miprimita.com

El contrato (Quinta parte) 5

en Grandes Series

Nota de la autora: para entender la trama de la historia se recomienda a los lectores leer todas las partes de la saga. En esta entrega se desvela parte de los misterios que propició su apresurada boda y Diana topa con una realidad mucho más dura de lo que imaginaba...

 

La apuesta

           

     —Me alegro de que hayas podido venir.

     Miré a Cristian y asentí profiriendo un suspiro al mismo tiempo. Despistar a Philip cada vez se hacía más complicado, tenía la sensación de que se empezaba a oler algo y que sólo era cuestión de tiempo que me pillara.

     La adrenalina por estar jugando en una doble liga se desató por todo mi cuerpo y necesité unos minutos para recomponerme antes de prestar la debida atención a Cristian.

     —Ayer tuve un día complicado pero hoy todo ha vuelto a la normalidad. Toma –le hice entrega del sobre con el dinero mientras me sentaba a su lado–, he podido reunir cuatrocientas libras sin levantar sospechas.

     Cristian me contempló ojiplático.

     —¿Cómo dices?

     —Tu deuda –puntualicé–, ya no tienes que esperar a final de mes para cobrar, sáldala ya.

     —Pero ¿por qué...? –no salía de su asombro, claramente no esperaba que le ayudara.

     —No quiero que tengas problemas. Pero ahora en serio –le miré con mucha atención– deberías dejar de jugar. No te hace ningún bien.

     Cristian apretó los labios, parecía avergonzado.

     —¡Toma! –le incité mostrándole el sobre.

     Remoloneó un poco antes de cogerlo, pero finalmente aceptó mi ayuda.  

     —Muchas gracias, Diana, juro que te lo devolveré.

     —Con que no vuelvas a jugar, me conformo.

     —Con esto saldaré gran parte de las deudas.

     —¿Gran parte? –pregunté atónita– ¿Cuánto debes exactamente?

     —No es tanto como te crees, pero no quiero hablar de eso. Además, debes saber que voy a terapia, intento empezar de cero.

     Ladeé la cabeza, pensativa. No me resultaba muy convincente su argumento, pero debía darle un voto de confianza.

     —No creo que pueda conseguir más, es... complicado en mi situación y...

     —¡Eh! –exclamó sosteniendo una de mis manos con cariño– ¡Vamos, no te preocupes por eso! No es asunto tuyo –sonrió y se acercó hasta pegar su hombro al mío– Agradezco inmensamente que me ayudes, pero soy yo quién debe pagar por sus errores y sé que reuniré el dinero, únicamente necesito tiempo.

     —¿Y tienes tiempo Cristian? –mi pregunta desató un recuerdo dañino en mi subconsciente y mis ojos estuvieron a punto de liberar las lágrimas.

     —¡Claro que tengo tiempo! –dijo pasando una de sus manos por encima de mis hombros– No te preocupes, ¿De acuerdo?

     Suspiré resignada, ¿qué otra cosa podía hacer? Todavía estaba sensible por todo lo que le había sucedido a mi hermano, los recuerdos eran demasiado recientes.

     —Si quieres que te diga la verdad –continuó en tono sosegado–, todo este asunto me hace sentir muy incómodo. Haberte hecho partícipe de mis vicios, aceptar la ayuda que me brindas... me puede.

     —No te sientas así, créeme, aunque nunca he estado en tu situación puedo ponerme en tu lugar. Por eso lo he hecho.

     Cristian sonrió, y dejó de abrazarme para volver a juguetear con una de mis manos.

     —Me he abierto a ti, Diana, te he contado un aspecto delicado de mi vida. Me gustaría que tú hicieras lo mismo, pese a que me has dicho algunas cosas,  sigo sin saber cómo una chica como tú ha conocido al hombre más rico y cotizado del país. El otro día me quedé con las ganas y hoy no quiero que pase lo mismo, me despiertas mucha curiosidad.

     Gemí, resignándome.

     —Sabía que tarde o temprano me harías esa pregunta. ¿Por qué Edgar y yo? No tiene mucho sentido...

     —Veo que tú también te has dado cuenta –sonrió con socarronería–. ¿Fue amor? ¿Cómo os conocisteis? 

     —No creo que te interese conocer...

     —¡Pues claro que me interesa! A decir verdad me interesa muchísimo.

     Se separó de mí para tumbarse sobre el prado. Puso las manos detrás de la cabeza y cruzó las piernas haciéndome saber que no se movería de ahí sin respuestas. Ahora me planteaba la posibilidad de abrir mi corazón a un extraño, igual que él hizo conmigo. Una parte de mí quería guardar para siempre los embarazosos secretos de mi familia, pero otra tenía ganas de liberarse de una vez por todas. Sin lugar a dudas, compartir esa pesada carga me aliviaría; después de tanto tiempo, necesitaba desahogarme.   

     —Vivía en España, en un pequeño pueblo de las inmediaciones de Barcelona. Era una chica feliz, supongo. Tenía una familia, amigos, iba a la universidad... Hacía una vida de lo más normal.

     »Pero poco duró esa aparente armonía, la raíz de nuestros problemas empezaron cuando Marcos, mi hermano mayor, se juntó con malas compañías unos años antes. Al principio cometía pequeños hurtos incitado por los amigos, cosas sin importancia, pero mi padre tenía que ir a comisaría con frecuencia a causa de sus cuitas. Sus estudios también se torcieron, nunca fue buen estudiante, pero repetir el instituto acabó con lo poco que quedaba de él. Cuando sus amigos empezaron la universidad y él se quedó atrás, las cosas empeoraron muchísimo. Dejó el futbol, incluso de ir a clase. No supimos en qué empleaba su tiempo hasta años después –cogí aire y lo exhalé lentamente intentando ordenar mi historia, lo cierto es que por aquella época pasaron tantas cosas, que no sabría decir cuál fue el detonante clave que destrozó todo mi mundo–.

     »Marcos empezó a beber, a fumar marihuana y nunca se quedaba ahí, cada vez iba a más y llegaba más lejos. Pasó a las pastillas, la cocaína y la heroína. Las cosas empezaron a complicarse –desvié la mirada al suelo, no podía continuar mirándole a la cara, también a mí me avergonzaba reconocer ciertos hechos del pasado de mi familia–. Mis padres lo probaron todo. Invirtieron dinero en su curación, pero él no quería ayuda y fue imposible que iniciara algún tratamiento. A veces venía a casa muy colocado y nos robaba joyas, ropa... cualquier cosa que pudiera vender o empeñar y cuando parecía que las cosas no podían ir peor, ocurrió lo inevitable. Marcos empezó a hacer recados para la gente que le subministraba la droga en pago a sus deudas.

     —¿Se convirtió en camello? –alcé la mirada y me di de bruces con el rostro expectante de Cristian, casi había olvidado que era a él a quién estaba contando toda mi historia.

     —Se convirtió en muchas cosas, me temo –suspiré.

     —Por favor, sigue. No pretendía interrumpirte.

     Aguardé un par de segundos y retomé mi relato:

     —Debido a todos los problemas de mi hermano, mi padre perdió su trabajo. Le despidieron por incumplir su horario y robar dinero de la empresa en la que trabajaba. Lo único que quería era ayudarle, sobornar a las personas que le habían convertido en su esclavo a cambio de heroína, solo quería recuperarlo a cualquier precio. Pero nada fue suficiente.

     »Poco después mi madre enfermó de cáncer. Se consumió a pasos agigantados, en parte por ver que uno de sus hijos estaba destrozando su vida sin remedio y entre todos éramos incapaces de salvarlo.

     »Entonces recibimos una carta de desahucio. No podíamos hacer frente al préstamo hipotecario de la casa, entre la enfermedad de mi madre y los problemas de Marcos el dinero prácticamente se evaporó. Pude seguir en la universidad gracias a la ayuda de una amiga que habló con sus padres para que me pagaran los gastos que la beca no cubría; de algún modo la universidad era lo único que ofrecía algo de normalidad a mi vida, pues en casa todo era caos, dolor... –tragué saliva– El tiempo que no empleaba estudiando, lo pasaba atendiendo a mi familia, ayudando en todo lo que podía.

     Cogí aire y continué:

     »Después de que mi madre falleciera, Marcos vino a casa para pedir ayuda. Resulta que la gente para la que trabajaba le había hecho un importante encargo y él perdió la mercancía, o se la robaron. Nunca sabré qué fue lo que pasó en realidad, lo único que sé es que pasó a deber mucho dinero a esa gente. Demasiado. Resulta que no eran unos delincuentes sin más, se trataba de una mafia organizada y tenían a mi hermano acorralado entre la espada y la pared.

     »Mi padre se desquició por completo. Todos los problemas se le cayeron encima y su cerebro dejó de regir. Me encontré muy sola cuando todo se desmoronaba a mi alrededor , no sabía qué hacer ni adónde ir.

     »Entonces, un día, llamaron al timbre. Abrí la puerta y me encontré a mi hermano... –mis ojos se llenaron de lágrimas y la voz se me atascó en la garganta, estaba a punto de desbordarme, recordar todo aquello seguía siendo muy doloroso, pero debía hacerlo, debía contarlo de una vez por todas– Le habían dado una paliza. Su cara estaba desfigurada por completo, la nariz hundida y todas y cada una de sus extremidades rotas. Solo verle desmadejado en el suelo, en esa postura tan antinatural me heló la sangre. ¿Cómo podía retorcerse tanto una espalda? No entendía de anatomía, pero aquello... –cerré los ojos intentando borrar esa imagen de mi mente– lo que había a mis pies era de todo menos una persona completa.

     »Llamé a la ambulancia enseguida, pese a todo Marcos seguía vivo, pero poco después me confirmaron que las secuelas serían irreversibles. Así que lo peor estaba por venir...

     Inspiré profundamente intentando serenarme.  

     »Lo que resultó más traumático para mí fue encontrar la nota que Marcos llevaba clavada en la espalda con una chincheta. Ponía que no pararían hasta que les devolviéramos hasta el último céntimo que les debía, que tenían recursos suficientes para robarnos todo lo que nos quedaba y hacérnoslas pagar. Decía que nos vigilaban y que cualquier movimiento en falso lo pagaríamos con creces. No podía hacer nada, ni siquiera llamar a la policía; tenía mucho miedo. La carta hablaba de un ultimátum, de dinero, consecuencias... ¿Qué podía hacer?

     Aguardé en silencio con la mirada velada, necesitaba tiempo para recomponerme antes de continuar.

     »Así que, en menos de un año me había quedado sin madre, mi hermano estaba al borde de la muerte, mi padre había enloquecido, no teníamos nada y encima iban a quitarnos nuestro hogar –tragué saliva–. Entonces, cuando ya había perdido toda esperanza, unos señores con traje se presentaron en mi casa. Parecían detectives privados o algo así, gente seria. Ellos me comunicaron la propuesta que cambiaría para siempre mi vida. Enumeraron todos los problemas que mi familia y yo teníamos, parecían estar muy informados acerca de mi situación y me dijeron que solucionarían todo a cambio de comprometerme en matrimonio con un millonario escocés. No sabía nada más, y precipitándome a un camino de no retorno, acepté; no tenía otra salida.

     »Después de aquello uno de esos hombres aguardó delante de mi casa día y noche durante dos semanas, posiblemente estaba protegiéndome por si alguno de los conocidos de mi hermano querían hacerme una visita. Otro de los hombres recopiló información en la habitación de Marcos y desapareció. Supe días después que había ido a saldar sus deudas. Otro frenó el embargo de mi vivienda y al poco tiempo llegó una carta notificando que se había pagado el préstamo hipotecario en su totalidad y mi padre y yo figurábamos como únicos propietarios. El último de los hombres acudió semanas después con un contrato y un notario. Era el acuerdo que debía firmar si accedía a casarme con Edgar. En él se exponía detalladamente una serie de cláusulas y condiciones, pero lo más importante de todo, es que me había librado de todas las deudas y las preocupaciones que tenía.

     Por primera vez en mi relato me atreví a alzar la mirada y encontrarme frente a frente con sus ojos atónitos.

     »Marcos se recuperaba lentamente en uno de los hospitales privados más caros de la ciudad, mi padre tenía un hogar que era suyo y una cuidadora las veinticuatro horas del día, todo estaba en orden y al fin podía respirar tranquila. Lo único que debía hacer para pasar página para siempre y librarme de las preocupaciones era firmar. ¿Sabes?, volvería a hacerlo sin dudarlo. Nadie sabe mejor que yo el infierno en el que vivía.

     Nos quedamos en silencio unos largos minutos hasta que Cristian decidió intervenir:

     —Ha sido la historia más increíble que alguien me ha contado jamás, te lo aseguro. Ahora no tengo dudas de que eres muy valiente. Has antepuesto tu felicidad por salvar a tu familia.

     Hice una mueca.

     —Bueno, para ser exactos, y ya que estoy siendo completamente sincera, no soy infeliz.

     Me miró aún más intrigado.

     —¿Te trata bien?

     Me encogí de hombros.

     —No puedo decir lo contrario.

     —A esto se le llama síndrome de Estocolmo, lo sabes, ¿verdad?

     Negué con la cabeza.

     —No es eso, Edgar es un hombre bueno –sonreí con picardía–. Está bien, puede que sea un poco raro, estirado, frío... pero no me ha hecho ningún daño.

     —¡Prácticamente te ha obligado a que te cases con él! ¿No lo ves? No lo conocías de nada y solo accedió a ayudarte por su propio interés.

     —Técnicamente yo también accedí a casarme con él por propio interés. Así que supongo que somos igual de culpables.

     —¡No! Tú lo hiciste por necesidad, cualquiera en tu situación habría hecho lo mismo. Lo que me recuerda... –sacó el sobre que le había dado del bolsillo de su pantalón– No lo quiero. Agradezco que quieras ayudarme, pero francamente, no es justo para ti que...

     —¡No lo hagas! –intervine deteniendo sus manos– ¡Quédatelo! Ese dinero es tuyo.

     —¿Te has vuelto loca? Puede que hasta ahora ese tal Edgar no te haya tocado, pero alguien así... ¿qué hará si se entera de que coges dinero sin su permiso?

     —Cristian, no hará nada. Tengo su permiso para utilizar su dinero en lo que yo quiera.

     —Pero...

     —Shhh... –empujé sus manos hacia atrás– cógelo, confía en mí, no me pasará nada.

     —Si ese hombre te hace algo por mi culpa, yo...

     Sonreí con cariño.

     —No me hará daño, creo que de algún modo me aprecia lo suficiente como para no hacérmelo.

     Frunció las cejas, confuso.

     —Eso es lo que no entiendo, ¿qué más espera de ti además de que seas su esposa? ¿Eres algo más, Diana? ¿Eres su esclava sexual o algo así?

     —¡Cristian! –le interrumpí tapándome la boca con la mano –Él no es así, no quiere eso de mí.

     —¿Entonces? Si es un hombre normal, ¿por qué no se casa con una chica conociéndola en situaciones normales?, ¿por qué así?

     —Bueno, eso estoy indagando en estos momentos. Edgar es muy reservado y le cuesta mucho abrirse, es como una de esas cajitas que solo se abren ejerciendo sobre ellas los movimientos adecuados.

     —De todas formas, esto es muy raro. Y ya que estamos, también me parece rara tu actitud, es como si intentaras justificarle, le defiendes en todo. ¿Es porque te sientes agradecida por lo que ha hecho o porque te gusta? ¿O tal vez es un portento sexualmente hablando?

     Se me escapó la risa.

     —¡Por Dios, Cristian, qué básico eres! No todo se reduce al sexo, él nunca ha intentado nada de eso.

     —¡No! ¡Ahora me dirás que se ha casado contigo por solidaridad y no busca nada más! Eres guapa, Diana,  y estabas desesperada, supongo que eso fue lo que le hizo ir a por ti. Pero que no quiera follarte... eso sí que no me lo creo.

     Mis mejillas se tiñeron de rojo en cuestión de segundos.

     —No hables así, por favor...

     Negó y cerró los ojos. Curiosamente lo que más le impresionó de mi relato fue la propuesta de Edgar y nuestra extraña relación, es como si todo lo demás careciera de importancia.

     —Lo siento –se disculpó con sinceridad–. Es que  me cuesta imaginar por lo que estás pasando, pero hay algo... un pequeño detalle en tu historia que me perturba.

     —¿Qué? –quise saber.

     —¿Cómo sabía tu marido por lo que estabas pasando? ¿Por qué tú? A ver, tú misma has dicho que no os conocíais de nada, jamás habíais oído hablar el uno del otro y sin embargo el apareció, como el hada madrina, y te libró de todos tus problemas a golpe de talonario. ¿No has pensado que, tal vez, conoció tu historia porque es uno de los miembros más altos de esa mafia en la que andaba metido tu hermano? Supo lo que iban a hacer sus secuaces e intervino porque te vio y le gustaste, ¡quién sabe! Estos millonarios son todos unos perturbados.

     —¡Para nada! –grité afectada, empezaban a alterarme sus duras palabras–, Si eso fuese así, ¿por qué iba a tomarse tantas molestias? ¡Podría simplemente haberme hecho suya en pago a la deuda! El resultado hubiera sido el mismo sin tomarse tantas molestias.

     —No si con eso hace que le odies. Piénsalo, para ti parece ser el bueno de esta jodida historia, pero a mí me hace desconfiar su don de la oportunidad.

     Me mordí fuertemente el labio inferior, me dolía que Cristian hubiese sido capaz de plantar la semilla de la duda en mi cabeza. Una parte de mí no quería creer que pudiera tener un mínimo de razón en su argumento, pero lo cierto es que no conocía lo suficiente a Edgar como para dar la cara por él. Su hermetismo tampoco era de ayuda para salir en su defensa, y precisamente por eso, saber por qué un millonario de la otra punta del mundo había venido a salvarme, era el principal misterio a descubrir. No podía dejarlo pasar porque Cristian ya me había hecho cuestionármelo.

     —En fin, creo que debería irme –miré distraída el reloj del móvil–, hoy se me ha hecho tarde.

     Me puse en pie y Cristian se levantó conmigo.

     —No quiero que te tomes a mal nada de lo que te he dicho, ¿de acuerdo? –dijo acariciando mis brazos– He hablado de más porque me importas y... –se encogió de hombros–  Me duele no poder hacer nada para ayudarte, es más, en tu situación encima eres tú quién me ayuda a mí...

     —No te preocupes, ya hablaremos, es tarde –sonreí sin ganas y me di la vuelta.

     —¿Nos vemos mañana a la misma hora?

     Asentí con rapidez girándome nuevamente en su dirección.

     —Si puedo vendré, hasta entonces no te metas en líos, y aléjate de las tragaperras.

     Soltó una carcajada.

     —Descuida. Por cierto –dio grandes zancadas hasta alcanzarme, se llevó la mano a la cartera y la abrió delante de mí para extraer un pequeño papelito de color rosa.

     —¿Qué es? –pregunté.

     —No te enfades. ¿Vale? Es para ti.

     Miré atentamente el papel y fruncí el ceño.

     —Es del hipódromo –confirmé.

     —Sí, fue la última, lo juro.

     Suspiré y leí el papelillo con más atención, ponía: DIANA.

     —Quiero que lo tengas y cada vez que lo mires recuerdes que alguien apostó por ti.

     Se me llenaron los ojos de lágrimas.

     —Eres importante, Diana. Puede que ahora estés metida en un lío, pero si decides salir, enfrentarte a él y ser libre, recuerda que yo apuesto por ti. Eres más fuerte de lo que crees.

     Asentí una sola vez con convencimiento antes de darle la espalda. Corrí para regresar al estudio lo antes posible y subirme al coche que me esperaba fuera, aparcado frente a la tienda de revelado.

Acorralado

 

    

     Tras la conversación mantenida con Cristian, no volví a ser la misma. Tenía un nudo en el estómago y necesitaba conocer las respuestas a mis nuevas dudas cuanto antes, podía ser paciente e ir paso a paso, ya había observado que tantear el terreno me ofrecía mejores resultados cuando se trataba de Edgar, pero por alguna razón, la duda que Cristian había instaurado en mi cabeza era demasiado fuerte para obviarla y esperar.

     Me moría de impaciencia.

     Cuando regresé a casa, busqué a Edgar. Una vez más no tuve oportunidad de reunirme con él, sus negocios eran lo primero y me había comunicado que debía ausentarse.   

     Había estado sola el resto del día, comiéndome las uñas debido a la ansiedad, pensando en los problemas por los que había pasado a mi corta edad y cómo mi vida se había detenido años atrás, incluso antes de que me diera cuenta. Tal vez por eso en Escocia me sentía de maravilla, todo lo que me importaba estaba donde tenía que estar, nuestras vidas en orden, al fin. Pese a todo, había algo que me impedía relajarme: la idea de que Edgar tuviera algo que ver en los turbios asuntos de mi hermano. Es curioso, pues si no hubiese hablado con Cristian, posiblemente esa idea no estaría en mi pensamiento.

 

     «¡No. Es imposible! Edgar únicamente me ha ayudado... No tiene nada que ver con Marcos».

 

     En cuanto el sol empezó a despuntar, me vestí con urgencia y salí rauda a su encuentro. Esperé impaciente recostada contra la pared del pasillo frente a la puerta de su dormitorio; no quería perder ni un segundo en abordarle.

     —¡Buenos días! –exclamé con ímpetu al tenerlo frente a mí.

     Edgar parpadeó aturdido, seguramente advirtió mi impaciencia y mi impulsividad.

     —¿Hace mucho que me esperas?

     Me encogí de hombros.

     —Lo normal. ¿Podemos hablar? –pregunté impaciente mientras recorría el pasillo con lentitud, acompasando su paso.

     —¿Ha ocurrido algo? –sus ojos me escrutaron con detenimiento.

     —No, es solo que... tengo una duda, y... –bufé frustrada.

     Descendí al trote los escalones, aguardé en silencio hasta llegar a la mesa del comedor, donde como cada día, nos aguardaba el desayuno. Esperé a que Edgar se sirviera el café, como solía hacer. De tanto en tanto me miraba y su ceño se fruncía, me conocía lo suficiente para saber cuando algo me preocupaba de verdad.

     —Diana, ¿quieres decirme ya qué es lo que pasa?

     Tragué saliva.

     —He estado pensando en mi hermano y... sus asuntos –claudiqué con tiento–. En realidad llevo un tiempo dándole vueltas –maticé.

     —¿Qué es lo que te preocupa?

     —Marcos trabajó para una mafia los últimos meses antes de mudarme, una mafia con la que tuvo problemas. Nunca supe quiénes eran, pero le tenían vigilado y no podía dar un paso sin que ellos lo supieran.

     Sus ojos confusos no perdieron detalle de cada una de las palabras que salieron de mi boca.

     —Así es –confirmó, dudoso.

     —¿Tú conociste a esa gente? Cuando pagaste su deuda... ¿sabes quiénes son?

     —Es un tema delicado –explicó–, verás, no se trataban de unos delincuentes cualquiera, hasta donde averigüé había gente importante implicada. Pero jamás pudimos dar con los que daban las órdenes, nos bastó con llegar a uno de esos altos mandos en la cadena. Aceptó el dinero y las amenazas cesaron. En ese momento era lo único que me importaba. Acabar con todo.

     —Pero... –negué dubitativa– la policía intervino, cogieron a los culpables.

     —Cogieron a las personas que atacaron directamente a tu hermano y pagaron por ello –zanjó–. Todo quedó en un simple ajuste de cuentas, aunque me temo que había más bajo la superficie.

     Me mordí el labio inferior frustrada, el corazón me iba a mil por hora, en lo más profundo de mi ser me aterraba que Cristian tuviera razón y Edgar estuviese involucrado de alguna forma en todo aquello.

     —¿Por qué habiendo llegado hasta ahí no desarticulaste toda la red? –me aventuré a preguntar, intentando que mis palabras no sonaran a reproche.

     Me miró extrañado por mi pregunta y de pronto, sus ojos relampaguearon con súbita fiereza.

     —¿Realmente crees que hubiese servido de algo? Ya te dije que había gente influyente dentro, gente que ni tan siquiera había oído hablar de tu hermano ni le importaba lo más mínimo porque él era el eslabón más bajo de la cadena. De haber seguido indagando, posiblemente hubieran hecho efectiva su amenaza y ni tú ni tu familia seguiríais con vida, quién sabe. Es de sabios saber cuándo retirarse, no podemos ganar todas las batallas.

     —No, Edgar, es de cobardes –repliqué–. Esa gente utilizará a otros chicos incautos como mi hermano para realizar sus fines.

     —¿Me estás regañando por algo? –preguntó con tono de rebeldía.

     Me obligué a respirar hondo y negar con la cabeza sus certeras conjeturas.

     —No –me afané en contestar–, es solo que tengo miedo de que quieran más dinero y vuelvan a amenazar a mi familia.

     —Eso no pasará –respondió tajante.

     —¿Cómo lo sabes?

     —Porque lo sé. Nunca dejo cabos sueltos, Diana. Deberías saberlo.

     —¿Estás seguro?

     Suspiró.

     —Te lo diré una vez más. Si lo que te preocupa es que tu hermano vuelva a estar en peligro, no tienes porqué. Él ha empezado una nueva vida lejos de todo eso, créeme, esa gente tiene interés por dejar todo este asunto atrás, no les interesa que siga tirando del hilo, y además, ya hemos hecho frente a la deuda, así que no buscan nada más.

     Le miré escéptica.

     —¿Por qué todas esas preguntas? –intervino suspicaz– ¿Qué es lo que realmente pretendes descubrir con esta conversación?

     —¿Cómo sabes que hay algo más que me preocupa?

     —No soy tonto, y creo poder decir que te conozco un poco. Siempre das rodeos a las cuestiones que realmente te perturban y en cuanto encuentras la ocasión ¡zas! sueltas la gran pregunta de repente. Empiezo a comprender cómo funciona tu mente y por eso sé que este tema te preocupa, como es natural, pero hay algo más que no te atreves a preguntarme. ¿Qué es? Sé directa, tengo mucha curiosidad.

     —Bueno, es que... hay cosas que se me escapan –reconocí–. He estado obviándolas hasta ahora, pero ya no puedo más.

     —¿Qué cosas? –preguntó impaciente.

     —¿Cómo supiste de mí y por lo que estaba pasando? Todo se llevó en secreto. Además, vives en otro país, no tiene sentido que vinieras a solucionar mi vida sin conocerme de nada. Supongo que eso es algo que siempre me ha chocado. Nada más.

     Nos quedamos en silencio unos angustiosos segundos que parecieron horas. Nos retábamos con la mirada, los dos deseábamos ver en los ojos del otro las respuestas a nuestras preguntas.

     —Un momento –intervino Edgar llevándose una mano a la cabeza–, ¿piensas de algún modo retorcido que yo he estado detrás de todo lo que te ha pasado?

     Abrí los ojos de golpe, me resultaba increíble que fuera tan evidente mi duda.

     —¿Además de tu trabajo tienes algún otro negocio del que no se pueda hablar? –fui al grano, jugándomelo todo de una vez.

     Se quedó boquiabierto.

     —Dios mío... –susurró, herido.

     —Eso no es una respuesta –le recordé.

     —Que te lo cuestiones siquiera me ofende. ¡¿Crees que alguien como yo llevaría un negocio así?!

     —Bueno –di un rodeo–, ¿y cómo explicas que acudieras al rescate en el momento justo? ¿Qué te importaba a ti todo lo que estaba pasando en mi casa? Es más, ¿Cómo lo supiste?

     —Eres tan desagradecida... –se levantó indignado– No me puedo creer que tenga que defenderme de tus acusaciones, que pienses que...

     Se golpeó la frente para intentar salir del trance. Cuando volvió en sí me miró con rencor y decidió, por fin, hablar con propiedad.

     —Supe de ti por tu hermano –reconoció sin más–. Meses antes de que le dieran la paliza intentó vender por internet unas monedas del siglo XVII de oro y plata. De hecho te hablé de esas monedas, ¿lo recuerdas?

     Me llevé una mano a la boca. Por supuesto que me acordaba.

     — Quarters –susurré.

     Asintió y continuó.

     —Soy coleccionista –matizó– . A veces he encontrado cosas por internet, gente que simplemente quiere desprenderse de algo valioso. Lo que me llamó la atención fue que tu hermano intentaba vender una reliquia a un precio irrisorio, además era precisamente la moneda que faltaba en mi colección. Indagué un poco para cerciorarme de que esas monedas no eran falsas.

     »Internet es un mundo que deja poco espacio a la intimidad, una cosa me llevó a la otra y di con vuestras redes sociales por casualidad. Habían colgadas fotos de familia y demás, cosas inocentes. No me resultó difícil ir más allá y encontrar información confidencial sobre vosotros, como vuestro inminente embargo, los problemas financieros... –suspiró y apartó avergonzado la mirada de mí– No me siento especialmente orgulloso de los métodos que empleé para descubrir vuestros asuntos.

     Empalidecí. ¿Había sabido de mí por internet?

     —Descubrí el resto cuando la curiosidad me hizo enviar a un hombre de confianza a España y él fue quién me comunicó la difícil situación por la que atravesabais y el lío en el que estaba envuelto tu hermano.

     Le miré extrañada.

     —¿Te dedicas a espiar a la gente, Edgar? ¿Eso es lo que haces en tu tiempo libre?

     Apretó la mandíbula. Por su semblante deduje que empezaba a enfadarse.

     —No, Diana, no es algo que acostumbre a hacer –respondió condescendiente–, si eso es lo que te preocupa.

     —Entonces, ¿después de indagar en nuestras vidas, nos ayudaste simplemente por solidaridad, porque te había conmovido la historia?

     Rió sardónicamente.

     —No, no fue eso lo que me impulsó a ayudaros. Fuiste tú.

     —¿¿¿Yo???

     —Antes de indagar en vuestras vidas, como dices tú, había visto mil fotos tuyas. Supongo que nunca te has molestado en bloquear tus perfiles en las redes sociales, así que después de saber de ti quería conocerte a toda costa, quería... –se encogió de hombros, como si no hubiese podido evitarlo– quería tener un pretexto para acercarme a ti. Claro que jamás imaginé todo lo que había a tu alrededor... 

     Mis ojos le escrutaron con desconfianza.

     —¡¿Qué?! –espetó con indignación– ¡No puedes culparme por querer salvarte!

     No pude cerrar la boca, estaba alucinada.

     —Te encaprichaste de mí, entonces –concreté.

     Suspiró.

     —No te estaba buscando, Diana, apareciste sin más en mi pantalla y en cuanto te vi supe que...–apretó fuertemente los labios dejando su discurso a medias– No tengo asuntos turbios si eso era lo que querías saber.

     —Cuando me viste supiste qué... –repetí para que volviera al tema, había cambiado drásticamente por algún motivo y no pensaba dejárselo pasar como en otras ocasiones.

     —Pues eso... –hizo un gesto con la mano.

     —¿Qué? –repetí elevando el tono.

     —Que tenías que ser mía. Las monedas quedaron en segundo lugar, no sé si tu hermano aún las conserva o las malvendió por otros medios, de repente tú te convertiste en el centro de mi deseo.

     —Y lo haces otra vez –intervine, molesta–, tiendes a compararme con un objeto, ponerme a la altura de esas estúpidas monedas.

     —Perdóname, no es eso lo que pretendía decir –me pareció intuir una leve sonrisa en sus labios.

     Arrugué la nariz.

     —¿Entonces se podría decir que te seduje a partir de unas fotografías que encontraste en mis redes sociales? –pregunté, negándome a admitir que esa fuera la única realidad.

     —Así es –confirmó de buen humor.

     —Puede que no lo parezca, pero me hace sentir relativamente mejor conocer la verdad. Aunque sea tan... –hice un gesto que denotaba perplejidad– absurda.

     —Soy muchas cosas, Diana, casi todo lo que dicen por ahí es cierto, pero de una cosa puedes estar cien por cien segura: no soy un mentiroso. Valoro la verdad por encima de todo, y sí, lo reconozco, hablo poco, pero cuando lo hago no es para decir mentiras. Te conocí de una forma inesperada, esa es la única verdad. Que estuvieras de deudas hasta el cuello fue lo que me allanó el camino para llegar hasta ti.

     Parpadeé, abrumada por su sinceridad. 

     —¿Qué hubiese pasado si me hubieses visto pero no necesitara tu ayuda? ¿Si nada de lo acontecido en los últimos años en mi familia hubiese ocurrido?

     Bufó y se encogió de hombros, no sabía qué respuesta ofrecerme.

     —Hubiese buscado otra vía para llegar a ti. Todos tenemos un punto flaco, una debilidad, un precio, y ten por seguro que descubriría el tuyo.

     Negué lentamente con la cabeza; no salía de mi asombro. 

     —¿Es que es así como haces las cosas? ¿Acorralando a la gente hasta que no tenga más opción que coger tu mano? ¿No te has planteado simplemente que podrías venir a verme, regalarme unas flores e invitarme a cenar como la gente normal?

     Se le escapó la risa.

     —No me habrías hecho el menor caso si no puedo ofrecerte algo que necesites.           Descolgué la mandíbula.

     —¿Y qué te parece únicamente tu compañía? Mostrarte ante mí tal y como eres, con naturalidad.

     —No habría funcionado –concluyó seguro.

     —¿Cómo puedes decir eso? Dios mío, para ser un hombre tan inteligente eres extremadamente pesimista respecto a tus posibilidades.

     —No es pesimismo, es coherencia. Sé muy bien lo que soy y lo que no soy. Tengo dinero, soy comprensivo, intento que la gente que está a mi alrededor se sienta segura, a salvo... en contra punto no soy precisamente guapo, tampoco tengo don de gentes, relacionarme se me da de pena, lo tengo asumido. Por todo eso sé que no te habrías fijado en mí.

     —¿Y piensas que al ofrecerme dinero para resolver mis problemas sí?

     Ladeó la cabeza.

     —Ha funcionado, ¿no crees?

     No sabía si reír de su comentario o abofetearle.

     —Y de esa forma has ganado, ¿no? Seguro que piensas que no hace falta nada más para que me fije en ti, basta con extender un cheque.

     Reprimió la risa, pero a mí no me parecía divertida la conversación.

     —Ahora no necesito que te fijes en mí, ya te tengo. Tampoco tengo que extender ningún cheque, directamente te he entregado una tarjeta.

     Intentó hacerse el gracioso, pero no era el momento. Le observé largo rato sin perder detalle de su autosuficiencia, pero lo que más me molestó era que no tenía ni puñetera idea de cómo dirigirse a una mujer, ¡qué digo! ¡A toda la humanidad! Era tan insensible que a veces tenía que auto convencerme de que estaba delante de un ser humano y no de una máquina sin corazón.

     —Desde luego, para ti sí ha sido fácil. Seguro que sientes como si me hubieses comprado.

     Me dedicó una sonrisa cariñosa, inocente, y tuve la tentación de perdonarle su total falta de empatía, pero ese efímero sentimiento duró apenas un segundo. Enseguida recordé quién era y lo que había hecho.

     —Sé que es justo lo que parece, pero no te he comprado. Simplemente hemos llegado a un acuerdo mutuo, tú necesitabas mi dinero y yo una esposa. No le des más vueltas –con diversión en la mirada se acercó a mí y revolvió mi cabello con energía, tal vez para borrar la tristeza que se había instalado en mi rostro–. Y ahora –prosiguió colocándose la chaqueta– mis negocios me reclaman –claudicó poniéndose en pie–, por tu culpa se me ha hecho tarde hoy.

     —Antes de que te vayas, una última cosa más.

     —¿Qué?

     Titubeé, pero finalmente decidí desmentir una de sus afirmaciones.

     —No eres feo.

     Frunció el ceño y me sonrió extrañado.

     —¿Me has visto bien? –dijo señalando la parte cubierta de su rostro– Soy un monstruo, ¿recuerdas?

     Abrí la boca para rebatirle, pero en el tiempo que tardé en hacerlo ya se había ido.

     Tenía razón, le había llamado monstruo, pero ahora le veía con otros ojos. Era un hombre difícil, inmensamente complicado, terco, bruto, con un peculiar sentido del humor, controlador, prepotente... pero tenía algo. No lo podía negar. Había algo en su personalidad que me atraía.

Recargando pilas

           

            No todos los días eran iguales. A veces habían intervalos de tiempo en los que Edgar y yo apenas coincidíamos. Temporadas en las que sus ausencias se hacían más reiteradas. Estaba viviendo uno de esos episodios. El aburrimiento volvía a hacer de las suyas y ni siquiera mis escapadas a la ciudad conseguían distraerme lo suficiente de la situación que vivía en casa.

           

            —Te noto rara –constató Cristian–, estás ausente de lo habitual.

            —¿Qué? ¡no! –parpadeé para centrarme– Estoy cansada, eso es todo.

            —Es algo más –me acarició sutilmente el muslo y yo lo aparté rápidamente de su alcance.

            —¿Qué haces? –pregunté escandalizada.

            —¡Nada! ¡Por Dios, no me mires así! –sonrió alzando las manos al mismo tiempo– Siempre estás en guardia, solo intentaba consolarte.

            Me levanté y recoloqué mi ropa. Él lo hizo poco después.

            —No me digas que te vas a ir tan pronto.

            —No debería haber venido, hoy no me encuentro demasiado bien –me excusé.

            —Un momento, ¿ha sido porque te he tocado?

            —¡No! –me afané en contestar– Pero, ¿a qué ha venido eso?

            —Solo ha sido un movimiento involuntario, no le des importancia.

            Me armé de paciencia. Lo único que me apetecía era regresar a casa. Sentía que los últimos encuentros con Cristian estaban cargados de tensión. Tras contarle los últimos descubrimientos acerca de Edgar había notado un pequeño cambio en su actitud. O puede que hasta ese preciso instante no me diera cuenta de aspectos de su personalidad que me incomodaban. No importaba, fuera lo que fuese lo que me hacía estar a la defensiva, empezaba a aburrirme casi con tanta rapidez como la sincera amistad que creía que nos había unido los primeros días de mi llegada.  

            —¡Eh! ¡Vamos! No quiero verte así.

            Me detuvo con delicadeza, haciendo que le mirara a los ojos.

            —Hace unos días que me encuentro desganada, apática. No sé qué me pasa –confesé.

            —Es natural, con lo que estás pasando no es para menos.

            Asentí.

            —Estoy invirtiendo todo mi esfuerzo en descubrir todos los misterios que esconde Edgar, pero cada pequeño logro queda empañado, como si solo hubiese dado con la punta del iceberg. Hay mucho más que no puedo ver, estoy segura, pero ahora mismo estoy estancada. Sin saber qué hacer.

            —Estás frustrada –concretó.

            —Así es.

            Sonrió con afabilidad.

            —No puedo quitarme la sensación de que después de todos estos meses sigo conviviendo con un auténtico extraño –reconocí.

            —No sé mucho de estas cosas, pero cuando pone tanto empeño en mantenerte alejada de aspectos de su vida es porque oculta algo.

            —Eso mismo pienso yo –le miré, de repente más interesada– ¿Qué puedo hacer? 

            Cristian meditó durante un rato.

            —Dices que pasa mucho tiempo en su despacho y que ahí guarda todo lo que le importa.

            Asentí.

            —Pues ahí lo tienes –extendió sus manos reproduciendo el gesto de "voilà"–. La llave a sus misterios está en esa habitación.

            —Pero ¡no puedo entrar como si tal cosa! –exclamé escandalizada– Si se entera de que me he saltado las reglas y he husmeado entre sus cosas...

            —Espera a que esté dormido o a que salga de casa y hazlo. Además, estás en todo tu derecho. –Su ceño se frunció un instante– ¿O es que le tienes miedo? ¿Temes que pueda hacerte algo?

            —¡No! –contesté tajante– No es de esa clase de hombres.

            —¿Cómo lo sabes? ¿Alguna vez le has puesto a prueba?

            —Le he sacado de quicio en innumerables ocasiones y nunca se ha mostrado violento, es un poco gruñón, pero nada más.

            Cristian me estudió con mucho interés.

            —Tal vez no deberías arriesgarte, no sé... podría ayudarte, ser tu cómplice y meterme a hurtadillas en su despacho mientras tú lo entretienes o...

            Se me escapó una sonora carcajada. Al parecer Cristian había conseguido lo impensable aquella mañana: hacerme cambiar de humor.

            —Has visto demasiadas películas de espías, ¡no es un ogro! Y si me lo propongo puedo ser muy sigilosa. Como un gato.

            —Como un gato –repitió con ironía–, no sé yo... ¿estás segura que el sigilo es una de tus habilidades? No te ofendas, pero te he visto caminar, tropezar una buena decena de veces y bajar la montaña a trompicones sorteando las piedras con poca destreza.

            Abrí la boca por el asombro y le propiné un codazo del que se quejó.

            —Eso es porque no me has visto ponerme en plan ninja, pero créeme, puedo ser sigilosa.

            Alzó las manos en forma de disculpa, reprimiendo una sonrisa.

            Sin darnos cuenta volvimos a bromear. Logré aparcar mi negativismo y relajarme olvidando todos los problemas.

            Aquella mañana había servido para resituarme en el camino, recargar pilas y no darme por vencida en mis propósitos.

La mujer pelirroja

            Llevaba una hora hablando con Marcos. Su enfermera me llamó a primera hora de la mañana para comunicarme los nuevos avances. Al parecer esa mañana estaba de muy buen humor porque había conseguido mover los dedos del pie derecho. Además había accedido a participar en las jornadas deportivas para parapléjicos que le había propuesto el doctor Moliner. Algo insólito. Por primera vez en mucho tiempo su pronóstico era favorable, aunque aún quedaba mucho por hacer.

            A medida que avanzaba nuestra conversación, sus dudas, su inseguridad, su propio dolor fue resurgiendo tornándole en una persona inestable. Siempre pasaba lo mismo cuando llevábamos un buen rato hablando y pese a que me dolía, debía recordar que todavía estaba librando la batalla más importante de todas: su desintoxicación. Ya me habían advertido que no sería un camino fácil y por eso eran frecuentes los momentos de inestabilidad emocional, aún no había superado completamente su adicción y las secuelas que acarreaba tampoco se lo ponía nada fácil.

            —No sé ni para qué me molesto, ¡total! soy un puto desgraciado. Creo que voy a dejarlo. El deporte y este trasto de silla no es lo mío –su frustración era palpable incluso a quilómetros de distancia.

            —A ti siempre te ha gustado el deporte, además se te ha dado muy bien –observé , positiva.

            —Pero esto es diferente. Estoy convencido de que se me dará de pena y paso, no voy a arriesgarme en hacer algo en lo que no voy a destacar.

            —Laura Davis –dije sonriendo por mi ocurrencia.

            —¿Cómo dices? –preguntó confuso.

            —Laura Davis dijo: "Merece la pena dar el salto por algo que siempre has querido hacer, porque hasta que no lo intentes, nunca sabrás cuáles son tus posibilidades".  Cuando eras pequeño y te preguntaban, siempre decías que querías ser deportista de élite, ¿te acuerdas?

            Rió.

            —Y tú querías ser bailarina y no eres capaz de dar un paso sin encontrar algo con lo que tropezar.

            Solté una enorme carcajada.

            —Pero lo mío es distinto. A mí nunca se me dio bien el baile, pero tú siempre fuiste un buen deportista. Ya va siendo hora de que lo retomes.

            —¿En silla de ruedas?

            —Sí, Marcos, en silla de ruedas. Hoy en día eso no es un impedimento, y lo sabes.

            —No sé Diana...

            —No hay obstáculo que no puedas superar, ni desafío al que no puedas enfrentarte, ni miedo al que no puedas vencer, por muy imposible que a veces parezca. Mira todo lo que has conseguido en estos meses, mira dónde estás. Estoy orgullosa de ti.

            Me enjugué las lágrimas. Una de las cosas que más odiaba era estar lejos de Marcos, solo deseaba volver a tenerle cerca, escuchar su risa aniñada y ver esa mirada traviesa. Echaba tanto de menos a mi familia...

            Nos despedimos con un simple "hasta luego". No sabíamos cuándo, cómo o dónde, pero ambos teníamos la intuición de que pronto nos veríamos. Éramos hermanos y nunca habíamos pasado separados largas temporadas. Haría lo posible para que eso siguiera siendo así.

            Nada más colgar llamaron a la puerta de mi habitación. María entró eufórica, sin esperar a que le diera paso.

            —Ya ha llegado Edgar –anunció con alegría.

            Me levanté de un salto de la cama y corrí escaleras abajo. Le vi entrar en el comedor y depositar su maletín sobre la mesa mientras se desabrochaba la corbata con una mano.

            —¡Por fin has llegado!

            Me sonrió.

            —¿Cómo han marchado las cosas por aquí? ¿Todo en orden?

            María se acercó a él y le dio un cariñoso beso en la mejilla.

            —Tal y como lo dejaste –aseguró.

            —Bueno, yo no estaría tan segura –discrepé mirándole con reprobación–. ¿Cómo se te ocurre ausentarme tres días y no decirme nada? A decir verdad estoy muy enfadada –me crucé de brazos haciendo énfasis en mi argumento.

            Mi gesto debió hacerle gracia, porque frunció los labios reprimiendo una sonrisa.

            —Ha sido un viaje de negocios, surgió de repente y no tuve oportunidad de decírtelo porque habías salido con Philip esa mañana –se excusó–. María te notificó mi ausencia, ¿no?

            Abrí la boca, perpleja.

            —¡Y ni siquiera me envías un mensaje, una señal, nada! Piensas que con eso ya basta, ¿no?

            Pese a mi evidente cabreo, la diversión no se esfumó de su rostro.

            —También podrías haberme escrito tú.

            Chasqueé la lengua.

            —¿Esto es una competición? ¿A ver quién escribe antes a quién?

            Suspiró y se acercó con paso vacilante. Cuando estuvo lo bastante cerca acarició mis brazos, intentando darme consuelo. Viniendo de él el gesto me pareció raro y automáticamente me puse tensa.

            —Al menos he pensado en ti el tiempo que he estado fuera, dudo que tú te hayas acordado si quiera de que existo.

            Sus palabras me dejaron en shock, pero antes de que pudiera rebatirle abrió su maletín y extrajo una caja rectangular. La abrió bajo mi atenta mirada y la acercó para mostrarme su contenido.

            En ella había diez anillos, todos distintos y tan ostentosos que solo mirarlos me producía estrés.

            —¿Qué es eso?

            —Son diez anillos de compromiso. He elegido los que más me gustaban y esperaba que tú te decantaras por uno.

            Empalidecí.

            —Bromeas.

            Se echó a reír.

            —En absoluto.

            Miré una vez más esos anillos de oro y diamantes y juro que en ese momento mi piel experimentó una reacción alérgica, ¡y todavía no me los había probado!

            —Madre mía Edgar –negué con la cabeza con incredulidad–, realmente me conoces muy poco si piensas que yo llevaría alguna vez algo así en el dedo. Puede que a veces me vista con esa ropa cara que has comprado para mí, pero llevar una joya así siempre conmigo... –bufé– es una putada.

            Cerró el estuche con brusquedad.

            —Odio cuando te sale esa jerga poligonera. ¿No podrías mostrar ni un ápice de gratitud como haría una mujer normal?

            —Bueno, Edgar, tal vez se deba a que sí soy una "poligonera" como dices tú, y no me van esas cursilerías. Tú más que nadie deberías saberlo, sabes perfectamente de dónde me sacaste.

            Metió de mala gana el estuche en el maletín.

            —Me había permitido el lujo de pensar que las personas pueden cambiar y acostumbrarse a lo bueno. Eres la prueba de que eso no es así. Siempre serás una arrabalera.

            Sus palabras me molestaron tanto que tuve que contener el impulso de abofetearle.

            —Y tú siempre serás un snob creído y petulante.

            Me encaró dispuesto a decir algo al respecto, pero descartó la idea. Suspiró y se alejó de mí sin decir una sola palabra.

            —¡Aaaarrgg! –grité apretando los puños.

            A veces le odiaba con todas mis fuerzas. ¡Estaba harta de él, de Escocia, de todo su mundo! Tenía la sensación de que una parte de mí se había perdido por el camino.

            Era innegable que estaba pasando por una mala racha. No me sentía a gusto con nada, así que alteré mi ritual de rutinas. En lugar de llamar a Philip para que me llevara al centro, me dirigí a la cocina en busca de chocolate. El chocolate es una buena medicina para combatir la depresión.

   Rebusqué en los armarios, pero nada. No había nada dulce que pudiera llevarme a la boca. Bufé.

            Estaba a punto de darme por vencida y subir a mi habitación cuando el ruido de unos tacones me alertaron. Me asomé con discreción al comedor y sin más ahí estaba: la mujer pelirroja se paseaba segura por la casa, como si fuera suya. Se cuadró frente a la puerta del sótano, giró el pomo muy despacio y desapareció.

            Fruncí los labios. Estaba furiosa. ¡Literalmente echaba chispas!

            Yo no podía hablar con Edgar, tan solo disponía de medía hora por las mañanas y alguna tarde puntual, pero para ella no habían horarios ni impedimentos.

            Esa misteriosa mujer, de la que nadie quería hablarme, no seguía ningún patrón de visitas, a veces acudía hacia el atardecer, otras a media mañana. Podía transcurrir un mes entre visita y visita o tan solo unos cuantos días.

            Esa mañana era diferente. María no se encontraba en la casa, estaba sola.  Entonces caí en la cuenta de que normalmente la casa estaba vacía a esas horas, yo estaba con Cristian y Edgar trabajando en su despacho. ¿Cuántas intrusiones de este tipo me había perdido?

            Tragué saliva, nerviosa. Sentía el corazón bombeando con fuerza en mi interior, el sudor frío recorriendo mi nuca...: había decidido traspasar los límites esa mañana.

            Abrí la puerta del sótano con cuidado y cerré detrás de mí sin hacer el menor ruido. Descendí los escalones de mármol blanco, iluminados por las luces LEDS que habían incrustadas en la pared y parecían guiar armónicamente mi descenso.

            Crucé el gran salón de las colecciones de Edgar hasta llegar frente a la puerta de su despacho. Ningún sonido provenía del interior y eso consiguió confundirme, así que armándome de un inconmensurable valor, la abrí y miré rápidamente alrededor.

            «¿Dónde están?»

            Caminé por el despacho mirándolo todo y descubrí una puerta negra situada en un rincón poco iluminado, no me lo pensé dos veces y fui hacia ella como atraída por un imán.

            Abrí lentamente, tan solo una rendija y...

            Contuve la respiración.

            «¿Era una broma?»

            Se trataba de un dormitorio oscuro, sin ventanas, pero había la suficiente luz como para ser testigo de la rocambolesca escena que se estaba produciendo.

            Edgar estaba besando a la mujer pelirroja con un afán casi febril y ella, sentada sobre la cómoda, abría sus piernas para que él se encajara entre ellas mientras la tocaba deslizando su mano por el muslo a través de la falda.

            Ella echaba la cabeza hacia atrás, permitiéndole el acceso a su intimidad mientras le acariciaba la entrepierna.

            Tuve arcadas y me sentí mareada. Sin darme cuenta di un traspié y golpeé la puerta sin querer. Edgar se giró repentinamente alterado por el ruido y su rostro se ensombreció de repente.

            Negué con la cabeza, con miedo. Era demasiado para soportarlo, no quería verle más, ni escucharle, lo único que me consolaba era la idea de desaparecer para poder borrar esas imágenes de mi mente.

            —¡Diana! –exclamó separándose de la mujer pelirroja.

            —¡No! –Dije y me di la vuelta para correr en dirección opuesta.

            —¡Espera! –gritó– ¡Puedo explicarlo!

            —¡No quiero oírlo! –contesté y atravesé con rapidez el despacho, la sala de objetos y ascendí las escaleras del sótano en un tiempo récord.

            Escuchaba los pasos de Edgar detrás de mí, pero por suerte le llevaba ventaja y seguí corriendo. No paré a pensar hacia donde me dirigía, me encontraba en mitad de la nada, pero estaba fuera de mí, por lo que corrí hasta quedarme sin fuerzas.

            Salí de la casa, recorrí la finca y llegué a la carretera empedrada. Miré en ambas direcciones pero no había ningún vehículo. Decidí seguir sin cuestionarme nada más, solo quería estar lejos de esa pesadilla.

            Cuando estaba a punto de desfallecer por el cansancio, el ruido de un motor me hizo ralentizar la marcha.

            Empecé a hacer señas con desesperación hasta que el coche aminoró la velocidad.

            —Por favor, ¿puede llevarme a la ciudad?

            —Claro, ¡suba!

            No lo dudé. Ocupé el asiento del copiloto confiándome al desconocido.

            Durante el trayecto mi miente dibujaba una y otra vez la imagen vivida; las manos de Edgar acariciando los muslos de esa mujer, mientras ella le entregaba su cuerpo sin reservas. Por suerte el conductor reparó en mi abatimiento y optó por ser prudente y abstener cualquier comentario que pensara hacerme.

            El desconocido me dejó en la zona de autobuses y allí cogí uno que me condujo cerca del lugar de encuentro con Cristian. Necesitaba contarle lo que había descubierto, conocer su punto de vista, desahogarme y, simplemente, llorar a pleno pulmón sabiendo que él me entendería...

(...)

Continuará...