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El contrato (décima parte) 10

en Grandes Series

    

Nota de la autora: Este relato forma parte de una larga saga. Recomiendo leerla desde el principio para poder seguir el avance de los personajes y entender las situaciones.

Agradezco los comentarios de los lectores y sus valoraciones, sin ellos no hubiese continuado escribiendo.

Que pasen una feliz Navidad, aquí viene una entrega especial. Besos.

 

 

 

En el capítulo anterior...

 

(...)

 

Al llegar a casa, me quedé sentada en el interior del coche unos minutos más. Mi cabeza no dejaba de dar vueltas, era mucho lo que tenía que analizar y me daba la sensación de que disponía de poco tiempo. Sin saber por qué, volví a llorar por Edgar. Tal vez ahora entendía un poco más su irritable humor, su aislamiento, las cosas que hacía y por qué las hacía... Poco a poco dejé de verle como una persona con innumerables defectos para convertirse en alguien con múltiples cualidades. ¿Quién de nosotros sería capaz de aguantar en silencio todo lo que había vivido, salir adelante, forjar un espléndido futuro, controlar su propio sufrimiento, pensar en las personas que estaban a su alrededor y mantenerlas al margen de su realidad para evitar sufrimientos innecesarios? ¿Quién de nosotros sería lo suficientemente fuerte para sobrellevar eso solo? Ahora todo tenía una explicación, una raíz, un motivo, y conocerlo, hacía que cada pieza encajara.

Jamás imaginé que viviría algo así, que descubría la extraordinaria fortaleza y personalidad que un hombre enterraba bajo varios metros de vanidad, prepotencia, osadía, provocación y autoridad. Todo eran mecanismos de defensa, estrategias con las que conseguía difuminar lo que él consideraba flaquezas.

Mi deber hasta ahora había consistido en desenterrar la parte más humana de Edgar, esa que había mantenido oculta al mundo en su propio beneficio, pero ahora mi labor era mucho más importante, debía conseguir que se despojara de todos esos sentimientos negativos y apostara por vivir un nuevo comienzo. Debía proporcionarle un aliciente, tal y como había mencionado Steve, que le hiciera desear, tanto como yo, ese comienzo.

Me encaminé hacia la casa sin prestar atención a la lluvia; nada me importaba. El agua borró mis lágrimas justo antes de abrir la puerta.

Puse un pie dentro y choqué de bruces contra la cara confusa de Edgar. Podía apreciar la duda, la confusión, el miedo... todo eso concentrado en la parte sin cubrir de su rostro.

No me atreví a pronunciarme todavía, ambos sabíamos que había ido al hospital y lo que había hecho. Seguramente Philip le había puesto al corriente del destino de nuestra escapada.

Fruncí fuertemente los labios, deseando no mostrar ninguna emoción, aunque dudo que realmente lo consiguiera. Estaba demasiado afectada como para disimularlo. Sin decir una sola palabra, llevé mis manos hacia la máscara negra que escondía parte de su rostro. Estaba cansada de ella, la odiaba con todas mis fuerza y no deseaba otra cosa más que hacerla desaparecer.

Con cuidado la retiré de su rostro desatando la goma que llevaba atada por detrás.

—¿Qué haces? –preguntó cubriéndose esa parte con la mano, intentando alejarla nuevamente de mí.

Tiré la máscara al suelo y me afané a retirar su mano de la cara.

—Se acabaron las máscaras –sentencié tocando sin miedo sus profundas cicatrices.

Parecía confuso mientras le acariciaba el rostro, tal vez incómodo. No se esperaba para nada mi actitud. Eso me impulsó a ser todavía más impredecible.

Los ojos de Edgar brillaban con gran intensidad, uno envuelto por la niebla y otro azul turquesa, capaz de hipnotizar a cualquiera.

Era muy guapo. A mis ojos había cambiado de forma inimaginable, casi no prestaba atención a sus heridas, el conjunto en sí me parecía hermoso.

Aprovechando que mi mano seguía soldada a su rostro la deslicé hacia la nuca, para acariciar su suave cabello oscuro, y sintiéndome dominada por un deseo superior, del que hasta ahora desconocía que existiera, atraje su rostro hacia el mío con decisión.

Me cuadré frente a él, separada tan solo por escasos milímetros. Podía advertir su nerviosismo, pero por alguna razón yo no lo estaba. El cariño más absoluto, ese que había conseguido despertar en mí, invadía cada centímetro de mi cuerpo y no pude más que dejarlo fluir; solo quería que supiera que entendía por lo que estaba pasando.

Con súbita decisión acerqué mis labios a los suyos sin pensar realmente en lo que estaba haciendo, no me apetecía seguir analizándolo todo, solo quería actuar, hacer lo que dictaba mi corazón sin pensar en nada más.

Con suavidad acaricié sus labios rígidos y distantes con los míos, intentando hacer que respondieran a la demanda de mi beso, pero necesité ser más insistente para que me correspondiera. Utilicé la otra mano para soldarme a su cuello y volver a intentarlo.

Entonces, por fin, se produjo el cambio. Tomó mi cara entre sus manos, casi con rudeza y me besó de verdad, moviendo sus labios insistentes sobre los míos.

Realmente no había excusa para mi comportamiento. Ahora lo veo más claro, como es lógico. De cualquier modo parecía que no podía dejar de comportarme de forma incoherente. Mis brazos se apretaron más fuertemente a su cuello y me quedé de pronto pegada a su cuerpo, fuerte como una roca. Suspiré y mis labios se entreabrieron, invadiendo los suyos con más intensidad.

El beso hizo que mi corazón se disparara y un pellizco alojado en lo más profundo de mi vientre me estremeció convirtiendo la piel de gallina.

Me di cuenta de que deseaba más, quería seguir experimentando esa extraordinaria sensación, para mí era algo nuevo, inexplorado, y no quería que terminara.

Animada por las mágicas sensaciones que aleteaban en mi vientre, retiré sus manos de mi rostro y las acompañé descendiendo por mi cuerpo, el cuello, los pechos y las caderas para dejarlas ahí.

—Estás empapada –constató al percibir mi ropa mojada a causa de la lluvia.

Le miré una vez más, su urgencia había descendido un ápice, pero no la mía.

Con determinación sostuve su mano, que seguía flácida, sin vida sobre mi cadera y tiré de él para subir las escaleras.

 

 

Nuevas sensaciones

 

 

Sin pensar demasiado lo que estaba haciendo, entré en la habitación de Edgar. Miré la lujosa cama de madera, con cuatro majestuosas columnas. Había visto esa cama en numerosas ocasiones pero hasta ahora no le había prestado demasiada atención.

Tragué saliva, nerviosa. Estaba loca, debía reconocerlo, pero al mismo tiempo no me desagradaba esa sensación.

Dejé de analizar su habitación cuando sentí el calor de su cuerpo contra mi espalda, las yemas de sus dedos deslizarse con suavidad sobre mis brazos cubiertos por la camiseta mojada, que se adhería a mi piel como un envoltorio, y el hormigueo de su cálido aliento contra mi nuca. Mi corazón siguió su frenético bombeo, alterado por el rumbo que estaba tomando la situación.

Con delicadeza, las manos de Edgar agarraron la parte baja de mi camiseta, subiéndola al tiempo que los nudillos pincelaban la desnudez de mi vientre. Por primera vez me dejé llevar y alcé los brazos para que pudiera quitármela sin impedimentos. Mi ropa interior quedó al descubierto, al igual que mi nerviosismo, visible en cada poro de mi piel.

Me di la vuelta muy despacio. Él me miró atentamente a los ojos, esperando, tal vez, a que me echara atrás, que volviera a cubrirme y me alejara. Es algo que hubiese hecho antes, pero no ahora. Ahora lo sabía todo de él y tenía la sensación de que no estaba frente a un extraño, sino frente al hombre con el que quería estar, al que quería entregar mi virginidad.

Me quedé quieta, paralizada, esperando su siguiente movimiento. Estaba tan insegura que tenía la sensación de que si perdía la concentración en algún momento me pondría a hablar y lo fastidiaría todo, como hacía siempre.

Edgar llevó una mano hacia mi cuello y apartó con delicadeza el pelo para acercarse con sutileza. Su proximidad me intimidaba tanto que no pude sostener su mirada y descendí el rostro para esconderme de él. Entonces sus labios tomaron el control y los sentí cerca de la oreja. Fue imposible no cerrar los ojos al mismo tiempo que el alma huía de mi cuerpo.

—Eres preciosa, Diana –susurró contra mi oído.

Sus palabras me arrancaron un gemido de placer y me pegué literalmente a él, apretándome contra su cuerpo. Pude percibir la dureza de su erección contra mi vientre y eso me puso aún más nerviosa. Lo único que deseaba era que él no pudiera apreciar mi inexperiencia e inseguridad en ese momento.

—No me canso de mirarte –sentenció cubriéndome el cuello de delicados besos.

Sus palabras me hicieron volver a cerrar los ojos.

—Edgar. –Yo hervía de deseo y notaba su calor entre los muslos.

Me puso otra vez las manos en las caderas y el aire frío susurró entre nosotros cuando retrocedió un paso para contemplarme.

Y me contempló, desde luego que lo hizo.

Con ligeras caricias memorizó el aspecto de mi cuerpo al tacto. Fue como un masaje erótico. La prometedora dulzura de sus manos no hizo sino aumentar mi excitación.

Sentí la tentación de huir de él, de la presión de su inquisitiva mirada azul, y volví a darme la vuelta con mi corazón latiendo a mil por hora. No obstante, no me alejé de él, permanecí lo más cerca que pude para seguir sintiéndole.

Con su calor de nuevo en la espalda y su erección contra las nalgas, me quitó el sujetador y me sostuvo los pechos.

Suspiré, eché la cabeza hacia atrás y la apoyé sobre su hombro arqueando la espalda. Sus manos jugaron con mis pechos, sosteniéndolos y acariciándolos con mucha suavidad. Los pezones no tardaron en convertirse en un duro botón. Pronuncié su nombre con breves jadeos mientras él adaptaba el movimiento de sus caderas al ritmo de las mías.

—Bésame –me pidió, con su boca pegada a mi oreja, en un ronco susurro.

Volví la cabeza y nuestros labios se encontraron. Le abracé el cuello, y abrí la boca invitando su lengua a entrar. Me besó con profundo y lento abandono. Me tragué un gruñido de satisfacción mientras bajaba su mano por mi vientre plano, desencadenando otra oleada de deseo. Dejó las manos sobre la cinturilla del pantalón y sus dedos buscaron el botón para desabrocharlo. Seguí besándolo para no pensar en lo que estaba haciendo, lo que sabía que venía a continuación. Tenía ganas de hacerlo, de dejar que él me tocara como nadie había hecho hasta ahora, pero al mismo tiempo, me daba miedo. Miedo de lo que podía llegar a sentir o de lo que sentiría él, miedo de no estar a la altura, de que no le gustara, de que ahora que había decidido dar el paso él huyera... Intentaba con todas mis fuerzas dejarme llevar, pero entonces me azotaban pensamientos negativos que me infundían una enorme inseguridad.

No quise mostrárselos, pero por la lentitud y cuidado de sus movimientos supe que podía intuir parte de mis sentimientos contradictorios sin necesidad de decírselos.

Me desabrochó el pantalón y tiró de él hacia abajo. El vaquero estaba mojado y pegado a mis piernas, lo que hizo que tuviera que acompañarlo en todo su recorrido, acuclillándose mientras los deslizaba por mis piernas hasta dejarlos a los pies. Luego ascendió acariciándome con la yema de los dedos, produciéndome un escalofrío apreciable en mi piel. Cuando se irguió, me cogió de la mano para ayudarme a salir de ellos. Así lo hice, sin perder detalle de sus movimientos, intentando averiguar qué significaba para él todo lo que estábamos haciendo.

¿Sabía que esto iba a pasar? ¿Tenía tantas ganas como yo o estaba dejándose llevar por mi deseo? ¿Cuáles eran sus expectativas? ¿Sería capaz de cumplirlas? Suspiré y me mordí el labio inferior, frustrada.

—¿Quieres ir a tu habitación? –preguntó de improvisto, dejándome paralizada.

—¡¿Qué?! bueno, –dudé– no. A menos que tú quieras, no sé... –me encogí de hombros– ¿Nos estamos pasando?

Edgar sonrió, su sonrisa me pareció la de un niño despreocupado, hacía mucho que no le veía así.

—Estamos casados –constató–, llevamos conviviendo juntos unos diez meses y nunca nos hemos tocado. Ya que lo preguntas..., no. No creo que nos estemos pasando, pero tal vez es algo pronto para ti.

No pude reprimir una risilla nerviosa.

—Verás, Edgar –tragué saliva, ya había iniciado la conversación, grave error por mi parte. Sabía que ahora no podría callar, era irremediable, siempre divagaba de un tema a otro cuando estaba nerviosa–, es que todo esto es nuevo para mí, tú eres un hombre con experiencia que igual espera ciertas cosas. Yo no había planeado esto, para serte sincera no entraba en mis planes, pero ha sucedido. Todavía no sé cuál ha sido el desencadenante pero no me arrepiento, es decir, no era algo que quisiera hacer en un inicio pero ahora quiero. A ver... –bufé–, podría pasar perfectamente sin eso, no es algo prioritario, de hecho sería mejor que lo dejáramos porque realmente no creo poder cubrir todas tus expectativas. Tienes que saber que no seré ni la mitad de buena que la mujer pelirroja, aquella que te atraía tanto, entre otras cosas porque me faltan unos cuantos años de experiencia, experiencia que no voy a adquirir de la noche a la mañana y menos teniendo en cuenta nuestra circunstancia, así que...

—¡Para el carro Diana! ¿Por qué has tenido que incluir a Clare en esto? ¡¿Te das cuenta de la cantidad de sandeces que estás diciendo?! –intervino irritado.

Ya está. La había cagado; solo era cuestión de tiempo.

—Es imposible no sacarla a colación, después de todo ella seguro que sabía satisfacerte, a juzgar por la cantidad de veces que venía a casa...

—¡Esto es increíble! –espetó con gesto de incredulidad, llevando sus manos al aire.

—Increíble. Eso mismo pienso yo –reforcé su argumento–. Aunque lo que es aún más increíble es que esté desnuda hablando delante de ti, con las tetas al aire, esto no es serio.

Edgar me miró crispado, no pareció intuir mi broma por lo que se agachó para recoger mi camiseta del suelo y entregármela con brusquedad.

—Sí, deberías taparte. Esto ha terminado.

—¡Ves! ¡Ese es tu problema! A la mínima contradicción te das por vencido, no eres capaz de entender la globalidad de las cosas. Estoy nerviosa, Edgar, ¡¿Cómo no voy a estarlo?! Nunca he estado sexualmente atraída por alguien y es normal que tenga momentos de debilidad. En lugar de entenderme y ponerte en mi lugar, te limitas a hacerte el ofendido cuando he mencionado un hecho de tu pasado reciente que está ahí, pese a que ya no sea relevante.

—Te entiendo muy bien, Diana, al menos eso intento. Te he visto cohibida y te he preguntado si querías dejarlo ahí, no he podido ser más comprensivo dado que yo no quería hacerlo.

—Así que tú querías continuar –repetí–, pero no es eso lo que me has transmitido. Más bien me ha parecido que te cansabas, si hubieses querido continuar no me hubieses dejado hablar y hablar sin parar, me hubieses detenido con un beso volviendo al punto de partida, por ejemplo.

—¿Y arriesgarme a recibir un mordisco? –preguntó exaltado– ¿Eres consciente del carácter que tienes?

Edgar no bromeaba, aunque su argumento incitara a soltar una pequeña carcajada. Suspiré, apoyándome contra la pared, sosteniendo la camiseta con las manos.

—Eso es que no me conoces, creo que nunca te has molestado en hacerlo, ahora que lo pienso.

—No dices más que tonterías –prácticamente escupió las palabras.

—No son tonterías, son realidades como puños. Siempre que hablamos pregunto yo, intento conocerte, en cambio tú no sabes ni cómo tomo el café. No llevas nunca la imitativa, Edgar.

—¡Alto ahí! –negó con la cabeza– para empezar tú no tomas café, te limitas a diluir media cucharadita de descafeinado en sobre en la leche, cosa que es de agradecer. Solo Dios sabe los estragos que podría causar la cafeína en tu metabolismo, ya de por sí nervioso. En segundo lugar, tengo más iniciativa de la que crees. Pero he decidido ser paciente contigo, dejarte espacio.

Me quedé en silencio, desafiándole con la mirada. Entrecerré los ojos dejándole claro que con su argumento no convencía a nadie, al mismo tiempo crucé mis brazos, remarcando así mi actitud.

—Está bien, ¿quieres iniciativa? ¡Pues vas a tenerla! –exclamó con rotundidad.

Se acercó a mí con determinación y me cogió en volandas dejándome descolocada.

—¿Qué coño haces? –protesté intentando resistirme.

Me arrojó sobre la cama sin ningún tipo de delicadeza y se colocó sobre mí, en cuestión de segundos se acercó lo suficiente para morderme el labio inferior.

—¡Esto no funciona así! ¡No puedes encender y apagar el interruptor cuando te venga en gana! –protesté.

—Haz el favor de callarte de una vez, no digas nada. Seguro que ya te han dicho que cada vez que abres la boca sube el pan.

—Esa es una expresión muy española –recalqué riendo.

—Lo sé.

Edgar volvió a besarme con insistencia, pese a mi poca participación. Esta vez sentí su apremiante necesidad en cada beso, caricia o gruñido que me dedicaba y mi cuerpo se convirtió en gelatina.

En poco tiempo volví a encenderme, a anhelar sus caricias, sus besos...

Edgar empezó a besar mis pechos, mientras su mano descendió por mi vientre para situarse encima de las braguitas. Las acarició y me sujetó más fuerte cuando notó que estaban húmedas.

Pasado un rato dejó de besarme, con los párpados entrecerrados de deseo. Me presionó sutilmente el clítoris y el encaje de la ropa interior me causó una sensación deliciosa.

—Aaah –jadeé, colocando mi mano sobre la suya impidiendo que continuara, estaba tan excitada que tenía miedo de llegar más lejos.

—Eres tan guapa... –me dijo, mirándome a la cara y metiendo la mano bajo el encaje. Me pilló desprevenida notar su pulgar en el clítoris y me sacudí en respuesta.

—Edgar –susurré, dándome por vencida mientras me movía al compás de sus dedos.

Cerré los ojos cuando la presión creció en mi interior.

—Mírame –me pidió.

Abrí los ojos y me quedé atrapada en su mirada.

—Por nada del mundo quiero perder de vista esos hermosos ojos tuyos.

Intenté concentrarme en mantener los ojos abiertos, en mirarle, pero cada vez que se movía haciéndome estremecer, me resultaba más ardua esa tarea.

Sus manos siguieron explorando mi sexo, acariciándolo sin dejar de estudiar mis reacciones. Me sentía lánguida y me dejé llevar, me resultó más fácil de lo que creía mantener la mente en blanco, para no pensar en todo y centrarme únicamente en experimentar todas estas sensaciones y las reacciones de mi cuerpo. Deseaba que Edgar me tocara como lo estaba haciendo, sentir su deseo en cada caricia, la enorme excitación que sentía al tenerme entre sus brazos. Cada detalle de ese día lo atesoraba en mi mente para revivirlo de nuevo más adelante. Quería que el mundo se detuviera, que los problemas se desvanecieran y tan solo perdurara ese presente.

De algún modo encontré las fuerzas necesarias para levantar las caderas cuando Edgar me quitó las braguitas. Las lanzó al suelo con el resto de mi ropa y me sujetó los tobillos. Me acarició la piel de los pulgares mientras nos mirábamos con un denso silencio cargado de electricidad.

Dejó un instante de acariciarme para quitarse la camisa y los pantalones. Ser testigo de su perfecto cuerpo hacía que me sintiera estúpidamente inferior. Suspiré intentando reprimir esos dañinos sentimientos y me distraje observando la erección que se marcaba en sus calzoncillos, intenté no hacer ningún comentario al respecto para no estropear las cosas y regresé al punto de partida, perdiéndome una vez más en sus ojos claros.

Sus dedos me acariciaron los tobillos antes de subir en un sensual sendero por mis pantorrillas. Cuando llegó a las rodillas me las separó, obligándome a separar las piernas.

Sentí una vergüenza decadente expuesta a su escrutinio.

Por ningún otro hombre me había colocado en una situación tan vulnerable.

Pero Edgar hacía que me sintiera atractiva, pecaminosa..., seductora.

Me moví un poco, balanceando los pechos.

Con los ojos brillantes, paseó las manos por la cara interna de mis muslos.

—Ojalá pudiera comprar este instante para que durara siempre –susurró con la boca espesa, ávido.

—Deberías saber que no todo se puede comprar –contesté recobrando momentáneamente la lucidez.

Acarició mis pechos con los pulgares y se recostó, el olor familiar de su colonia me provocó otra oleada de placer. Sus labios acariciaron los míos mientras susurraba contra mi boca.

—Pues yo lo daría todo, sin dudarlo, para no perder nunca esto. A lo que hemos llegado.

La emoción se interpuso al deseo y cerré los ojos para reprimir la euforia.

Como si también él estuviera eufórico, pero no supiera cómo reprimirse, me besó. Fue un beso mucho más salvaje que el anterior. Solo se apartó de mi boca para besarme el cuello y el pecho.

Me apreté contra sus caderas cuando cerró los labios alrededor de mi pezón. Chupó con avidez, causándome un dolor placentero cuando se pegaba a mí. Como había hecho con las manos, empezó a jugar con los senos con su boca caliente hasta que estuve de nuevo al borde del orgasmo.

—Edgar –le supliqué, clavándole los dedos en la espalda–, quítate toda la ropa.

Alzó los ojos, esta vez su mirada me pareció oscura.

—Todavía no.

Y bajó más. Sus labios pasaron de mi vientre a mi entrepierna. Me hundí en el colchón cuando acercó la boca a mi sexo. Me lamió el clítoris, lo presionó con la lengua y la sensación me traspasó.

—Aaahhh –me arqueé en la cama, temblando por dentro. La espiral de mi vientre se estaba desenrollando, hasta que la tensión se volvió insoportablemente eléctrica, buscando su liberación.

—¡Sí! –Grité cuando llegó a la culminación. Vi destellos de luz mientras me corría, arrastrada por intensas oleadas de placer.

Mientras trataba de recobrar el aliento, el calor me llegaba hasta los dedos de los pies. Me pareció que la cama se movía. Cuando pude por fin abrir los ojos, vi que Edgar se estaba despojando rápidamente de la ropa interior. Había una fiereza, una aspereza en su deseo que me excitó. Lo admiré. Impresionada.

Antes de todo esto había estado con chicos, chicos que a su manera me habían hecho sentir atractiva..., pero ninguno me había hecho sentir tan necesaria, tan vital. No como Edgar. Era como si de no haberme tenido en aquel preciso instante, el mundo se hubiera hundido a su alrededor y eso me hizo sentir poderosa y valiente a la vez.

Fue en ese instante cuando dejé de sentirme insegura; estaba haciendo lo correcto con el hombre adecuado.

Puso una rodilla en la cama, con el pene grueso y palpitante. Me pasó las manos por debajo de las rodillas y solté un gritito de sorpresa cuando tiró de mí hacia él con brusquedad. Me colocó las caderas sosteniéndome por los muslos y me mantuvo con las piernas separadas para colocarse. Entonces me miró.

No sabía si estaba pidiéndome permiso, aunque en realidad no hiciera falta, en ese momento estaba dispuesta a darle cualquier cosa que quisiera de mí.

Yo tenía la respiración agitada. Notaba el calor de Edgar. Su miembro se posó en la entrada de mi vagina con suavidad, percibí una leve presión mientras su boca buscaba la mía. Excitada, abrí un poco más las piernas y gemí sobre sus labios, deseosa de que continuara.

Empujó con delicadeza, penetrándome con excesivo cuidado. Abracé su espalda, pegándome más a él, impresionada por la presión que su miembro ejercía sobre mi sexo. Sus manos también se aferraron a mis caderas y de un último empellón sentí toda su verga dentro. Sus ojos pestañearon de placer cuando le di la bienvenida en toda su longitud.

Reprimí un gemido al sentir un pequeño pellizco de dolor que me produjo cuando llegó hasta el fondo, e intuyendo mi incomodidad, permaneció así, quieto, sin mover un solo músculo, sintiendo como mi cuerpo le oprimía, le abrazaba desde dentro hasta sentirse seguro.

Con una ternura que me dejó sin aire, poco a poco buscó su ritmo. Miraba cómo entraba y salía de mí y su pecho se movía al ritmo de sus jadeos mientras el placer iba en aumento. Me mordí el labio inferior e hice un nudo con mis piernas en sus caderas para apresar ese placer. Sus manos seguían acariciando mi cuerpo y pronto percibí un cambio. Su miembro me embestía con movimientos más profundos e intensos, al tiempo que uno de sus dedos me acariciaba el clítoris. En cuestión de segundos consiguió que mi cuerpo se moviera buscando una nueva liberación.

—Córrete, –me pidió, acelerando el ritmo de sus embestidas, con la mandíbula apretada para posponer al máximo su orgasmo–. Córrete conmigo, Diana...

Dejó de hablar, a punto de correrse, y la necesidad que vi en su cara fue el definitivo empujón para mí.

Me dejé ir, abrazándole todavía más fuerte y dejando mis manos marcadas en su espalda.

—¡Dios! –abrió mucho los ojos notando el apretón de mi orgasmo en él, y se quedó inmóvil un segundo antes de entrar en mí en una larga liberación.

Me soltó las piernas y se dejó caer sobre mi cuerpo exhausto. Lo abracé y lo estreché contra mi cuerpo, esta vez sin tanta fuerza. Su pene todavía latía dentro y sentí una última oleada de placer.

—Guau –susurré, recordando su cara en el momento culminante–, así que es esto lo que se siente.

Edgar rodó hacia un lado deshaciéndose de mí, pero en ningún momento soltó mi mano, que mantenía agarrada con decisión.

—¿Todo bien, Diana? ¿De verdad? –preguntó con aire preocupado.

Sonreí en respuesta.

—Todo bien –constaté.

Me incorporé débilmente. Me sentí algo mareada pero decidí ocultarle ese detalle.

—¡Oh, vaya! –exclamé con preocupación.

—¿Qué? –preguntó girándose en mi dirección.

—¡Qué vergüenza! No mires, lo limpio todo en un minuto.

Edgar no me hizo caso y desvió la vista hacia las sábanas, descubriendo la mancha roja de mi virginidad en ellas.

Sonrió y, en un brote de espontaneidad, muy poco común en él, me abrazó con fuerza. Sin previo aviso me alzó para conducirme hacia el baño.

Me dejó en el umbral de la puerta y se dirigió raudo a la bañera para llenarla. Le observé con parsimonia, cubriendo como podía mi desnudez, ahora que había pasado la excitación me sentía cohibida. Sin embargo Edgar se paseó por el baño como si nada, exhibiendo su cuerpo con total naturalidad mientras cogía el gel y las toallas. Intenté no reírme del balanceo de su miembro, para mí seguía siendo algo nuevo.

—Ven –dijo tendiendo la mano en mi dirección.

La cogí sin rechistar y dejé que me acompañara a la bañera.

No podría describir la sensación de comodidad, alivio y bienestar que me transmitió al sumergirme en el agua, con Edgar a mi espalda rodeándome con sus brazos y piernas. En mi vida me había sentido tan querida y protegida, tan despreocupada de todo.

Edgar cogió la esponja y me enjabonó empezando por el cuello y descendiendo por los pechos, el estómago, mi intimidad... La suavidad de sus caricias me hacían sentir en el paraíso.

Me confié a él, recostándome sobre su hombro, dejando simplemente que me cuidara como nadie había hecho jamás.

Confieso que podría vivir así para siempre, y si Edgar hubiese mostrado en algún momento que podía llegar a ser el hombre sensible, cariñoso y dulce que tenía al lado, me hubiese entregado a él mucho antes.

Sin saber por qué, pronto sus caricias volvieron a excitarme. La forma en la que me tocaba hacía reaccionar a mi cuerpo, adormecido durante años.

Poco a poco empecé a jadear, a mover débilmente mis caderas orientando mi cuerpo a las caricias que me proporcionaba, y cuando sentí que ya no podía aguantarlo más, me di la vuelta. El agua de la bañera se calló por los lados cuando lo hice.

Sus ojos dulces y amables me miraron con admiración, seguía viendo el deseo en ellos, un deseo profundo, oculto los primeros días pero siempre latente, a la espera. Su paciencia y devoción eran sus cualidades más destacables y hacía, incluso, que me arrepintiera de lo mal que lo había tratado en el pasado.

Me acerqué más a él y me incorporé sentándome a horcajadas sobre sus piernas. Sentí nuevamente la excitación en su miembro, al igual que yo, deseaba volver a experimentar el placer de unirnos.

Le abracé atrayéndolo más a mí y dejé que poco a poco su miembro invadiera mi interior. Entró mucho más fácil esta vez, y apenas sentí un leve ardor del todo soportable. Jadeé al sentirme llena y él correspondió mi jadeo con un gemido ahogado. Me afané en besarle mientras mi cuerpo se movía, buscando más. Sus manos me rodearon la cintura y me correspondió con una pasión desmedida mientras yo marcaba el ritmo de la penetración. Esta vez nos movíamos mucho más lentos, no había la misma urgencia, tan solo la necesidad de prolongar el placer lo máximo posible. Me moví con dulzura, dejando que llenara mi cuello de besos, de caricias... seguí así un rato, pero pronto necesité más y me apreté a él todo lo que pude.

Su cara se enterró en mi hombro y me mordió produciéndome un excitante cosquilleo.

Dejándome llevar, me corrí una vez más. Edgar se aferró a mi cintura y me ayudó a moverme hasta alcanzar el clímax.

No quería parar. Ahora que había descubierto el sexo quería seguir así toda la noche.

—Diana –susurró sonriendo junto a mi cuello–, ha valido la pena la espera, ha hecho que te desee más.

—¿Cuándo podemos repetir esto? –pregunté impaciente por volver a sentirle entre mis piernas.

Se echó a reír.

—¿Quieres matarme? –reímos al unísono.

Sus manos sostuvieron mi rostro y volvió a besarme, en cuestión de segundos mi corazón volvió a bombear con fuerza contra las costillas. Acababa de descubrir que era insaciable.

Edgar gimió, separándose lo justo para contemplar mis ojos.

—Calculo que de aquí diez minutos –confirmó con humor.

Ambos estallamos en carcajadas; no podíamos dejar de hacerlo.

Nos secamos y nos metimos en la cama. Por primera vez dormiría con él, ni siquiera valoré la posibilidad de ir a mi habitación. Por alguna razón, quería estar pegada a su cuerpo toda la noche, sentirle cerca.

Mis expectativas de sexo durante toda la noche se truncaron rápido. Nada más tumbarme en la cama junto a Edgar, mientras esperaba esos diez minutos de rigor, me quedé profundamente dormida y él no quiso despertarme.

 

Plantando cara

 

 

La luz me atravesó los párpados de un modo desagradable mientras me desperezaba. Gruñí, volviendo la cabeza en la mullida almohada, mucho más blanda que la mía.

¿Dónde estaba?

Recordé de golpe la noche anterior con todo detalle y abrí los ojos. La niebla mental se disipó cuando vi que estaba en el dormitorio de Edgar.

Pero ¿dónde se encontraba él?

Busqué mi ropa arrugada en el suelo de la habitación y me apresuré a enfundarme la camiseta, a continuación, miré a mi alrededor, desconcertada.

Entonces escuché un sonido que provenía del baño y me encaminé con parsimonia hacia él. Edgar tosía con fuerza y pude intuir que vomitaba en el retrete, eso me alarmó. No esperé más y abrí la puerta de golpe.

Le encontré aferrado a la taza del váter, vomitando un incalificable líquido amarillo. Me miró con fugacidad y sus ojos se abrieron por la sorpresa, apenas tuvo tiempo de mover la mano indicando que me fuera cuando su vientre volvió a contraerse y se vio obligado desviar la mirada.

—¡Edgar! –corrí y me puse a su lado, no dudé en sostener su cabeza mientras vomitaba.

Al terminar me apartó de mi lado con cierto desdén. Me molestó su actitud, pero no reprobé su actitud. Se dirigió hacia el grifo y se lavó los dientes sin decir nada, ni siquiera me miró en el espejo.

No salía de mi asombro.

—¿Estás bien? –pregunté alarmada por su extrema palidez.

—¡Claro! –dijo sin prestarme demasiada atención– Solo estaba algo mareado, ahora ya estoy bien– me dedicó una fugaz sonrisa carente de emoción.

—Pues yo no lo creo –me afané en decir–, voy a llamar a Steve ahora mismo.

—¡No! –gritó, mirándome con rabia– Ni se te ocurra hacer tal cosa.

—Pero, es obvio que necesitas a un médico...

—Mira, Diana, no empieces –escupió las palabras con asco.

Su brusquedad, condescendencia y la forma en la que se dirigía a mí me ponían de mal humor, casi borraba el maravilloso recuerdo que guardaba del día anterior. No obstante, decidí tener paciencia e intentar retenerle.

—¿Puedes sentarte conmigo en la cama un momento, por favor?

—¿Y para qué? –espetó abriendo su armario y sacando la ropa informal que pensaba ponerse.

—Para halar...

Suspiró.

—Tengo trabajo que hacer. Estaré en mi despacho todo el día, así que no tenemos tiempo para eso –zanjó sin mirarme–. He dicho a María que te prepare el desayuno.

Abrí la boca, me dolía su indiferencia, su actitud... hacía que me sintiera ridícula después de todo lo que le había entregado la noche anterior.

—Edgar, por favor, quédate conmigo, te necesito... –imploré, al borde del llanto.

—¡No seas cría!

La rabia ascendió por todo mi cuerpo, sentí un calor abrasador en las mejillas y me resultó muy difícil disimularlo. Antes de que cruzara la puerta, corrí y le desvié bruscamente de su objetivo, obligándole a mirarme. Quería decirle muchas cosas, hacer que me tuviera en cuenta, que me contara qué le pasaba... pero él no parecía estar por la labor. Sin saber por qué, toda la frustración que sentía me impulsó a abrazarle con una fuerza desmedida, solo quería atraparlo, impedir que me dejara y puse toda mi fuerza y voluntad en ello.

—Diana... –intentó separarse de mí, apartándome con delicadeza– ahora no es buen momento.

—¡¿No es buen momento?! ¡Solo te pido que te quedes, que hables conmigo!

Suspiró y volvió a hacer fuerza para despegarme de su lado. No paró hasta conseguirlo.

—Tal vez luego –terminó, y dedicándome una última mirada, me dejó sola en su habitación.

 

Pasé el resto de la mañana llorando, ni siquiera quise bajar a desayunar. Me resultaba difícil poner nombre a mis sentimientos en ese momento, despechada se acercaba bastante.

Cuando recobré las fuerzas, me vestí eligiendo simples prendas negras que había en mi armario. Me peiné y bajé al vestíbulo.

María también parecía preocupada y nos comunicamos perfectamente con la mirada, parecía tan afectada como yo del estado de Edgar.

Entonces descubrí que todo me daba igual. Iba a saltarme sus normas una vez más.

Me cuadré frente a la puerta del sótano y descendí las escaleras sin hacer el menor ruido. Sabiendo donde se encontraría, crucé la sala de las reliquias y entré decidida en su despacho.

Edgar no había advertido mi presencia. Estaba tumbado en el sillón reclinable que había tras la mesa. Tenía la cabeza recostada sobre el respaldo, los ojos cerrados y una mano cubriendo su frente; le dolía la cabeza, una vez más. Me pregunté cuánto tiempo iba a prolongar esa situación.

—Edgar... –susurré acercándome a él.

Retiró la mano de su frente y me miró con los ojos entrecerrados.

—¿Qué ocurre? –preguntó incorporándose en la butaca, sus ojos reflejaron cansancio.

Me cuadré frente a él y me senté en la mesa. Haciendo alarde de valor, cogí sus manos y las coloqué delicadamente sobre mis rodillas cubiertas por unas finas medias negras.

Suspiré y, sin añadir nada, atraje su cabeza hacia mi vientre para abrazarle con ternura, acariciando su lacio cabello oscuro. Me resultó curioso que no intentara deshacerse de mi abrazo como había hecho en la habitación, eso solo quería decir que estaba peor de lo que me imaginaba.

—Tenemos que hablar... –intervine en voz muy baja pasados unos minutos– es importante –enfaticé.

Suspiró en respuesta, sin fuerza para llevarme la contraria.

—Ya sabes que lo sé todo. Ayer hablé con Steve... –empecé, prudente.

—Diana..., tú no –dijo con un gemido incómodo.

—Mira –le separé un ápice para, a continuación, ponerme en cuclillas frente a él. Quería tenerle cara a cara, mirarle a los ojos. Puse mis manos en sus muslos y los acaricié de arriba abajo para masajearlos–, lo entiendo. Solo quiero que sepas que lo entiendo y lo comprendo, pero estás llevando todo este asunto demasiado lejos, hay que hacer algo.

Sonrió con amargura.

—Me consuela pensar que esto acabará pronto.

Fruncí el ceño, molesta por sus palabras.

—Egoísta hasta la última molécula de tu ser, ¿verdad?

Hizo un rictus contrariado con el rostro.

—No sé qué quieres decir, no soy egoísta.

—Lo eres, Edgar, ya lo creo que lo eres –chasqueé la lengua y suspiré una vez más antes de continuar–. Ahora hay algo, ¿de acuerdo? Hay algo bonito entre nosotros, algo que yo no esperaba que sucediera, pero ha ocurrido, y no quiero que acabe. Me gustaría que juntos hiciéramos frente a esto.

Negó con la cabeza y masajeó sus sienes.

—Es algo que no podré superar y eso bonito que dices que hay entre nosotros, acabará de todas formas, entre otras cosas porque yo no volveré a ser el mismo. Jamás.

—No te niego que será difícil al principio, como lo fueron mis inicios aquí, pero ahora es distinto, te conozco y eso cambia las cosas.

—Crees conocerme, –rebatió– que es distinto. No tienes ni idea de cómo soy en realidad. No soy como piensas, ni siquiera me acerco –me miró enfadado y acto seguido retiró la mirada.

—Pues si no te conozco, quiero hacerlo, estoy dispuesta. Solo depende de ti.

Negó frustrado con la cabeza, esquivándome una vez más.

—No es tan simple.

—¡Pues haz que lo sea! –grité– ¿Tanto te cuesta ser sincero conmigo? ¿Hablarme sin reservas? No voy a juzgarte, si es eso lo que te preocupa.

Rió con malicia, sacando a relucir su escepticismo.

—¿Eso crees?

—En lo que a ti se refiere, ya hace mucho que me he prometido tener la mente abierta.

Volvió a alzar el rostro para mirarme. En cuanto nuestros ojos se encontraron aprecié una profunda pena en ellos.

—No soy una buena persona, Diana. Creo que te has formado un concepto erróneo de mí.

Fruncí el ceño, preocupada por el giro inesperado que estaba tomando la conversación.

—Deja que yo confirme o desmienta eso –añadí.

—¿Sabes el verdadero motivo por el que estamos juntos?

Negué con la cabeza. Mi corazón empezó a latir embravecido.

—En cuanto te vi en esas fotos..., te estudié y simplemente me obsesioné. Lo único que me importaba era estar contigo a toda costa, sin tener en cuenta tus sentimientos. Todo lo demás no importaba. Si te sentías atraída hacia alguien, el apego hacia tu familia, los estudios que habías iniciado, tus amistades... Quería tenerte para mí solo porque eras la chica más hermosa que he visto jamás y tenías que ser mía. Una vez me acusaste de haberte comprado como a uno de mis cuadros, tal vez sí fue así. Hubiese pagado cualquier precio para alcanzar mi objetivo –la constatación de ese hecho me puso triste–. Por eso para mí, mirarte es tan importante. No quiero perderme un solo detalle –suspiró con frustración–. Hace tiempo me preguntaste por qué coleccionaba, pensabas que era algo que me hacía feliz, pero lo cierto es que no es así. Lo hago porque sé que llegará un día que ya no podré contemplar con mis propios ojos tanta belleza, no podré apreciar las sutiles pinceladas de un cuadro, ver el esmero con el que han sido talladas esculturas de mármol o la delicadeza con la que ha sido bordado un tapiz mucho antes de que existieran las máquinas. Todo eso se acabará tarde o temprano. ¿Y dime? ¿Qué importancia tendrá mi vida entonces, cuando esté privado del sentido más importante de todos? Prefiero morir a tener que pasar por eso, a ver como todo lo que me importa se desvanece, incluida tú.

Las lágrimas se derramaron por mis mejillas. Su discurso me había provocado infinidad de sentimientos, cuál de ellos más distinto. Me quedé callada, analizándolo todo en silencio durante un tiempo, entonces supe cuál de sus argumentos me había herido más. Ciertamente Edgar no me quería, nunca lo había hecho. Era una mera atracción física, el deseo de tener en su posesión algo que consideraba hermoso. No había nada más. Lo peor de esa aplastante realidad era que yo sí empezaba a sentir algo que no me atrevía a calificar y me dolía que no fuera recíproco. A partir de ahí no tenía nada que hacer, no era lo bastante fuerte para hacerle cambiar de opinión, pues en realidad, no significaba nada.

La más profunda decepción quedó reflejada en mi rostro y Edgar fue consciente de ella. Me miró con gran intensidad, pero no tenía fuerzas para hablar, mi ánimo estaba por los suelos.

Me alcé despacio. Edgar me siguió con la mirada.

—¿Qué quieres de mí? –pregunté extendiendo los brazos –¿Me voy? ¿Me quedo? ¿Qué?

Edgar se llevó las manos a la cabeza con frustración.

—Me gustaría que te fueras, esto no ha salido como yo pensaba, por alguna razón creí que tenía más tiempo, pero mi dolencia me está ganando el pulso.

Tragué saliva. El dolor que me producían sus palabras se aferraba a mi pecho como una soga de espinas, ciñéndose un poco más cada vez.

—Pero –continuó sin atreverse a despegar la vista del suelo–, tienes razón, en el fondo soy un egoísta, y la sola idea de tener que separarme de ti, me destroza.

Di un golpe seco contra la mesa, cansada de tanta divagación. Obtuve un respingo en respuesta.

—¿Eso qué significa? ¡Habla claro, maldita sea! No has contestado a mi pregunta, Edgar ¿qué quieres de mí?

Se quedó en silencio, mirándome con atención. Las lágrimas no tardaron en brotar de sus ojos enrojecidos.

—Solo quiero que me quieras –concluyó con melancolía, y en ese momento, mi corazón reaccionó de forma inesperada a la impronta de su deseo.

Por desgracia no me vi lo bastante segura para decir las dos palabras que él deseaba escuchar en ese momento. Seguía demasiado afectada por todo lo que me había dicho. Aunque no fuera nada que no supiera, escucharlo de sus labios fue más doloroso de lo que pensaba.

Mis sentimientos eran un caos difícil de descifrar. Miré a Edgar y, con energía, volví a ponerme a su altura. Decidí dar una tregua a mis emociones y me concentré en abrazarle con fuerza; dejé fluir toda la rabia, los sentimientos encontrados, la comprensión y la impotencia que me invadía en ese abrazo. Era lo único que podía hacer para ofrecer un mínimo de consuelo a un hombre que estaba sufriendo. Lo que no vi venir, y eso sí resultó ser una sorpresa, fue que en ese instante nuestros sentimientos se sincronizarían por primera vez y mi inesperado brote de afecto conseguiría reconfortarnos a ambos.

Me separé con cuidado y redirigí la conversación.

—No me importan cuáles fueron los motivos iniciales que han hecho que nos encontremos. Tenemos que centrarnos en el ahora, así que a menos que quieras, no me moveré de aquí –Tragué saliva sin dejar de mirarle atentamente a los ojos–. Así que voy a pedírtelo.

Edgar encajó fuertemente la mandíbula, intuía lo que iba a añadir a continuación.

—Opérate. No lo prolongues más.

Se puso repentinamente tenso.

—¿Sabes lo que me estás pidiendo?

—Lo sé muy bien. Te recuerdo que ayer, sin ir más lejos, dijiste que harías cualquier cosa por comprar el momento en el que estábamos juntos, despreocupados, dejándonos llevar... Y creo que la única manera de "comprarlo", de hacer que vuelva a repetirse, es sometiéndote a esa operación.

Edgar se puso en pie de un salto y empezó a gesticular con las manos.

—¡No tiene sentido! ¿Te estás oyendo? ¿Qué persona en su sano juicio querría estar con alguien como yo en una situación así? ¿Alguien que nunca volverá a estar completo?

—¡No digas tonterías, Edgar! –le encaré– No eres el único ciego que hay en la faz de la tierra y no todos son tan derrotistas. Aún te quedan tus manos –dije sosteniéndoselas con firmeza–, también puedes seguir escuchando mis desvaríos y diciéndome lo mucho que te incomoda que diga palabrotas, eso –remarqué con energía–, aún no se ha perdido.

—¡Pero no volveré a verte! No podremos debatir sobre una película o descubrir juntos un país lejano, no seré más que un lastre en tu vida.

—¡Edgar! ¿Me estás escuchando? Te estoy diciendo que me importas por encima de todo eso y estoy dispuesta a asumir las consecuencias, ¿no es suficiente para ti? –los ojos se me llenaron nuevamente de lágrimas– ¿Sabes una cosa? Lo que más me molesta de todo es que tú sigues centrándote en la carcasa, le das más importancia a eso que a todo lo demás y así me lo has hecho saber más de una vez. Sin embargo, a mí me importas tal y como eres, con tus cicatrices y las secuelas que quedarán tras la operación, estoy dispuesta a afrontar eso y me duele que tú no seas capaz de hacer lo mismo. Si fuese al revés, si yo padeciera una repentina enfermedad y perdiera la visión, estoy segura de cuál sería tu reacción, y eso me produce dolor. Ni te imaginas cuánto.

Me deshice de él decepcionada, le había plantado cara y a juzgar por su rostro contrariado, había conseguido calar hondo.

—Te equivocas, Diana. Yo cuidaría de ti, no te dejaría por algo así.

Negué con la cabeza.

—Pero ya no sería lo mismo, ¿verdad?

Edgar suspiró.

Nos volvimos a mirar pero ya no quedaban más palabras que dedicarnos. Había sido una conversación intensa y teníamos mucho en lo que pensar.

Le dejé solo en su despacho y regresé a mí habitación para encerrarme en ella.

Continuará...

 

Aún no está todo escrito, aún me queda algún que otro as en la manga para dar una vuelta más a la historia, así que os animo a seguir leyendo las próximas entregas.

Gracias por la paciencia ;)