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El contrato

en Grandes Series

Nota de la autora: Hace mucho que no escribo, he estado ausente pero he decidido regresar con una serie larga, una historia que implica la relación entre dos personas muy diferentes, tal vez no sea exactamente lo que se espera, pero me parecía bonito iniciar esta saga desde su comienzo e ir desgranando poco a poco la trama. Os animo a plasmar vuestras opiniones, si quereis seguir leyendo o prescindir de ella. Si considerais que le falta algo y puedo mejorar. Gracias de antemano.

"Aunque tenía todo lo que su corazón podía desear, el príncipe era amargado, egoísta y arrogante".

 

                                                                                                  La bella y la bestia.


 

Prefacio

 

     ¿Podía haber hecho algo diferente con mi vida? ¿Podía haber estudiado o buscado un empleo, podía haberme independizado o colgado una mochila al hombro y viajado por lugares remotos? Había un amplio abanico de opciones, pero de entre todas ellas tomé la decisión más cómoda y arriesgada a la vez.

     A mis veinticinco años recién cumplidos aún tenía muchas cosas por aprender, en muchos aspectos seguía siendo como una niña ingenua, atolondrada y con una visión del mundo algo distorsionada, tal vez por ello hice lo que hice. Pensé en mis seres queridos y salté al vacio sin haberme hecho antes las preguntas adecuadas.

     Ha llovido mucho desde entonces, y viendo las cosas en retrospectiva, volvería a hacer exactamente lo mismo si me encontrara en una situación similar. No me arrepiento en absoluto de haber arriesgado, aunque recuerdo que no siempre fue así.

     Hubieron altibajos, buenos y malos momentos que aún recuerdo con nitidez, pero todos y cada uno de ellos me hicieron crecer, madurar, ser más fuerte y me convirtieron en mejor persona.

     Voltire citó una vez: "Lo que llamamos casualidad no es ni puede ser sino la causa ignorada de un efecto desconocido".

     Con el tiempo supe sacarle jugo a esa frase y aprendí que pocas cosas ocurren por casualidad, y que todos los pasos que había dado en el transcurso de mi corta vida, me habían conducido irrefrenablemente hacia el punto donde me encontraba. Entonces supe que todo mi destino estaba escrito incluso antes de lo que creía.

     Por poner un ejemplo, de niña mi cuento popular favorito era  La bella y la bestia, y os preguntaréis, ¿qué relevancia tiene eso en la historia? Pues bien, no hubiese sido una dato significativo de no ser porque puedo asegurar que gran parte de mi vida encierra un inquietante paralelismo con el cuento más leído en mi infancia. Salvando las evidentes diferencias cronológicas, tecnológicas y de ficción, mi gran aventura también empezó en un castillo aislado, alejada de mi familia, al cobijo de un hombre oscuro que ocultaba grandes secretos.

     Y así es como empieza mi historia, mi realidad; un sueño para algunos, una pesadilla para otros, para mí una experiencia que me llevó a traspasar todos los límites inimaginables. 

 

           

 

 

 

Ocho años antes...


 

El contrato

 

     Aquello no estaba pasando.

     Me negaba a creer que estuviera ocurriendo de verdad.

     Si hace un año alguien me hubiera dicho que acabaría en la lúgubre habitación del despacho de un notario, a punto de firmar un matrimonio de conveniencia con un hombre al que no conozco, posiblemente pensaría que esa persona no estaba bien de la cabeza; sin embargo, ahí me encontraba, repasando las múltiples cláusulas que iban a condenarme de por vida.

     —Las condiciones de este contrato prescriben dentro de veinticinco años, si transcurrido ese tiempo usted quiere tomar un camino diferente estará en su derecho de hacerlo sin tener que hacer frente a la deuda.

     Levanté la vista del papel para mirar al notario con la expresión más seria que pude mostrar.

     —De aquí veinticinco años tendré cincuenta. ¿Cree que servirá de algo el camino que tome a partir de entonces?

     —No lo sé, señorita, únicamente me veo en la obligación de informarle punto por punto de todas las condiciones del acuerdo, la decisión es suya. No está sometida a coacción, puede negarse y no le pasará nada.

     Suspiré con resignación y pasé una página del enorme dossier que había depositado en la mesa frente a mí.

     —Bien –continuó señalando los puntos clave con su bolígrafo plateado–, cuando se haga efectivo su matrimonio irá a vivir a la residencia de E. Walter Blanch, en Escocia. Allí dispondrá de total libertad para disfrutar de la finca de dos mil setecientos metros cuadrados. Todos sus gastos estarán cubiertos desde el primer momento y jamás se le privará de ningún privilegio. Ahora, si presta atención al segundo apartado... –pasó una página del grueso dossier y señaló el párrafo que pretendía explicar con más detalle–habrá una serie de condiciones que debe cumplir.

     —¿Más condiciones? –el joven notario frunció los labios y emitió un leve suspiro, pero decidió obviar mi comentario y continuar con su cometido.

     —La primera y más importante es que será fiel a su futuro esposo y bajo ningún concepto podrá mantener relaciones extramatrimoniales con otras personas. Tampoco podrá abandonar la residencia sin consentimiento de su esposo, deberá cumplir estas cláusulas durante un periodo mínimo de veinticinco años, de no ser así, el señor Walter podrá demandarla y se verá obligada a pagar una elevada suma que equivale al total de todos los gastos invertidos hasta la fecha y a partir de ahora. En caso de no poder asumir dicha deuda, se procederá al embargo de la residencia familiar ubicada en Barcelona, así como todos los bienes adquiridos, e incluso podría ir a la cárcel por incumplimiento de contrato un periodo mínimo de cinco años y no superior a diez.

     —¡Esto es una locura! –exclamé dejándome caer bruscamente contra el respaldo de la silla– ¡Ni siquiera conozco a ese hombre! Podría ser un degenerado y me vería obligada a estar esclavizada de por vida –alcé la mirada para encontrarme con los expresivos ojos negros del notario–. Le he buscado, ¿vale? He estado buscando en internet y no hay un solo perfil que corresponda a ese nombre, solo vaga información proporcionada por la prensa acerca de sus negocios y que tiene treinta y ocho años, ¡trece años más que yo! ¿Sabe usted lo que es eso?

     —Entiendo que hay una diferencia de edad y... supongo que puedo comprenderla –alegó intentando ponerse en mi lugar–, por eso insisto que si no acepta no habrá ninguna repercusión para usted, es más, está en todo su derecho.

     —Sí, pero si renuncio mi... –me mordí el labio inferior, no estaba segura de querer descubrir ese detalle, el detalle más importante de mi vida, el que me había arrastrado irremisiblemente a esa situación– lo siento –me resigné con pesar–, tiene razón, siga con las condiciones, por favor.

     El notario asintió y siguió hablando durante horas, pero yo ya estaba en otro lugar, mi mente se encargó de trasladarse a mi breve etapa universitaria, esos serían a partir de ahora la mejor época de mi vida. Con este acuerdo todo lo que conocía, había acabado. Ahora me veía empujada a sobrevivir en un futuro incierto, lejos de mis amigos, de mi familia... lejos de todo lo que amaba.

     Contuve  las ganas de llorar y me centré en uno de los pocos momentos felices de mi pasado:

    

     —¡Marcos, cógeme! –dije intentando aguantar el equilibrio sobre la tabla de surf.

     —Esto lo tienes superado, hermanita, procura no caerte, aguanta al menos hasta que te saque una foto.

     —¡Maldita sea, Marcos, estoy a punto de carme! ¡No me sueltes!

     Marcos rió y me dejó sola, intentando sortear las leves sacudidas de las olas que amenazaban con tumbar mi tabla.

     —Preparada..., lista... ¡ya! –sacó la instantánea y mi cuerpo se desplomó como un castillo de naipes quedando sepultado bajo el agua.

     Los brazos fuertes de Marcos me sujetaron haciéndome emerger hacia la superficie, cogí una enorme bocanada de aire y empecé a reír de su cara de susto.

     —¡Ves! Te dije que me caería.

     —Al menos he podido sacarte la foto antes de que lo hicieras–cogió la cámara para mostrármela con orgullo–, vaya –suspiró resignado–, pues no ha salido.

     Empezamos a reír con complicidad, y es que mi hermano y yo siempre habíamos estado muy unidos, junto a él me sentía protegida y tan querida... No hacía falta que me lo pidiera, siempre supe, incluso antes de ese instante, que habría hecho cualquier cosa por él.

     Nuestra felicidad se interrumpió cuando Marcos se centró en dos figuras masculinas que se acercaban desde la lejanía, se puso tenso y me apartó antes de empezar a caminar hacia la orilla.

     —¿Qué ocurre? –requerí extrañada por su repentino cambio de humor.

     —Nada –me miró con una sonrisa afectada–, quédate ahí, ¿quieres? Enseguida vuelvo.

     Marcos siguió a esos hombres con la mirada mientras yo los estudiaba desde la lejanía. ¿Quiénes eran? ¿Por qué le buscaban? ¿Por qué él parecía tan tenso? Había muchas cosas que desconocía en ese momento, y no podía negar que inmersa en mi ignorancia, era feliz. Pero esa felicidad no duró mucho, un par de semanas después descubrí que el mundo idílico que había a mi alrededor no era tan perfecto como creía, y que Marcos, mi adorado hermano, tampoco era la persona que creía.

 

     —¿Entiende todo lo que le he dicho? –la voz del notario me hizo reaccionar y regresar al presente.

     —Perdón, ¿qué decía?

     —Decía que esas son todas las condiciones del acuerdo, si quiere un tiempo para pensárselo y revisar a conciencia el contrato, estaré encantado de citarla en otro momento.

     —No, ehhh... creo que no hace falta –asentí con convencimiento y arrebaté el bolígrafo de su mano, dispuesta a firmar.

     —Señorita, ¿está completamente segura de lo que va a hacer, verdad? ¿Necesita que profundicemos un poco más sobre algún punto en particular?

     —No hará falta, gracias. La decisión ya está tomada.

     Estampé mi rúbrica en todos y cada uno de los documentos y le entregué el dossier con rapidez. Cuanto menos vueltas le diera, mejor.

     El notario adjuntó a ese documento el informe psicológico al que tuve que someterme días antes para certificar que el contrato había sido firmado en pleno uso de mis facultades mentales, otra esteticidad más del hombre sin rostro que pretendía convertirme en su esposa los próximos veinticinco años.

     —Le entregaré una copia lo antes posible, en cuanto el juez lo apruebe, y... mi más sincera enhorabuena– dijo dibujando una forzada sonrisa en su rostro afable–, a partir de ahora será la señora Walter.

     Apreté los labios con fuerza, no quería derrumbarme mostrando mi debilidad.

     —Así que eso es todo –terminé levantándome de mi asiento–, desde este momento dejaré de ser una mujer libre.

     El joven notario me miró, y seguidamente siguió guardando los documentos en su cartera, colocándolos meticulosamente en su interior para que no se arrugaran.

     —¿Sabe una cosa? –preguntó centrando su atención en lo que estaba haciendo– James Mullen dijo una vez que la libertad, al fin y al cabo, no es sino la capacidad de vivir con las consecuencias de las propias decisiones. Usted ha decidido libremente cómo enfocar su vida y si por algún motivo desea tomar un camino distinto al que ha emprendido, siempre puede retroceder –terminó de guardar los papeles y me miró con mucho interés–. Un trozo de papel no es una cadena, ni siquiera el dinero lo es.

     Me sonrió con amabilidad y abandonó la habitación dejándome a solas. No pude contener por más tiempo las emociones y como una niña pequeña, derramé las lágrimas que había estado reprimiendo durante toda la mañana. Simplemente dejé que los sentimientos afloraran como un fresco torrente invadiendo mi rostro, aceptando, como el notario había dicho, las consecuencias que implicaba mi decisión, consciente de que aunque había vuelta atrás, a partir de ese momento nada volvería a ser igual.

 

Adiós

 

     Edgar Walter Blanch, hombre caucásico de treinta y ocho años, británico. Padre inglés y madre española residente en Escocia. No había más información útil acerca de él. Ninguna foto. Nada.

     No tardé en constatar que era un hombre hermético y muy receloso con su intimidad, ajeno a redes sociales, entrevistas y apariciones públicas. En internet no había nada que pudiera ayudarme a hacerme una idea de cómo era, y confieso que eso me desilusionó bastante.

     «¡¿Cómo alguien podía mantenerse al margen de las nuevas tecnologías en pleno siglo XXI!?  ¡No era normal! Ni faceboock, ni instagram, nada».

     Edgar Walter era un fantasma, un fantasma que invertía un gran esfuerzo en que su imagen no se difundiera por ningún medio público, ni siquiera sus entrevistas se hacían en persona.

     Por otra parte sí encontré centenares de artículos acerca de sus logros profesionales. A esas alturas las empresas de Edgar se habían multiplicado tanto como su patrimonio y era un hombre muy respetado por altos empresarios de la comunidad inglesa, incluso de otros países.

     De sus orígenes se decía que había fundado con éxito una banca privada de inversión en cuanto se graduó en la universidad. A partir de ahí había ido ampliando su empresa y diversificando su cartera de negocios, que incluía un banco hipotecario, compañías de seguros, fondos de inversión, negociación de valores, gestión patrimonial e inversión en subastas de arte y preservación del patrimonio histórico, entre otros proyectos. Lo había manejado todo con inflexible determinación, atención precisa a su organización e insaciable ambición de poder.

     Debí haber prestado más atención a esos detalles, eran la pista de la personalidad que se escondía en las sombreas, pero lo que más me importaba en ese momento, era poner rostro al desconocido que había irrumpido como un tsunami en mi vida. Por alguna razón sentía que todo lo demás podía esperar, ya que una sola mirada bastaría para aclarar muchas de mis dudas.

 

     Durante los días siguientes a la firma del contrato, diferentes hombres vinieron para ayudarme a tramitar el papeleo, dado que tendría que residir oficialmente en otro país, debía dejar bien cerrado un capítulo de mi vida para empezar otro. En todo ese tiempo pregunté sobre la secreta identidad de mi marido a todas las personas que venían en su nombre, pero nadie parecía dispuesto a ofrecerme respuestas y las preguntas no hicieron más que amontonarse generándome mucha ansiedad. Lo más inquietante era que físicamente nadie pudo ofrecerme información alguna, ni siquiera las personas que trataban directamente con él, y vale, después de haber llegado hasta ahí, dudaba que ese aspecto fuese relevante, pero me inquietaba no poder poner rostro al hombre con el que me había unido durante veinticinco años, no lo veía justo y mi mente se encargó en ponerse en lo peor.

     Pero por encima de todo, el aspecto más escabroso, el que conseguía quitarme el sueño por las noches, era que no podía entender por más que lo intentaba, cómo Edgar Walter, un hombre poderoso que tenía cuanto podía desear, decidió ayudar a mi familia sin reparo alguno poniendo como única condición que contrajera matrimonio con él.

     ¡¿Quién en su sano juicio querría casarse conmigo sin saber nada de mí?! ¡Pero si yo nunca he tenido nada, ni siquiera una habilidad especial! No era más que una chica joven, inexperta, desorganizada y llena de problemas. Además, por lo poco que había visto, era completamente opuesta a él y a todo su mundo.

     Me derrumbé varias veces pensando que había cometido una estupidez, pero era demasiado tarde para emendar mi error, y cuando lograba mínimamente sobreponerme y ver las cosas desde su objetividad, volvía revivir los miedos, las dudas e inseguridades que intentaba enterrar a toda costa. Tampoco ayudaba demasiado el hecho de que no mostrara el mínimo interés en mí, en intentar conocerme y establecer cualquier tipo de vínculo, por ínfimo que fuese.

     Todo el asunto me descolocaba por completo y me infundía un inconmensurable pavor. Por suerte, en los últimos meses había aprendido bien a enmascarar mis sentimientos y aceptar que esa decisión era meramente un trámite para conseguir un fin. Haber firmado esos papeles había beneficiado a mi familia y había solucionado muchos de los problemas que por mí misma era incapaz de resolver, pues carecía de medios.

 

     —Supongo que ya está todo, ¿verdad, hija?

     Miré a mi padre con ternura, tal vez esta sería la última vez que le vería tan lúcido, y eso era algo en lo que no dejaba de pensar, en lo injusta que habían sido nuestras vidas y lo mucho que habíamos sufrido todos. Pocos sabían la verdad acerca de nuestros problemas, y los rumores malintencionados estaban a la orden del día. Pero eso era algo que no podía controlar. Por otra parte, sí podía hacer que de ahora en adelante mi familia tuviera un futuro plácido y tranquilo. Pensar eso dotaba de cordura todas las decisiones que había tomado hasta la fecha, y ya no me parecía tan alocada la idea de sacrificarme por el bien común de mi familia, pues técnicamente era lo único que tenía.        

     —Debo irme, papá, pero no estarás solo mucho tiempo, pronto Marcos regresará a casa contigo.

     —Marcos... ¿cómo está mi muchacho? ¿Ha marcado otro gol?

     Contuve el llanto y asentí con la cabeza sin entrar en detalles. Desde que murió mamá, ingresaron a Marcos en el hospital, mi padre perdió su negocio familiar por una mala gestión y embargaron nuestra casa, él no ha vuelto a ser el mismo. Era como si su cerebro hubiese hecho un "crac" desviándose del camino correcto. Los días los pasaba ausente en su habitación, sentado sobre la cama con las manos en las rodillas, mirando fijamente un punto en la pared sin moverse. Solo había que verle para ver el sufrimiento más infinito grabado en sus ojos grises, un hombre que hace unos años fue un pilar fundamental para esta familia, ahora permanecía sumido en su propia locura, siendo engullido por una enfermedad que avanzaba a pasos agigantados alejándole cada vez más del hombre fuerte que siempre fue.

 

     —Griselda te cuidará para que no te falta nada –le dije recogiendo mi equipaje de mano del suelo.

     —Ya verás que contenta se pone tu madre cuando le diga que su hijo ha vuelto a marcar. Este niño tiene madera, en cuanto le vea un ojeador le fichará sin dudarlo. Por cierto, ¿dónde está tu madre? Alguien tiene que decírselo...

     Me acerqué a mi padre conmovida por sus palabras para besar su mejilla repleta de arrugas; su aspecto también se había marchitado.

     —Te quiero, papá.

     —Yo también, polvorilla, todos te queremos.

     Le miré una última vez más y mis ojos se llenaron de lágrimas. Siempre añoraría el sobrenombre que con tanta frecuencia salía de sus labios: "polvorilla". Mi padre solía decir que era una niña tremendamente inquieta, cualquier cosa me provocaba y me aceleraba sobre manera, que era altamente inflamable como la pólvora y así me lo hacía saber con su cariñoso apodo.  Nadie me conocía mejor que él.

      Mientras mi padre se alejaba y regresaba a la cama para sentarse en el borde del colchón, mirando fijamente la pared de su dormitorio, yo no hacía más que preguntarme si alguna vez podría recuperarle. Le echaba tanto de menos...

     —Le acompaño a la puerta, señorita –dijo Griselda, haciendo ademán de coger mi equipaje.

     —Gracias por ocuparte de todo, recibirás los pagos puntualmente y sobre todo, no te olvides de informarme cuando Marcos vuelva a casa. Quiero estar al corriente de su rehabilitación y cualquier cosa que precise él o mi padre yo...

     —No se preocupe –me tranquilizó sonriéndome–, hemos adaptado la casa a sus necesidades y los mejores terapeutas siguen de cerca su caso, estoy convencida de que mejorará.

     —Eso espero –deseé de corazón.

     Griselda me abrazó con fuerza frente a la puerta de entrada. El taxi encargado de llevarme al aeropuerto ya estaba preparado y ahora sí debía decir definitivamente adiós a mi hogar, a los míos...

     Me subí al vehículo y miré distraída por la ventanilla. Barcelona me parecía hermosa con la luz anaranjada que bañaba los altos edificios al atardecer, ese sería el último recuerdo que guardaría de la etapa más importante de mi vida. No quería decir que jamás volviera a mi ciudad, pero sabía que no serían más que visitas esporádicas, durante veinticinco años, mi residencia oficial estaría en Escocia.

     Saqué mi cámara de fotos predilecta de la maleta, una Réflex SLR analógica que había sido de mi padre cuando era joven, e hice la instantánea de mi ciudad en movimiento a través de la ventanilla del coche. Intenté captar la estela luminosa que dejaban la multitud de colores a medida que los dejábamos atrás, parecían deshacerse por el camino, llegando incluso a desintegrar la solidez de los edificios. Fue irremediable sentir una punzada de nostalgia en lo más profundo del corazón; echaría de menos todo aquello.  

     El pitido proveniente de mi teléfono móvil desvió el rumbo de mis pensamientos y me apresuré a abrir el mensaje.

 

     «¡Diana! jamás perdonaré que no me hayas dejado ir a despedirte, no dejo de pensar en ti y... bueno, no quiero ponerme sentimental, recuerda que me has prometido mantenerme informada de todo, así que espero noticias tuyas en cuanto pongas un pie en tierra».

 

     Sonreí tras el mensaje de mi mejor amiga, Emma. Sería una de esas personas a las que siempre echaría de menos.  

     Cerré los ojos unos instantes para permitirme el lujo de pensar en ella:

 

     —No puedo hacer otra cosa, Emma, es la única salida que tengo.

     —Pero... ¡joder¡ ¡Tienes veinticinco años! Además, ni siquiera le conoces, lo más seguro es que sea un loco de esos con dinero que...

     —Emma... –susurré liberando las lágrimas que tanto empeño había puesto en retener–, estoy muy asustada y no sé lo que va a pasar, solo sé que él lo está arreglando todo, si no fuera por lo que ha hecho por mi familia no sé cómo...

     —Shhhh... –siseó mi amiga dándome un fuerte abrazo–, tienes razón, perdona por hablar más de la cuenta, la verdad es que no conocemos a ese hombre para juzgarle. Nadie puede negar que te ha ayudado como nadie más ha podido hacerlo, solo por eso se merece un voto de confianza –emitió un suspiro–. Debe ser un hombre bueno.

     —¿Tu crees? –dije separándome ligeramente de ella.

     —Tiene que serlo –confirmó tajante–, aunque tanta prisa por casarse... –meneó la cabeza confusa– ¡encima sin conocerte! ¡Coño, ¿qué le hubiese costado una cenita romántica primero?!

     Rompí a reír enjugándome las lágrimas al mismo tiempo, Emma siempre conseguía sacarme una sonrisa en el momento oportuno.

     —Ahora en serio –insistió poniéndose seria–, ¿Por qué quiere correr tanto? ¿No crees que es algo pronto para una boda?

     Me encogí de hombros.

     —Supongo que quiere asegurarse que cumplo mi palabra antes de seguir ayudándome, tendrá miedo de que cuando solucione todos los problemas que acumula mi familia, no quiera seguir con esto... en cierto modo, le entiendo.     

     Emma hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

     —Bueno, entonces solo nos queda ver las cosas con positivismo –sentenció estirando su cuello al máximo–, creo que es un misterioso príncipe escocés, tan jodidamente guapo y famoso que no puede salir de su castillo por la persecución de los paparazis. La única forma de conocer a una chica decente es así, manteniendo su anonimato.

     Solté una fuerte risotada.

     —Creo que se te va la cabeza –sentencié tumbándome sobre su cama boca arriba.

     —Si lo prefieres también tengo la versión del psicópata homicida –dijo imitando mi gesto.

     —Si no te importa, me quedo con la del príncipe escocés. Soñar es gratis.

     —Yo también –reconoció mirando el techo de su habitación–. Seguro que es pelirrojo –se hizo un pequeño silencio–. Cuando lo conozcas no te olvides de mirarle ahí abajo, a ver si todo el vello de su cuerpo conserva el mismo tono rojizo.

     Le di un leve empujón sin dejar de reír.

     —¡No digas esas cosas! –reproché, avergonzada.

     —Es una curiosidad que tenemos todos los humanos, los pelirrojos son tan escasos que... –interrumpió de repente su discurso– Por cierto, sigues tomando la píldora, ¿verdad?

     —¡Emma! –grité.

     Se echó a reír.

     —Es solo una broma –se disculpó alzando las manos.

     Negué con despreocupación, pero sus bromas consiguieron dejarme intranquila. 

     —Estás como una cabra, ¿lo sabías?

     —No tanto como tú, Diana, no tanto como tú...

 

     —Ya hemos llegado, señora.

     Parpadeé aturdida varias veces y cogí una enorme bocanada de aire; había llegado el momento para el que me había estado preparando los últimos meses.

     Una vez en el avión, dejé la mente completamente en blanco. Me centré en las instrucciones de las azafatas y escuché los temas de conversación livianos de los pasajeros más próximos.

     Todo el mundo hizo silencio cuando el piloto informó por megafonía la ruta de vuelo estipulada y el clima favorable que ayudaría a que fuese una travesía tranquila y amena. Me gustó la familiaridad con la que el comandante James Orwell se presentó al pasaje. Sin saber por qué consiguió transmitirme una enorme tranquilidad y eso era lo único que necesitaba en ese momento.

    

 

 

En tierra extraña

 

 

     Aterricé en el aeropuerto de Edimburgo entrada la noche. Caminé por los amplios pasillos hasta desembocar en una gran sala delimitada por barandillas de acedo, donde se encontraban los familiares de los pasajeros esperando. Miré a mi alrededor, sabía que un hombre tan precavido no era capaz de dejarme a la deriva en un país desconocido. Por un momento me puse nerviosa; ¿Habrá venido él a buscarme?, ¿le conoceré al fin? Mi corazón palpitaba a un ritmo frenético mientras estudiaba todos y cada uno de los rostros desconocidos de las personas que me rodeaban, entonces vi un hombre en la lejanía, junto a un carro con mi equipaje. En cuanto le enfoqué, sonrió como si ya me conociera y exhibió tímidamente un cartel con mi nombre pulcramente escrito, entonces ya no tuve dudas. Caminé despacio hacia él, estudiando sus rasgos, y para mi sorpresa, Emma tenía razón y Edgar era pelirrojo, alto, fornido y con la piel bañada por diminutas pecas anaranjadas producto del sol. No podía decir nada más acerca de él, estaba tan nerviosa que a duras penas me atrevía a alzar la vista del suelo. Cuando estuvimos lo bastante cerca, le dediqué una sonrisa fugaz y me afané en saludarle.

     —Hola, Edgar –dije acercándome para darle dos rápidos besos en las mejillas.

     —No, señora –dijo en un forzado acento español, apartándose de mí con nerviosismo al mismo tiempo–, no soy Edgar, soy su chófer, Philip– seguidamente me tendió la mano con prisa.

     —Ah –me quedé descolocada un rato, pero se la estreché–. ¿Y por qué no ha venido él a recogerme? –le interrumpí mostrando indignación.

     —El señor Walter debe atender sus negocios, pero no se preocupe, toda la casa espera su llegada y está ansiosa por darle la bienvenida.

     —¿Y cuándo se supone que voy a tener el enorme honor de conocer al señor Walter? –proseguí con retintín.

     —No lo sé, no estoy al tanto de las intenciones del señor.

     Acompañé a Philip hacia el coche, un imponente mercedes negro con los cristales tintados. Esperé a que me abriera la puerta con caballerosidad y subí a lo bruto, después de todo, no estaba hecha a ese tipo de cursilerías.

     —Y dime, Philip, ¿conoces en persona al señor Walter? –tanteé intentando conseguir información.

     —Por supuesto.

     —¿Y cómo es?

     —Ah, pues... es un hombre comprensivo, señora. Para que usted se sintiera más cómoda exigió que todo el servicio tuviera nociones de español.

     —¿Edgar también habla mi idioma?

     —Sí, claro –rió como si lo que acababa de preguntar fuese una estupidez.

     —Bien, aunque también me gustaría practicar mi descuidado inglés...

     —Eso no es problema, señora –me sonrió a través del espejo retrovisor.

     —Llámame Diana, por favor Philip, me hace sentir vieja eso de señora, y ni se te ocurra tratarme de usted. Ya tengo que soportar demasiados cambios y tantos formalismos empeoran mi situación.

     —Está bien, Diana –asintió exhibiendo una resplandeciente sonrisa.

     Sonreí. Enseguida supe que Philip y yo nos llevaríamos bien, había bondad en sus ojos.

     —Y bueno, dime –continué yendo directamente al asunto que quería tratar–, ¿qué más puedes decirme de Edgar? ¿Cómo es físicamente?

     —Oh, pues... el señor se cuida mucho y hace deporte.

     «Bueno, algo es algo».

     —Bien, ¿qué más?

     —No sé qué más quieres oír...

     —Pues, ¿cómo es su cara, de qué color tiene los ojos...? Más detalles de su persona.

     —Pues verás... –se mordió el labio–, no sabría decirte...

     —¿Y eso?

     —Nunca deja que nadie se le acerque lo suficiente, así que...

     «¡¿Cómo?! ¿Se trataba de una broma?»

     —¿Me estás diciendo que ni siquiera tú, que trabajas para él, puedes decirme cómo es físicamente?

     —Me temo que no soy muy observador... –hizo un gesto de disculpa con el rostro.

     Arqueé las cejas con incredulidad.

     «¡Vaya por Dios!, teoría del príncipe escocés jodidamente guapo descartada».

     Suspiré y recosté la cabeza sobre la ventanilla, al parecer nadie podía decirme gran cosa acerca de él y eso ya empezaba a mosquearme de verdad.

 

     Me dormí de camino a casa de Edgar, y cuando Philip me despertó anunciándome que habíamos llegado, me di cuenta que el coche ya estaba estacionado. Habíamos entrado en lo que parecía ser una finca enorme, rodeada de verdes praderas y jardines exquisitamente cuidados. El coche se había detenido frente a una casa de piedra, no podía ver toda su totalidad pese al alumbrado eléctrico, pero sí podía decir que era exageradamente grande. En la fachada rústica y sobria destacaban los grandes ventanales que la rodeaban, lo que me daba a entender que durante el día debía albergar mucha luz en su interior. Parecía el típico palacio escocés que había sido reformado por expertos arquitectos, poniendo especial esmero en conservar la esencia clásica que la caracterizaba y combinarla con los avances modernos más innovadores.

     Solo con darle un rápido vistazo supe que eso era demasiado para mí. Solo había visto construcciones de ese tipo en las revistas de decoración o en reportajes acerca de las casas de los famosos, en el mundo real, no había estado cerca de algo así en toda mi vida.

     Philip me abrió la puerta y me ayudó con el equipaje, advirtió mi gesto fascinado y no se atrevió a interrumpir, permaneció a mi lado hasta que decidí emprender la marcha hacia la puerta con cautela. Me sentía intimidada, todo ese escenario podría ser el típico de un cuento de hadas, sin embargo, a mí me parecía más propio de una película de terror. Los sólidos muros de piedra, el porche de madera tratada y los cristales blindados no dejaban de ser como una cárcel de oro, sería imposible sentirme cómoda y acogida en un lugar así.

     Traspasamos la puerta y una mujer menuda corrió sonriente a mi encuentro.

     —Es María, la ama de llaves –susurró Philip con prudencia.

     —Ah... –fue lo único que pude articular.

     —¡Qué alegría tenía de conocerte al fin! –exclamó envolviéndome con un fuerte abrazo, a juzgar por su aspecto y su forma de hablar, era tan española como yo– Procuraré que te sientas a gusto aquí, cualquier cosa que necesites, a cualquier hora, estaré encantada de proporcionártelo.

     —Genial... –musité por lo bajo.

     —Hace años que trabajo para Edgar –me sorprendió que se dirigiera a su jefe con tanta familiaridad, señal que entre ellos había cierta confianza–, yo era amiga de su madre, ¿sabes? Pero de eso hace muchos años, su madre, que en paz descanse, también era Española, del sur.

     Por lo visto María era esa clase de mujeres a las que les gustaba hablar sin cesar y a mí no había otra cosa que me cansara más, pero dadas las circunstancias, tal vez fuese bueno tener alguien así a mí lado, seguramente podría resolver muchas de mis inquietudes.

     —Me parece muy bien, pero... –miré distraída a mi alrededor, dentro, la casa seguía siendo tan impresionante como por fuera. Abrumadora, para ser exactos, pero ahora otro pensamiento acaparaba toda mi atención–, en fin, ¿puedo conocer ya al señor Walter?

     —Oh, mi niña... eso no es posible –dijo la mujer cabizbaja. Seguidamente se pasó la mano por su melena castaña acomodándose el pelo detrás de la oreja–. Él no podrá atenderte hoy, es tarde y...

     Me detuve en seco.

     —¿Por qué, es que no está en la casa?

     —Bueno, ss-sí-sí está –tartamudeó–, pero ya sabes cómo son los hombres como él, siempre tan ocupados... –se encogió de hombros–, ya habrá tiempo para eso, ¿no crees? Ahora estarás cansada después de un viaje tan largo y...

     —¡De eso nada! –me cuadré enfadada cruzando los brazos sobre el pecho y negándome a dar un paso más–. O se digna a recibirme ahora o no me moveré de aquí.

     —Pero es que...

     —Lo siento, María. No es nada personal, agradezco tu amabilidad y todo eso, pero necesito verle ahora y no se hable más. He esperado mucho para este momento y no creo que pueda posponerlo más, cuanto antes le conozca mejor, ¿no crees?

     María ladeó ligeramente el rostro y me contempló con ternura. Su mirada afable me envolvió de un reconfortante calor. No hicieron falta más palabras, ella también estudió mis ojos y vio en ellos que estaba al límite de mi paciencia, esta locura ya había durado suficiente y no podía estar más tiempo bajo el mismo techo que un hombre al que no conocía.

     —Está bien, espera aquí –dijo con familiaridad–. Veré lo que puedo hacer.

     Asentí con un firme movimiento de cabeza y exhalé un largo suspiro. No solía imponer mi voluntad así como así, y mucho menos a desconocidos, pero estaba en pleno derecho de conocer a la persona con la que me había casado. Empezaba a intuir que algún problema debía haber por haber puesto tantos obstáculos para conocerle y estaba decidida a acabar con todos ellos esa misma noche.

     —Bien, tengo buenas noticias –dijo María caminando apresurada hacia mí–, Edgar ha accedido a verte y te espera en su despacho, así que si me acompañas...

     —Claro –sonreí–, me alegro que lo hayas conseguido.

     Se giró en mi dirección devolviéndome la sonrisa.

     —Después de todo pienso como tú, ya que vas a alojarte aquí como mínimo deberías conocerle.

     Seguí a esa mujer menuda, de cara entrañable, por toda la casa. Era incapaz de retener el camino por el que pasábamos, parecía estar en el corazón de un laberinto, pero ya habría tiempo para familiarizarme con la casa, estaba convencida de que al final la conocería como la palma de mi mano.

     Descendimos unas escaleras que parecían formar parte de un sótano, y en ese momento contuve el aliento, aunque podía parecer valiente, me daba miedo ese lugar y sobre todo, la persona con la que me encontraría aquella noche.

     —Ya casi estamos –me tranquilizó María.

     Cuando las escaleras se acabaron, desembocamos en una enorme sala abierta y luminosa. Seguramente tenía tantos metros como toda la casa, pero lo más impresionante, eran las vitrinas acristaladas repletas de antigüedades. Todo estaba exquisitamente expuesto e iluminado con luz cálida. Parecía estar dentro de un museo y esa sensación logró reconfortarme, aunque prácticamente no tuve tiempo de admirar todas las bellezas que habían a mí alrededor, pues nos habíamos cuadrado frente a la última puerta de la estancia y supe que se trataba de su despacho.

     María llamó tímidamente a la puerta, pese a que permanecía entreabierta.

     —Adelante –escuché desde su interior.

     El corazón me iba a mil por ahora, por fin iba a poner cara a mi desconocido, sentía un miedo alojado en el fondo de mi estómago que me impedía avanzar. De repente vi que la luz de la habitación disminuía notablemente, convirtiéndose en apenas una penumbra.

     —Pasa, niña–Me animó María, transmitiéndome valor.

     Di los últimos pasos y me adentré en el oscuro despacho sin ventanas y sin más iluminación que la artificial. Al igual que todo lo demás, parecía enorme, pero mirara donde mirara no logré distinguir a nadie.

     —Puedes irte, María –Ordenó una voz masculina –, gracias.

     Me afané en mirar en la dirección en la que provenía la voz, parecía joven, suave y templada, sin un ápice de nerviosismo.

     María se ausentó y entonces el hombre que había hablado se puso en pie, descubriendo su posición. La luz tenue del escritorio le alumbraba discretamente hasta mitad del pecho, su rostro se encontraba en las sombras, lo cual me obligó a enfocar la mirada intentando inútilmente vislumbrar sus facciones.

     Edgar era un hombre alto, de constitución normal, vestía con unos simples vaqueros y una camisa blanca remangada hasta los codos, sus manos estaban medio enfundadas en los bolsillos de los pantalones y mantenía una postura relajada. A parte de su cuerpo, no logré ver nada más.

     —Bueno, pues... –emití una mueca nerviosa y me encogí de hombros– aquí estoy –constaté estirando los brazos–.

     —Ya lo veo, –reconoció y me pareció intuir una leve sonrisa en su voz– ¿has tenido un buen vuelo?

     —¡Ya lo creo! –reconocí con más ímpetu de la habitual a causa de los nervios– Nunca había viajado en primera clase. ¿Sabías que ofrecen hasta servicio de manicura? Es de locos... –me mordí la lengua para evitar decir más tonterías.

     Me pareció escuchar otra fugaz sonrisa, pero no estaba segura, necesitaba verle y saludarle como es debido, después de todo, estaba casada con él.

     Me aproximé dos pasos en su dirección pero él desenfundó una mano del bolsillo para impedir que continuara.

     —Quédate ahí por favor, ahí estás bien.

     Me paralicé en seco.

     —Pero..., ¿por qué estás tan lejos? –pregunté con ingenuidad.

     —Ya habrá tiempo para conocernos mejor, ahora no es un buen momento.

     Sus palabras hicieron que mi rostro se tornara pálido como la cal, y es que no podía negar que seguía teniendo mucho miedo, y más de un hombre tan desconfiado como para darse a conocer.

     —Bien,–continuó después de un largo silencio– ahora debo hablarte de esta casa–dijo señalando a su alrededor con la mamo que había utilizado para detenerme–, eres libre de ir a donde quieras, hay gimnasio, jacuzzi, piscina climatizada, biblioteca y sala recreativa, supongo que María te pondrá al tanto de las instalaciones como es debido. Desde hoy la casa es tuya, así que puedes hacer y deshacer lo que quieras. Si algo no te gusta puedes cambiarlo, lo principal es que te sientas cómoda. También hay un establo, hectáreas de terreno y jardines donde puedes disfrutar del aire libre –tragué saliva y seguí escuchándole con incredulidad–. Pero este sótano es mi espacio. Es exclusivamente mío. Aquí trabajo, atiendo negocios y realizo mis hobbies –señaló hacia atrás con la mano para que reparara en un caballete con un lienzo en blanco, tras este, decenas de cuadros pintados y amontonados que no podía distinguir desde la posición en la que me encontraba–, así que te agradecería que no bajaras aquí, y menos sin anunciarte previamente. No me gustan las sorpresas ni que intenten invadir mi espacio personal, ¿ha quedado claro?

     Me obligué a coger aire ya que inconscientemente llevaba un tiempo aguantando la respiración.

     —Es decir –intervine ordenando mis pensamientos–, yo dispongo de toda la casa y tú únicamente de esto –señalé con la mano el sótano. ¿Es eso?

     Esta vez sí escuché con nitidez una tímida sonrisa.

     —Diana –era la primera vez que decía mi nombre y un escalofrío recorrió mi espalda–, obviamente yo no estoy dentro de estas cuatro paredes las veinticuatro horas del día. Mi dormitorio está en la planta superior y me gusta disfrutar de mis lujos, únicamente digo que esta área de la casa en particular es solo mía y no debes entrar a menos que sea estrictamente necesario.

     —Vaya –dije cruzándome de brazos un tanto molesta–, ¿hay alguna restricción más, señor Walter? –pregunté sarcástica.

     —Mmmm... En realidad, no. –No sabría decir si sus últimas palabras encerraban cierto recochineo o no– ¿Alguna pregunta más?

     No podía creer que existiera tanta insensibilidad alojada en un cuerpo humano. Apenas acababa de llegar y él no solo se negaba a recibirme como es debido, además, me imponía las normas y restricciones que tenía en la casa.

     Chasqueé la lengua con fastidio, conmocionada por el giro inesperado que había dado nuestro primer encuentro. Cuando conseguí recomponerme y salir de mi estupor le contesté:

     —Ya que lo dices, sí, tengo unas cuantas cientos de miles de preguntas.

     —Pues será mejor que no las hagas todas de una vez –contestó risueño–, tenemos veinticinco años por delante y hay que racionarlas.

     Al recordar el contrato que firmamos se esfumó todo atisbo sarcástico de mi rostro. No me podía creer que alguien en su sano juicio recurriera a ese tipo de acuerdos con una persona a la que no conocía. Habían muchos misterios y mi mente no daba tregua, sentía la imperiosa necesidad de formular todas las preguntas que me inquietaban de una vez, aunque me obligué a serenarme y encontrar una vía de conversación más segura.

     —¿Qué pasa con mi familia? –pregunté con un ápice de temblor en la voz.

     —He cumplido con mi parte del trato. Mira ahí –dijo señalando la mesa de su despacho. Me dirigí hacia ella con cautela y reparé en unos sobres cerrados de color blanco–, ahí están los recibos de los pagos efectuados. La casa vuelve a estar a nombre de tu padre y tu hermano no deberá preocuparse por las deudas, están saldadas en su totalidad. Además, te gustará saber que he contratado al doctor Víctor Moliner, es el mejor fisioterapeuta de España y se ocupará de la rehabilitación de tu hermano personalmente. Al parecer ha hecho un pronóstico favorable de su caso, aunque le queda un largo camino por delante para recobrar la movilidad de las piernas.

     —Vaya... –parpadeé aturdida– no sé qué decir... gracias –estaba al borde del llanto, recordar a mi familia me había puesto sensible de repente–. ¿Podré verlos alguna vez? –pregunté con los ojos abnegados en lágrimas.

     —No pondré objeción alguna siempre que sea algo justificado y planificado con tiempo. Pero ahora acabas de llegar –me recordó sereno–, y deberías centrarte en otras cosas, como en familiarizarte con tu nuevo hogar.

     —Sí, claro... –tragué saliva. A parte del fino nexo de unión con mi familia, no había nada más que esa persona y yo tuviéramos en común.

     —Una última cosa –intervino obligándome a alzar el rostro de nuevo.

     Esperaba que se disculpara por haberse comportado como un auténtico capullo, por haberme cohibido con sus restricciones, o tal vez que pusiera un motivo a su poca transparencia, era lo mínimo que podía hacer por intentar reconfortarme.

     —Como ves aún no tienes anillo de casada–miré tímidamente mis manos–, no quería regalarte uno sin saber cuáles eran tus gustos o preferencias, así que cuando quieras, ve al centro y compra el que más te guste. No te preocupes por el precio, estaré encantado de pagarlo sea el que sea.

     Mi mandíbula se descolgó por la incredulidad, ¿cómo diablos podía ser tan insensible con algo tan delicado? Debía tratarse de una broma de mal gusto, pero me quedé cortada, desubicada por su falta de tacto y no supe cómo reaccionar.

     —De acuerdo –contesté en un susurro sin salir de mi asombro.

     —Ahora, si no hay nada más, deberías ir a descansar –zanjó de repente–. Has hecho un viaje muy largo.

     Y de esa forma dio por concluida nuestra primera charla, parecía que quería deshacerse de mí cuanto antes.

     Asentí con la cabeza y di media vuelta para dejarle a solas. No quise añadir nada más, ahora tenía nuevas cosas en las que pensar, nada se había resuelto en ese sinsentido.  

     En cuanto salí de la zona privada de Edgar, encontré a María esperándome en el vestíbulo. Nada más verme aparecer se aproximó a mí y no dudó en retirar el pelo de mi cara en un gesto maternal.

     —¿Cómo ha ido? –preguntó con prudencia y esa pregunta, justo en ese momento de debilidad, me hizo desatar un llanto descontrolado.

     No pude articular palabra. Sus manos me acunaron intentando tranquilizarme, pero nada de lo que hacía me ofrecía consuelo. No fui capaz de aguantar toda la tensión acumulada y me dejé ir de la peor manera posible. Poco a poco María fue acompañándome a mi habitación y me ayudó a desvestirme para meterme en la cama entre palabras de consuelo. No hablamos de lo que había ocurrido, ni siquiera me atreví a mirar el nuevo espacio que me rodeaba, solo podía llorar, y así lo hice hasta acabar vencida por el más profundo de los sueños.


Explorando

 

     –Buenos días, niña –escuché el danzar de María por la habitación y cómo descorría las cortinas con energía. Las anillas ejercieron un chirrido estridente sobre la barra metálica.

     —María, por favor, no me apetece levantarme. Si no te importa me gustaría quedarme aquí un par de días para aclarar las ideas y...

     —¿Pretendes pasar todo el día en la cama? ¿Es eso lo que intentas decirme? –preguntó poniendo los brazos en jarras.

     Arqueé las cejas. No iba desencaminada, estar en la cama me relajaba más que cualquier otra cosa.

     —Esa es la idea –confirmé ahogando la voz contra la almohada, esperando a que se diera por aludida y me dejara a solas de nuevo.

     Sentí cómo María se aproximó a mí deteniéndose justo al lado de mi cama.

     —¿Sabes? hoy hace un hermoso día, para variar, y por si no lo sabes, no abundan los días así por aquí. La última vez pasó un mes entero lloviendo y fue desolador. Yo de ti no perdería el tiempo entre estas sábanas y saldría a explorar.

     Bufé, cansada.  Al parecer no iba a respetar mi voluntad.

     — ¿Y qué más da? Después de todo, tengo autorización para hacer lo que quiera en la casa –alegué sarcástica, recordando la conversación que mantuve con Edgar el día anterior.

     María chasqueó la lengua y se sentó en el borde de la cama.

     —Edgar me ha dado instrucciones precisas y bajo ningún concepto quiere que estés un día entero encerrada en la habitación, así que... –hizo ademán de querer destaparme pero yo me agarré más fuerte a las sábanas frustrando su maniobra.

     —Pues ahora tengo todavía más ganas de quedarme aquí –remugué molesta –¿Quién se cree que es para decidir lo que debo hacer en todo momento?

     María puso los ojos en blanco.

     —¡Vamos! Es por tu bien, créeme –me animó, y esta vez sí retiró la colcha de un estirón, dejándome desprotegida– Yo te ayudaré a peinarte, vestirte... –dio una palmadita de entusiasmo que me hizo dar un bote en la cama– Me hace mucha ilusión encargarme de esas cosas, siempre he querido tener una hija, pero por lo que se ve mi destino no era el de criar hijos propios, en fin –suspiró–, las cosas vienen como vienen, no hay que darle más vueltas... –pasó las manos por delante para restarle importancia a ese hecho.

     Suspiré y decidí concederle la victoria levantándome de la cama. Al fin y al cabo era demasiado curiosa como para quedarme un día entero encerrada en la misma habitación.

     —¿Dónde hay un baño? –Pregunté ligeramente aturdida, frotándome los ojos para desperezarme.

     —Es esa puerta de ahí –señaló la que estaba a mi izquierda.

     Miré hacia la puerta que había en el lado opuesto a la que me había indicado.

     —¿Y la otra puerta? –dije indicando la de la derecha.

     —Es la habitación de Edgar.

     Empalidecí.

     —¡¿Cómo?! ¿Duerme ahí? –comenté absorta, señalándola.

     —Sí, claro –rió de mi reacción.

     Me obligué a cerrar la boca.

     —¿Y ahora está...?

     —Oh, ¡No! –sonrió con indulgencia– Él se levanta muy temprano para hacer ejercicio, luego, trabaja en su despacho casi todo el día. Casi no te cruzarás con él.

     Me mordí el labio inferior, y decidida, puse los pies descalzos sobre la superficie de parqué. Mientras María no miraba me dirigí con sigilo hacia la puerta de la habitación contigua.  Intenté girar el pomo varias veces pero este parecía estar bloqueado.

     —No te molestes, Edgar siempre cierra con llave, únicamente la sirvienta  y yo podemos abrir.

     —¿Por qué cierra su habitación, qué guarda ahí?

     —Bueno, –se encogió de hombros– supongo que ya habrás observado que es muy reservado y más cuando se trata de sus cosas –seguidamente señaló hacia la puerta del servicio–. Ahora voy a prepararte un buen baño, ¿qué me dices?, te hará sentir como nueva.

     María se encaminó canturreando hacia el cuarto de baño sin esperar respuesta y empezó a llenar la bañera. Era una mujer extraña, demasiado vital por la mañana para mi gusto. Seguidamente bufé y analicé fríamente la situación: estaba en una casa extraña, en un lugar remoto con un hombre con el que apenas me cruzaría. María parecía ser la única vía de escape de la que disponía, así que haría lo posible para que nos lleváramos bien.

     Seguidamente me dirigí hacia el armario que abarcaba toda la superficie de la pared principal, curiosa por saber qué encontraría. Abrí todas sus puertas y cajones. Estaba lleno de ropa de mujer, ropa interior que tenía pinta de ser muy cara, pijamas, bolsos, joyas... pero nada de lo que había ahí era mío, eran las pertenencias de otra persona.

     —¿Y mis cosas? ¿Dónde está mi ropa? –grité para que pudiera oírme desde el baño.

     —Lo que hay en el armario es tuyo ahora, Edgar lo compró para ti. Dijo que debías empezar a vestir como una mujer.

     Empalidecí, ¿era una broma?

     —¡Quiero mis cosas! –grité desesperada– ¿Y mis vaqueros, mis zapatillas y mis camisetas de rock? ¿Se ha deshecho de todo? –pregunté escandalizada.

     María reapareció en la habitación con semblante serio.

     —Si no te gusta lo que hay en tu armario dijo que podías ir a comprar lo que quisieras, claro que él deberá aprobar tu vestimenta de ahora en adelante.

     Desvió rápidamente su mirada para no encontrarse con la ira de la mía.

     —¡Pero qué coño...! –bramé alterada.

     No me lo podía creer. Sabía que era un hombre dominante, acostumbrado a mandar,  pero tenía claro que no le dejaría aplicar sobre mí la influencia de su poder, ¡hasta ahí podíamos llegar!

     —Lamento que estés disgustada –intentó sosegar María, pero yo ya estaba que echaba chispas.

     —¡Muchísimo! –corroboré cerrando un cajón de un sonoro puntapié–¡Pienso ir a hablar ahora mismo con ese cabeza de alcornoque! ¡Ayer me cogió con la guardia baja pero hoy ya sé con qué clase de persona debo lidiar y voy a dejarle las cosas claras! ¡¿Quién se cree que es para decirme cómo debo vestir?! ¡Y una mierda! Se va a enterar el muy...

     Abrí la puerta de la habitación de un brusco estirón, dispuesta a recorrer centímetro a centímetro la casa hasta encontrar su despacho, pero no llegué a salir, María corrió para detenerme antes de que pudiera cumplir mi amenaza.

     —¡Por favor! –dijo jadeando por el esfuerzo–, dale una oportunidad a esta ropa, la han elaborado los mejores diseñadores y estoy segura de que te sentará bien...

     —¡Me da igual quién haya diseñado esa ropa! ¡Quiero la mía! –protesté–. Me siento más cómoda vistiendo de "mercadillo" –entrecomillé la palabra con los dedos–y si no le gusta, se aguanta. Siempre puede divorciarse de mí y casarse con una de esas modelos de revista capaces de embutirse en vestidos ajustados y calzarse tacones de cuarenta centímetros.

     —Diana, cálmate –me sosegó con una sonrisa afectada–, solo es ropa, nada más.

     Cogí aire y volví a cerrar la puerta, pero estaba más seria de lo habitual. Ese incidente era un pequeño detalle de lo que ese hombre pretendía hacer conmigo: cambiarme, convertirme en una mujer que no era. Otra diferencia más que nos separaba, porque si eso era lo que realmente le gustaba, una mujer florero para lucir colecciones de altas firmas, ¿por qué ese interés por casarse con alguien como yo? Una mujer mucho más joven, moderna y práctica que es feliz escuchando música pop y vistiendo vaqueros desgastados con zapatillas deportivas. Seguía sin entender todo lo que estaba pasando.

     Tras el baño, que me di únicamente por complacer a María, me envolví en la toalla y caminé hacia la habitación con el ceño fruncido, incapaz de ocultar mi cabreo. María se puso en pie nada más verme reaparecer y me cogió de la mano para conducirme hacia el armario.

     —Dale una oportunidad a esta ropa, si miras bien tal vez encuentres algo que te guste de verdad –dijo tras una tensa sonrisa señalándome la ropa extravagante que colgaba de las perchas.

     Emití un gemido de angustia.

     —No se trata de si esta ropa me gusta o no, se trata de que me ha arrebatado parte de mi identidad, la capacidad de decidir, de expresar mi personalidad a partir de algo tan cotidiano como la ropa. Nadie tiene derecho a decidir por mí, ¿es que no lo ves?

     María frunció los labios y asintió mi argumento, vi en sus ojos un ápice de remordimiento.

     —Entiendo perfectamente que lo veas así y opino que deberías hacer algo al respecto.

     Fruncí el ceño sin dejar de mirarla.

     —Algo como qué.

     Se encogió de hombros.

     —Con Edgar nunca conseguirás nada por las malas. Ir a su despacho y decirle a los cuatro vientos lo poco considerado que es por obligarte a desprenderte de tus cosas, no servirá de nada.

     —¿Entonces?

     —Debes ser más astuta, hacerle ver cómo te sientes.

     Bufé resignándome.

     —El problema es que es un hombre que intimida, solo he tenido un encuentro con él y ya me he dado cuenta que el diálogo no es precisamente su fuerte.

     Rió y me retiró el pelo acomodándolo tras la espalda.

     —¿Has oído hablar de Swami Vivekananda?

     —¿Quién?

     —Fue un pensador hindú, hay un libro con muchas de sus frases, una de ellas decía que no debes dejar que nada te intimide, aunque estés exhalando tu último aliento, no debes tener miedo. Continúa con el valor de un león, pero, al mismo tiempo, con la ternura de una flor. Ese es el secreto del éxito.

     —¿El valor de un león y la ternura de una flor?

     —Exacto –asintió satisfecha.

     Achiné los ojos, evaluando su argumento.

     —Y ahora –continuó señalando hacia el armario–, deberías escoger algo qué ponerte.

     —Francamente, me da igual. Nada de eso va conmigo.

     —¿Qué te parece este de aquí? –descolgó un vestido burdeos, con la falda en tubo hasta las rodillas y puse los ojos en blanco, rindiéndome.

     «¿Servirían de algo mis protestas?»

     La ama de llaves disfrutó conmigo esa mañana, me ayudó a vestirme, me secó el pelo y me maquilló un poco mientras hablaba de temas sin relevancia. Yo no hacía más que pensar en el incidente de la ropa; esta vez el snob estirado con el que me había casado había ganado el primer asalto, pero me juré una y mil veces que eso no quedaría así, encontraría mis cosas aunque tuviera que poner la casa entera paras arriba, y le dejaría bien claro que conmigo no puede jugar a las casitas de muñecas. No me va tanta parafernalia, tanta esteticidad y debía hacer un esfuerzo por intentar conocerme y aceptarme tal y como era si pretendía pasar los próximos años a mi lado. Podía intentar reunir el valor de un león y la ternura de una flor para hacérselo saber, pero fuese cual fuese el método, el mensaje sería el mismo.  

     —Eres mucho más guapa de lo que había imaginado –dijo cepillándome mi larga cabellera que caía hasta media espalda como una cascada de oro líquido. Como si no fuera más que una muñequita de porcelana, permanecí lívida, dejándome hacer–, quiero decir, –rectificó con rapidez– sabía que eras hermosa, por supuesto, pero jamás imaginé que tanto. Y esos ojos...

     —Tengo heterocromía –intervine desviando la mirada al suelo–, un defecto de nacimiento.

     —¡De eso nada! No es un defecto –me corrigió alzándome el rostro–, es algo... único. Nunca había visto una chica con un ojo verde y otro azul, es algo tan distinto...

     Me encogí de hombros.

     —Se ve raro. Ya estoy acostumbrada, pero la gente que me ve por primera vez... en fin, desconcierta bastante.

     —Y esa piel tan blanquita y suave –continuó acariciando mis hombros con delicadeza–, por no hablar de tu sonrisa... –concluyó sonriendo frente al espejo– eres muy, muy guapa, Diana. Pareces un ángel.

     Sonreí por lo bajo. No era la primera vez que alguien hacía alusión a mi físico del mismo modo, pero eran halagos a los que no prestaba demasiada atención. Jamás he podido verme con los mismos ojos con los que me veían los demás, desde la adolescencia arrastraba pequeños complejos, como casi todas las chicas de mi edad. Tampoco había tenido tiempo de mirarme con detenimiento y descubrir la mujer en la que me había convertido, los problemas familiares empezaron a amontonarse y no pude centrarme en nada más, dejando mi vida interrumpida. Se podía decir que durante los últimos años me había olvidado de mí misma, por ello esa mañana, mientras María me peinaba y enumeraba mis cualidades, miraba atentamente al espejo pensando que la que había reflejada era otra persona, pues esa chica de apariencia dulce y delicada no se parecía en nada al concepto de mujer guerrera que tenía de mí misma.

     —Bueno, ahora vamos a desayunar y luego te enseñaré el resto de la casa –dijo cogiéndome cariñosamente de la mano–. ¡Vamos! –me animó– Te va a encantar.  

 

     Francamente la casa era una pasada.

     Recorrí el comedor con la mirada, fijándome en la sobriedad de la decoración minimalista. Para mi gusto todo era excesivamente frío. El sofá de cuero blanco en forma de media luna no tenía pinta de ser cómodo, ni siquiera había cojines que ofrecieran cierta calidez. Por no hablar de los pesados adornos de acero que estaban sobre los muebles, figuras abstractas en color plata o negro que intentaban romper con el impoluto blanco que reinaba en el lugar.

     Me fijé también en que no había nada personal en aquella casa, ni siquiera fotos suyas y de amigos. En definitiva, no había nada que indicara que Edgar mantenía lazos afectivos con otro ser humano.

     El resto de la vivienda era igual de impresionante. Entré en decenas de habitaciones, cada una decorada con un estilo diferente. Otra particularidad que denotaba la antigüedad de la vivienda, era que cada dormitorio disponía de una chimenea de mármol blanco con figuras mitológicas talladas a ambos lados. Parecía de la época clásica, pero combinadas con la modernidad del espacio, daba una visión señorial al conjunto.

     Tampoco podía despegar la vista de los altos techos, las cornisas de yeso repujadas, algunas con incrustaciones doradas. En contra punto estaba el suelo de mármol gris en el que apenas se apreciaban las juntas de las piezas, tan brillante que podía verme reflejada en él mientras caminaba. Un suelo frío y sin personalidad, muy diferente al cálido parqué de los dormitorios.

     En ese momento supe que jamás podría sentirme cómoda en aquél lugar. Por muy acondicionada que estuviera la casa, jamás la identificaría como propia.  

     Recorrí cada centímetro del espacio en silencio, analizando cada detalle por si me revelaba más información sobre su propietario, pero pronto empecé a intuir que como mucho descubriría el estilo del diseñador. Seguramente Edgar había tenido poco que ver en todo aquello, si quería conocerle realmente, saber cosas íntimas de él, únicamente las encontraría en su despacho, donde me había vetado la entrada.

     Emití un suspiro cuando me detuve frente a la puerta que daba acceso a las escaleras que llevaban al sótano.

     «No sé cuándo ni cómo, pero algún día bajaré e invadiré "tu espacio"».

 

 

 

          Continuará...