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Fuego Vs hielo (6)

en Erotismo y Amor

Nota de la autora: Este relato forma parte de una serie. Recomiendo leerla desde el principio.

 

 

 

 

 

27

 

 

 

Las semanas pasan a una velocidad vertiginosa, da miedo pensar que ya se acercan las navidades. Como cada día, intento dar todo de mí en el trabajo, pretendo dejar las cosas bien atadas para no tener que preocuparme de nada durante las vacaciones. Hago un sinfín de horas extra, a veces, tengo la sensación de que trabajo como si esta maldita empresa fuese mía.

Sofía me envía un e-mail en él me adjunta parte de las fotos que pondrá en la campaña publicitaria de Anna’s line. Descuelgo la mandíbula en cuanto abro el correo, su trabajo es muy bueno, son fotos naturales, pero muy cuidadas. Sonrío al verme posando de esa guisa, salta a la vista mi poca experiencia, y en algunas fotos se me ve algo rígida; aunque ahora lo entiendo, es justo esa esencia la que quería captar en mí: mi total inexperiencia. Solo puedo decir que lo ha conseguido, se me ve pizpireta, con esa mirada negra y brillante como chocolate líquido, a juego con mi largo pelo ondulado y puesto de cualquier manera. Si no fuese porque son fotos mías, diría que su idea me gusta porque es capaz de plasmar la sencillez.

Las miro durante largo rato, analizando cada detalle. Está todo estudiado y nada ha sido dejado al azar, ni el fondo mal colocado que hay a mi espalda, la silla desgastada o la posición del jersey, que a punto está de escurrirse por mi hombro dejándome un pecho al aire.

—Un buen trabajo.

Doy un bote en mi asiento al tiempo que me cubro el pecho con la mano, girándome hacia atrás. ¡Menudo susto! Apago rápidamente la pantalla muerta de vergüenza mientras James sonríe, se coloca a mi derecha y, casi susurrando, dice:

—Te confieso que no he dejado de mirarlas desde que las he recibido. Tengo encargada una en tamaño póster, para colocar en el vestíbulo de la empresa tan pronto como hagamos público el anuncio.

¿Puede avergonzarme todavía más? La respuesta es sí. Sí puede.

—¿Aquí, en la oficina? –pregunto presa del pánico elevando el tono.

—Sí.

—No creo que sea una buena idea, los cotilleos de la gente y los comentarios malintencionados...

—Anna, te verán de todas formas en la publicidad.

—Ya, pero no es lo mismo.

Sonríe, su dulce rostro me deja tonta, me levantaría ahora mismo y le besaría, sin importarme las consecuencias. Haría tantas cosas si supiera que puede corresponderme libremente... Pero no es el caso, así que más vale que alce un sólido e infranqueable muro a mí alrededor, para que no pueda entrar e invadir lo poco que ha quedado de mí tras su marcha.

Quiere añadir algo, pero antes de que logre articular palabra, el insecto palo inglés se aproxima con movimientos lentos y vacilantes a nosotros, flexionando ligeramente los codos y tirando los brazos hacia delante mientras sus manos se unen en el centro para frotarse. Ahora me recuerda todavía más a un insecto.

—¿Te queda mucho aquí amor mío? –le envuelve con sus largos tentáculos desplegables mientras el cuerpo de James, se torna rígido en respuesta–. Tenemos que terminar nuestra lista de boda, ayer la dejamos a medias –él cierra los ojos, como intentando mantener la serenidad.

—Está bien, Alexa, ya nos vamos.

¡Cabrón! ¡Le odio! ¿Cómo puede dejarse llevar de esta manera? ¡En lugar de sangre tiene horchata! Ver su actitud sumisa, solo me provoca unas enormes ganas de cogerle fuertemente de las solapas de su traje para zarandearle mientras chillo a vivo pulmón, ¡REACCIONA!

En cuanto logro recomponerme de mi exaltación, continúo trabajando media hora más antes de irme.

—¿Qué es todo esto? –digo no bien llego a mi apartamento. Está todo lleno, inundado de flores de colores; no cabe ni una más.

—¿Qué te parece? –pregunta Lore, poniendo los ojos en blanco–. Alguien intenta llamar la atención de Mónica.

—¿El jovencito?

—Eso parece.

Sonrío, desprendo una flor del ramo y me la llevo a nariz. ¡Qué bonito!

Llaman al timbre. Lore empieza a reír, se gira y grita:

—¡¡¡Mónica!!!

Sale malhumorada de la habitación, dando un portazo, y ni siquiera me dice "hola" cuando me ve. Abre la puerta de entrada bruscamente, cuadrándose ante ella como una guerrera.

—¿Qué?

—Traigo este ramo para Mónica Rodríguez.

—Soy yo.

—Si es tan amable de firmarme aquí...

Firma y cierra la puerta en sus narices. Tira el ramo en la mesa, lo recojo con cuidado y le hago sitio en el jarrón.

—¿Cuánto tiempo llevas así?

—Toda la tarde –contesta algo brusca–. ¿Te lo puedes creer? ¡Me está mandando flores desde todas las floristerías de la ciudad! ¡¿Es que esto no va a tener fin?! ¡¿Hasta cuándo va a durar?! –se me escapa una risilla traviesa.

—A alguien le importas, y mucho.

—¡Pues ya se puede ir olvidando! No deja de ser mi alumno, por más flores que insista en enviarme –llaman otra vez al timbre.

—¡Joder! –grita desesperada llevándose las manos a la cabeza.

—Yo sé cómo parar con esto –aventuro a riesgo de jugármela.

—¿Cómo? –pregunta esperanzada.

—Queda con él; aunque solo sea para tomar un café, porque me da que no va a dejar de enviar flores hasta lo hagas.

Vuelven a llamar, Mónica suspira y vuelve a abrir la puerta. Miro a Lore y ambos reímos en silencio. Mónica reaparece poco después y vuelve a tirar el ramo sobre la mesa, esta vez, de rosas rojas.

—¡Está bien! Ese gilipollas se va a enterar –Coge una de las decenas de tarjetas que acompañan a las flores y teclea de mala manera el número que hay escrito en ellas–. ¿Se puede saber qué coño te pasa? Haz el favor de dejar de enviarme flores, ¿acaso quieres originar un caos medioambiental, o qué? –reprimo la risa y me siento en el sofá junto a Lore, sin perder de vista a mi amiga–. ¡No quiero ni una más! ¡¿Te queda claro?! –empieza a caminar nerviosa por toda la habitación–. ¡Ni en un millón de años! –termina y cuelga.

Mejor no decirle nada cuando está así, es capaz de escupir fuego por la boca. Vuelven a llamar al timbre, ella grita, saca otra vez el móvil del bolsillo y llama de nuevo.

—¿Qué quieres, volverme loca? –se sienta en la silla bruscamente y da un puñetazo contra la mesa–. Está bien, en cinco minutos estoy ahí. ¡Y más te vale acabar ya con esto! –se levanta de la silla de un salto y nos mira–. Voy a cantarle las cuarenta –dice y se dirige al perchero de la entrada para descolgar su abrigo–. No quiero sonrisas ni comentarios con segundas por vuestra parte –nos señala con el dedo acusador, y ambos, levantamos las manos a la vez en son de paz.

—Que vaya bien tu cita –añade Lore, a lo que Mónica le fulmina con la mirada.

—No es una cita. Y te lo advierto, cualquier comentario desdeñoso y haré que te comas tus palabras.

Aguantamos la risa hasta que sale del piso envuelta en una oleada de rabia e ira antes de empezar a reír como posesos. Ese pobre chico, se acaba de convertir en mi nuevo ídolo.

28

 

 

 

Llevo unos días en los que mi humor varía como una veleta, a veces soy la chica radiante, dicharachera y vital de siempre, aquella que todo el mundo conoce, otras, parezco la sombra de un ser inanimado, incluso Pol se ha dado cuenta. Sé quién es el culpable de todos esos bruscos cambios de humor, y no es más ni menos que James. Es verlo y me asalta una rabia inmensa, he pasado de las ganas de tenerle al odio más profundo, me pongo mala cuando me cruzo con él, por lo que intento esquivarlo todo lo posible. Aun así, hay momentos en que tengo que encontrarme con él a la fuerza, pero entonces, adopto una expresión taciturna, ocultando al máximo cualquier tipo de emoción o sentimiento.

Por suerte, él ha optado por mantener las distancias, ya no acude a mí, ya no hay encuentros casuales ni extrañas conversaciones. Desde que su prometida frecuenta diariamente nuestra empresa intentando robarle momentos, él se muestra de lo más prudente, ni siquiera me mira. Eso debería alegrarme, al fin y al cabo es lo que quería, sin embargo, no me siento satisfecha, me duele su indiferencia casi tanto o más que el hecho de que vaya a casarse. Pero es que aquellos días en Madrid no tuvimos solo sexo, estoy convencida de que hubo algo más; aunque ahora solo quede un lejano eco. Cada día me cuesta más hacerme a la idea de que todo ha terminado, y no hago más que pensar si los momentos que vivimos ocurrieron de verdad o no fue más que una visión distorsionada de lo que realmente sucedió entre nosotros. Suspiro, resignándome, convencida de que todo esto pasará en cuanto encuentre un hombre que me haga el amor como es debido, después de todo, dicen que un clavo saca otro clavo, y yo, no podría estar más de acuerdo con ese dicho.

De Franco no sé nada, menos mal. Se ha dado por aludido y me concede mi espacio, tal y como le pedí. Lo cierto es que mi cerebro ha bloqueado el hecho de que nos hemos acostado juntos, es como si nunca hubiese ocurrido; ese polvo, sencillamente no cuenta.

Por otra parte, no estoy sola en el campo de las desilusiones, Elena no ha conseguido nada con Carlos, ni siquiera después de acudir a hablar con él en un par de ocasiones. Es algo que hasta ahora no había hecho nunca, por primera vez se ha lanzado; aunque no ha obtenido los resultados deseados, así que el humor que se gasta últimamente es un tanto áspero. Por suerte, llegan pronto las vacaciones, y este año, tiene planeado ir a ver a su hermana a Ámsterdam, viajar le va a venir de lujo. Le he recomendado un porro para calmar esos nervios; pero dudo que me haga caso.

Vuelvo a mi puesto tras haber acabado de hacer las últimas fotocopias. Abro la bandeja de entrada y me encuentro un correo interno. Un fugaz estremecimiento me recorre el cuerpo pensando que se trata de un mensaje de James, pero no, cuando lo abro, me doy cuenta de que no es él quien me escribe.

“Este viernes, veintiuno de diciembre, celebramos un pequeño cóctel de empresa en el hotel CR de Barcelona, con motivo de las vacaciones de Navidad. Os esperamos a todos a las 19:30 h.

Atentamente,

Marcos Torres, jefe de personal”.

 

Lo pienso durante unos segundos y me giro hacia Vane.

—¿Vas a ir al cóctel de empresa este viernes? –ella hace una mueca.

—Mi hijo tiene una representación en el colegio, le hace mucha ilusión que vaya a verle.

—Entiendo...

—Además, sabes que ese tipo de fiestas no me van mucho.

—Ya –intento no mostrar mi decepción, no quería ir sola.

En fin, puede que ni siquiera vaya. Apago el ordenador, despejo la mesa y me voy a casa.

29

 

 

Hoy es el último día antes de las vacaciones. Al final, no he podido encontrar un pretexto lo suficientemente convincente para negarme a acudir a la invitación de empresa. La gente no puede estar más contenta, así que aunque solo sea por eso, no me arrepiento de haber venido y verlos a todos reunidos, después de haber superado unos momentos tan difíciles. Con mi vestido de gasa azul verdoso, ese que tiene una fina rejilla transparente que cubre mi espalda con unas florecillas y hojas bordadas de forma sensual, entro en la recepción del hotel con la cabeza bien alta. Enseguida me saluda Marcos, que como yo, acaba de llegar.

—¿Qué tal, Anna? ¡Estás muy guapa!

—Gracias. Es una ocasión especial, ¿no?

—Supongo. Ya puedes aprovechar ya, no sé cómo se le ocurre al jefazo organizar algo así cuando la empresa a duras penas se sostiene en pie.

—Ya sabes, extravagancias de estos ricachones, no saben ser pobres.

—La gente como ellos jamás será pobre, al menos este tiene la decencia de compartir un poco de su fortuna con nosotros, no recuerdo que el otro nos invitara a nada.

En eso tiene razón. Inclino la cabeza sorprendida por su argumento.

—¿No ha venido Vanessa? –dice al darse cuenta de que voy sola cuando siempre estamos las dos juntas.

—No, su hijo tenía una representación en el colegio.

—Es comprensible, cuando tienes hijos tu tiempo de ocio no es que se reduzca a la mitad, simplemente deja de existir –me echo a reír.

—¿Lo dices por experiencia?

—Sí; aunque las mías ya están creciditas, la pequeña tiene diez.

—¡Vaya, pues sí que has corrido! ¿Cuántos años tienes? –sonríe.

—Cuarenta y tres, el ecuador de mi vida.

—Está bien eso.

Nos colocamos en el centro de la sala mientras seguimos conversando. Marcos es un buen hombre, se le nota a leguas; aunque se empeñe en mostrar frialdad, distanciamiento y excesiva profesionalidad en el trabajo. En momentos como este, en los que logra relajarse y se esfuerza por relacionarse con todos sin distinción, es cuando verdaderamente te das cuenta.

Se respira un buen ambiente entre los compañeros, es la primera reunión extra laboral que tenemos, al menos desde que yo empecé a trabajar aquí. Jamás habíamos hecho una cena de empresa ni una quedada a gran escala, y es que aunque seamos pocos, no tenemos mucho contacto los unos con los otros.

Mientras esperamos a que James nos dedique unas palabras, me atrevo a observarle. Ha vuelto a sus trajes sueltos, sin forma ni gusto, es obvio que le viste su novia, lo que no entiendo es por qué quiere esconderle entre esas prendas de ropa, que bien podría usar mi padre de aquí a cincuenta años. Transcurridos unos segundos, cuando el grupo ha empezado a callar progresivamente, nos dedica un pequeño discurso. Con esto queda inaugurada una nueva etapa en la empresa, en la que él va a estar al mando. Nos anima diciendo que se acercan momentos de cambios, de novedades, menciona el dichoso anuncio que se estrena después de las campanadas en Antena 3, incluso le pone algo de emoción al decir que nos sorprenderá a todos. Me pongo como un tomate al pensar en la reacción que tendrán mis compañeros cuando vean que la chica que aparece en la publicidad, soy yo. Por último, nos desea unas felices fiestas y una buena entrada en un año repleto de cambios positivos para todos, espera. Pero nos quedamos de piedra cuando tras su discurso, nos señala con la mano una mesa repleta de botellas de vino con lazos rojos, invitándonos a coger una antes de marcharnos; sin duda, es un gran detalle.

Tomamos un ligero tentempié, bebemos, reímos y algunos incluso bailan contoneándose al ritmo de una música chill out. Yo sigo en el centro de mi circulito, hablando con todo aquél que se presta. De tanto en tanto, para torturarme un poquito, miro de reojo a James, siempre acompañado de su monísima novia larguirucha. ¡Madre mía, si ese es el tipo de mujer que le gusta, no sé que hacía conmigo! No me parezco absolutamente en nada a ella.

De la mano de la esfinge rubia, se detiene unos minutos en cada uno de los distintos grupos. Una cosa hay que reconocerle a mi jefe, está intentando relacionarse con cada una de las personas que trabaja para él, y eso le honra. Mientras sigo la conversación de aquellos que me rodean, no le quito ojo, y cuando intuyo que el próximo grupo que le queda por visitar es el nuestro, me escabullo buscando con la mirada una salida, y la encuentro. Presiono la palanca de la puerta de emergencia y salgo a una de las terrazas traseras del hotel, pongo una piedra para bloquearla y evitar que se cierre del todo. Uno de los camareros tose y escampa con la mano el humo del cigarrillo que se estaba fumando.

—Disculpe señorita –aplasta la colilla con el pie sobre el asfalto y está a punto de volver a la sala, pero le interrumpo.

—Por mí no lo hagas, y tranquilo, no se lo diré a nadie –le guiño un ojito con complicidad–. ¿Tienes uno? –asiente devolviéndome la sonrisa.

Me entrega un cigarrillo, lo sostengo con dos dedos y me acerco a él para encenderlo con el mechero que me ofrece. Me lo llevo a la boca y tomo una gran calada. No suelo fumar, lo dejé a los veinte dando por concluida una etapa rebelde de mi vida, pero hoy me apetece.

—Yo tengo que entrar señorita, me temo que no puedo escaquearme más. ¿Quiere que le traiga algo?

—No, gracias. Me has dado justo lo que necesitaba –le digo exhibiendo el cigarrillo entre mis dedos –el chico asiente con una gran sonrisa y abre la puerta cuidando que la piedra que la bloquea no se mueva, antes de regresar a su trabajo.

Me recuesto contra la pared, llevando mi cabeza hacia atrás y dando otra calada a ese cigarrillo que me está sentando de maravilla. Expulso el humo lentamente, incluso cierro los ojos durante el proceso. Todo está tranquilo ahora, en calma, nada me altera.

El ruido chirriante de la puerta al abrirse me hace abrir los ojos de golpe. Sale James y se cierra la puerta. ¡Será imbécil! Se sorprende al verme ahí parada, quieta, sin mover un solo músculo, no me cabe ninguna duda de que no esperaba encontrar a nadie aquí.

—¡Anna!

—James... –le digo y regreso la mirada al frente mientras doy otra calada al cigarrillo.

—¿Tienes uno?

—No –digo en tono seco–. No fumo –se ríe.

No puedo evitar sonreír también, suspiro y le entrego el cigarrillo.

—Gracias –se lo lleva a la boca, da una calada y exhala el humo lentamente–. No sabía que fumabas –dice volviéndome a entregar el cigarro.

—Y no fumo, solo en los momentos de enorme estrés y tensión –doy una profunda calada y se lo paso de nuevo; él lo acepta.

—Igual que yo. Lo que no entiendo es por qué estás estresada y en tensión, hoy coges las vacaciones –me encojo de hombros.

—Bueno... –vacilo–, por cosas que ahora no vienen a cuento. ¿Y tú? –me apresuro en preguntar antes de que se le ocurra indagar más. Suspira mientras me devuelve el cigarrillo.

—¿Sabes esos momentos en los que parece que eres un tren en marcha al que le fallan los frenos? Pues así me siento últimamente, incapaz de detenerme, corriendo a toda velocidad por una vía de sentido único. Le entrego el cigarrillo al que apenas le quedan dos caladas.

—Toma, a la vista está que lo necesitas más que yo –se echa a reír y lo acepta.

—Gracias. ¿Qué vas a hacer estas fiestas? –insiste en seguir conversando mientras da una calada más, así que vuelvo a recostarme contra la pared.

—Voy a casa de mis padres.

—¿Todas las navidades?

—Sí –asiento.

—Son fechas para pasar en familia, supongo.

—¿Qué harás tú? –quiero saber.

—Regreso a Londres, mañana cojo el avión. También pasaremos unos días con mi madre.

—¿Y tu padre? –hace una mueca.

Sé que entre él y su padre pasa algo, pero no me atrevo a preguntar directamente, así que intento deducirlo con “desinteresadas” preguntas aisladas.

—Mi padre lleva años sin ir a Londres. Vive aquí.

—Ah.

Típico caso de padres divorciados: el niño se queda con la madre y pasa el resto de sus días odiando a su padre por lo que hizo, o lo que cree que hizo. Solo es una teoría, pero seguro que van por ahí los tiros.

—Bueno, creo que deberíamos entrar ya, alguien podría notar nuestra ausencia.

Me dirijo hacia la puerta de emergencia, entonces recuerdo que se ha cerrado y ahora no podemos entrar. ¡Mierda! Tendremos que ir por la entrada principal. Rodeo la terraza y él me sigue; aunque dos pasos por detrás. Bordeamos prácticamente toda la manzana hasta subir la amplia escalinata del hotel. Reaparecemos en la sala prácticamente juntos, corro hacia la barra de bebidas y pido un Martini suave con limón. Me lo bebo rápido, hablo un poco más con algunos compañeros y decido regresar a casa, pero antes, cojo dos botellas de vino: la mía y la de Vanessa.

30

 

 

 

Ya se han ido mis amigos entre lágrimas y achuchones, han regresado a sus casas para pasar las fiestas, o parte de ellas, con sus familias. Yo me dispongo a hacer lo mismo, pero soy la última en abandonar el piso, mis padres viven aquí al lado, en Gerona. Lore se va a Córdoba, Elena a Ámsterdam y Mónica a Valencia. Ahora que pienso… No ha vuelto a mencionar nada de ese muchachito que le enviaba flores, como siempre, suele callarse las cosas más interesantes; apuesto a que la experiencia le ha gustado, pese a que nunca lo admitirá.

Acabo de cerrar mi maleta, para un par de semanas llevo un montón de cosas, como siempre, todo por si acaso. También me acuerdo de incluir los regalos de mis padres, las entradas de teatro para ver el musical de El Rey león en Madrid. No paraba de verlo anunciado en todas partes y generaba una gran expectación, así que en cuanto regresé de mi viaje, saqué las entradas con toda mi ilusión por Internet; estoy segura de que les va a encantar.

Voy al baño para coger mi neceser, es lo último que me queda por incluir en la maleta. Me aseguro de llevar mi maquillaje preferido, mis colonias, gomas para el pelo, cepillos, cremas... ¡Perfecto! No me dejo nada importante.

Antes de que logre llegar a la habitación, llaman al timbre. Automáticamente miro el reloj, no sé quién puede ser a estas horas. Maldigo los viejos apartamentos que no tienen portero automático, y no puedes dar esquinazo a la gente sin necesidad de que suban a tu casa. Abro la puerta, estoy algo distraída, pero cuando reconozco la persona que hay al otro lado, intento cerrar de nuevo. Su mano se interpone en la grieta, le empujo, pero no hay manera, soy incapaz de cerrarla.

—¡Vete! –digo enfadada por su insistencia.

—Necesito hablar contigo. Anna, por favor.

—No tenemos nada de qué hablar. Como no pares llamaré a la policía, ¡juro que lo haré! –suspira.

—Solo te pido que me escuches, necesito que lo entiendas.

—¡Lo entiendo todo perfectamente! ¡Vete!

Se retira lo suficiente como para que pueda cerrar la puerta, y respiro aliviada mientras recuesto mi espalda contra el marco de madera.

—Algún día tendrás que salir –me recuerda con total tranquilidad–, te estaré esperando. No pararé hasta que escuches lo que tengo que decirte.

¡Maldita sea! Me muerdo el labio inferior, confusa. ¿Qué puedo hacer? ¿Llamo a Lore? Pero a estas alturas ya debe estar cerca de Córdoba. ¿A la policía? Eso me resulta un tanto excesivo. Suspiro y me muerdo los nudillos con decisión. Trascurridos unos minutos, me recompongo, alzo un sólido muro de indiferencia y abro la puerta para dejarle entrar.

—Gracias –susurra.

Mis pupilas se dilatan al verlo entrar con una maleta. Ha dejado a un lado su habitual traje antiguo, me gusta su ropa informal: el polo de rayas grises que lleva, su cazadora de cuero marrón G-Star, y esos tejanos de cintura baja que tan bien le quedan.

—¿Qué haces que no estás en Londres? –espeto a la defensiva.

—He cambiado de opinión en el último momento, al final me quedo aquí.

—Ah.

Toma asiento en el sofá, pero me mantengo erguida como un faro, con los brazos cruzados sobre el pecho y la expresión más fría que puedo mostrar intentando que se sienta incómodo para que se vaya antes.

—Alexa se ha ido en el vuelo de las siete –emite una triste sonrisa–. Se ha enfadado muchísimo al decirle que no subía justo antes de embarcar.

—¿Por qué lo has hecho?

—Le he dicho que tenía cosas urgentes que acabar aquí, y si me iba no estaría tranquilo.

—Bueno –frunzo el ceño–. ¿Y a mí qué me cuentas? Me da exactamente igual lo que os traigáis entre manos, es asunto vuestro.

—Anna... –alarga mi nombre más de lo debido, se pasa las manos por su cabellera rubia antes de mirarme atentamente a los ojos–. En realidad, lo único que tenía que hacer aquí era hablar contigo.

—¿Conmigo?

—Sí. Por favor, ¿puedes sentarte unos minutos?

Le miro un rato desde las alturas, negándome a ceder a cuanto me pide, pero esperando paciente a que proceda, dado que no podré librarme de él hasta que lo haga.

—Está bien, te lo diré de todos modos –traga saliva, llena sus pulmones de aire y continúa–. Mi situación no es fácil. Solo quiero que sepas que si las cosas no estuviesen tan sumamente enredadas por mi parte, hoy por hoy nuestra relación sería diferente. Si pudiera decidir, escoger lo que realmente quiero en lugar de lo que debo, estaría contigo –le miro atónita. ¡Qué coño se ha creído!

—Eso, suponiendo que yo quisiera estar contigo. Sigue –le ordeno ahora que ha conseguido captar mi curiosidad, y él, sonríe por lo bajo antes de continuar.

—Ojalá pudieras ponerte en mi lugar, es tan frustrante... Yo solía ser una persona normal, me levantaba cada mañana y hacía las mismas cosas. Mis relaciones siempre han sido monótonas, básicamente por necesidad, implicándome lo justo hasta estar satisfecho, y luego, saltar de la cama para darme una ducha y dormir hasta el día siguiente –pongo los ojos como platos, ¿en serio está hablándome de esto?–. Lo tenía todo controlado y creía que estaba bien. En cierto modo, yo era feliz así, no conocía otra cosa –hace una breve pausa–. Pero luego te conocí a ti, tan diferente, carismática... No solo me cautivaste desde el primer beso, me hiciste ser otra persona, otra que siempre ha estado ahí, a la sombra. Apenas se atrevía a salir hasta que tú te has encargado de tirar de ella, sacándola a la superficie. Todo lo que pensaba, lo que creía saber sobre las relaciones, en definitiva, todo mi mundo se vino abajo en el instante en que me di cuenta de que estaba equivocado. No estaba viviendo una vida, sino sumido en un largo letargo del que tú me has hecho despertar. Lo peor de todo es que ahora solo puedo sentirme realmente bien cuando estoy contigo, y no quiero dejarte escapar, pese a que soy consciente de que no puedo retenerte –alza el rostro para mirarme–. Hasta aquí, ¿qué piensas?

Suspiro, creo que sí debo tomar asiento después de todo. Me acerco al sofá dejándome caer en la otra punta.

—Pienso que no sabes lo que dices. A mí no me conoces lo suficiente como para que te haga sentir todo eso, creo, más bien, que se trata de un capricho pasajero.

—No lo es. Te aseguro que puedo prescindir de un capricho, pero no de ti. Desde que te vi en el despacho de mi padre hablando con él la primera vez, he deseado besarte. Incluso tu sola presencia, me provocaba pellizcos en el estómago, y eso, que yo recuerde, no me ha pasado nunca con nadie, ni siquiera con Alexa. Así que no, no es un capricho. Por eso tampoco quise contarte que tenía novia, tenía miedo de que la química que había entre nosotros en Madrid se esfumara si te enterabas. Hice mal, y te pido perdón por ello.

—Ahora ya no importa, he tenido tiempo de sobras para hacerme a la idea.

—¡Para mí sí importa! Por no habértelo dicho, te he perdido.

—Nunca me has tenido para perderme.

—Ya sabes a lo que me refiero –suspiro.

—¿Y qué es lo que quieres, James? ¿Por qué vienes aquí y me cuentas todo esto? ¿Quieres formar una vida junto a esa rubia larguirucha, tener una familia, una casa, ¡incluso un perro!, y yo quedarme con lo único que está claro que te interesa de mí, con el sexo? Dime, ¿quieres que sea tu amante?

—¡No! –chilla, parece profundamente ofendido–. ¡Para nada! ¡Maldita sea, Anna! ¿Es que no has escuchado nada de lo que acabo de decirte? Cambiaría todo lo que tengo, todo lo que soy, por poder estar contigo, te lo aseguro.

—Y bien, si eso es así, ¿Por qué continúas con todo esto? ¿Qué sentido tiene cuando tu prometida ya no te inspira esos sentimientos que dices que yo sí?

—No es tan sencillo, no puedo dejar las cosas sin más.

—Porque la quieres.

—No la quiero.

—Yo creo que sí.

—Pues te equivocas.

—Sería la primera vez.

—Anna, por favor –suspira cansado–. Alexa no me gusta en absoluto.

—¿Entonces? –le presiono.

—Estoy con ella porque espera un hijo mío. Solo eso.

¡SOLO! ¡Encima dice, solo! ¡Le parecerá poco al muy capullo! Hasta aquí he llegado, no puedo continuar escuchando ni una palabra más y mantener la compostura. Percibo como mi mente se bloquea, cierro la boca porque no puedo articular palabra alguna, pero él, no cede en su empeño de seguir dándome explicaciones, hundiendo, aún más si cabe, el dedo en la yaga.

—Me enteré al poco de venir aquí que estaba embarazada. Se me quedó la misma cara que tú tienes ahora, te aseguro que siempre hemos tenido mucho cuidado, pero... Supongo que a veces, estas cosas ocurren. Por eso me resigné a hablar con mi padre, llevaba muchos años sin hacerlo, y en ese momento de desesperación, pensé que él podría ayudarme dejando a un lado nuestras diferencias de los últimos años, así que abandoné los estudios de aeronáutica que estaba cursando, lo principal era ponerme a trabajar. Entonces él me dijo que se jubilaba y necesitaba que alguien de confianza llevara su empresa en España, puesto que esta es su favorita. No lo pensé demasiado, tenía estudios de dirección y gestión de empresa, así que lo vi como una oportunidad. Es lo único que se me ocurrió para abrirme camino.

—Entonces le pediste el trabajo a tu padre... –repito en voz baja intentando extraer mis propias conclusiones.

—Ya sé lo que estás pensando, y no te equivocas. Mi padre y yo nunca nos hemos llevado bien, supongo que eso no es ningún secreto, es... Es complicado de explicar, pero al menos debo reconocer que me ha ayudado cuando más le necesitaba; aunque eso no excuse tantos años de abandono y... –suspira–. Eso es lo de menos ahora –finaliza tajante, sin añadir más detalles.

Esto está siendo más duro de lo que esperaba, hay demasiada información escondida tras sus palabras como para poder asimilarla toda de una vez. James vuelve a pasar las manos por su cabeza, detecto cierto grado de nerviosismo, y no es para menos.

—Lo peor de esta situación es que no puedo hacer nada para cambiarla.

—Pero James, estamos en pleno siglo XXI, no hace falta que te cases con una mujer si no la quieres solo porque está esperando un hijo, hay otras formas de hacerte cargo de esa criatura.

—¿Crees que no lo he intentado? No es la primera vez, incluso antes de venir a España intenté buscar alternativas, pero tú no conoces a Alexa. Ella quiere una familia, y si no estoy dispuesto a hacerme cargo de ese crío de la forma que ella cree que es la mejor, me apartará de su vida para siempre. Me ha amenazado con hacerlo, y sé que lo dice en serio, son demasiados años juntos. Por desgracia, para estos asuntos la ley está de su parte, y no le resultará difícil ocultar la paternidad de su bebé con tal de que yo no pueda acercarme a él –alza su rostro para encontrarse con el mío, que permanece en estado de shock–. Posiblemente no lo entiendas, y es natural, pero no puedo abandonar a mi hijo, Anna, eso no puedo, y más teniendo en cuenta que yo he vivido en primera persona lo que es quedarse sin un padre, para mí fue una experiencia traumática por muchas razones, así que aunque solo sea por él, debo hacer lo correcto.

—Vaya... –inhalo una enorme bocanada de oxígeno y la exhalo con lentitud; es tan leal y responsable, tan desfasado y anticuado para todo que...–. No sé qué decir, James, esto me sobrepasa: Alexa, tu hijo, tu padre... –sonríe quedamente.

—Respecto a mi padre, ¿quieres saber algo que me ha perturbado durante todo este tiempo? De hecho, he tardado en admitirlo, es como si mi mente se negara a ello –no sé si quiero que me explique nada más, pero no tengo fuerzas para negarme–. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía dieciséis años. A nivel personal, por aquella época yo estaba atravesando una de esas etapas de confrontación con el mundo, y lo de mis padres no hizo más que incrementar mi malestar. Antes de eso, él lo era todo para mí, un sólido pilar en el que apoyarme, estábamos muy unidos, y por eso me costó tanto superar su marcha. No entendía por qué nos hacía eso, por qué, de repente, mis padres se tenían tanto odio. Recuerdo que todo empezó cuando él decidió abrir esta nueva empresa en España. Aquí conoció a una española, y lo abandonó todo sin pensárselo dos veces: familia, hijos, amigos... Por eso siempre le he odiado con todas mis fuerzas, a él y a este país... –hace una pausa–, hasta que yo mismo he vivido en mis propias carnes lo que es perder la cabeza por alguien. Realmente ahora puedo ponerme en la situación de mi padre, y en cierta manera entenderlo. Resulta fácil dejarse llevar cuando lo tienes todo y sientes que no te falta nada más para ser feliz, pero no puedo permitir que eso me pase a mí también. Si de algo me ha servido esta experiencia, es para no cometer los mismos errores que él cometió conmigo, de hecho, ni a mi peor enemigo le deseo todo por lo que yo he tenido que pasar.

—¿Realmente ha sido para tanto, James? –me mira sin asomo de duda en su mirada azul.

—Ni te lo imaginas; aunque me temo que ahora no estoy mentalmente preparado para hablar de lo que supuso para mí todo aquello, aún hoy, me resulta demasiado duro –trago saliva.

Me revela fragmentos de su vida con cuentagotas, pero al menos hoy, ha dado un paso decisivo; aunque con reservas. Se ha abierto más de lo que esperaba, eso no se lo puedo negar.

—Lo tienes todo decidido –afirmo con un aire de tristeza–. Sabes perfectamente lo que debes hacer, entonces, ¿de qué sirve contarme precisamente a mí todo esto?

—Necesito que te pongas en mi lugar, que entiendas mis motivos, y sobre todo, que nunca pienses que he pretendido aprovecharme de ti o hacerte daño de algún modo.

—¿Y qué más te da eso?

—Porque me importas, Anna, por eso.

Parpadeo un par de veces, mis ojos están a punto de quedarse secos tras no cerrarlos durante gran parte de su discurso, entonces comprendo que realmente lo que espera de mí es mi perdón, quedarse en paz conmigo para poder vivir la vida a su manera. Me armo de fuerza y valor para decir aquello que sé que me va a doler, pero que a él, va a quitarle un gran peso de encima.

—Está bien, James, lo entiendo, lo respeto y lo comparto, gracias por sincerarte conmigo. Que sepas que por mi parte no te guardo ningún rencor, lo que ocurrió no se puede cambiar, y te prometo que de mis labios no saldrá nada que pueda perjudicar tu relación con Alexa y ese hijo que esperas –Su mirada se suaviza.

—Necesitaba oír eso. Gracias –asiento y me pongo en pie.

Ahora tengo un largo trayecto en tren por delante para seguir dándole vueltas a todo lo que acaba de pasar. Hoy estaré muy entretenida, taciturna y tal vez algo más sentimental que de costumbre, pero ya se me pasará.

—No quiero echarte, de verdad, pero tengo que irme, mi tren sale dentro de media hora –él asiente, levantándose también del sofá.

—Anna..., sé que podrá parecerte raro, y más tras esta enorme dosis de sinceridad, pero ¿puedo hacerte una propuesta?

—Creo que no.

—¡Pero si aún no la has escuchado! –suspiro resignada.

—A ver, dime. Pero que sea rápido, no tengo mucho tiempo.

—¿Puedo llevarte en coche hasta casa de tus padres? –bueno, su propuesta no me desagrada, después de todo, seguro que por su culpa pierdo el tren–. Y...

—¿¿¿Y???

—Si no es mucha molestia, ¿podría ser un huésped en vuestra casa los próximos días?

—¡¿Cómo?!

—Un invitado... –sonríe–, me gustaría ver la inauguración de la campaña publicitaria junto a ti. Además, estoy dispuesto a pagar todos los gastos que ocasione.

Niego con la cabeza, aturdida. No doy crédito a lo que acabo de oír. ¿Pasar la Navidad con mi familia sabiendo todo lo que sé de él? ¡Y con los míos! Debe de ser una broma. Además, ¡él no sabe como es mi familia! Solo de pensar en el cabreo de papá al verle... Sonrío para mí de forma perversa, por otra parte no está mal pensado, seguro que mi padre le mete en vereda rápido y deja de seguir encaprichándose conmigo, que en el fondo, es eso lo que le pasa.

—Bueno –acepto reprimiendo la risa y encogiéndome de hombros a la vez–. Tú verás lo que haces, te aseguro que mi familia no es nada convencional.

—Bien, como tú entonces.

Ahora sí que no puedo dejar de reír.

—Peor, mucho peor. Te lo aseguro.

31

 

 

 

Llegamos a mi ciudad natal, Gerona, y no me pasa desapercibido el gesto que hace James a continuación: coge su teléfono móvil de la guantera, lo desconecta y vuelve a guardarlo, cerrando la guantera de un golpe seco. Parece que va a optar por apartarse de todo lo que le recuerde a su antigua vida, y ese pequeño gesto por su parte me colma por dentro. Sin mencionar nada de lo que acabo de ver, le indico el camino hasta llegar al pueblecito rural donde viven mis padres: San Martín de Liémana.

Es un pequeñísimo pueblo con una iglesia y algunas casitas aisladas, todo son campos, y no tendrá más de seiscientos habitantes. Aquí tienes la sensación de que realmente estás aislado de todo, como si el tiempo se hubiese detenido en este lugar en concreto, pero es acogedor y cercano, y me gusta sentirme un pedacito de estas tierras. Las vastas llanuras de cultivo de mis vecinos, han sido mi terreno de juego y experimentación, y aún se conserva la cabaña del árbol que mi abuelo me ayudó a construir en un viejo roble. Es increíble que todo esté siempre exactamente igual.

Miro de reojo a James, está algo sorprendido por todo cuanto ve, él, que viene de la gran ciudad, esto le parece un tanto pintoresco. Lo es.

—¿A qué se dedican tus padres? –pregunta, y yo, sonrío, apuesto a que cree que son granjeros o algo así.

—Mi madre es ama de casa, y mi padre mosso d'esquadra –me mira sorprendido unas décimas de segundo.

—Vale, para el coche, acabamos de llegar –digo sintiendo como una corriente de emoción sacude todo mi cuerpo.

La casa de mis padres es enorme. Está toda revestida de piedra, es la típica casita rural de las montañas con vistas a un monte infinito, donde predominan los colores marrón, amarillo y verde.

Nada más salir del coche, el sol pincela mi rostro y una ligera brisa congelada me trae el típico aroma a tierra, junto a hierba húmeda, que tantos recuerdos me evoca. Sonrío al tiempo que cierro los ojos, sintiéndome más en casa que nunca mientras James, contempla en silencio cada una de mis reacciones.

—Está bien –le digo sin necesidad de mirarle–, te quedas aquí. Voy a avisar a mis padres de tu llegada, es mejor prevenirlos primero, créeme –asiente, cruza los brazos sobre el pecho y se recuesta en el capó del coche, dispuesto a esperar lo que haga falta.

Corro por el césped como tantas otras veces en mi adolescencia, sonrío al llegar a la puerta y ver una placa con el dibujo de la bandera independentista junto a otra con una sevillana bailando con su traje rojo frente a un toro. ¡Qué les voy a hacer! Así son mis padres... Saco las llaves del bolsillo y abro la puerta.

—¿Mamá? –cruzo el comedor corriendo, mi madre sale de la cocina con su delantal de topos negros.

—¡Chochete!

Me tiro a ella, y juntas, nos fundimos en un sentimental abrazo. Me besa, me atosiga con sus mimos y como ya es habitual en mi madre, se le escapan unas lagrimillas.

—¡Oh mamá, ya estamos como siempre!

—Ay, mi niña… Déjame que te vea bien –me mira de arriba abajo–. Estás más delgada –me echo a reír.

—Cada año me dices lo mismo.

—Porque cada año adelgazas más. ¿Comes bien, cariño?

—¡Claro que sí! Por cierto mamá, no me llames más chochete, sabes que no lo soporto –se ríe y me coge la cara, apretándome las mejillas para dejarme boca de pez.

—¡Te quiero, calamidad!

—Y yo a ti.

Home! Ja has arribat, petita?

Mi padre aparece en la habitación, corro hacia sus brazos extendidos, y él, me acuna como si aún fuera su bebé. Me hace sentir tan protegida...

Pare! on has deixat la panxa? –hace una mueca.

La culpa és de la gitana de ta mare, ara m’ha posat a règim, diu que estic gras. T’ho pots creure? Em mata de gana!

—¡Ea! Otra vez igual –espeta mi madre alzando los brazos–. Es el médico quien dijo que tenías colesterol.

Aquell mal parit... De segur que us heu posat d’acord per fer-me la vida impossible.

—No empieces una guerra que no puedes terminar, Juan, te lo advierto.

Estallo en carcajadas, extrañaba sus pequeñas rivalidades.

—¡Aissshhhh! Qué agradable es regresar a casa, os he echado tanto de menos...

I nosaltres a tu, petita.

—Pero hay una cosa que... –hago una mueca, no creo que lo que les voy a decir ahora les guste, al menos a mi padre, que siempre ha sido algo difícil.

—¿Qué pasa cariño? ¿Ha ocurrido algo?

Mi padre, con el ceño fruncido, se acerca. Se ha puesto en guardia enseguida.

—¡No! No es nada malo... –les tranquilizo–, es solo que este año no he venido sola.

Mi padre, asustado, mira hacia mi vientre, y yo, empiezo a reír como una loca por lo que está pensando.

—He venido con un amigo de la oficina. Es inglés, y resulta que este año no podía ir a Londres, y para que no pasara las navidades solo, he pensado que podría venirse a casa con nosotros.

Un amic?

¿Cómo consigue que la palabra “amigo” suene tan mal de sus labios? Sonrío y me acerco para coger su mano rígida y aprisionarla contra mi pecho.

Pare, seria molt demanar que et comportessis com l’home meravellós que en ocasions pots ser i no fossis massa dur amb ell? A més, possiblement és demanar massa, però..., podries parlar castellà en la seva presencia? És anglès, i el castellà encara el domina, però el català...

Su cara es toda contradicción, miro a mi madre esperando su apoyo. No me decepciona.

—¡Vamos, cariño! Sabías que este día llegaría, tarde o temprano tu hija tendría que traer a alguien a esta casa.

—¡Mama! Es solo un amigo, de verdad. No pienses cosas raras.

Niega con la cabeza como diciendo: “¡A tu madre vas a engañar!”

No sé filla, canviar de llengua em toca l’ànima, ja ho saps.

Bueno, quan l’avi encara era viu no et tocava tant l’ànima canviar d’idioma.

—¡Está bien! –acepta a regañadientes–. Haré un esfuerzo porque hace mucho que no te veo y no quiero discutir el primer día, pero que conste que ya me has puesto de mala leche. Entre tú y la gitana de tu madre vais a acabar conmigo.

Vuelvo a reír y le abrazo con fuerza. Le quiero tanto, tanto, tanto... Es el mejor padre del mundo. Le miro con adoración y le planto un sonoro besazo en la mejilla.

—¡A qué esperas! ¡Trae aquí a ese inglés! Tengo ganas de conocerle –sonrío, su engolado castellano siempre me ha hecho mucha gracia, pero parece dispuesto, al menos, a ceder en eso, sinceramente es más de lo que esperaba.

Enérgica, me encamino hacia la puerta y hago un gesto con la mano indicándole a James que ya puede entrar. Cruza el umbral cargado con las maletas, las deja en el comedor y se dirige hacia mi padre con la mano extendida. Mi padre le mira severamente, ya ha empezado el examen, pero al menos, accede a estrechar su mano cortésmente.

—Buenas tardes señor Suárez.

—Buenas tardes. Puedes llamarme Joan.

A continuación, extiende la mano en la dirección de mi madre, ella le sonríe y se acerca con los ojos brillantes para darle uno de sus empalagosos abrazos. Lo estruja fuerte, y antes de separarse, dice:

—¡Pero qué guapo es el jodío! –besa su mejilla, e incluso le revuelve el pelo, y no puedo dejar de reír por la cara de circunstancias que ha puestos James–. Llámame Carmen, cariño.

—Él es James, James Orwell –le presento.

Mi padre se pone a mi lado, y en voz baja para que nadie más lo escuche, añade:

Quins ous tens, petita, has portat a un puto hooligan a casa meva!

— Papá... –le advierto apretando una sonrisa.

—¡Venga! Sentaos a la mesa, que he hecho un gazpacho que quita er sentío.

Entro con mi madre a la cocina para ayudarla a acabar de preparar la comida. Lo tiene prácticamente todo dispuesto, destapo el paño que cubre un plato y mis pupilas se dilatan.

—¡Anda! Jamón y todo. ¡Qué bueno!

Me llevo una loncha a la boca y lo saboreo. ¡Madre mía, esto es increíble!

—¿Te gusta?

—¡Ya lo creo!

—He puesto poquito, ya sabes que tu padre lo tiene prohibido por la dieta –sonrío.

—Dudo que pueda resistirse.

—Yo también –ríe con complicidad.

Cojo un par de lonchas más y me dirijo al comedor. Contengo la risa tras contemplar la situación: mi padre está en su butaca, con las piernas cruzadas estudiando a James como si fuera un criminal, pero sin decirle nada. Es evidente que James se siente tan intimidado que el rojo intenso aún no ha abandonado sus mejillas, incluso sus orejas están de ese mismo color.

Me acerco a ellos trotando por el camino y doy una loncha a mi padre, que la acepta en el acto. Luego, para no ser mala, le doy la segunda a James. Él se queda paralizarlo, no sabe qué hacer, y es que eso de comer algo sin cuchillo y tenedor no le va mucho. Animada, meto la loncha en su boca sin preguntar, luego me rio por su reacción contrariada antes de regresar a la cocina.

En cuanto empiezo a llevar platos al comedor, James se acerca para ayudarme; mientras, mi padre sigue con la mirada cada uno de sus movimientos, sin levantarse del sofá.

—Bueno, ¿qué te parece papá? –le susurro por lo bajo.

—Creo que no le caigo demasiado bien –se me escapa una risilla.

—A mi padre nadie le cae demasiado bien, no te lo tomes como algo personal.

—¡Ay! Eso no, cariño –exclama mi madre arrebatando los platos de las manos a James–, tú siéntate en el comedor y no hagas nada, eres nuestro invitado.

—Sí, vete al comedor a conversar con papá –le digo con maldad y mi madre se tapa la boca para reír.

—¡No seas cruel, anda!

Acabamos de preparar las cosas entre nosotras dos. Le indico a James su sitio, y tras valorarlo durante un buen rato, decido sentarme a su lado. Mi madre nos sirve un gazpacho fresquito, sé que no es la mejor época del año para tomarlo, pero sabe que me gusta mucho y apenas tengo ocasiones de probarlo.

—Está muy bueno –dice James mirando a mi madre, ella le sonríe feliz, le emociona que alaben sus platos; mi padre, en cambio, le mira con el ceño fruncido.

—Pásame la sal, hooligan.

Miro a mi padre severamente, pero él no me presta la menor atención. Obviamente James, dándose por aludido, coge el tarro que hay junto a él y se lo entrega.

—¡De eso nada! –espeta mi madre quitándole el tarro como si hubiera cazado una mosca al vuelo–. El tuyo no tiene sal porque no puedes tomar.

—¡Pero es que te has empeñado en matarme, ¿eso es lo que quieres?!

—No, matarte te matarás tú solito como no te cortes un poco.

—¡Uno ya no tiene paz ni en su propia casa! –grita.

Sonrío mientras me llevo otra cucharada de delicioso gazpacho a la boca. James está traspuesto, verlos discutir en vivo y en directo le afecta, es obvio que no los conoce y no sabe como yo, que de aquí a diez minutos estarán haciendo las paces.

—¡Yo podría decir lo mismo!

—¿Es que siempre tienes que tener la última palabra, mujer?

Mi madre suspira, se levanta y le quita el plato de la mesa con brusquedad.

—Voy a traerte el segundo –dice y se encamina a paso ligero hacia la cocina, plato en mano.

Mi padre se ladea impaciente, esperándola. Sus ojos se dilatan cuando la ve regresar con un cuenco de espinacas y se lo pone delante de las narices.

—¡No pot ser!

—Estás a dieta. No quiero quedarme viuda, así que pórtate bien y cómetelo todo.

—Viuda te vas a quedar como sigas con esto –mi padre alza el tenedor estirando las hebras de espinacas mientras su rostro se contrae con un asco inmenso–. ¡Esto no se lo comen ni los conejos!

Me echo a reír. James me mira alterado por mi falta de tacto, pero él no sabe que eso, en mi familia es normal.

—Come –insiste mi madre.

Mi padre hace de tripas corazón y se mete una palada de mejunje verde en la boca sin que ella pueda reprimir la risa por más tiempo.

—¡Anda, trae! –le arrebata el plato y regresa a la cocina, aparece poco después con una bandeja repleta de jamón, queso, pinchos de tortilla, montaditos de chorizo con huevo frito, croquetas de cocido... ¡Ha hecho de todo!

—¡Genial! –exclamo y cojo una de sus deliciosas croquetas–. Pruébalas, James, están increíbles.

Su rostro permanece serio, no entiende nada y eso me hace reír por dentro.

—¡Menuda gitana estás hecha!

James abre mucho los ojos ante ese comentario, que él interpreta como despectivo. Mi madre sonríe, acaricia el rostro de mi padre y lo acerca para darle un tierno beso.

—¿Cómo iba a dejarte comer espinacas con lo mucho que te gusta todo esto?

Mi padre le sonríe antes de devolverle el beso, pero él va un poco más allá y se lo da en la boca. Ella lo aparta con gracia mientras se ríe como una loca, se ha puesto roja y todo.

—¡Tu descaro no tiene límites!

—Tu provocación tampoco.

Se ríen, James parece un poco más relajado, pero no lo suficiente, su timidez le impide comer y servirse como hacemos nosotros, pero ahí está mi madre con su poderío andaluz, para poner buen humor a la situación y coger su plato, llenándoselo de todo e ignorándolo cuando él intenta detenerla; así es en España, James, hay que comer hasta reventar.

—¿Y qué tal en el trabajo? ¿Cómo te va, cariño?

—Pues bien –digo sin mucho interés, y más teniendo en cuenta que mi jefe está justo al lado.

—¿Solo eso? ¡Antes siempre nos contabas un montón de cosas!

—Ya..., bueno... –carraspeo–, las cosas siguen igual.

—Bueno, en realidad hay una novedad –interrumpe James con su habitual compostura–. ¿Sabían que Anna será la imagen de una nueva campaña publicitaria? –¡cabrón! Yo que quería decírselo en otro momento.

—¡Pero qué me dices! ¿En serio? –mi madre empieza a aplaudir emocionada.

—¿No será uno de esos anuncios provocativos que ahora están tan de moda, verdad?

—No, papá.

—Pero ¿cómo es eso? ¿Cómo una secretaria va y se convierte en la imagen de un producto de la empresa para la que trabaja?

— Bueno, seguro que James te lo explica mejor que yo.

Le miro, sonríe sin amilanarse lo más mínimo y procede con su explicación:

—Anna tuvo la idea de asociar la empresa con una firma ecológica de cremas, así que los directivos decidieron poner su nombre y rostro al producto en honor a ella. El anuncio se emitirá en Antena 3, después de las campanadas.

—¡Ay, cariño! Tengo que avisar a todo el mundo. ¡Mi niña en la tele! Si es que ya lo decía yo: esta cosita tan linda no podría estar siempre escondida.

James se echa a reír. Mi padre le fulmina con la mirada, no se fía un pelo de él.

—Esto me huele mal –suelta de repente haciendo descender el nivel de nuestra felicidad–. ¿No habrás hecho ninguna tontería para que tu jefe quiera ponerte en su anuncio, no? –el instinto policial de mi padre, a veces me acojona.

—Por favor, papá...

—¡Qué por favor ni qué leches! A ver, tú, hooligan, dame el nombre del jefe de esa empresa, quiero indagar un poco.

Me levanto de un salto. Me está estresando por momentos.

—¡No necesitas ningún nombre, papá! Déjalo ya, ¿quieres? Te recuerdo que tengo casi treinta años, así que suelta ya la cuerda...

—¡Como si tienes cincuenta! No por eso vas a dejar de ser hija mía.

—Bueno, calma. Juan, tu hija tiene razón, además, esto es algo bueno, no lo estropees, por favor.

Él suspira.

—Está bien. Callaré por ahora, pero solo hasta ver ese dichoso anuncio.

Mi madre le achucha y le da un enorme besazo, y eso funciona. Mi padre se relaja y la coge de la cintura, tirando de ella para obligarla a sentarse sobre sus rodillas.

—Mi gitana.

Ella sonríe, le besa fugazmente en los labios y se escapa a por el postre.

—Bueno, ahora que estamos solos, toma –mi padre le entrega un papel y un bolígrafo a James–. Rellénalo.

—¡Papá! –grito.

—Sabes que lo he hecho siempre, no voy a cambiar ahora –mira a James, que le contempla extrañado–. Los campos que tienen asterisco son obligatorios –miro hacia la hoja, ¡todos tienen un asterisco!

El buenazo de James, no pone resistencia y rellena todos los apartados: nacionalidad, número de pasaporte, nombre de sus padres, residencia en Barcelona y en su ciudad natal, número de hermanos... Se detiene en cuanto llega al apartado laboral. Me mira, yo niego lentamente con la cabeza para que oculte su verdadero cargo en la empresa, entonces él pone algo como jefe de personal y le devuelve la ficha a mi padre.

—Espera un momento –no contento con este mal trago que me está haciendo pasar, se dirige hacia un cajón y saca una cajita de tinta–. Tengo que tomar tus huellas, pura rutina.

Suspiro, esto es de lo más embarazoso. Entonces mi padre coge el dedo índice de James, lo embadurna de tinta y lo lleva a la hoja de papel, para posteriormente, imprimir su huella en el cuadradito rectangular que hay en la ficha.

—Bien. Gracias por colaborar. Hemos empezado con buen pie, así que solo te diré una cosa: en mi casa hay dos normas inquebrantables, la primera es que únicamente yo puedo llamar gitana a mi mujer, es un pequeño capricho que me concedo después de aguantar durante tantos años ese carácter suyo tan del sur. Y dos, la puerta de tu cuarto permanecerá abierta, y no se cerrará bajo ningún concepto. Si tienes que cambiarte lo harás en el baño. ¿Te ha quedado claro?

—Sí señor –mi padre asiente.

—Bien.

—Por cierto, señor, estoy dispuesto a pagarles mi estancia aquí –mi padre se gira con los ojos desorbitados.

—¿Qué insinúas? ¿Crees que mi sueldo no basta para mantener a mi familia y a un amigo de mi hija?

—No, yo no he dicho eso, solo digo...

—¡Pues no vuelvas a insinuar eso jamás! Tu dinero no tiene cabida en esta casa.

—Pero...

—¡Ni una palabra más! Si eres invitado, eres invitado y te comportarás como tal.

—Está bien, señor Suárez

—Joan. Me llamo Joan.

Suspiro, a veces no hay quien le aguante.

—¡Vamos a ver, Juan! ¿Ya me estás asustando al muchacho con tus tonterías? –espeta mi madre en cuanto se reúne con nosotros.

—¡No son tonterías! A ver si pensáis que voy a estar tan loco como para meter a un hombre en mi casa con las dos mujeres que más me importan en el mundo, alguien que ni sé quién es. ¡Encima un hooligan!

—¡Papá! ¿Quieres parar ya con eso? ¡James no es un hooligan!

—¿Pero es inglés, no?

—Sí, pero...

—¡Pues ya está! Lo que yo decía: ¡un hooligan! –pongo los ojos en blanco.

—Yo no sé qué es eso... –dice mi madre–, ¿un juli..., qué?

—Uno de esos locos ingleses fanáticos del fútbol que destrozan todo a su paso –le aclara mi padre.

—¡Uy! ¿No serás un juligano de esos, no? –me echo a reír.

—No, señora, le aseguro que en mi vida no he organizado o intervenido en un disturbio –mi madre respira tranquila.

—Eso te lo diré yo cuando revise tu ficha –concluye mi padre en tono amenazante.

Tras tomar el postre, unas sabrosas natillas caseras, le enseño a James la casa. Se queda maravillado por la extensa bodega, todas son marcas del país y me sorprende ver que James reconoce algunas. Eso le hará ganar puntos con mi padre. En cuanto le llevo a su habitación, él la examina con calma. Deja la maleta sobre la cama y coloca las manos en su cintura.

—Es perfecta –sonrío.

—Me alegra que te guste. Mira, te enseño la mía.

Le cojo de la mano y lo guío dos puertas más allá. Abro la puerta de mi habitación, aún con los pósteres de mis grupos favoritos de adolescencia. Se me escapa la risa al ver los de back street boys y westlife.

—¡Westlife! –sonríe James mirándome con los ojos muy abiertos–. Interesante...

—Sí, bueno..., todos tenemos un pasado. Como ves, he sido la típica adolescente mojigata, de las que se pintan los nombres de sus ídolos en la cara y hacen largas colas entre gritos e incesantes lloros por verles caminar del taxi al hotel –se echa a reír.

—Me gusta tu habitación –dice mirando todos los dibujos que yo he pintado en las paredes, las pegatinas de mariposas del techo y la colcha de colores vivos sobre mi cama–. Creo que te define a la perfección.

—A ver, respecto a gustos he cambiado con el paso de los años, pero me gusta regresar a esta casa y volverme a sentir niña con mis cosas.

—¡Ep! –mi padre nos interrumpe desde la puerta, James se torna pálido–. Esta habitación también es zona infranqueable –James asiente–. Ahora ven conmigo, te enseñaré una de mis estancias favoritas.

Sonrío con picardía porque sé lo que viene a continuación, y cedo a James a mi padre para que lo asuste un poco más. Los sigo cuando creen que me he quedado atrás, quiero escuchar lo que se dicen, porque sé seguro que me va a hacer reír. Mi padre abre la puerta de su habitación favorita, la única de la casa que cierra con llave. James traspasa el umbral tras él, y yo, me quedo muy cerca procurando no ser vista.

—Todo lo que ves aquí, es mi pequeña colección privada. ¿Qué te parece?

—M-me p-p-parece f-fabulosa, Joan –tartamudea el pobre.

Presiono mi boca con las manos, ese “Joan” de sus labios, ha sonado muy gracioso.

—¿Entiendes de armas?

—No.

—Bueno, esto es un Arcabuz, una antigua arma de fuego larga de avancanga, antecesor del mosquete. Su uso estuvo extendido en la infantería europea de los siglos XV al XVII. ¿Es bonita, verdad?

—Sí –contesta James con sequedad.

—Esta de aquí es un mosquete. Se empleó del siglo XVI al XIX, también es de avancarga.

—Ah.

—El trabuco tampoco está nada mal. Es de calibre grueso, de cañón corto e inusualmente acampanado. ¿Lo ves?

—Sí.

—Es toda una preciosidad. Aquí tengo también una ballesta de madera, tallada a mano. Y todo lo que ves en ese aparador de ahí, son las armas más modernas, las que incluso hoy en día puedes encontrar. ¿Y sabes qué es lo mejor de todo? –pregunta mi padre con un tonito que indica peligro–. Todas funcionan, y yo soy un experto tirador –escucho el golpe seco de unas palmaditas en la espalda–. Piensa en ello, muchacho.

Sonrío como una tonta e irrumpo en la sala de juguetitos de mi padre.

—¿Has terminado ya de traumatizar a James, papá?

—Esto solo ha sido el principio, pequeña, ya me conoces.

Sin más, cojo la mano de James para llevarle lejos de ese antiguo museo. Su cara no tiene desperdicio ahora mismo, está alucinando, y no me extraña.

Esta noche apenas puedo dormir sabiendo quién está a pocos metros con la puerta abierta. Suspiro bruscamente, obligándome a odiarle. No se me va de la cabeza que está prometido; y encima espera un hijo. Eso es algo que no puedo permitirme el lujo de olvidar. Jamás.

 

32

 

 

 

Después de la primera noche, me doy una merecidísima ducha y bajo a la cocina guiándome por el delicioso aroma que proviene de ella.

—¡Churros con chocolate! –exclamo animada corriendo hacia mi madre para abrazarla por detrás–. Vas a hacer que me ponga como una vaca –sonríe.

Se gira y me apretuja las mejillas para besarme. James aparece por la puerta poco después, está vestido, seguramente desde hace tiempo y ha estado esperando a que yo saliera de mi habitación para hacerlo él también.

—¡Ven aquí, mi niño! –mi madre extiende los brazos, pero él permanece parado sin saber exactamente qué es lo que tiene que hacer, entonces ella se acerca, sin dejar de reír, y lo apretuja con fuerza obligándole a agachar la cabeza para darle un beso–. Espero que te gusten los churros; aunque mira... –los ojos de mi madre brillan de entusiasmo al encaminarse hacia la despensa para sacar una caja de galletas de mantequilla Grandma wild's–. Me han dicho que tú las conocerías.

Me echo a reír. James la mira con ternura, y esa expresión de cariño hacia ella, me evoca un sentimiento que dadas las circunstancias, debería estar prohibido. Cogemos las tazas y los platos para llevarlos al comedor.

—Papá ha ido a trabajar, ¿no?

—Sí, y nosotros nos vamos a dar un homenaje en su honor –sonríe.

Nos sentamos a la mesa. Mi madre pone la cafetera y el jarro de la leche en medio. James espera a que las dos nos sirvamos para luego hacerlo él. Mi madre coge el paquete de galletas con toda su ilusión y lo abre.

—Probaré una –comenta antes de cogerla. Se la mete en la boca, la mastica y, acto seguido, hace una mueca que nos hace reír a James y a mí–. ¡Qué malo está esto quillo! ¡Es como comer alpiste! – deja el resto de la galleta sobre la mesa y coge un aceitoso churro–. No te preocupes, cariño, yo te enseñaré lo que es la comida de verdad, porque visto lo visto...

James sonríe y nos imita, cogiendo uno de los churros para, a continuación, mojarlo en denso chocolate. Los tres a la vez, emitimos un sonoro “mmmmmm” mientras lo degustamos, acto seguido reímos sin parar; las galletitas inglesas han quedado sin tocar sobre la mesa.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? –pegunto arqueando las cejas en dirección a mi madre, he tomado la firme decisión de ignorar a James todo lo posible, cuanto más lejos esté de él, menos daño me hará cuando lo vea en la oficina de la mano del insecto palo y su precioso hijo rubio en brazos.

—¿Por qué no vais James y tú al centro y le enseñas todo esto?

—¡Ni hablar! Quiero que hagamos algo juntas.

—Yo tengo que preparar la comida y limpiar un poco.

—¡De eso nada! –espeta James, dejándome anonadada–. O salimos los tres o nos quedamos para hacer todas esas tareas.

Ya está, se acaba de ganar a mi madre. ¡Cabrón astuto!

—Pero vosotros sois jóvenes, ¡aprovechad!

—Mamá, ya lo has oído, te vienes con nosotros –su sonrisa me conmueve.

Y sin perder más tiempo, se quita el delantal para acompañarnos.

James conduce su flamante BMW por la ciudad. Cómo han cambiado los tiempos, cuando yo era pequeña me escondía detrás de los árboles para apedrear coches como este, ahora ya no hay nadie que haga eso. Mi madre está más animada que nunca y habla sin parar. Le gusta James desde el primer momento en que lo vio, lo sé porque en lo que a gustos se refiere, somos prácticamente iguales.

Paseamos por las estrechas calles adoquinadas, contemplamos sus edificios, las plazas, paseos y avenidas. Paramos a tomarnos algo en una pequeña terracita junto al río y mi madre no desaprovecha la oportunidad para contarle anécdotas mías, como mi protesta contra el uso de las pieles de animales, en la que recorrí esas mismas calles sin camiseta ni sujetador, o el día en que por una apuesta me tiré al río y quedé atrapada en un fangal del que no podía salir. Le cuenta incluso los sitios en los que me reunía con los chicos para tomar algo, y cómo escogía siempre los clubes que tenían dos puertas para salir por la trasera cuando consideraba que las cosas empezaban a torcerse. Me abochorna, pero los dos parecen disfrutar a mi costa, y su compenetración es francamente increíble.

Aprovechando que mi padre no vendrá a comer a casa, decidimos darnos el capricho y picar algo por ahí. Llevo a James a un tradicional restaurante de tapas, donde desde mi punto de vista, sirven lo mejor del país. Quedamos saciados, y el buen vino que él ha escogido para acompañar los platos, nos ha dejado más contentas de la cuenta.

Aún nos sobra tiempo para entrar en algunas de las tiendas, solo para mirar. Me gusta especialmente esa que tiene jaboncitos de colores con pequeños objetos en su interior; huele tan bien...

Unas cuantas vueltas y un helado más tarde, regresamos a casa.

—¡Menudo día el de hoy! Hacía tanto que no lo pasaba tan bien... Tu padre ya no me lleva a pasear por ahí.

—Pues díselo, estoy segura de que si insistes un poco te sales con la tuya.

Mi padre llega una hora después a casa. Nos pregunta acerca de nuestro día y hace una mueca de disgusto cuando le narramos todo lo ocurrido. Tras la cena, nos relajamos en el sofá para ver un poco la tele. Mi padre abre su cartera, y de ella, saca una fotografía que quiere mostrarme.

—¿Quién es?

—Es Jordi, el hijo de Pep –miro la foto.

Es un chico joven, está muy serio, pero lo que más llama mi atención es la gruesa rasta que cuelga delante de su pecho exhibiendo unos aros metálicos que se ciñen alrededor de ella.

—¿Te gusta? –insiste mi padre–. No me negarás que tiene un rostro que inspira confianza.

Y ya estamos otra vez. ¡Mi padre y sus rostros que inspiran confianza! Seguramente será uno de esos catalanes extremistas con los que quiere emparejarme.

—¡Madre mía, papá! No puedes tener peor gusto.

—¡Qué dices! Es un buen chico, pequeña, míralo bien.

Vuelvo a detenerme en la fotografía. No, definitivamente no me gusta. Se la devuelvo sin hacer demasiado caso, cuando empieza a contarme que está estudiando derecho y bla, bla, bla, bla...

Me satisface mirar de reojo a James y ver su pálido rostro crispado, por un momento se me pasa por la cabeza decir a mi padre que me concierte una cita con el muchacho, solo para provocarlo, pero lo cierto es que el chico, por mucha confianza que a mi padre le transmita, a mí no me gusta en absoluto, así que dejo correr esa tentadora oportunidad.

Después de ver las noticias y los resúmenes deportivos, nos levantamos a la vez para irnos a la cama. Mañana es Nochebuena, siempre me ha gustado esa noche y no sé por qué. Quizás sea por la sopa de galets, o las gambas a la plancha que mi madre solo hace ese día. Lo cierto es que esas pequeñas costumbres las recuerdo con mucho cariño.

Y otra vez, casi sin darme cuenta, vuelvo a estar sola en la habitación. Miro mis pósteres de adolescente, hay que ver qué fácil era todo entonces, cuando creía que podría comerme el mundo, cuando soñaba que si conseguía que alguno de mis ídolos me mirara acabaríamos siendo novios... Ahora me hace gracia mi ingenuidad de entonces, tal vez, todavía quede algo de todo aquello.

33

 

 

 

Un nuevo día, y para no perder la costumbre me levanto contentísima. Preparo mi vestido negro para esta noche, lo plancho, y coloco los zapatos de tacón alto junto a la silla. Corro escaleras abajo, el eco de las risas de mis padres resuenan en la cocina; espero detrás de la puerta a ver qué se cuece. Ya sé que es una mala costumbre, pero qué le voy a hacer, no lo puedo evitar. Él se acerca a ella y la besa en el cuello, provocando su risa.

—¿Qué ocurre? –dice James muy bajito a mi espalda.

—¡¡Shhhh!! –le digo mientras continúo espiando, ahora él me acompaña.

Per què no desapareixem una estoneta? –mi madre se resiste, retira las manos de mi padre de su cintura y continúa preparando el desayuno.

—Vamos, Juan, estate quieto.

Però, què vols que faci? Si et desitjo com el primer dia!

—Zalamero...

La mare que et va a parir, gitana, encara em tornes boig!

Decido interrumpir su momento, me da a mí que ahora mi padre no va a "pillar cacho". Irrumpo en la cocina soltando un estridente “¡Buuuu!”, y se vuelven automáticamente en mi dirección.

—¡Qué susto me has dado niña! –exclama mi madre sin dejar de reír.

Beso a mis padres, James no se atreve a entrar todavía, lo hace poco después con el rostro encendido. Estas muestras de afecto le trastornan, y más viniendo de mis padres, sin embargo, a mí me encanta que sean así y que todavía se quieran tanto, no debería haber edad para eso.

Pasamos una tarde tranquila jugando a cartas o al ajedrez. Mi madre no deja de mirar el reloj, y nos sorprende a todos cuando a las cinco en punto de la tarde, irrumpe en el salón con una tetera humeante y cuatro tazas.

—¿Qué es esto?

—Ya sabes cómo es tu madre, ha decidido establecer en casa la hora del té.

—¿Qué te parece, James? ¿Te apetece una tacita?

—¡Por supuesto! –exclama complacido.

Al final, todos nos animamos. Yo me decanto por el té de frutas del bosque, caliente entra muy bien, y lo acompaño con una de esas galletas rancias que ahora mamá se empeña en comprar para complacer a mi jefe; aunque desconozca este último detalle. Cuando terminamos de tomar el té, y echarnos unas risas jugando a poner el dedo meñique en alto mientras conducimos la taza a nuestra boca de manera sofisticada, acudo a la cocina para ayudar a mamá con los preparativos para la cena.

Saca un montón de cosas de la nevera, e ilusionadas por tener nuestro momentito a solas, nos ponemos manos a la obra. Hablamos de todo, le cuento cosas acerca de mis amigos y mis últimas travesuras, lo que provoca que ella ría sin parar. En cuanto pregunta sobre los chicos, hago una mueca. Enseguida capta que es algo de lo que no quiero hablar.

—¿Qué me dices de James?

—¡Mamá! James es solo un amigo.

—¿Segura, cariño? La forma en la que te mira no es la de un amigo –me pongo roja, se ha dado cuenta, y a ella no le puedo ocultar nada, aun así, lo intento.

—Segura, es solo un amigo –me mira extrañada, ha captado mi decepción.

—¿Qué te frena, cariño? Es un chico guapo, atento, educado... Encima ha venido aquí y no ha salido huyendo tras conocer a tu padre –sonrío–. ¿Qué te lo impide? –si ella supiera...

Tengo ganas de revelar su identidad y contarle lo que pasó en Madrid, lo de su prometida, su hijo... Pero eso la haría sentir mal, en cierto modo tiene a James idealizado, además, es Nochebuena, hoy solo deberían haber buenas noticias.

—¡No! –digo desviando la atención hacia los roscos de anís caseros que ha hecho–. ¡Mis favoritos! ¡Oh mamá, no deberías cuidarme tanto! –se echa a reír con ganas, conoce cada una de mis debilidades. Miro los roscos con deleite, me muero por comer uno, pero falta poco para la cena y sería una mala idea.

Mientras ponemos unos hojaldres en el horno y esperamos a que se hagan, no puedo frenar la tentación de ir al comedor. Hace rato que los hombres están solos, tengo que ir a asegurarme que ambos siguen respirando. Como siempre, espero escondida tras la puerta, más cotilla no puedo ser.

—Y entonces, cuando quieres despedirte de alguien tienes que decir: deu o arreveure.

—Entiendo, sería algo así como: Bona tarda! Com va tot?, y al irse, arreveure!

No salgo de mi asombro, ¿papá está enseñando a hablar catalán a James?

Molt bé! –chocan las manos–. Ets un hooligan interessant –¡lo que faltaba!

Entro en el comedor. Mi padre vuelve a adoptar una postura distante, no quiere que me dé cuenta que nuestro invitado empieza a caerle medianamente bien. ¡No, si al final va a ganarse a toda mi familia! No estoy convencida de que eso me guste mucho, por lo que permanezco seria mientras me siento entre ambos, estropeando su momento.

Llega la hora de cambiarse para la cena. Me pongo mi vestido ajustado negro y mis zapatos de vértigo, estoy increíble. Me pinto un poco y salgo de mi habitación. James sale de la suya al mismo tiempo, en cuanto me ve, se queda petrificado. Sonrío, su reacción confirma mi teoría.

Una vez abajo, ponemos la televisión. Es tradición ver el discurso del rey antes de cenar. Mi padre y James empiezan a hablar, papá es capaz de aferrarse a un clavo ardiendo con tal de desviar su atención del televisor en este momento. Por otro lado, la cena es abundante, además, todo tiene una pinta fabulosa. Tras alabar las manos de mi madre y su maestría en la cocina, procedemos a devorar todo cuanto hay en la mesa. Cómo no, después de la comida viene el turrón y esos roscos de anís que tanto me gustan. Hablamos, comemos y bebemos hasta que, como cada año, me pongo en pie, me limpio los labios con la servilleta y digo:

—Bueno, no me esperéis despiertos, voy al pub de mis amigos –y como cada año, mi padre hace una mueca de disgusto del todo previsible.

—Al menos este año no vas sola, de algo sirve tener al hooligan en casa –empiezo a reír.

—No papá, el hooligan, se queda –espeto mientras me dirijo hacia el baño para los últimos retoques.

—¿Cómo? ¡De eso nada, jovencita! Si sales vas con él, que para eso lo has traído –miro a mi padre recriminando su comentario, ¡ni que fuese un bolso!

—¡Por supuesto que voy, Joan! Por eso no se preocupe.

—¿Ves?, solucionado. Gracias, James.

Me dedica una media sonrisa ganadora. ¡Increíble! Ahora todos se han aliado contra mí. Me dirijo enfurruñada al baño. ¡Maldita sea! En cuanto salgo, James me mira con esos ojos picarones que, justo ahora, hacen que me encienda todavía más. Cojo mi bolso y ni siquiera beso a mi padre cuando me voy, estoy enfada con él y quiero que lo note.

Arreveure! –dice James, ¡encima con mamoneo!

—¿Adónde vamos? –pregunta en cuanto salimos.

—A ver, dime la verdad, ¿te has propuesto joderme todas las vacaciones?

—No digas palabrotas, por favor.

—¡Las digo si me da la gana! ¡Joder! –grito a la defensiva–. ¿Por qué tienes que venir conmigo? –suspira.

—¿Qué te pasa, Anna? ¿Por qué no puedo acompañarte? ¿Qué vas a hacer?

—¿Te importa?

—Ya sabes que sí.

—Pues... Básicamente quiero encontrar a alguno de mis amigos de toda la vida, de esos con los que tengo tanta confianza como para acostarme con él, ya sabes, pasar una nochecita agradable, y luego regresar a casa por Navidad –río de mi pequeña broma sin despegar mis ojos de los suyos, que no han dejado de retarme.

—No hablas en serio.

—Oh... –sonrío, abro mi bolso, saco un preservativo y se lo muestro–, ya lo creo que sí.

—Pues me temo que esta no va a ser una “nochecita agradable” para ti –cita las mismas palabras que yo he empleado antes–. No pienso dejarte.

—¿Bromeas? ¿Por qué? ¡A ti qué más te da! Te recuerdo que estás prometido y esperas un hijo, aun así, has sido infiel a tu novia y la has dejado plantada para pasar la Navidad con la familia de tu secretaria. ¿Te crees con derecho a impedirme hacer algo? Yo sí soy libre, James, y con mi cuerpo hago lo que quiero –me miro de arriba abajo–. Para que lo disfruten los gusanos de aquí unos años, lo disfruto yo ahora, ¿no te parece?

—No vas a hacer una cosa así en mi presencia, ¿me oyes? ¡Como si tengo que sacarte a rastras de cualquier bar!

—Tú no eres quién para impedirme nada.

—Lo sé, pero no será hoy cuando hagas algo de eso.

—¿Y por qué no hoy? –me acerco lo suficiente hasta quedarme a pocos centímetros de él, prácticamente puedo sentir su aliento sobre mi rostro–. Vamos, si me sigues el rollo incluso puede que te deje mirar.

Lo digo solo para provocarlo todavía más, y funciona. Su ira aumenta con cada una de mis palabras, la vena de su cuello se hincha y sonrío con malicia por haber tocado al fin, una fibra sensible.

—Eres una descarada.

—¿Qué pasa, James? ¿No te pondría cachondo ver como otro hombre me toca, me acaricia los senos suavemente mientras entrelaza su lengua a la mía, bebe de mí, y yo, simplemente le dejo porque en ese momento le deseo?

—Sé lo que pretendes y no lo vas a conseguir.

—¿A no? ¿Y qué pretendo exactamente? Tú que lo sabes todo, dímelo.

—Quieres hacerme enfadar para que te deje sola y cumplir tu amenaza –río quedamente.

—Me da igual lo que digas o hagas –camino en dirección a la parada del autobús–. Vente si quieres, pero que te quede claro que voy a hacer lo que me de la real gana –noto su mano en mi codo y me gira con brusquedad hasta colocarme frente a él.

—Eso habrá que verlo –concluye, y yo, me enervo.

—En cuanto lleguemos al núcleo urbano te despistaré, James. No pienso dejar que me acompañes y me fastidies la noche.

—No vamos a llegar al núcleo urbano, creo que lo mejor es que regresemos a tu casa. No estás en condiciones de salir hoy.

—¡Y una mierda! –espeto sin dejar de reír con toda la ira que despierta en mí.

—No me gusta que digas palabrotas.

—Ni a mí que me digas lo que tengo que hacer.

Le empujo y él me agarra todavía más fuerte, nuestros rostros prácticamente pueden tocarse, entonces, cediendo a una fuerza superior, nos besamos. Sus labios calientes me desmontan, ambos nos entregamos con rabia a una pasión desenfrenada. Percibo sus manos aferradas a mis mejillas con excesiva fuerza, las mías se enredan tras su nuca, infiltrando los dedos entre su cabello, y estiro. Jadea en mi boca, y me apresuro a interrumpirlo con el saqueo de mi lengua.

Su rudeza es apremiante, casi me hace daño por lo fuerte que me tiene retenida. No puedo negar que eso me excita, tengo ganas de que me acorrale contra cualquier pared y me haga suya salvajemente, que se desfogue conmigo como yo pienso hacerlo con él; pero no, no puedo dejarme llevar porque en teoría le odio, así que muerdo su labio inferior mientras tiro con fuerza, y no me detengo hasta percibir el regusto metálico de su sangre en mi boca. Chilla, se aparta y se lleva la mano al labio herido. Le he hecho un pequeño arañazo con los dientes. ¡Se lo merece!

—¡Me has mordido! –exclama sorprendido.

—No quiero que vuelvas a besarme, ¿te queda claro? –le digo elevando el tono.

—Curioso que digas eso, todavía no sé quién ha besado a quién.

Resoplo por la nariz, al final lo ha conseguido, ha hecho que mi cabreo pueda más que mis ganas de divertirme, así que dando enormes zancadas me dirijo de nuevo hacia mi casa. Entro enfurecida, abriendo la puerta de mala gana. Mis padres me miran extrañados, pero no se atreven a preguntar, han advertido en mi cara que es mejor callar. James entra en casa poco después, cierra con cuidado la puerta y me excusa torpemente. Al poco tiempo, sube las escaleras, y yo, cierro de un portazo mi habitación para no verle.

34

 

 

Mañana de Navidad.

Bajo las escaleras ilusionada, el cabreo de ayer se ha esfumado. Con mi habitual alegría, coloco debajo del pesebre (montado exclusivamente por mi madre) mis sobres, regalo para ellos. Empiezo a cantar Navidad, dulce Navidad a vivo pulmón, hasta que acuden a mi llamamiento como abejas a la miel. Ellos también traen sus regalos, y con cuidado, los depositan al lado del mío.

Como es tradición, nos sentamos en el suelo sobre la mullida alfombra. Es curioso no esperar a reyes para darnos los regalos, pero es que mi familia es así de rara: hay pesebre en lugar de árbol, y los regalos se hacen en Navidad en lugar de reyes. En cuanto veo a James, giro el rostro, no quiero saber nada de él y ya me está cansando tenerle siempre pegado como una garrapata.

—Bien, ¿quién va a ser el primero en abrir sus regalos...? ¡Vosotros! –les digo con toda mi ilusión a mis padres mientras les entrego un sobre a cada uno.

—¿Qué será? –pregunta mi padre sonriente.

Juntos abren los sobres, mi madre tiene las entradas para ir a ver el musical de El Rey león, y mi padre, una reserva en un hotel de lujo y los billetes del AVE para ir a Madrid.

—¡Vaya! –exclama mi madre dando un bote de entusiasmo y gateando sobre la alfombra para abrazarme–. ¡Es genial!

—Un fin de semana en Madrid... –mi padre no parece muy contento–, ¡en la capital!

—Papá, vamos, sabes que mamá se merece un poco de distracción. Además, es un hotel de cuatro estrellas con jacuzzi, piscina climatizada... –asiente y acude a por uno de mis besos.

—Tienes razón, pequeña, nos viene bien una salida de vez en cuando. Muchas gracias.

Cruzo las manos ilusionada. Ahora me toca a mí.

—Toma, cariño...

Mamá me entrega una caja envuelta en papel de Bob Esponja y sonrío como una niña mientras lo desenvuelvo.

¡Es una colcha hecha por mi madre! Pero lo más interesante es que ha enviado fotos nuestras a algún sitio donde las han impreso sobre tela, luego ha cosido todos los fragmentos formando cuadrículas del mismo tamaño para crear una colcha original, diferente, ¡increíble! Mis ojos se llenan de lágrimas. Es una colcha de recuerdos, están todos los momentos más significativos de mi vida, desde mi nacimiento hasta mi graduación.

—¡Es preciosa, mamá! –libero las lágrimas y me lanzo a sus brazos, siempre consigue que sus regalos me emocionen.

—Me alegra que te guste, he estado haciéndola durante mucho tiempo.

—¡Me encanta! Muchas gracias, de verdad...

—Aquí hay otra cosa.

Me entrega otra cajita, esta vez, sin envolver. La destapo y estallo en carcajadas, es una bandera independentista creada a partir de chuches. Me apasionan las gominolas, y cómo no, mi padre siempre tiene que poner su toque especial. Despego una tira de pica-pica de la bandera y me la meto en la boca.

—Mmmmmm..., está buenísimo. ¿Queréis? –se echan a reír.

—Y ahora hay esto para ti, James –mi madre le da un pequeño paquetito.

Él se queda en estado de shock, no se lo esperaba, y yo tampoco, pero mi madre es así de cumplidora con todo el mundo. Nuestro invitado desenvuelve con cuidado el papel plateado hasta descubrir una bufanda gris, bonita, moderna y con buen gusto. Seguro que al estirado de James no le gusta.

—Muy bonita, gracias; aunque no tenía por qué molestarse.

—¡Oh vamos, cariño! Esto no serían Navidad sin regalos.

Mi padre sonríe. Me quedo literalmente a cuadros cuando le entrega un diminuto paquetito, incluso James se queda petrificado ante ese gesto inesperado. Lo abre y saca un llavero, cómo no, independentista. Empiezo a reír.

—Gracias, de verdad Joan, prometo llevarlo siempre.

—No esperaba menos.

—Y ahora, si me disculpan... –le miramos mientras se dirige hacia la puerta de entrada, la abre y aparece con una caja inmensa llena de pegatinas, por lo que he de suponer que ha llegado por mensajería urgente.

—Como bien dice Carmen, esto no sería Navidad sin regalos.

Quita el precinto a la caja y entrega un paquete liado con papel de periódico a mi padre. Él me mira, cree que estoy detrás de esto, pero lo cierto es que no. No tengo ni idea de qué puede ser.

No és possible...

Pocas veces he visto a mi padre con esa cara de asombro. Mira a James boquiabierto, luego me mira a mí, y finalmente, deposita el paquete con mucho cuidado sobre el suelo y saca una pistola negra, la eleva como si fuera el cáliz divino, y con los ojos abnegados en lágrimas, dice:

Luger 45 ACP, la pistola más cara del mundo, muy difícil de encontrar... –James sonríe y se permite vacilar un poco complementando la explicación de mi padre.

—Es un arma semiautomática americana, creada en el año 1900.

—¿Cómo has conseguido una cosa así? ¡Es prácticamente imposible!

—Tengo un amigo que es experto en el tema de las armas, él me ayudó a conseguirla. Digamos que ahora estoy en deuda con él.

—Vaya muchacho, me has dejado de piedra, te lo aseguro.

—¿Le gusta?

—¿Bromeas? Mañana mismo ordeno que le construyan un altar.

Reímos por la reacción de papá, es como si no existiera nada más. Sigue admirando esa pistola, sosteniéndola como si se fuese a romper en cualquier momento. Seguidamente, James saca un enorme paquete de la caja y se lo entrega a mi madre, que se pone roja. Sé lo que piensa ahora mismo, cree que se ha quedado corta comprándole solo una bufanda, pero lo que no sabe es que James tiene mucho, pero que mucho dinero.

Mi madre desenvuelve el paquete y se lleva las manos a la boca por la alegría de ver un sofisticado robot de cocina capaz de hacer cualquier cosa. Además, lleva un libro de recetas y hay de todo lo que puedas imaginar. Justo lo que a ella le gusta. Mi padre apenas se fija en los demás regalos, porque sigue contemplando su nuevo juguetito. Mi madre también se ha quedado en silencio, y ojea el libro de recetas como si fuera el plano de un mapa que la conducirá a un gran tesoro.

—Y esto es para ti, Anna –me entrega otra caja y le miro, aún no se me ha pasado el cabreo por lo de ayer.

—Gracias, pero no lo quiero –cojo mi colcha, mi bandera de golosinas y me levanto del suelo.

—¡Anna! No deberías comportarte así –me reprocha mi madre.

—No, ella tiene razón –mi padre mira a James y vuelve a meter la pistola entre los papeles de periódico–. No podemos aceptar todo esto, es demasiado –contemplo la desilusión en sus rostros, James se ha quedado paralizado, y justo en ese momento me da pena.

—Me siento en deuda con ustedes por permitir que me quede aquí, pese a que no me conocían de nada. Por favor, me sentiría muy honrado si aceptaran mis regalos, es lo mínimo que puedo hacer.

—Pero muchacho, tan solo este arma te ha debido costar un ojo de la cara... Nosotros somos más humildes.

—Eso es lo de menos ahora, por favor, acéptelo.

Mi madre también vuelve a meter su robot de cocina en la caja, y entonces me doy cuenta de que ellos no aceptarán nada a menos que yo lo haga también. Suspiro, miro a James y vuelvo a sentarme sobre la alfombra de mala gana.

—Está bien, dame el mío; aunque como ves, yo a ti no te he comprado nada.

—No hace falta Anna, tengo todo cuanto necesito –arrugo el entrecejo.

Me entrega el ligero regalo envuelto en un sofisticado papel negro y mis ojos se dilatan en cuanto intuyo lo que puede ser. Retiro rápidamente el envoltorio y alzo el vestido verde marino, ese de D&G que vimos en Madrid y costaba novecientos euros.

— ¡Madre mía, qué bonito es, Anna! –asiento a mi madre, que siguiendo un impulso irrefrenable, se acerca para palpar la suave tela.

—¡Es seda! –exclama sorprendida.

—Sí. Es precioso –admito y me giro hacia James–. Gracias –él asiente.

Parece feliz, al final se ha salido con la suya: nos ha comprado a todos con dinero. ¡Qué asco me doy!

Pasamos la tarde viendo películas antiguas y conversando sobre ellas, incluso tomamos el té, que ya se ha convertido en un hábito. Lo cierto es que no es algo tan descabellado, incluso si no fuera porque me recuerda a él, diría que hasta me gusta.

35

 

 

 

Estiro los brazos mientras bostezo. Tengo la sensación de que últimamente no hago más que comer y dormir todo el tiempo. Me asomo a la ventana y veo que hace un día soleado, no necesito nada más.

Abro mi armario y saco un viejo chándal de años atrás, que curiosamente me sienta tan bien como entonces. Me peino y bajo para comentar mis planes a mis padres, pero no están en casa. Papá ha ido a trabajar, y mamá ha dejado el desayuno sobre la mesa junto a una nota diciendo que va al supermercado. Cojo un bollo del plato y lo mordisqueo mientras me dirijo a paso ligero al garaje.

¡Aquí está! Mi bicicleta Mérida de doble suspensión, ideal para la montaña. Le quito un poco el polvo y pedaleo hacia la salida. ¡Va de maravilla!

Abro la puerta del garaje y corro por las extensas llanuras hasta perderme entre los bosques montañosos y húmedos que hay detrás de mi casa. El camino lo conozco de memoria, es una cuesta difícil, además, estoy algo desentrenada, pero eso no va a detenerme.

Estoy sudando una barbaridad, hago un pequeño esfuerzo más y… ¡Genial! Tengo que quemar todos los excesos de los últimos días. Llego a la cima, cojo aire y desciendo a toda velocidad, gritando de emoción como una loca. La adrenalina se desata por todo mi cuerpo, esquivo las piedras, los árboles... El viento ondea mi cabello hacia atrás, ¡me siento libre! Desciendo rápidamente como tantas otras veces, pero en esta ocasión, diviso una camioneta blanca destartalada. Miro hacia ella, a pocos metros hay un hombre meando en un arbusto. ¡Qué asco!

Giro el manillar, la bicicleta corre el doble ahora porque la empinada bajada se acentúa y mi velocidad, se dispara. Presiono las palancas del freno y... ¡Maldición! Vuelvo a intentarlo, pero estas no responden. ¡Joder!

Me pongo nerviosa, lo veo todo a cámara rápida y me la voy a pegar en cualquier momento, y a esta velocidad, eso no puede ser bueno. Grito al sentir como las piedras me hacen botar en el sillín. ¡Joder, joder, JODER!

No lo pienso más, hay unas zarzas a mi derecha y me tiro sobre ellas, es mejor que estamparme contra un árbol..., o algo peor.

¡Mierda, como duele! ¡Dios!

Estoy enredada entre las espinas de las zarzas, cada vez que intento moverme los arañazos rasgan mi piel. ¡Qué dolor! Sollozo, protesto, estoy a punto de llorar cuando el rostro de un chico joven se interpone en mi campo visual, emitiendo un sonoro silbido y negando con la cabeza al mismo tiempo.

—¡Menudo leñazo!

—¡Soy un puto desastre! –exclamo haciendo una mueca de angustioso dolor–. No puedo moverme, este es mi final, lo sé.

Se echa a reír, yo le sigo, pero me detengo enseguida porque al moverme, las espinas se clavan todavía más en mi piel. El chico extiende sus manos en mi dirección y mi rostro se contrae.

—¿Te has lavado las manos después de mear? –me mira alucinado y luego se echa a reír de nuevo.

—¡Por supuesto! Además, me he aplicado un jabón anti bacterias –dice en plan irónico.

—Ah, bueno, si te has desinfectado la cosa cambia. Adelante, te dejo tocarme –vuelve a sonreír.

—Pero no sé por dónde, estás llena de sangre y espinas. ¿No tendrás algún tipo de enfermedad contagiosa, no?

—Sí –digo convencida–. Estupiditis aguda. ¡¿Quieres sacarme ya de aquí?!

Emite una fuerte carcajada, se acerca, pone un brazo en mi espalda y el otro bajo el pliegue de mis rodillas.

—¡Coño! ¡Esto duele de cojones! –se queja mientras tira de mí hacia arriba y me desengancha de las malditas zarzas.

Grito en cuanto las espinas clavadas en mi piel, acaban de rasgarme. A continuación, me deposita sobre el suelo y se mira los brazos, que han quedado llenos de arañazos tras haberme cogido.

—Madre mía, parecemos un par de The Walking Dead –sonríe tras mi comentario.

—Espera, voy a por un poco de agua.

Se acerca a su camioneta, saca una botella de dos litros, y, sin pensárselo demasiado, me tira un chorrito por los brazos, la cara y la espalda. Está fría, pero ese frescor me alivia. Luego él hace lo mismo con sus brazos, los finos arañazos quedan limpios, borrando con el agua las marcas de la sangre.

—¿Estás bien? –pregunta devolviéndome la mirada.

—Bueno, me escuece un poco, pero contra todo pronóstico creo que al final sobreviviré –sonríe.

—Te he salvado la vida, sin lugar a dudas.

—¡Ni que lo digas! Sin ti, habría muerto deshidratada entre esas zarzas.

Se acerca un poco más a mí. Sus ojos se detienen frente a los míos y retrocedo extrañada.

—Hay que joderse –dice, y automáticamente brota de él una sonora carcajada–. Eres Anna Suárez.

—¡Vaya! ¿Llevo mi nombre tatuado en la frente?

—Soy Marc Andreu, del colegio.

—¡Ostia! –exclamo sorprendida–. ¡Marc! ¿Dónde has dejado tu mata de pelo cobrizo? –apunto tras observar su calvicie.

—Bueno, digamos que huyó junto a los granos de la pubertad. A ti, en cambio, la pubertad te ha regalado cosas, no veas qué tetas te ha dejado, ¿no? –empiezo a reír como una loca.

—¿Tú crees? –digo sacando pecho frente a él.

—Ya te digo –silba–, muy bonitas.

Continuo riendo mientras me acerco a mi bici sin frenos, que sigue tendida en el suelo de cualquier manera.

—¡Menudo salido estás tú hecho!

—No bonita, eso no es ser salido. Salido sería haberte dicho tras tu do de pecho, que a mí también me ha dejado algún que otro regalito entre las piernas, pero no lo he hecho, con lo cual queda constatado que no soy un salido.

No puedo dejar de reír. Se acerca, y bajo mi atenta mirada, me arrebata la bici de las manos para cargarla en la parte trasera de su camioneta.

—Vamos, anda, te llevo a casa, puto desastre.

—Bueno, pero que conste que solo acepto porque no eres un salido.

—Princesa... –dice con retintín mientras me abre la puerta de su vehículo, yo alzo el rostro y entro con toda mi elegancia en el asiento del copiloto, sucio como pocos he visto antes.

—Y bueno, Marc, ¿qué es de tu vida?

—Ya lo ves, trabajo en la carpintería de mi padre. Negocio familiar, ya sabes. ¿Y tú?

—Yo soy secretaria de una empresa de Barcelona.

—Sí, sabía que te habías trasladado ahí. Nuestros padres todavía pescan juntos de tanto en tanto –asiento.

—Veo que las cosas no han cambiado mucho por aquí, ¿eh?

—No...

Diez minutos después, llegamos a mi casa sin ser consciente de que me había alejado tanto. Marc aparca la furgoneta, luego se acerca a la parte trasera para sacar mi bicicleta.

—Te invito a una cerveza –digo dedicándole la mejor de mis sonrisas.

—Gracias, pero no me quedaré, entraré un momento a saludar a tus padres y me voy. Tengo trabajo.

—Vale.

Juntos, caminamos por el césped recién cortado hasta llegar al portal. No me da tiempo a abrir la puerta, James nos ha escuchado y se ha apresurado a hacerlo por mí.

—¿Qué te ha pasado? –su rostro se desencaja en cuando ve la multitud de arañazos que decoran mi cuerpo.

—Se ha caído con la bici –contesta Marc sin quitarle ojo, normal, no sabe quién es.

Los presento:

—Marc, este es James, un compañero de trabajo. Marc fue compañero de colegio. ¿Cuánto hacía que no nos veíamos? ¿Veinte años? –me giro hacia él.

—Por ahí anda –contesta, dirigiéndose únicamente a mí, ellos ni siquiera se saludan–. Si sirve de algo, tú no has cambiado mucho, sigues teniendo la misma cara de pilla de siempre –me echo a reír.

—¡Menuda fama tengo!

—Oye, ¿no están tus padres?

—Creo que aún no han llegado, mi madre tiene que estar al caer.

—Bueno, pues dales recuerdos de mi parte; aunque ahora que sé que estás por aquí, tal vez me pase en otra ocasión, así veo qué tal estás.

—Cuando quieras.

—Por cierto, ¿necesitas ayuda para desinfectar esas heridas?

James se cuadra, se planta a mi lado con su habitual rostro de mala leche, y contesta por mí.

—No necesita nada, gracias, ya estoy yo aquí para atenderla en lo que precise.

Marc frunce el ceño. No le gusta la prepotencia de James, salta a la vista, son dos polos opuestos.

—No te preocupes Marc, no quiero que llegues tarde al trabajo por mi culpa, bastante has hecho ya.

—Bueno, en realidad no llego tan tarde –mira el reloj de su muñeca; estoy convencida de que eso lo dice únicamente para retar a James–. Además, hoy salgo a las seis, ¿quieres que vayamos a cenar por ahí y rememoremos viejos tiempos?

—Me parece que no es una buena idea –espeta James dejándome anonadada.

—¿Por qué? –le pregunto entornando la mirada en su dirección, ¡ya me está tocando lo que no suena con su control!

—Porque tus padres cuentan contigo esta noche, han hecho planes.

—Planes –repito incrédula, su argumento no hay quién se lo trague.

—Sí, planes –confirma con contundencia.

Marc se ríe, mete las manos en los bolsillos de su pantalón y se encoge de hombros.

—Bueno, yo ya lo he dicho, cuando quieras me llamas, Anna. Tu padre tiene mi número.

—Vale –me acerco y le beso en las mejillas–. Te llamaré.

—¡Eso espero! –le dedica un movimiento de cabeza a James para despedirse y se va.

En cuanto nos quedamos solos, le fulmino con una mirada encolerizada.

—Antes de que te pongas como una fiera por arruinar tu cita de esta noche, déjame que te cure eso.

—¡No necesito nada de ti! ¡Puedo yo sola!

Le esquivo, abro el mueble del comedor donde mi madre guarda el botiquín y lo llevo hacia la mesa. No lo espero cuando James, me sujeta por la cintura y me alza, ignorando mi resistencia, sentándome sobre la mesa.

—¡Eres un gilipollas! –le digo a punto de estallar.

—Y tú, una mal hablada.

Coge un pedazo de algodón y lo empapa en agua oxigenada. Con cuidado, toma uno de mis brazos y me lo aplica delicadamente sobre las heridas. Bufo, me escuece un montón, y me muevo inquieta mientras una espuma blanca borra las señales de sangre.

—Odio que seas tan controlador y dominante.

—Pues yo odio que seas tan chula y altiva –resoplo con rabia.

—No soporto que te inmiscuyas en mi vida.

—Ni yo que me apartes de ella.

Doy un respingo ante su último comentario. ¿Qué pretende decir con eso? No me devuelve la mirada, gira mi brazo y sigue presionando con el dichoso algodoncito.

—¿Quieres saber una cosa? –su mirada azul se detiene unos segundos frente a la mía, tal y como me mira ahora, él parece el fuego y yo el hielo–. En estos días, contigo y tu familia, he aprendido muchas cosas. ¿Sabes que tu padre le lleva el desayuno a la cama a tu madre antes de irse?

Le miro extrañada. ¿Y qué importancia tiene eso? Asiente ante mi cara de estupefacción y continúa:

—Desde fuera puede parecer que ella se levanta primero y lo tiene todo a punto, pero no es así. Tu padre hace cosas por ella también. Me he fijado en cómo se miran, en cómo sacan momentos para estar el uno con el otro a pesar de que siempre tienen muchas cosas que hacer. Son capaces de hacer que todo lo que les rodea sobre, centrándose en lo único que importa, que es el amor que se tienen. Eso –enfatiza mirándome fijamente–, es lo que se necesita para traer un hijo al mundo. Solo tienes que mirarte a ti misma, eres así por los padres que tienes.

—¿Y qué? –pregunto sin entender.

—Pues que Alexa y yo no tenemos eso ni de lejos. Por mucho que ponga de mi parte, mi hijo jamás podrá parecerse a ti, porque su madre y yo jamás alcanzaremos el nivel de complicidad que tienen tus padres –alza la cabeza, sus ojos cristalinos brillan con fuerza, temo que empiece a llorar–. No te haces una idea de lo afortunada que eres, Anna.

—¿Qué tiene que ver eso con que no me dejes hacer mi vida?

—¿Aún no te das cuenta que el hecho de haberte conocido ha cambiado las cosas?

¡Joder, mierda! Mi corazón late enloquecido. Su forma de hablar, de hacerme sentir tan tremendamente especial, me está ablandando.

Toma mi otro brazo y repite el mismo proceso que con el anterior. Retira el algodón y coge otro limpio, inclinándose hacia delante para aplicarle el agua oxigenada. Su cuello queda expuesto ante mi boca y no lo aguanto más. La entreabro, tengo muchísimas ganas de él. Recuerdo nuestros encuentros en Madrid y mi piel se vuelve de gallina. Ahora o nunca: ¿salto al vacío o me quedo segura en la cima de la montaña?

Antes de que se retire, bajo la cabeza y rozo sutilmente su cuello con los labios; se ha quedado petrificado. Libero mis dientes como un vampiro sediento de sangre para presionar levemente su yugular, y antes de despegar mi boca, le doy un húmedo beso.

Se retira despacio, mirándome algo confuso. Paso por alto el interrogante de sus ojos, y muevo la cabeza para acomodarme a su gesto. Con este último movimiento, nuestras frentes se unen. Me inclino levemente, ladeo el rostro en busca de su boca y finalmente, él corresponde a mi demanda. Con cierto temblor, sus manos rodean mi cintura mientras las mías se acoplan con firmeza sobre sus hombros. Poco a poco, incrementamos la urgencia de nuestro beso. Mi lengua pincela sus labios, mis dientes muerden su labio inferior, esta vez, con delicadeza. Aún no puedo creer que le mordiera la última vez. Sonrío ante ese recuerdo, y él, se mueve aún más concienzudamente sobre mi boca, sin miedo.

Permanecemos así un buen rato, sabe tan bien que nunca me cansaría de besarle. Mi cuerpo se excita cuando sus manos me arrastran sobre la mesa hacia delante, tirando de las pantorrillas. Abro más las piernas y él se encaja, pegándose a mí; incluso puedo sentir su erección bajo el pantalón. Jadeo cuando su lengua recorre mi cuello, dejando resbaladizos caminos de saliva a su paso. Calor, siento mucho calor, y no es por la desinfección de mis arañazos. Levanto un poco más las piernas y las enredo alrededor de su cintura, su erección me roza la vagina, se hunde en la grieta produciéndome ese cosquilleo tan familiar. Se mueve un poco, restregándose conmigo, y emite un gruñido bajo. Ese sonido... ¡Oh Dios, me vuelve loca!

Continuamos con desenfreno nuestra dosis de morreos. A veces, inclina la cabeza para seguir besándome desde otro ángulo, y yo, simplemente le sigo. Cada caricia, cada roce, me produce un placer inconmensurable. En este momento, no me importa lo enredada que está su vida, solo me importa él, y cómo mi cuerpo reacciona ante su contacto. Posiblemente mañana me arrepentiré de esto, pero hoy no dejo que ningún mal pensamiento me contamine, ya lamentaré las consecuencias de mi locura luego. Jadeante, me separo unos centímetros, me detengo en el lóbulo de su oreja, lo mordisqueo con los dientes y susurro:

—Vamos a mí habitación –se separa.

—¿Estás segura?

No lo sé, son muchas mis dudas, pero estoy tan caliente, y hace tantísimo que no tengo un buen polvo, que asiento sin dudarlo. Sus manos me alzan como si no fuera más que un muñeco, se ciñen a mi culo y asciende las escaleras conmigo en brazos. Durante todo el camino, no dejo de besarle, no quiero separarme ni un milímetro de él, por si me enfrío.

Me tumba sobre la cama y cierra la puerta con cuidado. Aprovecho ese espacio de tiempo para gatear lentamente sobre la colcha hasta acercarme a él, en cuanto lo tengo delante, desabrocho poco a poco sus pantalones, los bajo hasta los muslos, junto a los calzoncillos, y mi boca se lanza a por su miembro. Percibo el ligero gusto salado de su excitación, él suspira mientras se deja lamer por mí.

Sigo besando la punta, la envuelvo con mi lengua y, con cuidado, me la introduzco centímetro a centímetro en mi garganta. Se desliza suave, hasta casi tocar la campanilla, y su gemido me excita. Empiezo a mover mi boca sobre su pene a un ritmo lento y enloquecedor, sus manos retiran el pelo revuelto de mi cara y lo anudan hacia atrás, para poder tirar de él moviéndome a su antojo. Su ritmo aumenta a medida que su miembro se hincha en mi boca hasta inundarla por completo, entonces, antes de desatar su orgasmo, se inclina sobre mí, me besa y se recuesta en la cama.

Se separa, el tiempo suficiente para quitarse todas aquellas prendas de ropa que le molestan, antes de volver a prestarme toda su atención. Le espero impaciente, he leído en sus ojos que hoy es el día en que va a hacerme disfrutar de verdad.

—No te muevas y déjate guiar por mí, ¿de acuerdo? –asiento, algo desesperada, y él, sonríe.

Me despoja de mis ropas y su rostro cambia. Ha visto algunas heridas sin curar que han quedado cubiertas bajo la camiseta, se inclina y las lame con exquisita lentitud. No le importa el sabor de la sangre, se afana por dejar los arañazos limpios antes de mover mi cuerpo, colocándome a cuatro patas frente a él. Ahogo un jadeo cuando sus expertos dedos exploran mi sexo deslizándose hacia dentro, y yo, emito un gemido en respuesta. Me enloquece su sutil penetración, sentir como las paredes de mi vagina se adaptan a su dedo y lo succionan. Entonces abandona sus caricias y se desliza, colocándose en posición de 69.

—Inclínate sobre mí, Anna.

Ignorando el corte que me da hacer eso, cedo a cuanto me pide. El cosquilleo se expande por todo mi cuerpo mientras me acaricia el sexo con su lengua, y yo, intento corresponderle sin desviar la atención.

Me lame, me mordisquea el clítoris... ¡Me encanta esta sensación! No puedo más que contraerme  de placer con cada uno de sus atinados movimientos. De forma inesperada, uno de sus dedos vuelve a hundirse en mi orificio mientras su lengua, sigue arrancándome alaridos de placer.

Siento que voy a correrme, estoy a punto, y él, parece intuirlo, así que con premura se detiene para alcanzar mi bolso, que está sobre la mesita, y rebusca sin error en el bolsillo donde hay guardado un preservativo. Lo abre con los dientes y se lo enfunda rápidamente. Antes de incorporarse, guía mi cintura poniéndome nuevamente a cuatro patas sobre la cama. Ahora su miembro, firme y duro, me penetra entrando muy despacio hasta alcanzar toda la profundidad que su longitud demanda.

Chillo de placer al percibir como se mueve mientras me sujeta la cintura con las manos. Sus embestidas son suaves pero profundas. Con cada retirada su acometida es un poco más fuerte, hasta que en cuestión de segundos adquiere un ritmo devastador. Jadeamos, gemimos y ambos nos movemos, clavándonos más si cabe el uno en el otro. Escucho el repiqueteo de sus testículos al chocar incesantemente contra mí, hasta que no puedo más, y con una última penetración, que llega hasta mi útero, alcanzo el clímax.

Deja de moverse progresivamente, se aferra más fuertemente a mis caderas y me empuja bruscamente hacia él, hasta correrse desatando un profundo jadeo.

Ambos respiramos desacompasados, intentando recomponernos del esfuerzo. Mi cuerpo, derrotado, cae de frente sobre la cama. Poco después, percibo a James junto a mí, arropándome con las sábanas antes de tumbarse a mi lado y rodear mi cintura con su brazo.

—Debería estar prohibido desearte tanto. Sé que está mal, pero simplemente no puedo resistirme a ti –me ladeo hasta tener su rostro delante, es tan guapo, tan masculino... Es irremediable: quiero a este hombre para mí.

Y mientras lo digo, un latigazo de angustia me atiza el alma. ¿Qué voy a hacer? Estoy completamente perdida, él me tiene en sus manos, sabe que cederé a cada uno de sus caprichos porque estoy dentro de una espiral de sentimientos de la que no puedo salir. Suspiro y vuelvo a concentrarme en el presente, dejando a un lado esos pensamientos que enturbian mi falsa felicidad.

—¿Sabes? Todavía me sorprende tu capacidad para librarte de los remordimientos, ¿cómo lo haces? ¿Sigues la regla de los trescientos kilómetros?

—¿Cómo dices?

—Ya sabes, si estás a más de trescientos kilómetros, no son cuernos –su risa mueve el colchón.

Sin dejar de reír, coge la almohada y empieza a golpearme con ella en cualquier parte de mi cuerpo que le queda a tiro.

—¡Anda loca, calla!

¡Uy! Si se piensa que va a ganarme en una guerra de almohadas, lo lleva claro este inglés relamido. Cojo el cojín rojo en forma de corazón que decora mi cama, y le atizo con todas mis fuerzas.

Estamos así un buen rato, jugando, esquivando, moviéndonos... Él me está ganando, es mucho más fuerte y rápido, así que como mujer astuta que soy, me paro, reproduzco una elaborada mueca de dolor y abarco uno de los arañazos de mi brazo con la mano.

—Perdona, ¿te he hecho daño?

Su rostro emana preocupación por todos sus poros. Me encojo de hombros al tiempo que mis cejas se juntan para dar más lástima y credibilidad a mi actuación, entonces, deja su almohada a un lado y, aprovechando esa extraordinaria circunstancia, alzo mi cojín victorioso y le ataco sin compasión.

Y es que no hay juego que se me resista, con o sin trampas. ¡Y menos con un inglés!

36

 

 

 

A partir de aquél momento se desata la locura.

Miro el reloj, son las tres de la madrugada y sigo sin poder dormir. Salgo al pasillo de puntillas y me meto en el baño. Me lavo la cara con agua fría y, con cuidado, me seco los arañazos intentando que las costras no se desprendan. Cuando termino, me pongo de espaldas a la pica mirando hacia la puerta; suspiro.

Ya han pasado dos días, dos días en los que es más que evidente que a James y a mí no nos une solo una amistad. Cuando nadie nos ve, él se lanza a robar mis besos. Ambos disfrutamos jugando a eso del ratón y el gato con mis padres, aprovechando sus ausencias o distracciones para acorralarnos en cualquier esquina y meternos mano, pero no pasamos de ahí, en casa no se da la situación de que estemos completamente solos.

Solo de pensar en esos últimos contactos, mis pezones se endurecen bajo la camiseta. Me acaricio los pechos, que no podrían estar más duros, y a punto estoy de liberar un gemido cuando una idea descabellada pasa fugaz por mi mente.

Intentando no hacer ruido, salgo del baño y examino detenidamente el terreno: pasillo despejado, puerta de la habitación de mis padres cerrada treinta grados, y la habitación de James, abierta de par en par siguiendo las estrictas órdenes de papá. Me muerdo el labio inferior y avanzo lentamente hacia la habitación abierta; aunque antes, paso por la mía para coger una cosita. ¡Qué loca estoy!

Entro despacio y entorno la puerta, pero sin cerrarla del todo, el ruido podía despertar a alguien y nos saldría muy caro, ¡y más si me pillan aquí! Me acerco a tientas a la cama; aunque conozco el espacio a la perfección. Me inclino un poco y aspiro la profunda respiración de James, que está dormido. Me meto dentro de su cama despacito, él todavía no se ha dado cuenta, me acurruco y paso una mano por su pecho descendiendo por el estómago hasta detenerme en su entrepierna. Mis ojos se abren sorprendidos. ¡Está empalmado! Me pregunto con qué estará soñando.

Divertida tras lo que acabo de palpar, me acerco a su sensual boca entreabierta y le planto un tierno beso. Su cuerpo se agita nervioso, se mueve apartándose de mi lado hasta que percibe que soy yo, y su actitud, cambia. La hilera de sus blancos dientes resplandece en mitad de la noche. Me pongo a horcajadas sobre él, y le beso de esa forma únicamente nuestra, como si el mundo fuese a acabarse mañana. Sus manos se enganchan a los bajos de mi camiseta, subiéndola gradualmente hasta quitármela por la cabeza, luego, masajea mis duros pechos mientras que la mano que le queda libre, desciende hacia mi trasero para posicionarme más certera sobre su erección. Se mueve despacito debajo de mí, pero yo estoy ansiosa. Me abalanzo sobre él, haciéndole un traje de besos, mordiscos, lametones..., mientras me muevo con una urgencia desmedida deseosa de sentirle.

—No podemos hacer ruido –susurro en su oreja.

Él asiente y me estira hacia abajo para seguir besándome. Enloquecida por el morbo que me suscita la situación, me afano por quitarle el pantalón del pijama, liberando así su erección. Abro el paquetito plateado con los dientes, saco el preservativo y se lo coloco. Ya no hay nada que pueda frenarme. Me siento sobre él, me muevo y, poco a poco, percibo como empieza a entrar el prepucio solo, sin ayuda. Estoy muy excitada, por lo que no le cuesta seguir presionando mi orificio abriéndose camino hasta encajarse completamente dentro de mí. Me muerdo el labio inferior reprimiendo todos mis gemidos, él inclina la cabeza hacia atrás cerrando con fuerza los ojos para contenerse. Continúo moviéndome, cabalgando como una diosa sobre él. Arriba, abajo, arriba, abajo…, así varias veces. Trazo circulitos con su pene en mi vagina, continuando con mi particular danza desenfrenada. Sus manos me aprietan, palpan cada poro de mi piel, y yo, gozosa, me muevo aún más insistente sobre él. Se echa un poco hacia atrás, y su pulgar presiona mi clítoris justo en el momento en que había alcanzado la máxima excitación. Estoy a punto de chillar, pero entonces recuerdo que debo contenerme, así que me tumbo sobre él, deslizándome con mis pechos por su pectoral mientras me muevo salvajemente de norte a sur, sin dejar el menor hueco entre nuestros cuerpos desnudos, y empleando toda nuestra fuerza en la refriega. Ambos nos perdemos en el cuello del otro, enterrándonos para bloquear los involuntarios sonidos hasta que, un par de minutos más tarde, nos dejamos ir en un liberador orgasmo. Arrugo los dedos de los pies mientras me contraigo, prolongando un poco más el momento antes de caer derrotada sobre su cuerpo, ligeramente sudado. Él se encarga de sellar mi boca con un beso, recordándome que estoy respirando demasiado fuerte. Capto la indirecta, cierro la boca e intento respirar profundamente por la nariz hasta recobrar el aliento. Sonríe, y yo, le devuelvo la sonrisa. Ahora todo es perfecto. El sexo lo ha curado todo.

Beso su pecho recubierto de fino e imperceptible vello, James pasa las uñas por mi espalda, produciéndome cosquillas, pero no me aparta de encima, le gusta sentirme, como a mí apreciar su contacto. Poco después, sin saber el tiempo que ha pasado exactamente, que bien han podido ser horas, decido levantarme. Él me retiene, sujetándome de la mano para que no me vaya, pero no puedo quedarme. Le colmo de besos mientras me deshago de él. No nos decimos nada, sobran las palabras, porque ahora, únicamente hablan nuestros compenetrados sentimientos. Un par de achuchones más, y me escurro hasta salir de su cama. Abro la puerta, miro y no veo a nadie. Regreso a mi habitación satisfecha, me meto en la cama y espero impaciente a que amanezca un nuevo día.

Salgo de mi cuarto ya arreglada, y espero a que aparezca James. Ahí está, me mira sonriente. ¡Pero qué guapo es, madre! ¿Dónde me lo voy a follar hoy? Empiezo a reír como una loca. Últimamente no hago más que pensar en sexo, vamos, ¡que parezco un tío!

Juntos, caminamos por el pasillo y bajamos las escaleras que dan al comedor, lo bordeamos y entramos en la cocina. Mis padres se dan un beso y se despiden, porque él se va a trabajar. Lleva su impecable uniforme azul marino de mosso.

—Buenos días –digo y les doy un beso.

Bon dia, petita. Ens veiem aquesta nit –vuelve a besarme y le da un fuerte apretón de manos a James.

Arreveure! –exclama James, y mi padre, complacido, le dedica un movimiento de cabeza que dice: “cada día me caes mejor, hooligan”.

Es sorprendente lo mucho que ha avanzado en estos días. Mi padre dice pequeñas frases en catalán, y no solo eso, además tiene la paciencia necesaria para intentar enseñarle. James, como buen estudiante de Oxford que está hecho, le presta toda su atención. Quiere aprender, aprender por complacerle, ya que sabe que así tiene los puntos ganados con él. Mi madre se acerca enérgica, como cada mañana. Ella no saluda con un apretón de manos, se lanza a pellizcar su mejilla e inclina su cara hasta tenerla a tiro, para darle un beso.

—¿Qué vais a hacer hoy? –pregunta llevando la cafetera hacia la mesa.

—Todavía no lo hemos pensado –digo cogiendo una tostada con mantequilla y mermelada.

—Pues hace un día estupendo, ¿por qué no aprovechas y le enseñas a James el pueblo? –hago una mueca.

—Mamá, aquí no hay nada que ver –y entonces, caigo. No hay nada ni nadie, solo campo, bosque... Sonrío con malicia–. Está bien, tienes razón. Le enseñaré todo esto –mi madre asiente complacida, pobre ingenua.

Seguimos desayunando, ella nos comunica que hoy tiene planeado hacer paella para comer, alegando que James no puede permanecer un día más sin probarla, y yo, me echo a reír cuando él corresponde al entusiasmo de mi madre diciendo que le haría mucha ilusión teniendo en cuenta lo bien que cocina. Es un experto camelador, el típico galán inglés desplegando todas sus artimañas, pero a mí, me gusta eso. Y es que una mujer, nunca recibe demasiados halagos. Terminamos de desayunar, cojo una pequeña mochila con todo lo imprescindible y me llevo a James a rastras.

—Voy a enseñarte un sitio que es espectacular, te va a encantar –me devuelve la sonrisa, coge fuertemente mi mano, y, juntos, avanzamos en dirección al bosque; por suerte, él ha tenido la intuición de ponerse ropa deportiva, estos parajes no están hechos para ir en traje.

A medida que nos adentramos en la espesura del bosque, dejando a un lado los llanos campos de cultivo que bordean el pueblo, todo se va haciendo más oscuro. Abundan los pinos, castaños y algunos robles. Los árboles crecen exageradamente hacia arriba, buscando incansablemente la luz del sol. Esta batalla por alcanzar un atisbo de claridad, hace que las ramas se entrelacen formando un enmarañado tejido, una capa espesa donde únicamente se infiltran los pequeños destellos luminosos de la mañana. La ausencia de sol reaviva al denso musgo que tapiza de verde los troncos y cubre el suelo, pisarlo es como caminar sobre una gruesa alfombra de angora colocada sobre un terreno irregular. El olor a humedad, a verdín, a naturaleza salvaje, me produce una sensación agradable que me traslada a un lugar lejano, antiguo, donde el hombre aún no ha hecho su devastadora aparición. Aquí no hay contaminación, no hay apenas coches, ni fábricas, ni gente adicta a las telecomunicaciones. Aquí solo hay paz, pajarillos y, eso sí, muchos bichos.

—¿Qué te parece? –digo no bien dejamos atrás la zona sombría.

—No tengo palabras –susurra entrecerrando los ojos por los destellos de luz.

Ascendemos la montaña hasta alcanzar un pequeño claro invadido por el sol. Hemos subido muchísimo, pero ha valido la pena, porque desde aquí, las vistas son inmejorables. James mira los extensos terrenos de cultivo que han quedado a nuestros pies, a lo lejos se puede intuir el pequeño pueblecito, donde la torre más alta es el campanario de la iglesia.

—¿Siempre has vivido aquí?

—Sí.

—Es precioso Anna, y eso que a mí no me gusta el campo, pero contigo todo es diferente. Es como si me transmitieras tu alegría, me estás enseñando a apreciar cosas que hasta ahora simplemente ignoraba –me echo a reír, descuelgo la mochila de mi hombro y saco la manta que llevo dentro, extendiéndola para que ambos podamos tomar asiento.

—¿Tienes frío? –pregunto tan pronto se sienta a mi lado; me mira extrañado.

—No, ¿por qué?

—Porque voy a desnudarte –se echa a reír, y el sonido de sus carcajadas hacen eco entre las montañas.

—¡Qué dices! ¿Aquí? ¿Ahora? –me encojo de hombros y confirmo:

—Sí. Aquí. Ahora –me lanzo a por un beso y sonríe.

Sus labios se entrelazan con los míos, volvemos a estar a cien, así que cediendo a nuestro deseo, nos desnudamos con urgencia. Sus manos acarician mis curvas, ciñéndose a ellas.

—Me encanta tu cuerpo.

—Y a mí el tuyo –respondo jadeante.

—Eres perfecta, Anna, la mujer perfecta –río en su cuello.

—Ahora sí que me queda claro que has conocido a pocas mujeres –sus carcajadas me mueven, me gusta este James risueño, feliz, tan diferente al de la oficina.

Decidimos no esperar más. Me quita la ropa y las finas prendas interiores con prisa, se pone el preservativo y, sentándome sobre él, me penetra con súbita decisión. Chillo y me estremezco por su excitante brutalidad. En cuestión de segundos, ya estoy botando encima de sus piernas mientras nos devoramos con una mirada ardiente.

El camino de regreso lo emprendemos entre juegos, uno de los dos corre y espera a que el otro le atrape, tropezamos, nos reímos, nos besamos. Somos una pareja más de enamorados, de esas tan empalagosas que se ven en la televisión, nadie diría en este momento que nuestra unión está condenada al fracaso desde el minuto uno, pero como siempre digo, y repetiré hasta la saciedad: todo esto, ya lo lamentaré mañana. Hoy es hoy, y él está aquí conmigo, con mi familia, no pienso desaprovechar ni uno más de nuestros días juntos.

Hambrientos, devoramos la deliciosa paella que mi madre nos ha preparado. James la felicita en innumerables ocasiones, y ella, se hincha cada vez más, tan satisfecha por sus alabanzas que temo que en cualquier momento vaya a estallar.

37

 

 

 

Hoy es fin de año, ¡bien!, una ocasión especial para estrenar el vestido que James me ha regalado. Lo descuelgo de su percha, y lo cierto es que no puede ser más bonito, hace una holgada bolsa en el pecho y se anuda a la cintura con una fina cadenita de diminutos brillantitos, y termina en una gran porción de tela que cae hasta los pies. La tela es tan suave y cómoda, que se adapta a mi cuerpo como una segunda piel. Me miro en el espejo mientras extiendo la falda con las manos como si fuera una princesa de cuento. Me he moldeado bucles con la plancha en mi extensa melena, queda tremendamente sexy, me maquillo un pelín, dotando de un rojo intenso mis carnosos labios, y para terminar, me subo a mis zapatos plateados de tiras y los anudo al tobillo. Los colores casan divinamente, estoy deseando que James me vea con su regalo puesto.

Me acerco trotando a su habitación y entro, esto de tener siempre la puerta abierta tiene sus ventajas. James está ajustándose el nudo de la corbata al cuello, está espectacular, incluso ha elegido una corbata roja, como marca la tradición.

—¡Vaya Anna, ese vestido vale realmente lo que cuesta! ¡Estás increíble! –sonrío, le beso fugazmente y retiro automáticamente un poco de carmín que ha quedado impreso en sus labios–. Dicen que trae buena suerte llevar algo rojo para empezar el año, pero tú te has vestido de verde –empiezo a reír.

Me aparto, y con movimientos sensuales, me levanto el vestido hasta enseñarle mi minúsculo tanga rojo. James suspira, se acerca, y sin contemplación alguna, me planta un beso que a punto está de dejarme en coma.

—Vaya..., veo que te ha gustado mi tanga.

—No tanto –dice y vuelve a besarme con rudeza–, tengo unas ganas enormes de arrancártelo –sus manos invasivas se infiltran por debajo de mi vestido, y rápidamente sus dedos se enredan entre las tiras de mi tanga–. ¿Puedo? –pregunta desesperado, y yo, me echo a reír.

—¡No! –digo e intento separarme, pero él, estira aún más fuerte de las gomas.

—Te compraré cientos de tangas rojos, pero por favor..., ¿me dejas? –sus labios vuelven a apresarme y gimo mientras mi vagina empieza a humedecerse tras presenciar el duro contacto de sus nudillos contra el clítoris.

—Ni de coña... –susurro junto a su boca, y él, libera un ronco jadeo justo antes de volver a besarme con esa devoción que le caracteriza.

—Por favor, Anna..., por favor... –su suplica debilita mi entereza, y sus besos, abandonan mis labios para centrarse en mi cuello, buscando el refugio para seguir insistiendo–. Por favor, lo consideraré como un regalo anticipado de cumpleaños –empiezo a reír, está mal de la cabeza.

En ese instante, uno de sus dedos me roza, me separa los labios vaginales y se hunde en mi interior sin esfuerzo. Me desarmo, me aprieto junto a él y dejo que me toque, primero con un dedo y luego con dos.

—Dámelo –me ordena mientras colma mi barbilla de diminutos besos.

Estoy a punto de ceder, de decir que tome todo cuanto quiera de mí, y entonces lo consigue, su pulgar presiona mi clítoris mientras que el índice continúa dentro de mi vagina.

—Vale... –digo jadeante, rindiéndome a la maestría de sus largos dedos.

—Vale..., ¿qué? –¡encima el muy pervertido quiere escucharlo!

—Te doy mi tanga –cedo al fin–. Arráncamelo –le incito.

Percibo su sonrisa en mi cuello, me da un pequeño mordisco y susurra cerca de mi oreja:

—Será todo un placer.

Lo estira con un movimiento brusco, lo desgarra y me lo arranca, sacándolo de debajo de mi vestido.

—¡Me encanta! –exclama mirándolo desde muy cerca, y entonces, hace uno de esos movimientos extraños, se lo lleva a la nariz y lo huele al tiempo que cierra los ojos satisfecho–. Lo guardaré como un tesoro –sonrío, me pongo en jarras frente a él, y divertida, añado:

—Y ahora, ¿qué me pongo? No tengo más ropa interior roja.

—No te pongas nada –me sugiere como si tal cosa.

Me echo a reír con ganas, este hombre es insufrible, sin embargo me tiene loca, tanto es así, que cedo a su capricho y bajo al comedor sin nada que proteja la parte más vulnerable de todo mi cuerpo. De tanto en tanto me sonríe, sabe que me siento rara por ir sin ropa interior, y su retorcida mente ya está hallando fórmulas para meterme mano sin obstáculos de por medio.

La cena es un festín a base de marisco. La última comilona del año, como siempre dice mi madre, debe ser especial. En cuanto acabamos, mis padres se sientan frente al televisor, obviamente nuestro canal es Antena 3. Estoy nerviosísima por el anuncio que nos espera. James me infunda tranquilidad, sonriéndome cada vez que le miro.

Queda un único hueco en el sofá, así que gustosa, se lo cedo a él, a mí no me importa sentarme sobre la mullida alfombra que hay bajo este y recostar mi espalda entre sus piernas, pero él, no parece demasiado cómodo con esa postura, así que se escurre por el asiento, me empuja hacia delante y se sienta detrás de mí. Tengo sus piernas a mi alrededor, y él roza levemente mis brazos desde atrás con las yemas de sus dedos. Miro de reojo a mi madre, que sonríe por vernos así, es la primera muestra de afecto público que mostramos. Mi padre, en cambio, aprieta los labios, pero no dice nada; que él sepa, James no se ha saltado ni una sola de sus normas.

Recuesto mi cabeza hacia atrás, James se inclina y pone su barbilla sobre mi coronilla. Cierro los ojos un momento, apenas presto atención a Paula Vázquez y Anna Simón, que hablan sin parar recordando que antes de las campanadas, vienen los cuartos.

James prepara su cuenco de uvas, yo hago lo mismo, colocándolo sobre la falda.

Empiezan las campanadas. Una, mastico la primera uva, dos, tres, cuatro... Y damos la bienvenida, entre fuegos artificiales y aplausos, al dos mil catorce. La gente se abraza, las presentadoras toman champán dejando el reloj de la puerta del sol a su espalda, y entonces, se abre el nuevo año con el primer anuncio.

No hay sonido, solo el correteo de mis pies por la tarima de madera. Me siento sonriente y empiezo a hablar yo sola, como una imbécil. James acaricia mis brazos hasta alcanzar mis manos y entrelazarse a ellas, las aprieta y logra destensar esa rigidez de mis músculos.

En cuanto termina el bochornoso anuncio, miro a mis padres; su aprobación es lo que más me importa ahora.

Mi madre llora por la emoción mientras cubre su boca con la mano. Su reacción es de esperar, se ha quedado sin habla, impresionada, pero se nota que le ha gustado. Desvío la mirada hacia mi padre, y su mandíbula se ha quedado entreabierta. Sigue mirando atentamente hacia la tele, pese a que el anuncio ha terminado.

—¿Qué opinas, papá? –pregunto temiendo su respuesta, entonces, sus ojos se encuentran con los míos y se dulcifican.

Tinc la filla més guapa del món! –me echo a reír y me levanto para abrazarles.

El teléfono de mi casa empieza a sonar, familiares que han visto el anuncio, lo sé, porque mi madre lleva toda la semana llamando para avisarles. Ella se levanta, desatando una sonora carcajada por el camino mientras va en busca del teléfono, ansiosa.

—Ha sido espectacular –susurra James a mi oído–. No me cabe ninguna duda de que esta campaña va a arrasar.

Y ahora es mi móvil el que suena como un poseso. Mis amigos van a comunicarme sus opiniones. Río y corro hacia una habitación para hablar tranquilamente con ellos en una conversación a cuatro.

38

 

 

 

Hoy es día uno, uno del uno de dos mil catorce, y también es el último día que estoy con mis padres, mañana vuelvo al trabajo. Intento no pensar en eso ahora apartándolo de mi mente todo lo posible, después de todo, no es algo que esté en mi mano solucionar, pero para qué negarlo, no es la vuelta al trabajo lo que me tiene el vilo, sino el distanciamiento que se producirá entre James y yo cuando lo hagamos; aunque no soy la única que ha pensado en eso, la larga cara de James, habla por sí sola.

Mi madre nos observa, repiqueteando nerviosa con el pie en el suelo y bufando de tanto en tanto. De repente, sin poder aguantar más la situación, se levanta y se cuadra frente a nosotros sorprendiendo incluso a mi padre, que retirándose las gafas, levanta la vista del periódico.

—Bueno, ¿qué? ¿Vamos a estar así todo el día? ¡Ojú, qué fatiguita que me dais!

Ja comencem... –interviene mi padre sonriendo por lo bajo, James y yo nos miramos extrañados, ¡a saber qué pretende hacer esta mujer ahora!

—¡Anna, vente conmigo! Vamos a darles vidilla a este par de muermos.

Estallo en carcajadas, salto del sofá y la acompaño escaleras arriba ansiosa por saber lo que acaba de tramar en secreto. No sé de qué se trata, pero sea lo que sea, me apunto.

Entramos en su habitación, abre el armario y, emocionada, saca su tradicional traje de sevillana.

—El tuyo lo guardo en ese cajón –especifica señalándolo con el dedo.

Vuelvo a reír, la verdad es que ya no me acordaba de él. Solo lo he usado una vez, el año en que mi madre se empeñó en ir a la feria de Triana. Sin demorar ni un segundo más, me lo pongo, primero el body negro, que realza mi pecho redondeándolo, y después, la falda roja de topos negros, que me llega hasta los tobillos. Me calzo mis zapatos de tacón, que se abotonan a un lado, y corro risueña al baño. Me contemplo en el espejo, a pesar de los años que han pasado no me queda nada mal. Peino mi espesa melena negra y me unto los labios con carmín rojo antes de salir. Para meterme más en el papel, me pinto también la raya negra del ojo. Tras comprobar el resultado, corro hacia mi habitación y sonrío con malicia cuando abro el cajón de mi mesita para coger un preservativo, que escondo entre mi pecho y el sostén antes de regresar junto a mi madre.

—Bueno cariño, ¿preparada? ¡Vamos a enseñar a esos dos el poderío Español!

—¡Yo no sé bailar esto! –digo sin dejar de reír por lo seria que se ha puesto.

—Eso no importa, eres hija mía y algo habrás heredado –ladeo la cabeza.

—Demasiada confianza tienes en mí.

Toma mi cara entre sus manos, me atrae hacia ella y me besa, aplicando toda la fuerza de la que es capaz.

—¡Vamos allá!

Juntas, descendemos las escaleras acompañadas por nuestro arte gitano y el seco sonido de los tacones repiqueteando en cada uno de los peldaños. Los hombres de la casa se han quedado a cuadros al vernos aparecer de esta guisa. Mi madre me abandona unos segundos, pone un CD en el reproductor, y regresa de nuevo junto a mí. Los primeros acordes de guitarra hacen que mamá se mueva, yerga el cuello y sacuda su melena hacia atrás. Me tapo la boca para desatar una sonora carcajada, no puedo dejar de mirarla.

Sus brazos se arquean hacia abajo, se ladea, y entonces me busca para que la siga poniendo su cuerpo delante del mío mientras giramos al tiempo que rotamos las muñecas. James se inclina hacia delante para obtener una mejor perspectiva de nosotras, mi padre, en cambio, tiene el ceño fruncido con esa típica cara suya que no deja entrever ninguna emoción, pero yo solo me concentro en mi madre, cedo a su deseo y me contoneo intentando imitarla. Ahora eleva sus manos por encima de la cabeza como si quisiera airear los sobacos, río con ganas y repito sus movimientos, uno tras otro. Media vuelta, repiqueteo de pies contra el suelo, movimiento circular de muñecas y... ¡olé!

—¡Dale cariño, que se note de dónde venimos!

Cogemos el bajo de nuestra falda y la agitamos con rabia, sin dejar de repiquetear rítmicamente con los pies en el suelo. Una vuelta más, en la que entrelazamos nuestros brazos, y quedamos de espaldas a los dos enormes bloques de hielo que nos contemplan sentados. Sin dejar de mover los brazos, levantamos un pie, damos media vuelta, alzamos la mano derecha por encima de la cabeza inclinando ligeramente la espalda y... ¡fin!

James empieza a aplaudir como un loco, incluso verbaliza un sonoro olé cuando terminamos. ¡Si es que no puede ser más guiri! Pero es el único al que hemos impresionado, el otro hombre de la casa permanece con la misma actitud impasible de antes.

—Bueno, Juan, ¿qué te ha parecido? –mi padre arruga la frente y vuelve a extender el periódico sobre la cara.

—Vulgar –espeta sin más.

Se me escapa una risotada y me acerco a la butaca de James, para sentarme en sus rodillas; menos mal que a él sí le ha gustado.

—¡¿Vulgar?! –mi madre le arrebata el periódico de mala gana y lo lanza lejos de su alcance.

Coi de dona! Què fas ara?

—¡Repíteme eso a la cara! –él sonríe.

—No me ha gustado en absoluto, ya lo sabes.

A mi madre se le descuelga la mandíbula, eso la ha dolido. Lleva más de quince años acudiendo semanalmente a clases de flamenco, es una experta y lo hace muy bien, pero las aletas de la nariz se dilatan cuando no contento con eso, mi padre añade:

—Hubiese preferido una sardana.

Lo siento, pero ante ese comentario no puedo seguir disimulando y me tengo que reír. James me pellizca la cintura, recordándome que no es momento para eso, que la situación es delicada, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?

—¿Y por qué?, si se puede saber. ¿Por qué es mejor una sardana? –se cruza de brazos; aunque su nivel de enfurecimiento ha descendido un grado al percatarse de la sonrisa implícita en los ojos de mi padre.

Él se levanta del sofá, se retira las gafas y las deja sobre la mesa.

—Creo que eso tenemos que discutirlo en otro lugar.

Mi madre da un paso hacia atrás, mi padre se apresura a recorrer esa distancia, se inclina, coge a mi madre de la cintura y se la carga a la espalda como si fuera un saco de patatas.

—¡¿Qué haces?! ¡Suéltame ahora mismo!

—¡Ni pensarlo! Hay mucho que discutir, y si no hay nada más que hacer aquí... –añade mi padre dirigiéndose hacia las escaleras con ella a cuestas.

—¡Juan, bájame! ¡Los chicos están ahí!

—Los chicos ya son mayorcitos, saben que los niños no vienen de París.

Sube los peldaños mientras ella se ríe, grita y le atiza en la espalda con los puños cerrados gritando que la baje. No puedo dejar de sonreír ante esa escena tan cotidiana, James, en cambio, me contempla perplejo.

—¿Qué?

—Se me hace extraño que tus padres estén ahora mismo en su habitación pasándolo bien, y tú y yo, aquí abajo –vuelvo a reír, le sorprende que aún mantengan viva la llama, sin embargo, a mí me encanta.

—Sé cómo remediarlo –añado y reproduce esa sonrisa de medio lado que tanto me gusta antes de acercarse despacito.

—A ver, sorpréndeme, ¿qué está pasando por esa cabecita ahora mismo? –me ladeo para que continúe trazando ese excitante camino con sus labios sobre mi cuello.

—Nada bueno –susurro y se ríe sobre mi clavícula, dándome un pequeño mordisco.

—Ven conmigo, nosotros somos jóvenes y no vamos a ir a una aburrida cama.

—¿A no?

Su sonrisa me deja aturdida un par de segundos. Transcurrido ese tiempo, me pongo en pie y tiro de él para que me siga. Le conduzco directamente al sótano, donde mi padre guarda su extensa colección de vinos, todos con denominación de origen. Enciendo la tenue luz del techo y el lugar adquiere un muy apropiado matiz anaranjado.

Sin verlo venir, James me acorrala desde atrás rodeando mi cintura con sus manos, acerca su boca a mi oreja y emite un jadeo justo antes de morderla.

—Me encanta este sitio –susurra, y yo, sonrío en respuesta.

Me giro muy despacio, llevando las manos hacia su cuello, momento en que sus labios se posan tiernamente sobre los míos. Nos movemos con extrema lentitud hasta que nos vienen las prisas, como siempre, y cuando nuestra respiración se empieza a descompasar, nos unimos fundiéndonos en un sentido abrazo. Me conduce hacia atrás hasta que mi espalda topa con la pared, repleta de botellas.

—Te deseo...

Suspiro en su boca y le muerdo el labio a la par que sus manos se aferran a mis muslos, subiendo poco a poco todo ese montón de tela y volantes. Alzo una de mis piernas y la enredo entorno a James, que deja de besarme para fijar su vista en mí, centrándose en los movimientos de mi pecho mientras lucho por estabilizar la respiración.

—¡Por Dios, Anna! –exclama impresionado–. ¡Estás buenísima!

Sonrío, y él, me imita cuando ve que el vaivén de mi pecho hace despuntar el paquetito plateado que había guardado estratégicamente momentos antes. Me lo arrebata con la boca sin dejar de mirarme, lo cojo, y ahora sin obstáculos, sus labios vuelven a abalanzarse bruscamente contra mi boca. Me devora mientras sus manos se aferran con fuerza a mis caderas bajo el vestido. Sin darme tregua, estira las gomas de mi tanga y lo destroza.

Estamos en la zona más fría de toda la casa, aun así, siento mucho calor. James retira una de sus manos para desabrochar los botones de su pantalón, bajándoselos lo suficiente como para liberar su erección. Ver lo excitado que está me ha puesto muy cachonda y abro ansiosa el paquetito. Moviéndome como lo haría un contorsionista, le coloco el condón deslizándolo rápidamente sobre su miembro erecto. Sus manos me elevan, separando al máximo mis piernas, y de un certero empellón, se mete dentro de mí. Grito al percibir en mi vagina la fuerza de su embestida, que llega hasta el útero, su cuerpo acelerado me sacude una y otra vez, clavándome sin descanso contra la pared al tiempo que sus manos se adhieren fuertemente a mis nalgas, empalándome. Gimo, agarrándome fuerte a sus anchos hombros, deseosa porque no me suelte nunca.

—¿Te gusta que te folle así?

Esas palabras, tan poco utilizadas en su léxico habitual, me producen un cosquilleo inclasificable en el bajo vientre. Trago saliva, me recuesto sobre él y reproduzco un frágil junto a su oído.

—¿Estarías dispuesta a hacer cualquier cosa que yo te pidiera, a realizar todas mis fantasías más íntimas?

—Sí... –vuelvo a susurrar sin dudarlo mientras siento que me voy sin poder refrenarlo.

Grito, me contraigo y me aprieto, succionando su miembro hasta que le arranco un orgasmo precedido por un sonido gutural que brota de su garganta.

Con cuidado, sale de dentro de mí y me coloca en el suelo. Estoy algo mareada tras el movimiento, por lo que me recuesto contra la pared de botellas sin apartar la vista mientras se retira el preservativo. Le hace un nudo y se lo mete en el bolsillo junto al envoltorio, que ha quedado tirado en el suelo.

—¿Qué pasa? –me pregunta al ver que sigo observándole.

—Eso que has dicho..., acerca de tus fantasías... –se echa a reír.

—¿Quieres conocerlas?

—Por supuesto –vuelve a reír.

—Te las mostraré algún día.

—¡De eso nada, quiero saberlas ahora! –se acerca a mí, silenciando mi curiosidad con un casto beso en los labios, y se retira sin abandonar la diversión de sus ojos.

—Prefiero guardármelas hasta hacerlas realidad contigo.

—Bueno, creo que yo tendré algo que decir, ¿no te parece?

—Te recuerdo que has accedido sin preguntar nada más. ¿Es que vas a faltar a tu palabra?

Le miro perpleja. ¿Me he perdido algo? ¿De qué coño va todo esto? Percibe el miedo que me asalta de forma inesperada y se acerca, abarcando tiernamente mi mejilla con su mano para acariciarla.

—Solo te diré que para mí esto es algo nuevo. Es mirarte y no solo mi cuerpo se dispara, sino también mi imaginación, y te aseguro, Anna, que tengo ganas de hacerte muchísimas cosas. Te deseo de mil maneras, solo a ti.

—No sé yo si ceder a tus caprichos me va a gustar mucho...

—El sexo es un juego, tú misma lo dijiste –me recuerda; al parecer, esa frase le quedó grabada a fuego–. ¿Acaso no quieres jugar?

—No será nada doloroso, ¿verdad? –espeto con desconfianza.

Sonríe nuevamente, sin embargo, yo soy incapaz de hacerlo.

—¡Claro que no! A estas alturas, ya deberías saber que lo que realmente me excita cuando hacemos el amor es verte disfrutar a ti, ver cómo tu cuerpo se estremece, tus músculos se contraen, escuchar tus gemidos, sentir tus suspiros... Mira... –dice cogiendo mi mano y llevándola hacia el claro bulto que vuelve a sobresalir de su pantalón ¡¿Otra vez?! Increíble...–, solo de pensarlo... ¡Uf! –suspira antes de retirar mi mano–. Mi única pretensión es llevar nuestro placer un poco más allá, porque confías en mí, ¿no?

Suspiro. Lo cierto es que no me fío ni un pelo, pero en fin, ¡a jugar se ha dicho! Tengo curiosidad por conocer sus fantasías, y si puedo, hacerlas realidad. ¿Por qué no?

 Continuará...

PD: Bueno, nos acercamos al final, llevamos leídas más de 200 páginas de word, y tengo planeado finalizar esta saga en breve. Sé  que no es algo que se espere leer por aquí, así que gracias por leer, valorar y opinar ;)