miprimita.com

Mi hija Hamma: del odio al amor

en Amor filial

Mi hija Hanna: del odio al amor

 

                1. La llamada:

 

                Todo empezó hará un mes, cuando recibí la llamada que todo padre en mi situación, teme.

                Tras una copiosa cena, estaba brindando un triunfo con unos nuevos clientes. Las risas, la euforia de un trabajo bien hecho, junto a todo el alcohol ingerido, hizo que fuera una velada fantástica, en la que me lo estaba pasando bien.

                Escuché la vibración de mi teléfono móvil a través de la fina tela del bolsillo de mi pantalón, pero decidí obviarla, después de todo, nada era tan importante. Pero la incesante vibración, me estaba poniendo nervioso por momentos, así que cediendo a la insistencia de la llamada, metí la mano en el bolsillo y lo saqué para descubrir al responsable.

                En la pantalla parpadeaba la palabra: "casa". Me recorrió un escalofrío, y excusándome ante los clientes, me dirigí al servicio para poder atenderla.

                —María, ¿qué pasa? —pregunté inquieto, con un hilo de voz.

                —Se trata de Hanna.

                —¿Qué ocurre? ¿Le ha pasado algo? —mi voz sonó angustiosa, sentí como el miedo me impedía respirar con normalidad.

                —No, señor, ella está bien, es solo que...

                —¡Habla, María! ¡Por el amor de Dios!

                —No puedo con esa niña, lo siento pero dejo el trabajo.

                —¡¿Qué?! ¿De qué estás hablando, María?

                —No soporto más su comportamiento, ni sus cambios de actitud, además de ese mal genio que se gasta. Lo siento pero se me escapa de las manos y no puedo continuar.

                —De acuerdo, María, tranquilízate, cuéntame qué ha pasado y lo solucionaremos.

                —No se trata de eso, señor, ¿no me ha oído? He dicho que dimito, dejo el trabajo.

                —¡Pero no puede dejarlo así como así! A ver, María, puedo darle un aumento, ¿cuánto quiere?

                —Creo que no me ha entendido, no quiero más dinero, sinceramente, nada puede pagar el sufrimiento contaste que me causa esa niña.

                —¡Maldita sea! No puede dejarme tirado ahora, estoy atendiendo negocios muy importantes y le he confiado la atención de mi hija, que por si lo ha olvidado, es menor de edad.

                —Disculpe, señor, llevo diecisiete años haciéndome cargo de su hija, la quiero, mucho, pero esta situación me desborda y yo ya tengo una edad, quiero descansar y nada de lo que diga va a hacerme cambiar de idea.

                —¿Va de dejarme tirado? Estoy en Australia ahora, no puedo...

                —Con el debido respeto, señor, lleva diecisiete años viajando, sin hacerse cargo de su hija y creo que ha llegado el momento de que le preste más atención.

                —¿Cómo se atreve a hablarme así? Le pago cuatro miel euros al mes para que cuide de mi hija, ¿es que eso no es hacerme cargo?

                —No quiero discutir, señor, usted verá lo que hace, pero no permaneceré en esta casa más de una semana, transcurrido ese tiempo, me marcharé, haya encontrado o no otra canguro para hacerse cargo de Hanna.

                —¿En tan poco tiempo? ¡¿Está loca?! ¡Cómo voy a encontrar una canguro en tan poco tiempo!

                —Ni lo sé ni me importa, señor.

                Y con esa desmedida frialdad tras años de leal servicio, colgó el teléfono dejándome completamente descolocado. ¿Qué iba a hacer ahora? No podía dejar todo a medias para regresar a España y... ¡Maldita sea! Debería recurrir a los anuncios de internet... Aun suponiendo que encuentre a alguien capacitado y responsable para ese trabajo, debería conocerle personalmente y eso no me eximiría de hacer el viaje a España.

                Maldije en voz alta a María por la jugarreta de última hora que me había hecho y regresé a la fiesta, solo que ya no la encontraba tan divertida.

         2. Cuando todo empezó:

 

                »Mi hija...« No podía creer el tiempo que hacía que no la veía y ahora que había llegado el momento, no estaba preparado. ¿Qué iba a decirle después de diecisiete años? ¿Qué respuestas podría ofrecer a las preguntas que sabía que me haría? Es difícil pensar en eso, nunca creí que me encontraría en esa tesitura.

                Me dirigía en un vuelo a España y no podía dejar de pensar en ese bebé de ojos grandes y la piel suavísima, era el bebé más bonito del mundo: mi hija. Sentí un profundo dolor al tener que dejarla al cuidado de María, hasta entonces, una mujer de fiar. Pero no me quedó alternativa.

                Recuerdo que su madre era una mujer increíble, era ese tipo de mujer con clase, una sonrisa cautivadora y una esbelta figura capaz de hacer que todos los hombres se giraran para contemplarla, pues ella resplandecía, tenía su propia luz y no había nadie, lo suficientemente fuerte capaz de resistirse a sus encantos. De todos los hombres que intentaron conquistarla, me escogió a mí. ¡Menuda contradicción! ¿Qué tenía yo que no tuvieran los otros? Absolutamente nada, esa era la realidad. Por aquel entonces era un mediocre estudiante de finanzas, incapaz de tararear una canción y atarse una bamba al mismo tiempo, sin embargo, ella sí vio algo en mí, algo por lo que valía la pena luchar y mantener una relación.

                Los años pasaron casi sin darnos cuentas, y el amor que nos unía no hacía más que crecer. Fruto de él concebimos a nuestra hija.

                La trágica historia vine después, cuando una complicación en el parto le produjo una fuerte hemorragia que los médicos no lograron detener a tiempo, y delante de mí, sus ojos cansados parpadearon cada vez más lentamente. La llamaba, sujetando su mano con fuerza intentando por todos los medios que no muriera. Pero fue inútil, justo en el momento en que nuestro bebé empezaba a llorar y los médicos me separaron de su lado para hacerle la reanimación, es cuando comprendí que ese sería el último recuerdo que tendría de ella; se iría, dejando para siempre un enorme vacío tras su marcha.

                Escuché durante semanas el llanto desconsolado de Hanna, pero fui incapaz de hacerme cargo de ella, mi dolor me lo impedía. La única realidad es que me había quedado completamente solo, no había nadie a mi lado, ni familia ni amigos que pudieran acudir en mi ayuda, solo estaba yo y un bebé de tres días a mi cuidado que dependía de mí. ¿Cómo iba a poder hacerme cargo de él si no podía mantenerme a mí mismo? El dolor me cegaba, me impedía avanzar y tuve que tomar medidas.

                Necesitaba alejarme de todo el sufrimiento que me envolvía y tomé la decisión que consideré más acertada: terminar mi carrera en el extranjero y dejar a mi hija al cuidado de la única mujer, que por compasión, había acudido a echarme una mano con los cuidados de la pequeña. Ambos llegamos a un beneficioso acuerdo y así pude irme tranquilo, sabiendo que alguien velaba por ella y jamás le iba a faltar de nada, de eso me encargaría yo.

                Mi ambición me hizo establecerme en diferentes países, ascendiendo y buscando el empleo que me aportara mayores beneficios económicos, pues quería que viviera como una reina.

                Al principio acudía en vacaciones a verla, pero me di cuenta que una vez al año no era suficiente y que en mi compañía se sentía extraña. Confieso que no sabía qué hacer, quise llevármela a vivir conmigo en más de una ocasión, pero mi trabajo me impedía establecerme mucho tiempo en un lugar y eso iba a suponer demasiados cambios para ella.

                Aún recuerdo la última vez que la vi, tenía seis años. No podía creer que hubiese crecido tanto en un solo año, pero lo peor de todo, no era su actitud esquiva hacia mí, era el enorme parecido que mantenía con su madre, la única mujer a la que he amado; verla, me hacía sentir desdichado y encima mi presencia la alteraba, pues no me conocía. Fue entonces cuando tomé la decisión más cobarde, pero a la vez la más fácil: ocuparme de ella en la distancia, sin interferir en su vida. Todo fue bien durante muchos años, yo me sentía feliz por hacer mi vida sin ataduras y confiaba en que ella también lo era, pues siempre tendría todo cuanto quisiera. Mi plan fue perfecto hasta ahora. Todavía no sé qué ha pasado realmente, ni por qué María ha decidido desaparecer de la noche a la mañana, es uno de los misterios que pensaba descubrir en ese viaje, pero por encima de todo, lo que más me preocupaba, era tener que estar frente a mi hija. ¿Habrá cambiado mucho? ¿Tendrá algo de mí? ¿Se parecerá todavía más a su madre? Esas preguntas me ponían nervioso, me costaba enfrentarme a la realidad y sobre todo tenía miedo; miedo a los recuerdos.

                3. De vuelta a mi olvidado hogar:

 

                Llegué a España y me cuadré frente a la puerta de mi casa adosada. Estaba en un reputado barrio de Barcelona; aquí nada podía fallar.

                Armándome de un extraordinario valor, abrí la puerta de mi casa. Casi no la reconocía, había cambiado mucho: las paredes no eran blancas, habían muchos colores combinados, daban un aspecto moderno y agradable a la estancia. Dejé mi maleta en el comedor y con sigilo, empecé a investigar distintos rincones de la casa, intentando familiarizarme, pues hacía más de diez años que no pisaba ese lugar.

                En cuanto entré en la cocina, descubrí a María preparando una ensalada.

                —¿María?

                La mujer se giró en el acto, y sobresaltada, se llevó las manos al pecho.

                —Me ha dado un susto de muerte, señor.

                Me acerqué a esa mujer menuda para darle un abrazo, pero me quedé extrañado, ¿realmente había pasado tanto tiempo? Parecía una anciana en realidad, sus arrugas pronunciadas, y esa espalda encorvada... no recordaba que fuese tan mayor.

                En cuanto deshicimos el abrazo ella me acompañó a la silla, y haciendo un gesto maternal, me acarició la mejilla en cuanto tomé asiento.

                —¿Cómo ha ido el viaje?

                —Bien —respondí sin especial entusiasmo—. ¿Y usted, cómo está?

                —Con los achaques propios de la edad, pero no puedo quejarme.

                Le dediqué una mirada comprensiva, culpándome a mí mismo por haber sido tan irresponsable y no haberme dado cuenta de que era tan mayor.

                —¿Dónde está Hanna? —pregunté mirando a mi alrededor.

                —No está. Verá, señor, esa niña es incorregible. Le he dicho que hoy vendría usted y me ha prometido que vendría a tiempo, pero como de costumbre, no me ha hecho caso.

                Sonreí por lo bajo.

                —Es normal, es una adolescente.

                —No es solo eso, hay más...

                Su comentario me dejó preocupado.

                —¿Qué ocurre?

                —Esa niña se ha vuelto una descarada, no solo es desafiante, además, se junta con malas compañías últimamente.

                —Vaya...

                —Me temo que soy mayor para estas cosa, señor, la niña necesita alguien firme que la haga entrar en vereda, ¿sabe a lo que me refiero?

                —Por supuesto, María, por eso estoy aquí.

                Tragué saliva con nerviosismo, ¿cómo diablos iba a ejercer de padre ahora, con una adolescente a la que no conocía? ¡Era de locos! Pero el alivio de María tras mi último comentario, bien merecía el esfuerzo de intentarlo.

                Esperé paciente conversando de trivialidades con mi fiel empleada, enterándome de acontecimientos importantes de mi hija en los que yo no había estado presente, y extrañamente, escucharla me hacía sentir culpable. Por encima de todo, seguía costándome asimilar que tenía una hija, y lo peor de todo es que debía hacerme cardo de ella hasta encontrar a alguien capacitado que tomara el relevo. Tenía el presentimiento de que sería difícil, pero no me quedaba otra.

                El ruido de la puerta de entrada al cerrarse de un brusco portazo, nos distrajo. Mi corazón palpitó embravecido al escuchar el sonido de las pisadas de una persona avanzando por el pasillo. Me puse en pie automáticamente, esperando a que hiciera su aparición en la cocina. Y por fin, Hanna, mi hija, irrumpió en la habitación.

                Tuve que hacer un esfuerzo hercúleo por no descolgar mi mandíbula al ver esa "cosa" que caminaba delante de nosotros ignorando mi presencia, hasta detenerse frente a María y darle un rápido beso en la mejilla.

                —Hola cariño, ha venido tu padre, ¿no quieres saludarle? —empezó la mujer mirando en mi dirección.

                Me miró como si fuera un simple elemento decorativo de la habitación y con voz indiferente dijo:

                —Ah, hola.

                No me lo pude creer. Mi hija era... no estaba seguro de que debajo esa zarrapastrosa ropa rota y de colores negros, hubiese un ser humano. Su tez maquillada de blanco y esos ojos enmarcados en negro, que parecían untados en betún... por no hablar de su aro en la nariz y ese tatuaje en su brazo... ¿un tatuaje? ¿Cuándo se ha atrevido a hacer tal cosa?

                —¿Qué hay de comer, nana?

                —Estoy preparando una ensalada y pescado frito, cariño.

                —¡Beg! Qué asco...

                Cogió una manzana del frutero y se sentó sobre el mármol de un salto, mientras se la comía con parsimonia.

                —¿No vas a comer con nosotros? —preguntó María escandalizada.

                —Estoy comiendo.

                —Pero eso no es comer, solo es una manzana.

                —No me apetece, nana, no insistas.

                —Pero... —María me dedicó una mirada, esperaba claramente que tomara las riendas de la situación, pero... ¿cómo?

                —Jovencita, haz caso a María y siéntate a la mesa, vamos a comer.

                Interrumpió el bocado de la manzana para mirarme entrecerrando los ojos. No quería admitirlo, pero me daba algo de miedo su rostro.

                —Claro, papá —dijo con sarcasmo mientras regresaba al suelo y se sentaba frente a mí en la silla, sin dejar de mirarme fijamente a los ojos—, ¿así?, ¿estás contento ahora, papá?

                —Em... sí —me apresuré a responder dudoso.

                —Bien, ¿y ahora qué?, ¿De qué quieres hablar, papi? ¿Qué te parece de mamá? cuéntame cosas de ella, o mejor aún, hablemos de ti, ¿qué has estado haciendo? ¿En qué trabajas?, ¿qué trabajo es tan importante como para abandonar a tu hija? ¡Uy! ¿Son demasiadas preguntas? Perdóname, es que como no sé nada de ti..., lo que me lleva a preguntarte..., ¿tengo nueva madre? ¿Hay alguien a quien te folles y deba llamar mamá?

                —¡¿Pero qué estás diciendo?! ¡No te atrevas a hablarme así!

                Retrocedió hacia atrás su silla protagonizando un enorme estruendo y se puso en pie.

                —¡No! ¡No te atrevas tú a venir aquí y decirme lo que tengo que hacer!

                Salió malhumorada de la cocina y yo me quedé en estado de shock, pero como último gesto "machito" para recobrar la dignidad en mi propia casa, no se me ocurrió otra cosa más que gritar para que me oyera en la distancia:

                —¡Eso, jovencita! Vete a tu cuarto y no salgas hasta que te lo ordene.

                Busqué con la mirada a María y proferí un profundo suspiro.

                —¿Ve a lo que me refería, señor? Ya no es la niña dulce y tierna de antes, ha cambiado mucho y yo no puedo hacerme cargo, lo siento...

                Y tras esas últimas palabras, cogió su bolso del perchero y me dejó a solas con esa adolescente tozuda y desafiante. Lo cierto es que no sabía si antes había sido dulce y tierna, yo no la conocía, todos los momentos de su vida me los perdí y ahora estaba compartiendo casa con... bueno, supongo que había un ser humano bajo ese pálido maquillaje.

                Suspiré una vez más. Quería llamar a María y pedirle que esa noche se quedara con nosotros porque estaba literalmente cagado de miedo, pero por otra parte, quería ejercer de hombre y hacerme valer como tal. ¡No podía dejar que una mocosa de diecisiete años me mangoneara! ¡Ni hablar!

                4. Primer día del cambio:

 

                María ya no iba a volver más. Me lo confirmó al día siguiente, cuando al ver que no venía, decidí llamarla. Me dijo que como estaba yo en casa, quería dejarnos tiempo a solas para que nos conociéramos, que ella no haría más que entorpecer el reencuentro, y que no estaba dispuesta a mediar entre ambas partes.

                Así que me lo tomé con calma, respiré hondo e ideé un plan. Preparé el desayuno al estilo padre, es decir, tras rebuscar en los armarios y no encontrar las cosas, decidí buscar en internet y encontré una empresa que servían comidas a domicilio, cualquier cosa que les pidiera. Así que como no conocía los gustos de mi hija, pedí un surtido completo de pastas, huevos revueltos, zumos de frutas y café. Sobre todo el café, que no falte.

                Esperé y esperé, escuchaba la ducha del baño en el primer piso y supe que se estaba duchando, así que me armé de paciencia y cuando por fin se dignó a bajar, le hice un gesto con la mano.

                —He preparado el desayuno —constaté señalando la espléndida mesa repleta de cosas apetitosas.

                Mi hija vestía un diminuto vestido negro y unas medias rotas. Pero lo peor de todo eran esas botas de puntera de hierro, que hacían un ruido similar al de una apisonadora cada vez que se movía.

                Hanna ni se inmutó. Se acercó al frutero y cogió una manzana, luego abrió un cajón y de su interior extrajo un zumo de piña, seguidamente lo abrió delante de mí, vertiendo el contenido en un vaso.

                Era obvio que no iba a probar bocado de nada de lo que hubiese en la mesa, pero no me importaba, había decidido armarme de paciencia.

                —¿Dónde está nana? —preguntó sin mirarme.

                —¿No lo sabes? Se ha despedido.

                Entonces se produjo un cambio, su rostro se alzó y por primera vez, me conmovió ver sus ojos vidriosos.

                —¿Por qué?

                —Considera que ya no puede seguir haciéndose cargo de ti.

                Su rostro se contrajo, intentando ocultar sus verdaderos sentimientos, enmascarándolos y haciéndome ver que no le importaba la marcha de su niñera, que hasta ahora consideraba como una madre, pero en realidad, era algo que le dolía y claramente no esperaba.

                —¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Vas a buscar a otra?

                —Todavía no...

                Se encogió de hombros.

                —Puedo cuidar de mí misma —confirmó muy pegada de sí misma.

                —Por ahora voy a quedarme yo contigo.

                Frunció el ceño sin comprender.

                —¿Cuánto tiempo?

                —El que sea necesario, aún no lo he decidido.

                Se echó a reír, se levantó y se dirigió con paso ligero hacia la puerta.

                —¿Dónde vas?

                —Al insti.

                ¡Es verdad! Se me había olvidado que mi hija todavía estaba estudiando, ¡qué mal! Ni siquiera sé si es buena estudiante, aunque ya tendré tiempo de enterarme de eso.

                —Pensé que hoy pasaríamos el día juntos, tenemos varias cosas que hacer en casa.

                —Pues que te sea leve, yo me largo.

                —Está bien —acepté escondiendo una sonrisa, pues ella no tenía ni idea de lo que iba a hacer—, ¿y piensas ir así?

                —¿Así cómo?

                —Con esa ropa... En fin..., ¿no tienes nada que no parezca sacado de un contenedor de basura custodiado por un gato rabioso?

                Descendió con pesadez los párpados y me dedicó una mueca de inconfundible desagrado antes de irse.

                Una vez solo en casa, sonreí con maldad. ¡Ahora se va a enterar quién manda! Subí a su habitación y la abrí con energía. Lo primero que me aturdió fue el inconfundible olor a marihuana, así que me dirigí hacia la ventana para abrirla de par de en par. En su habitación reinaba el color negro, posters de cantantes con lenguas bífidas, y figuras esotéricas. Abrí un armario y a punto estuve de desmayarme, ¿qué coño se ponía mi hija para salir de casa? Decidí que ya había visto suficiente y salí a la terraza con el móvil en la mano; debía realizar una llamada.

                Ahora sí que todo estaba a mi gusto. Tras una mañana movidita, entrando y saliendo gente en casa, habían dejado su habitación como nueva. Los muebles blancos, de líneas sencillas, y las paredes combinando tonos pastel, relajaban el ambiente. Le compré también una cama más cómoda y lo mejor de todo: un vestuario digno de una adolescente. Vaqueros, vestidos, faldas... no fue decisión mía, obviamente llamé a una especialista en moda que se encargó de todo el trabajo. Ahora era una habitación completamente nueva, lo único que había dejado eran unas cajas negras que tenía cerradas con llave, sabía que la marihuana no se encontraba en ellas, pues la escondía bajo el falso fondo del cajón de su mesita. Seguramente en esas cajas guardaría sus fotos o recuerdos de la niñez y quería que los mantuviera.

                Una vez finalizadas las obras, solo me quedaba esperar a ver su cara de circunstancias cuando se diera cuenta de lo que había hecho. Sabía que no le iba a gustar, pero tendría que aprender a vivir de otra forma, era mi hija y me iba a obedecer.

                —¿Qué coño ha pasado aquí? ¿Qué has hecho con mis cosas, capullo?

                —Esa lengua, jovencita...

                —¡Contéstame, joder! ¿Qué has hecho?

                —Te dije que teníamos cosas que hacer en casa y te sugerí que te quedaras, como no quisiste, he hecho las cosas a mi gusto.

                —¡No tenías ningún derecho!

                —¡Ya lo creo que sí! Esta es mi casa, y tú mi hija, a partir de ahora se hará lo que yo diga, y punto.

                —Te juro que... que...

                —Ahorra fuerzas y no digas nada que podamos lamentar —intervine interrumpiendo su discurso—, mañana tenemos un largo día por delante.

                Me miró con miedo.

                —¿Qué pretendes decir con eso?

                —Tenemos cosas que hacer juntos y supongo que ahora, no querrás negarte, ¿me equivoco?

                —¿Qué? —volvió a preguntar atemorizada.

                —Mañana será un día para ti, iremos a la peluquería, para que hagan algo con tu pelo y luego tenemos hora con el doctor Mendoza.

                —¿Qué estás diciendo? Punto número uno, no pienso ir a la peluquería, y punto número dos, mucho menos ir al médico. Además, ¿para qué tengo que ir al médico?

                —Tienes hora para que te borren ese tatuaje.

                Se hizo el silencio.

                —¡Ni lo sueñes!

                —Me da igual lo que digas, eres menor de edad y yo digo que ese garabato se borra, y se borra y punto.

                —¡No pienso quitármelo! ¡Y tú no eres quién para hacerlo!

                —Yo no, el doctor Mendoza —repetí con retintín.

                Sonreí con picardía y eso la enfureció aún más. Subió a su habitación y tras cerrar la puerta, empecé a escuchar ruidos extraños, estaba destrozando sus cosas nuevas, pero francamente, me daba igual lo que hiciera. Quedara como quedara, iba a quedarse con ello, le gustara o no.

                5. Topando bruscamente con la realidad:

 

                Estaba en el sofá mirando la tele, cuando Hanna cruzó el salón en albornoz y se puso frente a mí, con los brazos en jarras.

                —¿Te importar, cariño? Estoy viendo un programa.

                Desafiante, se irguió aún más para impedirme ver nada.

                —Quiero mi ropa, no pienso ponerme esos vestidos cutres que hay en mi armario.

                —Esos vestidos cutres, como tú los llamas, resulta que son lo único que tienes ahora, así que si no quieres ponértelos, ve desnuda, tú misma.

                Sonrió con malicia, y puede que parezca mentira, pero ese gesto, me recordó a mí. Me resultó increíble porque hasta entonces, creía que los gestos eran adquiridos, que no se transmitían genéticamente, pero al ver esa mueca en sus labios, comprendí que algo se me escapaba en esa teoría.

                —Pues no pienso ir a ninguna parte. Ya le puedes decir a ese médico que no acudiré a su consulta.

                —Lo siento pero eso no es negociable, iremos aunque tenga que llevarte a rastras.

                —Pues yo he dicho que de aquí no me muevo.

                Con chulería, Hanna se quitó el albornoz que la cubría y se quedó desnuda frente a mí, sin mostrar ningún tipo de pudor. Me quedé alucinado porque ese cuerpo no era el de una niña, era el de una mujer adulta, hecha y derecha, y encima se depilaba, ¡completamente! Solo ver su cuerpo comprendí que no estaba frente a la niña que creía, que posiblemente ya había tratado con hombres, y eso, me hacía sentir viejo y... Cerré los ojos y moví la cabeza con nerviosismo, intentando desviar el rumbo de esos peligrosos pensamientos. ¡No iba a salirse con la suya por no llevar ropa! Ese tatuaje iba a ser eliminado de su cuerpo y no iba a echarme atrás dejándome atrapar por su rebeldía.

                —Si es así como quieres ir... —susurré con indiferencia al tiempo que la cogía del brazo para tirar de ella—, iremos así al médico.

                —¿Qué haces? —preguntó desconcertada mientras me dirigía con seguridad hacia la puerta y la abría— ¿Vas a llevarme así?

                —No me dejas alternativa —di un último y decisivo estirón, para que apreciara mi fuerza y juntos cruzamos el umbral de la puerta. Justo antes de cerrarla, ella volvió a entrar para esconderse.

                —¡Estás loco! —chilló con rabia.

                —Vamos a ir, Hanna, así que si no quieres salir desnuda ve a cambiarte.

                Remugando subió a su habitación. Me dejé caer nuevamente en el sofá, estaba algo desconcertado, la verdad. Ver a Hanna, mi pequeña, desnuda, era algo que me había hecho reaccionar de una forma que... ¡Cielo santo! ¡Tenía cuerpo de mujer! ¿Cómo era posible que fuera tan mayor?

                Trascurrida media hora, Hanna reapareció en la habitación, luciendo un bonito vestido blanco con un cinturón marrón de cuerda. Le quedaba fabuloso, así como los zapatos de tacón medio que torneaban sus piernas, haciéndolas aún más largas. Se sentía incómoda con esa ropa, lo veía en su rostro sonrojado y entonces, por primera vez, me atreví mirarla con detenimiento. Tenía una larga cabellera negra, teñida, por supuesto, pero bonita y cuidada al fin y al cabo, eso no podía negarlo. Sus ojos negros y sus increíbles pestañas rizadas, sin olvidar las mejillas sonrosadas, esas que siempre ocultaba tras un antiestético maquillaje, que gustosamente me deshice de él el día anterior. Hanna era una jovencita preciosa, era..., era..., era igual que su madre. Todos mis miedos, mis inseguridades, se concentraron en ese momento de debilidad, y sentí como si no estuviera frente a mi hija, sino ante el joven recuerdo que guardaba de mi difunta esposa. Hanna era más joven que su madre cuando la conocí, eso era cierto, pero había visto infinidad de fotos de su adolescencia y ahora mismo, es como si estuviera frente a una de ellas. Tragué saliva, sin saber qué decir, además, la diversión que había mostrado hasta el momento, se había esfumado de mi rostro de repente. Sentí que ya no me importaba nada, si Hanna me hubiera dicho entonces que prefería quedarse en casa, contra mi deseo, hubiera asumido mi derrota dejándola vencer esta batalla. Pero no fue así, mi hija estaba de pie frente a mí, esperando una respuesta, no pude más que ofrecérsela.

                —Estás realmente preciosa, Hanna. No entiendo por qué te ocultas bajo esa estética que tan poco te favorece, tienes ese mismo resplandor que tenía tu madre.

                Tras mis palabras, pareció que su gesto ceñudo se destensaba. Obviamente, no conocía a su madre, no tenía ningún recuerdo de ella, tal vez fue la seguridad aplastante con la que envolví mi breve argumento, lo que produjo un ligero cambio en ella.

                —Tenemos que irnos —sugerí tras ver la hora en el reloj de pared—, es tarde.

                Hanna asintió sin decir nada, y juntos, salimos de casa.               

                Durante el resto del día permanecí ausente, si soy sincero, este era el momento que realmente temía: enfrentarme a mis fantasmas del pasado y descubrir que tenía una hija que era el vivo reflejo de su madre. Me atormentaba la idea de haberla perdido y más aún, me apenaba profundamente no haber estado al lado de mi hija y presenciar junto a ella sus primeros pasos, sus descubrimientos, su transformación de niña a mujer. Esto era extraño, esa sensación no la entendía. De la noche a la mañana había pasado de ser un hombre soltero, sin responsabilidades, a ser el padre de una adolescente a la que le hacían falta un par de azotes. Me resultaba extraño meterme en el papel, y más aún, no derrumbarme al presenciar cómo se reabrían viejas heridas que jamás fueron curadas.

                En la peluquería las profesionales se hacían cruces, mi hija se había teñido el pelo de un negro tan intenso que para quitarle el color deberían decolorarlo y con ello se exponían a que se rompiera y perdiera brillo, de manera que optaron por no alterar su color, pero sí recortar las puntas y escalárselo para darle forma. De la misma manera retocaron el flequillo para que dejara de molestarle en los ojos, parecerá una tontería, pero nada más ver su cara despejada me dio un brinco el corazón; tenía unos increíbles ojazos verdes que hasta ahora escondía.

                Para intentar animarla, las peluqueras se ofrecieron a maquillarla, dándole instrucciones de cómo debía hacerlo para resaltar sus facciones. Al principio mostró indiferencia, simplemente se dejaba hacer por no llevarme la contraria, pero en sus ojos podía leer que en cuanto llegara a casa volvería a ocultarse tras su máscara habitual. Pero en ese instante no me importó, estaba contento admirando como las profesionales le sacaban brillo, descubriendo una chica hermosa.

                En cuanto terminaron, cogimos el coche y empecé a conducir, llevándola a la clínica especialista en borrado de tatuajes.

                —No quiero quitármelo —empezó con ojos brillantes, a punto de desatar el llanto—. Es importante para mí...

                —Solo dime una cosa, ¿por qué te empeñas en echarte tierra encima? ¿Te has mirado alguna vez en el espejo?

                —¿Pero de qué hablas? ¡Claro que sí!

                —No digo si te has visto en el espejo, digo si te has mirado.

                Me contempló extrañada.

                —¿Qué quieres decir?

                —Si te has tomado el tiempo necesario para estudiarte detenidamente frente al espejo, para ver lo largas y curvadas que son tus pestañas, por ejemplo, o las motitas marrones que invaden tu iris verde, incluso lo perfecto que es ese huequito del cuello, ¿sabes cómo se llama?

                Su cara de incredulidad y asombro al mismo tiempo no tenía precio, apuesto a que pensó que estaba loco y no es para menos, ni yo mismo era consciente de que había prestado atención a todos esos detalles hasta que los mencioné sin más.

                —¿El qué? —Dijo transcurridos unos segundos.

                —Esto... —desvié una mano del volante y dirigí el dedo hasta el cuello, para encajarlo justo en ese hueco olvidado, al que nadie presta demasiada atención pero que a mí me parece precioso—.  Se llama sinoide vascular.

                Sus mejillas se tornaron carmesí y movió rápidamente la cabeza al frente, deshaciéndose de mi contacto. Yo recompuse rápidamente mi expresión para concentrarme en la carretera, igual me había excedido en las alabanzas, pero quería que mi hija se viera con mis ojos, que dejara de ocultarse para ver a la criatura maravillosa que yo veía en ella.

                —Eso no tiene nada que ver con lo que estamos a punto de hacer, no quiero borrar mi tatuaje —repitió transcurridos unos minutos.

                —Con tu piel pasa lo mismo, es bonita sin tener que ocultarla bajo parches permanentes, esos que seguramente te hiciste sin pensar y ahora vas a acarrear el resto de tu vida.

                —Pero...

                —No hay peros, jovencita. Me temo que a partir de ahora van a cambiar muchas cosas.

                —Si piensas que voy a consentir que alguien como tú me dé órdenes...            

                —¿Alguien como yo? Te recuerdo que soy tu padre.

                —Pues será ahora —susurró mordazmente.

                —En cualquier caso eres mi hija, y mientras vivas bajo mi techo y responsabilidad...

                —¡Madre mía! ¿Enserio vas a salirme con eso ahora?

                Fruncí el ceño y apreté los labios para no decir algo de lo que luego me arrepintiera.

                —No tengo ganas de discutir, Hanna, esas manchas salen hoy mismo de tu cuerpo te pongas como te pongas.

                —¡Me los volveré a hacer! —amenazó.

                —Y te los volveré a borrar, ¡no sabes con quién estás hablando! —sonreí con maldad.

                Hanna se cruzó de brazos con resignación, y yo, reí para mí. Empezaba a ceder o eso pretendía creer.

                El láser borró esos horrendos tatuajes, pero su piel no quedó tan bien como había imaginado, de alguna manera se había magullado para siempre. Evidentemente la culpa había sido mía, pero a partir de ahora me aseguraría de que mi hija no volviera a cometer estupideces por el estilo. Si con su cambio físico y de actitud pretendía llamar mi atención, lo había conseguido.

                Tras un largo día de cambios llegamos a casa algo tarde, Hanna hizo además de subir las escaleras para irse a su cuarto pero sujeté su  brazo para impedírselo.

                —¿No tienes hambre?

                Se encogió de hombros.

                —No hay nada de comer, no has ido a comprar.

                Enseguida me di cuenta. Sin María haciendo todas esas tareas me tocaría a mí y eso sí era un problema.

                —Bueno, haré la comida al estilo padre —Dije mirándola con detenimiento.

                —¿Qué significa eso? —Preguntó escéptica.

                —Pásame el teléfono, pediremos unas pizzas.

                Por primera vez, Hanna empezó a reír y ese sonido me pareció glorioso. Su risa era aniñada, pícara y tenía cierta melodía, pagaría por volver a escucharla.

                Nos sentamos en la mesa y empezamos a atacar nuestra comida, de vez en cuando casi conseguía quitar su fuerte coraza, e incluso me daba la sensación de que empezaba a relajarse en mi presencia, pero tan pronto ella notaba ese acercamiento, volvía a alzar un sólido muro a su alrededor, volviéndose a apartar todo lo posible de mí.

                Tal vez no consiguiera retomar el tiempo perdido, ser para ella un padre en el que pudiera confiar ciegamente, pues nunca habíamos tenido tanto contacto como ahora. Tampoco estaba seguro de querer que ella me viera diferente, nuestra relación tenía los días contados porque además de hacerme cargo de mis obligaciones paternas, estaba buscando una persona responsable para cuidar de mi hija en España. Hanna lo sabía, ya me había escuchado hablar con diferentes personas y concertar alguna entrevista, jamás dijo nada, pero cada vez que me veía gestionar uno de esos asuntos, su carácter se agriaba. Confieso que eso me desconcertaba bastante, estaba convencido de que conmigo no quería estar, seguía siendo rebelde, contestona y mal educada; no me soportaba.

                6. Mi primer desafío:

 

                El tiempo fue pasando casi sin darme cuenta, Hanna no me daba un respiro y empezábamos a discutir por cualquier cosa. La ropa seguía siendo un tema delicado, también lo era la comida y los nuevos hábitos, como ir directamente del instituto a casa y dejar de ver a esos amigos siniestros que siempre la acompañaban. Ella necesitaba luz en su vida, y no oscuridad, pero al parecer, eso era algo que únicamente veía yo.

                El día que peor lo pasé, fue cuando ella decidió saltarse deliberadamente las órdenes y escaparse de casa para reunirse con un amigo.

                Subí a su habitación para darle las buenas noches, pero allí no estaba, en su cama solo había el bulto de la almohada escondido bajo las sábanas. La tensión se disparó en ese instante, al ver que no tenía forma de localizarla y no respondía a mis llamadas.

                Aguardé mirando por la ventana, esperando a que volviera antes de llamar a la policía y movilizar al mundo entero si hiciera falta, cualquier cosa con tal que ella volviera a casa. Incluso tuve tiempo de pensar en un castigo, en devolverle el padecimiento absurdo que estaba experimentando por su chulería. Mi mente no dejó de pensar hasta que un coche aparcó delante de casa.

                Esperé pegado como una lapa al cristal y entonces lo vi. Mi hija estaba discutiendo con alguien, no podía advertir gran cosa, pero esos movimientos bruscos invadieron mi cuerpo de una rabia palpable. Salí al exterior y caminé a paso ligero hasta llegar al coche.

                Mi hija se resistía, pero ese chico de apariencia siniestra la forzaba, intentando infiltrar sus sucias manos por debajo de su falda. Vi como ella intentaba salir del coche pero él se lo impedía, así que corrí y llegué hacia la puerta del conductor, con rapidez abrí y arranqué al chico de su lado sosteniéndole del cuello. A penas le dio tiempo a reaccionar, lo tiré bruscamente contra el suelo y le di un puñetazo en la cara.

                —Esto para que aprendas a no volver a tocar una mujer sin su consentimiento —dije y volví a golpear su cara, mientras intentaba inútilmente zafarse de la agresión poniendo sus manos como barrera—, y esto por meterte con mi hija —sentencié y volví a golpearle en la cara—. Como te atrevas a volver por aquí también patearé tus huevos hasta dejarte impotente, ¿te queda claro, niñato?

                —Sí, sí... señor.

                —Bien. Ahora lárgate de mi vista.

                Le solté con brusquedad y cogí a mi hija del brazo, que se había quedado en estado de shock presenciando la escena. Tiré de ella hasta llegar a casa, y una vez dentro, cerré la puerta de un sonoro portazo.

                —Lo que me has hecho hoy ha sido la gota que ha colmado el vaso, no pienso consentir que...

                No acabé de decir la frase cuando sus ojos claros se llenaron de lágrimas, y sin verlo venir, su cuerpo se estrelló contra el mío y empezó a llorar desconsolada. Me quedé literalmente paralizado mientras ella se desahogaba hundiendo los sollozos en mi pecho. sin atreverme a más, llevé mi brazo hacia su espalda y la acuné por primera vez en la vida. Aparentaba ser una chica fuerte y con carácter, pero en realidad era toda gelatina, tan emocional como su madre. Acaricié su espalda con cuidado, esperando a que se desahogara a gusto sin decir nada, aún alucinado por este inesperado brote de afecto. Era la primera vez que me abrazaba y os juro que sentí una sensación extraña, una mezcla de miedo y ternura que recorrieron mi cuerpo entero en forma de corriente eléctrica.

                —¿Te ha hecho algo ese niñato? —pregunté con un temblor en la voz transcurrido un tiempo.

                —No... —susurró negando con la cabeza, todavía sobre mi pecho.

                —¿Entonces? ¿Qué te pasa?

                Se separó un poco de mí y me miró con esos increíbles ojos suyos, verla así, llorando ante mí me hacía sentir vulnerable. Yo quería su felicidad más que nada en el mundo y ser testigo de su tristeza, me dolía.

                —Es que Marcos... —cogió aire y sorbió por la nariz—, él...

                —¿Qué pasa cariño?

                —Él quería acostarse conmigo y... —giró la cabeza apartando su rostro de mí— No es la primera vez que quiere... ya me entiendes —volvió a mirarme y eso me puso tenso, ¿de verdad tendría que pasar por eso?, ¿tendría que mantener la típica charla de sexo con mi hija?—. Lo que quiero decir es que no quería que él me tocara porque...

                —¿Qué intentas decirme? No entiendo nada, Hanna, debes ser más clara.

                —Porque... —continuó enjugando sus lágrimas con el dorso de la mano— Todavía no he estado con ningún chico y...

                Me quedé en blanco. Sinceramente no sé por qué pensé que ella ya había tenido relaciones con hombres, solo había que mirar su cuerpo de mujer; sin embargo, no era así, seguía siendo virgen, lo que me puso nervioso. Lidiar con una adolescente rebelde era una cosa, pero si además tenía que pasar por esa incómoda etapa en la que empieza a experimentar con su cuerpo y sus sentimientos... eso no hacía más que complicar las cosas.

                —Tranquila, Hanna, no tienes que hacer nada que no quieras...

                —Pero el problema es que yo sí quiero hacerlo —dijo reproduciendo un mohín infantil.

                —Bueno, entonces es que ese chico no era el adecuado.

                —Quiero hacerlo con alguien que realmente me quiera, que me respete y que sepa hacerlo para despertar tanto mi deseo como mi curiosidad. No me imagino a alguien como Marcos, creo que solo quiere acostarse conmigo para luego dejarme y...

                —Bien, cariño, creo que ya he escuchado bastante —le atajé—. De verdad, cielo, no necesito más detalles. Creo que vas en la dirección correcta y deberías escoger a alguien especial para eso, así que...

                Carraspeé incómodo antes de empezar a moverme, haciendo ver que revisaba el correo que reposaba sobre la mesa del comedor desde hacía días, no podía continuar con eso, era demasiado duro. Antes de esta semana Hanna era para mí una niña de seis años, ahora era una mujer que empezaba a interesarse por el sexo; demasiada información.

                —Papá... —dijo para reclamar mi atención.

                —¿Si? —respondí sin alzar la mirada de las cartas.

                —Tú tendrías algún tipo de reparo en...

                Dejé las cartas sobre la mesa para mirarla fijamente. Mi corazón bombeaba con fuerza, tenía miedo de sus siguientes palabras porque empezaba a intuir el hilo de su argumento, y sinceramente, me aterraba... ¡Por Dios! solo quería que la tierra se agrietara y me tragara en su recorrido.

                —En... —continuó acercándose a mí con cierta timidez— Ya me entiendes...

                —¿Qué quieres? ¿Ver como se hace? ¿Ver una película tal vez? —interrumpí desesperado.

                —No, no es eso... Me preguntaba si tú y yo...

                —¿Tienes hambre cariño? —dije intentando desviar su atención— Sabes que cocinar no es lo mío, pero hay un restaurante aquí cerca que...

                —Papá... —susurró avanzando un paso más en mi dirección— Me gustaría que fueses el primero.

                Ya está. Ya lo había dicho, mis peores sospechas se confirmaron, mi hija quería sexo, por primera vez, ¡y conmigo! ¿En qué cabeza cabe?

                —A ver, Hanna, sé que no hemos tenido una relación padre e hija ejemplar, y es normal que te sientas confundida ya que soy hombre y estoy viviendo contigo y... bueno, la verdad, no creo que sea lo apropiado porque va contra natura.

                —Pero papá, tú me quieres.

                —¡Claro que te quiero!

                —Y además dices que te recuerdo a mamá y sé que desde que ella murió no has estado enserio con ninguna otra mujer...

                —Sí, pero tu madre...

                —Es suficiente. Sé que tú no me harás daño, serás tierno conmigo y me cuidarás... ¿Por qué no contigo?

                —¡Hanna! ¡Por el amor de Dios, soy tu padre!

                —Eso solo es una menudencia, un insignificante detalle que no quita el hecho de que tú seas un hombre con necesidades y yo una mujer con las mismas.

                —Una menudencia... ¿Te has vuelto loca? Dime, ¿has bebido?

                —Ya sabes que no bebo... —puso los ojos en blanco.

                —No, no lo sé. Como tampoco sabía que eras virgen, creo que hay muchas cosas de los dos que no sabemos...

                Intenté esquivarla, pero ella se interpuso en mi camino y empezó a escurrir su precioso vestido azul por los hombros.

                —¿Qué haces Hanna? ¡Detente ahora mismo!

                —¡Vamos, papá! sé que te gusta, he visto como me mirabas la primera vez que me quedé desnuda frente a ti...

                —No sé de qué me hablas, pero no es lo que piensas...

                Cuando giré mi cuerpo para dejar de mirarla, ella lo hizo también, colocándose nuevamente frente a mí y siguió quitándose el vestido hasta que éste cayó al suelo. Salió de él y se apresuró a coger mi mano, para llevarla junto a su pecho, cubierto por un bonito sostén rosa.

                —Por favor, papá... Hazme el amor.

                Intenté pensar con la cabeza, rehusar su contacto e incluso convencerme a mí mismo de que esto era inmoral, no era lo correcto y posiblemente me pasaría factura. Pero mis sentimientos afloraron traicionando mi voluntad, hacía mucho que no tenía sexo, demasiado, teniendo en cuenta que solía aliviarme a diario con distintas mujeres, pero desde que pisé España, el deseo sexual había sido relegado; simplemente no tenía tiempo.

                Pero ahora mi hija, plena conocedora de mi debilidad, me pedía que la desvirgara y mi mente empezó imaginar su piel deslizándose en mi mano, sus pechos firmes y tersos estremeciéndose ante el contacto de mi húmeda lengua, los músculos apretados y rígidos de su vagina... y por mucha voluntad que pusiera para no caer en el pecado, no tenía nada que hacer.

                Sus provocaciones continuaron, sin dejar de mirarme, cogió mi mano y la deslizó por su plano abdomen, yo simplemente me dejaba hacer, temeroso de hacer algo que pudiera incomodarla o despertarme de este grato sueño. Siguió llevando mi mano y la colocó justo ahí, encima de su intimidad cubierta por unas simples braguitas de algodón. Ya no pude contenerme y mi cuerpo reaccionó al estímulo, mi pantalón se tensó relevando mi grado de excitación y ella aprovechó eso para seguir torturándome. Llevó sus manos a la espalda y se retiró el sostén, dejándome contemplar, por segunda vez, esos pechos blancos, turgentes y perfectos. Fue inútil no acordarme de su madre, pues sus cuerpos eran prácticamente idénticos, como dos gotas de agua.

                Suspiré resignándome a su pericia y aparté la mano de su sexo para cogerle de una muñeca y tirar de ella con fuerza. Su cuerpo semidesnudo colisionó contra el mío y entonces sentí su calor, sus ganas... Sin pensar demasiado en lo que estaba haciendo, me resigné con un jadeante suspiro y la besé. Besé los labios carnosos e inexpertos de mi hija por primera vez, sus movimientos eran lentos, iban despertando poco a poco todo el deseo contenido. Con mi lengua perfilé el contorno de sus labios y cerré los ojos al creer que volvía a estar con la única mujer a la que realmente he amado. Un remolino de emociones se abrieron paso en mi estómago, pues estaba nervioso, temeroso y a la vez muy excitado.

                Seguí besando su barbilla, mimándola con cariño, y así fui bajando por su cuello muy lentamente. Su piel se volvía de gallina, de vez en cuando un leve gemido brotaba inesperadamente de sus labios y eso me animaba a seguir.

                Llevé mi mano hacia uno de sus pechos y lo acaricié con cuidado, palpando su suavidad... Solo tenía ganas de degustarlos, de sentir cómo el pezón se endurecía por momentos en mi boca. Con decisión, alcancé el lóbulo de su oreja y lo mordí levemente antes de susurrarle al borde del colapso:

                —Vamos a la cama...

                Mi hija asintió en el acto y se dejó guiar hasta llegar a mi cuarto.

                Se sentó en la cama y me observó desde la distancia, con las piernas juntas y las manos entre las rodillas. Se le notaba nerviosa, tenía miedo y así me lo demostraba su cuerpo y su inestable respiración; no obstante, en ningún momento me detuvo.  

                Cuando al fin decidí acercarme la percibí algo tensa, pero me recibió con agrado. Me puse de rodillas frente a ella, que seguía sentada en el borde de la cama, y fui retirando poco a poco sus braguitas sin dejar de mirarla, atento por si en cualquier momento se echaba atrás.

                Cuando le retiré la ropa interior, volví a ver su pubis depilado, era como contemplar un lienzo en blanco, un lugar ignoto donde nadie había estado aún. Tragué saliva y contuve mi respiración, que también estaba algo acelerada por lo que iba a hacer. Cuando me sentí con fuerzas, separé cuidadosamente sus piernas y bajé mi cabeza, acomodándome a ella hasta alcanzar su monte de Venus. Mi hija estaba quieta, completamente paralizada, sin saber qué hacer, no sabía si tenía miedo, así que quise tranquilizarla:

                —Tranquila, esto no te dolerá...

                Y tras esas palabras besé su inmaculado pubis. Saqué tímidamente la lengua, para trazar líneas recorriendo cada centímetro de su sexualidad, al principio estaba tensa, tal vez algo avergonzada, pero no me detuve. Pasé mi lengua por sus labios, recorrí varias veces todo el contorno antes de atreverme a llevar mis manos, para separar sus pliegues y continuar... En cuanto percibió mi lengua en lo más íntimo de su ser, su cuerpo se estremeció, se retorció como si le hubiese asestado un latigazo. Continué lamiendo, sintiendo como por momentos se humedecía dándome a probar de su néctar prohibido. El sabor era dulce, exquisito, y me recordaba todavía más a su madre. Hundí mi dedo en su lubricado agujerito y empujé despacio, abriendo la carne, sintiendo como esos músculos vírgenes lo succionaban y a la vez, pedían más.

                De su garganta brotó un nuevo gemido, Hanna se había estirado sobre la cama y de tanto en tanto su cuerpo se arqueaba, dejándose llevar por la excitación. Seguí estimulándola, sin perder detalle de sus reacciones, sintiendo como mis manos se empapaban por sus fluidos, entonces volví a lamer su grieta mientras mi dedo se movía de dentro hacia fuera de su agujero. Con los dientes mordisqueé su abultado clítoris y lo acaricié con mi lengua, provocándole todo el placer del que era capaz.

                —Papá... —susurró extasiada.

                —¿Qué, cariño? —rápidamente detuve mis movimientos.

                —Fóllame ahora, papá, quiero correrme contigo...

                Sonreí para mí y volví a acariciar su sexo, ahora más tranquilo.

                —Tranquila cielo... por eso no te preocupes, córrete...

                —No... —respondió jadeante— Quiero sentirte dentro, por favor... ¡Ahora!

                Su impaciencia me hacía gracia, era incapaz de controlar sus hormonas; No obstante no cedí, y seguí acariciándola mientras se retorcía de placer entre las sábanas.

                Sus jadeos se intensificaron, así que hundí todavía más mi dedo en su interior, con algo más de fuerza, y ella gritó. Estaba a punto de correrse, podía intuirlo, pero en lugar de dejarse llevar como hubiera hecho cualquiera en su situación, se separó. Me quedé paralizado sin entender su reacción, y ella aprovechó mi indecisión para hacer que me incorporara y con movimientos firmes, empezó a desabrocharme el pantalón.

                No paró hasta quitármelos junto a los calzoncillos y entonces, me quedé desnudo frente a ella. Era la primera vez, aún me sentía inseguro, pero había optado por dejarme llevar y que mi hija experimentara sus primeras sensaciones conmigo.

                Llevó sus pequeñas manos hacia mi miembro y empezó a moverlo con movimientos suaves. Se notaba su inexperiencia y por extraño que pueda pareces, eso me excitaba. Cogí su mano y la enrosqué con fuerza entorno al músculo, para que viera que podía apretar, que no pasaba nada. Enseguida captó  la indirecta y lo sostuvo con firmeza, así estuvo un rato hasta que decidió ir más allá y lamer, como si fuera un caramelo, el rosado glande. La sensación me produjo calambres, tenía que contenerme, dejarla hacer a su ritmo, pese a que solo me apetecía hundirme profundamente en su boca y sentirme engullido por ella.

                Poco a poco fue metiéndosela un poco más profundo cada vez, alternaba la boca y las manos hasta que en cuestión de segundos empecé a gemir. Sus caricias iban perfeccionándose a medida que transcurrían los segundos, y ahora el que tenía miedo de correrse en su boca, era yo. Haciendo un gran esfuerzo logré recomponerme y apartarme de ella para ir tumbándola poco a poco en la cama. La besé en los labios, saboreando el sabor de mis jugos en ellos, y a tientas, alcancé la cajita de nácar que había sobre la mesita para extraer un preservativo de su interior. Rasgué la funda como pude, Hanna se mostraba ansiosa, sujetaba mi nuca con fuerza, sin dejar de besarme mientras sus caderas se alzaban y sentía la dureza de mi miembro erecto cerca de su intimidad. En un momento de lucidez, conseguí separarme lo suficiente para colocarme el preservativo y entonces ya no me detuve.

                —Hanna... esto puede dolerte un poco, si quieres que pare, lo haré, ¿de acuerdo?

                —Papá... —respondió retorciéndose de placer mientras su cuerpo buscaba a tientas mi miembro— Hazlo.

                Cogí aire y paralicé sus inquietas caderas con mis manos, seguidamente elevé un poco su pelvis y apunté con mi verga en dirección a su orificio inexplorado. Con cuidado introduje el glande y permanecí inmóvil dejando que se acomodara al grosor. Su cuerpo se deshizo todavía más, incluso enroscó sus piernas a mi cintura mientras sus brazos ejercían su fuerza atrayéndome a ella, con este último movimiento inconsciente, se hundió más en mi verga y chilló al sentirse penetrada sin preaviso. Esperé nuevamente a que su cuerpo se aclimatara  para finalmente, atravesar la entrada de una última estocada. Los dos gemimos al unísono, había alcanzando el fondo de su útero y había arrebatado la virginidad a mi hija. Cuando comprobé que volvía a relajarse empecé a moverme, a deslizar mi miembro de dentro hacia fuera de su cuerpo con suavidad, y con cada profunda envestida, el placer era mayor. Su carne me atrapaba, me oprimía y me retenía en lo más profundo de su ser, en ese momento, perdí la noción del tiempo. Mi cuerpo actuó solo, sirviéndose de ella para satisfacerme, apretando con fuerza sus nalgas para hundirme más en su interior mientras la escuchaba gritar de placer, ahogando sus jadeos contra mi cuello. Empujé sin descanso al intuir su orgasmo, y admirando como su cuerpo se tensaba en respuesta, solo entonces, cuando vi la completa satisfacción dibujada en su rostro de porcelana, alcancé el clímax, sintiendo como me vaciaba por completo dentro de ella, hasta la última gota.

                Nuestras respiraciones entrecortadas y la posición de nuestros cuerpos evidenciaban lo que habíamos hecho. La cordura regresó  poco a poco a mí y lejos de sentirme satisfecho, empecé a sentirme culpable.

                Salí de ella con cuidado y me avergoncé al ver la pequeña mancha roja que teñía las sábanas de mi cama; esto no estaba bien, lo que había hecho era una locura...

                Hanna intuyó mi estado anímico y colocó su mano sobre la mía.

                —Me ha encantado papá, lo he disfrutado muchísimo. Gracias.

                Su cegadora sonrisa consiguió relajarme un ápice, pero seguía pensando que había cometido una locura.

                —Me alegro que lo hayas disfrutado, cariño.

                —¿Y tú? —preguntó destilando toda su inocencia— ¿Te ha gustado?

                Tuve que contener las ganas de reír, no podía creerme que enserio me hubiera formulado esa pregunta.

                —Más de lo que esperaba, para mí ha sido increíble...

                Sonrió con ternura y se acercó para besar con rapidez mis labios.

                —No veo el momento de repetirlo —susurró.

                Me eché a reír tumbándome en la cama boca arriba y cubriendo mis ojos con el pliegue del codo; esas revolucionadas hormonas nos iban a traer más de un problema...

                —Pero ahora vamos a cenar, tengo hambre —alegó poniéndose en pie de un salto—. Vamos a cenar al estilo padre.

                Retiré mi brazo de los ojos para mirarla sin dejar de sonreír.

                —¿Y cómo es eso?

                Automáticamente me lanzó el teléfono y dijo:

                —Pide un poco de comida china.

                No pude más que volver a reír, solo Dios sabe lo que esta niña podría aprender de mí, no era más que un desastre para las responsabilidades y asuntos domésticos, y por lo que se ve, ella había heredado eso de mí. Sin embargo no iba a darme por vencido, esta era una etapa de aprendizaje, no únicamente para Hanna, sino también para mí.