miprimita.com

El contrato (octava parte) 8

en Grandes Series

Nota de la autora: Recomiendo leer la saga desde el principio para que encontréis sentido a los distintos capítulos.

También doy las gracias a las personas que aún no se han cansado de leer y siguen animándome a que acabe la historia. A veces los comentarios, buenos o malos, son los que te hacen ver que no has tirado tu tiempo escribiendo algo que no interesa, hay gente dispuesta a aportar, dar su punto de vista y de alguna manera dan fuerza para poder continuar. Así que gracias!

 

En capítulos anteriores...

     (...)

     —Ahí tienes un billete de avión para regresar a España, no hace falta que te escapes en mitad de la noche, tu vuelo sale mañana a primera hora –mi cara debió parecer un poema, porque Edgar hizo una pausa frunciendo el ceño por mi expresión.

     —¿Cuánto tiempo estaré fuera?

     Suspiró.

     —Indefinidamente.

     —¿En serio? –quise asegurarme.

     Asintió.

     No me lo podía creer. ¿Iba a dejar que me marchara sin más?

     —¿Qué hay del contrato? –me aventuré a preguntar.

     —Puedes estar tranquila, no emprenderé ninguna acción.

     Le miré extrañada.

     —Pero seguimos casados... –confirmé desafiante.

     Edgar cerró los ojos un instante y volvió a pasar las manos por su cabello revuelto, cuando los abrió de nuevo, me miró con cautela.

     —Tardaré un tiempo en tramitar el divorcio, pero será lo próximo que haga –prometió.

     Su voz sonó seca, sin ninguna emoción.

     Se encaminó hacia la puerta y yo sentí que tenía que decirle algo. No podía creer que me hubiese liberado de nuestro acuerdo con tanta facilidad, eso decía mucho de él, tal vez no era tan egoísta como creía, puede que me precipitara en juzgarle, fuera como fuere debía estar feliz, por fin había conseguido lo que tanto anhelaba; sin embargo, no me sentía diferente, la noticia no consiguió más que confundirme.

     —Gracias –me apresuré a responder antes de que desapareciera.

     Se giró levemente y asintió.

     —Por cierto, se me olvidaba –dijo sin acabar de girarse–, tienes la única copia que conservo del contrato sobre la mesilla. Haz con él lo que quieras.

     Miré hacia la mesilla y ahí estaba, una discreta carpeta de cartón contenía la llave de mi libertad. Giré el rostro hacia la puerta pero él ya se había ido. Nuevas dudas no tardaron en llenar de nuevo mi cabeza.

     ¿Realmente significa eso que podía irme sin más? ¿Y mi familia? Supongo que Edgar dejaría de costear la rehabilitación de Marcos y sufragar las deudas que acumulaba la casa... Tendría que buscarme un trabajo para hacer frente a todo, ¿sería suficiente con mi aportación económica?

     Me mordí el labio inferior. Sí, definitivamente debería estar feliz, pero más allá del propio interés por mi bienestar y el de mi familia, sentía que no estaba actuando bien, y que Edgar, por muy mal que hubiera hecho las cosas, no se merecía mi odio.

 

 

Remordimientos

 

     Los monitores acababan de anunciar mi vuelo y estaba lista para embarcar. Me había presentado en el aeropuerto a la hora indicada con el equipaje de mano, María se ofreció a hacerme las maletas y enviarlas a España por servicio urgente. Reconozco que despedirme de ella hizo que se me desataran las lágrimas, tanto ella como Philip eran lo más parecido a amigos que había hecho en Escocia y me habían demostrado con creces su lealtad.

     Me fui de la casa despidiéndome de todos y cada uno de los ocupantes, pensando que jamás volvería a verles, después de todo, no tenía motivos para regresar. Lo más difícil fue decir adiós a Edgar. No sabría describir mis sentimientos. Mi cabeza me decía que sólo era cuestión de tiempo que las cosas se torcieran, ¿cómo diablos se pude construir una familia junto a alguien que no conoces? Mi corazón, en cambio, estaba dolido. Sentía que había fracasado y fallado a una persona que, pese a sus defectos, había hecho innumerables cosas por mí, y esa sensación me estaba matando.

     Miré el documento firmado que estaba sobre la mesilla y lo ojeé vagamente antes de salir de casa. Estaba realmente desesperada cuando accedí a cumplir con sus condiciones, sabía a lo que me atenía, y aun así, lo hice. Suspiré con fuerza y lo dejé en el mismo lugar donde Edgar lo había depositado. Podía haberlo hecho pedazos, supongo que era lo que todo el mundo esperaba que hiciera; sin embargo, un pequeño atisbo de honestidad emergió de mí en el momento en que iba a hacerlo trizas: Él debía tener la última palabra. Yo había faltado a mi palabra, y ahora estaba en pleno derecho de utilizarlo en mi contra. Decidiera lo que decidiera lo asumiría, como he hecho siempre con mis compromisos.

     Es curioso, porque si ese documento lo hubiese encontrado el día que estuve curioseando en su despacho, me hubiese desecho de él sin dudarlo, pero que Edgar me lo entregara sin más, me había dejado en jaque, y desde el fondo de mi ser, sentía que le debía al menos eso: dejarle tomar la decisión que considerara oportuna.

     Se escuchó desde megafonía el último aviso a mi vuelo y me dirigí al mostrador con paso vacilante. ¿Por qué me sentía tan mal? ¿Qué me ocurría?

     —¿Su billete y pasaporte, por favor?

     La azafata me dedicó una resplandeciente sonrisa mientras extendía su mano esperando a que le entregara mi documentación. Me mordí el labio inferior y la miré atentamente a los ojos.

     —¿Ocurre algo, señorita, se encuentra bien?

     Parpadeé y asentí tímidamente con la cabeza.

     —Lo siento, verá...

     ¿Qué me sucedía? ¿Por qué no podía irme?

     Tenía la sensación de que me estaba olvidando algo importante.

     Estaba confusa e irreconocible por mi actitud.

     Como un acto del destino, mi teléfono móvil empezó a vibrar. Tenía un mensaje de un número desconocido.

     «Hola Diana, soy Steve, ¿podemos hablar un  minuto?»

     ¡¿Steve?!

     —Si quiere coger el avión deberá entregarme la documentación, es la última pasajera por embarcar –me recordó la azafata.

     Saqué el billete del bolsillo y, justo antes de entregárselo, decidí girarme y responder a Steve con un simple «sí».

     La llamada no tardó en producirse, justo en el mismo instante en el que la azafata ponía una cinta que impedía el paso a cualquier viajero rezagado.

     —Hola –descolgué un tanto intrigada.

     —Menos mal que he dado contigo a tiempo, he hablado con Edgar. Me lo ha contado todo.

     Eso me sorprendió.

     —Y ¿qué es todo? –quise saber.

     Suspiró.

     —¡Joder! ¡Todo! Incluso he visto el contrato –emitió un leve quejido–. Sabía algo, no te voy a engañar, pero no lo había leído hasta ahora y, francamente, de haberlo leído antes le hubiera hecho desistir de la idea.

     —Ya –fruncí los labios–. Es de locos.

     —Sí –hizo una pausa–. Pero luego miré el asunto con objetividad y... entiendo el porqué lo hizo, aunque no lo comparto.

     —¿Lo entiendes? –mi mandíbula se descolgó por el asombro– Mira, Steve: el contrato, la boda.. todo ha estado mal desde el principio, nada ha acontecido de forma natural. Yo he intentado tener paciencia, conocerle, no juzgarle a la ligera, en definitiva, he intentado adaptarme y cumplir mi compromiso. Pero cada vez que me acercaba un poco a él y empezaba a relajarme, ocurría algo que hacía que el muro volviese a alzarse a su alrededor. Esto no puede funcionar de ninguna manera, además, Edgar nunca me gustó y...

     —Está bien, Diana –intervino interrumpiendo mi diálogo–, tienes razón. Solo quería que lo supieras.

     Parpadeé aturdida.

     —¿Y para eso me llamas, o hay algo más?

     Emitió un torturado suspiro antes de continuar.

     —Quería saber, si no es mucho pedir, si hay la más mínima posibilidad de que reconsideres quedarte, al menos unos días.

     —¿¿¿Cómo dices??? Te aprecio, Steve, pero debes haber perdido la cabeza–la incredulidad llenó mi voz cuando lo evoqué.

     —Diana... –gimió frustrado–, no me gusta nada interceder por nadie y siempre respetaré cualquier decisión que tomes, pero entiéndeme, soy amigo de Edgar desde hace años y sé que si se queda solo ahora, justo en este momento, jamás volverá a levantar cabeza y no puedo permitirlo.

     —¿Y qué tengo que ver yo en eso? ¿Qué puedo hacer? Sabes que a mí me ignora.

     —No te ignora –discrepó–. De hecho, nunca le había visto de tan buen humor como últimamente.

     Me quedé en silencio unos minutos. ¡¿Estaba hablando en serio?! Me obligué a tomar aire y continuar:

     —Da igual lo que digas, yo sé la realidad, he convivido con él y jamás en toda mi vida me he topado con un nombre tan frío, insensible y poco comunicativo. No hay nada por su parte que haga que reconsidere lo más mínimo regresar, porque no merece la pena tanto esfuerzo.

     —Imagino, Edgar es el hombre de hierro, rara vez muestra una emoción, es meticuloso, organizado, distante... Cualquier calificativo se le queda corto.  Profesionalmente ser así le ha ayudado a llegar alto en su carrera, pues nada le intimida, es más, nunca le he visto tener miedo a algo, excepto a... –hizo una breve pausa antes de continuar– a perderte.

     Me quedé en shock tras sus últimas palabras.

     —Supongo que ya te habrá contado que para él no soy más que un objeto, como uno de sus cuadros, y que puede ponerme tras una vitrina de cristal y mostrarme a los demás como si fuera su última y valiosa adquisición cuando le plazca. Visto así es normal que tenga miedo a perderme, pero ese miedo se le pasará en cuanto encuentre otra cosa que ocupe mi lugar –respondí con displicencia.

     —No es como crees. Sé que no hay justificación alguna por las cosas que te habrá dicho o por cómo te ha hecho sentir ese cabezota, pero él no es como lo pintas, sólo es una manera de protegerse.

     —¿Protegerse de qué? ¡No tiene sentido!

     —Protegerse de lo que le hace vulnerable –respondió con ímpetu.

     Negué con la cabeza, enervada.

     —¿Y ahora me dirás que soy yo la que le hace vulnerable?

     —Los sentimientos que está despertando desde que apareciste en su vida son los que le hacen vulnerable, Diana, ¿no lo ves?¿Cómo no puedes ver que en el fondo no es más que un niño cagado de miedo?

     Encajé fuertemente la mandíbula. Ahora estaba furiosa, furiosa con Steve por haberme llamado y hacer que mi corazón se enterneciera. Si realmente había algo de razón en sus palabras y no era una treta para hacerme volver, no quería irme con remordimientos. No soportaba ser la causa de la desdicha de una persona, por mucho que esa persona en cuestión se lo mereciera.

     —Diana, –continuó devolviéndome la atención– lo único que te pido es que le des una segunda oportunidad.

     Cerré los ojos, reconsiderándolo.  

     —Ahora respóndeme tú a una pregunta, ¿por qué le defiendes tanto? ¿Por qué haces esto?

     —En primer lugar aprecio a Edgar y sé qué es lo que necesita. En segundo lugar me he tomado la libertad de creer que tal vez había una posibilidad porque te has dejado aquí el acuerdo que firmaste, no te lo has llevado ni lo has destruido –no supe qué contestar a eso–. Piénsalo, regresa y sigue como hasta ahora, no cambies para nada tu manera de hacer las cosas, insiste y haz que se abra contigo como no lo ha hecho con nadie. Edgar lleva una carga sobre sus hombros desde hace mucho tiempo y ya va siendo hora de que se desprenda de ella. Intuyo que está cerca de hacerlo, solo debes tener un poco más de paciencia.

     ¿Es que no había tenido ya suficiente paciencia? Había consentido muchas cosas, pasado por alto detalles hirientes, malas constataciones y desplantes. No estaba segura de poder aguantar mucho más poniendo buena cara, tomándomelo con humor como había hecho hasta la fecha. Creo que todas las personas tienen un límite  y el mío estaba a punto de rebasarse.

     Me tomé unos minutos para ordenar la situación antes de volver a hablar:

     —Y luego, ¿qué? Regreso, me convierto en su amiga, volvemos a nuestras charlas y hago que se sienta mejor, ¿qué pasa conmigo?

     —Llegarás más lejos que cualquier otra persona en toda su vida. ¿No es suficiente motivación? –su tono se había relajado un poco, llegando incluso a sonar risueño– Te lo expondré de otro modo.  En muchos aspectos él ha cambiado tu vida y la de tu familia, ahora necesita que le devuelvas el favor, aunque no es lo suficientemente valiente como para reconocer que necesita ayuda. Y si alguien en este mundo puede proporcionársela, eres tú.

     —¿Por qué tengo la sensación de que sabes muchas cosas de él que no quieres contarme?

     Rió con timidez.

     —Sé poco de su pasado, sospecho que sólo conozco a fondo uno de los aspectos más delicados de su vida y porque no ha tenido más remedio que contármelo. Para todo lo demás Edgar es impenetrable, un completo misterio, incluso para mí –suspiró con resignación–. Mira, yo no estoy autorizado para decírtelo, pero si sigues adelante y él no lo hace, te contaré todo lo que sé –emití un leve gemido– ¿trato hecho?

     Mi cabeza le dio vueltas un rato. ¿Podían más mis dudas y mis ganas de saber que la necesidad de salir de esa pesadilla para siempre? Edgar no era un mal hombre, hasta la fecha siempre me había respetado, exceptuando el día que decidió encerrarme, algo que tardaré en olvidar. Supongo que era más de lo que cabía esperar dadas las circunstancias, así que podía darle un poco más de tiempo e intentar hacer añicos su fortaleza; para qué negarlo, la parte más irracional de mí lo estaba deseando.

     —Está bien –accedí al fin–. Acepto. Regresaré a casa y pondré de mi parte para desenterrar sus problemas reprimidos e intentar ayudarle, pero una vez lo consiga me iré, y no habrá fuerza humana que me haga volver a reconsiderarlo. Creo que le debo eso al menos, y ya que tú piensas que soy la persona adecuada...

     —Por supuesto, Diana, sólo puedes ser tú.

     Suspiré.

     —Pues vamos allá –exhalé un suspiro.

     Colgué el teléfono y lo guardé en el bolso. Había sido una conversación interesante, pero no pude evitar pensar que, tal vez, ya estaba planteándome la posibilidad de volver antes de que Steve decidiera interceder por su amigo.

    

     Había oscurecido y, para variar, volvía a lloviznar, a veces dudaba de que en Escocia saliera el sol alguna vez.

     Para no molestar, cogí un taxi que me condujo hacia la finca de Edgar.

     Una vez más dejaba atrás la larga carretera para adentrarme en el jardín frondoso y verde que me conducía hacia la entrada principal. No había avisado a nadie de mi regreso, así que en cuanto María abrió la puerta, me abrazó con fuerza y liberó unas lágrimas nerviosas. La tranquilicé y correspondí a su entusiasmo, en parte yo también me alegraba de volver a verla tan pronto; el cariño que le había cogido era indudable.

     No quise que María avisara de mi llegada a Edgar. Me informó de que estaba en su cuarto descansando. Subí las escaleras y llamé tímidamente a su puerta.

     Una voz ronca respondió al otro lado, abrí con lentitud y atravesé el umbral.

     Las persianas estaban bajadas y había poca luz, pero podía apreciar que era una habitación enorme, mucho más que la mía.

     La tos seca de Edgar me obligó a enfocar la mirada. Estaba recostado en la cama y todavía no me había visto porque cubría sus ojos con el brazo. Me acerqué sin hacer el menor ruido, estaba segura de que creía que era María.

     En cuanto estuve a escaso medio metro de él, llevé mis manos a su brazo y lo retiré cuidadosamente de sus ojos.

     —¡Diana! –exclamó sorprendido mientras intentaba incorporarse.

     —Shhhh... –le tranquilicé– No te muevas.

     Interrumpí su maniobra y me senté en la cama a su lado.

     —¿Ha ocurrido algo con los billetes? ¿Qué ha pasado? –intervino con voz perezosa.

     Me encogí de hombros.

     —Nada. He decidido volver.

     —¿Por qué? –preguntó extrañado.

     —Eso es lo de menos ahora, simplemente he cambiado de opinión, y menos mal, es obvio que estás enfermo.

     —¡No digas tonterías! No me pasa absolutamente nada, sólo es cansancio.

     Suspiré agotada, ¿y no se cansaba de mentir?

     La puerta de su habitación se abrió y entró María con un bol de agua y un paño húmedo.

     —Es para la fiebre –aclaró.

     —Encima tienes fiebre –le reprobé.

     —¡Por favor! –espetó alterado– déjame en paz, ¿quieres?

     En otra ocasión, que me tratara con ese desprecio y me apartara de su lado me hubiese puesto furiosa, pero en esa no.

     Me levanté de la cama y me dirigí hacia María.

     —Muchas gracias, ya me ocupo yo –dije sosteniendo los utensilios que había traído.

     —¿Qué crees que estás haciendo? –protestó poniéndose en tensión.

     —Voy a cuidar de ti –contesté rotunda.

     Dejé el bol sobre la mesita de noche y volví a sentarme a su lado.

     —¡No digas tonterías! ¡No necesito que nadie cuide de mí!

     —Pues yo creo que sí.

     —Te he dicho que te vayas, ya es suficiente.

     Arrugué el entrecejo.

     —¿Por qué lo pones tan difícil?

     —¡No lo pongo difícil! ¡Eres tú, maldita sea! Te he dicho que estoy bien, sólo necesito descansar, y tú, no me dejas.

     —Vamos a ver –espeté cruzándome de brazos–, ¿ya tienes los papeles del divorcio?

     Me miró extrañado.

     —Como ves, no he podido ponerme con eso todavía.

     —De modo que seguimos casados –aventuré.

     —Supongo.

     —Pues entonces debo cuidar de ti, eso es lo que hacen las esposas y los maridos cuando uno de los cónyuges está enfermo, ¿no?

     Bufó e intentó apartarme nuevamente de su lado.

     —Déjalo ya, Diana, no estoy de humor para tus juegos.

     —Ni yo tampoco. Así que deja de ser tan tozudo, ¡por Dios, eres imposible!

     Metí de mala gana el paño en el bol con agua tibia y lo escurrí.

     —Pero...

     —Pero nada –zanjé–, quédate quieto.

     Coloqué cuidadosamente el paño sobre su frente y fui dando pequeños toquecitos suaves por la sien.

     Al principio Edgar se mostró reacio, luego, empezó a relajarse y cerró los ojos dejándome hacer.

     —No deberías estar aquí, y mucho menos hacer esto.

     —¿Por qué? –quise saber.

     —Soy yo quién debe cuidarte y protegerte en todo caso, y no al revés.

     Era increíblemente machista, ¡y sin proponérselo!, vaya joya me había tocado...

     —Pues ¿quieres que te diga una cosa? –pregunté retóricamente– Yo creo que lo has enfocado todo al revés. En esta habitación sólo hay una persona que necesita protección y cuidados, y no soy yo.

     Rió sin ganas y una mueca de dolor se abrió paso en su rostro cansado.

     —Bien, y según tú, ¿De qué necesito que me protejas?

     —¿Es que no es evidente? –pregunté fingiendo asombro por su incertidumbre.

     —No.

     —De ti mismo. Eres tu peor enemigo, Edgar, me sorprende que aún no te hayas dado cuenta.

     Abrió sus ojos para mirarme, su gélida mirada azul y blanca me erizó el vello de los brazos.

     —Ahora tranquilízate, ¿quieres?

     Volví a mojar el paño en agua y seguí pasándoselo por la frente, entonces tuve ganas de hacer algo más, sentí el impulso irrefrenable de comportarme como mi madre cuando era pequeña y me acerqué lentamente a él. Con cuidado, posé los labios sobre su frente húmeda para calibrar el calor que desprendía.

     —Mi madre siempre decía que se puede percibir el calor que irradia el cuerpo humano con los labios, es el mejor termómetro que hay –susurré sobre su frente, notando su piel cálida bajo la caricia de mis labios. Al terminar, concluí la maniobra con un ínfimo beso, apenas perceptible.

     Al retirarme comprobé que sus ojos seguían abiertos, pero a diferencia de antes no me parecieron fríos, sino todo lo contrario. En ese momento me pregunté si alguna vez alguien le había tratado con cariño, si habían besado su frente como yo acababa de hacer, si habían puesto paños húmedos sobre su cuerpo para bajarle la fiebre... Sin apartarme demasiado, acaricié la cicatriz de su rostro con la mano, palpé esas profundas grietas sin miedo, únicamente concentrándome en su reacción.

     Entonces la respuesta a mi muda pregunta apareció de repente: No. Definitivamente Edgar nunca había experimentado lo que era el amor, el cariño, el sentirse protegido y mimado por alguien. Posiblemente toda su vida había sido él el fuerte y jamás se había permitido bajar la guardia. Puede que ese fuera mi papel en todo ese sinsentido; ser la única capaz de romper su coraza ofreciéndole mimos y amor, es decir, dándole aquello que siempre le han negado. También supe que ese trabajo no sería fácil, que debería luchar y romper todos los estereotipos que se había formado durante años y obligarle a sentir cosas diferentes. Por primera vez, saber lo que tenía que hacer me llenó de esperanza; no todo estaba perdido.  

     Finalmente Edgar cerró los ojos, derrotado por el cansancio. Había luchado para mantenerse despierto, pero al final se había rendido.

     Durante la noche no osé apartar mi mirada de él, le contemplé mientras dormía, estudié las muecas que se dibujaban en su rostro, la frecuencia con la que arrugaba el entrecejo en sueños y como salían débiles quejidos de sus labios. Pasé la noche controlándole la fiebre. Además de los fármacos, seguía refrescando su frente con paños húmedos, alzaba su cabeza con almohadas y apretaba su mano para susurrarle que estuviese tranquilo, que yo estaba ahí y no iba a desaparecer.

     La noche se hacía larga, empezaba a estar cansada, pero no me permití flaquear.

     Hubo un momento en el que escuché un leve castañeo de dientes. Toqué su cuerpo y me pareció helado, no se me ocurrió otra cosa más que meterme en la cama con él y abrazarle muy fuerte. En ese momento Edgar no era dueño de sí mismo, tiritaba y se estremecía sin cesar. Permanecí acurrucándolo contra mi pecho al tiempo que movía las manos por su espalda para hacerle entrar en calor. A veces la lucidez regresaba a él de forma inesperada y me ordenaba de malos modos que me fuera, que no me quería ahí, pero yo sabía que me necesitaba y aguanté estoicamente todos sus rechazos hasta que al fin se rindió, envolvió mi cuerpo con sus fuertes brazos y me apretó contra él.

 

     A la mañana siguiente Steve llegó puntual. Lo primero que vio al entrar en la habitación fue a mí recostada sobre la cama de Edgar, vigilándole de cerca mientras dormía.

     Él depositó su maletín en el suelo sin hacer ruido y me sonrió. Vi la gratitud más infinita en su rostro sin necesidad de que me lo dijera.

     —¿Cómo está? –Me susurró acercándose a nosotros.

     —Ha tenido brotes de fiebre durante toda la noche, el paracetamol parecía no hacerle efecto.

     Steve frunció los labios y suspiró colocándose a escasos centímetros de Edgar.

     Éste pareció intuir su presencia y abrió los ojos de golpe.

     —¡Steve! –exclamó adaptando sus ojos a la luz.

     —¿Preparado para un rápido reconocimiento?

     —Oh, no te molestes, no...

     —¡Edgar! –Steve exhibió una tibante sonrisa–  No empieces.

     Examinó los ojos del enfermo y luego orientó su cabeza con las manos. Permanecía muy callado mientras le movía, entonces reparó en mi presencia y se dirigió exclusivamente a mí.

     —¿Por qué no vas a descansar un poco y me dejas con este enorme cabezota? –dijo con humor.

     —Lo cierto es que necesito una ducha... –alegué mirándome de arriba abajo.

     —Aprovecha, ahora estoy yo aquí.

     Me guiñó un ojo y no lo pensé más, me encaminé hacia mi cuarto para darme un baño y cambiarme de ropa.

     Tardé menos de una hora en estar lista y regresar a la habitación de Edgar. Mi sorpresa fue mayúscula cuando ahí no vi a nadie.

     —¿María? –la llamé bajando las escaleras con rapidez.

     Al llegar a la cocina, la encontré preparando la comida.

     —¿Dónde está Edgar?

     —Se ha ido con Steve al hospital.

     La miré perpleja.

     —¿Cómo dices? ¿Qué le ocurre?

     María sonrió y negó con la cabeza.

     —Nada serio, solo ha insistido en hacerle unas pruebas. Pero me han dicho encarecidamente que te diga que no te preocupes, que no iban a ausentarse mucho.

     Suspiré con resignación. Ya nada podía hacer. Decidí aceptar las excusas de María y regresar a mi cuarto; era hora de llamar a Marcos.

Declive

 

     Habían transcurrido varias semanas. Edgar parecía haberse recuperado por completo tras pasar los primeros dos días ingresado en el hospital. Después de las pruebas que le había realizado Steve, había considerado que sería más efectivo si le administraba la medicación por vía intravenosa.

     Me pareció un tanto excesivo para tratar una gripe, pero no puse ninguna objeción, después de todo, yo no era médico, no entendía la gravedad de la sintomatología. Lo que sí pude comprobar, es que tras esos dos días Edgar había vuelto a ser el mismo hombre de siempre. Si durante el tiempo que estaba compareciente en casa había logrado que bajara la guardia un ápice, tras recuperarse volvió a mostrarse como el hombre impenetrable de siempre, el que conocí cuando llegué. Aunque no sabría decir si en esta ocasión se mostraba reticente conmigo porque aún barajaba la posibilidad de regresar a España.

     No voy a negar que ese pensamiento se me pasó por la cabeza en más de una ocasión, pero por algún motivo inexplicable, sentí que debía quedarme.

 

     Aquella mañana no tenía ganas de hablar. Edgar se mostraba frío conmigo, y aunque eso no era ninguna novedad, tenía la sensación de que estaba empezando a contagiarme su mal humor, o tal vez fuera otra cosa...

     —¿Te encuentras bien?

     Alcé el rostro para mirarle. Se había dado cuenta de que algo dentro de mí no marchaba bien.

     —Claro –le dije y me obligué a sonreír.

     Acabé de beberme el café y retiré lentamente la taza hacia un lado.

     —No has comido nada –observó–. ¿Qué ocurre?

     Tragué saliva y apreté los labios. Intentaba por todos los medios mostrarme indiferente pero mis sentimientos estaban a flor de piel y sentí unas fuertes ganas de llorar que intenté reprimir con todas mis fuerzas.

     —Creo que iré a mi habitación a descansar un poco –hice ademán de levantarme pero Edgar colocó una mano sobre la mía para que me detuviera.

     —Espera. Cuéntamelo –me incitó.

     Me mordí el labio inferior, dudando. Finalmente negué con la cabeza, desterrando esa posibilidad de mi mente.

     —Da igual, Edgar, ya se me pasará.

     —En cualquier caso quiero saberlo –insistió, reteniendo mi mano todavía más fuerte.

     —Es que dudo que pueda interesarte.

     —Bueno, eso lo decidiré yo –claudicó–. Adelante.

     Retiré mi mano de las suyas y me acomodé en la silla. Seguía picándome la nariz, pero no era momento para dejarme llevar.

     —Es que se acerca la fecha y...

     —¿Qué fecha? –sus ojos me contemplaron con mucha intensidad, como había aventurado ese día no significaba nada para él, ni todo lo que conllevaba.

     —La Navidad, Edgar.  

     —Navidad –repitió, y sus ojos se suavizaron un ápice.

     —Es una fecha importante, al menos lo era para mí, ¿sabes? En mi casa se celebraba todos los años, incluso cuando mi madre estaba enferma. Jamás quiso saltarse una. Antes de que todo se fastidiara fueron días muy felices. Echo de menos todo aquello.

     Desvié la mirada para que Edgar no pudiera ver lo mucho que me afectaba este tema, pero fue inútil, percibí el calor de sus ojos posados en mí.

     —¿Qué quieres hacer? –preguntó haciéndome reaccionar.

     Me encogí de hombros.

     —¿Quieres volver a casa con tu padre y tu hermano?

     —No creo que a ellos les apetezca realmente celebrar esas fechas.

     —Puedes celebrarla en un lugar imparcial –me ofreció.

     —¿Cómo?

     —Hay hoteles que se dedican a hacer todos los preparativos en sus salones. Buena comida, música, espectáculos... Solo es cuestión de elegir el lugar y llevar ahí a tu familia.

     Fruncí el ceño.

     —¿Y tú?

     —Yo nunca he celebrado la Navidad, no sé ni lo que es, así que...

     —¿Cómo? ¿Nunca?

     Negó con la cabeza.

     —Puedo buscar el lugar si quieres –se ofreció–, mostrarte varias opciones y así eliges la que más te convenga.

     Descolgué ligeramente la mandíbula. Estaba hablando en serio.

     —Realmente no puedo imaginarme algo más frío... Lo que es importante es prepararlo, vivir la ilusión previa, la decoración, los regalos... Eso es para mí la Navidad.  

     Edgar ladeó el rostro y suspiró fuertemente por la nariz.

     —Puedo contratar a gente para que te ayude a prepararlo. Hay diseñadores que irían encantados a Barcelona y...

     —¡Edgar! –le interrumpí alterada– ¿Y tú?

     —Ya te lo he dicho, para mí esas fechas no significan nada.

     —Podrías... –dudé– podrías... venir a Barcelona conmigo y...

     No sabría decir por qué la oferta salió de mis labios, no había pensado bien lo que implicaba sacar a Edgar de sus dominios y menos para vivir algo tan significativo con alguien que no creía en ello.

     —Yo no puedo ir, Diana. No puedo dejar las cosas a medias y... –detuvo su discurso unos segundos, cuando volvió a mirarme continuó– es complicado.

     Una parte de mí no quería dejar a Edgar solo en esas fechas, aunque se lo mereciera. ¿Y María? ¿Pasaría con él las fiestas? Me dolía la idea de que estuvieran solos. Pero por otro lado necesitaba reunir a mi familia.

     —No me gusta la idea de que te quedes aquí, sin nadie...

     —María se quedará conmigo, no te preocupes.

     —Pero yo no me siento bien dejándoos solos, no sé... –me encogí de hombros– Es una fecha para estar unidos y de algún modo, María y tú también sois importantes en mi vida.

     Edgar sonrió ligeramente.

     Nos quedamos en silencio varios minutos. Yo seguía martirizándome por mi dolor y Edgar parecía estar buscando una solución a mis problemas.

     —Y si... –empezó despreocupado– hacemos que tu familia venga aquí, podríamos organizar algo como poner un árbol, algunas luces, una cena... –bufó–, lo que se supone que se hace en estas fechas.

     Por primera vez, su idea me pareció muy interesante.

     —¿Lo dices en serio? –pregunté tragándome las ganas de estallar de alegría.

     Arqueó las cejas y puso cara de indiferencia, como si no le importara lo más mínimo lo que hiciera en su casa.

     —No veo por qué no. Dime, ¿eso te haría feliz?

     Sonreí.

     —Mucho.

     —Entonces no hay nada más que hablar. Lo dispondré todo para que ellos puedan venir y sentirse cómodos y atendidos.

Preparativos

 

     Miré las coloridas frases con las que decoramos las paredes de la casa, pequeñas citas con una intencionalidad clara: hacer que las personas que las leyeran se sintieran mejor. Decidí aportar mi pequeño granito de amor, positivismo y vitalidad, teniendo en cuenta que cada uno de nosotros necesitaba un poco de eso en el día a día.

     "Honraré la Navidad en mi corazón y procuraré conservarla durante todo el año" Charles Dickens. 

     "La Navidad no es una fecha, es un estado en la mente" Mary Elle Chase.

     Encontré citas parecidas en algunas felicitaciones navideñas que circulaban por internet y me pareció divertido ambientar el hogar con ellas. También aproveché y ofrecí calidez a la casa poniendo portarretratos con fotografías. Barcelona y Escocia estaban representadas prácticamente en cualquier rincón.

     Pasé los días siguientes ilusionada, dibujando proyectos de iluminación y decoración para la casa, quería prever hasta el mínimo detalle y que todo adquiriese un aire hogareño.

     Por su parte Edgar gestionó los por mayores del traslado de mi familia. Mi padre y mi hermano viajarían en primera clase, con una enfermera a bordo. También se encargó de contratar personal cualificado que estuviera en casa para recibir su llegada y atender cada una de sus necesidades. De igual manera, María distribuyó sus habitaciones adaptándolas para los nuevos invitados.

    

            Miré a Edgar y la sonrisa se expandió. Estaba relajado en el sofá, rodeado de papeles. Que estuviera en el comedor en lugar de en su lúgubre despecho, era un progreso importante.

            —¿Me ayudas a desembalarlo? –le pregunté, desviando su atención.

     Edgar dejó lo que estaba haciendo sobre la mesa y se acercó a mí, acuclillándose a mi lado. 

     Hizo una mueca.

     —No entiendo por qué no quieres un árbol de verdad, esto no es más que un montón de plástico.

     —No me gusta la idea de talar un árbol solo para disfrutar de él unos días, así que nosotros tendremos uno de plástico.

     Asintió sin especial entusiasmo y juntos terminamos de abril la caja y fuimos montándolo poco a poco. Edgar estaba muy concentrado, me entregaba las ramas del número correcto mientras clasificaba las siguientes asegurándose de que estaban todas.

     Sonreí al ver que estaba poniendo de su parte, sabía que no le gustaban especialmente estas fechas, pero estaba haciendo todo eso por mí sin poner ningún impedimento; no podía estarle más agradecida.

     Una vez acabamos de montarlo, lo contemplamos en silencio durante un rato. Era perfecto, el tamaño ideal para esa casa tan grande.

     Le cogí de la mano sin mirarle e inspiré profundamente, sintiéndome orgullosa de tener, después de tanto tiempo, unas navidades que celebrar.  

     —Vas a ayudarme a hacer los adornos navideños –confirmé sonriendo–. He comprado poca cosa, me apetece que sean especiales.

     —¿Por qué? –preguntó frunciendo el ceño– No es necesario, hay tiendas exclusivas que venden...

     —Porque tienes que entender lo gratificante que resulta hacer todo el trabajo uno mismo –recalqué interrumpiendo su discurso.

     Me dirigí hacia la cesta que había depositado el día anterior sobre una silla.

     —He cogido estas ramas secas del jardín, la idea es trenzarlas y crear una corona.  

     Me miró como si acabara de proponerle un enorme acertijo.

     —Así –sostuve sus manos con firmeza y las guié sobre las ramas secas– ¿ves? –le miré a los ojos dejándole acabar la trenza– No está mal, teniendo en cuenta que tienes la motricidad fina atrofiada.

     Se echó a reír.

     — En mi defensa diré que esto es más complicado de lo que parece.

     Se mordió el labio inferior mientras anudaba la punta con hilo para que no se deshiciera. Seguidamente unió ambos extremos creando un círculo.

     —Un poco de purpurina y unas rodajas de limón seco y ya tienes una corona para la puerta –comenté de pasada.

     Edgar pareció de repente más interesado.

     —Podemos poner también unas ramas de canela.

     Asentí complacida por su participación.

     —¡Ya están hechas las palomitas!

     María entró en el comedor con una enorme caja repleta de palomitas todavía calientes.

     —Perfecto –sonreí como una niña pequeña cuando el olor a palomitas empezó a invadir la habitación.

     Cogí hilo y aguja y empecé a unir una palomita tras otra creando una guirnalda.         

     Edgar seguía obstinado con la corona, decorándola como si su vida dependiera de ello y eso me hizo sonreír. No nos miraba mientras colocaba con una precisión exquisita las rodajas de limón, de tanto en tanto estiraba la mano para coger alguna palomita de la caja y llevársela a la boca sin perder la concentración en su tarea.

     Reí.

     Perdí la cuenta del tiempo que pasamos haciendo los adornos, María también estaba muy ilusionada y canturreaba sin cesar, incluso Edgar había conseguido relajarse y participar activamente en cada una de las actividades, aunque no sabría decir hasta qué punto lo hacía por complacerme o por querer realmente colaborar.

     Parecíamos una auténtica familia mientras poníamos las luces y las guirnaldas en el árbol y por primera vez sentí una punzada de nostalgia; tal vez ésta fuese mi única familia a partir de ahora. Lo cierto es que no sabía lo que supondría tener a mi padre y a mi hermano viviendo bajo el mismo techo que Edgar, podía ser una oportunidad para acercarnos o todo lo contrario, y hacerlo en unas fechas tan señaladas, con todo lo que había pasado y las personas que ya no estaban entre nosotros... sería todo un reto.

     Me giré para coger una de las guirnaldas que había terminado Edgar.  

     —Esta es más corta –observé levantándola de un extremo.

     —Pues no sé qué ha pasado –dijo con la boca llena de palomitas.

     María estalló en una sonora carcajada y abrazó cariñosamente a Edgar, algo que hasta la fecha no había presenciado. Ese gesto bastó para borrar los malos pensamientos y disfrutar del presente, pensando que mi locura por querer celebrar una navidad tradicional había sido un acierto después de todo, pues valía la pena ver a Edgar tan contento.

    

     En pocos días acabamos la transformación y todo adquirió un nuevo matiz de luz y color. Puede que fuera casualidad o no, pero tras ese día, Edgar permaneció más horas en la casa y menos en su despacho.

   


Regalo inesperado

    

     Esa mañana salí temprano para hacer las últimas compras. No quería que faltara nada, así que pensé en todas las personas que me importaban y me aseguré que a nadie le faltara un regalo.

     No lo pude evitar y me detuve frente a un escaparate del centro comercial, ya tenía todos los regalos hechos, pero sentí que Edgar merecía más; me había ayudado como nunca imaginé que haría, me permitió vivir mi sueño y se contagió de mi felicidad. Siempre me había tratado bien sin importar lo que hiciera o lo que dijese, su paciencia era infinita y tenía que agradecérselo. Era un mísero detalle, nada especial, un simple objeto para demostrar mis sentimientos.

    

     —¿Seguro que no miras? –quise asegurarme haciendo aspavientos con la mano frente a sus ojos cerrados– No puedes hacerlo todavía –le recordé.

     Se echó a reír.

     —No estoy mirando. ¿Falta mucho para saber qué tramas?

     Sonreí y abrí la bolsa de cartón para extraer la camisa burdeos que le había comprado.

     —Está bien. Ya puedes abrir los ojos.

     Abrió lentamente los párpados y me contempló extrañado, no había captado que la camisa era para él.

     —¡Tachán! –exclamé extendiéndola de las mangas para que la viera bien.

     —¿Una camisa? –preguntó sin entender.

     —Es un regalo, para ti –maticé.

     —¡Oh! –se acercó y acarició la tela con los dedos, cohibido.

     Le seguí con la mirada.

     —¿Qué? –demandé, mirándolo –¿No te gusta?

     Pestañeó aturdido.

     —Sí, claro, es... es muy bonita –tartamudeó.

     Me eché a reír.

     —No te ha gustado nada –constaté–, puedes decirlo, no pasa nada.

     —No es eso, es solo que no se me da bien recibir regalos, no... –movió la mano y desvió la mirada, avergonzado.

     —Pues ya va siendo hora de que los recibas, ¿no?

     —Pero –frunció el ceño–, yo no te he comprado nada.

     Negué con la cabeza, verle tan desubicado me inspiraba ternura, algo impensable meses atrás.

     —Hacer regalos no es una obligación o un deber, ¿Sabes? Debería ser algo espontáneo y que se hace porque sí –doblé la camisa mirándole atentamente a los ojos–. He elegido este color porque he observado que todo lo que tienes es blanco o negro, pensé que poner algo de luz estaría bien, pero si no te gusta...

     —¡No! –se apresuró en negar– Sí me gusta, es... –apretó los labios intentando buscar un adjetivo– original.

     La risa que me produjo su comentario resonó en toda la habitación.

     —¡Por Dios, Edgar! Yo no diría que el color burdeos es original. Anda, ¡pruébatela! Aunque solo sea por complacerme.

     —¡Claro! ¡sí! –asintió nervioso– Voy a mi habitación y...

     Volví a reír, jamás le había visto tan nervioso. Mi regalo le había descuadrado por completo; de haberlo sabido se lo habría hecho mucho antes.

     —Edgar, solo es una camisa –me acerqué a él hasta quedar a escasos centímetros de su cuerpo.

     Reprimiendo la risa por su cara de incomprensión, llevé mis manos hacia el primer botón de su camisa blanca y lo desabroché. Después de ese seguí con el resto, fui desabrochando uno a uno sin prisa, descubriendo su torso desnudo, carente de vello.

     Ya había constatado que Edgar tenía la musculatura bien marcada, su cuerpo era absolutamente perfecto. Puede que su rostro estuviera desfigurado, pero todo lo demás superaba con creces ese insignificante defecto; se notaba que se cuidaba, que estaba atento a los detalles.

     Cuando terminé de desabrochar su camisa, llevé las manos hacia sus cálidos hombros y le ayudé a deshacerse de las mangas. Edgar permanecía en silencio, mirándome y sin mover un solo músculo.

     Cogí la camisa nueva y le ayudé a ponérsela. Mientras pasaba los botones por los ojales, alcé el rostro para encontrarme con él.

     —¿Te han dicho alguna vez que tienes un cuerpo que quita el hipo? –reconocí sin dejar de mirarlo.

     Se echó a reír tocándose las sienes con una mano.

     —¿Es por el susto que provoca? –preguntó señalándose la mitad dañada de su rostro.

     Puse los ojos en blanco.

     —¡No seas bobo! –le regañé– Nada en ti asusta.

     Ahora sí se oyeron sus carcajadas.

     —Eso no lo pensabas la primera vez que me viste –me recordó.

     —La primera vez que te vi no estaba en mis cabales –argumenté–. Ni la segunda, ni la tercera, puede que la cuarta tampoco... –musité por lo bajo.

     Edgar negó divertido con la cabeza y se recolocó la camisa por dentro del pantalón, seguidamente extendió los brazos y dio media vuelta.

     —¿Qué tal? –preguntó estudiando mi reacción.

     Asentí.

     —A mí me gusta.

     —Pues entonces a mí también.

     Se dirigió hacia el cristal de la ventana más próximo para mirarse.

     Yo le contemplé desde la distancia, en ese instante descubrí que me encantaba observarle. Ya lo había hecho en otras ocasiones, pero hasta entonces no fui consciente de la atracción que sus movimientos producían en mí.  

     —Antes has dicho que no estabas acostumbrado a recibir regalos –dije mirándole en el cristal.

     —Así es –confirmó.

     —¿Ni siquiera de niño?

     Se giró para mirarme.

     —Digamos que no crecí en una familia convencional, no acostumbrábamos a hacernos regalos, ni a celebrar las fechas importantes. Todos los días estaban regidos por la misma monotonía.

     Su argumento me pareció terrible. No podía creer que un niño no celebrara las fechas señaladas.

     —¿Por qué? –quise saber.

     Edgar se encogió de hombros, no parecía dispuesto a revelar mucho más

     —Ahora que lo recuerdo sí me hicieron un regalo una vez –eludió drásticamente mi última pregunta–. Mi madre me regaló un caballete con un lienzo en blanco y una paleta de pinturas cuando tenía nueve años.

     Le miré sin decir nada. El motivo por el cual su familia no celebraba las fiestas seguía siendo un misterio.

     —¿Qué ocurre? –preguntó siguiéndome con la mirada.

     —Nada –negué con la cabeza–. ¿Por qué debe ocurrirme algo?

     Cogí la camisa blanca que acababa de quitarle y empecé a doblarla.

     —Te conozco, o al menos empiezo a hacerlo –matizó–. Puedo apreciar que algo de lo que he dicho te ha molestado.

     —Es igual, Edgar, no tiene importancia.

     Se acercó a mí e inmovilizó mis movimientos obligándome a mirarle de nuevo.

     Sus ojos se afanaban en buscar en mi rostro las respuestas que me había negado a verbalizar.

     —Por favor, dime qué pasa –rogó.

     Suspiré y me senté en la silla que había frente a la mesa, él me acompañó y se sentó delante de mí. Tenerle tan cerca, vestido de burdeos y después de haber visto su impresionante cuerpo, no era fácil, aunque sentía que mi libido había descendido notablemente debido a su adherido hermetismo.

     —Te lo he dicho, no me pasa nada.

     —Diana... –contestó a modo de advertencia.

     Bufé.

     —Está bien, si quieres saberlo ahí va –me armé de valor–: estoy cansada de que cada vez que estás a punto de relajarte y abrirme tu corazón, suceda algo que haga que te bloquees y vuelvas a cerrarte sin más –le miré con intensidad– ¿Cuánto tiempo hace que estamos casados? ¡Ya han pasado seis meses! Y en todo este tiempo no te has relajado ni una sola vez, ¡y mira que han pasado cosas! Me he enfadado, me han atacado, me he ido, he vuelto y nada, tú sigues igual que siempre, no cambias. Dime, Edgar, ¿no te he demostrado con creces mi lealtad, que pese a todo no he dejado de estar ahí? Merezco algo más y lo sabes, merezco que seas sincero conmigo de una maldita vez, que me cuentes por qué eres así, por qué eres incapaz de confiar en la gente, en la gente que te quiere.

     Sus ojos se abrieron al máximo.

     —Es que no hay mucho qué contar, verás, no soy tan misterioso como todo el mundo cree y saber la verdad no mejorará las cosas entre nosotros, es más, sospecho que te decepcionará.

     —Mira –le interrumpí molesta–, si vas a venirme con esas, más vale que lo dejes. Hay algo que me irrita más que tus silencios y es que me tomes por tonta.

     Me levanté de la silla, enojada.

     —Diana, siéntate, por favor –me imploró con ojos tristes.

     Pero a esas alturas ya estaba enfada, no quería seguir hablando.

     Edgar se levantó y me cogió de la mano llevándome de nuevo hacia la silla.

     —Siéntate –ordenó con tiento.

     —¿Y para qué?

     Cogió aire y lo exhaló con brusquedad.

     —Hazlo, por favor.

     Pese a mi creciente cabreo decidí hacerle caso. Dejé caer mi trasero bruscamente contra la silla y le miré desafiante, esperando a que volviera a salirme con evasivas, como hacía siempre.

     —No me gusta hablar de mi vida, de mi familia... –se encogió de hombros– siempre intento evitarlo y no es porque no confíe en ti, es porque me resulta muy doloroso –cogió aire–. Sé que crees que te mantengo al margen de ciertas cosas, tal vez dé esa impresión, pero no es así, lo que ocurre es que me gusta dejar el pasado atrás, intento pasar página..

     —Pero el pasado es importante –anuncié, mirándole–. El pasado es el que nos ha conducido hacia el presente, es el que te ha hecho tal y como eres.  

     Me dedicó una sonrisa, pero esa sonrisa tan forzadamente urdida no llegó a sus ojos claros.

     —¿Te acuerdas de lo que viste aquella tarde en mi despacho? –preguntó de improvisto–, aquellos videos... –puntualizó y asentí con la cabeza–. ¿Puedes decirme qué fue lo que viste exactamente?

     —Solo vi tus videos familiares, fragmentos inocentes de tu madre y tú cuando eras niño, nada fuera de lo común. Parecías feliz y despreocupado.

     Sonrió con amargura.

     —Nada más lejos de la realidad –intervino dejándome paralizada.

     Al hablar su voz se llenó abruptamente de antigua tristeza. 

     Tragó saliva, volvió a alzar el rostro y continuó:

     —Yo vivía en una modesta casita en las afueras de Londres, con mi madre. Mi madre vino de España a estudiar el idioma, trabajaba en una cafetería para ganar dinero y ahí fue donde conoció a mi padre –sus cejas se juntaron por la pena que le producía ese recuerdo–. Mi padre era militar, iba de aquí para allá en misiones, supongo que en uno de sus permisos se enamoró de mi madre y... bueno, luego vine yo. Fui un embarazo precipitado, pese a eso decidieron formalizar la situación, se casaron y formaron una familia.

     Hizo una pausa para coger aire.

     —Al principio no me daba cuenta. Un día mi madre aparecía con el ojo morado o la cara señalada y decía que se había caído en la ducha, me lo creía sin más. No era más que un niño.

     Mis pupilas se dilataron por la sorpresa. No imaginaba para nada esa revelación.

     —Pero un día escuché y vi como mi padre le daba una paliza. Era pequeño, no recuerdo la edad exacta, solo sé que le hice frente, intenté defenderla con todas mis fuerzas y desde entonces, pasé a ser su nuevo objetivo.

     Permanecí lívida, sin apenas respirar. Mis labios se sellaron para escuchar cada una de sus palabras sin perder detalle.

     —Mi madre hacía todo lo posible porque mi padre no descargara su rabia contra mí, a veces incluso las palizas eran más fuertes con ella por intentar defenderme.

     »Así pasaron varios años. Mi padre solía ausentarse por motivos de trabajo, incluso pasaba una pensión a mi madre el tiempo que estaba fuera, pero cuando regresaba... –cerró los ojos con pesar–, nos resultaba imposible huir de él.

     »Debajo de casa teníamos un viejo taller, y en mi adolescencia solía hacer horas extras reparando motos y limpiando carburadores. Pequeñas cosas que había aprendido a hacer para ayudar económicamente en casa. El trabajo me gustaba, me mantenía la mente ocupada, de hecho pasaba mucho tiempo ahí.

     »Un día escuché mucho revuelo en el piso superior y no pude ignorarlo como en otras ocasiones. Tenía veinte años recién cumplidos, me sentía en cierto modo responsable de mi madre y no iba a permitir que ese bastardo le hiciera daño en mi presencia. Fui a defenderla y mi padre y yo nos enzarzamos en una pelea. En esa ocasión le gané, de hecho no me resultó difícil tumbarle porque estaba ebrio. Cuando volvió en sí me miró a los ojos y me dijo que me arrepentiría el resto de mis días por lo que había hecho, pero yo no le dejé terminar, le saqué de casa por la fuerza, creyendo que con eso bastaría.

     »Así que no pude prever que una de las tardes en las que estaba trabajando en el taller, mi padre me sorprendería dándome en la cabeza con una barra de hierro.

     Me llevé una mano a la boca por la sorpresa.

     —¿Intentó matarte?

     Edgar desvió la mirada y asintió. Pude ver el dolor aún reflejado en su rostro.

     —Perdí el conocimiento. Lo siguiente que recuerdo fue despertarme rodeado por las llamas. Había decidido quemar el taller conmigo dentro –suspiró–. Había un bidón de gasolina muy cerca de mí y explotó en mi cara, el dolor fue tan insoportable que volví a perder la consciencia.

     Cerró los ojos, apenado.

     »Era mi padre y dejé de importarle, tanto fue así que no tuvo reparos en intentar acabar con mi vida y lo hubiera conseguido de no ser por mi madre.

     »Días después desperté en el hospital y un médico me comunicó la noticia que cambiaría para siempre el rumbo de mi vida. Acababa de descubrir que mi madre había muerto intentando salvarme. Cargó con mi cuerpo hasta sacarme del taller, al menos pudo retirarme lo suficiente del fuego para que los bomberos hicieran su trabajo, pero ella no corrió con la misma suerte. Murió asfixiada a escasos metros de la salida.

     —Madre mía, Edgar... –gemí horrorizada.

     —Detuvieron a mi padre y lo apresaron. Le calló una buena condena por premeditación, intento de homicidio y homicidio involuntario. Después de eso no he querido saber nada más de él. Las malas lenguas dicen que enloqueció en la cárcel, claro que puede que lo hiciera mucho antes, cuando convivía con mi madre en casa.

     —Así que por eso... –me señalé el rostro.

     —Sí. Quemaduras de tercer grado en frente, sien y pómulo y ceguera permanente en el ojo derecho. 

     Cogí aire y seguí mirándole a la cara, esa cara cubierta por la máscara que me impedía ver las profundas secuelas de su macabra experiencia. Realmente su vida había sido muy dura, no alcanzo a imaginar lo que debió sufrir, y más sabiendo que su madre había muerto por salvarle. Las culpas, los remordimientos, el dolor... puede que todos esos sentimientos hayan sido los que le han estado corroyendo durante toda la vida.

     —¿Qué fue de ti después de aquello? –me atreví a preguntar.

     —Fui a un hogar de acogida. Ahí pude estudiar, además, trabajaba en una lavandería ahorrando todo lo que podía. Las becas me ayudaron a pagar mis estudios y el resto fue cuestión de perseverancia, visión para los negocios e inversiones fructíferas. No hay mucho más qué contar.

     Le miré con admiración.

     —Es asombroso, Edgar, mira todo lo que has conseguido –dije mirando a mi alrededor–. Has invertido hasta la última molécula de esfuerzo en mejorar tu vida, en superar las adversidades y aun así no pareces contento, siempre se te ve tan apagado...

     —¿Qué es la felicidad, Diana? ¿Tener cosas? ¿Dinero? ¿Reconocimiento? Me temo que mi felicidad se marchitó siendo yo un niño y no he conocido otra cosa. ¿Crees que me importa algo todo lo que he conseguido? –negó con la cabeza– Esto me da absolutamente igual, mi casa solo sirve para generar trabajo a mis empleados y mantener a salvo a la gente que me importa, es un mero refugio. Si solo se tratara de mí, sería igual de feliz en una caravana mugrienta. Nada, ninguna cosa que poseo puede devolverme lo que perdí aquella tarde. No únicamente perdí a mi madre, el incendio se llevó también una parte de mí mismo.

     —¡No! –le interrumpí, convencida– Eso no es cierto, todavía queda algo del antiguo Edgar bajo los rescoldos. ¿Qué me dices de tu afán por el coleccionismo? Es evidente que adquirir cosas únicas te aporta felicidad y es obvio que llevas haciéndolo mucho tiempo.

     Sonrió con amargura, sus ojos se llenaron de lágrimas y algo muy extraño se alojó en el fondo de mi pecho. Me dolía verle así y carecía de argumentos para levantarle el ánimo, casi hacía que me arrepintiera de  haberle obligado a desvelar sus secretos mejor guardados y remover heridas mal curadas del pasado. Quizás por eso estaba ahí, esa era mi misión en la vida: sacarle todo lo malo para luego poder curarle, hacer que volviera a creer en las personas, a valorar lo sencillo, a sentirse satisfecho consigo mismo. Mi trabajo acababa de empezar pero no pensaba rendirme, sentía que estaba cerca de alcanzar mi meta.

     —No entiendes nada, Diana –tragó saliva, intentando controlar sus emociones–. Coleccionar no me hace especialmente feliz.

     —¿Entonces? –quise saber– ¿Qué sentido tiene?

     Suspiró y agachó la cabeza con gesto meditabundo. Esperé paciente a que se produjera un cambio, pero nada. Hasta que por fin alzó el rostro y me miró con ojos enigmáticos. Un segundo después me sonrió, repentinamente divertido.

     —Acabo de recordar una cosa que sí me gusta hacer.

     —¿Ah, si?

     —¡La música! –exclamó poniéndose en pie de un salto– lo que me recuerda que he sacado tu dichosa canción con la guitarra.

     Sonreí y me alcé dando nerviosas palmadas de entusiasmo.

     —¿Call me maybe, de Carly Rae? –quise asegurarme.

     —¡Esa! –confirmó animado y con expresión de entusiasmo.

     Le seguí alegre hacia la sala de música, no podía dejar de canturrear la canción por el camino, Edgar se limitó a sonreír.

     Antes de poner un pie en la habitación le interrumpí colocándome delante de él.

     —Que te quede claro; me he dado cuenta de que has corrido un tupido velo en mitad de la conversación eludiendo mi última pregunta.

     —¿¿¿Yo??? –Preguntó con fingida inocencia sin dejar de sonreír.

     —Pero he decidido pasarlo por alto porque ya hemos tenido suficientes recuerdos tristes por hoy y solo nos podemos animar con Carly Rae.

     Edgar asintió con la cabeza.

     —Veo que eres suspicaz, tendré que mejorar mis evasivas de ahora en adelante.

     Nos echamos a reír, y de pronto, nada importaba. Su vida anterior, la mía, las palabras a medias... en ese momento solo éramos un chico y una chica cualquiera, dispuestos a evadirnos con buena música.

Continuará...