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Fuego Vs hielo (2)

en Erotismo y Amor

Nota de la autora: Esta es la segunda entrega  de una saga, para entender a los personajes y sus circuntancias aconsejo leerla desde el principio "Fuego Vs hielo (1)" publicado en grandes series. Como siempre gracias por los comentarios, ya me diréis si seguimos con Anna o guardamos las siguientes entregas en el cajón ;)

5

 

 

A juzgar por las pronunciadas ojeras y este punzante dolor de cabeza, he debido de pasar una noche horrible. Me meto en la ducha y en cuanto termino de asearme, me pongo mi nuevo vestido Desigual. Hoy más que nunca, necesito colores en mi vida. No tengo ganas de alisarme el pelo, así que dejo que se formen esos típicos tirabuzones tan míos y me los recojo todos en una coleta alta. Me pongo el flequillo a un lado, recogiéndolo un poco, para que no me moleste en los ojos.

Me maquillo como cada día, pero decido estrenar mi nuevo lápiz de labios color rojo manzana, que no me queda nada mal. Tras terminar la profunda restauración de mi rostro, analizo detenidamente frente al espejo el resultado. Tanto el peinado como los colores que he elegido, me proporcionan un aspecto inocente, parece que no haya roto un plato en mi vida, y eso, ahora mismo me conviene. Tomo mis vitaminas y me sirvo el café en un vaso de plástico antes de salir por la puerta como alma que lleva el diablo, hoy estoy algo descentrada, puede que sean los nervios por la maldita presentación, pero para qué engañarme, son los nervios sumados a todo el embarazoso tema de mi jefe, que pese a no querer pensar en ello, mi cabeza ha estado dándole vueltas durante toda la noche.

El recorrido en metro se me pasa en un santiamén. Salgo y corro por los túneles, serpenteo entre la gente, traspaso las puertas metálicas y llego a la calle. Camino a paso ligero hasta entrar en el edificio de mi empresa.

—Buenos días Pol –se gira y me contempla extrañado por no haber hecho referencia a su “polvo” de anoche, e intuye que hoy me he levantado con el pie izquierdo. No le saco de su error; sin duda, no es mi mejor día.

—Buenos días, Anna. Que tenga un buen día.

Asiento con la cabeza y entro rápidamente en el ascensor. Cuando las puertas están a punto de cerrarse, una mano se interpone haciendo que vuelvan a abrirse.

¡Mierda, no podía ser otra persona!

—Buenos días, señorita Suárez.

—Señor Orwell...

Me concentro en la lucecita que marca los pisos por los que pasamos, solo estamos en el primero y ya siento como si me fuera a dar algo; mi estómago se contrae por los retortijones.

—¿Tiene preparado su discurso? –me pregunta de forma cordial; aunque su tono condescendiente no hace más que ponerme tensa.

—Sí señor.

—Estupendo.

Asiento. Qué incómodo es todo esto... ¡Y solo vamos por el quinto! El señor Orwell me mira de reojo mientras se acaricia el mentón. ¿Es posible que se esté dejando barba? Es tan rubio que casi no se le nota.

—Me gusta su vestido –dice en el momento justo en que se abren las puertas del ascensor.

—Gracias –respondo con sinceridad, encaminándome un poco más contenta hacia mi mesa.

—¡Vaya Anna! ¿Qué te has puesto hoy? ¡Estás guapísima!

—¿Te gusta? –doy una vueltecita para que me vea bien–. Es nuevo.

—Te queda estupendo, pero ¿no crees que para la presentación es un poco...?

—¡Sssshhh! Ni se te ocurra decirme que no es apropiado, otros lo han intentado y no lo han conseguido.

—Está bien... –dice elevando sus manos–, el vestido es perfecto.

—Gracias –respondo dedicándole una sonrisa complaciente.

Estoy nerviosa, para qué negarlo, apenas logro concentrarme y este puñetero dolor de estómago está pudiendo conmigo. Hoy no iré a desayunar, le he dicho a Vanessa que tengo que acabar de practicar mi presentación y lo ha entendido. Me revuelvo incómoda en la silla oprimiéndome el estómago con ambas manos, no recuerdo haber estado tan nerviosa en toda mi vida. ¡¿Qué me está pasando?!

Ya ha llegado la hora y no puedo demorarme más, así que estiro mi vestido y me dirijo enérgica hacia la sala de juntas. La gente ha empezado a sentarse y el ruido es ensordecedor. Miro el reloj de la pared. ¡Joder, debo empezar ya!

Me dispongo a cruzar el umbral cuando el móvil vibra en mi bolsillo. ¡Maldita sea! ¿Quién será ahora? Miro la pantalla, es un mensaje de Mónica; lo abro sin demora.

»Anna, no te asustes–¡Puf!, mal empezamos–. Te has tomado mis pastillas laxantes por error en lugar de tus vitaminas. Si te duele la barriga DEBES ir al baño cuanto antes«

¡Joder! Los retortijones se intensifican ahora que lo sé, pero no puedo ir al servicio en este momento, me esperan. Empiezo a sudar mientras mis tripas protestan, en cuanto llegue a casa, pienso matar a Mónica. ¡Mierda!

Cojo aire, entro y me encamino hacia la pared central, situándome frente a la pantalla digital. La gente se calla y mis tripas siguen con su particular concierto dentro de mi estómago.

—Buenas tardes y gracias a todos por haber acudido puntuales. En primer lugar, me enorgullece comunicaros que hace setenta y cinco años que se fundó nuestra empresa...

Hablo de datos históricos, menciono a los fundadores, la importante colaboración con los laboratorios Boots y todo el recorrido que ha hecho nuestra empresa desde sus inicios hasta hoy. Hago todo eso sin dejar de percibir cómo el sudor perla mi piel por determinadas zonas, mientras que mi estómago se descompone por momentos, y es que me estoy yendo por la pata abajo..., literalmente. Tartamudeo al final de mi discurso, incluso tengo la sensación de que mis tripas son más audibles que mi propia voz. ¡Dios, que mal rato estoy pasando!

Anuncio a James Orwell padre a toda velocidad, y sin esperar a que haga su aparición, corro entre los aplausos hacia la salida. Voy con las piernas juntas por el pasillo, dando pequeños y frenéticos pasitos –no vaya a ser que se me caiga algo, porque entonces sí que “ya la hemos liao”–, hasta que por fin entro al baño; en mi vida me había alegrado tanto de ver un retrete.

Sin dejar de maldecir en voz baja, entro en la pequeña cabina. ¡Mierda, no puedo bajarme los pantis! Hago un enorme esfuerzo y los rasgo con las manos, junto a la ropa interior, y me siento en la taza. Un sonoro estallido precede al monstruoso chorro de líquido que sale de mi cuerpo, chapurreando la taza. ¡Qué asco! Empiezo a sollozar sin dejar de defecar. ¡Madre mía, qué bochorno! ¿Por qué tienen que pasarme estas cosas siempre a mí?

En cuanto termino, observo detenidamente los daños ocasionados: ropa interior y pantis sin arreglo, vestido intacto. Menos mal, al menos un golpe de suerte.

Cojo un montón de papel y me limpio a conciencia. En cuanto vuelvo a sentirme relativamente bien conmigo misma, me levanto, incluso me atrevo a mirar la taza del váter. ¡Menudo desastre! Cojo los pantis y mis braguitas rotas y las tiro por el retrete para ocultar las pruebas, seguidamente aprieto el botón de descarga con la esperanza de que mi vergüenza se vaya con ellas. Se escucha el sonido de succión, y poco después, brota un burbujeo ronco que me corta la respiración. ¡Oh no, el agua empieza a subir! ¡Se va a inundar el baño y voy a llenarme de mierda hasta las cejas...! ¡Como si no tuviera bastante!

Cierro la tapa y espero un rato, al no escuchar sonido alguno, vuelvo a abrirla. ¡Madre mía, se ha quedado el agua a media taza! ¡Parece el estofado de ternera de hace un mes!

Vuelvo a cerrar la tapa consciente de que esto no tiene arreglo posible, reúno la escasa dignidad que me queda, e ignorando el desastre ocasionado, me lavo las manos. A continuación, me dispongo a salir, pero antes, me aseguro de que no haya nadie. Con gran satisfacción, compruebo que todo está despejado. Ahora solo debo disimular; aunque soy consciente de que no llevo pantis ni ropa interior... Lo de las bragas pase, pero los pantis... ¡Se van a dar cuenta! ¡Esta me la pagas, Mónica! Te arrepentirás toda la vida por haber puesto tus pastillas laxantes junto a mis vitaminas.

Me dirijo a mi mesa de trabajo, ya que ahora no puedo entrar en la sala de juntas, además, sé que queda poco para que termine la reunión. No me equivoco y la gente no tarda en aparecer para regresar a sus puestos, parecen tranquilos tras haber conocido a nuestro nuevo jefe. Cojo un par de informes que hay sobre mi mesa y los llevo al archivador.

—¿Se encuentra bien? –me giro y me topo con el inquebrantable rostro de James Orwell hijo, que me contempla con el semblante serio.

—Estupendamente, gracias.

—¿Por qué ha desaparecido de ese modo tan precipitado de la reunión?

—No me encuentro demasiado bien –me excuso–, anoche cené algo que no estaba en buen estado y... –le hago un gesto con la mano acariciándome el vientre; arquea las cejas valorando mi argumento.

—¿Y qué le ha pasado a sus medias?

Me miro las piernas desnudas, lo cierto es que no estoy tan mal, pero claro, como esta mañana llevaba puestos unos pantis negros, ahora se nota mucho que me los he quitado.

—Tenía calor.

Sonríe ante mi lógica, parece incluso impresionado; aunque ha decidido dejar de hacer preguntas incómodas e irse sin más. Regreso a mi mesa, Vanessa también se ha dado cuenta de mis piernas desnudas, su cara es todo un poema. ¡Pues anda que si le digo que también voy sin bragas...! Sonrío para mí y hago como si nada hasta que acaba mi jornada laboral.

6

 

 

 

Menuda semanita llevo... ¡y solo estamos a miércoles! ¡Cielo santo, qué agonía!

Las carcajadas de mis amigos tras narrarles lo acontecido durante la reunión, resuenan por toda la casa. Y no es para menos, incluso a mí se me escapa la risa ahora que ha pasado todo. Por suerte no han habido daños colaterales, solo siento lástima de la pobre señora de la limpieza que se encuentre en el baño con semejante percal.

Animados por la euforia del momento, decidimos ir al cine todos juntos, ya que el miércoles es el día del espectador y las entradas están a mitad de precio. Nos compramos unos cubos enormes de palomitas y vamos a ver Elysium; Matt Damon, es una apuesta segura, nos gusta a todas.

Dos horas y media después, regresamos a casa entre risas, bromas y empujones. Al final, el día ha mejorado sustancialmente, quién lo iba a decir. Eso es lo bueno de haber empezado tan mal, cualquier cosa que pase a partir de ahora, solo puede mejorarlo.

Así va transcurriendo la semana, día a día, afortunadamente sin sobresaltos en la oficina; menos mal, un imprevisto más y juro que me da algo.

Mi ánimo mejora notablemente en cuanto llega el viernes. Solo de pensar que se acerca el fin de semana, hace que me estremezca de entusiasmo de tanto en tanto, de manera que no me importa sacrificar una hora más y quedarme para acabar de transcribir unos comunicados importantes, estoy segura de que el lunes me harán falta, y paso de las prisas de última hora.

—¿Te quedas? –pregunta Vanessa cogiendo su bolso y el abrigo.

—Necesito acabar esto, pero no tardaré mucho en marcharme.

—Muy bien, guapa. Bueno, que te vaya bien el fin de semana.

—Eso ni lo dudes –sonrío y me despido con la mano.

En mi planta ya no queda nadie, y la única luz que permanece encendida es la de mi mesa. Bufo desesperada ya que esto parece no acabar nunca. En ese momento la puerta del despacho de mi nuevo jefe se abre. ¡Mierda, con lo bien que iba! Se sorprende al verme todavía aquí.

—¿Hace horas extra señorita Suárez?

—No, eh... Tengo que acabar unas cosas antes de irme. Enseguida termino.

Se acerca a mi mesa, deposita su maletín de cuero marrón en el suelo y me observa.

—¿Puedo ayudarla?

—No, gracias. No se preocupe, enseguida termino –le repito.

Sonrío, pero por dentro no hago más que rezar para que se vaya y me deje tranquila; aunque no parece estar por la labor. Ignorando mis palabras, rodea la mesa hasta ponerse a mi lado. Bajo mi atenta mirada, acerca la silla de la mesa de al lado, la de Vanessa, para sentarse junto a mí.

—Veamos, ¿está traduciendo estos papeles?

Asiento y mis mejillas empiezan a arder. ¡Joder, si no fuera mi jefe no me intimidaría tanto!

Coge una de las cartas que tengo sobre la mesa y la lee. Parece que la entiende, pese a que está escrita en castellano. ¡Cómo no, sabe hablar mi lengua a la perfección! A continuación, coge su maletín del suelo y saca de su interior un ordenador portátil, lo pone sobre mi mesa y lo enciende.

—¿Qué va a hacer? –le pregunto con los ojos abiertos como platos.

—Nos vamos a dividir la faena, así acabaremos antes. ¿Qué le parece?

—No es necesario señor, en serio. Es mi trabajo, no el suyo.

Sonríe, recoge la carta de la mesa y, sin dejar de mirarme, añade:

—Es mi empresa señorita Suárez, yo decido cuál es mi trabajo y cuál no.

Trago saliva, no sé qué más decirle, y lo malo es que ahora me sabe mal que tenga que estar aquí por mi culpa. Muestro mi cara de sorpresa cuando empieza a teclear enérgicamente el contenido de esa carta en un inglés impecable, mientras que yo, en ocasiones, tengo que tirar de diccionario. ¡Qué vergüenza!

Decido ignorarle y acabo mi informe. Ambos permanecemos en silencio, y lo único que nos recuerda que seguimos trabajando es el frenético repiqueteo de las teclas de los ordenadores en perfecta sinfonía. Acabamos a la vez, y le dedico una divertida sonrisa al ver que ambos hemos marcado al mismo tiempo el punto y final.

—Gracias –añado recogiendo todos los papeles de la mesa.

Me levanto, voy hacia el archivador y los coloco cuidadosamente en su sitio, mientras mi jefe recoge su ordenador portátil.

—Te he enviado un e-mail con mi traducción, el lunes la adjuntas a las tuyas.

Me dirijo hacia la mesa, apago el ordenador y recojo mis cosas.

—Muchas gracias señor Orwell; aunque no tenía por qué molestarse.

—Bueno, para mí no ha supuesto un gran esfuerzo, así que no se preocupe.

Nos encaminamos hacia el ascensor, mira por dónde, al final va a resultar que mi nuevo jefe es majo. Se abren las puertas y entramos, él se inclina y presiona el botón del aparcamiento, le sonrío y marco también el de la planta baja.

—¿No viene en coche al trabajo señorita Suárez?

—No, prefiero el transporte público.

Parece contrariado y se queda en silencio. Mira hacia las puertas metálicas del ascensor, luego se gira en mi dirección y, con el rostro tan serio que siempre le precede, añade:

—Si quiere puedo llevarla hasta su casa, es tarde.

—Gracias señor Orwell, pero no será necesario.

—Insisto.

—Y yo le he dicho que no hace falta –nos retamos durante un buen rato con una tensa sonrisa.

A él no le gusta que le lleven la contraria, y yo no soporto que me manden, y menos cuando ya ha concluido mi jornada laboral, y oficialmente, ha dejado de ser mi jefe.

El ascensor se para en el párquing, se abren las puertas y él sale, pero antes de que vuelvan a cerrarse, las detiene con el maletín.

—Señorita Suárez, déjeme al menos invitarla a un café.

Su insistencia me confunde y todas las alarmas de mi cerebro saltan recordando las advertencias de mis amigos. ¿Qué diablos pretende?

—Lo siento señor Orwell, pero no acostumbro a tomar café a partir de las siete de la tarde, luego no podría dormir; pero agradezco su ofrecimiento. Ahora, si me disculpa...

Vuelvo a presionar el botón de la planta baja para ver si detecta la indirecta, pero las puertas no se cierran. ¡Y seguirán sin cerrarse hasta que él aparte el dichoso maletín del detector!

—¿Y una copa? ¿Me aceptaría invitarla a una copa?

Me muerdo el labio inferior, no sé si reír o reprenderle por su insistencia; aunque puede que no sea tan mala idea despejarse un poco.

—Está bien –acepto al fin y accedo a salir del ascensor, su rostro ligeramente aliviado me hace gracia–. Pero le advierto una cosa señor Orwell –me mira con el entrecejo fruncido sin perder detalle, y yo, sonrío al ver lo serio que se ha puesto de repente–, mi jornada de trabajo ya ha concluido, a partir de este momento usted es solo James, y yo solo Anna, ¿entendido? –su exagerada sonrisa me aturde. ¿Qué pensaba que iba a decirle?

—Me parece estupendo Anna.

Presiona el mando a distancia, el cual emite un par de pitidos. Miro hacia las luces que parpadean para descubrir su coche, un impresionante Hamann BMW Z4 descapotable en color plata. No tengo palabras.

—Vaya James... No se puede decir que vayas precisamente descalzo.

Estalla en carcajadas y se adelanta un par de pasos para abrirme la puerta del copiloto. ¡Madre mía, es antiguo hasta para eso! Entro y me abrocho el cinturón. El olor a cuero nuevo es embriagador, inspiro profundamente mientras él ocupa su lugar de conductor.

—¿Y bien? Ahora, ¿adónde vamos? –le digo tan pronto asciende la empinada rampa del párquing.

—No lo sé, no lo he pensado. ¿Dónde te apetece ir?

Sonrío, más vale que le proponga un sitio o me llevará a los locales del puerto, apuesto a que como buen guiri que es, no conoce otra cosa.

—¿Puedes aparcar en Las Ramblas? –le pregunto alzando las cejas.

—¡Claro!

Circula por algunas calles y desembocamos en la Plaça de Catalunya. Giramos a la izquierda y volvemos a entrar en un nuevo párquing, ya que es la única forma de aparcar en Barcelona.

El multicultural bullicio de la gente caminando de aquí para allá, es algo que le pone tenso, lo percibo, en parte sé que es porque se siente inseguro, no domina el lugar y debe aceptar, muy en contra de sus principios de caballero medieval, que yo sea la que tome las riendas de la situación. ¡Me encanta tenerlo en desventaja!

Divertida, le sonrío y le cojo del brazo para tirar de él con fuerza. Es una manía que tengo, siempre estoy tocando a todo el mundo. Mi efusividad es también algo que le incomoda, ya que tampoco lo puede prever y controlar.

—¡Madre mía, estás más rígido que una viga! ¿Quieres relajarte un poco?

Me mira confundido. Su cara seria me hace estallar en carcajadas, pero él no me corresponde.

—Anna, creo que no es buena idea que yo vaya por aquí...

Me separo de él y le miro. Cierto es que llama un poco..., bastante la atención. Bajamos por Portal del Ángel y nos adentramos en el barrio gótico. La gente le observa, no cuadra para nada en este ambiente, su atuendo es tan... Me detengo en seco. Tiene razón, a estas horas y en mitad de estas calles oscuras... En fin, incluso a mí me entran ganas de atracarlo, ¡parece un billete de quinientos euros andante! Entonces se me pasa una idea descabellada por la cabeza. Saco mi teléfono móvil y miro el calendario. ¡Sí, hoy es el día!

—¡Tengo una idea! –exclamo emocionada y me contempla como si me estuviera volviendo loca por momentos–. ¡Regresemos a Las Ramblas, corre!

Le cojo de la mano, él la aprieta, y juntos, corremos por la calle hasta volver a la seguridad de la iluminación de Las Ramblas.

—¿Te puedo preguntar adónde me llevas? –le miro y vuelvo a reír.

—Hemos llegado –anuncio deteniéndome al final de una inmensa cola.

—¿Qué es todo esto? –pregunta. Parece realmente preocupado por todo cuanto está presenciando.

—Hoy es la inauguración de una nueva tienda Desigual, está abierta hasta las doce de la noche, y, ¿sabes qué es lo mejor?

Su cara de espanto lo dice todo. Vuelvo a reír, hay que ver qué estirado es, y eso que debe de tener más o menos mi edad.

—Si entras desnudo, te regalan la ropa que puedas ponerte.

—¡¿Qué?!

—¡Por favor, no me mires así! Solo tenemos que quedarnos en ropa interior, no es para tanto.

—¿Te has vuelto loca?

—No seas tímido, no seremos los únicos –le digo señalando la larga cola que hay frente a nosotros–. Además, necesitas otro tipo de ropa para pasar desapercibido por la ciudad, ¿no?

—En primer lugar, puedo ir a mi apartamento y cambiarme, y en segundo, si quiero ropa de este sitio me la compro, no necesito desnudarme para que me regalen nada.

—¿En serio eres siempre tan coñazo o es que hoy no tienes un buen día?

—¿Cómo dices?

Le sonrío. Se está enfadando cada vez más, debo recordar que es mi jefe y cortarme un poco, pero llegados a este punto, no hay vuelta atrás.

—No me vas a negar que así es mucho más divertido... –me desprendo de mi abrigo y me lo cuelgo del brazo–. ¡Vamos, anímate! Estamos a punto de hacer algo que no hemos hecho en la vida, ¿no te parece emocionante? –empiezo a desabrocharme la camisa y gira su rostro, parece incluso escandalizado.

— Por favor, no hagas esto.

—¡James! –le reclamo, obligándole a mirarme mientras me quito la camisa y me quedo en sujetador–. Solo es ropa interior, y, ¿sabes una cosa?, te aseguro que algunos de mis biquinis enseñan más que esto. ¡Vamos! ¿A qué esperas?

Sigue descuadrado, y no sé bien si es por solidaridad conmigo, porque ha aceptado mi ridículo argumento, o porque no quiere dejarme ahí tirada medio desnuda, sea por lo que sea, suspira y decide seguirme el juego.

—¿No tendrás una cámara oculta y encontraré el lunes fotos mías en calzoncillos por toda la oficina, verdad?

Se me escapa la risa, resulta tentador y no se me había ocurrido.

—¡Fíjate que sorpresa! ¡Si hasta tienes sentido del humor y todo!

—Es más miedo que otra cosa –añade mientras se deshace el nudo de la corbata, se desprende de los tirantes y desabrocha, botón a botón, su inmaculada camisa blanca. ¡Por Dios, si hasta lleva tirantes! Antes de hoy, solo los había visto en Steve Urkel.

Me quito los vaqueros sujetándome a su brazo para no perder el equilibrio, espera paciente a que me quite los zapatos, luego los pantalones, y finalmente, vuelvo a abrocharme los zapatos anudando sus tiras al tobillo. En cuanto levanto la vista, me topo con su torso desnudo y le doy un buen repaso. Mira por donde, para mi sorpresa es absolutamente perfecto. ¡Pero si está marcado y todo! ¿Cómo puede ser que bajo esas insulsas prendas de ropa esté oculto un chico así? No puedo evitar la pregunta obligada en estos casos:

—¿Haces deporte? –me mira sorprendido.

—Eeeeeh…

—Y recuerda que jugar a la Play Station y ver el Canal +, no cuenta como deporte.

Sonríe y niega con la cabeza.

—Siempre me han gustado los deportes de agua, concretamente el remo, pero hace varios años que no lo practico por falta de tiempo. Ahora, cuando necesito quemar los excesos, me limito únicamente a correr.

Le dedico un asentimiento de cabeza y recompongo rápidamente mi expresión de embobada antes de darme la vuelta, consciente de que le estoy dando el culo..., ¡y mi culotte revela demasiado! Pero es que ahora no puedo mirarle, ¡Dios! ¡No sé si esto ha sido buena idea! Ver a mi jefe semidesnudo es algo que tardaré en olvidar, ¡y más con ese cuerpo que tiene, el jodío! ...algo lechoso, eso sí. Seguro que por la noche, frente a la luz de las farolas, es hasta reflectante, pero al menos está en buena forma, eso debo reconocerlo.

—¿Y tú? ¿Practicas algún deporte? –pregunta de improvisto.

Me ladeo y le sonrío.

—¡Claro!

—¿Ah sí? ¿Cuál?

Zapping.

Se le escapa una discreta risita y decido volver a ofrecerle un primer plano de mi culo, concentrándome en el gran número de personas que hay delante de nosotros esperando para entrar. Solo cuando me siento preparada y deseosa por saber qué está haciendo ese magnífico ejemplar británico que hay detrás de mí, me giro. Por fin se ha quitado los pantalones, únicamente se ha quedado con unos bóxers negros, los calcetines y los zapatos. No puedo contener la risa, lo de los calcetines ha hecho descender rápidamente mi libido.

Observamos de reojo cómo los transeúntes más cercanos nos miran con descaro, somos una fila inmensa, pero este inglés fuerte, fluorescente y de metro noventa, llama mucho la atención.

—No creo que pueda perdonarte que me hayas hecho pasar por esto –murmura mirando a su alrededor.

—Lo harás con el tiempo –le guiño un ojo, le cojo del brazo y, como una niña pequeña, empiezo a dar saltitos–. ¡Qué emocionante, jamás imaginé que me atrevería a hacer algo así!

—¿Ah no? Yo te veo capaz de esto y mucho más.

Me río y le miro, he de reconocer que está buenísimo; aunque su pelo relamido hacia un lado le resta atractivo, pero bueno, tampoco es cuestión de tocar hoy ese detalle.

James me coge de la mano y, muy sutilmente, me ladea hasta colocarme a su izquierda bloqueándome entre su cuerpo y la pared, incluso la mano que sujeta su ropa está tras mi cintura... ¡Un momento! ¿Me está tapando de las miradas indiscretas? Se me escapa la risa. ¡Pero qué mono es! Caballero hasta el final.

La fila avanza cada vez más deprisa. Nos movemos y me ladeo, intentando esconder mi sonrisa de él.

—¿Qué te hace tanta gracia? No has parado de reírte.

—Bueno, es que no todos los días ves a tu jefe en ropa interior; es algo raro, ¿no crees?

Me devuelve la sonrisa.

—Recuerda que ahora mismo estamos en igualdad de condiciones.

Es cierto, vuelvo a reír mientras me cojo con más fuerza de su brazo, apretándolo contra mí. ¡Hace un frío de mil demonios!

—Como estemos mucho rato así, vas a coger una pulmonía.

—¡Qué va! Soy fuerte como una roca, además, ya queda poco, somos los siguientes. ¿Tú no tienes frío? –estalla en carcajadas ante mi pregunta.

—Prueba a vivir un invierno en Londres, entonces sabrás lo que es pasar frío. Esto no es nada.

Asiento convencida, ahí sí que debe ser horrible con tanta lluvia, niebla y humedad.

Esperamos un rato más, hasta que al fin podemos entrar en la tienda. Tiro con avidez de James, conduciéndolo a la sección de caballero. Le miro de forma divertida, acariciándome el mentón a modo de reflexión, y tras analizarlo, opto por un polo azul marino con letras en negro, junto a unos vaqueros de los más modernos.

—¡Ponte esto! –le animo emocionada.

—¿Aquí en medio?

—Si ya estás desnudo, ¡qué más da! –sonríe.

—Tienes razón. A ver, pásame la ropa –la mira un rato–. Parece que has acertado mi talla.

—¡Hombre, tengo buen ojo! ¿Qué te creías?

Niega divertido con la cabeza, incluso parece que se ha puesto rojo tras mi comentario, o simplemente es que los ingleses adoptan ese color según la hora del día. Rápidamente se pone el polo, metiendo primero los brazos por las mangas y luego la cabeza, le queda espectacular, luego se viste con los vaqueros y soy incapaz de cerrar la boca mientras le observo. ¡Pero si hasta tiene culo! ¡Y no un culo cualquiera!

—Increíble –le miro embelesada durante largo rato hasta que me obligo a reaccionar–. Estás guapísimo, de verdad, deberías vestir así más a menudo.

—No creo que este sea para nada mi estilo.

—Pues a mí me gusta –me reafirmo–. Bueno, ¿vamos ahora a por algo para mí?

Se pone en marcha enseguida, preocupado porque aún siga desnuda, y la verdad es que no sé el porqué de esa preocupación repentina, aquí dentro no hace frío.

—Bueno, te toca elegirme algo.

Dejo mis cosas sobre un estante y extiendo las manos para que pueda contemplarme bien. Tras reírme de su cara de desconcierto, doy una vueltecita, y en cuanto vuelvo a mirarle, añado:

—Espero que no te equivoques con la talla. Si escoges algo demasiado grande me enfadaré, porque eso querrá decir que me ves gorda, y si es demasiado pequeño también, pues será que no me has prestado la suficiente atención –le digo sin tapujos y él empieza a reír.

—O sea, que haga lo que haga lo tengo bastante mal.

—Eso aún no lo sabemos. Tú, prueba.

—Está bien –acepta el reto divertido, me dedica una última miradita y empieza a hurgar entre los montones, que están muy desordenados por la cantidad de gente que ha estado hoy revolviendo todo–. ¿Qué te parece esto?

Me enseña un vestido azul con detalles en blanco, verde y plata. Sonrío de oreja a oreja, ¡es precioso! Me lo pongo delante de él. Al menos no se ha equivocado de talla, y es una lástima, yo que quería buscar un pretexto para picarle...

—¿Te gusta? –le digo extendiendo mi falda para que vea los recargados detalles en blanco.

—Sí, te queda bien.

—¡Genial! Entonces, ya podemos irnos.

El dependiente mira nuestra ropa, nos retira las etiquetas y nos deja marchar. Sin buscarlo, tengo un nuevo vestido en mi armario.

Una vez fuera, metemos nuestra ropa en las bolsas de papel que nos han dado y retomamos el camino. James coge mi bolsa sin preguntar, la mano que le queda libre aprieta la mía, dejándome alucinada. Ha sido quitarse el traje y empezar a hacer gestos espontáneos.

Ahora más cómodos, nos adentramos en el barrio gótico y le guío hacia un místico bar que conozco. Es algo oscuro, y la decoración un tanto tétrica, pero tiene mucho encanto, las bebidas son económicas y disponen de una amplia variedad.

Nos sentamos en unos sofás de rayas negras y los dos proferimos un suspiro de alivio en cuanto percibimos los mullidos cojines bajo nuestros traseros. Hemos permanecido de pie mucho tiempo, es por eso por lo que ahora parece como si hubiéramos alcanzado el cielo.

—¿Qué te apetece tomar? –pregunto incorporándome correctamente en el sofá.

—Lo mismo que tú –responde.

—De acuerdo, voy a pedir.

Él se pone de pie enseguida.

—Voy yo. ¿Qué quieres?

Empujo de él hacia abajo, obligándole a sentarse.

—¡Quédate sentado! –exclamo alarmada–. No es buena idea que me dejes sola en una mesa vacía, y menos en un antro como este –le digo poniendo cara de circunstancia.

Mi absurda excusa parece haber surtido efecto y cede. Me acerco sonriente a la barra y pido dos cervezas, las pago y, con ellas en una bandeja, me dirijo hacia la mesa.

—¡Mira, nos han puesto unos cacahuetes y todo! ¡Menudo detallazo! –sonrío emocionada, y él, vuelve a reír.

—¿Por qué no me has dicho que esto había que pagarlo en la barra?

—Quería invitarte –eso le confunde.

—Entonces, eso de dejarte sola en un antro como este no era más que un banal pretexto para salirte con la tuya, ¿no?

—Sí, tendrías que haberte visto la cara –sonrío.

—¿Cuánto te ha costado esto?

—¿Por qué quieres saberlo?

—No voy a permitir que pagues tú, Anna.

—Demasiado tarde –le recuerdo.

—Es igual, voy a devolvértelo –saca su cartera del bolsillo y me pongo tensa.

—¡Ni se te ocurra hacer lo que creo que vas a hacer! ¡Guarda la cartera, por el amor de Dios! Resulta ofensivo –me mira extrañado.

—No me gusta que hagas eso, si mal no recuerdo, fui yo quién te invitó a tomar algo.

—Bueno, después de lo que te he hecho pasar hoy, qué menos que pagarte la consumición; te lo mereces –le guiño un ojo mientras doy un sorbito a la cerveza Estrella Galicia, mi favorita–. Cuéntame, ¿dónde te has instalado? –decido preguntar al percibir que es poco hablador.

—He alquilado un apartamento en el Eixample, cerca de Paseo de Gracia.

Arqueo las cejas. Vaya con el inglés, ¡y parecía tonto!

—¿No vives con tu padre?

—No –responde tajante–. El barrio de Pedralbes no es de mi agrado –sonrío con incredulidad.

—Pues serás el único que piensa eso.

Se encoge de hombros y añade:

—Mi padre tiene sus preferencias y gustos, yo tengo los míos.

Detecto cierta aspereza en sus palabras y decido cambiar de tema, no quiero que se sienta incómodo.

—¿Tu traslado a Barcelona es definitivo?

Hace una mueca. Se tensa repentinamente mientras me pregunto si estoy haciendo bien al querer saber tanto.

—Voy y vengo. De momento estaré un tiempo por aquí, hasta que las cosas empiecen a marchar como quiero, luego regresaré una temporada a Londres y así sucesivamente.

—Entiendo... Debes echar de menos a tu gente –tuerce el gesto.

—Más o menos es algo así, sí.

Su respuesta me confunde. Doy un nuevo trago a mi bebida y espero..., y espero..., y espero... Continúo esperando, pero él no dice nada. ¡Tendré que sacarle las palabras con sacacorchos!

Miro el pequeño recipiente de cacahuetes. No le hemos metido mano aún, y al menos yo, tengo un hambre que me muero; como siempre. Cojo uno y vuelvo a centrarme en James.

—Abre la boca –le digo sonriente.

Sus cejas casi se juntan por la incomprensión, así que le muestro el cacahuete de mi mano, provocándole una sonrisa de medio lado al advertir mis intenciones.

—No tienes puntería.

¿Perdona? ¿Don barra de hielo me está diciendo que no tengo puntería? ¡Pues se va a enterar!

—Eso es lo que tú te crees, chato. Abre la boca –le ordeno y su risa se dispara.

Me mira y advierte en mi rostro que el juego ha dejado de ser una broma para convertirse en un objetivo en mi vida. Le sigo retando con la mirada encendida hasta que se retira todo lo posible de mí, y cediendo a mi deseo, abre la boca.

Una, dos y... ¡tres! Le lanzo el cacahuete, él se ladea y lo coge al vuelo, con lo que empiezo a dar palmas de alegría como una tonta.

—¡De aquí a la NBA! –espeto divirtiéndole aún más por mi comentario.

—Venga, ahora te toca a ti.

Imito sus movimientos, me retiro y abro la boca. Coge un cacahuete, apunta y... ¡dispara! Ni se ha acercado.

—¡Mira que eres malo! Te dejo volver a intentarlo, va.

Él se anima, repite los últimos movimientos y esta vez sí, el cacahuete entra en mi boca y lo mastico, haciéndolo crujir entre los dientes.

—¿Probamos desde más lejos?

Sus ojos se dilatan, provocándome una carcajada mientras me pongo en pie situándome cerca de la barra armada con el cacahuete en la mano.

—Abre la boca.

Impresionado por mi atrevimiento, hace lo que le pido. Apunto, lanzo y él vuelve a cogerlo al vuelo. ¡Bien!

No nos damos cuenta de los intentos que primero yo y luego él, llevamos. Volvemos a reír, subiéndonos en las sillas para lograr más altura. La gente a nuestro alrededor deja sus bebidas, incluso el camarero nos anima proponiéndonos nuevos retos de lanzamiento, hoy nos hemos convertido en su espectáculo. Un corro se ha formado a mí alrededor, animándome, ya que voy ganando de tres y no quepo en mí de gozo.

—¡Vamos chiquitita! Te estoy esperando.

¡Uy, lo que ha dicho! ¡¿Chiquitita?! ¡Le voy a enseñar a este lo que es capaz de hacer la “chiquitita”!

Me preparo para un lanzamiento mítico. Estoy sobre la mesa del bar, James está de rodillas en el suelo con las manos extendidas, aproximadamente a unos cinco metros de distancia. Esta es la definitiva, la última y gano. La presión de la gente aclamándome, hace que mi corazón lata con fuerza. No lo pienso más, balanceo el brazo, tiro y... La dirección que toma el cacahuete no es la adecuada, pero entonces, James mueve su cuerpo hacia la derecha, atrapándolo con la boca.

Los aplausos se intensifican, me bajo de la mesa de un salto y corro hacia él al más puro estilo Dirty dancing para celebrar mi triunfo. Triunfo que, por otro lado, me ha servido en bandeja, pero no me importa, estoy tan feliz que no pienso, solo actúo. Soy así de impulsiva.

Sus brazos me rodean y me alzan sin esfuerzo. Le he contagiado mi efusividad y ahora me da vueltas en el aire; estoy a punto de marearme. En cuanto me deja en el suelo me tambaleo, pero él está ahí, alerta para sujetarme si ve que estoy a punto de caer.

Salimos del local entre aplausos y silbidos. Nuestras miradas se cruzan, tiene un lado oculto que no había mostrado hasta ahora. Una parte de él quiere dejarse llevar, ser más espontáneo y guiarse por las situaciones inesperadas que se le presentan, en definitiva, quiere ser joven, pero otra parte, la más arraigada, se resiste a sucumbir. Su exquisita educación, cultivada durante años, le impide dar rienda suelta a un deseo agazapado bajo la superficie.

Una vez en el exterior, inmersos de nuevo en el bullicio nocturno de una ciudad en movimiento, vuelve a ser el hombre precavido, serio y prudente de antes, aquél que lo analiza todo y que no pasa nada por alto. Quiero proponerle que vayamos a cenar, tal vez unas tapas, pero algo en su rostro me advierte que no lo haga. Estoy a punto de hablar, dejando a un lado mi sexto sentido, cuando él, girándose en mi dirección y de forma tajante, dice:

—Es tarde. Te llevaré a casa.

Recompongo con rapidez mi expresión. No es que me afecte su comentario, simplemente me sorprende esa habilidad innata que tiene para joder lo que podría haber sido un día perfecto. Asiento mientras nos dirigimos a paso ligero hasta el párquing. ¿Por qué tanta prisa de repente?

Descendemos las escaleras y nos situamos frente a la máquina de pago. Saca la tarjeta de la cartera y, actuando por instinto, se la arrebato de las manos para pagarlo yo.

—¡Anna, ni se te ocurra!

Su tono serio y contundente me cohíbe, la sangre ha huido de mi rostro, y aprovechando mi estado de shock, me quita la tarjeta de las manos y la mete en la ranura correspondiente. Veintiséis euros con veinte. ¡Qué caro! Realiza el pago, me mira y ruge:

—¡Vamos!

Fíjate tú, ese “vamos” autoritario no me ha gustado un pelo. Su tono duro y enfadado sin venir a cuento, me previene. No pienso meterme en el mismo coche que él, lo tengo decidido. Me planto en seco y se gira al ver que no he avanzado un solo paso. Me contempla con el ceño fruncido, así que no le hago esperar más.

—Bueno, James, ha sido un placer. Me lo he pasado bien, nos vemos el lunes en la oficina –doy media vuelta para volver a ascender las escaleras del párquing.

—¡Anna! –grita.

Continúo mi camino. Lo hago por no girarme y contestarle, a pesar de todo no he olvidado que es mi maldito jefe, pero como se atreva a volverme a gritar, la voy a liar. Corre tras de mí y aprieto el paso. Mi esfuerzo no sirve de nada, un par de zancadas le bastan para alcanzarme.

—¿Adónde vas? –espeta cogiéndome del brazo.

—A casa –respondo con indiferencia–, cogeré un taxi –le aclaro continuando mi ascenso sin mirar atrás.

—Anna, por favor... No hagas esto, ¿quieres?

—¿Hacer el qué, James? No estoy haciendo nada malo.

—Ya sabes lo que quiero decir, puedo llevarte.

—Bueno, pero yo no quiero que lo hagas –contesto en el mismo tonito irritante que él ha empleado antes.

—No vas a coger un taxi.

¿¿¿Qué??? ¿¿¿Ha dicho que no??? Me está cabreando.

—Me da igual lo que digas.

Vuelve a agarrarme del brazo.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? No entiendo a qué viene esto.

—No lo sé, dímelo tú.

Suspira. Su paciencia se está agotando, pero la mía ya lo está.

—¿Qué tengo que hacer para que aceptes mi ofrecimiento a llevarte a casa?

—Nada. No puedes hacer nada, tu problema es de nacimiento.

Su rostro se relaja, incluso parece que sonríe. Eso me pone histérica.

—Vamos, Anna, por favor, me complacería mucho llevarte. Si no quieres bajar tendré que perseguirte, coger ese taxi contigo y asegurarme de que efectivamente te deja a salvo en tu casa; después, tendré que volver aquí para recoger mi coche.

Sus palabras me hacen dudar. Parece arrepentido, así que puede que se haya dado cuenta de su capullismo. Suspiro sonoramente y empiezo a bajar los escalones de mala gana, pero como la última palabra he de tenerla yo, añado:

—A mí nadie me grita ni me da órdenes, ¿te queda claro? Como vuelvas a alzarme la voz, yo también lo haré, y ten por seguro que no me cortaré un pelo, porque en cuanto a chillidos se refiere no hay quien me gane.

Vuelve a sonreír, pero yo no bromeo, hablo muy en serio. Lo único que mínimamente aplaca mi genio, es ver su asentimiento de cabeza y cómo su cara de permanente mala leche se neutraliza. Me detengo, dejándole el espacio suficiente para que se coloque frente a mí y me abra la puerta. Lo cierto es que es un detalle arcaico, pero en este momento decido que me gusta y se lo permito sin poner objeción.

—Entiendo tu silencio.

Me giro para mirarle. Por primera vez, es él quién ha empezado a hablar.

—Me alegro –contesto con sequedad.

Asciende la empinada rampa y se incorpora a la circulación. No me pregunta dónde vivo, aunque apuesto a que ya lo sabe, es demasiado controlador como para saltarse ese detalle.

—Quiero que sepas que me lo he pasado muy bien en tu compañía –me mira y centro la vista en la carretera; aunque le veo de reojo–, pero todo es muy complicado, Anna.

Ahora sí que me giro enérgicamente. ¿Qué quiere decir con eso? ¡Ni que le hubiera propuesto algo indecente! Pienso en sus palabras durante un buen rato, estoy alucinando, pero saco la entereza de donde puedo y contesto:

—Esto puede ser tan complicado como queramos.

Sus cejas se arquean, dedicándome una media sonrisa antes de devolver la mirada al frente.

No tarda en llegar al portal de mi casa. No dice nada más, ¿para qué?, ¡si ya está todo dicho! Este hombre es raro de cojones. Me despido con un rápido adiós antes de salir del coche, entro en el portal y subo los escalones de tres en tres, como si escapara de un fantasma.

7

 

 

 

—¡Mirad quien nos honra con su presencia! –Elena me coge de la mano haciéndome girar sobre mi propio eje, se ha dado cuenta de mi vestido nuevo–. ¿Qué has estado haciendo?

Sonrío y camino hacia el sofá. Nuestro apartamento es tan diminuto, que mis compañeros no tardan en acudir a mi encuentro. Lore lleva puesto un delantal y está lleno de harina, Mónica sale de la cocina poco después, también con las manos blancas.

—¿Qué hacéis? –pregunto sonriente al ver sus caras.

—¡No me hables! Suerte tiene de que no tenga un cuchillo a mano, porque te juro que la mato –espeta Lore dirigiéndose a Mónica, provocándome una risa incontrolada.

—¿Qué ha pasado? –demando.

—¡La culpa es suya! Se ha equivocado con las proporciones. Te dije que habías puesto demasiada levadura, eran doce gramos, no veintiuno.

—¡Si no hubieses estado cojoneando a mí alrededor todo el tiempo no me habría equivocado!

—¿Estáis cocinando juntos? –pregunto sorprendida mientras corro a la cocina–. ¡Genial! no os podéis imaginar el hambre que tengo.

El horno está encendido y hay una pizza casi hecha, con el inconveniente de que la masa es tan gruesa que parece un bizcocho. Estallo en carcajadas y miro a Lore, que está al borde de la desesperación tras toda una tarde aguantando a la perfeccionista de Mónica. Elena se acerca a mí y pone los ojos en blanco, dejando en entredicho con ese gesto lo que ha tenido que aguantar por parte de estos dos.

—¡Mira que monstruosidad ha hecho! –exclama Mónica señalando el horno.

—¡Cálmate! Estoy segura de que la bizcopizza está buenísima.

Lore se acerca sonriente hacia mí y me planta un sonoro beso en la mejilla.

—Eres todo un amor, reina.

Le abrazo con fuerza y él corresponde mi gesto. Es tan mimosín, que me entran ganas de achucharlo a todas horas.

—Por cierto, ¿otra vez de compras? –pregunta pasando la mano por mi cintura para acariciar la suave tela del vestido.

—Bueno, técnicamente no me he gastado un solo euro, he hecho cola en cueros.

—¿¿¿Qué??? –pregunta Elena escandalizada–. ¿Te has atrevido a desnudarte en mitad de Las Ramblas tú sola?

Me encojo de hombros mientras me acerco a la encimera y cojo una patata frita de la bolsa.

—No estaba sola.

—¿Con quién has estado? –preguntan Mónica y Elena alarmadas, girándose en mi dirección.

—He pasado la tarde con mi jefe.

Se hace el silencio en la cocina. Todos me miran durante largo rato, estoy segura de que esperan que les diga que se trata de una broma, pero al ver que ni me inmuto, Lore empieza a reír y añade:

—¡Eres mi ídolo! ¡Sí señor, con un par!

Río y me muevo por la cocina hasta sentarme en una silla.

—¿Nos lo vas a contar?

—Es que no hay nada qué contar. Me quedé a terminar unas cosas y él se ofreció a ayudarme, luego me invitó a una copa. Fin de la historia.

—No, reina, fin de la historia no. ¿Cómo acabaste desnuda haciendo cola en Las Ramblas?

Vuelvo a reír.

—Fue una locura de las mías, le convencí.

—¿Y?

—¡Uf! ¡No veas que cuerpazo! –exclamo tapándome la cara con ambas manos–. No me hagas rememorar el momento que me acaloro.

Lore se acerca riéndose para besarme la frente.

—Cuidado reina, no quiero que te hagan daño.

—Tranquilo, sé muy bien a lo que me atengo y no pienso sobrepasar ningún límite.

—Más te vale –añade Mónica, y su comentario me provoca un suspiro.

—Y ahora, ¿qué? ¿nos comemos esa deliciosa bizcopizza que hay en el horno?

Elena coge los platos y los lleva al comedor.

—¡Genial! ¡Vamos a ver qué tal sabe!

Obviamente omito los últimos veinte minutos, donde el carácter versátil de mi jefe cambió por completo. No tengo ganas de advertencias, bastante les ha costado asimilar lo poco que les he contado como para encima, acabar preocupándolos del todo.

Nos sentamos alrededor de la mesa y las risas vuelven a surgir tan pronto tenemos la bizcopizza delante. Hace más de quince centímetros de ancho, y los ingredientes se han hundido en la masa como botones de cojín, pero eso es lo de menos ahora, lo importante es que juntos pasamos ratos increíbles, con ellos cerca, todo lo malo acontecido durante el día carece de importancia.

¡Quiero a mis amigos, les adoro!

8

 

 

 

 

Me despierto feliz, descansada, y extiendo los brazos mientras avanzo por el pasillo en dirección al baño. Abro la puerta y me sobresalto al ver a Elena desnuda frente al espejo.

—¡Jesús! –exclama asustada tapándose al verme.

Cierro la puerta con rapidez, quedándome dentro con ella.

—Lo siento, es que me estoy meando –me excuso sentándome en la taza.

La observo mirarme a través del espejo, parece incómoda.

—¿Por qué te tapas tanto? Te aseguro que no tienes nada que no haya visto ya.

Elena sonríe y se quita la toalla para mostrarse ante mí con naturalidad. En cuanto me levanto, me coloco frente a ella.

—¡Cielo santo, cariño! ¡¿Qué es eso?! –exclamo señalando su pubis; ella lo mira con indiferencia.

—¡¿El qué?!

—¡Eso! –vuelvo a señalar–. ¡Madre mía! ¡¿Es por una apuesta?!

—¡¿De qué hablas?!

—¿Por qué narices tienes ese matorral?

—¡Aish, Anna! Paso de depilarme, además, ya sabes lo que dicen, donde hay pelo hay alegría.

—Oh cariño, no te ofendas, pero no creo que haya mucha alegría ahí. Hay que podar. Sí, creo que es tiempo de poda, que no haya jardinero no es excusa para no tener el jardín cuidado, así que esta tarde tú y yo nos vamos a un sitio para que te dejen como nueva. Hazme caso, verás qué diferencia.

—Pero ¿por qué? A mí me gusta así.

—No, no te gusta –la corrijo.

—¡Sí! –insiste.

— Eso es porque no has probado a hacerlo sin pelo. Es increíble, te lo garantizo.

—¡Pero si yo no tengo sexo…!

—No me extraña, si casi no puedes encontrarte el chichi entre esos bastos parajes.

—¡Pero mira que eres vulgar! –exclama entre risas.

—¡De vulgar nada! Hoy te convierto en una mujer nueva.

—¿Tú lo llevas…? –su timidez me hace gracia.

—¡Por supuesto! ¿Quieres verlo?

Elena asiente y me bajo los pantalones para mostrarle mi depilado pubis. Se queda impresionada mientras lo examina con detenimiento, alza un dedo y acaricia superficialmente mi monte de Venus. La puerta del baño se abre de improvisto, y Lore, contrae el rostro al vernos a las dos de semejante guisa. Nos apartamos y estallamos en carcajadas.

—Continuad chicas, como si yo no hubiese visto nada –cierra la puerta dejándonos a solas, pero la abro y le llamo para que vuelva a entrar.

—Estoy diciéndole a Elena que se depile, ¿tú qué dices?

—¡Sí, mi reina! –coge las manos de Elena y la mira como si fuese a hacerle una gran revelación–. El pelo está completamente pasado de moda.

—¿En serio?

Lore y yo asentimos al mismo tiempo riéndonos de la cara de angustia de nuestra amiga.

—Pero es que... No sé... ¡si nadie lo ve! Además, de aquí a que tenga sexo con alguien...

—Esta noche queda solucionado ese tema –espeto abriendo el grifo de la pica para lavarme las manos.

—No, Anna. Yo no puedo... –sus ojos tristes me conmueven, pero no me doy por vencida.

—Está bien, sin hombres. Después de pasar por la esteticista, iremos a comprar un consolador para ti.

—¡¿Qué?! ¡Te has vuelto loca! –se ríe.

—¡De loca nada! Loca te vas a volver tú esta noche en cuanto lo pruebes –sonrío.

—¡Sí! Os acompaño, también quiero uno para mí.

Las carcajadas resuenan por toda la casa, haciendo que Mónica acuda al baño tras escuchar nuestras escandalosas risas.

—¿Qué pasa? –dice desde la puerta sin atreverse a entrar.

—Vamos a comprar unos consoladores –digo sin más–. ¿Quieres venir?

Nos giramos todos en su dirección, expectantes a su reacción.

—¡Pues claro! Es justo lo que necesito en mi vida.

No sé si es ironía o no, pero lo cierto es que no hay más que hablar. Esta promete ser una tarde de lo más divertida.

9

 

 

 

 

Llegamos a la esteticista, Elena está tan asustada que parece como si estuviera a punto de entrar en un paritorio, no hemos parado de reírnos de su miedo; pobrecilla, su inocencia es algo que me da lastimita. Esperamos en otra habitación y ponemos los pies en alto, hemos decidido hacernos la pedicura mientras esperamos. Las chicas nos liman y pulen las uñas, y entre tanto, ojeamos las nuevas tendencias de moda en Vogue. ¿Puede haber algo mejor?

Oímos grititos nerviosos que provienen de una de las cabinas, nos miramos y sonreímos al saber que se trata de nuestra amiga. Después de casi una hora, aparece con la cara roja y las piernas un tanto arqueadas; no podemos parar de reír.

—¿Dónde has dejado el caballo, reina?

Le doy un codazo a Lore y me acerco a Elena para darle un beso.

—¿Qué tal?

—No me hables, esto duele un huevo.

Intento reprimir la risa, pero no lo consigo.

—El escozor pasará pronto –le prometo mientras la cojo de la mano acompañándola lentamente hacia la salida.

La tarde mejora en cuanto llegamos a la condonería. Elena pone resistencia, pero son demasiadas manos las que la empujan para meterla dentro, por lo que termina cediendo. Las estanterías están repletas de cosas de colores, algunas no sé ni para qué sirven, me planto frente a un maniquí al que han puesto un provocativo vestidito de encaje transparente que me provoca vergüenza nada más verlo.

—No me irás a decir que te gusta eso –miro a Elena y empiezo a reír al ver su cara de horror.

—Venga, va, busquemos algo para tu disfrute personal.

Tiro de ella y me encamino a la estantería de los consoladores, ¡a cuál más raro! Cojo uno al azar, no es demasiado grande, y encima tiene un pequeño montículo vibrador para estimular el clítoris; interesante.

—¿Qué te parece este?

—¡Ssshhhh! ¡No hables tan alto!

—¡Elena! Te aseguro que aquí nadie se va a sorprender. –sonrío y le pongo la caja en las manos–. Esto se va hoy para casa.

Me mira nerviosa, las manos le tiemblan y eso me provoca aún más risa. Mientras, Mónica y Lore se entretienen mirando unas bolas chinas.

—¿Habéis encontrado algo?

—Las bolas chinas son medicinales, ayudan a ejercitar el suelo pélvico.

—Y la próstata –aporta Lore.

Mira por donde, al final van a estar de acuerdo con algo.

—Está bien, me habéis convencido. Yo también me llevo unas; todo sea por ejercitar el suelo pélvico...

Cojo una cajita rosa y nos encaminamos hacia la caja, satisfechas con nuestra reciente adquisición. Camino a casa continuamos bromeando, y sin apenas darnos cuenta, el día deja paso a la noche. ¡Bendita noche! Las farolas desprenden su habitual luz ámbar, produciendo destellos brillantes en la acera bañada por la inminente humedad.

 Esta noche hemos quedado en una discoteca del centro: People lounge. La pegadiza melodía de Riky Martin, Come with me, nos acompaña en nuestra entrada triunfal a la gran sala. Subida en mis vertiginosos tacones, me infiltro entre la multitud hasta encontrar un hueco donde poder dar rienda suelta a mi baile, incluso algunos chicos me gritan “morenaza” al pasar a su lado. Lore me trae mi bebida favorita, vodka rojo con naranja, y se mueve a mi lado siguiendo el ritmo de mis caderas.

—Menuda panda de babosos estás atrayendo, reina. ¡Te devoran con los ojos! 

Río y miro a mi alrededor, tiene razón, hay un grupo que no me quita ojo; si quiero los tengo. Me contoneo un poco más y desciendo mi brazo por el cuello, lo paso por el pecho y lo giro por la cintura hasta dejarlo cómodamente sobre mi cadera. Mis amigas también están disfrutando, unos chicos las invitan a copas mientras las rodean de la cintura incitándolas a bailar; aunque algo rígidas, ellas responden. Mi sonrisa se detiene cuando unas inesperadas manos palpan mi trasero. Me giro, y automáticamente me aparto de este par que ya están un poco bebidos, pero una de sus manos me agarra con fuerza la muñeca y me estira hasta casi hacerme caer.

—¿Qué cojones estás haciendo?

Intento deshacerme de él, pero su fuerza me lo impide. Con la mano que le queda libre, me agarra de la cintura para seguir acercándome. Estoy a punto de darle una patada en los huevos, cuando Lore se acerca al chico por detrás y le estira del cuello de la camiseta, alejándolo de mí.

—¿Tienes algún problema? –le vacila a Lore, que transforma su rostro en una expresión poco amistosa.

—En realidad sí. Te lo advierto, vuelve a ponerle la mano encima y te juro que te reviento.

Su gran altura y la seriedad de su rostro, les hace reconsiderar las cosas. Estoy alucinada. ¿De dónde ha sacado Lore ese carácter?

—Oye grandullón, cálmate, ¿quieres?

—No, no puedo calmarme. Haz el favor de desaparecer de mi vista. ¡Largo!

Su último grito hace que el chico dé un respingo, luego, hace un gesto con la cabeza a su amigo y ambos se van. Me quedo con la boca abierta tras la asombrosa actuación de mi Lore.

—Me has dejado sin palabras –consigo articular al fin.

—Nadie hace a mis chicas nada que ellas no quieran que les hagan.

Enhebro mi brazo al suyo y nos dirigimos hacia la barra, a juntarnos con nuestras dos amigas perdidas. Bailamos y bebemos hasta que no podemos más, dejando este incidente a un lado. Cuando los zapatos empiezan a molestarnos, decidimos regresar a casa.

Más risas y carcajadas nos asaltan por las oscuras calles, el eco rebota contra los edificios, así que nos obligamos a bajar el volumen para no incomodar a los vecinos. Casi hemos alcanzado nuestro vehículo, cuando un ruido sordo nos obliga a mirar hacia atrás. Lore está tendido en el suelo, y tras él, están los dos chicos de antes, armados con un palo que no han dudado en estrellar contra su cabeza. Elena emite un chillido angustioso y corre hacia nuestro amigo, que parece estar aturdido.

—¿Creíais que habíais ganado? –se acerca a mí y me agarra, arrastrándome con fuerza.

—Tú y yo tenemos una conversación pendiente.

Respiro con ansiedad, tengo miedo, pero ver a Lore en el suelo me enciende. Miro a su agresor con los ojos inyectados en sangre, me cuadro con valentía frente a él, alzó la pierna derecha y, ¡zas!, le asesto un rodillazo en la entrepierna. Su cuerpo se arquea hacia delante y su amigo se acerca para auxiliarle, pero en cuanto se da cuenta de que el primero está bien, se centra en mí. Ahora la morbosa diversión de sus ojos se ha desvanecido, dando paso a un odio extremo.

Lore consigue levantarse, y aprovechando que esos dos no se dan cuenta, se abalanza sobre ellos. Elena y Mónica le ayudan, y juntos, intentan reducirlos. El chico que había frente a mí aún sostiene el palo, alzándolo para golpear a alguno de mis amigos, así que no lo pienso dos veces y me lanzo en su busca para cogerlo al vuelo, con tan mala suerte que en mi caída, un codo surge de la nada e impacta contra mi ojo. La fuerza del impacto me impulsa hacia atrás, mientras veo como mis tres amigos han conseguido aplacar a esos dos canallas. Tras dejarlos tendidos sobre el suelo, Elena se gira en mi dirección y corre a mi encuentro.

—¡Madre mía, Anna!

—¿Qué pasa?

Lore se acerca, me ayuda a levantarme del suelo y me mira con el ceño fruncido. Me sostiene con fuerza mientras nos alejamos los cuatro calle abajo, nos metemos en el coche e iniciamos la marcha.

—Lore, ¿estás bien? ¿Te han hecho daño?

—Solo ha sido un golpe, lo tuyo es peor.

—¿Peor? –miro a mis compañeras con el rostro desencajado. Mónica suspira y saca un espejito de su bolso, lo abro y miro mi reflejo.

—¡Santo cielo, menudo golpe!

Mi ojo izquierdo está completamente negro, y el globo ocular teñido de rojo. Me llevo una mano a la boca.

— ¿Esto se irá?

—Tranquila Anna, en cuanto lleguemos a casa te lo miro. Parece que solo es el morado propio del golpe en esa zona, nada que deba preocuparte. Eso sí, tardará una semanita larga en curar…

—¿Una semana?

Mi voz suena angustiosa, no puedo estar toda una semana con esta cara, ¿qué van a pensar en el trabajo? Cojo aire y cierro el espejo; espero que con un poco de hielo, baje la hinchazón.

10

 

 

 

 

Hoy es domingo, y lo primero que hago al levantarme es buscar un espejo para mirar cómo evoluciona mi ojo. Si pensaba que tras haber descansado estaría mejor, me equivocaba, desde ayer, no ha hecho más que empeorar. Elena dice que es normal, según ella, tiene que pasar por varias etapas en las irá cambiando de color gradualmente hasta volver a la normalidad. Como no tengo mucho qué hacer, decido tomármelo con calma, así que me paso el día durmiendo, comiendo, viendo la tele y mirándome el ojo, para variar. Por más que rezo para que se haya producido un cambio, no es así, de manera que no puedo hacer más que esperar a mañana y cruzar los dedos para que mi maquillaje sea lo suficientemente potente como para disimularlo.

En cuanto escucho el estridente pitido del despertador, corro hacia el baño. Después de un largo rato en la ducha, decido que con unos vaqueros negros y una camisa ceñida de color verde pistacho, estoy genial; aunque con este ojo no hay nada que hacer, el maquillaje no ha cumplido con mis expectativas.

Tomo mis vitaminas, asegurándome de no confundirlas con las pastillas laxantes de Mónica, y me preparo un café, a continuación, camino a paso ligero hacia el metro.

—Buenos dí... ¡¿Qué te ha pasado?!

Miro a Pol y me encojo de hombros.

—Un accidente.

—Ya lo veo... ¿Una nochecita salvaje?

—No tanto como la tuya –le guiño el ojo sano y entro en el ascensor.

Irrumpo apresuradamente en la oficina y me encamino a mi mesa. En ese momento, Vanessa sale de la sala de fotocopias y me mira. Su rostro empalidece; sí, es por este dichoso ojo, lo sé.

—¿Qué te ha pasado?

—Un accidente, ya te contaré.

—¡Uufff...!, tiene pinta de doler.

—No te creas, ahora solo noto una leve molestia.

Sonreímos y empezamos a trabajar. Miro atentamente los papeles que hay sobre mi mesa, entre ellos hay un post-it amarillo con una nota de Claudia, la chica que nos lleva la publicidad en Barcelona. Decido llamarla, ya que la última vez que lo hice no estaba y no pude hablar con ella. Aparte de ser una excelente profesional, la considero mi amiga. Es tan alegre y vital como yo, por eso conectamos enseguida; aunque nuestra relación es meramente laboral.

—¿Con la señorita Claudia Pérez, por favor?

—¿De parte de quién?

—Anna Suárez, de Soltan.

—Un momento por favor, no se retire.

Espero.

—¡Anna, cariño! Me dijeron que llamaste, ¿cómo te va?

—Bueno, aquí andamos, nadando a contracorriente.

—Como todos, mi vida. Te comento... Acabo de terminar vuestro presupuesto, y si nos ceñimos a una campaña publicitaria para revistas resulta más económico, además, deberíamos tratar el asunto de poner una muestra del nuevo protector en cada ejemplar.

—Sí, pero eso supondría un coste adicional, y no sé si...

—Mira, haremos lo siguiente, te envío el presupuesto vía e-mail para que lo estudies con detenimiento, y adjunto el nombre de algunas empresas que os podrían facilitar las muestras. Decidles que vais de mi parte y os harán un buen precio.

—¡Genial! Se lo propondré al jefe.

—¡Perfecto! Te lo envío y me comentas, más no me puedo ajustar.

—No te preocupes, me lo miraré todo con calma. Por cierto, ve pidiendo provisiones de café, dentro de poco nos veremos.

—¡Cuando quieras, guapa! Sabes que aquí siempre serás bien recibida.

—Un beso, Claudia.

—Un beso. Ciao.

Cuelgo con una sonrisa de oreja a oreja. Abro la bandeja de entrada y veo que Boots, ya nos ha enviado el nuevo protector solar que lanzaremos al mercado en formato roll-on. Según mis cálculos, lo recibiremos en tres días. Me lo apunto en la agenda.

El teléfono suena y descuelgo con premura.

—Señorita Suárez, venga a mi despacho, por favor –y cuelga, ni buenos días ni nada, orden sin más.

En este momento mi estómago da un vuelco. Después del último y alocado encuentro con mi jefe, no sé de qué humor puede estar, pero por su tono de voz, deduzco que no va a darme buenas noticias. Cojo mi libreta y me acerco a su despacho, toco con los nudillos a la puerta y, tras recibir su permiso, entro.

—Siéntese, por favor.

No me mira, sus ojos se centran en los papeles que sostiene firmemente con las manos. Me acerco hasta la silla que hay frente a él y me siento.

—Quiero mostrarle una cosa... –tiende unos papeles en mí dirección y los cojo; en el momento en que me los da, su expresión se transforma al ver mi ojo.

—¿Qué le ha pasado?

—Ah, no es nada –hago un gesto con la mano para quitarle importancia–. Fue boxeando, dejé la cabeza al descubierto; un error de principiante –rio por dentro tras mi ocurrencia, y más, después de la cara de incredulidad que se le ha quedado.

—¿Usted boxea?

Asiento convencida y se inclina sobre su mesa, examinándome con mucha atención. Abro mi magullado ojo al máximo para que vea que en realidad, no es nada.

—Me cuesta creerlo, la verdad; aunque debería replanteárselo seriamente, usted trabaja de cara al público, su imagen es la carta de presentación de nuestra empresa.

—¿Qué insinúa señor Orwell? –pregunto dispuesta a atacar, ¿quién se habrá creído que es para decidir qué es lo que me conviene o no después del trabajo?

—Solo digo que debería cuidarse. Bajo mi punto de vista, el boxeo no es un deporte para mujeres.

¡Uy, lo que ha dicho! Empiezo a enervarme.

—Pues yo no creo que sea un deporte exclusivamente masculino, solo se trata de formación, técnica y precisión, no es algo imposible para una mujer.

—Se olvida de la fuerza señorita Suárez, pero ahora no estamos aquí para hablar de sus hobbies.

Asiento, no me queda otra más que callarme, a pesar de que me encantaría atizarle en esa enorme cabeza cuadrada, pero tengo que tragarme mi orgullo y dejarle ganar por esta vez.

—La he hecho venir para enseñarle el estado de cuentas de la empresa. Como verá en los papeles que le he entregado no cuadran, de hecho, ya hace varios meses que solo cosechamos pérdidas –echo un rápido vistazo a las estadísticas, que muestran lo que ya sabía, pero simplemente prefería omitir la realidad–. Me veo en la obligación de hacer ciertos cambios.

Alzo el rostro y trago saliva, sabiendo de antemano a qué se refiere con ese último comentario, no obstante, necesito asegurarme.

—¿Qué clase de cambios?

—Reajuste de plantilla –suspira–. Soy el primero que no quería llegar a este extremo, pero la situación se está volviendo insostenible, y ahora soy yo quien asume los gastos de la empresa en lugar de ser ella la que me aporte beneficios.

—Entiendo...

—Quiero que elabore una lista de diez personas, las que usted considere que son prescindibles, y se la entregue directamente a recursos humanos para que redacte las cartas de despido. Tiene una semana.

—¿Qué? –la voz se me quiebra al oír su orden, para esto no estoy preparada–. Pero señor, no creo que yo pueda...

—Usted es la más indicada señorita Suárez, se mueve por todos los departamentos y conoce a cada una de las personas que trabaja aquí.

—Por eso mismo, yo no soy la persona más indicada para...

—Por eso mismo. Usted, mejor que nadie, sabrá elegir quién debe quedarse y quién no. Lo dejo en sus manos. Confío plenamente en su criterio, yo no conozco lo suficiente al personal.

Desvío la mirada, de repente, solo tengo ganas de llorar. No puedo, esto es demasiado, pero ¿qué puedo hacer? ¿Acaso puedo negarme?

—Está bien –acepto al fin con lágrimas en los ojos–, elaboraré la lista. Ahora, si me disculpa...

Me levanto, su mirada de preocupación por ver mi disgusto también se ha hecho notar, pero ahora no me permito pensar en eso. Cierro la puerta y le dejo a solas con sus pensamientos.

El resto del día va a peor. Durante el desayuno, me limito a hacer comentarios ambiguos sobre nuestro desafortunado incidente con los borrachos de la discoteca, siendo Mónica la encargada de complementar la historia. En cuanto consideran que se han divertido lo suficiente con la anécdota, cambian de conversación. No hago caso, estoy tan preocupada por el enorme marrón que se me viene encima, que no puedo pensar en nada más.

Continúo trabajando como una máquina el resto del día, no me puedo permitir el lujo de alzar la vista de la pantalla del ordenador. Cuanto más trabajo menos pienso, y en estos momentos, eso me conviene.

Llego a casa horas después, y encuentro a mis amigos riendo en el salón. Dejo las llaves en el recibidor, les saludo con la mano y, alegando que estoy muy cansada, me encierro en mi cuarto.

Pasan horas, no sé exactamente cuántas, cuando Lore, llama a mi puerta.

—¡Pasa! –digo incorporándome en la cama.

—Buenas, mi reina mora. ¿Cómo te encuentras? –llega hasta mí y se sienta en el borde de la cama; me encojo de hombros, hablar de esto me hará llorar, lo sé, pero a la vez lo necesito.

—Mi jefe me ha ordenado que elabore una lista con diez personas para despedirlos.

—¡Vaya!

—No sé qué hacer, me van a mirar mal a partir de ahora. Además, no sé a quién despedir, todos tienen familia, facturas que pagar... Es una gran putada...

—Lo entiendo –suspira–. Creo que lo primero que deberías hacer es centrarte en cuál de ellos tiene una menor incidencia en la empresa, luego ver su situación personal: si tiene hijos, familiares enfermos a su cargo... Debes tener la mente fría e intentar hacer el menor daño posible.

—Aun así, es muy complicado.

—¿Te dan la posibilidad de hacer cartas de recomendación?

—Sí, supongo. Pero ya sabes, en los tiempos que corren, con la crisis y demás...

Sus manos se alzan, sostiene mi rostro y me planta un beso en la mejilla. Yo me acerco y le abrazo, lo hago con fuerza, desatando el llanto contenido durante horas. Lloro y lloro sin parar mientras él, me abraza sin dejar de acariciar mi espalda. Me ayuda su silencio y comprensión, sumado a sus ganas de aliviar, con tímidas caricias, mi dolor. Cuando encuentro la entereza necesaria, me separo; lo cierto es que ya estoy mucho mejor.

—Gracias.

—No, no me la des. Sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites.

—Lo sé –sonrío, sin duda son los mejores amigos que se puedan tener.

—¿Quieres que te traiga algo de cena?

Hago una mueca.

—No, voy a intentar dormir un poco.

—Como quieras. Llámame si me necesitas –asiento complacida, me tiendo nuevamente sobre la cama y le observo marcharse.

Una vez en la oscuridad de mi cuarto pienso en el marrón que se me avecina, pero poco a poco, el agotamiento da paso al cansancio y me desplomo por completo.

Continuará...