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El contrato (tercera parte)

en Grandes Series

Depresión

 

     Apenas podía distinguir un día de otro. Las persianas bajadas hacían que la oscuridad más absoluta reinara en la habitación. María entraba, encendía la luz e intentaba hacerme reaccionar de algún modo, pero hiciera lo que hiciera me sentía inerte, sin vida. Contaba el paso de los días por el tiempo que transcurría entre comida y comida, lo cierto es que era la única información que necesitaba, todo lo demás carecía de importancia.

     Estaba dispuesta a proseguir con mi dolor toda la semana. A lo mejor mi apatía conseguiría que ese monstruo sin compasión decidiera liberarme de mi condena, dejándome marchar de una vez por todas.

     Sin embargo nada aconteció como esperaba. Aquella mañana Edgar se plantó y entró en mi cuarto como un huracán. Me quedé sin aliento en los pulmones no bien se aproximó a mí, lanzando improperios de todo tipo y sacándome de la cama a la fuerza.

     —¡Se acabó! –bramó alterado retirando la colcha que me cubría y cogiéndome como si no pesara más que una pluma, para a continuación, cargarme a la espalda sin ningún tipo de miramiento.

     Intenté reprenderle, pero los insultos y las palabrotas que hasta la fecha siempre le habían alterado, parecían no tener el efecto deseado en esa ocasión, e ignorando mi resistencia, bajó las escaleras conmigo a cuestas y me sentó de mala gana sobre la silla del comedor.

     Tardé un tiempo en adaptar mis ojos a la luz de la mañana. La mesa estaba repleta de dulces, churros, pastas, pasteles, frutas... era un desayuno digno de un rey.

     — Come –me ordenó con el rostro serio.

     Para mi sorpresa Edgar había vuelto a cubrir sus cicatrices con la misma máscara que le vi en la fiesta, pero en esta ocasión, no lucía uno de sus caros trajes. Vestía informal, con vaqueros y un jersey negro de cuello vuelto que se ajustaba a su cuerpo realzando su cuidada musculatura. Ese detalle me llevó a rememorar nuestros primeros encuentros. Por lo que había observado, Edgar solía quitarse la máscara cuando estaba en casa y no esperaba visitas, únicamente se cubría cuando se rodeaba de otras personas. Al vestir informal me di cuenta de que no esperaba a nadie, ¿entonces por qué se ocultaba cuando conmigo ya había vencido esa barrera? Su conducta me hizo ver que no quería asustarme, estaba dispuesto a mostrarse inflexible conmigo por mi voluntaria reclusión, pero decidió ocultar su rostro para no parecer todavía más intimidante.

     —Esta situación ha llegado a su fin –anunció con convicción, apoyando el dedo índice sobre la mesa–. Desde hoy vas a ocupar tu tiempo con cosas, así que dime lo que quieres hacer.

     Desvié la mirada y sellé fuertemente mis labios, mostrándole todo mi desprecio.  

     —¿Te gusta la música?, ¿te gustaría aprender a tocar un instrumento? Montar, ¿quieres que te asigne uno de mis caballos? El deporte, la pesca, el cine... ¡Dime algo, maldita sea! Algo debe haber que quieras hacer.

     Alcé el rostro para encontrarme con él de nuevo, no tenía ni idea de las necesidades de una mujer, ¿la pesca? ¿En serio?, pero por otra parte estaba preocupado y confieso que eso logró confundirme.

     María entró en el salón apretando los labios, sin duda alertada por los gritos de Edgar.

     —¡Habla de una vez! –gritó dando un golpe seco sobre la mesa. Su inquebrantable paciencia empezaba resquebrajarse y aproveché esa brecha, ese indicio de desesperación para hurgar un poco más en su herida y llevarle al límite.

     —¿Qué quieres que haga? Haré lo que tú quieras, he entendido cuál es mi papel en esta casa.

     Conocía poco de él, para ser exactos era prácticamente un extraño, pero sí sabía que mi sumisión le exaltarían incluso más que mi chulería.

     —Edgar... –María puso una mano en su hombro para advertirle– Es solo una niña.

     Edgar suspiró y desvió la mirada, cargándose de paciencia.

     —Esto no está bien, ¿quieres cabrearme? –preguntó manoteando– ¿Esa es tu táctica ahora? No entiendo tu actitud, francamente, me decepciona que no seas capaz de ver el conjunto de las cosas. Quiero una mujer que esté a mi lado, que me acompañe, que sea mi esposa, no quiero un muñeco carente de vida.

     —Pues resulta que yo me siento así ahora mismo.

     Era consciente que mi actitud infantil no ayudaba demasiado, pero no podía evitar comportarme así con él, era mi manera de revelarme y demostrarle que se había equivocado conmigo; una chica como yo no estaba hecha para llevar una relación con un hombre como él. En este caso la diferencia de edad, entre otras muchas cosas, sí era un obstáculo insalvable.

     Se levantó de un salto llevando la silla hacia atrás con un fuerte estrépito y caminó por el comedor como si fuera un león enjaulado.

     —¡De acuerdo! –espetó en tono osco– Si esa es tu decisión, si esta será tu forma de proceder de ahora en adelante, tú misma. Pero en esta casa se respetarán unos horarios –empezó a enumerar con los dedos como si fuera mi padre en un momento de máximo cabreo–, no puedes dormir veinticuatro horas al día, ni descuidar tu imagen. No pienso consentir que te abandones, ¿me oyes? Tú tienes tus tácticas de persuasión pero yo también tengo las mías, todavía no has conocido mi peor cara.

     Mis ojos se abrieron todavía más mostrando sorpresa.

     —¿Ah, no?

     Sonreí entre dientes por lo que acababa de decir.

     Mi pequeña broma pareció divertirle un ápice porque su porte serio enseguida se relajó y volvió a sentarse.

     Juntó los brazos sobre la mesa sin dejar de mirarme y profirió un largo suspiro.

     —Come algo, por favor –prácticamente suplicó.

     Me guardé la sonrisa triunfal para mí y cogí una porción de pastel de arándanos dando por terminada la discusión.

     Por fin empezaba a conocerle. Sin duda era un hombre frío, sin sentimientos y terriblemente calculador, pero sí tenía algo de corazón después de todo, pese a su inflexibilidad y sus normas, no quería ningún mal para mí. Es curioso como todos los detalles que empezaba a conocer de su persona, me hacían luchar con más fuerza, utilizando sus pequeñas debilidades contra él. Era mi particular venganza a la situación que me había impuesto.  

     Partí un trozo de pastel con el tenedor, retándolo sin palabras, y me lo llevé a la boca con lentitud. Mientras masticaba en silencio bajo su insistente mirada, quise pedirle algo, a sabiendas que no sería capaz de negarse en un momento como ese.

     —Me gustaría ir a la ciudad a... –partí otro trozo de pastel con el tenedor– a revelar mis fotos.

     Intuí un imperceptible suspiro de alivio y se relajó en la silla.

     —La fotografía –sonrió de medio lado–, claro, no hay problema. Philip te llevará donde quieras.

     Asentí y me llevé a la boca otra porción de pastel.

     Esa fue toda nuestra conversación. Edgar se dio por satisfecho y se llevó la mano hacia la cartera que estaba en el bolsillo trasero de su pantalón. La abrió delante de mí.

     —Esta es tu tarjeta, cómprate lo que quieras, puedes aprovechar tu escapada para mirar el anillo de compromiso que mereces. Pero hazme un favor, si puede ser, deja a un lado esas sudaderas de hombre que tanto te gustan.

     Hice un gran esfuerzo por no reír. Cuando pensaba que había empezado a cambiar, ocurría algo que me demostraba que seguía siendo el mismo de siempre.

     —No son sudaderas de hombre, se llama moda juvenil, algo de lo que, obviamente, tú careces.

     Apretó una sonrisa y apoyó el codo sobre la mesa, dejando descansar su cabeza sobre la palma.

     —Se llama atentado al cuerpo femenino –respondió con tranquilidad, inmensamente más relajado.

     —Es curioso que siendo como eres, quieres que vaya con vestidos llamativos por ahí... ¿no tienes celos de que otros hombres me miren?

     —Lo bello debe admirarse, ¿así que por qué iba a molestarme que otros hombres supieran apreciarte como lo hago yo?

     Me revolví en la silla. Oírle hablar así me incomodaba, no estaba acostumbrada a que me adularan.

     —Eso dice mucho de ti –observé transcurridos unos minutos–, eres una persona coherente.

     —Una cosa es que los demás te admiren, no puedo culparles por eso, es natural. Lo que no consiento bajo ningún concepto es que intenten hacerse o dañar lo que es mío.

     Sacudí la cabeza, incómoda; ya salió a relucir su orgullo y ese sentimiento de propiedad innato.

     —¿Soy tuya? –pregunté sin dar real importancia a sus palabras.

     —Eso dicen los papeles. Eres mi esposa –recalcó el mi en su argumento.

     —¿Entonces tú también eres mío?

     Se hizo un breve silencio.  

     —Más o menos –mencionó de pasada–. Ahora come, no pienso moverme de aquí hasta que no vea que tu plato se queda vacío.

     —Y yo no pienso comer si no seguimos hablando, lo cierto es que está resultando ser muy revelador.

     Edgar suspiró, empezaba a cansarse de tanta charla, no hacía falta ser adivina para saber que quería salir huyendo y no sabía cómo hacerlo.

     —¿Qué más quieres saber? –prosiguió cansado.

     —¿Qué te pasó? –dije señalando su rostro con mi tenedor.

     —Un accidente.

     —¿Qué tipo de accidente?

     —Uno del que sobreviví por los pelos.

     —¿Hace mucho de eso?

     —Era más joven que tú cuando ocurrió.

     —¿Me lo explicas?

     —Diana, no estás comiendo –me recordó molesto–. Y te recuerdo que no tengo todo el día para estar aquí sentado, tengo cosas que hacer.

     —¿Sabes, Edgar? –dije cogiendo una manzana del frutero– A mí también me gustaría implantar una norma en esta casa.

     —Tú no pones normas, y mucho menos me impones normas a mí.

     Su tranquilidad detonaba un desinterés absoluto por acatar cualquier cosa que yo propusiera, pero eso no me achantó lo más mínimo.

     —A partir de ahora llevaré una vida saludable y desayunaré todas las mañanas como es debido, únicamente si...

     —¿Si...? –suspiró resignándose.

     —Si desayunamos juntos todos los días. Sin excepción. Y conversamos un poco, ya sabes, tú me conoces a mí y yo te conozco a ti; quid pro quo, como se suele decir.

     —Eso no es compatible con nuestros horarios, además, me parece una completa pérdida de tiempo.

     —¿A qué hora te levantas? –pregunté omitiendo su desagrado.

     —A las siete.

     —¿Las siete de la mañana? –quise asegurarme.

     Él asintió y empecé a arrepentirme de la propuesta que había improvisado.

     —De acuerdo –sentencié con un firme asentimiento de cabeza–. Me levantaré a las siete para desayunar contigo.

     Arqueó una ceja, sorprendido.

     —¿Qué, no me ves capaz? –dije ofendida.

     Su sonrisa se expandió y negando divertido con la cabeza, añadió:

     —A ver cuánto aguantas.

     Su desconfianza me hizo jurarme que pasara lo que pasara no faltaría a mi promesa y madrugaría cada día para sonsacarle información, no me conocía si pensaba que iba a rendirme con facilidad a los pocos días.

Fotos

 

 

     Sonó el despertador de mi teléfono móvil a las seis cuarentaicinco, lo miré con los ojos entrecerrados y me di la vuelta; estaba agotada. Pero no podía llegar tarde, no el primer día. Salí de la cama de un salto y fui al baño para asearme, el sueño empezaba a hacer mella y hubo un momento que estuve a punto de dormirme bajo el agua.

     Miré la hora en el reloj y ya eran las siete. Un ruido proveniente de la habitación de al lado me distrajo e intuí que Edgar estaba a punto de salir, por desgracia no me daría tiempo a vestirme, así que cogí el albornoz y me lo enfundé rápidamente atándolo con fuerza a la cintura.

     Abrí la puerta de un brusco estirón y me encontré frente a frente con Edgar. A diferencia de mí, él sí se había arreglado. Lucía unos vaqueros azul marino y una camisa blanca, el cinturón marrón de hebilla plateada se ajustaba a sus caderas y se apreciaba que en su cuerpo no había un gramo de grasa, María ya me había comentado que solía practicar deporte por las mañanas como un ritual. Su fresco aroma aturdió mis sentidos en cuanto me acerqué un poco más.

     Me miró de arriba abajo con el ceño fruncido. Debía admitir que mis pintas daban miedo, aún estaba a medio vestir y llevaba pelos de loca, todavía húmedos. Edgar sonrió  por lo bajo pero se abstuvo de hacer algún comentario, cosa que agradecí.

     Al igual que el día anterior, se había colocado la máscara negra que cubría la mitad de su rostro, el flequillo ligeramente ondulado caía hacia ese mismo lado ocultando parte de las cicatrices de su rostro.  

     —Buenos días –le saludé cuando conseguí ralentizar mi respiración tras la carrera.

     —Buenos días –contestó e hizo un gesto cortés con mano indicando que circulara delante de él por el pasillo.

     Cogí aire y así lo hice, aunque me giraba de tanto en tanto para asegurarme de que venía detrás de mí.

     —No sé cómo puedes levantarte tan temprano, a mí me ha costado horrores, y eso que es el primer día.

     —Bueno, a todo acabas acostumbrándote.

     Nos sentamos en el comedor, María se acercó exhibiendo una gran sonrisa por vernos juntos, nos sirvió el desayuno y desapareció dejándonos algo de intimidad. Su discreción era innegable.

     —¿Qué vas a hacer hoy? –me preguntó cogiendo una de las galletas del plato.

     —Iré a recoger las fotos, ayer me dijeron que las tendrían reveladas para hoy.

     —Así que te gusta la fotografía...

     Me encogí de hombros.

     —Es únicamente un hobbie. ¿Tú tienes alguno? –pregunté a bocajarro, nada sutil.

     —Si tuviera que escoger uno diría que es la pintura –reconoció sin demasiado interés.

     —¡Es verdad! –asentí tras recordar el lienzo en blanco que vi el primer día en su despacho–, ¿y qué pintas?

     —Retratos, paisajes... cosas así –mencionó sin entrar en detalles.

     —¿Podría verlos?

     —No –me dedicó una sonrisa de medio lado y asestó un enorme bocado a su galleta–. Y ahora come, ese era el trato, ¿no?

     Siempre que empezaba con las preguntas me olvidaba de comer, pero lo que me resultaba aún más increíble era como activaba su coraza poniendo todo su empeño en revelarme lo mínimo de su vida. Sabía que debía proceder con mucho tiento si deseaba respuestas, y para qué negarlo, me resultaba agotador invertir tanto esfuerzo.

     —¿Por qué no quieres enseñarme tus cuadros? –insistí, negándome a abandonar el tema.

     —No son buenos. Si te sientes atraída por el arte puedo enseñarte algo de George Owen Wynne Apperley o de Brian Ballard. Francis Campbell Boileau Cadell es escocés, también tiene buenas obras.  Podrías ir a la galería Nacional de Escocia, nunca está de más ilustrarse un poco –levantó el rostro de la mesa para encontrarse conmigo–. ¿Te resulta familiar alguno de esos nombres?

     —Oh... pues... –vacilé un poco antes de proseguir– George Ballard es conocido, sí...

     Su sonrisa perfecta inundó su rostro, y verle tan humano y relajado, me gustó.

     —George Owen o Briand Ballard, son autores distintos.

     —Joder, ¿quién demonios conoce a esos tipos? –confesé gesticulando con las manos– Picasso, Van Gogh, Dalí o Da Vinci, vale, pero ¿George Ballard? ¿En serio?

     —Tu cultura artística deja mucho que desear por lo que veo –me reprochó de buen humor–. Pero veo que tienes los clásicos bien aprendidos.

     Suspiré mientras masticaba uno de los deliciosos bollos recién horneados que había preparado María.

     —Está bien –proseguí concediéndole la razón–, no podemos hacer una competición de cultura artística, pero apuesto lo que sea a que no podrías ganarme a una partida de ajedrez. Los juegos de estrategia son lo mío –le guiñé un ojo pícaro y él desató una sonora carcajada– ¿Qué te hace tanta gracia? –proseguí molesta.

     Por fin cesó su risa y se levantó de la silla tras apurar el café. Con decisión se acercó mucho a mí, me quedé rígida mientras extendía su brazo sin quitarme los ojos de encima y con lentitud alcanzó uno de los bollos que estaban a mi lado. Cuando llegó a su objetivo me observó desde las alturas con autosuficiencia.

     —Te faltan años de experiencia para ganarme una partida al ajedrez, pero valoro la seguridad que tienes en ti misma.

     Me quedé con la boca abierta. Menudo pedazo de idiota. ¿Por qué no creía que pudiera ser capaz de ganarle en algo?

     —Te lo demuestro cuando quieras si te atreves, te vendría bien una buena cura de humildad.

     Dio un bocado a su bollo y emprendió el camino hacia la puerta con la sonrisa dibujada en el rostro.

     —Lo mismo te digo. Aunque debo ser todo un caballero y no entrar en tu juego, no me gustaría herir tus sentimientos.

     —¡¿Pero qué coño...?!

     —Las palabrotas, Diana, por favor... –Dijo en tono cansado antes de cruzar el umbral de la puerta.

     —Puedo ganarte, ¿me oyes? –le provoqué elevando el tono para que pudiera oírme desde el pasillo–Ya lo verás.

     Su risa fue lo último que escuché mientras recorría los metros que faltaban antes de entrar en su madriguera. Era un hombre implacable y tremendamente responsable, habíamos estado media hora desayunando, ni un minuto más ni un minuto menos. Apuesto a que ni siquiera el tiempo que dedicó había sido casual, formaba parte de su rutina diaria.

 

     Tras arreglarme con uno de mis vaqueros desgastados y una blusa color azul cobalto que había encontrado en mi armario, salí de casa para encontrarme con Philip. Como el día anterior iba a llevarme a la tienda de revelado, la única que había encontrado que revelaba carretes de manera tradicional, como se hacía antaño.

     Mientras iba en el coche con Philip, no dejé de pensar en Edgar. Había algo que me atraía de él, tal vez fuese todo ese misterio que le rodeaba o la escasa información que me ofrecía. Como en una partida de ajedrez, debía perfeccionar mi técnica y empezar a sacrificar peones si quería poner en juego una ficha más poderosa. Mi afán por conocerle mejor, por descubrir su verdadera cara, el por qué de su forma de ser, crecía día tras día. A esas alturas podía decir que era un hombre complejo, tal vez al principio consiguió intimidarme con su severidad, pero a medida que le conocía dejaba entrever que no era un mal hombre, tal vez algo excéntrico, sí, sin ningún tipo de consideración o delicadeza, además de frío, distante y poco dado a las relaciones interpersonales, pero eso era únicamente la superficie, había algo más, de eso estaba segura.

     —Philip, ¿cuánto hace que conoces a Edgar?

     Philip me miró a través del espejo retrovisor y me dedicó una sonrisa.

     —Poco antes de que contrajera matrimonio.

     Esa información me dejó descuadrada.

     —¿Crees que te contrató expresamente por mi llegada?

     Philip sonrió, asintiendo con la cabeza.

     —¡Vaya! –exclamé sorprendida– ¿Es que antes de mi llegada no tenía chófer?

     —Oh, sí. Siempre ha habido chófer, pero yo estoy más preparado, creo que por eso me contrató.

     —¿A qué te refieres? –pregunté con el ceño fruncido.

     —No soy únicamente chófer, trabajé muchos años como escolta privado, además, fui ganador internacional de lucha libre tres años seguidos.

     —¿De verdad? –pregunté impresionada.

     —Lo de llevar el coche es algo secundario, no entra en mi competencia pero... forma parte del contrato.

     —Veo que Edgar lo arregla todo con contratos –observé–. ¿Por qué aceptaste? Sinceramente dudo que necesite un escolta personal alguna vez, además, has tenido que abandonar el trabajo que te gustaba para llevar un coche, no me parece la mejor de las elecciones.

     —Bueno, todo trabajo es bueno si es bien remunerado. La verdad es que el señor Walter ha sido sumamente generoso conmigo y dentro de mis funciones está también la de protegerte.

     Puse los ojos en blanco.

     —Ahora entiendo por qué siempre quiere que seas tú quién me lleve a los sitios...

     Asintió con complicidad.

     —Además hablo español –dijo sintiéndose orgulloso consigo mismo–, soy el hombre perfecto para esta misión –sonrió con autosuficiencia.

     Me eché a reír; Philip me caía bien, en cuanto le di confianza dejó de tratarme como a la señora Walter y empezó mirarme como a una igual, eso me hacía sentir fenomenal.

    

     Llegamos al centro neurálgico de la ciudad. Philip encontró aparcamiento y se apresuró a abrirme la puerta del coche. Caminó detrás de mí manteniendo una distancia prudencial.

     —Oye, Philip, estaba pensando... ¿Te apetece fumar un cigarrillo?

     —¿Cómo? pero si yo... yo no fumo –negó con los ojos desorbitados.

     —Sé que fumas a escondidas, lo veo en tus uñas –dije dirigiendo la mirada al color amarillento que las recubría–, además, puedo olerlo en tu ropa.

     Philip suspiró con resignación.

     —Si puede ser no le digas nada al señor Walter, por favor, no le gusta que lo haga mientras estoy trabajando, pero son tantas horas que...

     —No te preocupes –le guiñé un ojo–, no le diré nada, solo lo menciono para que me esperes aquí, no hace falta que entres en las tiendas y te conviertas en mi sombra, me pone nerviosa verte pegado a mí culo todo el día. Prefiero que me esperes fumando un cigarrillo en la puerta.

     —No puedo dejarte sola, Diana, son las normas.

     —¡Normas, normas y más normas! ¡Solo voy a entrar ahí por el amor de Dios!  –dije señalando la tienda de fotografía–, Me verás entrar y salir. Luego puede que vaya a mirar algo de ropa, ¿crees que corro peligro mortal?

     Philip hizo una mueca, no parecía muy convencido.

     —De acuerdo –cedió con resignación– Pero si no te veo salir dentro de diez minutos, entraré.

     —Me parece justo.

     Negué varias veces con la cabeza, incrédula.

     —Tanta vigilancia es demencial –murmuré en apenas un susurro– es de locos.  

 

     El dependiente era un hombre mayor con el pelo blanco y los ojos claros, esperó a que me acercara al mostrador sin dejar de mirarme.

     —He venido a recoger las fotos de un carrete que dejé ayer...

     —Oh, sí, la recuerdo. Las tenemos –me sonrió con afabilidad–, espere un momento, por favor.

     Se dirigió a la trastienda y junto a él salió un chico mucho más joven. Tenía el cabello rizado y rubio, eso le daba un aspecto aniñado, aunque intuí que tenía más o menos mi edad.

     —Buenos días –dijo limpiando sus manos de grasa con un trapo antes de extenderla en mi dirección–, quería conocer a la única persona, en más de diez años, que trae un carrete a revelar.

     Estreché su mano exhibiendo una sonrisa.

     —Pues ya la conoces, soy Diana.

     —Me llamo Cristian. La verdad es que me ha sorprendido mucho, hoy en día con las cámaras digitales se ha perdido un poco la esencia de la fotografía original, la de toda la vida, y quería saber, si no es una molestia, por qué.

     —¿Por qué? –pregunté sin entender.

     —¿Por qué este método? Siento curiosidad.

     Pestañeé intentando aclararme.

     —Ah, bueno, verás... –carraspeé mientras estructuraba la respuesta en mi mente– Mi padre me enseñó que la capacidad de una película de captar distintos tonos del mismo color, es superior al sensor digital de la mayoría de las cámaras modernas, por lo que resulta de gran utilidad utilizar cámara analógica en fotografías de alto contraste, en donde hay una gran variación de tonos con alto grado de luminosidad y zonas oscuras. Otro motivo es que quién inicia en el mundo de la fotografía, las cámaras analógicas son considerablemente más económicas que las digitales, además de entrenar de mejor manera la precisión del ojo fotográfico. Y el hecho de no poder visualizar la imagen que ha sido creada hasta el momento del revelado es... bueno, –me encogí de hombros– genera expectación.

     La sonrisa del chico se expandió.

     —Veo que entiendes.

     —Sólo soy una aficionada –alegué modesta.

     —He visto tus fotos, son en su mayoría paisajes y objetos cotidianos.

     Asentí con timidez.

     —Sí, me gusta retratar cosas o momentos especiales. Instantes inolvidables.

     Aprobó mi respuesta con un asentimiento de cabeza.

     —Yo soy más de fotografiar seres vivos, pero vamos... sé reconocer un buen trabajo cuando lo veo.

     —Gracias –curiosa, mordí mi labio inferior y extraje las fotografías del sobre que depositaba sobre el mostrador acristalado para darles un vistazo

     Estaban las últimas fotos que hice en Barcelona junto a las de Escocia. Las repasé rápidamente mirando el encuadre, el enfoque y el contraste. Algunas eran mejorables, pero en general, me gustaban.

     —Estaba pensando..., ya que veo que te gusta la fotografía, si querrías practicar con cachorritos mañana.

     Le miré perpleja.

     —Tengo un encargo con cachorros para un calendario, pensé que podríamos enseñarnos algunos trucos. Aunque lo mío es la cámara digital –alegó sonriente.

     Se me iluminó la mirada ante su respuesta.

     —¿Lo dices en serio?

     Frunció el ceño al mismo tiempo que se encogía de hombros.

     —Por supuesto.

     Contuve una sonrisa de alegría.

     —¿A qué hora? –pregunté.

     —Sobre esta misma hora si te va bien.

     —Perfecto.

     Me miró con gran intensidad y abrió la boca dispuesto a preguntarme algo, pero lo reconsideró y volvió a cerrarla dejándome en ascuas.  

     —¿Cuánto te debo por las fotos? –pregunté transcurridos unos minutos.

     —Nada –hizo un gesto de negación con la mano–. Ha sido un placer revelar tus fotos, hacía mucho que no tenía un encargo similar.

     Le miré extrañada.

     —Vaya... muchas gracias.

     —¡Cristian! –le llamó el hombre mayor desde el interior de la trastienda.

     —Enseguida voy.

     Me miró con ojos de disculpa.

     —Mi tío me necesita.

     —Nos vemos mañana, entonces.

     Se despidió de mí y yo salí de la tienda dirigiéndome hacia el coche con una sonrisa tatuada en el rostro. Tenía planes, y por primera vez me sentí realmente emocionada. Libre.

Planes

 

     —¿Qué te parecen?

     Me mordí el labio inferior esperando la contestación de María, estaba impaciente.

     —¡Vaya! No sé qué decir –volvió a mirar las fotografías esta vez con rapidez–, parecen tan profesionales...

     —¿Lo dices de verdad?

     —No entiendo mucho–se disculpó con la mirada–, pero lo que veo me gusta.

     Di una palmadita de alegría.

     —Genial. Las subiré a instagram esta misma tarde, seguro que a Emma le encantan.

     —¿Qué ocurre? –preguntó Edgar acercándose por detrás.

     Las dos nos giramos súbitamente en su dirección.

     —¡Mira por dónde, aquí está el tardón! –exclamé apretando una sonrisa– Creo que Don puntualidad se ha quedado dormido hoy...–me burlé.

     Enarcó una ceja y se sentó a nuestro lado en la mesa.

     —No me he dormido, he atendido una llamada antes de bajar, eso es todo.

     —Sí, sí... –espeté no muy convencida.

     —Voy a servir el desayuno –se excusó María.

     —Quédate con nosotros –la animé.

     —Oh, cariño, yo ya he desayunado. Además, tengo varios encargos que hacer –dijo alejándose en dirección a la cocina.

     Al quedarnos solos me centré en Edgar. Estaba especialmente guapo esa mañana. Vestía una camisa azul claro que resaltaba el turquesa de sus ojos y unos pantalones color caramelo de pinzas que le sentaban a la perfección. Una vez más me llamó la atención su cinturón de hebilla plateada que se ajustaba a sus caderas remarcando una esbelta figura.

     Que Edgar vestía de manera clásica y sofisticada, era una realidad innegable. Pero nadie podía cuestionar que ese estilo no le sentaba bien, de hecho parecía un maniquí andante. Si me concentraba demasiado en ese detalle me ponía nerviosa, así que desvié la mirada hacia la mesa justo en el momento en el que María depositaba las bandejas con el desayuno frente a nosotros.

     —¿Y bien? ¿Me cuentas ahora lo que estabais cuchicheando antes de que yo viniera?

     Sonreí por lo bajo.

     —La verdad es que no me apetece –alcé el rostro y arqueé las cejas, estirándome lo máximo posible para hacerme la interesante mientras vertía la leche en mi taza.

     —¿Por qué? –su voz denotó un ligero atisbo de decepción.

     —Solo son unas fotografías, no creo que te interesen –mencioné de pasada.

     —Pues te equivocas –rebatió, ofendido. 

     —En cualquier caso, me niego a enseñártelas, no son lo bastante buenas.

     —Creo que eso debería juzgarlo yo.

     Su humor empezaba a crisparse y yo no podía divertirme más. Entorné la mirada, dirigiéndome a él con inocencia y añadí:

     —¿Qué pasa Edgar? ¿Te molesta que me niegue a compartirlas contigo?

     Soltó un suspiro y se apresuró a remover su café.

     —Puedes hacer lo que quieras –comentó con frialdad.

     —Bien. Gracias. Eso hago –le dediqué una sonrisa socarrona.

     Nos quedamos en silencio, escuchando nuestros sonidos al masticar. Era una situación sumamente incómoda, pero tenía la certeza de que no duraría mucho, Edgar sería el primero en romper ese silencio. Le había estado observando y por su manera de ser, sabía que no tardaría en preguntar sobre mis fotos otra vez.

     —Pero no lo entiendo –depositó la taza en el platillo y volvió a mirarme–, María sí puede verlas, ¿por qué yo no?

     Edgar empezaba a ser predecible y eso me hacía jugar con ventaja. Sonreí satisfecha de mis logros.

     —Solo accederé a mostrártelas si me enseñas antes tus cuadros.

     —Pero..., ya te lo dije –giró el rostro contrariado–, no pinto bien. Además, la mitad están inacabados.

     Me encogí de hombros con indiferencia.

     —Bien, entonces ya sabes por qué yo no quiero enseñártelas, me pasa lo mismo que a ti, así que...

     Edgar se relajó en la silla y apretó los labios para no reír.

     —Ya veo.

     En ese momento, sin esperarlo, se incorporó de un salto y cogió el sobre marrón que había a mi lado. Lo retiró de mí con tanta rapidez que tardé un tiempo en ser consciente de lo que estaba pasando.

     —¡¿Qué haces?! ¡Ni se te ocurra verlas, te he dicho que no!

     Salté de la silla e intenté cogerlas pero él se puso en pie y las elevo para que no estuvieran a mi alcance.

     —Solo será un momento –alegó entre risas.

     Salté varias veces intentando llegar hasta su mano, pero él no hacía más de mover el brazo de un lado a otro mientras me daba la espalda, boqueándome. En cuestión de segundos consiguió desenfundarlas y echarles un vistazo, aunque no se lo puse nada fácil y a la menor oportunidad, se las arrebaté al vuelo de un brusco estirón.

     —No me hace ni puñetera gracia –espeté, arisca.

     —¡Oh, vamos! No ha sido para tanto, ni siquiera he podido verlas bien.

     —No tenías ningún derecho a hacer eso –continué.

     —Tienes toda la razón –admitió sin mostrar el menor atisbo de culpa –, no he jugado limpio. En mi defensa diré que nunca dije que lo haría.

     Entrecerré los ojos, evaluándole.

     —Yo tampoco.

      Nos contemplamos en silencio un rato y luego soltamos una irrefrenable carcajada.

     —De acuerdo, ven –Edgar tendió una mano hacia mí.

     Fruncí el ceño.

     —¡Vamos! –insistió.

     Decidí no hacerle esperar más, sostuve su mano y me levanté para seguirle.

 

     —Bien –suspiró deteniéndose nada más entrar en su despacho–, ahí los tienes –señaló en dirección a los lienzos apilados que había detrás de su mesa.

     Me mordí el labio inferior, me sentía muy emocionada, así que me dirigí hacia ellos sin dudarlo.

     Con todo el cuidado del mundo fui moviendo los lienzos apilados, separando uno de otro para ver la imagen que había en ellos.

     Algunos eran esbozos de paisajes, amaneceres, bosques verdes y frondosos. No tenía claro si provenía de su imaginación o eran réplicas de sitios en los que había estado, hasta que vi los últimos dibujos. Abrí la boca debido a la impresión mientras observaba con más detalle los trazos, los colores... me vi en cada uno de esos dibujos. Algunos de mis retratos los reconocía, eran fotos mías de tiempo atrás, otros, en cambio, eran más recientes. Me vi durmiendo, comiendo, o paseando por el terreno circundante a su finca. En cada uno de ellos se me veía seria, pensativa y melancólica, contrastaba con las imágenes de los cuadros iniciales, en las que salía riendo y despreocupada.

     —Santo cielo... –susurré en voz queda.

      —¿En qué piensas? –me preguntó con expresión inescrutable.

     —Me has dibujado a mí –la incredulidad llenó mi voz cuando lo evoqué–, ¿por qué?

     —Ya lo sabes, Diana, para mí eres hermosa y me gusta pintar lo que considero hermoso.

     Negué nerviosa con la cabeza.

     —¿Cuánto hace que has hecho esos dibujos?

     Resopló.

     —Pocos meses.

     —¿Antes de que estuviéramos juntos?

     —Algunas sí –reconoció.

     —Pero...

     —Te toca –intervino impidiendo que formulara más preguntas.

     Me había quedado bloqueada y él había sabido aprovechar el momento para desviar mi atención.

     —¿Me toca? –pregunté sin saber a lo que se refería.

     —Enseñarme tus fotos.

     Confusa tragué saliva, seguidamente cogí aire y le entregué el sobre marrón con las fotos.

     Edgar las ojeó en silencio, pasando una a una con extrema lentitud.

     —Son muy, muy buenas, Diana. Estoy sorprendido.

     Su alabanza no produjo ningún efecto en mí, seguía algo trastornada por lo que había visto.

     —Tenemos que hacer algo con ellas. ¿Te gustaría ampliarlas y ponerlas en algún lugar de la casa? –continuó.

     Le miré lívida, sin saber qué decir.

     —Pues verás, no lo sé, es que... –tragué saliva–, tus cuadros son... son...

     —No están acabados –se excusó.

     —Pero soy yo, Edgar –precisé–. Estoy intentando asimilar eso. Nunca me han dibujado.  

     Él se encogió de hombros.

     —Te veo a diario y quise practicar con los retratos, ¿qué hay de malo?

     Me ruboricé.

     —La verdad es que podrías habérmelo dicho, pedirme permiso o algo así.

     Se echó a reír.

     —¿Te ha molestado?

     Suspiré. ¿Lo había hecho? No estaba segura. En esos lienzos no había nada comprometedor, eran simples dibujos, pero saber que él valoraba tanto mi supuesta belleza como para dedicar tiempo y esmero a dibujarla, me resultaba inquietante. No quise decírselo, así que alcé el rostro y volví a mirarle.

     —La verdad es que pintas muy bien –reconocí.

     Me dedicó una sonrisa de medio lado.

     —Me alegra que te gusten. Pues lo que te decía –continuó entregándome las fotos– busca un sitio en la casa y cuélgalas.

     Asentí únicamente por complacerle, tenía claro que no iba a exponer mis fotografías, pero agradecía que me animara a hacerlo.

     Después de este revelador descubrimiento sobre sus cuadros, acabamos de desayunar y él se retiró a atender sus negocios. Estaba algo ausente, pues no podía quitarme de la cabeza la asombrosa habilidad de Edgar en el dibujo, y que fuera yo la protagonista de algunas de sus obras, me daba escalofríos.

     Miré la hora en mi teléfono móvil y descubrí que se me había hecho algo tarde, por primera vez desde que llegué a Escocia tenía planes y eso me hizo aparcar por mis pensamientos por un momento.

 

     —Creí que no ibas a venir –Cristian volvió a sostener la cámara frente a la cara para seguir fotografiando los cachorros de gato que tenía dentro de un cesto de paja.

     —Lo siento –me disculpé–, ¿necesitas que te ayude?

     —Sí, sepárame un poco a los gatitos, puedes ayudarte de esas manejas de lana para que haya una distancia entre ambos.

     —Bien.

     Cogí a los animales y fue inevitable sonreír, los deposité con sumo cuidado entre la lana y me retiré veloz para que pudiera fotografiarlos antes de que se movieran.

     —Eso es. Ahora los pondremos dentro de un sombrero.

     Le ayudé a colocar a los gatitos e incluso le hice algunas sugerencias que recibió con agrado.  

     Hacía mucho que no lo pasaba tan bien, Cristian era un chico muy natural y dicharachero, repleto de vida, de buen humor... consiguió contagiarme de positivismo a los pocos minutos. Seguimos sacando fotos y cambiando de decorado entre risas, sin mirar la hora; ni siquiera reparé en que tenía que volver a casa, para ser sincera no quería que la tarde acabara nunca. 

     Pero en ningún momento olvidamos dónde estábamos. El tío de Cristian no hacía más que llamarle, su trabajo estuvo repleto de interrupciones hasta que puso punto y final a la sesión. En los momentos en los que estaba sola aprovechaba para cotillear, me detuve frente a una puerta que había cerrada con llave.

     —Ahí está el estudio de revelado –intervino entrando en la habitación como un huracán–, ya sabes, un sitio oscuro con una única luz roja para que no se estropeen las fotos.

     —Vaya, alucinante.

     —¿Sabes cómo se hace?

     —¿Revelar fotos? ¡Ni hablar!

     —Yo puedo enseñarte. Es divertido –alegó.

     —¡Cristian! –su tío volvió a llamarlo y él puso los ojos en blanco.

     —Hace que sea imposible mantener una conversación. La tienda es suya pero no encuentra nada, no sé cómo se lo montaba antes de que decidiera trabajar con él.

     Sonreí.

     —Ve a ver qué quiere –sugerí.

     —Me parece que no. Voy a darme un descanso –me miró risueño–, ¿me acompañas?

     —¡Oh!, pues... –me mordí el labio inferior. Philip me estaba esperando fuera, posiblemente se alteraría si tardaba un minuto más.

     —¡Cristiaaan!

     Miró en la dirección en que provenía la llamada de su tío.

     —La vida es corta –anunció–. Ahora o nunca.

     Volvió a centrarse en mí, esperando una respuesta y la verdad es que por una vez me apetecía hacer una locura. Yo también necesitaba desconectar y hacer algo distinto a lo que se esperaba de mí.  

     —Está bien –accedí.

     Sonrió y me acompañó hacia una puerta trasera que daba a un pequeño callejón húmedo y estrecho. Corrió por él y yo le seguí con la adrenalina recorriendo todo mi cuerpo, sentía como si estuviera haciendo algo prohibido.

     —Ahí está –dijo señalando hacia una especie de parque rodeado por altos muros.

     —¿El qué?

     —La libertad –Volvió a sonreír y corrió hacia el muro intuyendo que le seguiría.

     Y así lo hice.

     Cristian se acercó a un contenedor y subió a él para coger impulso y trepar por el muro. Desde lo alto me miró con la mano extendida, preparado para ayudarme a ascender.

     —¿Esto es legal? –quise asegurarme.

     —No vamos a atracar un banco –rió.

     Cogí aire y me subí al contenedor para después dar un salto y agarrar con fuerza su mano.

     Saltamos al otro lado en cuestión de segundos.

     Miré a mi alrededor conteniendo el aliento.

     —¡La leche!

     —Es aún más bonito desde la arboleda, te lo garantizo.

     Frente a mis ojos había un jardín exquisitamente cuidado. Los invernaderos iluminados mostraban una colección de rosales de colores variados, lirios, hortensias y exóticas orquídeas. Tuve ganas de entrar para poder contemplarlas desde más cerca, pero Cristian se encargó de devolverme nuevamente a la realidad.

     —Vayamos allí, es más seguro –señaló en dirección a la arboleda.

     Nos dirigimos hacia ese lugar en silencio, mirando cada rincón del parque intentando retenerlo. Habían plantas de todo tipo, tan extrañas como coloridas; nunca había visto un lugar tan especial como aquél.

     —¿Dónde estamos? ¿Qué hacen aquí?

     —Es un vivero, cultivan plantas que luego venden a las grandes superficies.  

     —Es alucinante.

     —Pero mi lugar favorito es este pequeño rincón olvidado, aquí nunca viene nadie. Es propiedad privada de estas instalaciones, pero está lo suficientemente lejos de la carretera y los trabajadores, nunca vienen aquí. Eso hace que sea un lugar secreto.

     Efectivamente era un lugar poco transitado, no había un sendero a seguir que nos condujera al prado que había justo en el centro de la arboleda. Todo estaba invadido de hierbas y zarzas que trepaban por los troncos de los árboles. Pronto perdimos de vista los invernaderos y nos sumergimos en un mundo paralelo. Era extraño que ese pequeño lugar retirado del mundo estuviera dentro de una ciudad tan poblada, eso hacía que fuera especial.

     Seguí de cerca a Cristian, quien de tanto en tanto me ayudaba a esquivar algún obstáculo que se encontraba en el camino hasta llegar a la cima, coronada por unas grandes rocas planas en las que nos podíamos sentar y admirar el paisaje sin ser vistos, pues estaban colocadas de tal manera que formaban una semicueva que nos ofrecía cobijo.

     —¿Cómo descubriste este lugar?

     —Se hacen muy largas las tardes en la tienda, así que necesitaba un sitio aislado y cercano a mi lugar de trabajo. Lo encontré por casualidad.

     —Es bonito.

     Asintió convencido.

     —Lo es.

     Hablamos un rato más sobre aspectos de nuestro pasado, de nuestros orígenes. Mencioné a Edgar de pasada y sin entrar en detalles, no tenía la suficiente confianza como para revelarle aspectos más íntimos.

     Cuando consideré que habíamos estado mucho tiempo aislados, regresamos a la civilización.

     —Lo he pasado muy bien, es agradable no estar a solas con mi tío, para variar.

     Sonreí.

     —Lo mismo digo. Gracias por mostrarme ese lugar, ha sido como un sueño.

     —Estaba pensando... –continuó impidiéndome avanzar–, mañana puedo enseñarte a revelar fotos de forma tradicional, si no tienes nada qué hacer, claro.

     Un estremecimiento de entusiasmo me recorrió entera.

     —¡Me encantaría!

     —Pues lo dicho. Quedamos mañana sobre esta hora.

     Asentí contenta y troté pizpireta hacia la calle principal, donde se encontraba mi coche.

     Tuve que soportar el nerviosismo de Philip, estaba preocupado por mi tardanza pero logré tranquilizarle y de paso mentí diciendo que repetiríamos esa escapada porque me habían ofrecido un curso de revelado que no podía rechazar. Obviamente omití el detalle de que había abandonado la tienda para adentrarme en una arboleda secreta vallada por muros de hormigón; no quería preocuparle más de lo debido y dicho así, sonaba muy mal lo que había hecho.

Temas serios

 

     «Bien, Diana, no dejes que el sueño te venza».

      Esa mañana decidí contagiarme un poco de las costumbres sanas de Edgar. Salir a correr por la finca me pareció una buena manera de empezar a ponerme en forma. El gimnasio estaba ocupado por él y no quería incomodarle, pues si estábamos juntos de seguro que comenzaría con la retahíla de preguntas y ninguno de los dos se concentraría en el ejercicio.

     Pensé en que correr me ayudaría a reflexionar, aunque no podía deleitarme demasiado si quería pillarle antes de que fuera a trabajar. Esa mañana tenía planeado formular las preguntas adecuadas, aquellas que pudieran ofrecerme más información acerca de él y que no pudiera eludir tan fácilmente como las de los días anteriores. Ya me había dado cuenta de lo bien que se le daba esquivar temas personales, así que me había propuesto dejar a un lado la sutileza e ir directamente al grano.

     Salí por la puerta más positiva que nunca; obviamente no había contado con la humedad. Al poner un pie fuera el frío me azotó el rostro dejándolo tirante y percibí el sutil manto húmedo de la niebla sobre mi cabeza. Ignoré esa molesta sensación e inicié la marcha. Los obstáculos era un claro impedimento para correr como es debido, eso sumado a mi extrema torpeza, hacía del footing un deporte de riesgo.

     Mientras entrenaba mi cuerpo, mi mente inquieta se preparaba para la conversación más importante de mi vida. Por encima de todo quería conocer todos los detalles del accidente que le había desfigurado, intuía que ese asunto era un hecho relevante que me haría entender muchas cosas. Ese sería mi principal objetivo.

     Miré distraída la hora en mi reloj y mi tez se volvió blanca como la cal en cuanto me di cuenta de que eran las siete y diez e iba a llegar tarde. ¡Mi tercer día y ya iba a fallar! Di media vuelta y aceleré la marcha para regresar lo más rápido posible.

     Lo peor sería que no tendría tiempo de ducharme, ni de "adecentarme", seguramente tendría que soportar la reprimenda de Edgar por mi desatinada vestimenta. Mientras pensaba esto no reparé en un enorme charco embarrado que había justo delante de mí, y sin tener tiempo de reaccionar, resbalé y mi cuerpo se precipitó hacia delante enterrando  la cara en el barro.

     «¡MIERDA!»

      Miré atentamente los daños mientras me incorporaba; no había nada qué hacer.

     Me limpié como pude y recorrí los metros que me separaban de la casa al trote.

     Entré con prisa en el recibidor y subí rauda las escaleras que conducían a mi cuarto cuando Edgar me sorprendió en mitad del ascenso.

     —¡Diana, pero qué...!

     Sus ojos me estudiaron confusos.

     —Shhh... –musité acallando sus mudas preguntas–No digas nada, ya lo sé.

     Me miró con los ojos desorbitados por la preocupación.

     —¿Te has caído? –preguntó mientras recorría mi cuerpo con la mirada en busca de heridas.

     —Bueno, en realidad...  –me limpié un poco la babilla, que todavía estaba llena de barro–, esto es buenísimo para el cutis. Sí, –asentí complacida por mi excusa– hoy me he dicho: vamos a ponernos una mascarilla de barro natural y... –le enseñé las manos con el barro que acababa de retirar de mi cara –¿Quieres un poco? –dije acercándome a él con una sonrisilla traviesa.

     —No. Gracias. Pareces la criatura del pantano –respondió esquivándome con buen humor.

     —¡Oh, vamos, no seas remilgado! ¡Sólo será un poquito! –insistí y le perseguí con la mano en alto.

     Él volvió a esquivarme sujetándome la muñeca para que no pudiera alcanzarle mientras descendía dos escalones, en ese momento nuestras alturas se igualaron y obtuve por primera vez un primer plano de él a escasos centímetros de mi rostro.

     Su risa cesó en el instante en que me puse seria observándole. La máscara y parte de su cabello ocultaban una mitad de él, la otra permanecía inquebrantable, suave y perfecta. Un rostro blanco e iluminado por un precioso ojo azul cielo, tan claro que podía distinguir las marcas del iris, me recordaban a los dibujos que se forman en un calidoscopio. Mi cuerpo se estremeció un instante por tenerle tan cerca, por ser tan condenadamente guapo y atemorizante a la vez; no podía describir la dualidad de emociones que me producía. Una parte de mí lo veía grotesco, desfigurado, un hombre insensible y despiadado acostumbrado a tratar a todo el mundo como a títeres, pero otra parte de mí, y esa era la que me daba más miedo, se sentía extrañamente atraída por él, con ganas de adentrarme en sus secretos más oscuros y descubrir la persona que había realmente dentro del enorme bloque de hielo que tenía plantado frente a mí. Por extraño que pueda parecer, la mitad sana de su rostro conseguía intimidarme más que la dañada. No podía negar que, pese a todo, Edgar era muy atractivo, y más cuando conseguía relajarse. Claro que rara vez se producía ese milagro, pero cuando conseguía que lo hiciera, por breve que fuera ese instante, ¡Dios, qué maravillosa sensación!

     —Voy directamente a trabajar, hoy se ha hecho tarde –alegó dándose la vuelta y descendiendo las escaleras.

     –¡No, por favor! ¡Espera! –conseguí que se diera la vuelta– Desayunemos juntos.

     —Tengo cosas que hacer –repitió.

     —Mira, deja al menos que me limpie un poco la cara, te prometo que no tardo nada, pero no te recluyas en tu mazmorra todavía.

     —Diana, no... –contestó quejándose.

     Empecé a subir rápidamente los escalones que faltaban y tropecé en el último dando con la rodilla en el suelo.

     —¡Diana! –gritó ascendiendo rápidamente.

     —¡Estoy bien! –me apresuré a decir– Pero no te vayas, ¿vale?, espérame.

     Corrí por el pasillo hasta llegar a la puerta de mi habitación.

     —¡Ni se te ocurra irte! –le recordé antes de entrar.

     —Está bien –dijo desde la escalera–, te espero, pero deja de correr, es obvio que no se te da bien.

     Reí para mí.

     Me vestí en un tiempo récord con unos simples leggins  y una camiseta naranja con la marca de mi helado favorito estampada. Me aseé como pude antes de regresar a las escaleras, donde Edgar no se había movido ni un milímetro.

     —¡Vaya, es la primera vez que me haces caso! –sonreí con maldad– ¿Quién te iba a decir a ti que acabarías cediendo a los caprichos de una niña?

     Puso los ojos en blanco y me siguió escaleras abajo.

     —No hagas que me arrepienta de tener un poco de consideración.

     Me reí y salté los escalones que quedaban de un único salto.

     —No puedes dejar de hacer eso, ¿verdad?

     —¿El qué? –pregunté sin entender.

     —De comportarte como un cervatillo.

     —¿Un cervatillo? –Me eché a reír–Tú tampoco puedes dejar de comportarte como un snob estirado y no te digo nada, te acepto tal y como eres –le sonreí con autosuficiencia.

     Suspiró cansado.

     —¿Y qué demonios llevas puesto esta mañana? ¿Es algún tipo de uniforme de trabajo?

     —¡Madre mía, Edgar! ¿No te cansas de ser tan capullo?

     —Esa boca... –me advirtió.

     Me encogí de hombros sentándome a la mesa. Como los días anteriores María la había ataviado con nuestro desayuno. Cogí una manzana del frutero y me recoloqué en la silla con un pie sobre el asiento.

     —¿Sabes? A veces haces que me sienta como Julia Roberts en Pretty Woman: un ricahón sin vida social más allá del trabajo, me arranca del suburbio en el que vivo e intenta constantemente refinarme.

     Edgar golpeó mi rodilla obligándome a bajar la pierna de la silla.

     —Definitivamente, hubiera sido más fácil si te hubiera sacado de Hollywood boulevard, empiezo a creer que contigo no hay nada qué hacer...

     —Deberías aprender a relajarte, sin duda serías mucho más feliz.

     —¿Tú crees? –contestó escéptico, sin demasiado entusiasmo, al tiempo que abría el periódico doblado que había junto a él.

     —¡Eh! –exclamé tirándole una miga de pan en el periódico –es nuestro momento de conversar –le recordé.

     —Sí, ese era el trato –reconoció–, pero tengo la sensación de que estás buscando discutir y no es algo que me apetezca hacer ahora mismo.

     —Está bien –suspiré. Debía concentrarme en dejar las bromas a un lado y empezar con el interrogatorio si no quería quedarme sin tiempo, ya era bastante tarde, pero como siempre, me distraía con suma facilidad del objetivo–, hablemos de temas serios... –hice una breve pausa esperando a que su mirada volviera a centrarse en mí– ¿cuál es tu color favorito? –mi pequeña broma consiguió sacarle una sonrisa. Depositó el periódico nuevamente sobre la mesa para prestarme atención.

     —Mi color favorito... –repitió rascándose el mentón mientras reflexionaba–, es algo que no me han preguntado nunca.

     —¿De verdad? –dije con los ojos bien abiertos.

     Asintió sin darle más importancia.

     —Creo que mi color favorito es el... amarillo.

     —¿Amarillo? –arrugué el entrecejo– ¿Por qué?

     —Porque el amarillo es un color luminoso, no sé... –divagó– me gusta.

     —Vaaale –acepté analizando su respuesta en mi mente.

     —¿Y tu comida favorita?

     Lo pensó durante un rato.

     —Porridge.

     —¿Qué diablos es eso? –espeté arrugando el entrecejo.

     Se echó a reír.

     —¿No lo has probado nunca, ni siquiera cuando eras niña?

     —No sé lo que es... –alegué.

     —Pues es una especie de gachas, hechas con avena. Es una comida típica escocesa.

     Abrí la boca por el asombro.

     —¿Me estás diciendo, que de entre todos los platos que existen, tu predilecto es una especie de engrudo hecho con avena?

     Su risa se hizo más intensa.

     —Dicho así suena muy mal, –reconoció– pero en mi defensa diré que es un plato que me gusta por los recuerdos que me evoca. A veces asociamos algo insignificante a un recuerdo o un momento que nos hizo feliz y eso lo convierte en especial.

     —¿A qué recuerdo asocias esa comida?

     —¿Y qué hay de ti? –intervino rápidamente esquivando mi pregunta– ¿Cuál es tu plato favorito?

     Su repentino interés me pilló desprevenida. Tardé unos segundos en reaccionar.

     —Pues... yo me quedo con la pizza.

     Su sonrisa volvió a brillar.

     —Tampoco es que tengas gustos exigentes.

     Me encogí de hombros.

     —¡Psss! ya ves...

     —Bueno –centró la mirada en su reloj de muñeca, recordándome que no nos quedaba mucho tiempo y empecé a ponerme nerviosa–, debo irme, ya no puedo alargarlo más, tengo una reunión en veinte minutos.

     Cerré los ojos derrotada. Siempre me pasaba lo mismo, por una cosa u otra las preguntas acababan en cuanto intentaba hondar un poco más en el profundo mar de sus secretos.

 

     El resto del día lo pasé subiendo mis últimas fotos a Instagram. Las había escaneado y esperé ansiosa la respuesta de mis amigos, sabía que no tardarían en comentármelas. La verdad es que estaba muy orgullosa de cómo habían quedado.

     Después de la llamada a casa y el e-mail que envié a Emma, bajé al comedor con ganas de encontrarme con María para charlar un rato.

     —¡María! –exclamé con ímpetu y ella dio un brinco– ¿Te he asustado?

     —Oh..., no, es sólo que... –en su rostro se dibujó una sonrisa impostada– ¿qué querías, cariño?

     Su nerviosismo no me pasó inadvertido. Desvié la mirada hacia su espalda y alcancé a ver una melena pelirroja accediendo a las escaleras que daban paso al sótano, donde se encontraba el despacho de Edgar.

     —¿Quién es? –pregunté sin dejar de mirar el lugar donde la pelirroja había desaparecido.

     —Pues es... –carraspeó–, ha venido por trabajo. Ya sabes que a veces Edgar atiende aquí sus compromisos.

     Asentí no muy convencida de su argumento, pues parecía nerviosa, como si tuviera miedo a revelarme la verdadera identidad de esa mujer. No hizo falta más para ponerme en tensión.

     —¿Qué querías decirme, cielo?

     Parpadeé aturdida hasta volver a centrarme.

     Hablamos durante un rato de banalidades hasta que llegó la hora de ver a Cristian.

     Debía admitir que salir de de casa para hacer algo divertido me hacía muy feliz, mi estancia se hacía más soportable.  

 

 

 

Continuará...