miprimita.com

El contrato (undécima parte) 11

en Grandes Series

Nota de la autora: Esta es la onceava entrega de una larga saga, recomiendo leerla desde el principio para entender la situación y el avance de los personajes.

Nos acercamos al desenlace, apenas quedan unas cuantas entregas más, habéis leído el equivalente a 220 páginas de word, así que gracias por haber llegado tan lejos y seguir dándome una oportunidad.

También agradezco las valoraciones y los comentarios.

En capítulos anteriores...

(...)

Me separé con cuidado y redirigí la conversación.

—No me importan cuáles fueron los motivos iniciales que han hecho que nos encontremos. Tenemos que centrarnos en el ahora, así que a menos que quieras, no me moveré de aquí –Tragué saliva sin dejar de mirarle atentamente a los ojos–. Así que voy a pedírtelo.

Edgar encajó fuertemente la mandíbula, intuía lo que iba a añadir a continuación.

—Opérate. No lo prolongues más.

Se puso repentinamente tenso.

—¿Sabes lo que me estás pidiendo?

—Lo sé muy bien. Te recuerdo que ayer, sin ir más lejos, dijiste que harías cualquier cosa por comprar el momento en el que estábamos juntos, despreocupados, dejándonos llevar... Y creo que la única manera de "comprarlo", de hacer que vuelva a repetirse, es sometiéndote a esa operación.

Edgar se puso en pie de un salto y empezó a gesticular con las manos.

—¡No tiene sentido! ¿Te estás oyendo? ¿Qué persona en su sano juicio querría estar con alguien como yo en una situación así? ¿Alguien que nunca volverá a estar completo?

—¡No digas tonterías, Edgar! –le encaré– No eres el único ciego que hay en la faz de la tierra y no todos son tan derrotistas. Aún te quedan tus manos –dije sosteniéndoselas con firmeza–, también puedes seguir escuchando mis desvaríos y diciéndome lo mucho que te incomoda que diga palabrotas, eso –remarqué con energía–, aún no se ha perdido.

—¡Pero no volveré a verte! No podremos debatir sobre una película o descubrir juntos un país lejano, no seré más que un lastre en tu vida.

—¡Edgar! ¿Me estás escuchando? Te estoy diciendo que me importas por encima de todo eso y estoy dispuesta a asumir las consecuencias, ¿no es suficiente para ti? –los ojos se me llenaron nuevamente de lágrimas– ¿Sabes una cosa? Lo que más me molesta de todo es que tú sigues centrándote en la carcasa, le das más importancia a eso que a todo lo demás y así me lo has hecho saber más de una vez. Sin embargo, a mí me importas tal y como eres, con tus cicatrices y las secuelas que quedarán tras la operación, estoy dispuesta a afrontar eso y me duele que tú no seas capaz de hacer lo mismo. Si fuese al revés, si yo padeciera una repentina enfermedad y perdiera la visión, estoy segura de cuál sería tu reacción, y eso me produce dolor. Ni te imaginas cuánto.

Me deshice de él decepcionada, le había plantado cara y a juzgar por su rostro contrariado, había conseguido calar hondo.

—Te equivocas, Diana. Yo cuidaría de ti, no te dejaría por algo así.

Negué con la cabeza.

—Pero ya no sería lo mismo, ¿verdad?

Edgar suspiró.

Nos volvimos a mirar pero ya no quedaban más palabras que dedicarnos. Había sido una conversación intensa y teníamos mucho en lo que pensar.

Le dejé solo en su despacho y regresé a mí habitación para encerrarme en ella.

 

Calidad de vida

 

Pasó el día y no tenía ganas de nada. María vino a hablar conmigo, se sentía sola y quería interesarse por el estado de Edgar, después de todo, era la última persona que había hablado con él.

 

—¿Por qué es tan testarudo? –pregunté, apenada porque las cosas no fueran de otro modo.

María se sentó a mi lado y me permitió recostarme en su regazo mientras entrelazaba los dedos en mi cabello, produciéndome a la vez un suave masaje.

—Nunca ha escuchado a nadie y lo que es peor, piensa que no necesita ayuda.

Negué con la cabeza, descorazonada.

—Me estoy cansando de ir detrás de un hombre que tiene un carácter tan voluble, es como estar constantemente subida en una montaña rusa.

—No se lo tengas en cuenta, lo único que intenta evitar es que la gente sienta pena de él, y aunque lo necesite, es incapaz de reconocer que le vendría bien que alguien le tendiera un cable. Siempre ha sido tan autosuficiente...

—No hay quién le entienda. ¿Y dices que siempre ha sido así? –pregunté incrédula.

—Yo le conocí cuando era un niño. Como sabes era muy amiga de su madre, aunque tal vez yo no fuera tan buena amiga para ella –giré el rostro para encontrarme con María, preguntándole con la mirada el porqué–. Ya sabes, ella siempre me ocultó la situación que vivía en casa, ni siquiera sospeché por lo que estaba pasando. Puede que ser reservado sea cosa de familia –suspiró y continuó, sin terminar con el masaje–. ¿Te ha contado que después del accidente le busqué en diferentes lugares de acogida y no paré hasta que aceptó venir a vivir conmigo?

Arqueé las cejas con incredulidad.

—¿De verdad?

Asintió.

—Pero por aquel entonces ya no era el niño que conocía, había cambiado mucho y no únicamente me refiero a sus heridas... Simplemente dejó de ser él. Desde ese día se obsesionó con los estudios, prácticamente no pasamos tiempo juntos, no hacía más que estudiar y... –se encogió de hombros– Consiguió lo que quería: cambiar de vida. Pero ni siquiera entonces le vi feliz.

—De manera que has sido como una segunda madre –constaté.

—Nunca ocupé ese lugar, como imaginarás, un muchacho de veinte años ya no busca otra madre. Lo único que pude ofrecerle fue seguridad y estabilidad, en aquel momento era lo que necesitaba. Estaba pendiente de él y le cuidaba, pero siempre fue un chico bastante hermético, incluso conmigo. Pese a todo sé que me quiere. Soy la persona en la que más confía, de hecho me ha tenido en cuenta en los momentos de duda y siempre ha valorado mi opinión. Pero cuando creció y se convirtió en hombre, su actitud fue todavía más distante.

—¿Y por qué trabajas para él? No lo entiendo.

María sonrió discretamente.

—Técnicamente no trabajo para él, le hago compañía y estoy pendiente de sus cosas. cuando se independizó no quiso que me quedara sola, me convenció para que me mudara y viviera con él, pero yo no quería hacerlo sin más, así que le propuse hacerme cargo de la casa, de los aspectos domésticos como contratar al personal, vigilar que todo funcione bien... convertirme en su ama de llaves, para ser exactos. Él aceptó mi propuesta y aquí estoy.

—Entonces..., tú siempre has estado al tanto de todo... –aventuré.

María asintió sin entrar en detalles. Suspiré atónita; así que ella tenía la respuesta a todas mis preguntas y había permanecido callada.

—¿Por qué nunca me lo contaste? Veías día a día por lo que estaba pasando, ¿por qué no dijiste nada?

—En el fondo tenía la sensación de que no llegarías tan lejos. Eres una niña, lo más probable era que no aguantaras tanto como lo has hecho. Además, Edgar me había prohibido que te dijera nada, su deseo era mantenerlo al margen ¿y quién era yo para traicionarle? Cuando empecé a conocerte, a ver la complicidad que se forjaba entre vosotros, supe que no tardarías en averiguarlo todo, y así ha sido.

—Pero –la miré contrariada–, tú nunca le has reprochado nada, siempre le has consentido, incluso a sabiendas de que no hacía las cosas bien –terminé, pensando en nuestro acuerdo matrimonial.

—¡Eso no es verdad! –me rebatió indignada– Tampoco a mí me tenía al corriente de todo lo que hacía, además, ¿crees que no le he dicho miles de veces que se estaba equivocando? El problema es que nunca me ha escuchado, ni siquiera cuando lo acogí. Su personalidad se forjó tan rápido... maduró de golpe y nos excluyó a todos de su vida, incluida a mí. Yo he tenido que ganarme su confianza día a día desde que tenía veinte años, pero me temo que nunca se ha quitado el escudo del todo. Pero entonces llegaste tú –dijo sosteniéndome el rostro con cariño–, una chica joven, alegre y vital, ajena a todo lo que ocurría y conseguiste mucho más que yo en todos estos años. Conseguiste que abriera su corazón, que se olvidara de esos problemas que le azotan desde hace años y riera despreocupado de las cosas más absurdas. Diana, no pasa ni un solo día que no dé gracias a Dios por tu llegada.

Me aparté cuidadosamente de ella y me recosté de nuevo en la cama, pensando. Todo el mundo me decía que mi llegada le hacía mucho bien, sin embargo yo nunca tuve esa sensación, más bien lo contrario.

Cerré los ojos y emití un largo suspiro.

—Tenemos que conseguir que se opere –intervine convencida–, cueste lo que cuente.

María también suspiró.

—Ya no me quedan más argumentos que ofrecerle para que lo haga.

—Lo sé, va a costar, pero no pienso rendirme.

María reprimió estoicamente las lágrimas de la emoción y me abrazó largo rato con ternura. Lo cierto es que no podía reprocharle nada, era como una madre abnegada con Edgar, haría cualquier cosa por él, por su felicidad, y eso la había llevado a pasar por alto muchas de sus equivocaciones.

 

Ya estaba sola en mi dormitorio, a punto de cambiarme y ponerme más cómoda cuando escuché ruido en la habitación de al lado.

Automáticamente miré hacia la puerta de unión de las dos habitaciones, con la esperanza de que se abriera y apareciera Edgar. Pese a todos los altibajos que había en nuestra relación y las continuas disputas, le echaba de menos.

Y obedeciendo a un deseo no formulado con palabras, la puerta separadora se abrió.

Edgar estaba al otro lado con el semblante serio, cansado por haber permanecido largas horas encerrado en su oscuro despacho.

—Lo siento, Diana.

Le miré con incredulidad, ¿se estaba disculpando?

—Siento haberte dicho todo eso y haber herido tus sentimientos, por favor, perdóname.

Asentí, ligeramente confundida.

—No quiero operarme, así que me gustaría que respetaras mi decisión.

—¡Pero podrías morir si sigues así! –le rebatí.

—Es lo que he escogido.

Los ojos se me llenaron de lágrimas, una vez más, pero esta vez por la impotencia.

Edgar se acercó vacilante y cuando estuvo lo suficientemente cerca acarició mi mejilla.

—No sientas pena por mí, me ha costado pero al fin tengo todo lo que deseo –dijo mirándome con gran intensidad.

—No estás siendo racional con todo esto, si fuese al revés, si yo estuviera en tu lugar, tú querrías que me operara.

—Eso nunca lo sabremos. Gracias a Dios no eres yo y jamás tendrás que tomar tal decisión.

Caminé nerviosa por la habitación. Tenía ganas de gritarle, zarandearle, cualquier cosa para que reconsiderara las cosas. Pero Edgar era cabezota, cuando tomaba una decisión se aferraba a ella con todas sus fuerzas y la llevaba a cabo, descartando el resto de opciones. En eso me recordaba a mí.

Me desplomé en la cama dejando fluir todo el cabreo que me consumía desde dentro, no quería mirarle, no quería que me dijera nada, porque a la mínima oportunidad podría saltar y sería imparable.

Edgar se acercó a la cama y se sentó a mi lado. Esperó a que me incorporara ligeramente y le mirara para empezar a hablar.

—Ahora me gustaría hacerte una pregunta, y pase lo que pase, quiero que seas totalmente sincera.

Su intervención había captado mi total atención. Me erguí un poco en la cama, preparándome para descubrir qué quería preguntarme.

—Está bien –acepté.

—De verdad, Diana, no quiero que me mientas.

—No lo haré –confirmé, segura.

La intriga había bloqueado el cabreo. Ahora no podía perder detalle de la conversación.

—Sé que tú y Steve habéis estado hablando de mi problema –asentí–, y no puedo evitar pensar, si lo que ocurrió la pasada noche tiene algo que ver con buscar una forma para que reconsidere pasar por la operación...

Abrí la boca por el asombro y pestañeé aturdida. ¿Estaba oyendo bien?

—¡Alto ahí, Edgar! –me obligué a detenerle–. ¿Me estás diciendo, que de alguna forma retorcida Steve y yo hemos planeado que me acostaría contigo para intentar convencerte? ¿Realmente me estás preguntando eso? –quise asegurarme.

Pareció avergonzarse, pero confirmó esa teoría con un breve asentimiento de cabeza.

—¡Esto es inaudito! –chillé alterada.

—Diana, cálmate. Solo quiero que me digas si eso fue así. Entendería perfectamente los motivos...

—¡No me lo puedo creer! –enfaticé dejando caer bruscamente los puños cerrados contra el colchón.

—Todo fue tan repentino, tan... Analizándolo fríamente, me pareció demasiada casualidad que después de hablar con Steve te acostaras conmigo y me pidieras encarecidamente que me operara, es demasiado... –hizo un gesto con la mano, dándome a entender que era surrealista.

—¡Me ofendes, Edgar! –protesté con rotundidad– ¿Te haces una ligera idea de lo que me duele que tengas esa visión de mí? ¡Yo no soy como tú, maldita sea! ¡Yo no lo calculo todo con frialdad! ¿Crees que no tenía mejor cosa que hacer que entregar mi virginidad a un hombre para hacerle alguna especie de chantaje o algo así?

—Yo no estoy diciendo eso, Diana...

—¡Sé muy bien lo que estás diciendo! Y me jode enormemente que insinúes que vendo mi cuerpo para conseguir un fin, por muy noble o estoico que este sea. Así que ya está todo dicho, ¿no quieres operarte? No lo hagas, está bien, pero no vuelvas a insinuar jamás...

—Diana –me interrumpió colocando sus manos sobre mis puños cerrados, intentando aliviar mi tensión–. Creo que lo he vuelto a hacer, ¿verdad? Lo siento, no puedo evitarlo, pero es que todo me parece tan precipitado, tan... De verdad, me alegro mucho que no haya sido así, pero entiéndeme, Steve no para de decirme que mi problema es que no tengo un aliciente que me impulse a luchar y a querer seguir adelante, y entonces vienes tú, en mitad de la lluvia, después de haber estado hablando con él y me acompañas a la habitación... ¿Qué quieres que piense? Jamás has mostrado la mínima inclinación por querer tener algo más conmigo, no me cuadraba que fuese precisamente ayer.

—Tal vez sí he mostrado ciertas inclinaciones, pero tú no te has dado cuenta –le reproché, herida.

Suspiró y volvió a mirarme, fue inevitable que mis ojos se suavizaran un ápice, de pronto lo vi con total claridad: el origen residía en un sentimiento de inferioridad enorme. Pese a todo lo que tenía, pese a la actitud que mostraba al mundo, Edgar jamás creyó que pudiera gustarme por ser quién era en realidad. Más allá del dinero o el poder a mí llegó a conquistarme por ser simplemente un hombre. ¿Quién iba a imaginar que alguien como él tendría un concepto tan distorsionado de sí mismo?

Poco a poco aprendí a leer entre líneas y ver dobles matices en sus palabas. Si solo me hubiese quedado en la superficie, hace tiempo que le hubiese enviado a la mierda.

—De acuerdo, te creo –zanjó esbozando una frágil sonrisa–. Pero no te voy a ocultar que sigo algo molesto porque hayas hablado con Steve, él no tiene derecho a difundir mis problemas y eso nos ha arrastrado a esta situación.

—Pues yo no lo veo así –rebatí–. Para empezar, el único responsable de habernos arrastrado a esta situación eres tú mismo. No hubiera ido a hablar con Steve si me lo hubieses contado. Y sí, hablamos de de ti, de tu obstinación, de alicientes y de todo lo que podíamos hacer para obligar a que te operaras. Morir no es un camino, Edgar. Por eso firmaré...

Me mordí el labio inferior; ¡mierda! Había hablado de más.

—¿Firmarás? –preguntó repentinamente más interesado– ¿El qué?

—Olvídalo, no debería haber dicho eso –intenté restar importancia–. Lo único que digo es que estamos en nuestro derecho de buscar cualquier vía que nos permita...

—Quiero saberlo –me interrumpió, negándose a abandonar el tema–, ¿qué habéis tramado?

Cerré los ojos con fuerza, era plenamente consciente de que no tenía escapatoria.

—¿Sabías que existe una forma legal que permite a tu mujer autorizar la operación? –empecé, prudente.

Me miró confuso.

Esperaba una fuerte reprimenda, un grito, incluso un puñetazo en la pared. Esperaba que se desatara su enfado colosal contra nosotros y me hiciera sentir culpable por conspirar a sus espaldas; sin embargo, no dijo nada. Permaneció impasible, tal vez analizando esa posibilidad, y eso, me preocupó sobre manera. Parecía que se había quedado en coma.

—¿Estás bien? –pregunté estudiando su imprevisible reacción.

No obtuve respuesta alguna.

Alcé la mano y la pasé cerca de sus ojos para hacerle reaccionar, parpadeó y yo sentí que podía respirar tranquila; no había muerto.

A continuación sonrió levemente.

—Diana –empezó con demasiada tranquilidad–, yo no soy buen enfermo. No soy una de esas personas capaces de amoldarse a los imprevistos, y sé por mi carácter y mi forma de ser, que jamás podré adaptarme a vivir en las sombras. No es que no tenga cosas por las que merezca la pena seguir viviendo, es que sé que en mi caso no va a funcionar. Lo único que necesita una persona para querer seguir en este mundo es tener calidad de vida, en mi caso, quedarme ciego me la quita.

Negué con la cabeza. ¿Cómo podía ser tan pesimista? Cierto es que lo que decía tenía sentido, era evidente que perdería calidad de vida, pero eso no significaba que ya no pudiera hacer nada más, había obviado la voluntad en su discurso, y hasta yo sabía que habiendo voluntad se podía conseguir cualquier cosa. Lo que lamentaba era no tener palabras que pudieran contradecir sus ideas.

—Calidad de vida –repetí, dándome por vencida.

—Exacto, Diana, calidad de vida –confirmó.

Era un tema serio, todo lo indicaba. Aun así no pude evitar desatar una risa incontrolable. Edgar me contempló como si hubiera perdido la cabeza, tal vez fue así. En medio de esa locura transitoria me alcé de la cama y abrí uno de los cajones de mi armario.

—¿Qué estás haciendo? –preguntó sin dejar de seguirme con la mirada, su rostro contrariado me desató nuevamente la risa.

Extraje un fular del cajón y se lo mostré.

—¿Qué es eso?

—Es un fular –constaté estirándolo delante de él–. Muy útil para resguardar el cuello del frío.

Puso los ojos en blanco.

—Eso ya lo sé. ¿Para qué lo quieres ahora?

—Pues... –respondí mirándolo– Nos va a dar calidad de vida –auguré.

No pude más que volver a reír, Edgar no entendía nada y yo no pensaba enrollarme más, ya que había abandonado el camino de la cordura iba a continuar desatando mi imaginación.

Me coloqué frente a él y le formulé la gran pregunta:

—¿Confías en mí, Edgar?

Frunció el ceño.

—¿Por qué? ¿Qué pretendes?

—No es tan difícil, solo debes responder sí o no. Así que te lo volveré a preguntar: ¿confías en mí?

Edgar me miró, muy serio.

—Sí –contestó sin más.

Sonreí en respuesta. Entonces me acerqué lo suficiente para intentar colocarle el pañuelo sobre los ojos.

—¡No! –dijo, esquivándome.

—Has dicho que confiabas en mí –le recordé.

Bufó, resignándose.

—Esto no me gusta –dejó patente.

Hice caso omiso a sus palabras y volví a intentarlo, esta vez anudé el fular a su cabeza, asegurándome de que no veía nada.

—¿Me ves?

—Sabes que no –respondió, cansado.

Entonces cogí sus manos y las llevé con cuidado a mi cara, las dejé ahí, esperando a que él me acariciara, y así lo hizo. Mientras me memorizaba con el tacto, llevé mis manos a la espalda y desabroché muy despacio la cremallera del vestido, intentando hacer el menor ruido posible. Moví los hombros para que se deslizara hacia abajo. Me separé un momento de él para retirármelo, quedándome únicamente con las medias y la ropa interior.

A continuación acompañé las manos de Edgar por mi cuello y fui abriendo las palmas hacia los hombros, las deslicé por el pecho, la cintura y así fue barriendo mi cuerpo semidesnudo, sintiendo la suavidad de mi piel y el calor que irradiaba. Por su respiración alterada intuí que el juego empezaba a gustarle, decidí acercarme más y romper el espacio que nos separaba llevando mis manos a los botones de su camisa. Sus manos se alzaron cuando intuyó mis intenciones, intentaron detener las mías y por un breve espacio de tiempo me pregunté si no estaba yendo demasiado lejos. Con movimientos lentos volví a sostener sus manos, retirándolas cuidadosamente hacia los lados para tener vía libre. Volví a intentarlo y esta vez sí logré desabrochar sus botones.

Sin la presión de su mirada escruté su perfecto torso desnudo y me acerqué para besarlo. El roce de mis labios contra su piel consiguió relajarle, aproveché su tranquilidad para pegarme a él e ir tumbándolo sobre la cama. Me resultó tan excitante poder acariciar hasta el último centímetro de su cuerpo... Besé su interminable cuello, sus hombros torneados, mordisqueé su pecho y repasé sus abdominales con la lengua.

Un jadeo brotó de su garganta y eso me animó a continuar. Me retiré el sujetador y ahora acaricié su torso con mis senos firmes y excitados. Sentí las cosquillas en mis pezones y cómo estos también hormigueaban en su piel, erizándole el vello.

Ascendí por su cuerpo, sin despegarme un milímetro hasta estar a la altura de su oreja y morder el lóbulo con ternura.

—Tus manos también te ofrecen calidad de vida –musité antes de volver a acompañarlas por mi cintura, siguiendo el camino que marcaban mis definidas curvas hasta terminar sobre las nalgas.

—Tus labios –siseé contra su otra oreja– también te la dan...

Me afané en besarle con toda la pasión de la que fui capaz. Edgar correspondió a mi urgencia y de su garganta brotó un nuevo jadeo que me excitó al instante.

Dejé que mi larga melena le acariciaba mientras descendía por su pétrea musculatura hasta llegar a la cinturilla de los pantalones. Sin entretenerme demasiado, los desabroché y se los quité. No pensaba parar. Deseaba a Edgar. Deseaba su cuerpo, su mente, su manera de hacerme sentir especial sin palabras, deseaba la forma en la que me tocaba, en la que susurraba mi nombre, en la que respondía su cuerpo cuando me acercaba. Deseaba todo de él y, entonces, caí en la cuenta. ¿Esto era amor o una mera atracción? ¿Realmente podía amarle? ¿Podía amar al hombre que había cometido la torpeza de forzarme a ser su mujer? Jamás pensé que eso acabaría sucediendo, simplemente había descartado el hecho de que podía amarle y sin embargo, ahí estaba: demostrándole mi compromiso incondicional, mi fidelidad, mis ganas de querer llegar todavía más lejos sin importar las adversidades que aún teníamos que lidiar.

Se podía decir que por fin me había enamorado, y estaba contenta porque no era demasiado tarde para reconocerlo.

En cuanto desnudé completamente a Edgar, observé un instante su miembro. Estaba tan excitado como yo, y es que él también me deseaba. Recorrí la lengua por el glande y fui cerrando progresivamente la boca, sellándola a su alrededor. Un gutural gemido resonó en la habitación. Sostuve la base mientras se la lamía y encontré el ritmo enseguida, excitándome más y más a medida que el placer de Edgar se intensificaba. Respiraba con pesadez, tenso, como si estuviera conteniéndose.

—Diana –jadeó, moviéndose débilmente–, Diana, para. –Me acarició el brazo–. Diana.

Pero no podía parar. Quería que perdiera el control por completo.

De pronto me vi en el aire y tumbada boca arriba con él encima.

—Has tenido tu tiempo –gruñó, metiendo los dedos por debajo de las braguitas–, ahora me toca a mí.

Me resistí juguetona y le esquivé saliendo de debajo de él. Tuvo la tentación de retirarse la venda de los ojos pero me apresuré a frustrar sus intenciones.

—No te la quites, Edgar. ¡Atrápame!, estoy aquí...

Sonrió e intentó alcanzarme, pero volví a esquivarlo. En cuanto lo tuve cerca, me abalancé sobre él como un jaguar volviéndolo a dejar debajo.

—No has sido lo bastante rápido, tendrás que practicar eso –sentencié besándole con pasión.

Me coloqué para ponerme a horcajadas sobre él y, con cuidado, agarré su miembro para introducírmelo despacio en la vagina. La piel dura se deslizaba centímetro a centímetro en el interior de mi cuerpo hasta llenarme entera, cuando alcancé la base, me sentí repleta.

Los dos respirábamos con agitación.

Eché la cabeza atrás intentando relajarme, cerré los ojos y me concentré en saborear la sensación de sentirlo dentro, llenándome.

Me tomó por las caderas, hundiendo los dedos. Abrí los ojos y le miré fijamente, cabalgándolo. Estaba completamente concentrada en él, en nosotros, en nuestro placer. Solo existía el tacto de su piel caliente, sus manos sujetándome las caderas, guiándome arriba y abajo, el sonido de mis gemidos, sus gruñidos, el olor a sexo flotando en el aire...

La tensión creció dentro de mí y ya no pude pensar en nada más que en llegar al orgasmo. Cambié de ritmo y me dejé caer con más fuerza.

—Diana –jadeó Edgar. Me sujetaba tan fuerte que casi me hacía daño–. Joder, Diana.

Me quedé sin aliento cuando, sin ningún miramiento, me obligó a ponerme boca arriba y me sujetó las manos a ambos lados de la cabeza, apartándose de mí.

—¿Qué haces?– gemí, frustrada.

Me besó, lamiéndome los labios, pidiendo con la lengua entrar en mi boca. Me dio después dulces besos en la mandíbula y la oreja.

—Solo recordarte quién manda aquí –me susurró–, no pienses que por no ver he perdido mis otras facultades.

Mi frustración se tornó en indignación e intenté soltarme.

—¿Bromeas?

Su cuerpo se agitó contra el mío y, cuando alzó la cabeza, vi que se estaba riendo.

Arrugué la nariz e intenté sin éxito que me soltara las manos.

—Increíble. Estás tan obsesionado por el control que también lo extrapolas al sexo.

—Forma parte de mi encanto. –Me besó, esta vez empujando la lengua en lugar de lamerme los labios con suavidad, pero yo mantuve los labios apretados, negándole el capricho.

Me preguntaba si aún con los ojos vendados podía intuir todo lo que decía mi cuerpo sin necesidad de palabras, y así fue. Edgar sonrió sobre mis labios, entendiendo a qué se debía mi comportamiento.

—Tú también eres bastante cabezota, ¿lo sabías? Desde el principio me lo has puesto difícil.

Movió repentinamente las caderas y noté la presión de su penetración abriéndose camino. Suspiré de placer.

—Hace que desee domarte, aun sin esperanza de éxito.

Sonreí.

—¿Sabes lo que creo, Edgar? Que te gusto cabezota.

Me soltó una de las manos para acariciarme. Jadeé cuando me presionó el clítoris con el pulgar.

—No me gustarías de ningún otro modo.

En ese momento se inclinó para besarme y aproveché para retenerlo con fuerza. Enredé los dedos en su pelo, devolviéndole los besos con toda mi alma, pero siguió acariciándome el clítoris y llegó un punto en que solo sentí el placer que se iba expandiendo en mis entrañas.

Suspiré en sus labios y él aprovechó para morder con sensualidad mi labio inferior.

Sentí la fuerza de sus penetraciones, pero fue su pulgar el que me llevó al límite. Mientras me arrollaba un orgasmo espectacular, me sujetó de nuevo la mano. Gemí. Me penetró más fuerte aún.

Entonces sus manos me abandonaron durante un fugaz instante, tiempo suficiente para llevárselas a la cara y arrancarse la venda de los ojos. Seguidamente recuperó el control y volvió a penetrarme, con fuerza y delicadeza a la vez, sin dejar de mirarme.

—Diana... –gruñó con un destello de satisfacción en los ojos.

Me hice eco de esa satisfacción. Notaba el cuerpo líquido y lánguido bajo el suyo mientras se movía, cada vez más deprisa. Imprimió más fuerza en sus embestidas, sus dedos entrelazados con los míos y sujetándome de modo que estaba totalmente a su merced. Para mi sorpresa, comencé a sentir cierta presión dentro de mí de nuevo, un calor mezcla de placer y dolor.

Moví las caderas contra él y le seguí el ritmo. Se puso de rodillas, levantándome los muslos, separándomelos más. Entonces entró tanto en mí que lo noté en el útero. Y siguió así hasta que el clímax le arrolló.

—Dios... –respiraba agitadamente y me soltó los muslos doloridos para dejarse caer sobre mí. Todo su cuerpo se derramó sobre mí mientras escondía la cara en el hueco de mi hombro. Intentamos recuperar el aliento a la vez.

Noté la mano caliente de Edgar bajando hasta la parte posterior de mi rodilla izquierda. Tiró de ella hacia sí con delicadeza y supe qué quería. Le rodeé la cintura con las piernas y la espalda con los brazos y me mantuve abrazada a él un buen rato.

Sentí las suaves caricias de sus dedos por el brazo, recorriéndolo de extremo a extremo mientras su mirada azul permanecía clavada en mí.

Sonreí levemente.

—¿Qué? –preguntó correspondiendo a mi sonrisa.

—Parece que he demostrado que sí puedes seguir teniendo calidad de vida.

Abrió la boca para rebatir mi argumento pero me apresuré a sellarle los labios con un beso.

—No digas nada. No quiero escucharte. Quiero estar así para siempre... –dije antes de enterrar mi cara en su pecho.

Era tan suave y cálido..., por no mencionar ese olor tan particular suyo, ese olor capaz de sedar los pensamientos más oscuros y dejarme completamente a la deriva. Relajada.

 

Contra las cuerdas

 

No sé si fue la luz que se filtraba por las cortinas ligeramente abiertas o que noté el calor de su mirada en mi cara. Sea como fuere, me desperté, y encontré a Edgar a mi lado, con la cabeza apoyada en una mano y los ojos fijos en mí.

Había estado observándome mientras dormía, solo Dios sabe cuánto tiempo llevaba así. Recordé la noche anterior con todo lujo de detalles y cómo me quedé dormida aferrada a su cuerpo después del mejor sexo de mi vida. Sin embargo ahora me había despertado, y Edgar me observaba de un modo distinto a como lo había hecho en otras ocasiones. No sabía lo que eso significaba. Se me encogió el estómago al darme cuenta de que estaba a punto de averiguarlo.

—Hola –le dije en voz baja, insegura. Edgar me acarició la mejilla con el pulgar de la otra mano.

—Hola.

—Pareces pensativo –aventuré.

—He estado aquí acostado, pensando en todo y en nada a la vez. Intentando ver las cosas desde otro prisma, como me has aconsejado hacer en innumerables ocasiones.

Sonreí y alcé una mano para acariciarle el rostro, pero él me lo impidió reteniendo mi muñeca en el aire. Ese gesto me dejó confusa y comprendí que algo no iba bien.

—Definitivamente –continuó acariciándome la clavícula con los dedos–, voy a echar esto de menos.

Fruncí el ceño. ¿Qué trataba de decirme?

—Edgar... –susurré sin perder detalle de sus ojos distraídos.

—Has sido como un sueño todo este tiempo, pero tarde o temprano tenía que despertar.

—¿Ocurre algo? –me obligué a sentarme en la cama, buscando, sin éxito, su mirada.

—Creo que tanto María, como Steve y tú tenéis razón. Debería dejar el miedo a un lado y... –tragó saliva–, operarme.

No pude evitar soltar un gritito de júbilo. Mi primer impulso fu engancharme a él para abrazarle con ganas, pero al no ser correspondida, la euforia se esfumó casi en el acto.

—Me operaré solo con una única condición –continuó, sin darme tiempo a preguntar por su reacción esquiva.

Tras esas palabras, alzó el rostro para encontrarse conmigo y vi el telón de la impasibilidad cubrir su rostro.

No era él. Algo había cambio. ¿Cuándo había tenido lugar la metamorfosis?

—¿Qué condición? –pregunté con el corazón encogido.

Se humedeció ligeramente los labios, haciendo un breve paréntesis en la conversación.

—No te quiero aquí mientras dure el proceso, ni siquiera cuando termine. Antes de ingresar en el hospital firmaremos el divorcio y tú regresarás a España.

¡¿Cómo?!

Mi cara debió parecerle un poema porque sus ojos me escrutaron con preocupación antes de añadir:

—Diana, ¿has entendido lo que acabo de decirte?

La pena, la profunda decepción, el desasosiego, la impotencia, rabia, odio... Todo se me cayó encima en cuestión de segundos, aplastándome. Fui incapaz de articular palabra mientras le miraba con incredulidad.

Edgar me quería fuera de su vida para siempre, el día anterior me amaba y minutos después se creía con derecho a deshacerse de mí como si fuera un juguete viejo.

Y por si no tuviera bastante, había enfatizado que únicamente se operaría si yo acataba esa condición.

Podría haberle dicho muchas cosas, deseaba hacerlo, pero otra parte de mi cerebro me dijo: "¿Y para qué?"

Ha sido un largo camino recorrido, una obstinación casi patológica por querer salvarle, por querer formar parte de su vida. Puede que ya hubiese cumplido mi fiel propósito, pero justo cuando empezaba a florecer el sentimiento, se encargó de recordarme con total frialdad que en su vida no había lugar para otra persona.

Sentí unas fuertes ganas de llorar, pero estaba tan profundamente herida que bien podría pasar por muerta. No mostré ninguna emoción y fue precisamente eso lo que más desconcertó a Edgar.

—Has ganado, Diana, me operaré –repitió haciendo alarde de la buena noticia, como si esa decisión bastara para borrar todo lo anterior–. Pero quiero hacerlo solo –puntualizó.

Continuó hablando pero yo ya estaba lejos.

Intenté levantarme de la cama, pero él me tocó el hombro para detenerme en cuanto captó mis intenciones. Le miré.

—Esto lo hago por los dos –se apresuró a decir–. Solo quiero devolverte lo que te he arrebatado, quiero que regreses a tu hogar y retomes tu vida lejos de estos muros. Que encuentres el amor, alguien que te quiera y puedas formar una familia, o lo que quieras. Estudia, diviértete con las amigas, viaja... Vive la vida que te toca, Diana.

Tragué saliva. Casi sin poder controlarlo las lágrimas empezaron a agolparse en el lagrimal. ¿Es que no se daba cuenta de que ya era tarde para eso? ¿No era capaz de ver que ya me había enamorado?

—Me equivoqué casándome contigo, no te conocía y jamás pensé que llegaríamos tan lejos, sentimentalmente hablando. Debemos separarnos ya porque esto no es bueno. Jamás aceptaría que te quedaras conmigo para cuidar de mí, haciéndote cargo de un discapacitado. Diana... me importas tanto, si tú lo supieras... –noté cierto matiz de angustia en su voz– No puedo ser un lastre en tu vida, quiero que empieces de cero, con la certeza de que has salvado la vida de un hombre que estaba perdido. Pero nada más. Has pasado tu vida cuidando de tu madre, tu padre y tu hermano y nunca has tenido tiempo para ti, para descubrir la mujer que eres. Jamás podría privarte de ello y si te quedas, si permaneces junto a mí, acabaré haciéndote lo mismo que te han hecho los demás. Y tú eres demasiado buena, estarás junto a mí de forma incondicional por tus valores, tus férreas convicciones. No es eso lo que quiero para ti. Me costaría mucho superar lo que se me viene encima sabiendo que estoy arrastrando a la persona más importante de mi vida a vivir mi propia condena.

Me picaba la nariz, pero conseguí aguantar la tentación de desplomarme.

—¿Entiendes los motivos, Diana? Tengo que asegurarme de que lo entiendes. No es por ti, no es por nada que hayas hecho o dicho, es porque este cambio requiere de medidas drásticas para que ambos podamos llevar una vida relativamente normal. No quiero convertir lo bonito que hemos construido en algo tóxico, prefiero conservar siempre este recuerdo.

¿Qué podía hacer? ¿Luchar para convencerle de lo contrario? Lo cierto es que estaba HARTA de luchar, ya no me quedaban más fuerzas. En esta ocasión Edgar me había acorralado contra las cuerdas y había vencido asestándome un último golpe mortal.

Lo realmente absurdo de la situación, era que por él lo había dado todo: me había tragado mi orgullo, había bajado hasta el mismísimo infierno para llevármelo conmigo, había hecho tantas estupideces... Pero todo había terminado.

Tal vez tuviera razón, alejarme sería lo más sensato. Me ahorraría sufrimiento y la necesidad de estar lidiando con su fuerte carácter a todas horas. Me sentí como una imbécil al pensar que si me lo hubiese permitido, hubiera seguido peleando, desenfundando mi espada y abriéndome camino entre las zarzas de espinos para seguir reanimando su corazón.

—Dime algo, por favor...

Su voz suplicante me hizo volver bruscamente a la realidad.

Le miré con frialdad, esta vez era yo el iceberg, y con todo el convencimiento del que fui capaz, dije lo único que sabía que quería escuchar:

—Está bien.

Nuestros ojos se miraron durante un fugaz segundo, no quise adentrarme en ellos. Esta vez el daño que me había infringido era irreparable.

Sin prolongar más lo inevitable, me levanté de la cama llevándome la sábana enrollada en el cuerpo. No me apetecía que me viera desnuda, pues nunca me había sentido tan humillada.

Me encerré en el baño largas horas. Cuando salí, él ya no estaba.

Continuará...