dejando que Robert acompañara su paso. Se dirigió hacia los establos y reflexionó sobre todo lo que había visto mientras acariciaba a los caballos.

     —Estás aquí.

     Lean se volvió sobresaltada.

     —Te he estado buscando, ¿por qué te has ido de la fiesta?

     Ella empalideció, a su mente le costó reaccionar, pues jamás se hubiera imaginado que se encontraría a solas con el mismísimo Evan Mackenzie.

     —No me gusta bailar –alegó sin pensar.

     Evan se acercó, escondiendo la sonrisa.

     —No hacía falta que bailaras, podrías haberte limitado únicamente a conversar.

     —No se me da bien hablar.

     Él se situó frente a ella y miró a Robert con desdén.

     —Puedes retirarte, yo estoy con ella.

     Robert sintió como la rabia ascendía por su cuerpo como si se tratara de lava líquida. Frunció el ceño y se cuadró erguido frente a él, sin mover un solo músculo.

     —No puedo dejar a mi ama sola.

     —Y no está sola, he dicho que está conmigo.

     Robert apretó los labios, intentando contener la lengua. Lean se dio cuenta de su rigidez y de cómo ambos se retaban con la mirada, así que apartó cuidadosamente a su esclavo tocándole el hombro, al tiempo que le hizo un gesto afirmativo con la cabeza para que la dejara sola.

     Robert expiró fuertemente por la nariz y miró una última vez más al señor Mackenzie antes de dirigirse hacia la puerta.

     —¿Qué le pasa?

     Lean intentó restar importancia a las acciones de su esclavo.

     —Se toma muy en serio su cometido.

     Evan negó con la cabeza y devolvió su mirada hacia la joven. Veía ese rostro inmaculado y esos expresivos ojos verdes y se sintió tremendamente atraído por su belleza. A los ojos de los hombres Lean era una hermosa mujer, con un magnetismo especial, pese a que ella era incapaz de apreciar ese hecho. Evan también supo ver su exótica belleza y no dudó en recorrer su cuerpo con la mirada, reteniendo todos los detalles.

     —¿Sabes una cosa? –empezó Evan, sintiéndose superior por haber conseguido que la hermosa joven que estaba frente a él se sonrojara–. Hemos venido para ver a la señorita Kerr, todos mencionaban sus atributos y sentí curiosidad, si era tan hermosa como se decía, yo tenía derecho a estar con ella, conocerla y por qué no, convertirla en mi esposa.

     Lean frunció el ceño sin perder detalle de cada una de sus palabras.

     —Pero mis súbditos cometieron un error –procedió mirándola con picardía.

     —¿Cuál? –preguntó Lean con curiosidad.

     —Se olvidaron de que a mí me gustan las morenas.

     Lean tragó saliva sintiéndose más incómoda de lo que se había sentido en la vida. Ese hombre, que desprendía seguridad por cada poro de su piel, estaba hablándole sin tapujos de sus preferencias mientras sentía como poco a poco la desnudaba con la mirada.

     —En ese caso podría presentarle a unas amigas que..

     Evan sonrió.

     —No me interesan. Para serle sincero, señorita Elliot, ya he visto a alguien que ha llamado poderosamente mi atención y no es ninguna de las mujeres que hay en esa fiesta.

     Lean no necesitaba conocer el nombre de esa desconocida, sabía a quién se refería, lo había adivinado por su forma de mirarla, de acercarse invadiendo su espacio, de buscarla con la mirada durante toda la velada, y ahora, por haberla ido a buscar a las cuadras. A medida que los cabos empezaban a unirse en su mente, la joven empezó a sentirse nerviosa, sintió miedo de ese hombre que la miraba lascivamente, estudiando cada una de sus reacciones y anteponiéndose a ellas, como cuando quería retroceder y él daba dos pasos en su dirección frustrándole la maniobra.

     —Señor Mackenzie, creo que deberíamos regresar a la fiesta –alegó ella con la voz entrecortada.

     —Estoy de acuerdo con usted, de hecho esas eran mis intenciones cuando decidí venir a verla, pero ahora, después de verla aquí, sola en este lugar... Se podría decir que el orden de mis prioridades ha cambiado.

     —No sé qué quiere decir señor Mackenzie.

     —No soy un hombre paciente, Lean, no me gusta cortejar eternamente a una dama para conseguir lo que quiero. Soy un hombre de acción, de momentos, ¿entiende lo que le digo?

     Lean dio un paso hacia atrás y giró hacia la derecha, intentando hallar una brecha para esquivar a Evan y salir huyendo, pero una vez más, él anticipó sus movimientos y se interpuso en sus intenciones, bloqueándole el paso.

     —No entiendo qué pretende decir con todo esto, señor Mackenzie, pero si no le importa, yo sí debo regresar a la fiesta, estarán preocupados por mí.

     —Nadie la está buscando, señorita, al parecer usted acostumbra a desaparecer con frecuencia y ya no se extrañan de sus ausencias.

     —¿Qué quiere señor de mí, señor? ¿Cuál es el motivo de que esté aquí?

     —El motivo, queridísima señorita Elliot, era encontrarla. Como le he dicho antes vine a estas tierras con un único objetivo, y me alegra ver que finalmente sí puedo cumplirlo, aunque no con la mujer esperada –sonrió.

     Lean tragó saliva, sintió que su cuerpo temblaba como el de una hoja seca a merced del viento, incluso sus piernas amenazaban con ceder y perder el equilibrio en cualquier momento.

     —Usted me gusta como futura esposa, así que llegados a este punto, creo que podemos dejarnos de formalismos. Quiero desposarme contigo, Lean, pero no sin antes ver la mercancía y asegurarme de que está en buenas condiciones...

     Evan se abalanzó súbitamente sobre Lean cuando intuyó que iba a salir corriendo, y la retuvo con fuerza.

     —¡Suélteme ahora mismo!

     —No voy a hacerlo. Primero, quiero verte.

     —Y yo te he dicho que me sueltes. No he dado mi consentimiento ni he aceptado tu propuesta, por ahora mi respuesta es no. No voy a casarme contigo.

     Evan sonrió y retorció su muñeca con fuerza.

     —No te estoy pidiendo permiso, ¿crees que puedes negarte? ¡Cualquier mujer en tu situación estaría dichosa por casarse conmigo!

     —Cualquier mujer menos yo.

     —Da igual lo que digas, caballos más bravos he domado.

     Y dicho esto, acorraló a Lean contra la pared y empezó a rasgar las finas costuras de su vestido para verla desnuda, era su mayor deseo, descubrir que debajo de la ropa había la misma mujer hermosa que se veía en el exterior.  

     —¡Suéltame! –gritó ella resistiéndose.

     Pero Evan no respondió y consiguió descubrir sus pechos, y al instante, se quedó prendado de ellos.

     —Eres aún más hermosa de lo que creía.

     —¡Ni se te ocurra acercarte! ¡No quiero que me toques! ¡Vete!

     —A mí no me das ordenes, niña, no soy uno de tus criados.

     Evan no cesó en su empeño de querer descubrir el acendrado cuerpo de la joven, y pronto infiltró sus manos para palpar su escote, acomodándose a su pecho para explorarla ignorando sus protestas. Teniéndola retenida contra la pared se ayudó de la rodilla para separar sus piernas, impidiendo que estas volvieran a cerrarse mientras dirigía su mano hacia el muslo y empezaba a levantar ansiosamente la tela de su vestido.

     —¡Déjame, por favor! –gritó entre sollozos.

     Esta vez, su grito desgarrador fue escuchado desde el exterior de las cuadras, y Robert, que no había querido alejarse demasiado, se volvió enérgico.

     La escena que vio nubló por completo su entendimiento, ese hombre acorralaba a su ama y la manoseaba deleitándose con su cuerpo, mientras ella lloraba y pataleaba intentando deshacerse de sus pegajosas manos. No le hizo falta ver más, ni siquiera obedecer a una vocecilla interior que le decía que jamás debía enzarzarse en una pelea con un noble.

     Se acercó a Evan por la espalda y lo volteó tirándolo al suelo. Con decisión se sentó encima de él y empezó a golpear su rostro con una fuerza desmedida. Lean miró a su esclavo horrorizada, temiéndose lo peor, reviviendo el momento en el que acabó con la vida de aquellos hombres en el bosque semanas atrás, pero esta vez era diferente, su rival era muy poderoso y sus acciones podían desencadenar una guerra.

     Lean se aferró al brazo de su esclavo, deteniendo los puñetazos y le obligó a mirarla. Estaba medio desnuda y con el vestido hecho girones, de sus ojos no dejaban de fluir las lágrimas, pero algo más debió ver en su rostro, que le hizo detenerse en seco.

     —Vamos, levanta –dijo Lean ayudando a su esclavo a ponerse en pie– No has debido hacerlo...

     Evan se puso torpemente en pie, se sentía algo aturdido y con rabia escupió restos de su propia sangre que aún quedaba entre sus labios.

     —Esto no va a quedarse así –amenazó mirando a Lean.

     —¿Qué está pasando aquí? –intervino la guardia entrando en las cuadras.

    

     Lo que pasó después fue muy difícil de encajar para los dos amantes. Se encontraban retenidos por la guardia, dando explicaciones frente al padre de Lean. Evan Mackenzie acudió a la reunión con todo su ejército y entró como un huracán en la habitación, haciendo que sus acompañantes esperaran fuera. El señor Elliot hizo lo mismo con sus guardias, quedando únicamente Lean, Robert y un hombre de confianza que vigilaba de cerca al acusado asegurándose que no huía.

     —En toda mi vida me han tratado de esta manera. Me siento humillado, ultrajado y es algo que no voy a consentir. Vine a estas tierras con la esperanza de contraer matrimonio con una de sus mujeres y no me avergüenza admitir que elegí a su hija. Pero la reacción de su esclavo fue desmedida y pienso tomar medidas.

     —¿Usted forzó a mi hija? ¿Rompió su vestido?

     —¡Su hija me provocó!

     —¡Eso es mentira! –gritó Lean.

     —¡Cállate, mujer! –nadie te ha ordenado hablar.

     Lean miró a su padre, esperando a que saltara en su defensa, pues era la primera vez que un extraño venía a su casa y se atrevía a tratarla así.

     Pero esta vez su padre no dijo absolutamente nada, Evan Mackenzie era un hombre poderoso y su verdad estaba por encima de la cualquier otro. No era tan sencillo plantarle cara.

     —Está bien, Mackenzie, acepto su versión –dijo el padre de Lean–. Pero debe entender que su esclavo pudiera malinterpretar las cosas y su deber es protegerla.

     —Eso es lo de menos. Sus actos deberán tener consecuencias.

     —¿Qué es lo que quiere, Mackenzie?

     —Solo me detendré si se cumplen dos condiciones.

     —Le escucho –dijo Elliot, emitiendo un largo suspiro.

     Lean miraba con incredulidad a su padre, no podía entender su actitud sumisa, jamás le había visto así y el ideal de hombre valiente y poderoso que tenía de él, se estaba empañando poco a poco.

     —La primera condición es que tiene que deshacerse de ese esclavo puesto que se atrevió a agredirme. Exijo la pena de muerte para él.

     —¡¿Qué?! ¡No! –gritó Lean desesperada.

     —Lean, por favor, silencio –le reprendió su padre–. Nos deshacemos del muchacho, ¿y cuál es la segunda condición?

     —Exijo someter a Lean a la misma humillación que yo sentí por manos de su esclavo, quiero ser yo quien la desflore, luego, me iré.

     —¡¡¡Cómo dice!!! –el señor Elliot se puso en pie, a punto de desatar su rabia.

     —Nadie salvo nosotros se enterará de esta segunda condición.

     —Pero no puedo dejarle hacer eso, ¿quién querrá casarse con ella si...?

     —Eso me da igual. Usted es un hombre con recursos, seguro que sabrá colocar a su hija en una buena familia.

     Robert permaneció en silencio durante toda la negociación, no osó interrumpir sus diálogos, pero cuando vio que el padre de Lean empezaba a ceder, concediéndole a ese degenerado la oportunidad de yacer con su hija a cambio de no promover una guerra entre clanes, no pudo seguir permaneciendo impasible.

     —¡No lo permitiré! –rugió con toda la fuerza de la que fue capaz, haciendo que todos los presentes dieran un bote en su dirección– Aceptaré mi muerte sin poner resistencia, pero jamás permitiré que alguien toque a Lean contra su voluntad.

     —¡Cállate! ¡Nadie ha pedido tu opinión! –le reprendió Evan– ¡Matadle ahora mismo por su osadía! ¿A qué espráis?

     —¡No! –gritó Lean desatando el llanto– No podéis matarlo, por favor, yo le quiero...

     El señor Elliot se quedó absorto viendo las reacciones de los muchachos, a estas alturas ya era evidente que sentían más el uno por el otro de lo conveniente. En su fuero interno rezó para que nadie, salvo él, se hubiera percatado de ese detalle, pero Evan Mackenzie también percibió el dolor de los dos amantes.

     —¡Qué indecencia es esta!

     Evan miró a Lean y seguidamente a Robert, constatando que los sentimientos de ambos eran correspondidos.

     —¡Es una vergüenza lo que hacen aquí! Por mi honor, quiero que miren si esa mujer ha sido desvirgada ahora mismo.

     —¡¿Qué insinúa, señor?! Mi hija es honrada. Además, los esclavos son debidamente castrados antes de alcanzar la pubertad.

     —Si eso es así, quiero verlo. –Protestó Evan.

     —¡No! –Lean miró a su esclavo con miedo, no quería que nadie descubriera su secreto, le aterraba lo que esos hombres le podían hacer si se enteraban.

     El guardia de confianza del señor Elliot, siguiendo órdenes, bajó los pantalones del joven y ahí la sala enmudeció, quedó constada su hombría.

     — ¡Qué tipo de engaño hacen aquí! ¿Pretendían entregarnos a sus mujeres cuando ya han sido tomadas? Es el insulto más grande que jamás he tenido que soportar.

     —¡Espere un momento, por favor! Esto es un error, un hecho aislado y puedo demostrárselo –intentó intervenir su padre.

     —Ahora mismo eso me da igual. No pienso darles ninguna oportunidad.

     —¡Espere! –el señor Ellitot se apresuró para retener el brazo del señor Mackenzie antes de que abandonara la habitación– Llegaremos a un acuerdo.

     —No hay acuerdos, esto es una aberración de la naturaleza.

     —Estoy plenamente de acuerdo con usted. No puedo creer lo que estoy viendo y me siento muy avergonzado por esto... de verdad, le pido que reconsidere las cosas y juntos hallemos una solución.

     Evan miró a los dos jóvenes, que no dejaban de mirarse con lágrimas en los ojos, parecieron haber asumido ya su inminente destino.

     —Debería deshacerse de los dos –alegó Evan mirándolos con desprecio– No se pueden permitir este tipo de actos entre un esclavo y su dueña, ¿dónde llegaríamos?

     El señor Elliot emitió un fuerte suspiro y cerró los ojos derrotado.

     —Mañana al alba ambos serán colgados en la plaza del pueblo.

     —¡¿Qué?! ¡No! ¡No puede matar a su hija! –le imploró Robert.

     —¡Cállate! No me has dejado ninguna otra opción.

     Evan contempló la escena con satisfacción, vio ese hombre hundido, capaz de ceder a cualquier petición con tal de que no descargara su rabia sobre él y todo lo que había creado, estaba tan concentrado en seguir manteniendo unido su reino, que incluso fue capaz de sacrificar a su hija pequeña, junto al esclavo que mancilló su honor. Se sintió satisfecho al ver que nadie volvería a disfrutar de ese cuerpo femenino, que ya había sido poseído, pero sobre todo, se sentía satisfecho por ser el causante del desmedido dolor de Robert, su agresor.

     —Eso espero Elliot, no ansío otra cosa que ver estos dos cuerpos colgando ante los ojos de todos sus súbditos. Es una falta que no puede quedar inmune y debe dar ejemplo.

     —Y así será, señor, mañana al alba.

     —¡No! –chilló Robert con un grito desgarrador mientras se revolvía inútilmente, intentando liberarse de las cadenas.

     Evan sonrió y antes de irse se dirigió al esclavo desde la distancia:

     —¿Qué se siente, patética escoria? ¿Qué se siente al no haber podido cumplir con tu único cometido y ser el principal responsable de la muerte de tu ama?

     Robert cerró los ojos derrotado, pues ese indeseable tenía razón, todo había sido por su culpa, por creer tener derechos, por creer que merecía más de lo que le estaba permitido... Ahora ya no podía retroceder, cada una de sus acciones iban a pasarle factura de la peor manera.

    

     Los culpables fueron conducidos a las celdas subterráneas, separados, sin posibilidad de volver a verse.

     Lean se refugió en una esquina, pegó su cuerpo a la pared y descargó el llanto hasta que no le quedaron más lágrimas. En un abrir y cerrar de ojos su vida, tal y como la conocía, había acabado. Lo que más la atormentaba era que por su estupidez había arrastrado a Robert a correr la misma suerte, pues si no hubiese sobrepasado los límites, si se hubiese conformado con llevar la vida que estaba organizada para una niña de su edad, nada de esto hubiera ocurrido. Lean siguió culpabilizándose, haciéndose cada vez más pequeña, mientras la humedad de la celda se cebaba con sus delicados huesos. Durante su cautiverio no dejó de pensar que había tenido innumerables ocasiones para actuar diferente, y de haberlo hecho, tal vez sus vidas seguirían a salvo.

    

     —Lean, ¿me oyes?

     Lean despertó de su ensoñación y se dirigió hacia los barrotes de hierro, un hombre encapuchado estaba abriendo su celda.

     —¿Padre? –preguntó al reconocerle.

     —Ponte esto, hija –le hizo entrega de una capa con capucha–. No permitiré que te cuelguen.

     —Pero padre, si se enteran de esto...

     —¡Shhhh! Date prisa. No tenemos mucho tiempo.

     Lean quiso detener a su padre, quiso implorarle que del mismo modo que perdonaba su vida, lo hiciera también con la de su esclavo. Pero su padre no atendió sus demandas, se limitó a empujarla y a ordenarle silencio mientras la conducía hacia un carruaje. La obligó a colocarse delante, junto a él, y emprendieron rumbo hacia la lejanía, despidiéndose para siempre del lugar que la había visto crecer.

     El carruaje no se detuvo hasta que el sol empezó a despuntar entre las montañas. Lean no pudo más que llorar, sintiendo que tal vez su amado Robert ya había sido colgado.

     Su padre se detuvo antes de ascender una empinada colina y miró a su hija por última vez con los ojos abnegados en lágrimas.

     —No justifico ni justificaré nunca lo que has hecho, pero tu castigo no puede ser la muerte por haber cometido un error. Tu castigo será vivir lejos, para nosotros has muerto y nunca volveremos a vernos.

     Su padre se bajó del carruaje y le entregó una bolsa con provisiones.

     —Esto te ayudará a sobrevivir hasta que encuentres algo de lo que abastecerte. Si sigues la colina, en el bosque, hallarás la casa abandonada de un leñador. Podrás refugiarte hasta encontrar un lugar mejor.

     Lean apresó dos lágrimas con el dorso de la mano, no podía creer que su padre la dejara abandonada en aquél paraje oscuro y húmedo, lejos de la seguridad de su confortable hogar.

     —También quiero entregarte esto –su padre depositó en sus manos un par de manuscritos–, te ayudarán a distraerte y recordarte de dónde viene.

     Lean depositó los libros en el interior de la bolsa de provisiones que le había entregado su padre y le miró con ternura. Ahora se arrepentía de no haber tenido una relación más estrecha con él y no haber sabido ver antes lo importante que su familia era para él.

     —Esto –dijo su padre entregándole un puñal–, te ayudará a cazar.

     Lean sostuvo el puñal entre sus pequeñas manos y alzó el rostro para mirar, una vez más, a su padre.

     —Gracias...

     —No me las des, a la vista está que no he sabido cuidar de ti, me confié y mira lo que ha pasado. Jamás me lo perdonaré.

     Lean tragó saliva y permaneció inmóvil, no sabía si dar o no el último abrazo a su padre, pero la actitud distante de este le hizo desistir a su propósito.

     —Y ahora únicamente me queda una cosa por entregarte.

     El señor Elliot se dirigió a la parte trasera del carruaje y abrió la puerta. Un cuerpo calló frente a ellos, estaba maniatado y con el rostro cubierto. El señor Elliot se agachó y retiró de un brusco movimiento el saco que cubría su cabeza. Lean lo contempló absorta, era Robert.

     —¡Padre! –gritó arrodillándose junto a su amante, empleando el puñal para desatar sus manos.

     —Confío en que él te proporcionará la protección que necesitas –dijo mirando exclusivamente al muchacho–, que jamás dejará que te cojan y te hagan daño.

     Robert se irguió y rodeó a Lean con sus brazos, estudiando sus ojos, ladeando su rostro por si tenía alguna herida o magulladura. Tras comprobar que estaba intacta la acercó a él y la estrechó con fuerza.

     —Tiene mi palabra señor Elliot, jamás dejaré que nadie le haga el menor daño, la defenderé con mi vida ahora y siempre.

     —Cuento con ello –dijo Elliot, mirando a los jóvenes y sintiendo, que por primera vez en su vida, había hecho lo correcto.

     —¿Y qué pasará con vosotros, cuando descubran que no estamos? –se atrevió a formular Lean una vez su padre se subió al carruaje.

     —Supongo que nos veremos obligados a luchar, pero ahora eso no es asunto tuyo. Aprovecha esta oportunidad que se te brinda para ser feliz.

     El señor Elliot se marchó sin mirar atrás. Lean no pudo contener las lágrimas mientras veía desaparecer a su padre, algo le decía que en su pequeño mundo se avecinaban días difíciles.

     Y así fue, todos los clanes aprovecharon esta leve disputa para desatar una guerra que llevaba años cociéndose tras las sombras, pues conflictos de mayor envergadura eran los que verdaderamente habían abierto las rencillas existentes entre los clanes. La guerra no cesó hasta 1296 con la llegada de Eduardo I, rey de Inglaterra, señor de Irlanda y Duque de Aquitania, el cual aniquiló a varios clanes valiéndose de su debilidad para proclamarse dueño mayoritario de Escocia.

     El papel de esclavo, tal y como lo conocían algunos clanes de la época, fue relegado después de que se hiciera pública la relación prohibida que habían mantenido Lean y Robert. Durante los años siguientes dieron paso nuevas etapas de enormes cambios políticos.  

     Los amantes fugitivos vivieron felices ajenos a todo y tuvieron varios hijos en la soledad de las montañas. No fue hasta años después de su muerte, cuando sus propios descendientes emprendieron rumbo a la civilización, haciéndose un hueco en la sociedad existente y al mismo tiempo, explicando la historia del último protector de generación en generación, hasta llegar a nuestros días.

     Nota de la autora: Me pareció interesante compartir esta vieja leyenda que me explicaban cuando era pequeña. Algunas escenas son únicamente producto de mi imaginación pues mis antepasados no me la explicaron así, pero sentí la necesidad de cambiar la historia original a mi antojo para dotar de más realismo a ese amor excepcional. Este cuento ha sido motivo de muchos de mis desvelos, incluso inicialmente era el esbozo de una novela que quedó interrumpida por falta de tiempo y documentación. Tal vez algún día me atreva con el reto, quien sabe, hoy por hoy solo me apetecía compartirla.

Fotografía: localización original de los clanes de Escocia.

     Gracias por prestar atención a esta larga lectura, ya os habréis dado cuenta de que tengo dificultades para sintetizar...