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Nueva novela

en Hetero: General

Hola a tod@s.

Me gustaría hacer un adelanto de mi nueva novela, está publicada en su totalidad en Amazon, tiene todos los derechos reservados y participa en el concurso literario de este año.

Como novedad, de aquí unos días saldrá publicada también en formato papel, para mí ha sido todo un reto. No puedo mostrar demasiado pero sí compartir los primeros capítulos (aquellos que permite Amazon) con la gente que me sigue por aquí, si alguien quiere sabe más puede buscarla: "El lado oscuro de Óscar White" Gracias por los consejos, la ayuda recibida y el cariño que me habéis transmitido.

Los desafíos hacen que descubras cosas sobre ti mismo que en realidad no sabías. Son lo que hacen que el instrumento se extienda, lo que te hacen ir más allá de lo normal.

 

Cicely Tyson

Prefacio

 

            Nunca había pensado en cómo iba a morir, creía que disponía de más tiempo para eso, pero ahora que se acerca el final de mi vida, todo adquiere otro cariz. De repente dejan de importarme cosas que antes creía esenciales y valoro otras, pequeños detalles en los que nunca había reparado.

            Con la respiración contenida, miré a mi alrededor. Los imponentes árboles se alzaban sobre mi cabeza como gigantes de madera recubiertos de mullido musgo verde, emitiendo roncos susurros a causa del gélido viento que se filtraba por el dosel de ramas hasta alcanzar el suelo, desplazando hojas secas y pequeñas piedras. Las frondosas copas apenas me resguardaban de la humedad que se extendía por todas partes, eso era, sin lugar a dudas, lo que llevaba peor. El agua estaba presente en la ropa que me cubría, en el suelo en el que estaba sentada, en las hojas que goteaban, incesantes, sobre mi cabeza...

            Pese a todo, no podía negar que el paisaje era hermoso. Ya puestos, era un buen lugar para morir; si no fuera por el frío, sería incluso agradable.

            Suspiré y cerré los ojos, el cansancio empezaba a hacer mella y cada vez era más intenso.

            Es curioso, pero al ver tan cerca el final de mi vida, debía admitir que no me asustaba la muerte en sí, lo que realmente me atemorizaba era desaparecer, dejarlo todo sin haber aportado nada. A mi corta edad no había hecho nada de provecho, ni siquiera le había dicho a la gente que me importa lo mucho que la quiero. Es como si solo hubiese estado de paso en este mundo y ya era demasiado tarde para intentar arreglarlo.

            Las lágrimas bañaron mis mejillas. Me afané en enjugarlas con la mano.

            De forma involuntaria moví la pierna derecha y no pude reprimir una mueca de dolor. Armándome de un valor inconmensurable me atreví a mirarla. La brecha se había cerrado por partes, la sangre seca había formado una costra en algunas zonas, pero otras tenían un insalubre color crema de donde emanaba una sustancia viscosa y transparente. Volví a cubrir cuidadosamente mi herida y desvié la vista al cielo, aún disponía de tiempo para pensar en todos los acontecimientos importantes que habían ocurrido en mi vida. Recordar era mi manera de despedirme de todo lo que, inexorablemente, iba a dejar atrás.  

 

 

1. El anuncio

            Edmund Mäkinen, un hombre peculiar.

            Un loco, aventurero, filósofo, un filántropo tal vez. Sea como fuere era evidente que sus rarezas crecían tan rápido como sus negocios. Se le podía llamar visionario del siglo XXI y es por eso que todos querían trabajar para él.

            Casi no me lo podía creer cuando, de forma inesperada, vi un anuncio en el periódico de la mañana. Tenía la mala costumbre de tomar café y leer el periódico meciéndome sobre la silla a dos patas, el suave balanceo me relajaba, pero en esa ocasión, la sorpresa hizo que aterrizara de espaldas contra el suelo.

            «¡Es la leche!»

            Y ese fue el instante exacto en el que toda mi vida dio un giro de ciento ochenta grados. A partir de entonces ya nada volvería a ser igual, se desencadenaría un suceso tras otro y se tambalearían los cimientos sobre los que se sustentaba todo mi mundo. Sin embargo, ahora que sé cuál fue la chispa que prendió la mecha, puedo asegurar que no cambiaría absolutamente nada.

            Inspiré hondo, intentando calmarme y volví a leer la oferta de empleo con detenimiento.

            «¡Es increíble!»

             Se requieren dos técnicos de grado superior en secretariado para trabajar en la mejor empresa de Barcelona, cómo no, dirigida por el señor Mäkinen. Puede que fuera un loco, pero también era un excéntrico millonario finlandés, que tenía una visión distinta del trabajo, el compañerismo y la manera de hacer negocios. No solo era ventajoso el sueldo, además trabajar con él favorecía el crecimiento personal, me constaba que muchos de sus empleados se habían convertido en grandes emprendedores tras estar en sus empresas.

            Leí atentamente todos los requerimientos de la oferta. Me costaba creer que un puesto en una empresa tan reputada se anunciara en un simple periódico cuando hoy en día todo tiende a hacerse por internet, supongo que forma parte de alguna de las excentricidades de Mäkinen. En cualquier caso, de una cosa estaba segura: un trabajo tan deseado no debía ser fácil de conseguir, los aspirantes al puesto se contarían por cientos, pero yo estaba decidida a intentarlo, pues no tenía nada que perder. Un subidón  de positivismo me recorrió el cuerpo de arriba abajo alojándose en el fondo del estómago.

            —Todo lo que he hecho en la vida me ha preparado para un trabajo así y no puedo dejarlo escapar, pase lo que pase —me dije.  

            No bien logré recomponerme del shock inicial, elaboré mi currículum y lo envié por e-mail a la cuenta que se publicaba en el anuncio.

            —Muy bien, ya no hay nada más qué hacer —pensé satisfecha.

            Los días siguientes fueron bastante monótonos; me levantaba temprano, salía a correr, hacía la compra y revisaba mis mensajes esperando uno en particular.

            Casi había abandonado toda esperanza cuando catorce días después de haber enviado el currículum, recibí una llamada telefónica comunicándome que había sido seleccionada para la entrevista.

            Colgué el teléfono sintiéndome extrañamente eufórica. Caminé de espaldas con lentitud, conteniendo el creciente torrente de emociones que recorría mi cuerpo entero, hasta percibir la pared. Después de un minuto contemplando la nada, empecé a dar frenéticos saltitos de alegría por toda la casa, dejando fluir todo ese entusiasmo infantil que me caracterizaba.

            —Es un sueño hecho realidad. Un golpe de suerte para variar—constaté eufórica.

            Me tiré en plancha sobre el sofá para recuperar el aliento; todavía no tenía nada seguro, pero el simple hecho de que hubiesen contado conmigo, me había ilusionado.

            Durante las semanas previas a la entrevista, no existí para el mundo. Inicié un minucioso trabajo de búsqueda encerrada en mi apartamento, pegada al ordenador, leyendo, preparándome para la entrevista, imaginando las posibles preguntas que podrían hacerme. Sabía que el mismísimo Edmund Mäkinen, de alguna forma, estaría allí. Pese a tener gente capacitada trabajando para él, quería conocer personalmente a las personas que integraban su plantilla. Así que no solo se trataba de tener un buen expediente que ofrecerle, debía ver algo en ti, algo místico o espiritual que le impulsara a  contratarte.

            Conocerle también me ayudaría a preparar la entrevista, claro que toda la información que había de él en internet, me pareció insuficiente para dibujar un perfil de su compleja personalidad.

            Busqué fotos, amistades, leí sobre sus empresas, apariciones públicas... no obstante, seguía teniendo demasiadas dudas sobre sus preferencias. Tanto podía ir vestido con un traje de colores imposibles como con un pantalón de sport y unas deportivas, era un hombre completamente impredecible. Por lo que había podido ver, a sus sesenta y dos años seguía teniendo un espíritu joven y una extraordinaria visión para los negocios, así que se movía en distintos ámbitos, siempre rodeado del mejor equipo de profesionales que se adaptaba a sus exigencias y filosofía de vida.

            No le había resultado fácil abrirse camino en mi país —al que le unía un vínculo especial, pues parecía sentirse atraído por nuestra cultura y tradiciones–, pero a su favor jugaban años de experiencia, además, era un hombre implacable, lleno de vitalidad y energía y eso es lo que le había animado a seguir sin rendirse hasta alcanzar su sueño.

            Sus oficinas se situaban en un edificio enorme en el centro de Barcelona, tan moderno y futurista que con frecuencia era objetivo de los turistas; no podía ser de otro modo, pues el señor Mäkinen era impredecible en todos los aspectos de su vida y tan contradictorio, que no sabías qué versión mostrar de ti para llamar su atención. No había un patrón establecido ni un perfil concreto, todo se reducía a una alineación astral y planetaria para conseguir encajar en su equipo.

            Cerré el ordenador y estuve pensando durante un rato; no había nada extraordinario en mí, era una chica corriente, con una vida corriente y no sabía qué faceta mostrar para captar su interés. Crucé los brazos sobre la mesa y enterré la cabeza en ellos. Así era yo; en un instante me sentía capaz de comerme el mundo y al segundo siguiente, no era más que un amasijo inerte de piel y huesos sumido en el profundo lodo de la depresión.

            Cuando las inseguridades comenzaban a aflorar me hacía más pequeña, no podía evitarlo, era algo superior a mí.

            Creo fervientemente que en esta vida hay dos tipos de mujeres; aquellas que vemos como a heroínas, capaces de hacer frente a sus temores, aventureras a las que no les importa arriesgar, aún sin garantía de éxito, para conseguir todo lo que se proponen en la vida. Esas mujeres a las que estamos acostumbrados a ver en la televisión, leer en las novelas y ansiamos formar, de alguna manera, parte de ellas.

             Y luego estábamos el resto. Chicas normales, con sus arraigados miedos, sus defectos palpables, y que prefieren pasar desapercibidas sin destacar en nada especial. Vivir sin complicaciones según lo establecido, mujeres que no tienen grandes aspiraciones más que ser felices con todo lo que les regala el mundo. Yo pertenecía a esa segunda categoría y me sentía a gusto ahí, en mi zona de confort. ¿Qué tenía eso de emocionante? ¿Qué había en mí capaz de destacar, de hacer que una persona como Mäkinen decidiera darme una oportunidad para demostrar mis cualidades? La respuesta era sencilla: nada. No había absolutamente nada. Sin embargo, desde que leí ese anuncio en el periódico empecé, inconscientemente, a marcarme una nueva meta en mi vida. Esa empresa ofrecía todo a lo que una chica como yo podía aspirar, era la llave que me proporcionaría la estabilidad que ansiaba para llevar la vida tranquila y sin sobresaltos que deseaba y solo por eso, debía poner todo mi empeño en conseguir hacerme con el puesto. Pese a mis innumerables defectos, sí había algo que podía acreditar mi valía: era constante, persistente y entregada. Eso debía contar, ¿no? Finalmente dejé de darle vueltas e hice los pensamientos a un lado para intentar dormir un poco, se había hecho tarde y necesitaba tener la mente despejada para planear el día siguiente.

 

            Y el principio de mi futuro llegó inminentemente.

            Recordé una frase de Víctor Hugo que dice así: "El futuro tiene muchos nombres. Para los débiles es lo inalcanzable. Para los temerosos, lo desconocido. Para los valientes es la oportunidad". Ahora solo me quedaba descubrir qué clase de persona era yo; débil, temerosa o valiente. Después de debatirlo conmigo misma durante un rato, llegué a la conclusión de que podía ser todas ellas, dependiendo del día o la hora. Sonreí quedamente e hice un gran esfuerzo por desterrar los pensamientos negativos y seguir adelante con mi cometido.

            Me vestí con un simple traje de chaqueta azul marino y una blusa blanca. Llevaba unos zapatos de tacón que me hacían parecer más alta. Había optado por dejar mi larga melena suelta, dando un toque hippie e incluso había elegido meticulosamente el maquillaje para que fuese lo más sutil y natural posible. Quería ofrecer transparencia, pureza y naturalidad, ya que intuía que eso me haría ganar puntos.

            Me miré detenidamente en el espejo y me mordí el labio inferior. Mis ojos verdes enmarcaban un rostro pálido e inseguro, y el color carmesí que con tanta frecuencia adquirían mis pómulos, no hacía más que evidenciar que era demasiado joven. Tenía veintiocho años, y vale que ya no era una niña, pero la verdad es que siempre he aparentado muchos años menos y eso podía jugar en mi contra a la hora de buscar empleo.

            —¡No! ¡Basta! ¡Negatividad fuera de aquí, no te necesito! Ya está todo hecho, he lanzado la moneda al aire y no puedo hacer más que aceptar sea cual sea mi destino —grité al espejo.

 

            La empresa a la que me dirigía se llamaba MYTV, que eran las siglas en finlandés de algo así como  "Empresa Diversificada de Acciones y Recursos". Había varias secciones y cada una se dedicaba a un negocio en concreto. En la oferta de empleo no se especificaba para qué sección se convocaba, así que iba completamente a ciegas.

            De todas formas eso era lo de menos, ¿a quién pretendía engañar? Todo este asunto me venía demasiado grande y aún me sentía inmadura en muchos aspectos, además, me acompañaba ese estúpido sentimiento de inferioridad capaz de bloquearme... Solo podía confiar en mi fuerza de voluntad. Si quería algo lo suficiente no me importaba hacer el ridículo para conseguirlo, estaba dispuesta a intentarlo de todas las formas o maneras posibles. Y eso es precisamente lo que había conseguido que me levantara, me vistiera, maquillara y ofreciera mi mejor sonrisa para pelear, por primera vez en mi vida, por mis deseos.

           

 

 

2. La entrevista

            El día era soleado y apacible. La calma que precedía al lento despertar de una ciudad abarrotada me acompañaba, seguramente me sentía así gracias a la tila que me había tomado antes de salir de casa, aunque intuía que a medida que se acercara el momento, nada podría evitar que empezara a temblar como un flan.

            Y así fue.

            Leí una vez más el mensaje de ánimo que me había dejado mi madre, diciéndome que todo iría bien, que había tenido un buen presentimiento esa misma mañana y había puesto incienso y velas a los santos para que me ayudaran en mi camino hacia el éxito.

            «Ojalá tengas razón, mamá».

            Guardé el móvil en el bolso y me mordí el labio inferior. Pasé frenéticamente las páginas del periódico que me habían entregado en la entrada del metro sin buscar nada en especial, tan solo leí titulares al azar intentado inútilmente distraerme.

            Miré despreocupada la multiculturalidad de pasajeros que me rodeaban, algunos con los cascos escuchando música, leyendo una novela o mirando fotos desde el móvil, todo parecía en calma, todo menos yo.

            La mujer africana que estaba a mi lado se recolocó el turbante floreado y seguidamente rebuscó en su bolsa un paquete de patatas fritas. Al estar sentada pegada a ella, cada movimiento me producía un leve zarandeo imposible de ignorar. Cogí aire y lo exhalé pausadamente desviando la atención al chico latino que tenía en frente, de pie junto a la barra de acero inoxidable que utilizaba como agarradera, mientras pasaba canción tras canción en su iPad. Agitaba su cabeza con ritmo, moviendo al mismo tiempo el pie derecho, llevaba los pantalones por debajo de las caderas, dejando ver parte de su calzoncillo de color llamativo. Aparté mis ojos de él y seguí mirando al resto de pasajeros distraídos hasta que un frenazo en seco nos hizo dar un respingo.

            El metro se detuvo en el interior del túnel y el aire acondicionado dejó de funcionar, tan solo las luces de emergencia siguieron activadas.

            Fruncí el ceño intentando comprender lo que había pasado.

            La gente empezó a ponerse nerviosa y el bullicio era cada vez más ensordecedor. Comentaban lo que había pasado, simples suposiciones sin fundamento para intentar dar un sentido lógico al frenazo del tren.

            —Creo que se trata de un perro, pobrecillo, lo hemos arrollado.

            —Se han equivocado de vía, no podemos avanzar porque vamos en sentido contrario.

            —¡Un atentado, seguro que es un atentado y nos tienen aquí por seguridad!

            Empecé a inquietarme.

            —¿Y qué hacemos? —preguntó una mujer mayor que comenzaba a desesperarse— ¿Tenemos que salir o nos quedamos aquí? ¡Nadie nos ha dicho nada y ya ha pasado un buen rato!

            —No podemos caminar por el túnel, señora, ¿ha visto lo oscuro que está? —Le espetó otro pasajero.  

            —¡Pues yo aquí no me quedo, nos vamos a quedar sin aire en cualquier momento! —protestó el joven latino.

            Permanecí en trance un rato, intentando buscar una solución.

            —¡Señoras y señores! —anunció una voz desde el fondo del vagón— Nos hemos detenido a causa de una avería en la red eléctrica. No podemos avanzar, así que se ruega que bajen del tren ordenadamente y caminen por la vía hasta la siguiente parada, no está muy lejos y la central está avisada.  

            —¿Es usted el maquinista, muchacho? —preguntó la anciana.

            —Sí, señora.

            El maquinista se situó frente a las puertas, remangó su jersey frente a la atenta mirada de los pasajeros y tiró de la palanca de emergencia que las desbloqueaba con energía, pero estas no se abrieron.

            —¡Mierda! —exclamó volviéndolo a intentar, esta vez con más fuerza.

            —¿Qué ocurre? —preguntó alguien.

            —¡No se abren! —admitió alarmado.

            El resto de pasajeros empezaron a agolparse frente a las puertas y estiraron varias veces de las palancas para intentar abrirlas.

            —No lo entiendo… esto no acostumbra a pasar —dijo el maquinista dirigiéndose a los espectadores.

            —¿Por qué será que todo falla en el momento que se necesita? —Me giré en la dirección de esa voz, que sonó baja pero demasiado cerca. Pertenecía a un hombre de cabello blanco. Vestía al más puro estilo hindú, con una camisa larga abotonada y unos sherwanis holgados hasta los tobillos.

            —¿Y por qué será que aun sabiendo que no se abren las puertas, la gente sigue intentándolo como si su fuerza pudiera conseguirlo? —contesté, mirando el derroche de ego masculino que se batía en duelo frente a la palanca de desbloqueo.

            El hindú rió con discreción, contemplando la bochornosa escena.

            —Es como la espada en la piedra del rey Arturo, todos quieren probar. Forma parte de la condición humana, concretamente masculina, creer que si el anterior no lo ha conseguido, es porque no lo ha hecho bien —comentó y esta vez sí pude apreciar su acento extranjero.

            Volvimos a reír sin perder detalle del grupo de hombres que intentaba inútilmente abrir las puertas, pronto perdí la cuenta de los intentos que habían hecho por desbloquearlas. Cada vez hacía más calor en el interior del vagón, y el olor a humanidad empezaba a cargar el ambiente.

            —¡Pues yo ya me he cansado de esperar! —Me alcé de un salto. Miré en busca de algo que pudiera ofrecerme ayuda y entonces lo vi, la respuesta estaba frente a mis ojos, ignorada por el resto de personas.

            —¡Ajá! —exclamé encaminándome hacia la solución.  

            Decidida, me dirigí a la ventana de emergencia, cogí el pequeño martillo rojo que había en la parte superior y, aplicando una fuerza comedida, empecé a golpear el cristal. Los pasajeros me miraron y no tardaron en formar un círculo a mi alrededor, finalmente la ventana se resquebrajó rompiéndose en miles de diminutos cristales que se esparcieron por el suelo.

            —Bien —intervino el maquinista intentando guiar al grupo de nuevo—. Saldremos por aquí, será lo mejor.

            Me quité los zapatos de tacón y salté al otro lado. Apoyé los pies en la vía para tener mejor sujeción y ayudé a bajar a los pasajeros. La primera en saltar fue la señora mayor, la única en darme las gracias por haber encontrado una salida. Progresivamente fueron saliendo los demás, el maquinista se colocó al otro lado y  me ayudó a bajar a todas y cada una de las personas que quedaban en el vagón. El último en abandonar el tren fue el enigmático hindú que había permanecido impasible durante todo el proceso, observando a los demás tras una apretada sonrisa.

            —¡Oh, mierda! —exclamé transcurridos unos minutos, mirando mis pies justo antes de subir al andén —¡He dejado los zapatos dentro del metro!

            Sentí un fuerte nudo en el pecho.

            «¿Cómo diablos he podido ser tan estúpida?»

            —Solo son unos zapatos —apuntó el hindú sin dar mayor importancia al asunto.

            —Lo serían si hoy no fuera un día tan importante —miré en mi reloj la hora y empalidecí.

            —¿Qué ocurre?

            —Tengo una entrevista de trabajo en menos de quince minutos ¡no voy a llegar!

            La rabia ascendió por mi cuerpo rápidamente.

            —Tranquila, entenderán lo que te ha pasado —le miré escéptica.

            —¿Entenderán que he llegado tarde porque ha fallado la red eléctrica, y mi metro ha quedado parado? ¿Entenderán que no llevo zapatos y estoy llena de grasa, porque he atravesado un túnel subterráneo? —Reí con nerviosismo por lo absurdo de mi situación—. Hay mucha gente convocada para el puesto… ¡y no puedo presentarme así! –Extendí los brazos señalándome.

            El hombre me observó de arriba abajo; era obvio que no entendía mi desesperación.

            —Entonces no creo que pase nada por llegar tarde. Tienes tiempo de cambiarte.         

            Negué con la cabeza.

            —Es... es complicado —vacilé–, no se trata de cualquier trabajo, este es importante y no puedo llegar tarde —acepté la mano de los trabajadores del metro, que me ayudaron a ascender al andén y sacudí mi ropa–. Esto quiere decir que el trabajo no es para mí, debe ser un tipo de señal... Lo mejor será que lo deje correr, de todas formas, hay demasiada competencia.

            El señor hindú sonrió y asintió mi argumento. Obviamente no entendía lo que estaba en juego.

            —Entonces no hay más qué hablar, se presentarán más oportunidades, estoy seguro —sonriente, se dio la vuelta, pero antes de irse volvió a girarse en mi dirección—. ¿Sabes?, hay un proverbio que dice que cuanto más adversas sean las circunstancias que te rodeen, mejor se manifestará tu poder interior. Eso podría ayudarte en la entrevista.  

            Nos miramos a los ojos un par de segundos. Su silencio pareció decir más que sus palabras. Cuando se fue y volví a analizar fríamente la situación; me quedé hecha polvo.  

              —Menuda mierda, siempre me pasa igual, cuando todo parece que va a ir bien, acaba jodiéndose de la peor manera posible —murmuré entre dientes.

            Cerré los ojos, inmensamente dolida. Sabía de antemano que ese trabajo era demasiado para mí, apenas tenía experiencia y formación.        

            Reí con amargura, realmente creí tener una oportunidad, me había convencido de que podía lograrlo. Miré mi reloj de muñeca y entonces recuperé la perspectiva:

            —Y ¿por qué no? Puedo llegar un poco más lejos en esta locura —dije para mí.

            No tenía nada que perder, podía quedarme en el andén maldiciendo mi suerte, o podía correr con todas mis fuerzas y llegar a tiempo a la entrevista. Recorrer una manzana en menos de diez minutos, sin zapatos y con la vestimenta inadecuada no parecía un obstáculo tan grande comparado con mi inexperiencia, sonreí irónica.

            Me levanté de un salto del banco metálico, como si en ese momento hubiese recargado las pilas por completo, y sin pensar demasiado en lo que iba a hacer, empecé a correr tanto como pude. Me abrí paso entre la gente a empujones, esquivé vehículos detenidos en doble fila, desafié semáforos en rojo, corrí como si fuera un personaje en una película de aventuras.

            Cuando por fin atravesé las puertas acristaladas de la empresa, hice un último sprint para acceder al ascensor antes de que se cerraran las puertas. Reí al pensar que solo me hacía falta recoger mi sombrero aprovechando una rendija a lo Indiana Jones.

            —Perdona, no puedes entrar sin acreditación —dijo un joven que llevaba una libreta y un bolígrafo en la mano.

            Mi sonrisa se esfumó inmediatamente.

            —Vengo a hacer una entrevista —aclaré.

            —¿Para el puesto de secretaria?

            Asentí, impaciente. El joven ojeó su libreta y volvió a mirarme.

            —¿Alexia Airis? —Volví a asentir.

            —Pues ha llegado por los pelos —anotó mi nombre en su libreta—, un minuto más tarde y hubiese sido descartada, era la última persona que quedaba en mi lista de las diez.

            Miré al resto de chicas que había a mi lado. Todas me dedicaban impudorosas miradas de soslayo reparando en mis pies descalzos y mi ropa sucia. Podía intuir lo que pensaban y no era para menos, ni yo misma hubiese imaginado que haría una entrevista en estas condiciones.

            Las puertas del ascensor se abrieron y desembocamos en una sala más grande. Me di cuenta enseguida de que las personas que había dentro del ascensor no eran lasúnicas aspirantes al puesto; no pude evitar que mi ánimo descendiera un ápice.

            Pero haciendo alarde de un positivismo impropio en mí, analicé objetivamente las circunstancias: había roto el cristal de un vagón de metro, atravesado el túnel a oscuras, tan solo iluminando el camino con la luz del móvil, había corrido una manzana entera en un tiempo récord sin llevar zapatos y llegado a tiempo a la entrevista. Debía estar muy orgullosa de mis logros, aun así, cada vez que percibía la mirada punzante del resto de aspirantes, no podía evitar sentirme ridícula.

           

            Después de una hora, llegó mi turno. Respiré hondo y entré en el despacho con el corazón encogido.

            Las dos chicas encargadas de la selección de personal arrugaron el entrecejo nada más verme entrar. Estaba dispuesta a excusarme, pero una risa masculina que se acercó por mi espalda me obligó a girarme.

            —Así que usted es Alexia Airis.

            Me quedé en estado de shock al reconocer a la persona que se posicionaba delante de mí.

            —Sí, soy yo… —susurré, incapaz de cerrar la boca.

            —Pues déjeme que le diga que me alegro mucho de verla aquí –me bordeó sin dejar de mirarme y se sentó de manera informal sobre la mesa que había frente a mí.

            —Veamos –empezó ojeando vagamente mi currículum–, veo que está preparada para formar parte de nuestra empresa ¡Enhorabuena, el puesto es suyo!

             Hice un rictus de contrariedad.

            —¿Cómo? ¿No va a hacerme ninguna pregunta?

            Agitó mi currículum en la mano.

            —Aquí tengo todo lo que necesito saber, el resto lo he conocido hoy en el metro.

            El señor hindú que había permanecido impasible a mi lado durante el incidente, era el mismísimo Edmund Mäkinen. ¡No daba crédito a cuanto veían mis ojos! No parecía la misma persona que había encontrado en internet, todo estaba confuso, difuminado.

            —¿Eso es todo? —No pude evitar formular la pregunta, me negaba a creer que hubiese sido tan fácil.

            Las mujeres se levantaron y se pusieron al lado del jefe, me sonrieron con afabilidad.

            —Necesitaremos que nos rellene unos formularios, luego podrá irse —reprimí un gritito de entusiasmo.

            —¿Ha visto? A veces la opción más descabellada es la adecuada, celebro que haya puesto de su parte para llegar a la hora a la entrevista, y sé que no ha sido fácil dadas las circunstancias, pero ese esfuerzo es el que me hace ver que se tomará este trabajo en serio, y esa es una cualidad que valoro en mis empleados: responsabilidad y actitud, algo muy difícil de encontrar y que no se expone en ningún currículum. A mí me basta —finalizó mirando a sus dos empleadas.

            —¡A nosotras también! —Y dedicándome una sonrisa de oreja a oreja, me acompañaron a una sala contigua para contrastar mi documentación y exponer las condiciones del contrato.

            Escuché vagamente lo que me explicaban, estaba emocionada por haber conseguido el mejor trabajo de mi vida y, en ese momento, nada podía hacerme bajar de las nubes.

             

           

 

3. Óscar White

             

            —Estoy muy nerviosa, no puedo evitarlo...—murmuré en voz apenas audible.

            Paredes de cristal delimitaban los espacios y a la vez, acercaban. Se podía ver la bullente actividad tras ellos, las personas caminando de aquí para allá, las conversaciones entre risas, algunos plantados frente a los monitores planos de los sofisticados ordenadores. La actividad en la oficina era frenética pero a la vez se respiraba cierta calma. Mäkinen era experto en conseguir que todas las piezas del puzle encajaran a la perfección, esas piezas eran las personas que trabajaban para él y de ellas se sentía, en cierto modo, responsable.

           Había un horario de yoga después del trabajo y gimnasio en la planta subterránea del edificio pagado por la empresa, se conocía que trimestralmente organizaba una cena, para estrechar lazos entre sus empleados y si eso no fuera bastante, el mismísimo Mäkinen se ocupaba de que hubiera una buena conciliación familiar; el trabajo no era obstáculo si alguien debía ausentarse para recoger a sus hijos del colegio o llevarlos al médico, en la empresa se miraban únicamente los objetivos cumplidos, así que no hacía falta regirse por un horario. Las condiciones eran inmejorables, hacía que te replantearas el futuro con otros ojos y por nada del mundo, NADA, quería fastidiarla, así que no tardé en hacerme una promesa: Conservaría ese empleo aunque me fuera la vida en ello. Sé que suena paradójico, pero si quería tener una vida, necesitaba un trabajo así.

            Me fijé en la chica que había a mi lado, que a juzgar por su movimiento de pulgares estaba tan nerviosa como yo. Lucía un vestido marrón entallado con costuras azules. Era muy guapa, llevaba una larga melena caoba recogida en una cola, su rostro transmitía bondad y dulzura. Sus enormes ojos oscuros se giraron en mi dirección al advertir que la observaba.

            —Estoy temblando —afirmó mirando al frente.

            Parpadeé para centrarme.

            —Pues ya somos dos —sonreí de medio lado–. Pero creo que ya hemos pasado lo más difícil: la entrevista de selección, esto no es nada.

             Suspiró y se volvió ligeramente para mirarme.

            —¡Oh, Dios! Creo que me va a dar algo. Admiro que sepas ocultar tus nervios, se te ve tan...—volvió a mirarme para evaluarme— relajada...

            —Bueno, ahora al menos llevo zapatos, así que podría decir que me siento infinitamente más confiada.

            Sonreí por el ceño fruncido de mi compañera, ella me devolvió la sonrisa, aunque sin entender a qué me refería.

            —Me llamo Alexia, Alexia Airis —le tendí mi mano.

            —Yo soy Raquel Hernández. —Ignoró mi mano para darme dos besos en las mejillas— ¡Qué emocionante!, las dos empezamos hoy, me pregunto cómo serán nuestros jefes.

            —¡Señorita Hernández! –interrumpió un hombre muy sonriente acercándose hacia nosotras.

            Las dos dimos un respingo.

            —Soy yo —se apresuró en responder mi compañera, dando un pasito hacia delante.

            —Pues por lo que se ve vas a empezar a trabajar para mí, buenos días —se acercó para tenderle la mano—. Me llamo Marc Coll, soy el sustituto de Rebeca Wall, que está de baja por maternidad en este momento, ella será tu jefa cuando regrese.

            Le dedicó una afable sonrisa y prosiguió con su discurso:

            —Nuestro sector se encarga de la inversión en bolsa —le hizo un gesto con la mano incitándola a acompañarle–. Te lo explicaré enseguida y te mostraré cuál será tu sitio, así puedes dejar tus cosas.

            Sonreí a Raquel alegrándome por ella, su jefe parecía un tipo enrollado. Era sorprendente la familiaridad con la que se trataban todos, el buen clima que se respiraba, confieso que ardía en deseos de formar parte de ello. Respiré hondo y bajé la guardia, me deleité en el momento que estaba viviendo, en la increíble circunstancia que había propiciado mi contratación en la empresa de mis sueños, tanto me abstraje que tardé unos segundos en distinguir que alguien pronunciaba mi nombre en la lejanía.

            —¡ALEXIA! —repitió un hombre joven, de unos treinta y pocos años.

            Me acerqué lentamente a él. Lo primero que llamó mi atención fue su traje y su carísimo reloj. Era atractivo, tenía el pelo castaño claro despeinado y unos ojos azules de mirada viva. Me bastó un vistazo para decidir que además del traje de diseño, hacía gala de una seguridad en sí mismo de primera categoría. Pero eso no era todo, por encima de un físico agradable había algo en su rostro que me mantenía en tensión. Enseguida supe que el azar no me había repartido unas buenas cartas y de entre todas las buenas personas que había en la empresa, me había tocado el jefe malo. Me mordí la lengua y avancé con paso vacilante hasta tenerle a escaso medio metro de mí.

            —Debes estar más atenta —me regañó—. No podemos perder todo el día aquí sin hacer nada. Espero que se me conteste a la primera llamada, soy una persona muy ocupada, ¿entiendes?

            Recorrió mi cuerpo de arriba abajo con expresión sombría, parecía estar evaluándome y me sentí como la colegiala que suspende un examen importante pese a haber invertido muchas horas de estudio.

            —Este es mi despacho —me invitó a entrar con el semblante más serio que había visto en la vida. Me sentí cohibida—. En teoría tu sitio es ese —señaló una pequeña mesa en la otra punta de la habitación—, pero mañana ordeno que te trasladen fuera, no es necesario que compartamos espacio, lo que tengamos que decirnos será a través del correo interno o el teléfono, ¿queda claro?

            Parpadeé aturdida.

            —Muy claro —respondí con un hilo de voz.

            —No sé qué te habrán contado, pero a partir de este momento estás a prueba y lamento decirte que no todos los candidatos la superan. Nuestra misión es trabajar para personas, encontramos a gente cualificada, la mejor en su campo y la vendemos a empresas que necesitan sus servicios. Médicos, deportistas o actores, hay un poco de todo. Nosotros nos encargamos de las negociaciones y todo el papeleo que supone.

            —Cazatalentos —aventuré.

            —Abogado laboralista —corrigió sin entrar en detalles—. En cualquier caso, te diré que es un trabajo delicado en el que no hay horarios, se requiere entrega total y no todo el mundo está capacitado para llevarlo a cabo. Entendería perfectamente que quisieras dejarlo aquí, de hecho, sería lo más sensato por tu parte.

            «¿Me lo parecía a mí, o quería que desistiera antes de empezar?»

             Mis pensamientos divagaban confundidos.

            —Gracias por la advertencia, pero no voy a dejarlo.

            —Ahora en serio —dijo clavándome su glacial mirada azul—, deberías reconsiderarlo…

            Nos retamos con la mirada unos segundos sin decir nada.

            —Creo que no hará falta, podré con ello —contesté dedicándole una sonrisa tirante.

            Negó con la cabeza, parecía enfadado conmigo y no entendía el porqué, todavía no habíamos tenido oportunidad de conocernos.

            —Por cierto, ¿cómo te llamas? —pregunté al darme cuenta de que no se había presentado.

            —Me llamo Óscar White. —Volvió a mirarme directamente a los ojos y esperó a que procediera, pero no tenía nada que añadir, salvo tenderle la mano en señal de amistad.

            Su rostro contrariado me puso nuevamente alerta, descartó la idea de estrechar mi mano y siguió hablando con condescendencia sin prestarme la más mínima atención.

            —Como mi secretaria personal deberás estar a la altura, hay mucho por hacer, y tú debes llegar a donde yo no puedo. Es un trabajo exigente, los horarios son imposibles y de antemano te digo que no será fácil.  A diferencia de otros puestos, este requiere una entrega total porque yo no duermo, y si yo no duermo, mi secretaria personal tampoco puede hacerlo, ¿te queda claro?

            Asentí, pero mis ojos se cristalizaron y empecé a verlo todo borroso, estaba a punto de llorar. La tensión, los nervios reprimidos, los sueños rotos, las esperanzas frustradas... todo se me echó encima al conocer a Óscar White.

            Su tono se suavizó un poco al intuir mi aflicción, pero no lo suficiente para reconfortarme.

            —Bueno, ahora puedes sentarte —dijo señalando la silla tras mi mesa—, pero no te pongas demasiado cómoda, mañana estarás fuera —sentenció con desprecio.

            Me senté con timidez y contemplé la mesa de cristal durante unos minutos. Intenté sobreponerme pensando en todas las cosas buenas que me ofrecía la empresa, que sin duda pesaban mucho más que las malas, o eso necesitaba creer. Cuando al fin alcé el rostro, vi que Óscar seguía observándome con semblante serio. Carraspeó y apartó la mirada para centrarla en su ordenador.

            Se me pasaron muchas cosas por la cabeza en ese instante, todo era demasiado complicado de asimilar, pero saqué fuerzas de donde no tenía para reconducir la situación.

            El señor White me conocía muy poco si pensaba que iba a renunciar así como así al sueño de mi vida; por muy mal que me lo pintara, por muy difícil que me lo pusiera, yo podía ser todavía más persistente.

            Pese a mi aparente indiferencia, seguía doliéndome su trato despectivo, su poca amabilidad y falta de tacto, no entendía por qué se había empeñado en que teníamos que llevarnos mal, era como si no tuviera fe en mí, como si ya me hubiese suspendido antes de entregarme el examen.

            —Una cosa más, Alexandra —se giró para mirarme—, soy tu jefe y esa posición exige respeto, así que no vuelvas a tutearme, para ti soy el señor White. Punto.

            Me puse roja por la ira, apreté fuertemente la mandíbula y le contemplé en silencio un buen rato, hasta que me decidí a hablar.

            —Y usted, señor White, debería llamarme por mi nombre. Me llamo Alexia, Alexia Airis —recalqué el apellido para dar más contundencia al nombre.

            Se dilataron sus aletas de la nariz, señal inequívoca de que estaba conteniendo la rabia.

            —¡Te llamarás como yo diga! —bramó alterado, encarándome al mismo tiempo.

            ¿Qué problema tenía? ¿Por qué le caía tan mal? No era lo habitual, por lo general la gente solía tenerme en alta estima al poco tiempo de conocerme, era divertida, dicharachera y algo alocada, pero por encima de todo simpática. Por lo visto, a Óscar solo le había hecho falta verme una vez para odiarme con todas sus fuerzas.

            El resto del día me mortifiqué por la mala suerte que había tenido. Un momento estaba en lo más alto de la montaña rusa y al segundo siguiente descendía hasta casi tocar el suelo, sin embargo me había prometido no desistir. A excepción del capullo de mi jefe todo seguía siendo perfecto: la gente, el sitio, la nómina... Daba gracias a Dios por no tener una familia, marido e hijos con quien compartir mi vida porque de una cosa estaba segura: Óscar no mentía cuando decía que sería un trabajo a tiempo completo. No bien salí de la empresa recibí mi primer correo enviándome las pautas del día siguiente: recoger su traje de la tintorería y llevarle un café de Vaner, la mejor cafetería de la ciudad y que estaba en dirección opuesta a la oficina, todo ello debía hacerlo antes de empezar mi jornada laboral calculando con precisión el tiempo para que su café no se enfriara.

            «Menudo gilipollas».

            Este trabajo prometía ser todo un desafío.

  

 

4. Andy

           

            —Sí, todo ha ido bastante bien. Hay buen rollo en la oficina y eso... —mi madre rió al otro lado del teléfono.

            —¿Ves, cariño? Solo era cuestión de tiempo.

             —¡Ya sabía yo que mi pequeña lograría todo lo que se propusiera! —Escuché decir a mi padre bien alto, asegurándose de que pudiera oírle.

            —Sí, es verdad, siempre lo has dicho —le di la razón—. Por cierto, ¿cómo estás del resfriado? Se te oye bien —Observé.

            —¡Vuelvo a estar en forma! —Se apresuró en responder.

            —Me alegro.

            —Ahora debes ir a celebrarlo, ¿no tienes a nadie con quién salir hoy?

            —Prefiero descansar en casa, ha sido un día lleno de tensiones. Por cierto, se me olvidaba, ¿nos vemos este fin de semana? —Se hizo el silencio.

            —¿Papá? —Intervine al ver que no respondía.

            —Sí, cielo, sigo aquí. ¿No recuerdas que este fin de semana nos vamos al balneario de Andorra? Hace meses que hicimos la reserva.

            —¡Es verdad! –Recordé golpeándome la frente— En ese caso nos veremos a la vuelta.

            —Claro, y tú hazme caso, aprovecha y sal un poco, eres joven —reí de su comentario.

            —Un beso para ti y otro para mamá.   

            —Adiós cielo, un beso.

            Colgué y lancé el teléfono a la mesa que había frente al sofá.

            —¡Qué! ¿Cómo te ha ido? —Di un respingo y miré hacia atrás, sobrecogida, justo en el momento en el que Andy ponía un pie en el comedor.

            — ¡Joder! ¡Me has dado un susto de muerte! ¡¿Qué coño haces aquí?!

            Dio un trago a la lata de cerveza que tenía entre las manos y caminó con paso lento hacia mí.

            —Aún hay cosas mías en esta casa —me recordó.

            Con el rostro crispado me acerqué para arrebatarle la lata de cerveza. Para ser más precisos, MI lata de cerveza.

            —No puedes venir cuando te apetezca y robarme  mis escasas provisiones —me quejé dándole la espalda.

            —¡Bah! No me das pena, ¿cuántos son, dos mil quinientos euros al mes? —replicó socarronamente.

            —¡Andy! —protesté riendo.

            —¡¿Qué?! Todo el mundo sabe que trabajar en MYTV, es sacarse el premio gordo de la lotería —afirmó.

            Suspiré y di un trago a la cerveza.

            —Para empezar no son dos mil quinientos euros al mes, apenas roza los dos mil cien –precisé aguantando la sonrisa—. Y para continuar, no es ningún “premio gordo" trabajar ahí, mi jefe está en la cúspide de la gilipollez y parece que disfruta haciéndome la vida imposible.

            —Vaya... ¿Y todo eso en un solo día?

            Vi la burla en sus ojos y no pude evitar corresponderle, a continuación negué con la cabeza y le esquivé, él me siguió para detenerme cerca del sofá.

            —No te enfades. Aunque estás enormemente sexy cuando lo haces, no te enfades —repitió  deteniendo mi brazo en el aire.

            Me giré para mirarle, Andy era guapo; muy, muy guapo. Pelo no demasiado corto y ondulado, lo llevaba desaliñado, con las puntas tostadas por el sol. Su rubio dorado era mucho más claro con la llegada del verano, se le formaban unas mechas naturales, casi blancas, que le daban un aire extranjero. Sus ojos castaños claros, como el caramelo a punto de derretirse, aún producían un extraño efecto balsámico en mí; no podía evitar quedarme atrapada en la miel de su mirada. Y él, firme conocedor de sus poderes, sabía emplearlos contra mi voluntad. Su tez morena, bronceada casi los trescientos sesenta y cinco días del año incitaba a ser acariciada. Dios, como añoraba su cara imberbe de niño travieso, atractivo surfista... Su rostro de ángel casi me hacía olvidar su aversión a la formalidad, a la responsabilidad, a crecer y madurar como cualquier hombre de su edad, porque Andy ya no era un niño, era un hombre con sus treinta y cinco años según su documento de identidad, aunque físicamente no los aparentara. Lástima que tuviera síndrome de Peter Pan.

            —¡Deberías irte! —dije deshaciéndome de su brazo—. Sabes que no nos hace ningún bien vernos tan a menudo.

            —¿Por qué? —preguntó arrugando el entrecejo.

            —¡Trae recuerdos! —Hice el amago de esquivarle, pero él volvió a sostener mi brazo y esta vez me guió sutilmente para acercarme a él.

            —¿Y acaso no son buenos recuerdos? —Suspiré.

            —¡¡Andyyy...!! —grité a la defensiva. Tiró con fuerza de mí hasta acabar sentada junto a él en el sofá.

            —¡Míranos! —dijo señalándonos—. La guapa ejecutiva con zapatos de tacón, traje de alta costura... y el muchacho despistado, con camiseta de tirantes, bermudas y... —sostuvo el colgante de cuero negro, con un diente de tiburón que tenía atado al cuello— abalorios baratos. ¡No podemos ser más distintos! Sin embargo hay un lugar donde sí hacemos muy buena pareja, y no importan las diferencias de clases —me miró con picardía—. Desnudos en la cama… —sentenció mostrándome su atractiva sonrisa.

            Solté una carcajada y le di un fuerte codazo.

            —Sabes que no soy una ejecutiva —le corregí.

            — ¡Shhhh, calla! No estropees mi fantasía.

            Volvimos a reír.

            —Eres imposible —me aparté y él aprovechó el movimiento para colocar tiernamente su cabeza contra mi hombro. Una de sus manos se deslizó por mi vientre e intuí sus deshonestas intenciones. La retiré de inmediato.

            —No vayas por ahí, Andy, te lo advierto...

             Una hora y veinte minutos después permanecíamos desnudos sobre la cama tras un polvo maratoniano.

            —¡Joder! Tenemos que dejar de hacer esto —me culpabilicé por no haberme mantenido firme y haber llegado tan lejos, otra vez.

            —¿Por qué? —preguntó mirando al techo, colocando sus manos bajo la cabeza en actitud satisfecha.

            —Porque ya no tengo dieciocho años, no quiero esto…, busco a un hombre hecho y derecho, al que no  le asuste envejecer conmigo —contesté enfadada.

            —¡No digas tonterías! Nadie quiere envejecer.

             Miré a Andy boquiabierta, siempre que quería evitar un tema soltaba alguna perogrullada por el estilo.

            —¿Ves? Eso es exactamente lo que quiero decir, eres incapaz de tomarte nada en serio, para ti todos los días son Navidad.

            —¿Y qué hay de malo? —preguntó girándose en mi dirección—. Ya lo dijo Wayne Dyer: "Deja de actuar como si la vida fuera un ensayo. Vive este día como si fuera el último. El pasado ya se ha ido. El futuro no está garantizado". ¡Así que perdona por no querer  hacer lo mismo que hace todo el mundo! Trabajar, formar una familia que me absorba todo el tiempo, llenarme de deudas e hipotecas, consultar cada minuto del día las redes sociales en busca de likes, y ese tipo de cosas para sentir que todo lo que hago merece la pena... Perdóname por querer ser libre, por seguir viviendo en mi barco y comer comida de lata todos los días. Soy así… —terminó encogiéndose de hombros, aceptando su condición.

            El calor recorrió todo mi cuerpo como si me hubiera sumergido en un pozo de lava hirviendo, estaba al límite de mis fuerzas, me sentía como una madre intentando hacer entrar en razón a su hijo adolescente. Solo que Andy no era mi hijo, y mucho menos adolescente.

            —Pero bien que te gusta venir a mi casa, robar mi cerveza, dormir entre mis sábanas y utilizar el agua caliente de mi baño —observé molesta.

            —No soy idiota, Alex, me gustan las comodidades, pero a diferencia de ti, no las necesito para vivir. —Me senté bruscamente en la cama.

            —Oye… descerebrado, ese discurso no te va a servir conmigo. He estado mucho tiempo de aquí para allá, ganando lo justo para pagar el alquiler, si no llega a ser por mis padres hubiera muerto de inanición mucho antes, y ahora que por primera vez en mi vida he tenido un golpe de suerte, no pienso dejar que arruines mi momento haciendo juicios de moral.

            —Ya estamos otra vez...

            Andy se levantó y empezó a vestirse mientras me soltaba sandeces.

          —No puedes simplemente dejarte llevar, tienes que tener todos los aspectos de tu vida bajo control, incluso nuestra relación, ¿verdad? ¿Por qué no puedes conformarte únicamente con esto? —preguntó señalando la cama—. Formamos una pareja cojonuda entre las sábanas, ¡joder!, me gustas Alex, pero hay cosas que no comparto.

            Cansada de escucharle, me levanté y me dirigí al armario. Rebusqué entre los cajones una cajita de metal, con cigarrillos que guardaba para las emergencias. Había dejado de fumar, pero en momentos de mucha ansiedad deseaba hacerlo, y el trabajo, Andy y todo lo demás me estaba desbordando.

            —¿Qué haces? —preguntó mirándome con el interrogante grabado en sus ojos avellana.

            —¿No es evidente? —Coloqué el cigarrillo entre los dedos e hice el amago de encenderlo con el mechero. Andy se apresuró a retirarlo de mi alcance con rapidez.

            —Nada de adicciones, solo yo. —Sonrió con regocijo.

            —¡Oh, vamos! —protesté molesta—. Te recuerdo que ya no estamos juntos y puedo hacer lo que quiera.

            —Lo que quieras excepto esto… —me enseñó el cigarro y lo partió en dos.

            —Tú no sabes el día que he tenido, ha sido horrible; y lo último que necesito es llegar a casa y tener una discusión de esta índole contigo.

            —¡De acuerdo! —Se paró delante de mí y empezó a acariciarme los brazos— ¿Quieres hablar de ello?

            Los ojos se me llenaron de lágrimas.

            —¡¡No!!

             Suspiró y me abrazó con fuerza. Mi cuerpo se quedó rígido, negándose a aceptar sus muestras de cariño, pero… la carne es débil, tanto que al final no pude evitar corresponder su abrazo.

            —¡Está bien! —susurró transcurridos unos minutos cerca de mi oído—. Ahora debemos separarnos con muuuucho cuidado, sin hacer movimientos bruscos, un segundo más y no podré evitar follarte —me eché a reír.

            —¡Andy!

             Se separó sonriente y colocó las manos en su entrepierna mientras se dirigía hacia la puerta.

            —Estás buenísima, Alex, puede que el trabajo y las relaciones te vayan como el culo, pero tienes un cuerpo hecho para el pecado —le lancé una zapatilla al vuelo que esquivó con gracia, antes de desaparecer de mi habitación.

            Cuando salí al comedor él ya no estaba. Se había ido, aunque sabía que no era para siempre. Andy tendía a aparecer en el peor momento y de nada servía que intentara evitarle, siempre volvía y yo siempre caía en sus redes.

            ¡Qué le iba a hacer! Él también tenía un cuerpo hecho para el pecado.

           

 

5. Momentos difíciles

 

 

            Llegué una hora antes a la oficina, antes de que todo el mundo lo hiciera, temiendo que no me diera tiempo a abarcarlo todo. Llevaba su traje oscuro en una mano y el café de Vaner en la otra, ya había planeado recalentarlo en el microondas antes de que llegara. Por si acaso, tuve la prudencia de llamar a la puerta de su despacho, pero al no obtener respuesta, abrí sin más.

             Entré sigilosa y puse su traje en el sofá de cuero marrón que había bajo la ventana central de la habitación, luego coloqué su café humeante sobre la mesa, no sin antes echar un vistazo a los papeles que tenía sobre ella, cotillear era mi segunda naturaleza. Desde ese momento el orden y la meticulosidad serían cualidades que, sin duda, debía atribuir a mi jefe.

            Una de las puertas de su despacho se abrió y me quedé atónita, congelada. Salió una nube de vapor y apareció él, sin nada más que una toalla a la cintura.

            «¡Oh, Dios!»

            Él también se quedó helado al verme. Nos miramos un par de segundos, incrédulos por estar el uno frente al otro en esa embarazosa situación.

            Bajé un poco la vista y vi gotitas de agua resbalando por sus abdominales, apreté una sonrisa.

            No tardó en recobrar la cordura, fue como si en ese instante una ola chocara contra él devolviéndole a la vida, se giró agarrando con fuerza el nudo de la toalla para impedir que se cayera al suelo. Pensé en lo divertido que sería que ocurriera eso y sin querer, se me escapó una risilla infantil.   

            —¡Joder! ¿Qué haces aquí? Llegas muy pronto.

            —Bueno, al parecer no soy la única —le miré con atención ¿Qué demonios me pasaba? ¿Por qué la vergüenza por estar frente a él de esa manera,  no hacía que me despidiera rápido y saliera de su despacho a toda prisa, concediéndole la intimidad que pedía sin palabras? Algo me retenía, tal vez fuera la... curiosidad.

            «¡Qué coño! ¡¿Cuántas veces tengo la oportunidad de ver el perfecto cuerpo de un tío semidesnudo?! Mirar es gratis».

            —Le he traído lo que me ha pedido —señalé con la cabeza.

Se fijó en el traje y el café y asintió con rapidez, deseando deshacerse de mí.

            —¿Por qué no has llamado a la puerta?

            —Lo he hecho, pero no me ha escuchado —me excusé.

            —Es evidente que estaba ocupado, para otra ocasión espera a que responda —espetó en tono de reproche.

            Asentí y me di media vuelta dispuesta a regresar a mi sitio y concederle espacio; me costó disimular una sonrisilla socarrona al sentir que, de algún modo, había ganado este asalto dejándolo descolocado. Pude sentir el calor de su mirada en la espalda mientras me alejaba.

            Su picardía hizo que se diera cuenta de ese ínfimo detalle de satisfacción e intentó volver a recuperar el control de la situación.

            —¡Alexandra! Ahora que estás aquí... —me volví a medias, abriendo mucho los ojos, con fingida inocencia. En esta ocasión hice un esfuerzo hercúleo por no sucumbir a la tentación y mirar más abajo del implacable mar azul que eran sus ojos—, esos documentos que tienes ahí son contratos antiguos, debemos escanearlos y guardarlos en la base de datos, una vez hecho puedes eliminarlos en la trituradora. —Asentí— Eso te llevará toda la mañana, pero debes sacar tiempo para llamar a los números que he dejado en tu mesa y concertarme citas de reunión con esas personas, también te he dejado mi agenda. Apunta todos los compromisos vigentes para no solapar ninguna reunión, y devuélvemela enseguida. —Asentí una vez más e hice amago de irme, pero volvió a impedírmelo— Puedes ir a comer en cuanto acabes todo eso, a mí pídeme una ensalada con pollo del bar de la esquina. Que me la sirvan a las dos en punto.

            «¿Del bar de la esquina? ¿Por qué no comía en el bufet de la empresa como todo el mundo? La comida era inmejorable, además de asequible».

            —De acuerdo —respondí sin más.

            Achinó los ojos, mirándome con perseverancia, esperando a que dijera algo, sin embargo no le di el placer de protestar por sus abusivas demandas y salí rauda de su despacho para que no me ordenara nada más.

            Una vez en el pasillo di rienda suelta a mis emociones y me reí a gusto.

            —¡TE ESTOY OYENDO! —gritó desde el interior de su despacho, aunque me pareció intuir algo de buen humor en sus palabras.

            —¡Perdona, ya paro! —Me disculpé en voz alta. En esta ocasión reí amortiguando las carcajadas con la mano, mientras me sentaba en la silla, frente a mi mesa, volviendo a la realidad.

        Pasada la diversión inicial me resultaba violento estar en el vestíbulo, junto a la pared que conducía de su despacho a los lavabos de planta. Era inevitable que otros compañeros me miraran al pasar, preguntándose por qué Oscar me había desterrado al inframundo. ¿Qué podía decirles? Me limitaba a agachar la cabeza e intentaba cumplir con mi cometido de la mejor manera posible, centrándome únicamente en el trabajo..............................................................