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El contrato (Séptima parte) 7

en Grandes Series

Nota de la autora: Esta es la séptima entrega de la saga, recomiendo leer los capítulos desde el principio para poder situar a los personajes y su historia. Quiero aprovechar este espacio para agradecer los comentarios, tanto los que dan ánimos a continuar y son el aliciente que todo autor necesita para no darse por vencido, como los que lanzan críticas constructivas que me ayudan a mejorar. Ibreo54, he escrito la respuesta a la pregunta que has dejado en los comentarios por e-mail, espero que te sirva de ayuda.

Por último mencionar que hago entrega del séptimo relato tan pronto porque no sé la disponibilidad que tendré esta semana para poder hacerlo, y dado que tengo gente que espera la continuación, no quería defraudarla.

 

 

En entregas anteriores...

            (...) Apenas hablamos, casi no nos dirigimos la palabra y mis habituales preguntas indagatorias pasaron a un segundo plano, por primera vez estaba disfrutando de algo con Edgar, no quería estropearlo. Únicamente me concentré en la perfección del momento, en la quietud que nos envolvía y me sentí a gusto. Su presencia serena me relajaba, sin embargo, cada  vez que notaba que se movía, volvía a mí esa especie de tensión sexual que cargaba el ambiente de electricidad.

            Estaba convencida de que mis reacciones eran producto de las hormonas, no podía ser de otro modo, cuando por fin había solucionado gran parte de mis problemas y todo lo que me importaba estaba en calma, empezaba a concentrarme en otras sensaciones... Mi absoluta inexperiencia con el sexo opuesto también jugaba en mi contra y mis irrefrenables reacciones me delataban.

            Conté mentalmente hasta diez, desviando mi atención hacia la película, aunque intuía que lo que acababa de suceder, no iba a quedarse ahí y se repetiría en otras ocasiones. 

 

Recuerdos de infancia

            Solo un día después de haber pasado la mañana riendo, jugando y viendo películas, me devolvía a la realidad de golpe. Me sentía muy cercana a él y al día siguiente volvía a la casilla de salida. No culpaba a Edgar. Él era así y no podía hacer nada para remediarlo, tampoco era consciente de que había cambiado mentalmente todas las reglas. Había pasado por diferentes etapas desde mi llegada, al principio mi principal objetivo era desquiciarle, hacer que se cansara y se deshiciera de mí, luego solo quise conocer todo aquello que sabía que me ocultaba y ahora únicamente me conformaba con no estar sola, hacer cosas con él. Me sentía frustrada, de todos modos, por mi falta de progresos; necesitaba encontrar otra vía de acceso a él, pero de momento no había encontrado ninguna. 

            Aquella mañana Edgar se había ausentado por negocios dejando únicamente una mísera nota en la mesa del comedor, junto a otra de María que ponía que había bajado al pueblo para hacer la compra. Dado que yo no tenía planeado salir se había ido con Philip, por lo que tenía la casa para mí sola.

            De todas las cosas que podía hacer, por mi mente pasó la única que me estaba prohibida.

            «Hazlo ahora, nadie se enterará. No tendrás otra oportunidad como esta, aprovéchala».

            Sabía que si quería hacer lo que me proponía debía ser rápida, no tenía certeza de la hora a la que regresarían y por nada del mundo quería que se enteraran.

            Con el corazón a mil resonando en el interior de mi cabeza, me cuadré frente a la puerta del despacho de Edgar y giré lentamente el pomo plateado.

            Los primeros días de mi llegada observaba como Edgar cerraba con llave, incluso María, siguiendo sus órdenes, lo hacía también. Pero con el tiempo se habían relajado, dando por sentado que había aprendido la lección y no bajaría sin su permiso, más teniendo en cuenta lo que encontré la última vez que lo hice...

             Por otro lado, traicionar deliberadamente la confianza que habían depositado en mí no me hacía sentir orgullosa, pero me consolaba el pensar que  nadie se enteraría de mi fechoría si era lo suficientemente cuidadosa, así que me había mentalizado para serlo. 

            Cogí aire y cerré la puerta sin hacer ruido. Descendí las escaleras con rapidez. Las luces se activaron automáticamente alumbrando el camino hacia la gran sala.

            Las vitrinas exponían reliquias de un valor incalculable, objetos de otras épocas, tapices y cuadros de autores irreconocibles para mí, pero muy valorados entre los entendidos, sospecho.

            No quise entretenerme con los detalles ya que disponía de poco tiempo y tenía un lugar más importante en el que curiosear: su despacho.

            Me dirigí rauda hacia su mesa. Todo estaba muy ordenado y limpio, parecía que nadie había hecho uso de ella en años, pero yo sabía que eso no era así, Edgar prácticamente vivía en su despacho.

            Abrí un cajón y ojeé los papeles, en su mayoría facturas que no entendía, entonces reparé en la segunda puerta situada a mi derecha. Sabía que ahí había un dormitorio y, por alguna razón, me dio miedo entrar.

            «Ahora es distinto, sabes de ante mano que estará vacío» –pensé para mí, intentando tranquilizarme.

             Me dirigí hacia la puerta y la abrí. Era un dormitorio muy amplio y moderno. Los muebles, la cama y las paredes eran blancas. Caminé examinando el lugar con mucha atención. Tenía incluso un baño integrado dentro de la misma habitación y tan solo separado por biombos de madera, también blancos. En la pared central frente a la cama había un televisor de dimensiones considerables, lo que me llamó poderosamente la atención. Me situé frente a él y me arrodillé en el suelo para abrir el armario del mueble que había debajo.

            Lo que encontré fue revelador. Además de un sofisticado DVD había un reproductor de VHS muy antiguo. De hecho era la segunda vez que veía uno de esos aparatos, la primera fue en casa de mis padres, en el desván. Recuerdo que mi padre veía en él películas antiguas grabadas en una especie de cintas muy aparatosas.

            Me mordí con fuerza el labio inferior y empecé a abrir los cajones, uno a uno. Tuve que repetirme mentalmente que debía tener cuidado y no revolver  demasiado sus cosas; si no conseguía ser muy meticulosa, Edgar se daría cuenta.

            No paré de curiosear hasta encontrar una de esas cintas antiguas, como las que guardaba mi padre en el desván. En este caso las cintas no tenían nombre, tan solo un número. Cogí la primera y la inserté por la ranura del VHS. Recordé que antes de verla mi padre solía rebobinar. Así lo hice, presioné el botón que emitió un ruido de carraca, cuando consideré que era suficiente, accioné el botón de play.

            El sonido de unas risas y el plano desenfocado de un jardín fue lo primero que vi en cuanto la cinta empezó a reproducirse. Luego la imagen se hizo más nítida hasta obtener el primer plano de un niño de unos ocho años balanceándose en un columpio mientras cantaba una canción en inglés. Me concentré en ese niño, en sus impactantes ojos azul turquesa y su resplandeciente sonrisa. Parecía feliz, despreocupado. Su pelo volaba a merced del viento y sus carcajadas iban subiendo de volumen a medida que la cámara se acercaba. La persona que grababa era una mujer que acompañaba sus risas. Luego el plano se movió más rápido hasta quedar inmóvil enfocando directamente al niño de cabellos oscuros que estaba sobre el columpio. ¿Era Edgar? Algo me decía que sí, eran sus rasgos, su misma fisonomía casi treinta años más joven. Entonces la mujer que grababa apareció en escena y se situó a su lado. Era muy guapa, morena y con unos penetrantes ojos negros. Me quedé sin habla cuando los dos empezaron a despedirse en español, moviendo sus manos de forma acompasada frente a la cámara. De repente la mujer se congeló en el plano, parecía como si hubiera visto un fantasma. El niño, en cambio, siguió agitando sus manos despidiéndose como si nada. Ella se levantó de un salto y corrió acercándose a la cámara. Lo último que vi fue su escote antes de que la apagara.

            Mi boca fue incapaz de cerrarse. ¿Esa mujer era su madre? Lo que acababa de ver me decía que Edgar había tenido una infancia normal y feliz, como cualquier otro niño. Volví al cajón y extraje otra cinta, esta vez la que llevaba escrito el número cinco.

            La inserté y me senté en el suelo, sin perder detalle de la pantalla. En esta ocasión el niño estaba sentado en una mesa de picnic y parecía algo mayor que en la anterior. La cámara se acercó desde atrás y el plano fue reduciéndose hasta acabar sobre el dibujo que estaba haciendo. Era un paisaje hecho a carboncillo.

            La voz de la mujer que filmaba le hacía preguntas acerca de su dibujo y él respondía. A diferencia de la primera filmación, en esta no habían risas, todo había adquirido un matiz más siniestro. En uno de los planos la cámara captó la cara de Edgar, ahora sí no me cabía ninguna duda de que era él. Sus facciones eran más parecidas a la actualidad. Por segunda vez, sus ojos azules, profundos y enormes captaron mi atención, pero había otro detalle, casi imperceptible, que no me había pasado desapercibido. El labio inferior de Edgar estaba partido, se distinguía claramente la sombra de una brecha en proceso de cicatrización. ¿Un accidente de juego? ¿Futbol tal vez?

            —¿¿¿Qué estás haciendo???

            Me giré enérgicamente y se me congeló el aliento.

            —Edgar... –tragué saliva, intimidada.

            Avanzó con rapidez, y de mala gana desenchufó los cables de la televisión de un brusco estirón.

            —¿Por qué no eres capaz de hacerme caso? ¡Joder! ¿Por qué has tenido que bajar aquí?

            Me levanté y retrocedí atemorizada. Jamás le había visto tan fuera de sí.

            —¡Dime! –me increpó y a medida que se acercaba a mí, fue dando patadas y golpes a los objetos que tenía a su alcance– ¿Por qué no has podido respetar una única condición? ¿No te basta con tener toda la casa para ti?

            —Edgar, cálmate –le imploré con voz trémula.

            —¡No me pidas que me calme! ¡No pienso consentir que rebusques entre mis cosas de este modo! ¡¿Me oyes?!

            Se acercó lo suficiente y me agarró del brazo con brusquedad. Me quedé bloqueada, sin saber cómo reaccionar y no pude más que seguirle mientras me zarandeaba de malos modos escaleras arriba.

            —¡Suéltame! –le ordené intentando liberarme.

            —Solo te pedí una cosa y no has sido capaz de cumplirla, me has decepcionado, Diana.

            —¡No me hables de ese modo! –protesté– ¡No soy una niña, soy tu mujer!

            Intenté inútilmente encontrar una fisura en su hermético corazón, algo que le hiciera reaccionar y recuperar los papeles, pues ya los había perdido.

            —Ahora eres mi mujer, ¿no? Solo cuando te interesa.

            Siguió guiándome por el comedor, las escaleras de la planta baja y el pasillo hasta llegar a mi dormitorio.

            —Jamás en toda mi vida alguien se había atrevido a cometer semejante agravio.

            Soltó mi brazo una vez abrió la puerta de mi cuarto.

            —¡Ni se te ocurra hablarme así! ¿Quién te crees que eres?

            Se tocó la cabeza con frustración.

            —Lo has revuelto todo, ¿no? has puesto patas arriba todas mis cosas intentando buscar algo sucio o desagradable, ¿me equivoco?

            —¡Por supuesto que sí! –rebatí con ímpetu– No he hecho nada malo Edgar, solo quería conocerte más, eso es todo.

            Volvió a pasar las manos por su cabello, mostrando nerviosismo.

            —Y dime, ¿lo que has visto te gusta? ¿Es lo que esperabas?

            —¡¿Que estás diciendo?! –negué con la cabeza– No he visto nada que...

            —¡Calla! –grito enervado– No digas nada –me empujó hacia dentro de la habitación– Debo pensar qué hago contigo porque este tipo de acciones no pienso consentirlas.

            Cerró la puerta de un portazo, dejándome dentro con el corazón en un puño y al borde del llanto. Edgar Walter era un animal. Jamás hubiera imaginado que un hecho tan inofensivo como encontrarme en su despacho mirando sus cosas pudiera desencadenar semejante enfado fuera de tono.

            Entonces escuché claramente como la puerta era cerrada con llave y el pánico más absoluto se instaló en mi rostro.

            Corrí a abrirla pero ya era tarde.

            Las lágrimas de rabia invadieron mis mejillas y proferí improperios contra Edgar y contra esa casa que no era más que una cárcel para mí.

            Aporreé la pared, la puerta y el armario con fuerza, al borde de la locura. Fue lo único que pude hacer para desfogar toda la tensión que había acumulado, no solo esa tarde, sino todo el tiempo que había permanecido viviendo una farsa de matrimonio junto a ese hombre sin alma.

            La soledad no fue mi mejor aliada en ese momento de desesperación y mi mente empezó a llenarse de pensamientos oscuros y precipitados intentando buscar una salida. Edgar no iba a consentir que "me metiera en su vida", pero yo tampoco consentía que un hombre volviera a hablarme de ese modo y que me encerrara en una habitación. Todo tenía un límite y él acababa de rebasar el mío; jamás podría perdonar lo que me había hecho.

           

Huída

 

     Aquello debía terminar.

     No estaba dispuesta a sostener por más tiempo ese sinsentido.

     Lo había intentado, Dios sabe que lo había hecho. Pero llegaba el momento de tomar cartas en el asunto y acabar con todo. No importaba cuáles fueran las consecuencias, no podía seguir viviendo una mentira, dejando de lado todo lo que realmente me importaba en la vida, entre muchas cosas, mi dignidad.

     La casa dormía en un profundo silencio, las luces se habían apagado dando el día por concluido.

     Recorrí la habitación con la mirada en busca de una salida y la encontré. Estaba en un segundo piso, pero si me lo proponía, podía intentar bajar por la ventana utilizando la cortina de loneta que la ocultaba. El material era lo bastante fuerte para aguantar mi peso si lograba tensar la tela encontrando un punto de agarre. Calculando los metros de tela de los que disponía, no llegaría hasta el suelo del jardín, pero ganaría la altura necesaria para saltar.

     Cogí aire y acerqué la cama a la ventana intentando hacer el menor ruido posible. Me subí a ella para descolgar la cortina de las anillas mientras mi cabeza intentaba atar los cabos sueltos para emprender la huída con éxito. No me importaba el futuro, la verdad es que tampoco había pensado demasiado en eso, lo importante era salir de Escocia, luego, ya pensaría en las alternativas.

     Cogí el poco dinero en efectivo del que disponía y metí algo de ropa limpia en una pequeña mochila. Descarté la idea de llevar mi teléfono por miedo a que pudiera localizarme como la otra vez; sabía que Edgar haría lo impensable por detenerme antes de coger el avión.

     Una vez mi cabeza repasó el plan un par de veces, cogí aire y me encaramé a la ventana. Desde ahí parecía que la distancia era mayor de la que había calculado, pero no dejé que ese pensamiento cobarde me frenara y, desesperada por huir, até con fuerza la cortina al hierro que formaba parte del somier de la cama. Di un par de tirones secos, asegurándome que no se rompía antes de reclinarme sobre el alfeizar de la ventana.

     Descendí agarrándome con fuerza a la cortina al tiempo que flexionaba las piernas sobre la fachada, como había visto hacer en decenas de películas. Claro que cuando se trataba de mí, no era algo tan sencillo... Los primeros pasos fueron relativamente fáciles, pero las cosas se complicaron a medida que descendía porque mis fuerzas empezaron a flaquear. Fue imposible llegar hasta el final, mis brazos no pudieron sostener mi peso en vertical y caí de espaldas. El dolor ascendió por mi columna produciéndome una sensación de quemazón que me obligó a permanecer unos minutos tendida en el frío suelo, ahogué un chillido de dolor e hice un esfuerzo hercúleo por intentar recomponerme.

     Me puse en pie como pude, y con las piernas temblorosas, emprendí la marcha alejándome todo lo posible de la casa. No tardé en adentrarme en el corazón del bosque que la rodeaba, y ahí me pareció como si el tiempo se hubiese detenido, porque por la noche el bosque me parecía el mismo sin importar cuán lejos fuera. Empecé a temer que estuviera caminando en círculos, pero a la vez me decía que en algún momento debía encontrar la carretera, había estado caminando en paralelo a la verja de entrada todo el camino.

     Tropezaba a menudo y también me caí varias veces a causa de la envolvente oscuridad, la única luz de la que disponía era la de los débiles rayos de luna que cruzaban el manto de nubes y se filtraban entre las rendijas que dejaba el dosel de árboles hasta alcanzar el suelo, pero no era suficiente para seguir avanzando con seguridad.

     Al final, tropecé con algo, pero no supe dónde se me había trabado el pie. Me caí y me quedé allí tendida. Noté un dolor agudo en la cabeza seguido del húmedo calor de la sangre que resbalaba por la sien. Ya no tuve fuerzas para seguir avanzando, di mi frustrada huída por concluida. Seguidamente rodé sobre un costado de forma que pudiese respirar y me acurruqué sobre los helechos húmedos.

     Reinó el silencio y la oscuridad durante mucho tiempo, seguramente había perdido el conocimiento, pero lo volví a recuperar justo en el momento en que oí que me llamaban.

     Alguien gritaba mi nombre. Sonaba sordo, sofocado por la maleza mojada que me envolvía, pero no había duda de que era mi nombre. No identifiqué la voz. Pensé en responder, pero estaba aturdida y tardé mucho rato en llegar a la conclusión de que debía contestar. Para entonces habían cesado las llamadas.

     La lluvia me despertó poco después. No creía que me hubiese dormido de verdad. Simplemente, me había sumido en un sopor que me impedía pensar; todo dejó de importarme, incluso llegué a la fatídica conclusión de que prefería morir entre la maleza del bosque a volver a esa jaula de piedra con Edgar.

     La llovizna me molestaba un poco. Estaba helada. Dejé de abrazarme las piernas para cubrirme el rostro con los brazos.

     Fue entonces cuando oí de nuevo la llamada. Esta vez parecía acercarse a mi posición.

     La lluvia incrementó y sentía cómo el agua se deslizaba por mi mejilla, despegué un brazo de la cara y entonces vi la luz.

     Al principio sólo fue  un tenue resplandor reflejado a lo lejos en los arbustos, pero se volvió más y más brillante hasta abarcar un espacio amplio. La luminosidad impactó sobre el arbusto más cercano y me permitió atisbar que provenía de una linterna, pero no vi nada más, porque el destello fue tan intenso que me deslumbró.

     —Diana.

     La voz grave denotaba preocupación y miedo, pero a la vez seguridad; aquella persona me conocía. 

     Gruñí y alcé los ojos hacia el rostro sombrío que se hallaba sobre mí a una altura que se me antojó imposible. Era vagamente consciente de que el extraño me parecía tan alto porque mi cabeza aún estaba en el suelo.

     —Gracias a Dios –dijo la voz profiriendo un suspiro de alivio.

     Con un movimiento veloz el rostro descendió hasta estar a escasos centímetros de mí, entonces, le reconocí.

     Uno de sus brazos se deslizó entre el suelo y mi nuca mientras que el otro intentaba filtrarse por la parte posterior de mis rodillas.

     Puse los brazos en tensión apartando el torso de Edgar todo lo que pude de mí. Intenté chillar o decirle que parara, que me dejara en paz, pero las palabras no salieron, tan solo involuntarios gruñidos que remarcaban mi inconformidad.

     De nada sirvió mi resistencia, me tomó en brazos con un movimiento rápido y ágil.

     Pendía de sus brazos desmadejada, sin vida, mientras él trotaba velozmente a través del bosque húmedo, sin importarle la incesante cortina de lluvia que se cernía sobre nosotros.

     La luz se hizo más intensa conforme nos acercábamos a la casa que tanto esfuerzo me había costado dejar atrás.

     —No... –protesté, pero nuevamente fui ignorada.

     —Llamad a Steve inmediatamente –dijo Edgar entrando en el vestíbulo como un huracán.

     —Pero ¿está bien? ¿Le ha ocurrido algo? Dios mío, pobre niña, ¡está helada!

     Reconocí la voz de María y distinguí sus caricias mientras intentaba quitarme la chaqueta húmeda y desvestirme por el camino.

     Finalmente llegamos a mi habitación y Edgar me tendió con cuidado sobre la cama. Sus manos me retiraron el pelo de la cara y orientó mi rostro para evaluar los daños. Arrugué el entrecejo al percibir tanta luz sobre mi cabeza.

     —Tiene una brecha–suspiró, irritado–. Cámbiala, Steve vendrá enseguida.

     —María... –susurré abriendo los ojos poco a poco mientras se adaptaban a la intensidad de la luz.

     —Shhhh... no digas nada, pronto vendrá el doctor y...

     —Pero es que yo no quiero estar aquí –le interrumpí–, tengo que irme, no puedo seguir...

     —Así no puedes ir a ningún sitio, ¿no lo ves? Tiene que verte un médico.

     Suspiré y dejé que acabara de desnudarme, la ropa caía a plomo contra el suelo emitiendo un ruido similar al de una palmada, no podía creer que hubiera podido estar tanto tiempo bajo la lluvia sin inmutarme.

    

     Steve no tardó en venir. Alcé el rostro para verle, esta vez no me pareció tan risueño como de costumbre.

     Me examinó mostrando mucho respeto mientras me hacía desinteresadas preguntas aisladas para descartar posibles secuelas.

     El peor momento fue cuando extrajo de su maletín una aguja y una pequeña ampolla de cristal.

     —Voy a poner un poco de anestesia local porque tengo que darte un par de puntos, lo más importante es que no te muevas.

     —¿Tan grande es la herida? –pregunté escandalizada.

     —No es muy grande –me tranquilizó–, pero sí profunda, así que tenemos que coser.

     —¿Le quedará cicatriz? –preguntó Edgar a su espalda.

     Me giré un poco para localizarle y le descubrí de pie, recostado en la esquina más alejada de la habitación. Steve le dedicó una mirada de reprobación.

     —Muy leve –reconoció dándole la espalda–,al estar tan cerca del nacimiento del pelo no se apreciará.

     No sabría decir por qué, pero la pregunta que le había lanzado Edgar me incomodó. Ya sabía de su obsesión por la perfección y por lo que consideraba bello, me pregunté si al estar magullada por fin me liberaría del acuerdo.

     Steve esperó a que la anestesia hiciera efecto y me cosió meticulosamente la herida.

     —Es importante que se desinfecte cada día. A parte de eso... –se giró hacia atrás para mirar a Edgar– debería ir al hospital, podríamos realizar un escáner para descartar...

     —¡Ni hablar! –le interrumpí– ¡No pienso ir a ningún hospital, me encuentro perfectamente!

     —Aun así hay contusiones que...

     —He dicho que no –repetí tajante.

     Steve miró a Edgar, esperando a que interviniera. Nuestras miradas se encontraron una milésima de segundo, tiempo suficiente para que descartara cualquier orden que pensara darme, sabía que sólo por provenir de él la rechazaría.

     —No quiere ir –intervino poniendo los ojos en blanco–, ¿qué otras alternativas hay?

     Steve me miró durante un rato, luego volvió a girarse en la dirección de Edgar.

     —Sois los dos igual de tercos –bufó frustrado–. No debería estar sola, al menos esta noche. Deberíamos asegurarnos de que no pierde el conocimiento.

     —¡Por el amor de Dios! –exclamé girando el rostro– ¡He dicho que estoy bien!

     —De acuerdo –zanjó Edgar dirigiéndose hacia su amigo–, te llamaré si hay algún cambio.

     —Bien. De todas formas vendré mañana –dijo mientras terminaba de recoger sus cosas–. ¿Puedo saber cómo te has hecho esto? –preguntó de pasada.

     —Me caí –alegué, molesta.

     —Eso ya lo he deducido, lo que entiendo es qué hacías fuera de casa a esas horas tú sola.

     Bufé. La verdad es que me parecía una niñería absurda haber emprendido la huída de ese modo, pero ¿qué otras opciones tenía? A veces la desesperación juega en nuestra contra.

     —Me apetecía irme de casa –contesté con prudencia.

     Steve suspiró y negó con la cabeza.

     —Sabía que algo así no tardaría en pasar –miró a Edgar con expresión triste.

     —Steve, te aprecio mucho, ya lo sabes, pero no te extralimites –intervino Edgar, que continuaba cerca de la puerta con los brazos cruzados.

     —Mira, ya hablaremos en otro momento. Mañana vendré a verte, ¿de acuerdo? –me miró buscando mi asentimiento, así lo hice.

     En cuanto cerró su maletín miró fijamente a Edgar por última vez y ambos se ausentaron de la habitación dejándome sola.

     No pasó mucho tiempo, tal vez media hora cuando Edgar volvió a entrar. Se había cambiado de ropa, llevaba un pantalón de deporte y una camiseta blanca de manga corta, en su mano sostenía un libro.

     —¡¿Qué crees que estás haciendo?! –pregunté ojiplática al intuir sus intenciones.

     Edgar ignoró mi desconcierto y arrastró una butaca hasta colocarla al lado de mi cama.

     —¿Vas a quedarte? –insistí.

     —Ya has oído a Steve –confirmó abriendo el libro con total indiferencia. Miré de reojo el título pensando que se trataba de una novela, pero lejos de eso, era un libro de economía; no podíamos ser más distintos.

     Le miré durante un rato, esperando a que dijera algo. Le conocía lo suficiente para saber que lo que había hecho tendría sus represalias. Sin embargo de sus labios no salió ni una palabra, ni siquiera para reñirme por lo que había hecho. Tampoco parecía tener curiosidad por conocer los motivos que me habían impulsarlo a hacerlo, confieso que eso me confundió. ¿Es que creía que me daría por vencida, que no trataría de huir de él de otra forma?

     La noche avanzaba y cada vez me encontraba más cansada, estaba a punto de dormirme, pero cuando empezaba a hacerlo volvía a abrir los ojos y le observaba allí, quieto, impasible, leyendo su libro o bien masajeándose la sien. De tanto en tanto escuchaba sus movimientos y cómo tosía discretamente. Por todo eso me costaba relajarme. Poco duró mi resistencia, el cansancio pudo más y al final me dormí, cerré los ojos y me dejé ir pensando que lo que tuviera que hablar con él, lo haría al día siguiente.

Despedida

 

 

     Me despertó la tos seca de Edgar y entonces recordé todo lo que había pasado, las imágenes acudieron a mi mente como si estuviera viendo una película y me desperté de golpe.

     Edgar se había tapado con una manta, pero continuaba sentado en la butaca, y por su rostro cansado, podía deducir que no había pegado ojo en toda la noche. Un pinchazo de culpabilidad me perforó el pecho, claro que enseguida recordé que estaba enfada con él, técnicamente le odiaba por su forma de ser, por sus continuas restricciones, por su tozudez e inflexibilidad, no quería callarme nada, y puesto que estaba descansada, quería descargar toda la artillería contra él y dejarle claro que había tomado la decisión de dejarle con o sin su permiso, y que ni se le ocurriera impedírmelo o volver a mencionar el dichoso contrato. Mi vida no era una mera transacción, no tenía precio, y él más que nadie debería saberlo.

     Estaba dispuesta a hablar cuando él lo hizo primero:

     —¿Cómo te encuentras? –preguntó con los ojos tristes y las ojeras marcadas.

     Su consideración me pilló con la guardia baja y me ablandó un ápice. Sentí que debía andarme con cautela y pensar dos veces lo que iba a decirle.  

     —Bien. Gracias –su cuerpo se retorció hacia delante para desatar la tos que intentó sosegar con la mano sobre su boca–. ¿Has estado ahí todo el tiempo? –quise saber.

     Se incorporó despegando la espalda del respaldo y pasó sus manos por la cara y el cabello para desperezarse antes de posar los codos sobre las rodillas.

     —Sí,  he pasado la mayor parte del tiempo aquí.

     —¿Por qué? –pregunté en tono de reproche.

     No le dio tiempo a contestar, María se personó en la habitación y anunció la llegada de Steve.

     —Buenos días –Edgar se puso en pie intentando disimular la tos que agitaba todo su cuerpo de forma involuntaria–. ¿Ha habido alguna complicación durante la noche?

     —No, creo que está bien –confirmó Edgar, señalándome.

     Steve se acercó a mí y me observó la herida. La desinfectó y comprobó que no había ninguna secuela del traumatismo más allá de la brecha que había cosido.

     —¿Cómo te encuentras?

     —Mejor de lo que cabe esperar –contesté mientras dilataba mis pupilas con la luz de una linterna.

     —¿Desorientación, mareo, dolor de cabeza?

     —Nada de nada.

     —Estupendo. Por lo que veo, en principio ya no tengo que volver por aquí. Aunque no estaría de más que hicieras una visita al hospital para hacer una revisión más exhaustiva. Podría atenderte yo.  

     —Gracias por tu ayuda, Steve, pero no será necesario.

     —De acuerdo, ya no insisto más –concluyó suspirando.

     Se puso en pie y se cuadró delante de Edgar, observándole.  

     —¿Puedo hacerte un rápido reconocimiento?

     —¿A mí? –preguntó Edgar, escéptico.

     —Igual me aventuro, pero en tu cara veo signos de gripe, y no es de extrañar teniendo en cuenta que ayer...

     —Solo estoy cansado, no le des más vueltas. Odio cuando te comportas como un médico.

     —Bueno, es lo que soy, ¿no?

     —No me pasa nada.

     —De todas formas deberías...

     —¡Steve! Por favor, no empieces –le acalló en tono grave.

     —¿Es que es algo personal? ¿Por qué los dos rechazáis mi ayuda? ¿Os dais cuenta de lo frustrante que resulta? –su enfado era más que palpable.

     —Te llamaré si sucede algo –terminó Edgar.

     Steve suspiró otra vez.

     —Podría recetarte algo un poco más fuerte, lo sabes, ¿verdad?

     Su último comentario me dejó descuadrada y me giré enérgicamente para mirarle. Nuevamente tenía la sensación de que me había perdido algo importante de la conversación, parecía incluso que se dedicaban miradas en clave de algo que yo ignoraba. ¿Cuántos misterios más acompañarían a Edgar? Cuando conseguía desvelar alguno de sus secretos, uno nuevo se abría camino, pero en esta ocasión todo me daba igual, no me importaba lo más mínimo nada que tuviera que ver con él.

     —¡Te he dicho que estoy bien! –exclamó Edgar empujando sutilmente a su amigo hacia el pasillo.

     —Vale, Edgar, entonces me marcho –claudicó alzando las manos en señal de rendición–. ¡Qué carácter!  

     Sus voces se perdieron progresivamente por el camino.

     Cuando Edgar regresó a la habitación, le miré con mucha atención, como si su rostro pudiera darme más información que sus palabras. Su frente estaba perlada de sudor, pese a que no hacía calor, más bien lo contrario. Sus ojos enrojecidos denotaban cansancio y esa tos que le arrancaba del pecho... signos suficientes que confirmaban el diagnóstico de Steve.

     La imagen de la fuerte lluvia de ayer y el frío que calaba hasta los huesos salió a colación en mi mente. ¿Era posible que hubiese enfermado por haberme estado buscando toda la noche? Una vez más me asaltó la sensación de culpabilidad, y todo cuanto pensaba decirle desde que desperté esa misma mañana, se quedó en nada.  

      A medida que le veía moverse, avanzar hacia mí intentando camuflar la tos, más cuenta me daba de que no se encontraba bien, pero ni siquiera entonces se permitió el lujo de flaquear y mostrarse un poco más humano, siguió exhibiendo su arraigada armadura de hombre infranqueable.

     —Supongo que hay muchas cosas que deberíamos tratar –comenzó con la mirada esquiva–, lo que ocurrió ayer... –vaciló antes de continuar– no puede volver a repetirse.

     Crucé los brazos sobre el pecho y fruncí los labios, estaba conteniéndome para no montar una escena.

     —Lo que ocurrió ayer no es más que...

     —Déjame terminar, por favor –me interrumpió. Cogí aire y lo exhalé sonoramente intentando relajarme–. He estado pensando... lo cierto es que últimamente has hecho muchas cosas que no me han gustado –sus ojos duros se posaron en los míos haciéndome estremecer–. Desde que llegaste has estado poniéndome a prueba. Confieso que ha habido momentos divertidos en los que intentabas echarme un pulso, pero lo que sucedió ayer, lo que hiciste... sobrepasa todos los límites razonables.

     —Me encerraste, Edgar, ¿sabes lo que se siente al sentirse preso? –mi voz destiló toda la ira que ese pensamiento me produjo.

     —Lo sé –confesó, confundiéndome.

     —Ya no soy una niña –espeté sintiéndome fuerte con mis argumentos–. No puedes castigarme cada vez que haga algo que no te gusta, además, te recuerdo que ese contrato que firmamos no te hace dueño de mi vida y...

     —¡Soy consciente, maldita sea! –gritó golpeando la pared con el puño cerrado. Su repentino brote de ira me heló la sangre– Pero tú debías respetar mis pocas reglas y no inmiscuirte en mis asuntos, ¡no creo que ceñirte a cuatro directrices sea adueñarme de tu vida!

     —¿Cuatro directrices? ¡Si no has hecho más que imponer tu voluntad, incluso antes de conocerme! Además, te recuerdo que tampoco descubrí nada relevante en tu despacho, si es eso lo que te preocupa. No creo que ver esos videos de cuando eras niño fuese entrometerme deliberadamente en tus asuntos, al menos no me entrometí tanto como tú en los míos y...

     —No tiene importancia eso ahora –me interrumpió sosegando su temperamento–. Solo quería decirte que tú ganas.

     —¡¿Cómo?! –le miré con el interrogante grabado en mi mirada desigual.

     —Somos como el agua y el aceite –constató–. Para mí eso no suponía un problema, estaba dispuesto a todo, incluso a aguantar tu altanería porque sentía que había cosas de ti que realmente valían la pena, así que lo demás no eran más que menudencias que esperaba que con los años se corrigieran. Pero ayer, por primera vez, sentí que realmente estuve a punto de perderte y no podría soportar que tu estupidez te hiriera de algún modo, menos por mi culpa –su voz sonó apenada y conforme hablaba, sentía como mi corazón latía con más fuerza–. Así que tú ganas –repitió, y en un gesto decisivo extrajo un sobre del bolsillo de su chaqueta que depositó sobre mi cama.

     —¿Qué es eso?

     —Ahí tienes un billete de avión para regresar a España, no hace falta que te escapes en mitad de la noche, tu vuelo sale mañana a primera hora –mi cara debió parecer un poema, porque Edgar hizo una pausa frunciendo el ceño por mi expresión.

     —¿Cuánto tiempo estaré fuera?

     Suspiró.

     —Indefinidamente.

     —¿En serio? –quise asegurarme.

     Asintió.

     No me lo podía creer. ¿Iba a dejar que me marchara sin más?

     —¿Qué hay del contrato? –me aventuré a preguntar.

     —Puedes estar tranquila, no emprenderé ninguna acción.

     Le miré extrañada.

     —Pero seguimos casados... –confirmé desafiante.

     Edgar cerró los ojos un instante y volvió a pasar las manos por su cabello revuelto, cuando los abrió de nuevo, me miró con cautela.

     —Tardaré un tiempo en tramitar el divorcio, pero será lo próximo que haga –prometió.

     Su voz sonó seca, sin ninguna emoción.

     Se encaminó hacia la puerta y yo sentí que tenía que decirle algo. No podía creer que me hubiese liberado de nuestro acuerdo con tanta facilidad, eso decía mucho de él, tal vez no era tan egoísta como creía, puede que me precipitara en juzgarle, fuera como fuere debía estar feliz, por fin había conseguido lo que tanto anhelaba; sin embargo, no me sentía diferente, la noticia no consiguió más que confundirme.

     —Gracias –me apresuré a responder antes de que desapareciera.

     Se giró levemente y asintió.

     —Por cierto, se me olvidaba –dijo sin acabar de girarse–, tienes la única copia que conservo del contrato sobre la mesilla. Haz con él lo que quieras.

     Miré hacia la mesilla y ahí estaba, una discreta carpeta de cartón contenía la llave de mi libertad. Giré el rostro hacia la puerta pero él ya se había ido. Nuevas dudas no tardaron en llenar de nuevo mi cabeza.

     ¿Realmente significa eso que podía irme sin más? ¿Y mi familia? Supongo que Edgar dejaría de costear la rehabilitación de Marcos y sufragar las deudas que acumulaba la casa... Tendría que buscarme un trabajo para hacer frente a todo, ¿sería suficiente con mi aportación económica?

     Me mordí el labio inferior. Sí, definitivamente debería estar feliz, pero más allá del propio interés por mi bienestar y el de mi familia, sentía que no estaba actuando bien, y que Edgar, por muy mal que hubiera hecho las cosas, no se merecía mi odio.

 

Continuará...

 

 

(Pido paciencia a los lectores, estoy reescribiendo la siguiente parte, un saludo y gracias por la comprensión)