miprimita.com

El contrato (cuarta parte)

en Grandes Series

 

Nota de la autora: Esta entrega corresponde a una saga. Recomiendo a los lectores leerla desde el principio para entender el hilo conductor, así como las relaciones que se establecen entre los personajes. 

También quiero aprovechar para agradecer los comentarios, siempre es agradable ver que tus escritos generan una opinión.

Gracias.

 

 

 

El rincón secreto

     El proceso de revelado era más complejo de lo que imaginaba.

     Cristian me explicó la importancia de mezclar bien los químicos, cómo se extrae una película y se coloca en el tanque de revelado para seguir vertiendo químicos y optimizar los resultados. Me explicó que habían máquinas que se encargaban de hacerlo, pero revelar de forma tradicional, aunque resulte más caro y se pierda más tiempo, dotaba a las fotos de un cariño y esmero adicional.

     Una vez acabó de remojar el carrete, lo sacamos con mucho cuidado y eliminamos el exceso de agua antes de colgar los negativos en unas cuerdas con pinzas de madera.

     Fue divertido ser testigo de cada paso y más con un maestro tan meticuloso como él, claro que no sería capaz de hacerlo yo sola, pese a que había estado atenta era demasiada información a recordar.

     Miré los negativos colgados de las cuerdas, eran fotos de flores y árboles, nada del otro mundo; aun así me parecieron hermosas.

     —Pues esto ya está –dijo secándose las manos con un trapo–, tardará unas dos horas en secar y luego se podrán cortar y hacer las copias en papel.

     —Ha sido muy instructivo –afirmé.

     —¿Qué te parece si ahora nos escaqueamos un poco del trabajo?

     Sonreí, para mí no era un trabajo.

     —¿En qué estás pensando?

     Señaló con la cabeza hacia la ventana tapada que daba lugar al callejón del día anterior.

     —¿Quieres volver al vivero?

     —Al rincón secreto, más bien. ¿Qué me dices?

     Miré la hora en mi reloj.

     —¡Deja de preocuparte por el tiempo! Hay momentos que no se pueden contabilizar.

     Suspiré.

     —De acuerdo, pero no puedo entretenerme mucho –le advertí.

     Como el día anterior corrimos hasta el final del callejón, saltamos el muro y seguimos corriendo hacia la arboleda. El camino fue fácil una vez sabía a dónde nos dirigíamos, y por fin, llegamos a la cima, localizamos la semicueva y nos sentamos sobre las piedras planas sin dejar de admirar el paisaje. Decenas de colores se entremezclaban en aquél rincón del mundo, cultivaban plantas ornamentales de todo tipo y su aspecto no podía ser más cuidado. Los invernaderos iluminados también nos dejaban ver su colorido interior y todo ello hacía que fuese un lugar de ensueño.

     Aspiré el olor de la tierra húmeda y de los pinos que nos rodeaban, si cerraba los ojos podía trasladarme a cualquier bosque de España en invierno, era el mismo olor a naturaleza que recordaba de niña.

     —¡Madre mía, mira eso! –Cristian se levantó y se puso en cuclillas frente a un frondoso seto.

     —¿Qué?

     Con cuidado arrancó algo que encontró entre sus ramas y vino de nuevo hacia mí.

     — ¿Has visto esto?

     Contemplé la flor que me mostraba sin mucho interés.

     —Es solo un cardo –dije sin más.

     Bufó, molesto.

     —Es un cardo Escocés. Esta especie solo la hay aquí y es rarísimo que haya florecido en este tiempo.

     Depositó la flor lila en mis manos con mucho cuidado para que sus espinas no me pincharan.

     —Según la leyenda, las tropas de embarque normandas de origen escandinavo iban a atacar a los escoceses una noche, cuando un soldado desafortunado se paró sobre una roseta de hojas de un cardo borriquero. Su grito alertó a los defensores a tiempo, y los escoceses agradecidos adoptaron al cardo como flor nacional.

     Miré la flor del cardo y esbocé una sonrisa.

     —Así que la flor nacional...

     Cristian empezó a reír.

     —No es una broma. Así que guárdala, te traerá suerte.

     Le miré escéptica.

     —¿Crees que la necesito?

     Se encogió de hombros.

     —Todo el mundo la necesita. Yo, sin ir más lejos he apostado muy fuerte al futbol. 

     Arrugué el entrecejo.

     —Nunca entenderé a las personas que se juegan dinero al azar.

     —No es al azar –me rebatió–. Hay una estrategia en todo juego, son números, probabilidades y...

     Puse los ojos en blanco.

     —Y azar.

     —¡Sí! También hay algo de azar, pero es tan emocionante...

     La alegría con la que hablaba de sus aficiones hicieron que sintiera pena de él.

     Mi hermano también solía jugar y perdía. Siempre tuve la certeza de que acabó en el mundo de las drogas por las deudas de juego que arrastraba, así que por experiencia sabía que intentar hacerle entrar en razón, era una causa perdida. Una persona nunca ve más allá de lo que quiere ver. Me gustaría hablarle de mi experiencia con las deudas, de la destrucción de una familia y todo lo que un simple juego había desencadenado. Puede que no fuese el mismo caso, pero había reconocido ciertas similitudes que me ponían los pelos de punta.

 

 


    Moviendo ficha

           

            A la mañana siguiente me despertó la tenue luz de un día nublado. Yacía con el brazo sobre los ojos, grogui y confusa. Algo, el atisbo de un sueño digno de recordar, pugnaba por abrirse paso en mi mente. Gemí y rodé sobre el costado esperando volver a dormirme.

     «¿Por qué me sentía incómoda? ¿Qué había logrado perturbar mi paz?»

     De pronto la respuesta relampagueó en mi mente como por arte de magia.

     «¡La mujer pelirroja!»

     No había podido quitarme de la cabeza el rostro irritado de María por la presencia de esa mujer, y lo nerviosa que se puso cuando intenté que me desvelara su identidad. Ya sabía que Edgar atendía compromisos en su despacho, pero siempre acudía él a recibirles antes de encerrarse entre esas cuatro paredes. Aquella mujer entró sin autorización, ni siquiera María anunció su llegada como había hecho conmigo o cualquier otra persona que hubiese querido verle sin cita previa; esa regla no se aplicaba a la pelirroja que había visto el día anterior, lo que me llevaba a pensar que era algo más que "compañera de trabajo o de negocios" como pretendía hacerme creer.

     «¿Tal vez un familiar? En ese caso, ¿por qué no me presentaba? Tampoco recordaba haberla visto el día de la fiesta, y creedme, recordaría a una mujer así».

     Nuevas dudas me sacudían desde dentro cada día que pasaba. Me preguntaba si habría algún momento en el que Edgar dejaría de ser un misterio para mí. A veces tenía la sensación de que podía digerir mejor las circunstancias (el estar casada con un desconocido, lejos de mi hogar, de los míos y en una ciudad extraña) gracias a mi curiosidad. Me sentía como una de esas investigadoras del CSI en busca de respuesta: atando cabos, recopilando pistas, estudiando pruebas... El misterio que había en la casa, y que envolvía al propio Edgar, era mi motivación para querer levantarme cada mañana con ganas de invertir tiempo en nuevos hallazgos. De hecho, si había podido sobrellevar tan bien los primeros día, era porque me mantenía despierta gracias a la intriga que me suscitaba. Sentía el deseo irrefrenable de desvelar todos esos misterios que ocultaba con tanto ahínco, que iba a aprovechar esa mañana para volver a abordarle en busca de respuestas. No tenía nada mejor qué hacer. 

     «Esta vez no se me va a escapar». –me prometí.

     Me vestí con lo primero que vi en mi armario: una camisa azul y unos vaqueros negros que pertenecían a mi equipaje, y salí al pasillo esperando a que Edgar se reuniera conmigo. Esta vez pasé del ejercicio, era obvio que no se me daba demasiado bien.

     Puntual como un reloj, abrió la puerta de su cuarto y se sorprendió al verme esperándole.

     —¡Vaya! Hoy no se te han pegado las sábanas –mencionó arqueando una ceja.

     —Que yo sepa, no se me han pegado todavía.

     —Eso es verdad –reconoció–, aunque aún no ha pasado ni una semana.

     Le saqué la lengua, vacilándole, y me coloqué frente a él mientras avanzaba, caminando hacia atrás para no perder tiempo.

     —He estado pensando una cosa... –empecé.

     —¿El qué? 

     —He observado que sigues estando reticente a hablar conmigo, a responder a algunas de mis preguntas.

     Arrugó el entrecejo y en sus labios se curvó media sonrisa cautivadora.

     —¿Tú crees?

     —Siempre logras esquivarme, eres bastante astuto para desaparecer en el momento oportuno, cuando las cosas empiezan a ponerse interesantes.

     Apretó una sonrisa y no necesité más pruebas. En su silencio estaba la confirmación de mis sospechas.

     —Así que he pensado... –continué– que podría proponerte un reto.

     Meneó la cabeza en señal de cansancio.

     —Dudo que tengamos tiempo para eso... ¿Y quieres hacer el favor de caminar mirando al frente? Que yo sepa no tienes ojos en la nuca.

     —¡Jo, qué pesado! –espeté poniéndome nuevamente a su lado y mirando al frente– ¿Ni siquiera vas a escuchar lo que tengo que proponerte?

     Puso los ojos en blanco y empecé a regocijarme; estaba a punto de entrar en mi juego.

     —Venga, te escucho, dime tu propuesta aunque dudo que me interese.

     Ignoré sus últimas palabras y continué.

     —Podríamos apostarnos preguntas importantes a una partida de ajedrez. Quien gane podrá preguntar o pedir al otro lo que quiera y éste no podrá negarse a responder.

     Su carcajada me descuadró.

     —Diana –dijo mientras tomaba asiento frente a la mesa–, eres muy valiente haciendo esa propuesta, teniendo en cuenta que puedo matarte en tan solo tres movimientos.

     Le contemplé ojiplática.

     —¿Nadie te ha dicho nunca que eres presuntuoso? No me subestimes, Edgar...

      Alzó las manos a modo de disculpa y luego cogió su café.

     —Está bien, juguemos.

     Sonreí eufórica por la emoción.

     —Pero pase lo que pase no se podrá interrumpir la partida. Jugaremos hasta terminarla.

     Miró la hora en su reloj de muñeca.

     —Pues no perdamos tiempo.

     Corrí emocionada hasta encontrar a María y pedirle que nos preparara un tablero de ajedrez. Esto prometía.

     Tras el desayuno, iniciamos la partida. Sentados sobre la alfombra, frente a frente.

     Me mordí el labio inferior. Estaba emocionada con el juego.

     Diez minutos más tarde no estaba tan contenta.

     —No tengo todo el día, o mueves o tendremos que dejarla a medias...

     —¡Espera! Es que... –suspiré apenada– Estoy jodida.

     Edgar suspiró con brusquedad.

     —Tu vocabulario me exaspera.

     —A mí me exasperan otras cosas, Edgar –contesté desafiante.

     —Venga, céntrate. ¿Mueves? –insistió.

     Suspiré y dejé al descubierto la última torre que me quedaba. Edgar no dudó en comérsela con su caballo. No había nada qué hacer, era rematadamente bueno en esto y yo no parecía más que una principiante.

     —Creo que estoy desentrenada –sonreí forzada–, se me daba muy bien en el instituto –alegué inútilmente provocándole una nueva carcajada.

     Moví la siguiente ficha, el alfil, y amenacé a su rey, pero sabía que con su próximo movimiento lo pondría a salvo y yo volvería a ser vulnerable.

     No sé si fue por mi expresión de desilusión, o por la derrota que transmitían mis ojos tristes, pero Edgar hizo una pequeña pausa y dijo:

     —Ha sido un buen movimiento –me alabó fingidamente–, así que puedes hacer una de esas preguntas que te rondan por la cabeza.

     Mi expresión cambió automáticamente.

     —¡¿De verdad?!

     Curvó los labios a modo de sonrisa y asintió. Me gustaba su lado juguetón, del que apenas me dejaba ver un fogonazo. 

     Me preparé. Cribé todas mis preguntas para elegir la más importante. Lo que más quería conocer en ese momento era la identidad de la mujer pelirroja que había conseguido quitarme el sueño, pero sabía que si atacaba de frente se esfumaría rápido obteniendo como mucho una banal respuesta de cortesía. Mi padre solía bromear diciendo que mi hermano era como un impetuoso rinoceronte y yo como una astuta serpiente. Marcos solía atacar de frente, en cuanto se sentía acorralado investía como un rinoceronte sin importarle el tamaño o la fuerza de su oponente. Sin embargo yo era más cauta y escurridiza, cuando atacaba solía rodear primero a mi presa, hacerla sentir a salvo para pillarla desprevenida y asestar mi ataque mortal. Esa comparativa siempre me hizo gracia, pero algo de razón había en sus palabras. No me sentía preparada para preguntar acerca de esa mujer en ese preciso momento, y menos cuando Edgar se estaba retirando lentamente el escudo, así que empezar con algún tipo de pregunta absurda, como el día anterior, me daría tiempo para abordar el tema que realmente quería tratar.

     —¿Cuál es tu canción favorita?– pregunté contenta. Su respuesta también me parecería interesante después de todo, la música siempre era un buen punto de partida.

     —¿Cuál es la tuya? –intervino mirándome fijamente.

     —He preguntado primero. Además, es de mala educación responder con otra pregunta.

     Recorrió el techo con la mirada, pensando. Entonces sus ojos volvieron a mí y una apretada sonrisa se dibujó en su rostro.

     —Somos de épocas distintas, posiblemente no la conozcas –alegó, evitando contestarme.

     —Eso da igual, gracias a Dios existe Google. ¿Cómo se llama?

     —Pues... –divagó, se resistía a decírmelo y lo cierto es que cuanto más tiempo pasaba, más intriga me generaba.

     —¡Vamos! –insistí– ¿Es una de esas canciones de origen Escocés y de nombre impronunciable como el Porridge?

     Soltó una carcajada y negó divertido con la cabeza.

     —En realidad es una canción española. Le encantaba a mi madre y... a mí.

     De pronto el tema se puso realmente interesante.

     —Estoy impaciente –confesé.

     —Se llama "bajo la luz de la luna" de Los Rebeldes. ¿La conoces?

     Hice una mueca.

     —No me suena ese grupo.

     Estalló en carcajadas.

     —¡Normal! No habías nacido. Era un grupo de finales de los setenta. Rock and roll español, bueno, rockabilly para ser exactos. Además, te interesará saber que el grupo era de Barcelona.

     —¿Ah, si? Vaya... –arrugué la nariz– ¿rockabilly, Edgar? ¿En serio? No lo hubiese dicho en la vida.

     —¿Y eso por qué? –prosiguió divertido.

     —No te pega en absoluto. Yo creía que lo tuyo sería algo como las cuatro estaciones de Vivaldi o algo así. 

     Volvió a reír.

     —Dios, Diana, a veces eres tan ridícula... –espetó sin dejar de menear la cabeza –ven, te la mostraré –finalizó poniéndose en pie.

     Le miré repentinamente más emocionada y di un salto eufórico para seguirle allá donde quisiera llevarme. Conocer esta nueva faceta de él resultaba más interesante de lo que pensaba.

     Seguí a Edgar escaleras arriba, cruzamos el largo pasillo y entramos en una habitación con las paredes revestidas de madera. Ya la había visto antes, pero no había despertado mi curiosidad. Entonces Edgar abrió un armario de madera enorme que iba de punta a punta de la habitación. Las puertas fueron plegándose una encima de la otra mientras descubría una especie de escenario repleto de instrumentos y un antiguo tocadiscos que tenía pinta de ser muy caro.

     Le miré boquiabierta;  esa casa no podía dejar de sorprenderme.

     —Vaya... –musité sin apenas aliento– ¿tocas todos estos instrumentos?

     —No, únicamente la guitarra. Aunque tengo el propósito de aprender algún día.

     —Es increíble –dije sorprendida– , tienes unos hobbies tan inverosímiles...

     Se echó a reír y descendió sutilmente la mirada al suelo antes de dirigirse al escenario. Cogió la guitarra acústica negra y blanca que reposaba sobre un pie de acero y me ofreció asiento en uno de los taburetes que había frente a él. Seguidamente se sentó a mi lado y colocó la guitarra sobre sus piernas con delicadeza. Un pie reposaba sobre la varilla del taburete mientras que el otro tocaba el suelo.

     —Pues la canción que me gusta es más o menos así...

     Carraspeó para aclarar la voz y colocó los dedos sobre las cuerdas. Seguidamente cogió aire y empezó a tocar los primeros acordes. La letra vino poco después.

Bajo la luz de la luna,

me diste tu amor

y tan solo una palabra,

una mirada bastó.

Y yooooo sé que nunca olvidaréeee

que bajo la luz de la luna yo te amé...

 

     Fue imposible contener la risa por la letra de esa canción. Aunque la melodía lenta y pegadiza a la vez pronto hicieron que dejara de prestar atención a la letra para centrarme en todo lo demás. En lo bien que cantaba Edgar, por ejemplo, o lo bien que tocaba la guitarra, sin duda cualidades que no le hubiese atribuido de no ser por esa desinteresada pregunta que le lancé en el terreno de juego.

     Dejó de mirarme y descendió el rostro para fijarlo en sus dedos, que con lentitud, hacían sonar las notas de una canción desconocida.

Bajo la luz de la luna

hicimos el amor

tu cuerpo entre mis brazos,

se abrió como una flor

y yoooo sé que nunca olvidaréeee

que bajo la luz de la luna

yo te amé.

     Su voz empezó a hipnotizarme, el sentimiento que inspiraba era la prueba de que Edgar no era el ser frío e insensible que me había mostrado ser tiempo atrás. Es más, cada vez me parecía más absurda esa teoría.

yooo no pensaba,

no pude imaginar

que todo lo que empieza

tiene un finaaal.

Bajo la luz de la luna

me dijiste adiós,

con lágrimas en la cara

me rompiste el corazón,

y yoooo sé que nunca olvidaréeee

que bajo la luz de la luna

yo te amé...

     Tragué saliva. Quería saber si uno de los motivos por los que le gustaba esa canción era porque algo de realidad había en esa letra. Tal vez una novia del pasado. ¿Edgar se habría enamorado alguna vez? ¿Un hombre como él era capaz de amar a alguien más que a sí mismo? Hasta ahora había sido para mí un ser arrogante y egoísta, pero había momentos, pequeños e ínfimos en los que dejaba relucir una personalidad completamente diferente.

Yo no pensaba, no pude imaginar

que todo lo que empieza, tiene un finaaal.

Bajo la luz de la luna

me dijiste adiós

con lágrimas en la cara,

me rompiste el corazón

y yoooo sé que nunca olvidaréee

que bajo la luz de la luna

yo te amé...

     Pronto todos los sentimientos que evocaba la canción empezaron a hacer mella y noté que me picaba la nariz. Mi cuerpo permanecía congelado, sin perder detalle de él, pero mis ojos me traicionaron liberando un par de lágrimas prófugas que no pude retener. Había conseguido conmoverme, constatando que el concepto que tenía de él cambiaba día a día.

     —Sé que cantar no es mi fuerte –alegó reparando en la quietud de mi rostro–, pero tampoco es para ponerse así –dijo en tono burlón.

     Sonreí y me enjugué rápidamente los ojos.

     —Ha sido increíble –reconocí.

     —Esta es la versión según Edgar, la original es mejor. Más... –hizo un gesto con la mano– movida.

     Se levantó y fue hacia el tocadiscos.

     —Esta es la original.

     Reconocí el ritmo y los coros mientras el cantante principal, con voz rasgada, entonaba la misma letra que Edgar minutos antes. Su rostro se iluminó de repente y me tendió una mano para bailar. Negué con timidez; no sabía bailar eso, él tenía razón cuando dijo que era de un época distinta.

     Pero él no se rindió. Me cogió de un brazo y tiró de mí con suavidad. Le seguí con cierta rigidez. Me movió hacia delante y se detuvo para que diera una vuelta frente a él. Su mano acompañó mi cintura mientras dábamos vueltas ni demasiado rápido ni demasiado lentas, al ritmo de la música.

     Sonreía mientras me dejaba guiar por él; además de cantar sabía bailar. Su rostro relajado y sus ojos afables me contemplaron embelesados mientras nos movíamos juntos. Podría haberse congelado el tiempo en ese instante y no lo habría notado, estaba exclusivamente centrada en él. Por primera vez me permití el lujo de pensar que junto a Edgar no sería tan infeliz como creía.

     Al terminar la canción ambos nos quedamos callados, digiriendo lo que acababa de suceder, pero ni siquiera en ese momento bajé la guardia y, transcurridos unos minutos, fui la primera en romper el silencio:

     —¿Puedo hacerte otra pregunta?

     —¡Claro! –contestó desprevenido mientras cerraba las puertas plegables que escondían su colección de instrumentos.

     —¿Podrías decirme quién es la mujer pelirroja que entró ayer en tu despacho?

     Permanecí muy atenta a las facciones de su rostro, pues ellas me revelarían más que su respuesta. Así fue. Sus ojos se abrieron en exceso en busca de los míos, e incluso tuve la sensación de que el aliento se le congeló en el pecho.

     —¿La mujer pelirroja?

     —Sí, ayer vi que una mujer descendió a la zona prohibida –dije con humor moviendo los dedos–, y para mi estupor lo hizo sin previo aviso, así que debe ser alguien importante. ¿Quién es?

     Desvió la mirada, confuso.

     —Te equivocas. No es nadie importante. Vino por negocios –alegó, serio.

     —Eso mismo dijo María –apunté–. Pero tú no fuiste a recibirla, bajó a verte sin más, confieso que eso me chocó. Por lo que he podido comprobar hasta ahora, esa no es tu manera de proceder.

     —Eso es porque sabía que vendría –nos miramos durante un rato, retándonos. Fui consciente de que me ocultaba algo–. Lo que me recuerda... –continuó mirando el reloj; siempre tenía esa manía– tengo que trabajar.

     —Pero no hemos acabado la partida en el salón... –quise inútilmente detenerle.

     —Mira el tablero, mi próximo movimiento será un jaque mate, tienes al rey rodeado.

     No pude cerrar la boca. Estaba perpleja. A menudo descubría cosas curiosas de él, pequeñas pinceladas que despertaban aún más mi curiosidad. Me sentía como una de esas tenaces investigadoras americanas que trazaban perfiles de sus sospechosos, y es que cada día descubría una pequeña faceta de Edgar que me dejaba atónita.

 

 

Call me meybe

 

     Para mí el fin de semana era exactamente igual de monótono que el resto de días de la semana, con una leve diferencia, los desayunos con Edgar eran impredecibles, incluso a veces no se producían. Con frecuencia eran los días que escogía para cuadrar el horario de la semana y acabar de cerrar las reuniones. Dado que carecía de secretaria, se encargaba personalmente de dejarlo todo bien atado.

     No entendía por qué no tenía a alguien que se encargara de organizarle esos pormenores, pero así era él, demasiado desconfiado como para dejar que otra persona meta mano en sus asuntos.

     Ciertamente debía extrapolar esa faceta a todo lo demás, a esas alturas empezaba a conocer aspectos clave de su personalidad que debía clasificar cuidadosamente para estudiar más adelante.

     Esa mañana de sábado me di una ducha rápida y bajé los escalones de dos en dos con mi habitual entusiasmo, al llegar al piso inferior, unos acordes musicales desviaron el rumbo de mis pensamientos.

     —Deberías secarte el pelo antes de bajar, algún día de estos te constiparás.

     Me giré en la dirección de María y troté vivaracha hacia ella.

     —¿Qué es ese sonido?

     —¿Qué sonido?

     Agudizó su oído y yo arqueé las cejas.

     —¿No oyes música? –pregunté girando el rostro en la dirección en la que provenía.

     —¡Ah, eso! –sonrió por mi impaciencia– Edgar y Steve están en el estudio enredados con sus cosas. Les gusta tocar de vez en cuando.

     —¡Qué me dices! –exclamé boquiabierta– Eso no me lo pierdo.

     Me dirigí decidida hacia el pasillo.

     —Pero ¿no vas a desayunar?

     —¡No tengo hambre! –grité a María desde la distancia.

     En cuanto llegué al estudio abrí despacio la puerta. Steve estaba al piano tocando una melodía lenta que Edgar acompañaba con la guitarra. La combinación de ambos instrumentos en una misma melodía era una pasada. Entré intentando hacer el menor ruido posible para no interrumpir.

     Steve me vio enseguida, me guiñó un ojo a modo de saludo. Edgar, en cambio, estaba demasiado concentrado en los movimientos de sus dedos como para reparar si quiera en mi presencia, no parecía tan hábil con las cuerdas como el día anterior.

     Cuando terminaron no lo pude evitar, y sobrecogida por la perfección de la melodía que habían elegido, me puse a aplaudir con entusiasmo.

     —¡Bravo! –exclamé acercándome hacia ellos– No tenía ni idea de que tocabais tan bien.

     —Nos hace falta practicar, no disponemos de mucho tiempo para esto –alegó Steve, colocando las manos sobre sus rodillas al tiempo que giraba el taburete en mi dirección.

     —Eso lo dirás por mí, siempre que tocamos algo nuevo tengo la sensación de que se me enredan los dedos con las cuerdas –discrepó Edgar.

     —Te lo he dicho mil veces –Steve se giró hacia él–, reproduce la melodía en tu cabeza y toca sin más, los acordes saldrán solos.

     —¡No puedo hacer eso! Tengo que concentrarme en cada nota, se me traban los dedos si intento improvisar.

     Steve puso los ojos en blanco.

     —Edgar es tremendamente perfeccionista –me aclaró.

     Se me escapó la risa; eso ya lo había deducido yo misma.

     —Veo que os he cohibido, habéis dejado de tocar –observé con cierta pena.

     —¡Para nada! –se apresuró en contestar Steve– Es más, ahora que estás aquí podemos hacer un juego.        

     —¡Genial! –espeté más animada– ¿Qué propones?

     —Dinos una canción al azar, la que quieras, y nosotros la interpretaremos.

     Edgar miró a su amigo con reprobación.

     —¡¿Estás loco?! ¿Pretendes que saque de la nada una canción? –preguntó escandalizado ¿sin partitura?

     —¡Vamos! Será divertido –continuó Steve–, Venga, Diana, sorpréndenos.

     —¿Estáis seguros? No propondré una canción fácil –les advertí, frotándome las manos.

     —No esperaba menos de ti –alegó Steve colocando con suavidad las manos sobre el teclado.

     —Me lo temía –se quejó Edgar acariciándose la frente.

     —¿Preparados? –intervine con alegría.

     —Adelante.

     —Pues, una de mis canciones favoritas, Call me meybe de Carly Rae.

     Steve soltó una carcajada.

     —¿Qué es eso? –preguntó Edgar.

     —¡Vamos, Diana! Pon la voz.

     Me mordí el labio inferior, repleta de júbilo y empecé a cantar.

    

I threw a wish in the well / Tiré una moneda al pozo

Don't ask me, I'll never tell / No me preguntes, nunca te lo diré

I looked to you as it fell / Te miré mientras caía

and now you're in my way / Y ahora estás en mi camino

...

 

     La cara de Edgar era todo un poema y mientras cantaba, no podía dejar de reír. La cosa mejoró cuando llegamos al estribillo rápido de la canción:

 

Hey, I just met you and this is crazy / Ey acabo de conocerte y es una locura

But here's my number, so call me, maybe / pero este es mi número, llámame si quieres

It's hard to look right al you baby / es difícil mirarte directamente, nene

But here's my number, so call me, maybe / Pero este es mi número, llámame si quieres

...

 

     Steve seguía a la perfección la melodía, parecía incluso que conocía la canción que había elegido y, animado, empezó a acompañarme con la letra. Sin embargo Edgar se hacía un lío con los dedos. Era incapaz de seguirnos el ritmo.

     Cuando la canción llegó a su fin, Steve tocó las últimas notas con energía y giró el taburete en nuestra dirección. Edgar apartó la guitarra con frustración.

     —¿No se te ha podido ocurrir una canción más rápida? –se quejó irritado.

     Steve y yo soltamos una fuerte risotada.

     —Me encanta esa canción –reconoció su amigo–, pero no la había tocado nunca con el piano.

     —¿La conoces? –preguntó Edgar, extrañado.

     —¡Todo el mundo la conoce!

     Steve se llevó la mano al bolsillo y sacó su teléfono móvil, la buscó en Google y la puso para que Edgar la escuchara.

     Steve y yo nos miramos y, al instante, empezamos a cantar acompañando a la cantante a vivo pulmón; era increíble lo bien que nos sincronizábamos.

     —¡Madre mía! ¿Cómo queríais que la reconociera? ¡Cantas muy mal!

     Steve se quedó paralizado, al igual que yo, que había recibido el ataque como si de una granada se tratase.

     —¡Pero qué coño...! –Steve miró a su amigo sin salir del trance.

     Segundos después, empecé a reír de forma descontrolada por su abrupta sinceridad.

     —¿Qué ocurre? –intervino Edgar sin entender nuestras reacciones.

     —¡Por Dios, Edgar!, ¿te han dicho alguna vez que tienes menos profundidad que un charco? –le reprendió Steve, lo que incrementó aún más mis carcajadas.

     —¿Qué pasa? Solo he dicho la verdad –espetó ofendido–, cantar no es precisamente una de las cualidades de Diana.

     Ahora mi risa se desbocó sin control y tenía que llevarme las manos a los ojos para apresar las lágrimas que estaban a punto de caer.

     —¡No puedes hablar así a tu mujer, maldita sea! –le reprendió Steve, esbozando una sonrisa divertida– Tendrías que haber dicho algo como... –me miró con la cabeza ladeada, haciendo serios esfuerzos por mantener una actitud seria–: Diana, cariño, por suerte, tus estridentes gallos se ven ensombrecidos por la fuerza de tu mirada desigual.

     Ahora los tres rompimos a reír a mandíbula batiente.

     —Es demasiado –intervine intentando recobrar el aliento tras las carcajadas.

     —Filtro, Edgar, te he dicho muchas veces que antes de hablar pongas el filtro.

     Volvimos a reír. Steve era la pequeña chispilla que iluminaba la casa, cada vez que venía, de una forma u otra hacía que Edgar pareciera más humano, además de conseguir sacarme una sonrisa.

     —Siento haber sido tan brusco –se disculpó Edgar una vez dejamos de reír.

     —Bueno, no has dicho nada que no sepa, canto como el culo –reconocí.

     —Todos tenemos algo, Edgar dice lo primero que se le pasa por la cabeza y yo soy incapaz de sentar la cabeza. Supongo que nadie es perfecto.

 

     El resto de la mañana la pasamos juntos. Fue una gozada escuchar algunas de las canciones que tenían ensayadas y luego, cuando se cansaron de improvisar estrofas, nos fuimos a comer.

     Ese día constaté que junto a Steve, estar con Edgar se hacía más fácil, el ambiente estaba relajado y sentía que mis opiniones eran respaldadas por alguien. Casi podía sentir una punzada de tristeza cuando se marchaba y volvíamos a ser dos desconocidos que no sabían de qué hablar.

    

 

Amigos

            El tiempo pasaba a una velocidad vertiginosa. Había perdido la cuenta de los días que habían transcurrido desde mi llegada. Como un preso en su celda, al principio marcaba rallitas en un cuaderno, pero pronto me rendí asumiendo mi ineludible destino.

            Mis días se regían por una rigurosa monotonía que podía resumir en cuatro etapas: las primeras horas de la mañana eran de Edgar, desayunábamos, charlábamos y luego no volvíamos a vernos hasta entrada la noche, había días que ese encuentro no se producía hasta el día siguiente. Luego iba a la ciudad y quedaba con Cristian, habíamos abandonado el estudio para encontrarnos directamente en nuestro rincón secreto, aprovechando su descanso lejos del exhaustivo control que su tío ejercía sobre él. La mayoría de las tardes las pasaba frente al ordenador, escribiendo a Emma o a Marcos, interesándome por sus vidas, mucho más interesantes que la mía. Por las noches cerraba el día con María, hablábamos de muchas cosas, desde anécdotas del pasado hasta recetas de cocina. Era como una madre, tal vez por eso me reconfortaba tanto estar a su lado, era la única persona en la casa que hacía que me sintiera como si estuviera en mi propio hogar.

            Mientras mi relación con Edgar estaba en punto muerto, los momentos con Cristian hacían que me sintiera viva. En poco tiempo había conseguido que tuviera plena confianza en él, empezaba a conocerle, a definir su carácter y me gustaba lo que veía, a excepción de un pequeño detalle:

           

            —No sé qué ha podido pasar, te juro que tenía unas buenas cartas.

            —Deberías dejar de jugar, sinceramente, no vale la pena las ganancias que puedas obtener en comparación a las pérdidas.

            Suspiró, pasándose las manos por los rizos de su cabello rubio.

            —Tendré que hacer horas extras para pagar la deuda –reconoció con semblante serio.

            —¿A cuánto asciende esta vez?

            Negó con la cabeza.

            —No hablemos de eso ahora –zanjó–. Quiero saber más cosas de ti, confieso que tu historia me tiene muy intrigado.

            Esbocé una frágil sonrisa.

            —¿Cuánto debes, Cristian? –continué, ignorando su cambio de tema– Parece que no te das cuenta de lo peligroso que es el mundo en el que te estás metiendo.

            Suspiró.

            —No es para tanto, de verdad. Sé lo que hago.

            Le miré escéptica.  

            —¿Y bien? –le presioné.

            Cristian puso los ojos en blanco.

            —Unas cuatrocientas cuarenta libras. Debo esperar a cobrar, este mes ya estoy en número rojos.

            Le miré horrorizada.

            —¡Madre mía, y estamos a mitad de mes!

            —Bueno, tengo facturas que pagar y... –intentó excusarse– Nada que no pueda conseguir.

            Negué apenada con la cabeza. Efectivamente no era mucho, aproximadamente unos quinientos euros. Lo que más me preocupaba era que no fuera consciente de que así se empieza, con cantidades pequeñas que cuestan cubrir al principio y luego la deuda crece y se retrasan los pagos hasta estar completamente atrapado.

            —Y ahora... –dijo desviando mi atención– hablemos de ti. Estás casada con Edgar Walter, ¡joder! Es el tío más rico que hay por aquí, se dicen muchas cosas de él...

            —¿Ah, sí? ¿Qué se dice? –pregunté, curiosa.

            —Pues que es un ermitaño, un tipo raro. Hay gente que afirma que es una especie de vampiro.

            Me eché a reír.

            —Hay que ver lo que hace el aburrimiento.

            —Pero, ¿nunca ha intentado beber tu sangre o algo así? Mira que igual te está reservando para una ocasión especial, como se hace con el buen vino.

            Le di un codazo sin dejar de reír.

            —No es un vampiro.

            —¿Estás segura? ¿Cómo sabes que no duerme en un ataúd cuando se encierra en su despacho?

            Puse los ojos en blanco.

            —Eres idiota.

            Negó con la cabeza.

            —En cualquier caso, debe ser un vampiro muy estúpido.

            Fruncí el ceño.

            —¿Por qué?

            —Porque no ha intentado morderte, a mí me cuesta y eso que no me gusta la sangre.

            Su último comentario borró todo atisbo de diversión de mi rostro.

            —¡Es una broma! –se disculpó riendo.

            Me relajé.

            —Creo que no tenemos el mismo sentido del humor.

            —Solo era mi forma de decir que eres muy guapa, Diana. Deberías saber encajar los cumplidos –le saqué la lengua y él volvió a reír–. A lo que iba, entiendo perfectamente los motivos por los que se ha casado contigo, son evidentes, pero no sé cuáles son los tuyos.

            —Bueno... –vacilé– te hablaré de eso en otra ocasión...

            —¡No! ¡Por favor, no me dejes así! Cuéntamelo –me incitó.

            —Es largo de explicar... –le advertí–, tienes que ir a trabajar.

            Suspiró desganado.

            —Tienes razón. Será mejor que lo dejemos para la próxima vez o tendré que escuchar otro sermón de mi tío sobre la responsabilidad.

            Me eché a reír. Era incorregible.

            Nos levantamos y caminamos de regreso al estudio, Cristian aprovechó a contarme un par de anécdotas de cuando era más joven por el camino y las risas volvieron a surgir. Una vez más, junto a él conseguí olvidarme de todo. Nuestra amistad crecía un poco más cada día que nos veíamos, y cuando no lo hacíamos, ambos estábamos impacientes porque se produjera el encuentro, teníamos mucho que decirnos. Cristian se había cruzado en mi camino para cubrir todas esas carencias que tenía con Edgar. Valoraba la inocente amistad que habíamos forjado en tan poco tiempo, sin necesidad de intercambiar teléfonos o direcciones de e-mail, nuestra relación se reducía a encuentros fortuitos en un hermoso vivero alejado del bullicio de la ciudad. Eso era lo que la hacía especial, diferente y original.

           

Cumpliendo con el deber

            A la mañana siguiente me levanté de un salto y corrí hacia la ventana. En el exterior el día era brumoso y oscuro; no era una novedad.

            Me puse la ropa de deporte y fui a correr para despejarme, necesitaba ese momento para aclarar las ideas. No podía ocultar que la última conversación que mantuve con Edgar fue un tanto confusa. Me había dejado insatisfecha, por así decirlo, seguía sin entender por qué tendía a escabullirse cuando intentaba hondar en sus sentimientos. Nuevas dudas, mezcladas con desconfianza, se arremolinaron en mi mente desde ese día.

            Tampoco podía quitarme de la cabeza a la mujer pelirroja. Era más importante de lo que todos intentaban hacerme creer, de eso estaba segura. Así que desvelar su identidad se había convertido en una prioridad absoluta.

            Me adentré en el sendero del bosque que rodeaba la casa. Había más niebla de lo acostumbrado, el aire parecía impregnado de humo. Su contacto gélido se enroscaba en la piel expuesta del cuello y el rostro, helándome hasta los huesos. Después de unos angustiosos minutos intentando combatir el frío y seguir el recorrido del sendero, me di por vencida. La neblina era tan densa que apenas podía avanzar. Di media vuelta y regresé a la casa frustrada.

            Tras una ducha caliente, abrí el armario. En esta ocasión elegí un simple vestido de color amarillo. Me lo había puesto en contadas ocasiones en la facultad, por lo general me gustaba más llevar vaqueros. Elegí meticulosamente ese atuendo porque sabía que Edgar no sería imparcial al color de ese vestido; tal vez así se mostraría más relajado y comunicativo conmigo.

            Salí al pasillo, y como los días anteriores esperé a que la puerta de su dormitorio se abriera.

            —Buenos días –me saludó precavido, algo frío.

            —¡Buenos días! –exclamé con energía y di un pequeño saltito de entusiasmo en su dirección.

            Edgar se echó hacia atrás como acto reflejo, manteniendo las distancias. No dejé que su actitud esquiva me afectara.

            —¿Estás preparado para otra partida? Hace mucho que no lo hacemos y sabes que la última vez te dejé ganar, soy así de considerada, pero te advierto que hoy no pienso hacerlo.

            Intenté volver a empezar, olvidar la pequeña tirantez que había entre vosotros y conseguir que volviera a abrirse conmigo, pero mi broma no obtuvo respuesta alguna; era una mala señal.

            Le miré de soslayo y algo en su rostro me dijo que no era el mismo de siempre.

            Le seguí hacia las escaleras, acompasando su paso lento, y esperé a que las descendiera.

            —Después de ti. –Me cedió el paso.

            Sonreí y descendí los peldaños saltando uno a un hasta desembocar en el comedor.

            Una vez en la mesa le observé con atención. Se había puesto uno de sus carísimos trajes de firma de color gris oscuro, llevaba incluso una corbata gris con finas rayas rojas que destacaba sobre la camisa blanca, lo que me llevaba a pensar que no se encerraría a trabajar en su despacho como había hecho últimamente.

            —¿Vas a salir? –aventuré con cautela.

            —Hoy tengo que atender mis negocios fuera, así que dispongo de poco tiempo para desayunar.

            —Está bien...

            Cogí tímidamente una manzana del frutero sin dejar de observarle. Él apenas me miró mientras abría su maletín para rebuscar entre los papeles de su interior.

            —¿Podemos hablar? –insistí, aún sabiendo que estaba ocupado.

            —Lo siento. Hoy no es un buen día, he quedado para comer en otra ciudad y no disponemos de mucho tiempo.

            —¿Vas a citarte con tus socios?

            —Sí. Aunque no son socios, trabajan para mí –especificó.

            Di un fugaz sorbito a mi zumo, estudiando sus movimientos mientras pasaba las páginas de un dossier enorme.

            —Y dime, ¿vas a ir tú solo?

            Alzó el rostro con el interrogante grabado en su ojo azul.

            —¿A qué viene esa pregunta?

            Me encogí de hombros con indiferencia.

            —Pensaba que, tal vez, te acompañaría la mujer pelirroja... –divagué con indiferencia esperando su reacción.

            Meneó la cabeza con desprecio y chasqueó la lengua. 

            —¿Qué te hace pensar eso? –preguntó irritado.

            Achiné los ojos, evaluándolo.

            —¿Por qué te molesta tanto que la mencione?

            —¿Por qué siento como si estuvieras buscando cualquier pretexto para atacarme?

            Le miré extrañada.

            —Pues te aseguro que esa no es mi intención. Aunque esto se acabaría antes si me dijeras quién es.

            Frunció los labios en una fina línea y apartó con rapidez la mirada de mí.

            —¿Podemos dejar tus interrogatorios para otro momento, por favor? Estoy algo descentrado y no puedo satisfacer tu implacable curiosidad ahora.

            Sentí una oleada de rabia recorrer mi cuerpo de punta a punta.

            —¿Eres consciente de que tienes una aversión patológica a responder directamente a mis dudas? Siempre respondes con otra pregunta.

            Emitió una especie de bufido que destilaba irritación.

            El silencio se instauró en la mesa mientras desayunábamos poniendo punto y final a la conversación. Edgar apenas volvió a mirarme, se concentró en esos papeles que le tenían el seso absorbido y pasé a ser poco menos que un espectro para él.

            Esa sensación era horrible. Cada vez que creía que íbamos a alguna parte demostraba que estaba equivocada, y mi frustración por los altibajos en nuestra relación estaba en un punto álgido.

            En ese momento decidí coger aire y tener paciencia, pero no pensaba darme por vencida con tanta facilidad.

            —¿Y crees que... –empecé con prudencia– que podría acompañarte a esa reunión?

            Alzó la vista de los papeles para prestarme toda su atención. Por fin lo había conseguido.

            —No será una comida muy divertida, me temo.

            Ladeó el rostro hacia la derecha, pensativo, luego regresó a mí.

            —¿Querrías acompañarme? –preguntó dudoso.

            —Eso forma parte de nuestro acuerdo, ¿no?

            Se echó a reír, pillándome desprevenida por su drástico cambio de actitud.

            —¿Es que te has vuelto obediente de repente?

            Arrugué el entrecejo.

            —No puedes evitarlo, ¿no?

            Me miro sin saber a lo que me refería.

            —A responder con otra pregunta –especifiqué.

            Sonrió, pero esta vez la sonrisa no llegó a sus ojos claros.

            —No sé cómo tomar ese ofrecimiento, mi instinto me dice que hay gato encerrado.

            —Entonces debo tomarme eso como un "no".

            Miró hacia la mesa, concentrándose en su taza vacía.

            —El trabajo es sagrado para mí, Diana, no es ningún juego.

            Parpadeé aturdida.

            —¿Crees que estoy jugando?

            Ladeó el rostro, disculpándose con la mirada.

            —Está bien –aceptó–. ¿Cuánto tardas en arreglarte?

            Arqueé las cejas sorprendida, en el fondo no esperaba que aceptara. Estaba convencida que su aprobación había sido gracias al vestido amarillo. 

            No perdí ni un segundo y salté de la silla con entusiasmo.

            —Cinco minutos –dije exhibiendo una sonrisa de oreja a oreja.

            Edgar asintió, negando divertido con la cabeza.

            —¿Qué me pongo? –pregunté llevándome un debo a los labios.

            —Vamos a comer, así que el protocolo exige traje corto.

            Me eché a reír; no podía creer que fuese tan maniático.

            —De acuerdo, vuelvo enseguida vestida según el protocolo –afirmé irónica.

            Me dirigí trotando hacia las escaleras, pero antes de subir, retrocedí cómicamente sobre mis pasos y me cuadré frente a Edgar, que me contempló rígido, tal vez porque no era capaz de prever mis reacciones. Hizo bien en no bajar la guardia, sin mediar palabra, sonreí  y le di un fuerte abrazo cargado de alegría.

            —Gracias.

            Su rostro perplejo y frio por mi brote de espontaneidad fue lo último que vi antes de  ir a mi habitación.

           

            Me puse un elegante vestido de color hueso que formaba parte de la ropa que había en mi armario. Llegaba a la altura de las rodillas y era bastante ceñido, por lo que decidí preservar un poco mi figura cubriéndome con una torera de color verde hierba. Para salir un poco de la rutina me calcé unos zapatos de tacón del mismo color que el vestido.

            No me había peinado, tampoco me había puesto maquillaje, pero a juzgar por la quietud del rostro de Edgar, pareció como si el tiempo se hubiese detenido. Me acomodé el pelo con los dedos hacia un lado, intentando darle algo de volumen, pero no hubiera hecho falta, su rostro lo decía todo; estaba complacido por mi elección, independientemente de las joyas o el peinado, la visión general le quitó el habla.

            —Estás perfecta –susurró.

            Sonreí y me puse a su lado. Con un movimiento veloz enhebré mi brazo al suyo para recobrar algo de estabilidad con los tacones.

            —Ahora sé por qué has llenado mi armario de zapatos como estos –dije en voz baja–, así te aseguras de que no pueda dar un paso sin precisar tu apoyo.

            Se echó a reír.

            —No me hace ni puñetera gracia –le recriminé–. Estas cosas no están hechas para mí, seguro que me caeré y haré un ridículo espantoso.

            Edgar volvió a reír, parecía de mucho mejor humor que esta mañana y me pregunté si ese repentino cambio había sido obra mía.

            —Sin duda esta es la mejor forma de tenerte a mi lado, pero tranquila, no dejaré que tu cuerpo toque el suelo, te lo garantizo –prometió muy seguro de sí mismo.

            ¡Qué podía decir! Si algo tenía claro era que Edgar podía ser tremendamente protector, incluso parecía como si necesitase sentirse útil en ese aspecto. Así que decidí no llevarle la contraria.

            En poco más de dos horas nos plantamos en Glasgow. Por lo poco que había visto desde nuestro vehículo parecía mucho mayor que Edimburgo.

            Philip nos dejó en la puerta de un restaurante llamado Cail Bruich y se ausentó para buscar aparcamiento.

            Parecía un restaurante muy caro. Los platos de los comensales que me dio tiempo a ver de camino a nuestra zona privada, denotaban clase y originalidad. Era el tipo de comida minimalista y exótica capaz de satisfacer los paladares más exigentes. No era mi caso, por supuesto, yo hubiese sido inmensamente feliz si me hubiese llevado a McDonald's.

            —Diana, te presento a Henry, su pareja Clare, Johan, Sharon y Peter –me señaló con la mirada y procedió con la presentación–. Y ella es Diana, mi mujer.

            Los aludidos se aproximaron para darme la mano con cautela, parecían cohibidos por mi presencia, o tal vez era el porte imponente de Edgar, ya que desde que habíamos llegado, no dejó de escrutar con la mirada a los hombres, y nadie sabía mejor que yo, que su mirada podía ser tremendamente gélida si se lo proponía.

            Llegamos a nuestra mesa y Edgar se apresuró a retirar mi silla antes de que yo lo hiciera. Reprimí la risa y me senté con elegancia, imaginando que estaba inmersa en una de esas películas de época que solía ver mi abuela.

            —Señor Walter, verá, he traído los últimos informes de...

            —Shhhh.... –silenció Edgar– Henry, vamos a comer primero, luego tendremos tiempo para eso.

            —Sí, lo comprendo, pero es que...

            —He dicho que nos pondremos a ello con el estómago lleno –respondió tajante.

            Miré a las personas que trabajaban para él, me pareció increíble la influencia que ejercía sobre ellas, que apenas se atrevían a mirarle de soslayo.

            Cuando nos sirvieron –platos de nombres impronunciables–, todos esperaron a que Edgar cogiera el cubierto e hiciera el gesto de comer para seguirle. Ser testigo del respeto con el que le trataban me daba a entender cuán grande era el miedo que conseguía infundir a los demás.

            —Dime, Henry, ¿cómo están tus hijos? –Empezó Edgar, rompiendo el silencio e intentando ser amable a la vez.

            —Oh, pues... –carraspeó– el mayor va a entrar en la universidad el año que viene y la pequeña está de intercambio en Japón, le apasionan las lenguas.

            —Eso está bien –aprobó con un asentimiento de cabeza–. ¿Y tú, Johan? ¿Cómo te va?

            Me resultó interesante ver desde la barrera lo forzado que parecía Edgar interesándose por la familia de sus empleados. Era evidente que intentaba seguir las normas protocolarias establecidas, pero era tremendamente rígido y apático, por lo que su interés no acontecía de forma natural.

            Pasé largo rato escuchando como sus empleados hablaban de sus vidas, mostrando tan solo vagas pinceladas, mientras no osaban devolver ninguna de esas preguntas a Edgar. Era como si ellos no se permitieran el lujo de tratarle con la misma familiaridad.

            —Y bueno, decidme –decidí intervenir–. ¿Lleváis mucho tiempo trabajando para Edgar?

            Henry iba a contestar, pero Edgar se apresuró a responder por él.

            —Más de diez años, si no me equivoco.

            Miré a Edgar con reprobación.

            —Se lo he preguntado a ellos.

            Mi reprimenda hizo que sus empleados dejaran incluso de parpadear, pero lejos de enfadarse, Edgar apretó fuertemente la mandíbula para no soltar una carcajada.

            —Doce años y medio, señora –respondió Johan.

            —¿Cuál es vuestro papel en la empresa? –seguí preguntando.       

            —Pues yo soy el director general –contestó Henry–, Johan es el contable, Sharon y Peter asesores.

            Asentí, complacida.

            —¿A qué se dedica vuestra empresa exactamente? Edgar no me ha referido nada.

            Miré a mi marido de soslayo, parecía divertido por que hubiese tomado las riendas de la conversación.

            —Somos una empresa aseguradora, trabajamos para grandes comercios y a su vez para otras empresas.

            —¡Vaya! ¡Qué interesante! –dije mirando el contenido verde y azul de mi plato; no me sentía lo suficientemente valiente para llevarme una porción de ese mejunje a la boca – Pues si la empresa sigue en pie después de tantos años es porque debe ir bien –me atreví a asegurar, dirigiéndome a ellos.

            —Bueno, señora, hemos tenido épocas mejores. De eso precisamente quería hablar con el señor Walter.

            —Faltan los postres, Henry –le recordó Edgar, muy serio.

            Puse los ojos en blanco. Estaba convencida que podía conseguir incluso que esos hombres fornidos y fuertes se mearan encima por el miedo que le tenían.

            Esperamos pacientes a terminar los postres, y cuando íbamos por el café, Edgar decidió que era el mejor momento para tratar asuntos laborales.

            —Veamos –comenzó abriendo su maletín y extrayendo unos papeles–. Aquí tengo los presupuestos de este año y una comparativa con años anteriores.

            —Sí, señor, verá...

            —Hay una cosa que no me cuadra –le interrumpió–. Según estos papeles ha aumentado la cartera de clientes, pero no se han incrementado las ganancias como era de esperar.

            —Eso es porque...

            —No, Henry, ¿sabe qué es lo que creo? –dijo mirándole fijamente–, creo que alguien está extrayendo dinero de mi empresa.

            Miré con los ojos muy abiertos a sus empleados, parecían acobardados, pero una parte de mí me decía que ellos no habían cogido dinero sin el consentimiento de Edgar, había cierta inocencia en sus ojos.

            —Tiene razón en que falta dinero –procedió Johan, con tiento–, no lo vamos a negar. Pero ninguno de nosotros ha cogido nada.

            —¿Entonces? –preguntó alzando las cejas con indiferencia.

            —Después de obtener esas inesperadas ganancias decidimos invertir parte de ese dinero en bolsa para aumentar los beneficios –procedió Sharon–. No era la primera vez que lo hacíamos, de hecho siempre lo hemos reflejado en nuestros informes y hemos obtenido su consentimiento. Pero esta última vez, hemos tenido ciertos problemas...

            —Habéis perdido el dinero –constató tajante.

            Sharon agachó la cabeza. 

            —En vuestra memoria anual no figura esa inversión, es como si nunca hubiese existido. De manera que puedo pensar perfectamente que ese dinero se ha utilizado para cualquier otro fin. 

            —Podemos demostrar que eso no es así.

            —¿Entonces por qué no lo habéis hecho desde el principio?

            —La culpa es mía –reconoció Peter–. Creí que podríamos obtener el dinero más adelante, así que decidimos trampear un poco los presupuesto y las ganancias para ganar tiempo. Pensamos que pasaría desapercibido y podríamos recuperar el dinero antes de que...

            —Me subestimasteis –resumió Edgar–. Pensabais que no estudiaría al detalle cada una de las cifras y vería vuestros errores. Mi pregunta ahora es, ¿qué hubiese pasado si no me doy cuenta del descuadre? El año que viene hubieseis eludido un porcentaje más grande y así sucesivamente, creyendo que vuestros actos no tienen repercusión alguna.

            —¡Eso no es así! –exclamó Henry, ofendido–. Usted jamás ha puesto impedimento en que tomemos las decisiones que más beneficios aporten a su empresa, es más, nos ha delegado esa libertad porque confía en nosotros. El problema es que esta vez se nos fue de las manos y cometimos un error de cálculo. Eso es todo.

            —No, Henry, el problema es que habéis falseado las cuentas pensando que no me daría cuenta. Ese es el punto que he venido a tratar hoy. Que se haya perdido ese dinero en bolsa por una mala gestión es lo de menos.  

            —Eso ha sido una equivocación, sin duda –reconoció avergonzado.

            —Pues ya son suficientes equivocaciones, ¿no crees? –miró a todos los comensales, uno a uno–. No acostumbro a inmiscuirme en las formas de proceder de mis empresas, por eso tengo a los mejores asesores y personas plenamente cualificadas para actuar con la libertad que su cargo les ofrece, siempre desde la confianza. Pero eso no significa que deje mis negocios desatendidos, miro concienzudamente cada detalle, cada cifra y si no he dicho nada hasta ahora es porque nada me había llamado especialmente la atención, pérdidas y ganancias estaban dentro de parámetros normales, salvo este detalle que se os olvidó mencionar.

            —Lo sentimos mucho, no era nuestra intención engañarle, sólo pensamos que tendríamos tiempo de recuperar el dinero y hacer que todo cuadrara. Eso es todo. 

            Edgar suspiró y negó con la cabeza.

            —Sólo por curiosidad –intervine después de haber presenciado todo el diálogo como si fuera una partida de tenis–, ¿de cuánto dinero en pérdidas estamos hablando?

            —Para que lo entiendas –dijo Edgar mirándome–, de unos ocho cientos mil euros.

            —¡Vaya! –exclamé atónita.

            —No es mucho –continuó y yo me obligué a respirar, para mí era toda una fortuna–, es más la falta de confianza que han generado que otra cosa –ahora se dirigió a Henry–. Hay que tomar cartas en el asunto, no puedo permitir que se me mienta. No estoy dispuesto a consentir eso –abrió su maletín y extrajo unos papeles–, por eso me veo en la obligación de hacer limpieza de personal.

            Sus empleados empalidecieron.

            —¿Va a despedirnos a todos? –preguntó Sharon.

            Edgar les miró con frialdad y sin mostrar ninguna emoción contestó:

            —Tú y Peter sois los asesores de la empresa, posiblemente fuisteis los que invertisteis en bolsa. Johan es el contable, el principal responsable de falsificar las cuentas y Henry es el director general, estaba al corriente de todo y permitió que ocurriera –terminó con pasividad–. Si hay alguien más involucrado es el momento de decirlo.

            —No, nosotros no... –Henry estaba al borde del llanto, igual que su mujer–Está bien –aceptó con pesar cogiendo el documento que le extendía Edgar.

            Los demás estaban igual de afectados, después de tantos años iban a ser despedidos por una razón absurda. Seguramente fue el miedo a la reacción de Edgar lo que les llevó a adornar esas cuentas pensando que así no se percataría, puesto que tiene que atender muchas empresas. Tal vez pensaron que algo tan simple se le podía pasar y si devolvían el dinero en breve nadie se enteraría. Quise creer que querían devolverlo, pero llegaron tarde, y como Edgar me había dicho más de una vez, nunca dejaba un cabo suelto y menos en los negocios.

            La verdad es que, en cierta manera, podía ponerme en el lugar de esas personas.

            —Sigo sin entender por qué no me dijisteis desde el principio lo que había ocurrido con ese dinero –prosiguió Edgar– No hubiese pasado nada si me lo hubieseis contado o se viera reflejado en algún lado. Como mucho os hubieseis llevado un toque de atención.

            —Pensábamos que si se enteraba de que lo habíamos perdido nos despediría, así que optamos por...

            —Por mentir y esperar a que no me diera cuenta –terminó Edgar. 

            —No teníamos nada qué perder –concluyó Henry, manteniendo el tipo–. Al final el resultado ha sido el mismo.

            —Espera un momento –dije evitando que firmara su renuncia–, esto no ha sido más que una mala manera de proceder puntual. Teniendo en cuenta que lleváis trabajando impecablemente desde hace doce años en la empresa, debe haber alguna otra solución que no sea tan dramática como el despido.

            —Diana –me interrumpió Edgar con la voz templada–, esto es muy serio. Si no puedo confiar en las personas que están al frente de mis negocios, ¿qué me queda?

            —Pero es una decisión muy drástica –continué–, además, tú has dicho que no es una cantidad demasiado alta.

            Edgar bufó desesperado.

            —¿Y cuál es la solución? ¿Qué harías tú? –me preguntó, y por primera vez, sentir que esperaba mi opinión respecto a algo me hizo sentir importante.

            —Todos nos equivocamos Edgar, a veces hacemos negocios que no salen como esperábamos, nosotros entendemos mejor que nadie lo que eso significa –le recordé–. Pero también es importante darse una segunda oportunidad –enfaticé mirándole con mucha atención–, ¿no crees que ellos también la merecen? –pregunté con segundas–. Podrías penalizarles con una simple sanción y darles la oportunidad de recuperar ese dinero. Creo que ya han entendido que no se te escapa nada y que aunque cueste, deben reflejar la verdad en sus informes.

            Edgar achinó los ojos, valorando mi argumento. Seguidamente miró a sus empleados.

            —¿Qué opináis?

            Johan fue el primero en intervenir.

            —Estoy convencido de que recuperaremos el dinero. Además, nos esforzaremos al máximo para volver a merecer su confianza. Esto no se volverá a repetir.

            Edgar suspiró y volvió a mirarme.

            —No creáis que soy tan benevolente. No acostumbro a dar segundas oportunidades, pero es la primera vez que acudo con mi esposa a una reunión de esta índole y digamos que estoy de buen humor.

            Miré a Edgar orgullosa de que me hubiese tenido en cuenta, para mí era todo un acontecimiento que dejara que me implicara en uno de sus negocios, sentía como si fuera una pequeña victoria personal.

           

            En cuanto regresamos al coche, no pude evitar agarrar con fuerza la mano de Edgar.

            —Me alegro de que al final hayas entrado en razón. Me daba pena que los despidieras.

            —Ese es tu problema, Diana, te dejas llevar por los sentimientos y eso no es bueno en los negocios.

            Me encogí de hombros.

            —Y tú deberías empatizar más con la gente, te haría ser mejor persona.

            Negó con la cabeza.

            —En el trabajo no me permito errores, no puedo estar en cincuenta mil sitios a la vez y debo delegar responsabilidades en la gente que me rodea. Si una de esas personas me traiciona, ya no es lo mismo.

            —¿Entonces por qué me has hecho caso y no los has despedido como querías hacer? –pregunté girándome en su dirección.

            —Porque de algún modo era importante para ti, te habías implicado con la causa y no quería decepcionar tus expectativas. Sobra decir que para mí tú eres más importante que esas personas, incluso que la empresa en sí, y si mi esposa quiere perdonar y que se queden, pues... –se encogió de hombros y alzó las manos– No seré yo quien te niegue ese capricho.

            No podía apartar mis ojos de él, a veces se producía ese milagro, el milagro en el que se desinhibía completamente y decía lo que sentía sin pensar, como en ese momento. No podía estar más agradecida e impresionada por sus palabras.

            —¿Eso significa que a partir de ahora voy a poder asesorarte en tus negocios y seré escuchada?

            Se echó a reír.

            —No te pases. Los negocios son cosa mía, ése no es tu papel.

            puse los ojos en blanco.

            —Ya estamos otra vez con los papeles y los roles de cada uno, ¿no te cansas de ser siempre tan cuadriculado?

            —Hazme un favor, Diana, no quiero discutir. ¿No podrías simplemente saborear el triunfo de esta tarde?

            Suspiré. Edgar tenía razón, a veces quería correr demasiado rápido y no sabía disfrutar de los pequeños logros. Poco a poco estaba descongelando el grandísimo iceberg que era mi marido y en lugar de alegrarme, quería más y más. Si algo había aprendido en todo ese tiempo era que con él debía avanzar con pies de plomo.

            —Además –continuó exhibiendo una sonrisilla pícara de medio lado–, he cedido porque tú lo has hecho también.

            —¿A qué te refieres? –quise saber.

            Su ojo azul recorrió mi cuerpo de arriba abajo y la piel de mi cuerpo se tornó de gallina.

            —Has dejado esas antiestéticas camisetas anchas y te has puesto por primera vez un vestido de los que había elegido para ti. Me sentía en deuda contigo.

            Sonreí y miré nuevamente al frente; así tenía que actuar si quería llevar a Edgar a mi terreno. 

            Todavía no habíamos llegado a Edimburgo, seguíamos en algún punto de Glasgow cuando Edgar hizo que Philip variara el rumbo.

            —Dirígete a Miller Street, Philip, por favor.

            —Perfecto –contestó el aludido, sonriente.

            Miré a Edgar impresionada.

            —¿Adónde vamos?

            —A un sitio especial.

            Sus labios se curvaron en una media sonrisa y su ojo azul me miró con dulzura.

            contemplé distraída el paisaje urbano por la ventanilla, intentando adivinar el sitio al que quería llevarme, incapaz de averiguarlo.

            Transcurridos unos minutos llegamos a Miller Street y Philip estacionó el coche.

            Me apeé del vehículo y miré a  acompañante con atención. Él no dejaba de sonreír, por lo visto ver la duda tatuada en mi rostro le divertía. Con movimientos lentos se quitó la chaqueta y la corbata, dejándolas en el interior del coche, luego, se puso a mi lado y me cogió de la mano.

            Tiró de mí con cuidado hasta situarnos frente a la puerta acristalada de un nuevo restaurante.

            —¿Más comida? –pregunté sin mucho entusiasmo.

            —Me he percatado de que no has probado bocado, así que he decidido traerte a Paesano, la mejor pizzería de Glasgow.

            Abrí la boca por la impresión.

            —¿Bromeas?

            —En absoluto –susurró abriendo la puerta del local para mí.

            Entramos en una enorme sala iluminada llena de comensales. Edgar se dirigió decidido hacia la barra y habló con el camarero responsable de organizar las mesas. Veinte minutos después nos sentamos a comer.

            —¿Sabes la de años que hace que no como una pizza de verdad? –pregunté rememorando en el tiempo– Me refiero a una pizza que no sea congelada –puntualicé.

            — ¿Y eso por qué?

            Miré a mi alrededor, distraída.

            —Prácticamente no he tenido tiempo para comer, y menos para deleitarme con la comida –siguió mirándome con curiosidad, esperando una aclaración–. Me he pasado los últimos años comiendo sola, de pie junto al fregadero –precisé–. Desde que mi madre enfermó en casa siempre había algo que hacer o alguien que precisaba ayuda –me encogí de hombros–. Cuando mi madre murió, mi padre perdió la cabeza y me necesitaba a tiempo completo, prácticamente no era capaz de hacer nada por él mismo.

            Nada más alzar el rostro vi la tristeza en los ojos de Edgar.

            —¿Nunca has tenido a alguien que dependiera de ti por completo, para vestirse, ducharse, comer...?

            Negó con la cabeza sin dejar de mirarme. Parecía que le estaba incomodando con la cruda realidad de mi vida. Había pasado años siendo cuidadora, enfermera, ama de casa... Todos, incluido mi hermano, fueron perdiéndose por el camino y yo era la única responsable de tirar de ellos para mantenernos unidos. Fue agotador.

            —Pues ya va siendo hora de que saborees una pizza de verdad. Jamás permitiré que vuelvas a comer de pie junto al fregadero, Diana, eso ya se acabó –sonreí tímidamente–. Así que veamos que nos puede ofrecer este restaurante –me tendió una carta que había sobre la mesa.

            La ojeé de delante hacia atrás, sin saltarme nada.

            —¿Tú qué vas a pedirte? Tienen un montón de variedades de pizza –musité por lo bajo.

            —Yo no voy a comer.

            Alcé la mirada, escandalizada.

            —¿No?

            —Te recuerdo que yo he comido –recalcó el "sí".

            —¿No vas a acompañarme? ¿Entonces por qué hemos venido? –protesté.

            Edgar suspiró y se acercó lo suficiente para que pudiera oírle sin necesidad de alzar la voz.

            —Particularmente, la pizza no me dice nada. Estamos aquí porque nos quedan casi dos horas de camino y no vas a hacerlo con el estómago vacío. Sólo por eso. Además, según tú, ya ni te acuerdas cuándo fue la última vez que comiste una pizza que no fuera congelada.

            Me mordí el labio inferior, divertida. Me parecía tan mono cuando se comportaba como un caballero conmigo. No era lo habitual.

            El camarero nos tomó nota poco después. Edgar sólo se pidió un vaso de agua y como había dicho, no tenía intención de acompañarme con la pizza.

            En cuanto me sirvieron una cuatro estaciones, le di el primer bocado y mis ojos se cerraron automáticamente.

            —Dios, esto está realmente bueno. Deberías probarlo.

            Sonrió y negó con la cabeza.

            —No, gracias –lanzó una mirada a mi plato y luego a mí–. Es increíble que te contentes con tan poco –continuó–, solo es un trozo de pan con embutido –volvió a mirar hacia mi pizza e hizo una mueca de incredulidad–. Lo que me lleva a preguntar: ¿es por eso por lo que todavía no te has comprado un anillo de compromiso tal y como te pedí? ¿Es demasiado ostentoso para ti?

            Arrugué la nariz mientras masticaba una porción de pizza.

            —Las joyas y yo... –chasqueé la lengua– no nos llevamos demasiado bien. Además, soy un desastre, probablemente lo perdería.

            —Puedo estar más o menos de acuerdo con esa teoría–espetó alzando las cejas y yo me eché a reír– , pero es importante que te compres un anillo, ahora estás casada –puntualizó–. ¿Quieres que echemos un vistazo a las joyerías de por aquí antes de volver?

             Hice una mueca; no había podido idear peor plan.

            —No, más adelante –dije para distraer su interés–, ahora no me apetece.

            —¿O tal vez te asusta llevar un anillo que te recuerde constantemente que estás casada conmigo?

            Giré el rostro, pensativa. Me había calado bien. Independientemente de que las joyas no eran lo mío, todavía me negaba a admitir abiertamente que estaba casada con él, solo mencionarlo me entraban escalofríos.

            Parpadeé varias veces. Necesitaba cambiar de tema de conversación cuanto antes porque hablar de mi compromiso me ponía de mal humor.

            —Dime una cosa, Edgar, ¿cómo conociste a Steve?

            —¿¿¿Steve??? –espetó con una sonrisa –¿Por qué te has acordado de él ahora?

            Me encogí de hombros.

            —Os he visto juntos, sois muy diferentes, no obstante os lleváis muy bien. Sentía curiosidad por saber cómo os conocisteis. No te ofendas, pero no pareces una persona accesible, y hasta donde he podido comprobar, es tu único amigo.

            Edgar apretó los labios y se inclinó hacia delante, con el codo apoyado en la mesa y el puño cerrado bajo la barbilla. El movimiento fue tan rápido que me sobresaltó.

            —En eso no te equivocas,  no soy una persona muy sociable –admitió dejando la mirada perdida en algún punto de la mesa–. Steve es mi mejor amigo, es el único del que me fío plenamente porque sé que jamás sería capaz de traicionarme.

            —¿Y él te conoce bien? ¿Está al tanto de todos tus secretos? –indagué un poquito más.

            —¡No tengo secretos! –rectificó riendo– En realidad soy un tipo bastante normal, aunque hay aspectos de mi vida que no me gusta airear, son... –hizo una mueca de disgusto– son pasado. Pienso que es importante mirar hacia delante.

            Aprobé su argumento con un asentimiento de cabeza.

            — Y, ¿cómo le conociste? –insistí.

            Edgar resopló. Por sus reacciones podía entrever que no le hacía especial ilusión hablar de esos temas, pero a estas alturas empezaba a dudar que realmente quisiera hablar de algo personal conmigo, fuese el tema que fuese.

            —Compartíamos biblioteca en la facultad –añadió poco después–. El año en el que estábamos matriculados hubieron obras y la facultad de economía compartía espacio con la de medicina. Yo solía quedarme todas las noches a estudiar y Steve iba ahí a ligar.

            Me eché a reír.

            —Totalmente predecible.

            —Sí... –confirmó inclinando el rostro hacia un lado, pero no acompañó mis risas–. Nos caímos bien enseguida.

            —¿Seguro? –pregunté escéptica.

            —Bueno –hizo un gesto de evasión con las manos y arqueó las cejas–. Por algún motivo inexplicable, yo le caí bien a él –matizó.

            —Eso es más increíble.

            Soltó una carcajada.

            Nos quedamos en silencio durante un rato, observándonos. Me resultaba curioso que pese a las preguntas que le había hecho hasta la fecha, siguiera siendo todo un misterio para mí.

            —¿Y las mujeres? –intervine de repente– ¿Hay alguna mujer con la que te lleves o te hayas llevado tan bien como con Steve?

            Meditó durante un breve instante.

            —No –respondió, seguro–. Aunque estoy intentándolo –me miró con tanta intensidad que pude sentir como la sangre de todo mi cuerpo se helaba bajo la piel.

            Permanecí sentada en silencio, confusa, llena de nuevos interrogantes, con las manos cruzadas sobre el vientre y recostada lánguidamente contra el respaldo de la silla. Él seguía con la mano bajo el rostro, tan inmóvil como una estatua de sal.

            No sabía qué respuesta ofrecer a sus últimas palabras, ¿era una forma retorcida de intentar coquetear conmigo? Y si era así, ¿por qué lo hacía? Ambos sabíamos que su argumento no se sostenía por ningún lado, porque de ser verdad esa afirmación, me habría aceptado en su círculo privado y hubiera sido mucho más claro conmigo desde el principio. No era el caso. Todavía seguía sacándole las palabras con sacacorchos.

            —¿Nunca ha habido una mujer que te interesara de verdad? –insistí, negándome a abandonar el tema– ¿Una a quien le entregaras tu corazón sin reservas?

            Tras mi pregunta alzó la vista y sus ojos buscaron los míos rebosando sus propios interrogantes.

            —No voy a engañarte, Diana, han habido muchas mujeres en mi vida, pero sin implicación emocional.

            —¿Y eso por qué? –quise saber.

            —Como sabes, los sentimientos y los negocios...

            —¡Madre mía, Edgar!

            —¿Qué?

            —Debes ser el único hombre sobre la faz de la tierra que contemple una relación amorosa como un negocio. Me parece muy triste, la verdad –negué asqueada por su respuesta.

            Se encogió de hombros, pero no pareció molesto por mi sinceridad.

            —¿Qué hay de ti? –intervino sacándome del trance– Nunca me cuentas nada tuyo, de tus ex novios o...

            —Oh, pues... –empecé sin muchas ganas– eso se resume en una frase: nunca he tenido novios.

            Frunció el ceño.

            —¿Ninguno?

            Vacilé.

            —Bueno, ya sabes que cuando empezaron los problemas en casa todo se paralizó un poco, digamos que siempre tenía la mente ocupada con cosas más importantes que los chicos. En realidad no tuve tiempo de conocer a nadie especial antes de venir aquí.

            —Ah –pareció ligeramente contrariado. Se quedó serio, frío y luego me miró con mucha atención.

            —Tengo que preguntártelo, Diana, ¿has estado con algún hombre?

            Me puse roja de repente. Sabía perfectamente lo que quería decir con eso, pero tuve la tentación de puntualizar la pregunta.

            —¿Cuando dices estar te refieres a mantener relaciones sexuales?

            —Sí –contestó sin dudar.

            Sentí vergüenza por la conversación que habíamos iniciado.

            —Pues... –me mordí el labio inferior y escapé de su inquisitiva mirada azul– No. –respondí en apenas un susurro.

            Mi confesión fue como si le hubiesen lanzado un cubo de agua helada encima, de hecho empecé a dudar que siguiera respirando tras la impresión.

            —¡No hace falta que te lo tomes así! – espeté molesta por su actitud– No es algo tan terrible, a mí no me preocupa lo más mínimo.

            Parpadeó intentando recobrar la cordura.

            —Supongo que es lógico –dijo poniéndose en mi lugar–, es solo que ahora entiendo algunas cosas... –se acarició la frente con nerviosismo–, di por sentado que en los tiempos en los que estamos y siendo como eres... –me señaló de arriba abajo.

            Le miré con incredulidad. No sabía lo que quería decir con sus gestos, en cualquier caso lo interpreté como una ofensa.

            —Bueno, Edgar, no todas las chicas de mi siglo se abren de piernas a la menor oportunidad –respondí a la defensiva.

            —¡No seas vulgar! –me riñó– No estoy diciendo eso, es sólo que... –suspiró– déjalo –finalizó mirando mi plato prácticamente vacío– ¿Has acabado ya? ¿Quieres postre?

            Negué con la cabeza sin dejar de mirarle, justo ahora me pareció tener en frente a un fantasma sin alma. Su humor había vuelto a mutar y era incapaz de disimular la profunda decepción que sentía.

            —¿Tanto te ha molestado mi confesión? –continué, irritada – Al menos he sido sincera.

            Arqueó su ceja sorprendido.

            —¿A qué ha venido eso? Ha sonado a reproche. Yo también he sido sincero contigo.

            Me crucé de brazos sobre la mesa y le miré desafiante.

            «Se acabó. ¡A por todas!»

            —Por supuesto –respondí irónica.

            Su ceño se frunció.

            —¿Crees que no lo he sido? ¿Qué te hace pensar que miento?

            Le contesté mirándole por encima del hombro.

            —¿Hace falta que vuelva a mencionar a la mujer pelirroja que a veces viene a verte? –su mandíbula se descolgó repentinamente– Sé que es importante para ti, no lo niegues, a lo mejor no es más que una novia del pasado –me la jugué–, alguien con quien todavía mantienes una amistad o simplemente hay confianza. Lo que no entiendo es por qué todos evitáis hablarme de ella, como si fuera a enfadarme. No soy tonta, Edgar –le recordé algo molesta–, sé que antes de que yo estuviera tenías una vida, es normal. Lo que entiendo es por qué no me lo cuentas.

            —Pero ¡¿Qué cojones...?! –bramó alterado con los ojos desorbitados.

            —¿Vas a negarlo? –me atreví a preguntar.

            Pestañeó aturdido, sin cerrar la boca.

            —¡Claro que lo niego! –dio un sonora palmada sobre su rodilla– No puedes estar más equivocada.

            —Entonces, ¿quién es? ¿Por qué viene a verte a escondidas? ¿Por qué entra sin avisar? No son negocios, Edgar, y no entiendo por qué no me cuentas la verdad.

            Se levantó de la silla de un salto.

            —No quiero continuar con esta conversación, me parece que has perdido el juicio por completo.

            —Pero sigues sin revelarme su identidad –aventuré con suspicacia–, ¿he dado en el clavo? ¿Es una ex?

            Edgar puso dinero de más sobre la mesa para pagar la cuenta sin necesidad de que nos la trajeran.          

            —Ahora contéstame tú a una pregunta –dijo parándose en mitad de camino hacia la salida–, ¿por qué siempre tienes la enorme habilidad de joderlo todo?

            Tras su pregunta lanzada al aire, caminó delante de mí dejándome atrás.

            —Esa habilidad no es nada comparada a la que tienes tú de hablar sin decir nada –musité en voz muy baja.

            Caminamos por la acera en dirección al lugar donde Steve había estacionado en absoluto silencio. Ninguno de los dos tuvo el mínimo interés por redimirse de sus palabras y habíamos alzado un muro, todavía más sólido y alto a nuestro alrededor para dar a entender al otro que estábamos molestos. Lo cierto es que por mi parte ya estaba todo dicho, acababa de darme por vencida; jamás lograría hurgar en la raíz de sus misterios porque se había escondido tras una impenetrable coraza. Cuanto más ponía de mi parte para averiguar aquello que me ocultaba, más me frustraba al ver que todas y cada una de las tácticas que empleaba para dicho fin, no funcionaban.

            Mi cara reflejaba cabreo, Edgar me miraba de soslayo asegurándose que iba detrás de él cuando decidió ralentizar su paso y acompasar el mío. Pero siguió mostrándose tenso, irritado por algo que no alcanzaba a comprender, después de todo, tampoco le había preguntado nada del otro mundo.

            Para acortar camino decidimos cruzar el parque a paso ligero, el recorrido se me estaba haciendo eterno. Edgar giraba el rostro en mi dirección y parecía como si quisiera decir algo, pero mi expresión le hacía replantearse las cosas, hasta que por fin se atrevió a decir aquello que le rondaba por la cabeza:

            —¿Crees que habrá un día en el que podamos pasar un rato discernido sin acabar con la paciencia del otro?

            Le miré desafiante.

            —Visto lo visto, creo que no –dije convencida.

            Su mirada se volvió penetrante e hizo un gesto con la boca, como si quisiera rebatir mi argumento. Antes de que lo hiciera sentí un impacto húmedo en la cabeza y me paré en seco. Edgar también se detuvo.

            Abrí los ojos como platos mientras él me miraba el pelo.

            —¡No! –Negué.

            Torció los labios.

            —Sí.

            Horrorizada, le miré, histérica.

            —Por favor, dime que un pájaro no acaba de cagarse en mi cabeza.

            Edgar soltó una carcajada.

            —¡Joder! –Lo vi muerto de risa y, de no haber sido por la hedionda plasta que tenía encima, me habría alegrado. Pero ¡no era divertido! Me toqué el pelo con cautela, temiendo localizar el desastre– No tiene gracia.– Le golpeé el brazo, y lloró de risa–. ¿Escoges este momento para reírte como un niño? ¡Tengo una caca de pájaro en la cabeza!

            —Para. –Intentaba recuperar el aliento, secándose las lágrimas. Se acercó a mí un paso–. Sigue diciendo eso y no podré parar de reír.

            —No tiene gracia –repetí arrugando la nariz–. Es asqueroso.

            Sonrió, mirando el desastre.

            —Es que estabas muy seria y, de pronto...

            —Una caca de pájaro –terminé por él. Rió y levanté una mano, amenazándolo–. No te rías–. No puedo ir por ahí con una... –callé para no causarle más hilaridad diciendo de nuevo "caca de pájaro".

            De repente la situación me hizo gracia.

            Edgar se estaba riendo como un crío de mi cómica desgracia. ¿Quién lo hubiera dicho?

            Cuando me vio reprimir una sonrisa me miró con ternura.

            —No te preocupes, ahora mismo lo soluciono –dijo alejándose por un sendero y deteniéndose frente a un banco ocupado por unos jóvenes. Les dijo algo y sacó la cartera. Vi que les daba dinero y ellos a cambio le entregaban sus botellas de agua.

            Me conmovió.

            —¿Cuánto te ha costado? –Miré las botellas.

            —Dinero –respondió sin entrar en detalles–. Ahora baja la cabeza –ordenó.         

            Lo hice, sonriendo mientras me echaba agua en la cabeza para eliminar la plasta. Fue inevitable dar un respingo al sentir el agua helada recorrer el cuero cabelludo.

            —Sé que estás disfrutando –confirmé sin necesidad de mirar su apretada sonrisa.

            —No sabes cuánto –sonrió y me escurrió el pelo con los dedos.

            —Pues podrías disimular un poco, es un tema serio –le recordé.

             Cuando terminó de enjuagarme el pelo, extrajo un pañuelo de su bolsillo y me lo secó cuidadosamente.

            Le miré con ojos risueños, de repente ya no recordaba el motivo de mi cabreo.

            —Gracias.

            —De nada.

            Sin poder evitarlo, volvió a reír.

            —¿Y ahora qué? –pregunté.

            Se encogió de hombros.

            —Nada. Es que no todos los días alguien se caga literalmente en mi mujer.

            Que se refiriera a mí como su mujer era algo que seguía costándome asimilar, era como si todavía no me lo creyera. Pero ser testigo de la ternura con la que me había tratado bloqueaba la incomodidad de ese apelativo. Nos miramos a los ojos y la calidez me invadió mientras nos sonreíamos.

            Fue como si..., como si todos mis miedos,  mis inseguridades y mis frustraciones se desvanecieran en una oleada de esperanza.

            Entonces rectifiqué un pensamiento anterior: entre Edgar y yo aún no estaba todo perdido.       

Continuará...