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El contrato (segunda parte)

en Grandes Series

 

Nota de la autora: Esta es la segunda entrega de la saga, recomiendo leer la primera para poder seguir el hilo conductor de una historia que me ha llevado mucho tiempo elaborar.

Gracias por los comentarios, buenos o malos son siempre bien recibidos. Espero leer vuestras impresiones y así continuar con la saga.

 

 

Matar el aburrimiento

    

    

     Ya había pasado un día.

     Miré a mi alrededor abstraída; esto era peor que una cárcel. Todo permanecía en silencio, en apacible armonía. Los minutos se sucedían con extrema lentitud, era consciente de su sucesión por el fino tic-tac de un reloj de pared situado en el extremo más alejado de la habitación; si esto era lo que me esperaba a partir de ahora, debía buscar algo que me ayudara a combatir el aburrimiento.

     Dentro de las tareas pendientes, estaba la de asegurarme de que mi familia se encontraba bien, así que aproveché la aburrida mañana para llamar a casa.

     Ya habían trasladado a Marcos desde el hospital y disponía de una enfermera las veinticuatro horas. Edgar lo había organizado todo para que la casa dispusiera de lo necesario para su recuperación.

     En cuanto escuché su débil voz al otro lado del teléfono, las lágrimas empezaron a agolparse en el lagrimal.

     —Estoy mejor, Diana, no te preocupes por mí.

     —Pero ¿y tus piernas? ¿Cómo vas con los ejercicios?

     Se oyó un suspiro.

     —No sé si podré volver a caminar. Tengo varias vértebras machacadas y... en fin, supongo que después de todo he tenido mucha suerte.

     —¿Esos indeseables  han vuelto a molestarte?

     —No. Lo cierto es que  parece como si se hubiesen olvidado de mí por completo.

     —Eso es bueno –constaté.

     —Pero ¿qué hay de ti? Tú eres la que realmente me preocupa, ¿cuándo volverás?

     Desvié la mirada al suelo. Era incapaz de ofrecer una respuesta a su pregunta.

     —No lo sé, Marcos. Todo es complicado ahora.

     —¡Joder, Diana! –le escuché gimotear– Necesito que estemos unidos, esto es una puta pesadilla y no únicamente por lo que me ha pasado a mí, papá es un completo extraño, prácticamente no me reconoce.

     El llanto siguió sucediéndose, era incapaz de refrenar las lágrimas que corrían rápidas por mi mejilla.

     —Dame tiempo, Marcos.

     —Me siento tan mal... tú no deberías estar con ese... –escupió las palabras como si fueran veneno–, ¡odio a ese tío, maldita sea! Todo ha sido por mi culpa y ahora no sé cómo arreglarlo.

     Marcos empezó a llorar, y ser testigo de su vulnerabilidad acabó por romperme el corazón.

     —¿Qué te ha hecho, Diana? –continuó con la voz engolada– ¿Te ha puesto una mano encima?

     —¡¿Qué?! ¡No! –exclamé elevando la voz– casi no lo he visto, prácticamente tengo la casa para mí sola.

     Suspiró, abatido.

     —Si te hace algo no me lo perdonaré en la vida –bufó frustrado–. No deberías haberte involucrado en esto, ¿por qué lo has hecho? Esto no está bien, nada lo está. ¡Míranos! Nuestras vidas se han ido a la mierda.  

     —Marcos, para –intervine para calmarle–. Sabes que no teníamos opciones –susurré.

     —Aun así, sacrificarte por nosotros ha sido una completa estupidez.

     —Yo no lo creo –protesté, defendiéndome–,  de hecho volvería a hacerlo, después de todo no ha salido tan mal.

     Escuché como Marcos volvía a llorar y eso acabó por desmoronar mi poca entereza. Poco después, el teléfono se lo arrebató otra persona, seguramente su enfermera, y concluyó la conversación conmigo:

     —Lo siento, Marcos necesita más tiempo para encontrarse bien. Recuerda que no únicamente acaba de salir de una delicada operación y está sometiéndose a duros ejercicios de rehabilitación, además estamos en pleno proceso de desintoxicación, por eso tiene tantos altibajos.

     —Entiendo... –acepté enjugándome las lágrimas.

     —Estaría bien que la próxima llamada la hiciéramos nosotros, cuando pase un tiempo y Marcos reaccione mejor al tratamiento. Estas cosas cuestan un poco, ya sabe...

     Suspiré y tragué saliva. Esa mujer tenía razón, todo conllevaba un proceso y debía respetar los tiempos.

     —De acuerdo –cedí–. En cuanto esté preparado para hablar conmigo, que me llame. Yo lo haré únicamente para que me informéis de su evolución.

     —Muchas gracias por entenderlo, estamos en contacto, Diana.

     Me despedí y colgué el teléfono. La sensación de vacío que recorrió mi cuerpo en ese momento fue indescriptible. Cogí aire e intenté por todos los medios animarme, pensar que había hecho todo lo que estaba en mi mano para que las aguas volvieran a su cauce, y lo había conseguido, aunque Marcos era incapaz de verlo todavía.

     Para sentirme mejor llamé a la única persona que sabía que podía hacerme sonreír en un momento de debilidad como en el que estaba inmersa.

 

     —¡Emma! ¿Cómo te encuentras?

     —Menos mal que me llamas, ya estaba empezando a ponerme nerviosa. Estoy bien, pero dime, ¿cómo es? ¿Cómo va todo por ahí?

     Emití un suspiro y me senté en una de las butacas del comedor.

     —No te lo vas a creer, estoy viviendo en una casa enorme. Tiene cientos de habitaciones, hay hasta un gimnasio, más bien parece un palacio.

     —Alucinante. ¿Y ese Edgar? ¿Te trata bien?

     Hice una mueca, me costaba encontrar las palabras apropiadas para hablar de él, teniendo en cuenta que seguíamos siendo dos extraños compartiendo techo.

     —Pues... Solo le vi el día de mi llegada, bueno, vi solo una parte de él, había poca luz y estábamos lejos.

     —¡¿Qué diantres significa eso?! ¿Es guapo o no?

     Hice una pausa.

     —No lo sé, es... no sé, normal, supongo. Tiene una voz intimidante y parece tan seguro... acojona un poco, la verdad.

     —¿Estás a gusto? –me pareció intuir cierta preocupación en su pregunta.

     —Digamos que no estoy mal –reconocí–. Lo único que no me gusta es que ha escondido toda mi ropa. Mi armario está lleno de vestidos, faldas, zapatos y esas memeces...

     Soltó una fuerte risotada que casi consiguió contagiarme.

     —Sí, dicho así suena muy cruel –reconoció irónica–, ha cambiado tu ropa vieja por vestidos pijos.

     Volvió a reír.

     —Sabes a lo que me refiero, no me siento cómoda con todo esto, echo de menos mis cosas...

     —Bueno, pues pídele amablemente que te las devuelva. De todas formas estás casada con un multimillonario, es natural que quiera que vistas con algo más de clase. Seguro que te queda fenomenal esa ropa.

     Negué con la cabeza.

     —En cualquier caso, las cosas no van a quedar así, ya me conoces.

     Su risa sonó todavía más fuerte.

     —¿Entonces vas a ser condenadamente exasperante?

     Volvimos a reír.

     —¿Así soy? –pregunté sin dejar de reír– Pero ya que lo dices, sí. Eso es justo lo que pienso hacer–asentí con convicción–, una cosa es que esté obligada a vivir aquí y otra es que tenga que hacerlo a su manera, ¿no? Pienso poner los puntos sobre las íes a ese snob estirado, aunque eso signifique ser condenadamente exasperante.

     Emma soltó una carcajada y juntas seguimos hablando durante horas. Para ser sincera no quería acabar con la conversación, pero ella tuvo que interrumpirme diciendo que tenía que ir a la facultad. En poco tiempo había olvidado lo que era eso, sentirse joven, estudiar y pensar en banalidades como en las discotecas a las que iríamos el fin de semana, se podría decir que mi juventud se detuvo en el momento en el que me casé con Edgar, ahora debía empezar a actuar de otra manera, ¡por el amor de Dios, estaba casada! Y eso implicaba centrarme en cosas que me venían grandes. O puede que hubiese perdido mi juventud mucho antes, justo en el momento en el que todo mi mundo se volvió del revés, en cualquier caso, ya no había vuelta atrás.

    

     Durante los días siguientes deambulé por la casa como un espectro, a esas alturas empezaba a conocerme cada rincón de memoria. Entraba en una habitación y acariciaba los muebles, me sentaba sobre las mullidas alfombras blancas, abría y cerraba cajones... nada despertaba mi interés, estaba aburriéndome como una ostra sin saber qué hacer.

     Me quité los zapatos y caminé por los jardines sintiendo el fresco césped recién cortado bajo mis pies. Corrí por el prado, admiré las flores, canté las canciones de moda a vivo pulmón porque sabía que nadie podía escucharme y visité las cuadras.

     Los establos estaban muy limpios y los caballos eran magníficos ejemplares, de eso no me cabía ninguna duda. Seguramente algún día aprendería a montar como una amazona, por ahora no era una prioridad, me daba miedo poner mi seguridad a lomos de un animal tan grande.

     Otro punto a tener en cuenta era que el campo, la naturaleza en general, me gustaba en momentos muy puntuales. Lo mío seguían siendo las ciudades, los centros comerciales, los conciertos, las cafeterías, pubs... ¡Era de otra generación, maldita sea! No me iba nada la vida sosegada y tranquila que me ofrecía ese hombre anclado en una época anterior; nada, absolutamente nada estaba hecho para mí.  

 

     Tras los días se acumularon las semanas y todo seguía igual, entre comida y comida iba a curiosear por la casa, salía al jardín, jugaba a probarme ropa pija frente al espejo, hablando con acento francés y arqueando las cejas al máximo mientras descendía sutilmente los párpados mirando por encima del hombro, e incluso me atrevía a improvisar el mítico Sigle Ladies de Beyoncé con la música a todo volumen para luego acabar riendo como una loca de mi patetismo. Debía admitir que carecía de dotes artísticas y que la soledad me estaba haciendo perder la cabeza.

     También disponía de todo el tiempo del mundo para ponerme al día en redes sociales, pero nada me saciaba y continuaba aburriéndome, con frecuencia me sentía enormemente sola en esa casa enorme tan llena de gente y vacía a la vez.

 

     Esa mañana de sábado, tras despertarme y dejar que María me peinara y preparara el desayuno como solía hacer, decidí hacer algo diferente para variar y pedí un taxi. Quería ir a conocer la ciudad. Sentía el enorme impulso de fotografiar los pequeños detalles que formaban parte de una ciudad en movimiento, como la gente distraída al hacer sus compras, la fruta exquisitamente expuesta en los aparadores de las fruterías, los letreros con nombres extraños de los comercios... Siempre me gustó la fotografía, pasarme horas mirando a través del objetivo hasta captar la imagen perfecta.

     Es curioso que tenga que hacer eso sola, siempre pensé que Edgar me llevaría a cenar, tal vez al cine, me sacaría de esos sólidos muros de piedra para empezar a hacer cosas juntos. Nada más lejos de la realidad, ya que solo le vi el día de mi llegada hace más de una semana y desde entonces, era como si viviera sola en una mansión abandonada.

     Caminé por los jardines asegurándome de no ser vista hasta llegar a la verja de entrada, y por primera vez desde mi llegada, salí al exterior.

     No me resultó difícil huir, pero tan pronto puse un pie fuera de la finca, me invadió un sentimiento extraño, tenía la sensación de estar haciendo algo malo o ilegal y eso me ponía muy nerviosa. No hacía más que mirar a mi alrededor como si estuviera fugándome de una cárcel de máxima seguridad y en cualquier momento pudiera ser descubierta por un ejército de policías.

     «Tranquila, Diana, nadie se dará cuenta de tu ausencia, todo el mundo está muy ocupado trabajando en la casa y además, no estás haciendo nada malo, solo es una inocente escapadita.

     Intenté avanzar con la cabeza bien alta hasta llegar al coche, pero sin querer di un traspié que me obligó a agarrarme a un árbol cercano por temor a caerme.

     «¡Malditos zapatos de mierda!»

     Entré en el vehículo y estiré el vestido blanco con pequeños motivos florales en verde que había elegido para la ocasión. Llevaba una rebeca a juego de color verde oliva y unos zapatos de tacón de aguja que eran los más incómodos del mundo. Suspiré resignada, aferrándome a mi antigua cámara de fotos como si ella pudiera proporcionarme la seguridad que me faltaba, y di las instrucciones al chófer para que me llevara a conocer el centro neurálgico de la ciudad.

 

     Edimburgo era la segunda ciudad más grande de Escocia después de Glasgow, ubicada en la costa este, a orillas del fioro del rio Forth.

     Tardamos alrededor de hora y media en llegar, lo que me hizo pensar que la mansión de Edgar estaba bastante aislada, y puesto que se encontraba en mitad de de la nada, únicamente podía desplazarme en vehículo privado, ya que ni siquiera el transporte público llegaba tan lejos.

     Pagué al chófer con el dinero que había conseguido ahorrar en España y había cambiado a libras antes de venir, no era mucho, pero el suficiente para no tener que pedir nada a mi reciente marido hasta encontrar algún trabajo que me permitiera disponer de un ingreso mínimo para mí. Odiaba tener que rendir cuentas a alguien y no pensaba pedirle permiso. Siempre he sido muy orgullosa, puede que tuviese orígenes humildes y necesidades, pero no por ello iba a convertirme en la mantenida de nadie.

     Al entrar en la ciudad me di cuenta de que era un día húmedo, el aire aguado hacía presentir que todo a mi alrededor había sido envuelto por una ola horas antes, pero no por ello las calles estaban vacías. Distinguía a los turistas por sus grandes mochilas colgadas a la espalda, señalando aquí y allá con entusiasmo.

     Una vez el coche finalizó su recorrido, me apeé de él y caminé insegura por la acera adoquinada, sosteniendo fuertemente la cámara contra mi pecho e intentando que los dichosos tacones no se hundieran entre las juntas de las piedras.

     Una ráfaga de aire me sorprendió obligándome a sostener el vuelo de mi falda antes de que se levantara por completo.

     «¿Cómo alguien puede vestir de este modo en una ciudad así? ¡Es imposible!»

     Seguí avanzando, pese al envolvente color gris, podía distinguir una ciudad luminosa debido al alumbrado. Todos los colores estaban en perfecta sintonía y tras los altos picos de las casas y edificios, se extendían verdes montañas que rodeaban toda la ciudad.

     Me recriminé el no haber imprimido un mapa o algo que me sirviera para orientarme por ahí, pero decidí seguir a la multitud, el turista me llevaría a los sitios más emblemáticos.

     Caminé largo rato por calles peatonales, algunas estrechas, otras más amplias, hasta desembocar en la Old Town. Un barrio histórico que me dejó con la boca abierta al instante. Me arrodillé sin dar importancia a lo delicadas que eran las medias de seda y saqué una fotografía partiendo de los adoquines hacia arriba. Conseguí el ángulo perfecto, la media curva desde donde podía ver la calle prácticamente entera.

     Enseguida me maravillé de los callejones angostos y sombríos, edificios de piedra y un robusto castillo vigilándolo todo desde la cima. Era sin ninguna duda uno de los lugares más hermosos que había visto en mi vida. Hice más fotografías, captando detalles al azar, incluso el callejón repleto de colores estridentes que contrastaba fuertemente con  la sobriedad de los edificios. Algunas casas estaban pintadas de fucsia, azul eléctrico, verde lima, rojo... Carecía de vocabulario para describir tanta belleza.

     Fotografié también los escaparates de algunos comercios que despertaron mi interés, incluso tuve tiempo de comprarme un refresco antes de continuar investigando.

     Todo marchaba divinamente, no tenía ni idea de dónde me encontraba pero no importaba, cuando quisiera volver solo debía encontrar un taxi y darle la dirección de la casa de Edgar, en ese momento solo me concentraba en recorrer palmo a palmo las calles de una ciudad desconocida.

Persecución

 

     Estaba siendo un día perfecto, ya había encontrado un par de tiendas de moda que vendían vaqueros y sudaderas anchas. Reconozco que estuve tentada a comprar algo cómodo para el día a día, pero me frenó el hecho de que tendría que ir cargada el resto de la tarde con bolsas.

     Caminé a paso ligero, quería ir a ver el museo de los escritores que había un par de calles más arriba. Automáticamente miré el reloj de la muñeca para controlar el tiempo, no quería entretenerme mucho más, pero por otra parte, no tenía ninguna prisa por volver, todo cuanto veía era tan hermoso...

     Tardé un rato en darme cuenta que había una sombra a mi lado. Un coche negro aminoró la marcha para circular a mi paso sin importarle la impaciencia del resto de conductores, que hacían señas detrás de él para que aumentara la velocidad.

     La ventanilla del conductor bajó lentamente y ahí descubrí la identidad de la persona que estaba siguiéndome.

     «Joder...»

     —¿Philip? ¿Qué coño estás haciendo aquí?

     —Señora, por favor, suba al coche.

     Detuve mi marcha para mirarle con incredulidad. Sus cejas pelirrojas prácticamente se juntaron en señal de súplica, pero me negaba a acatar esa orden; era mi día, el momento de hacer algo diferente, y ahora que por fin empezaba a divertirme, nada ni nadie me lo iba a estropear.

      —Lo siento Philip, no me apetece, aún me queda mucho por ver.

     El estridente bocinazo del claxon del vehículo de atrás, me hizo girar bruscamente la cabeza y no advertí que la ventanilla trasera del coche se había abierto en su totalidad, mostrando a otro ocupante.

     —Diana, no seas terca y sube al coche.

     Su voz firme y ecuánime me hizo dar un respingo. No imaginaba que él también estuviera ahí. Desde mi llegada era la segunda vez que lo veía. De repente la curiosidad por ponerle rostro de una vez por todas pudo más que mis ansias de exploración, y me cuadré decidida frente a la puerta, dispuesta a abrirla.

     Edgar estaba sentado en el otro extremo, tras el asiento del copiloto situado a la izquierda.

     «Jamás me acostumbraré a que los coches conduzcan en sentido contrario, es algo que siempre me desconcertará».

     No bien cerré la puerta, el coche reanudó la marcha y se incorporó a la circulación en una avenida mucho más amplia. Solo cuando adquirimos una velocidad normal, me atreví a girarme y mirar por primera vez el rostro del hombre que estaba a mi lado.

     Su porte era serio e intimidante, no se giró en ningún momento por lo que solo pude entretenerme en su perfil. Nada en el rostro de Edgar parecía fuera de lo normal. Su pelo lacio y peinado hacia un lado le dotaba de cierta clase, así como el traje negro que lucía, que bien podía ser el atuendo de un magnate de película. Desde esa distancia, y sin estar frente a frente, no pude poner color a sus ojos, pese a que parecían ser claros. Su nariz perfecta, recta y lisa, ni demasiado grande ni demasiado pequeña destacaba marcando una atractiva silueta masculina, al igual que sus labios carnosos y bien definidos. La barbilla cuadrada terminaba en una pronunciada honda que daba lugar a un largo y bien definido cuello. Todo, absolutamente todo en él reafirmaba su evidente atractivo, aun así, no conseguí que abandonara su actitud distante y torciera el rostros para mirarme.  

     —¿Por qué has venido a buscarme? ¿Es que a caso no puedo salir? –me atreví a preguntar rompiendo la quietud que había en el interior del coche.

     —Nunca, jamás, salgas de casa sin Philip o algún otro de mis empleados. No consentiré que vayas sola por una ciudad que no conoces –dijo en tono relajado y mirando al frente, sin prestarme la más mínima atención.

     Su comentario hizo que se me crisparan los nervios.

     —No necesito a nadie para salir de casa, además, conocería esta maldita ciudad si hubieses tenido la decencia de enseñármela –le rebatí.

     Edgar sonrió de medio lado y negó lentamente con la cabeza, haciéndome sentir como una niña pequeña que hablaba sin pensar.

     —Tengo cosas que hacer, no puedo dejarlo todo sin más para dar un paseo cuando se te antoje.

     Me crucé de brazos dolida por su actitud, seguía sin mirarme, y confieso que ese desprecio estaba empezando a desquiciarme.

     —No entiendo qué es lo que quieres de mí exactamente, pero sea lo que sea no me vas a arrastrar contigo. Tengo edad suficiente para salir de casa sin escolta y vivir un poco, no pienso quedarme todo el día encerrada como tú.

     —No te lo volveré a repetir, Diana, no vas a salir sola –Claudicó con voz relajada pero tajante, convencido de que jamás volvería a hacer algo similar, aunque tuviera que encargarse personalmente de ello–. En primer lugar porque ahora eres mi esposa, y te guste o no, eso te convierte en vulnerable. En segundo lugar, porque quiero estar tranquilo sin tener que preocuparme en si sabrás volver o te ha pasado algo.

     —Así que ahora soy tu esposa –espeté irónica–, soy la esposa de un hombre que no conozco, que ni siquiera me mira cuando habla y me presta la más mínima atención.

     —En eso te equivocas, sí te presto atención –replicó.

     —¡Vamos Edgar! –me quejé dando una palmada en el asiento, pero ni con esas logré que me dedicara una fugaz mirada– ¿Qué te da miedo? Tienes lo que querías, estamos juntos y no entiendo por qué. No hablas conmigo, no intentas conocerme, ni siquiera me miras... No tienes ni idea de lo frustrante que resulta esto para mí. Nos hemos conocido de una forma extraña, hemos firmado un acuerdo, ahora estamos juntos en algo que me cuesta entender. Esperaba un poco más de transparencia y ayuda por tu parte.

     Mi acompañante suspiró y frunció el ceño negando tímidamente con la cabeza. Sabía que era capaz de ponerse en mi lugar y entender mi argumento, pero ni siquiera eso le hizo reaccionar. Confieso que nunca me había encontrado con un hombre tan impenetrable, un hombre que era un iceberg incapaz de alterarse lo más mínimo por algo.

     —No creo que sea momento de ser más transparente, y no te equivoques, no tengo miedo de nada, simplemente considero que necesitas más tiempo para digerir los cambios. Sé que eres joven y hay muchas cosas nuevas que asumir, así que te concedo tu espacio para que te acostumbres a lo que va a ser tu vida a partir de ahora.

     Le miré perpleja.

     —¿Pues sabes? –me cuadré molesta– No me conoces si piensas que necesito mi tiempo para digerir las situaciones, opino que lo mejor es que venga todo de una vez y aceptarlo desde el principio, no es necesario tantos preámbulos y rodeos.  

     —Oh, Diana, no sabes nada –sentenció con desdén, presionando fuertemente el puente de su nariz con los dedos.

     Su reiterado desprecio no hizo más que hacer bullir el fuego en mi interior, casi no fui consciente de que Philip había entrado en la propiedad de Edgar y acababa de aparcar el vehículo. Con discreción, entregó las llaves a su jefe y nos dejó solos dentro del coche para que terminásemos de hablar.

     —¡Pues dime lo que tengo que saber de una jodida vez! ¡¿A qué esperas, maldita sea?!

     —Diana, por favor, odio que las mujeres digan palabrotas, lo considero una bajeza.

     Pestañeé aturdida.

     —¿He tocado una fibra sensible, Edgar? –pregunté con maldad.

     —Ni te has acercado –respondió con dureza–. Pero te lo advierto, aborrezco la vulgaridad sobre manera.

     Le miré estupefacta, pero al mismo tiempo me sentía valiente, con ganas de hablar, por lo que no pensaba dejar pasar esa oportunidad.

     Edgar hizo ademán de abrir la puerta del coche, pero me apresuré a interrumpir sus intenciones.

     —Espera –dije sujetando su brazo, era la primera vez que le tocaba y ese efímero contacto hizo que se detuviera en seco–, ¿qué tengo que saber?

     Escuché un profundo suspiro de resignación, un indicio de que iba a revelarme algo importante después de todo.

     —No me dejes así –insistí–, dímelo.

     Entonces, al fin, se produjo el cambio.

     Edgar se giró lentamente en mi dirección y por primera vez, pude verle con total claridad, sin nada que me lo impidiera.

     El aliento se me congeló en el pecho y fui incapaz de articular palabra. Por fin había descubierto el motivo de su aislamiento, el porqué de tanto misterio, de tanta prudencia...

     Se me había hecho un nudo en la garganta y tragué saliva, pero en ningún momento aparté la mirada de él. Seguí escrutándole con osadía.

     Edgar también me observaba sin pestañear, claramente esperaba que dijera algo o que mostrara alguna reacción, pero todavía estaba en estado de shock, así que seguí concentrándome en la profundidad de sus ojos mientras él hacía lo mismo con los míos, estudiándolos a fondo y con gran intensidad, esperando hallar en ellos las palabras que se habían quedado atascadas en mi garganta.

     El hombre atractivo, serio e intimidante que creía que tenía al lado, acababa de convertirse en un monstruo ante mí. Su cara estaba dividida en dos mitades, la parte izquierda de su rostro parecía haberse fundido, materializándose en un conjunto de arrugas y grietas sonrosadas, todo estaba desfigurado, a excepción de su nariz y sus labios que parecían intactos. Me centré en ese rostro quemado, con imborrables cicatrices que seguramente había intentado reconstruir una y otra vez sin éxito, y luego miré detenidamente el iris de sus ojos claros. El azul predominaba en ellos, pero no era un azul común, sobre todo el del ojo izquierdo, donde se había instalado un velo ahumado. Tuve dudas de que pudiera ver a través de él.

     Ahora entendía por qué su cabello estaba estratégicamente peinado hacia el lado izquierdo, intentaba cubrir parte de las marcas que le daban ese aspecto atemorizante, repulsivo...

     —No había planeado que te enteraras así, pero me has dejado pocas opciones –ladeó el rostro para encontrarse nuevamente con mi mirada perdida, era como si quisiera encontrar una fisura que le llevara directamente a mis pensamientos–. No eres la primera persona que me mira así, –admitió– sin embargo sigue molestándome.

     Cogí una enorme bocanada de aire y emití un desganado suspiro que sonó como un gemido ahogado.

     —Así que eso era lo que ocultabas, ¿no? –dije con los ojos abnegados en lágrimas y la voz engolada– Me engañaste para que firmara esos papeles sin conocerte porque sabías que sería la única forma en la que una chica podría casarse con alguien como tú.

     Su frente se pobló de arrugas ante mi inesperada afirmación.

     —¡¿Alguien como yo?! –prosiguió enervado, con rabia en la mirada –¿Y cómo soy yo?

     —¡Un monstruo! –grité, y sin querer, las lágrimas empezaron a correr rápidas por mis mejillas.

     —Eres una hipócrita, ¿lo sabías? –contestó con ira– ¿En serio te crees mejor que yo? Si mal no recuerdo nadie te ha presionado para que hicieras nada, accediste de propia voluntad y por tu propio interés. Si no llega a ser por mi ayuda te recuerdo que las deudas de tu hermano habrían acabado con él, con tu padre y todo su patrimonio. Posiblemente tú serías la esclava de una organización ilegal, serías el pago a esas deudas o peor aún, también hubieras sido una víctima más. Pero podías haber hecho muchas cosas, ¿verdad?, acudir a la policía, huir del país... aunque te fue más fácil aceptar la ayuda de un extraño que iba a pagar todas esas deudas sin hacer preguntas, a poner de su parte para mejorar la vida de tu familia y haceros libres, asegurándose de que jamás os faltaría de nada. Yo propuse y tú accediste, eso no me convierte en el malo de la película.

     —¡Te aprovechaste de mi necesidad, de mi vulnerabilidad e incredulidad! –grité.

     —No te equivoques, Diana, nunca dije que fuera una ONG, sabías que toda esa ayuda tenía un precio.

     Negué con la cabeza, sintiendo un profundo asco hacia la persona que tenía enfrente.

     —Nada te da derecho a aprovecharte de los sentimientos de las personas, a jugar con sus vidas.

     —Siento que lo veas así, pero te recuerdo que nada te frenó y cogiste mi dinero sin dudarlo. Un notario imparcial te explicó las condiciones y aceptaste, así que el negocio lo hemos cerrado ambos.

     Edgar dio la conversación por finalizada y abrió la puerta del coche de mala gana. Me quedé sola un rato, llorando en silencio, sintiéndome como una mierda. En el fondo de mi alma sabía que él tenía razón, que todo podía haber sido diferente, que podía haber actuado desde el ámbito legal, haber denunciado a mi hermano y hacer públicos los negocios que se traía entre manos, pero él también era culpable de los delitos que había cometido y borrar ese rastro y hacer que todo volviera a la normalidad era lo que más quería en ese momento. Se podría decir que Edgar apareció en el momento justo, cargado de dinero y de gente experta para frenar la situación, para salvarme literalmente la vida en más de un sentido, así que quién se aprovechó de eso fui yo. Claro que jamás imaginé que él sería así, tan... tan... No encontraba palabras que le calificaran.

     Me tapé el rostro con ambas manos para seguir llorando, me sentía la mujer más desdichada del mundo ya que había tirado toda mi vida por la borda. No me arrepentía de haberlo hecho si con ello salvaba la de los que me importaban, pero sí me apenaba verme sola, sin más opciones que seguir aceptando las normas de un millonario excéntrico, alguien que sin saber cómo supo de mi situación y me tendió una mano recubierta de espinas.

     Pasaron horas hasta que decidí salir del vehículo e ir hacia la casa. El cielo se había cubierto de estrellas y solo el alumbrado proveniente de la finca ofrecía cierta claridad. Me abracé con fuerza para impedir que el aire gélido me calara hasta los huesos. Mientras avanzaba con torpeza por el camino adoquinado, me sentí observada, y tímidamente elevé el rostro para mirar hacia la ventana de la segunda planta. Podía ver su sombra observándome desde la oscuridad de la habitación, siempre vigilada... No bien me centré en él, dejó caer la cortina para apartarse de mí; esta era mi vida ahora y no tenía más remedio que empezar a aceptarla.

Observada

 

     —¡Oh, niña! –¿Por qué has tardado tanto en entrar en casa? ¡Estás congelada!

     María me envolvió los hombres con una manta, frotando al mismo tiempo las manos por mis brazos para hacerme entrar en calor.

     —Gracias –dije en apenas un susurro, mi rostro aún estaba tirante a causa de las lágrimas que había vertido horas antes.

     —Te voy a preparar un chocolate caliente, ¿te apetece?

     Hice una mueca negando con la cabeza al mismo tiempo. Solo me apetecía aislarme, dormir y a poder ser, no despertar jamás.

     —¿No hay nada que pueda hacer para que te sientas mejor? —preguntó cuadrándose delante de mí y alzando mi rostro con una mano.

     —En realidad... –empecé desviando la mirada– me sentiría mejor si tuviera algo mío, mi ropa, por ejemplo. Me apetece dormir con mi pijama hoy.

     Alcé la mirada y me topé con los ojos tristes de María, parecía que era capaz de captar mi angustia, mi desubicación. Durante los últimos días había intentado adaptarme, todos sabían que había puesto de mi parte, pero había llegado un punto en el que solo podía recobrar las fuerzas con lo que me era familiar, y mi vieja y desgastada ropa era lo único que mínimamente podía levantarme el ánimo en un momento así.

     María cerró los ojos y asintió sin decir nada. Cuando se giró para ir en busca de mis cosas, di media vuelta sobre mis talones y ascendí la escalera para esconderme en mi habitación.

     No tardó en llegar con mi maleta a cuestas, parecerá una tontería, pero en ese momento me envolvió una sensación de alivio indescriptible. La abrí con decisión y rebusqué en su interior, la tela todavía estaba impregnada con el olor a suavizante que utilizaba en casa, e inevitablemente, los buenos recuerdos empezaron a arremolinarse en mi mente.

     Es increíble cómo un simple aroma puede hacerte olvidar y despertar sensaciones que creías ya olvidadas.

     Aquella noche me sentí más cómoda de lo que hubiera imaginado, pero en ningún momento el sueño me venció por completo, se podía decir que estaba relajada, pero no hallaba la paz necesaria para abandonarme a los brazos de Morfeo.

     Transcurridas largas horas, escuché el leve chasquido del pomo de la habitación contigua al ser girado con extrema lentitud. Mi cuerpo se tornó rígido de repente y cerré rápidamente los ojos para simular que estaba dormida.

     Podía advertir la presencia de Edgar cerca de mí, atravesándome la piel con su inquisitiva mirada. En un momento de declive noté como el colchón cedía bajo mi cuerpo y supe que se había sentado sobre este para estar aún más cerca de mí. En ese momento comprendí que debía estar aterrada, expectante ante su intrusión y reaccionar de algún modo, pero por otra parte, me encontraba tranquila, inalterable, algo me decía que no corría ningún peligro y por alguna razón, esta situación me resultaba vagamente familiar, era como si ésta no fuera la primera vez que Edgar traspasaba esa puerta para verme dormir, como si ya se hubiese sentado con anterioridad en ese mismo lugar de mi cama... hasta ahora confundía esas sensaciones con sueños, pero ahora no cabía ninguna duda de que se habían producido de verdad.

     Edgar acarició con la yema de sus dedos mis mejillas, el contacto fue tan fugaz que apenas sentí un cosquilleo. Con dulzura me retiró el flequillo de la frente para despejar mi rostro y seguir observándome. Intenté no mostrar ninguna emoción y esperar paciente su siguiente movimiento.

     Percibí como su dedo índice recorrió mi pómulo y descendió lentamente a la barbilla, donde presionó levemente antes de retirar su mano.

     —Perfecta –susurró.

     Entonces puso fin a su exploración y volvió a alzarse para desaparecer, dejando nuevas dudas en mi mente.

     ¿Por qué hacía eso? ¿Qué había de perfecto en mí? ¿Por qué me eligió a mí de entre todas las mujeres que podía tener a su alcance? Cada vez estaba más convencida de que nuestro encuentro no fue casual, y que de algún modo, él sabía de mi existencia incluso mucho antes de que en mi familia las cosas se torcieran. Tantos misterios, tantos interrogantes... No entendía por qué llegados a ese punto las cosas seguían siendo tan opacas, pero de algo estaba segura: aunque fuese lo último que hiciera, iba a descubrirlo.

 

      

 

Digiriendo los cambios

 

     Por primera vez desde que llegué a Escocia, me despertó la brillante luz de un día soleado. Me levanté de un salto y corrí hacia la ventana; comprobé con asombro que casi no había nubes en el cielo, y las pocas que había apenas eran pequeños girones algodonosos de color blanco que posiblemente no trajeran lluvia alguna. Abrí la ventana y aspiré el aire, relativamente seco. Casi hacía calor y apenas soplaba el viento. Por mis venas corría la adrenalina, parecía que estaba en casa de nuevo.

     Bajé al comedor con mi viejo pijama de algodón. Tenía un hambre canina ya que el día anterior no había comido ni cenado.

     —¡Buenos días María! –exclamé con energía tras su espalda.

     Ella dio un bote, producto de la sorpresa, y se giró rápidamente para mirarme.

     —¡Vaya! Veo que te has levantado de mejor humor, además has madrugado.

     Escuchar eso hizo que mi felicidad descendiera un ápice, casi había olvidado que después de lo acontecido la noche anterior debería estar enfadada, dolida y con ganas de emprenderla con cualquiera que se me pusiera a tiro, pero después de ser testigo del increíble día que hacía ahí fuera, sentí que las penas eran tan solo un mero recuerdo.

     —¿Qué hay para desayunar? –pregunté sentándome sobre la silla frente a la mesa.

     —¿Dulce o salado?–me dedicó una resplandeciente sonrisa.

     —Dulce.

     —En ese caso me acaban de traer un surtido de pastelería que aún debe estar caliente. ¿No prefieres ir a cambiarte mientras te preparo el desayuno?

     Eché un vistazo a mi pijama desgastado y me encogí de hombros.

     —Sinceramente, María, tengo más hambre que ganas de vestirme.

     Me dedicó una sonrisa de oreja a oreja y se dirigió rauda a la cocina.

     Esperé impaciente a que apareciera mientras contemplaba el revoloteo de las motas de polvo en los chorros de luz que se filtraban por la ventana trasera.

     Unos pasos aproximándose por mi espalda me hicieron desconectar y girarme para reparar en el responsable de perturbar mi paz. En cuanto le vi, mis ojos le siguieron desde la lejanía, era incapaz de dejar de mirarle.

     —María, esta tarde vendrán los jardineros a eso de las cuatro y media, he dejado instrucciones precisas para la decoración del paseo y...  –Edgar detuvo su discurso no bien alzó el rostro de los papeles que ojeaba y advirtió mi presencia, claramente no contaba con encontrarme ahí tan temprano– Lo siento –se disculpó y bajó la mirada.

     María apareció sosteniendo la bandeja con el desayuno.

     —He preparado el desayuno, el café como te gusta y unas pastas.

     —Bien –respondió serio–, bájalo a mi despacho, por favor.

     —¿Es que no vas a desayunar aquí, como siempre? –preguntó desconcertada.

     —No, prefiero tomarlo abajo –repitió.

     Le miré extrañada. ¿Era su manera de respetar mi espacio o se debía a que no sabía cómo abordar la situación de vernos cara a cara de nuevo después del desencuentro de ayer?

     —No hace falta que te vayas –intervine poniéndome en pie–, puedo irme yo.

     —No, por favor, quédate –respondió con rapidez.

     Me mordí el labio inferior, observarle me resultaba morboso, no me había acostumbrado a su rostro desfigurado y sabía que mi inquisitiva mirada le molestaba, pero era superior a mis fuerzas disimular mi descaro.

     —¿Y si desayunan juntos? –sugirió María, esperanzada. Era obvio que se preocupaba mucho por el bienestar de Edgar, pero también  me había cogido cariño a mí y no deseaba otra cosa más que los dos pudiésemos llevar una convivencia normal dentro de esa casa.

     Me senté de nuevo sobre la silla, esperando a que él ocupara la que estaba a mi lado. Por un momento pareció dudar, era como si en ese instante, su seguridad y fortaleza hubiesen flaqueado un poco y no supiera cómo actuar. Apuesto que al ser un hombre que tenía todo firmemente controlado, una situación inesperada como esa, le había dejado desconcertado y sin capacidad de reacción. Por alguna razón, sentí que su inseguridad me daba ventaja y eso hizo que me sintiera poderosa.

     A continuación, Edgar dobló los papeles que estaba ojeando y avanzó con firmeza hacia la silla vacía. Prácticamente no apartó su mirada de mí mientras se sentaba y acomodaba a la mesa con elegancia.

     María sonrió y se apresuró a servirnos el café para dejarnos a solas.

     La cara de Edgar seguía siendo desconcertante, aunque ya no me resultaba tan repulsiva. Sin embargo no podía decir lo mismo de sus ojos, el azul velado de su ojo izquierdo me daba escalofríos con solo mirarlo.

     —¿Cómo te encuentras? –preguntó relajándose en su asiento.

     Después de haber accedido a desayunar conmigo volvía a dominar la situación, y resurgió el hombre decidido y fuerte que me había transmitido ser los días anteriores. Tampoco parecía molesto porque no le quitara ojo, y porque no pudiera dejar de mirar las profundas cicatrices de su rostro que con esa luz, se veían aún más marcadas.

     —Mejor que ayer –esbocé una frágil sonrisa y desvié la mirada para coger uno de los cruasanes que había sobre la bandeja.

     —Me alegro.

     Asentí y pellizqué un trozo de cruasán con los dedos para llevármelo a la boca. Edgar se limitó a coger su café y recolocarse el nudo de la corbata con la mano que le quedaba libre antes de dar un pequeño sorbo a su taza.

     —¿Qué tienes planeado hacer hoy?

     Era obvio que intentaba entablar conversación conmigo, pero yo permanecí lívida, en cierto modo intimidada por su proximidad.

     —No lo sé, pero con el día que hace me gustaría salir, aprovechar el sol.

     Edgar asintió con la cabeza.

     —Philip está a tu disposición –tuve que hacer serios esfuerzos para no resoplar–. Por cierto, deberías bajar vestida a desayunar, a veces hay operarios o personas trabajando en la casa y no conviene que descuides tu imagen.

     Mi boca se abrió por la incredulidad, ¿estaba de broma?

     No. Efectivamente no lo estaba.

     —Pues verás, agradezco la sugerencia, pero me da igual quién haya en la casa, mi manera de vestir es cosa mía.

     Sus labios se curvaron en una sonrisa contenida y alzó la mirada para encontrarse conmigo.

     —No es una sugerencia, Diana, es una orden.

     Apreté los puños por debajo de la mesa para controlar la rabia.  

     —Edgar, a ver si te lo expongo de forma más clara, para que lo entiendas –dije con chulería–: haré lo que me dé la real gana –le dediqué una forzada sonrisa.

     Recibí por eso una mirada penetrante, después torció el gesto y dio otro sorbo a su café humeante.  

     —Eso ya lo veremos.

     —¿Me estás retando? –quise saber.

     —¿Lo haces tú? –prosiguió desafiante.

     —No, –negué convencida– solo digo lo que voy a hacer, te guste o no.

     —Bien, entonces yo haré lo que crea conveniente, te guste o no.

     Me quedé con la boca abierta, era el hombre más inflexible que había conocido jamás y sus manías y meticulosidad empezaban a rozar lo patológico.

     —Resulta que lo que has puesto en mi armario no es de mi agrado y pienso volver a mi ropa habitual.

     —Parece que olvidas que ahora perteneces a otra clase social y debes vestir como tal.

     Me crucé de brazos y arqueé las cejas, daban ganas de darle una bofetada cada vez que abría la maldita boca. «¡¿Cómo diablos podía ser tan arrogante?!»

     —Y tú parece que olvidas que a mí eso me da igual y  prefiero ir desnuda a ponerme la ropa de estirada que hay en mi armario.

     —¿Ah, sí? –sonrió con traviesa maldad– ¿Hasta ese punto llegarías?

     Me acerqué a él omitiendo su burla que aún relampagueaba en sus ojos claros, coloqué los brazos cruzados sobre la mesa y le miré con gran intensidad sin mostrar miedo.

     —No me conoces si piensas que vas a poder hacer conmigo lo mismo que haces con todo el mundo. Veo cómo la gente te teme, cómo hacen todo lo que quieres sin rechistar, pero resulta que a mí eso me da igual y no pienso ceder porque tengas un capricho.

     —En primer lugar, la gente no me teme, me respeta. Y en segundo lugar no se trata de un capricho, se trata de que ahora eres la señora de este casa y espero de ti que te comportes como tal. Por desgracia disponemos de poco tiempo para intentar... –hizo un gesto con la mano intentando encontrar una palabra que me definiera– feminizarte un poco. Mañana es un día importante y espero de ti que estés a la altura.

     —¿Mañana? –ese detalle desvió mi atención– ¿Qué pasa mañana? –pregunté desconcertada, omitiendo todo lo anterior.

     —No quería que fuese tan pronto, pero tengo una agenda imposible este mes y dado que ya nos conocemos, no veo por qué debería atrasarlo.

     —¿El qué? –inquirí impaciente.

     —Mañana haremos tu presentación oficial, vendrán unos amigos a conocer a mi esposa.

     —¿Cómo dices? –no era capaz de salir de mi asombro, ¿hablaba en serio?

     Así era. Edgar únicamente hablaba en serio.

     —No será mucha gente, solo la imprescindible. Todos saben que me he casado y una de las funciones de mi esposa es acompañarme a los actos sociales a partir de ahora, así que antes debería presentarte a mi círculo privado.

     —No me lo puedo creer...

     Reí, sarcástica.

     —¿Qué pasa? –preguntó con el ceño fruncido, como si no fuera capaz de entender mi reacción.

     —Yo no... no quiero conocer a nadie, no puedes obligarme a...

     —Diana, no te estoy obligando a nada. Tú misma accediste cuando te convertiste en mi esposa, no sé qué esperabas, la verdad, pero mi idea, ni mucho menos, no es la de dejarte encerrada en casa, escondida al mudo.

     —Oh, no, tú idea es la de exhibirme como a un caniche de exposición –afirmé entrecerrando los ojos.

     Edgar sonrió de medio lado, giró su rostro ofreciéndome su perfil sano, esa mitad que casi parecía haber sido esculpida por un ángel, y luego volvió a mirarme fijamente. El contraste entre ambas mitades de su rostro fue tan brusco que resultaba imposible no mostrar ninguna reacción.

     —No te voy a quitar la razón en eso, Diana. Tu belleza es algo que hay que potenciar y mostrar, así que puedes apostar a que mañana te exhibiré orgulloso. Esta tarde, a las seis, tienes cita con la modista, así que procura que tu paseo no dure todo el día, el vestido ya está confeccionado, pero debe ajustarlo a tu cuerpo para que esté listo para mañana.

     Y sin decir nada más, se levantó de la silla con elegancia, sosteniendo aún la taza en la mano y se dirigió con paso firme hacia la salida.

     No sabría explicar el cúmulo de sentimientos que invadían mi cuerpo en ese momento. Tenía ganas de descargar contra alguien, de vengarme, de decir "aquí estoy yo y nadie va a manejarme como a un muñeco", pero al mismo tiempo yo había sido la única culpable de firmar mi sentencia de muerte, claro que no por ello iba a ponérselo fácil. Puede que Edgar fuese un hombre autoritario acostumbrado a mandar, pero yo no tenía nada qué perder, seguiría las reglas del acuerdo a mi manera y esperaría a que él se cansara de mí, tal vez entonces podría regresar a mi verdadero hogar, con los míos, y todo esto no será más que un recuerdo aislado de una pesadilla vivida tiempo atrás. Tal vez sí disponía de las herramientas necesarias para desquiciar a un hombre como él, y podía apostar a que ese sería mi principal objetivo a partir de ahora.    

    

     Mi paseo fue corto. En lugar de ir al centro de la ciudad decidí merodear por la finca, caminar por los espesos y frondosos parajes que rodeaban la mansión. Los árboles habían enredado sus ramas creando arcos, cúpulas inmensas que a duras penas dejaban que el sol se filtrara por el dosel de ramas. Pero a esas alturas ya había descubierto que el sol no parecía mostrarse interesado en iluminar Escocia, tan solo era un mero espejismo, pues el breve amago que había presenciado a primera hora de la mañana, se había disipado y ahora las nubes volvían a cubrir con su color grisáceo todo el paisaje. El mal tiempo, la envolvente humedad, la lluvia... hacían que mi ánimo se adormilara cada día que pasaba, y mi desbordante alegría, esa que solía tener en España, ya casi no estaba presente en el día a día.

     Jamás imaginé que un lugar pudiera deprimir tanto con sus colores, con su escasa luz... La imagen idílica de paisajes inmensos que me dejó perpleja los primeros días, se había ensombrecido, ya que me encontraba limitada, desprotegida, extraña en un lugar que no era el mío. Tal vez sería más feliz si alguien se hubiese molestado en enseñarme a valorar algo tan hermoso, en hacerme ver su lado positivo, el valor de los bosques, la vida de sus ciudades... si una sola persona me hubiera llevado de la mano los primeros días, todo hubiera sido diferente.

     El viento soplaba haciendo crujir ramas y hojas. Me abracé con fuerza para intentar vencer la sensación de frío que había provocado la humedad, calándose hasta los huesos. Aquí todo era de color verde acuoso, incluso el terreno que pisaba parecía una alfombra de musgo verde, resbaladiza y traicionera que amenazaba con hacerme caer.   

      

La fiesta

 

     Mi actuación fue espectacular, propia de una de las mejores actrices de Hollywood. Permanecí impasible mientras la modista ajustaba la tela a mis curvas.

      Edgar había escogido para la ocasión un precioso vestido rojo anudado al cuello que se ceñía a la cintura para luego caer hacia bajo con elegancia. El tejido era una gozada, tan cómodo como una segunda piel, además no se arrugaba, lo que me permitía moverme con libertad. Los zapatos rojos con pequeñas incrustaciones de cristal era lo que más llamaba la atención, pues eran las únicas joyas que llevaba, aun así, el conjunto reflejaba una elegancia exquisita, lo que lo hacía totalmente inadecuado para mí.

    

     María canturreaba mientras me ayudaba a prepararme para la fiesta. Volvió a colocarme el vestido, esta vez perfectamente entallado, y todo adquirió un nuevo color, ¿era yo esa misteriosa mujer rubia con vestido rojo que había frente al espejo?

     Un equipo de estilistas pulían los últimos detalles. Se centraban en el peinado y el maquillaje para que todo fuese acorde con el vestido, y ya puestos, con los deseos de Edgar. Apuesto a que dejaba poco espacio a la improvisación, dando órdenes precisas a todo el que había entrado esa tarde en mi habitación.

     Mientras tanto, María me acariciaba el cabello maravillada. Habían recortado levemente las puntas, pero decidieron mantener el mismo color dorado que tanto gustaba a María. Además, después de la cantidad de productos utilizados, la suavidad se hacía palpable.

     Con movimientos lentos, el estilista fue recogiéndomelo hacia un lado, permitiendo que mi larga melena cayera hacia delante por encima del hombro derecho, despejando así mi espada.  

     El maquillaje también fue decisivo para igualar mis ojos. Siempre me había dado la sensación de que el derecho parecía más grande que el izquierdo debido a su color, pero los profesionales supieron dónde y cómo aplicar el maquillaje y suplir ese pequeño defecto que siempre me habían acomplejado.

     Los labios también los habían repasado ligeramente, embadurnándolos en un tono rosáceo natural muy bonito.

     Después de la larga intervención, por fin abandonaron la habitación. Únicamente María se encontraba a mi lado, mirándome como si fuera su hija a punto de acudir al baile de fin de curso.

     —Estás tan, tan guapa cariño... –en sus ojos percibí destellos brillantes y casi pude sentir un atisbo de remordimiento por lo que estaba a punto de hacer.

     —Ya, bueno... –desvié la mirada hacia el suelo con aire avergonzado–, realmente no es para tanto, esta... –me señalé con la mano– no soy yo.

     —¡Claro que eres tú! –María sostuvo mis manos rígidas y las juntó en el centro para tirar tiernamente de mí– Tengo muchas ganas de ver la reacción de los invitados en cuanto aparezcas. Vas a dejarlos sin palabras, en especial a Edgar.

     Arrugué la nariz, incómoda. Si ella supiera lo que me proponía...

     —La verdad es que me da igual impresionar a esa gente o no. Esto –enfaticé mirándome de arriba abajo–, no es más que un disfraz. A todas esas personas no les importa lo más mínimo conocerme o saber quién soy, sólo han acudido para cotillear.

     —¡No digas eso! Puede que aquí encuentres a personas interesantes, con las que puedas quedar, hacer planes...

     Puse los ojos en blanco.

     Pobre María, jamás será capaz de ponerse en mi lugar, estaba sumamente ligada a Edgar y siempre defendía todas y cada una de sus decisiones. No valía la pena malgastar saliva para hacerle entender que a mí esa gente me daba igual, sólo se acercaba por el morbo, por tener algo jugoso de qué hablar; francamente, no me interesaban. ¿Quién quiere eso en su vida?

     Suspiré y regresé la mirada al robusto espejo que decoraba la pared de mi cuarto, cuanto más me miraba, más cuenta me daba de que ese mundo no era para mí y jamás estaría a gusto en él.

     —Bien, cariño, voy a preparar unas cuantas cosas abajo. Te espero ahí –aclaró la mujer acariciando fugazmente mi espalda desnuda.

     Suspiré sonoramente al tiempo que me concedía unos minutos de reflexión. En general solía estar segura de mí misma, de lo que hacía, de mis actos... pero en esta ocasión tenía miedo de que mis decisiones tuvieran algún tipo de repercusión, después de todo, no conocía lo suficiente a Edgar como para intuir su reacción, esta vez iba a poner la guinda del pastel y jugármela de una vez.

     El murmullo del gentío y la música a piano se escuchaba desde el piso superior, posiblemente todos los invitados ya habían llegado y permanecían expectantes por mi gran aparición, por ver quién era la misteriosa mujer que había conseguido cazar a uno de los millonarios más influyentes del país. Si ellos supieran la verdad, quedarían todavía más impresionados.

      En condiciones normales me sentiría nerviosa ante una situación semejante, pero no era el caso, en realidad estaba muy tranquila, preparada para llevar a cabo mi maléfico plan.

     Con decisión me llevé las manos a la cabeza para quitarme las horquillas que con tanto esmero me habían colocado, seguidamente me despeiné dejando mi habitual look salvaje; liso de la raíz y algo ondulado de medios a puntas. Me apresuré a quitarme el despampanante vestido rojo y corrí al armario, donde había escondido la maleta con mis pertenencias. Cogí mis vaqueros rotos favoritos y me los puse en un tiempo récord, así como la camiseta negra de los Guns and roses que solía ponerme para ir a la universidad.

     Me eché a reír mientras me enfundaba las deportivas negras y ataba los cordones con determinación. Es curioso, pero mientras cubría mi cuerpo con mis cosas me sentía como la heroína de una batalla al haberme salido con la mía.

     Finalmente cogí un trozo de algodón embadurnado en crema desmaquilladora para retirar el carmín de mis labios. Sonreí frente al espejo al ver emerger a mi verdadero yo.

     «Ahora se va a enterar ese snob estirado, quién sabe, puede que después de esto decida dejarme y enviarme de regreso a casa».

     Salí al pasillo y me cuadré frente a las escaleras; había llegado el momento.

     Después de coger una enorme bocanada de aire y exhalarla con lentitud bajé las escaleras con entusiasmo infantil, descendiendo los escalones de mármol uno a uno con gracia. No tardé en alzar el rostro para contemplar a toda esa gente y sonreí al ver sus bocas entreabiertas a causa del asombro.

     Podía constatar que era el blanco de todas las miradas. Los rostros que me estudiaban con detenimiento no tardaron en reflejar incredulidad, siendo incapaces de disimular sus reacciones. Ser testigo de sus debates internos me hizo exhibir una enorme sonrisa que culminó con el absoluto silencio que se instauró en el salón. Ese mismo silencio sepulcral fue el que me acompañó por la estancia mientras buscaba a Edgar con la mirada.  

     Y ahí estaba. No tardé en divisar su porte serio de estreñido en uno de laterales de la habitación. Me fijé en su atuendo, como no, no podíamos ser más distintos, vestía con un elegante traje azul marino que, para qué negarlo, le quedaba a la perfección. Otra cosa que me llamó la atención fue que había cubierto la parte quemada de su rostro con una especie de máscara que se ajustaba a su frente y pómulo, ocultando incluso su ojo izquierdo. Veía su precioso cabello negro hacia un lado, depositado cuidadosamente sobre la máscara, esquivando los finos cordones de seda que se anudaban detrás de la cabeza. A su izquierda había un hombre alto y serio, pero con cierta chispa de humor en la mirada, a diferencia de mi esposo, que no parecía divertirle en absoluto la escena que estaba protagonizando.

     Pizpireta troté por el improvisado pasillo de personas que se había creado en el salón y me dirigí directamente a él. En cuanto estuve delante de mi desubicado esposo, me coloqué a su derecha y le obsequié con un rápido beso en el rostro. No quería dejar lugar a dudas respecto a quién era yo, quería que todos confirmaran que era su esposa, y no una chica del lugar que se había colado por error en su fiesta. Aunque reconozco que lo que más me excitaba era haber reivindicado mis derechos de esa forma tan peculiar, a sabiendas que le enfadaría. Después de todo no había nacido hombre que me obligara a acatar sus órdenes, por mucho dinero y modales que tuviera, de entre todos los momentos, elegí precisamente ese para hacérselo saber.

     El murmullo de los invitados se reanudó de forma progresiva, sin embargo Edgar se había quedado mudo.

     Le dediqué una enorme sonrisa para restar importancia a mi pequeña venganza y entre dientes, susurré:

     —Ya que has decidido presentarme ante tus amigos como tu esposa, agradecería que fingieras que eres feliz.

     Una sonrisa a mi espalda me hizo darme rápidamente la vuelta para ponerle rostro.

     La discreta carcajada provenía del mismo hombre alto y delgado que vi a su lado mientras descendía las escaleras. Era un hombre guapo, de piel muy blanca y ojos miel. Me llamó especialmente la atención su rostro inmaculado, ni tan siquiera se apreciaba la sombra de una incipiente barba.

     —Encantado de conocerte, Diana –me tuteó sin preguntar, agradecí enormemente el gesto–. Soy Steve, el mejor amigo de Edgar, alias bloque de hielo.

     Edgar soltó un bufido por la nariz, como un búfalo a punto de embestir y, sin añadir nada, se separó de nosotros con aire despechado.

     —Vaya, me parece que no le gusta nada el bonito conjunto que he elegido para la fiesta... –dije negando con fingido pesar–, qué pena, con lo que me lo he currado...

     Steve soltó un carcajada y aprovechó que el camarero pasaba por nuestro lado con la bandeja para coger un par de copas de champan.

     —Bueno, la verdad es que nos has dejado sin habla a todos.

     Iba a contestarle, cuando un grupo de señoras, escondiendo la risa, se acercó a presentarse. Podía intuir que se reían de mí a mis espaldas, me criticaban, y lo cierto es que no me afectaba lo más mínimo. Edgar, en cambio, parecía muy ocupado hablando con los invitados, posiblemente se sentía avergonzado y la verdad es que ser conocedora de ese detalle me divertía, mi plan para desquiciarle acababa de empezar, me consolaba pensar que si lograba que me considerara como un caso perdido, me dejaría marchar más pronto que tarde, rompería el contrato y, simplemente, se desentendería de mí para siempre. Podía sentirme orgullosa de lo que había conseguido esa noche, todo empezaba a dar resultado.

     Para distraerme seguí la conversación a distintas mujeres, algunas alababan mi belleza, obligándome a esconder la risa. Sabía lo falso que era ese mundo, lo importante que eran las apariencias y que a raíz de mi espontaneidad, Edgar y yo seríamos la comidilla de la alta sociedad escocesa durante meses.

     Por suerte, en ningún momento me sentí sola, Steve fue quién tomó las riendas de la situación y me acompañó por la sala presentándome a todas aquellas personas a las que jamás llegaría a conocer ni recordar sus nombres. Lo cierto es que desde el primer momento me pareció un tipo encantador, práctico y con sentido del humor, era una de esas perdonas con las que resultaba fácil conectar. Que alguien así fuese el mejor amigo de Edgar, daba qué pensar; no podían ser más opuestos.

     —Guns and roses es uno de mis grupos de música favoritos –me confesó en voz baja, acercándose a mi oreja.

     —¿En serio? No sé por qué pensaba que aquí nadie los conocería.

     Se rió y me acompañó guiándome sutilmente de la cadera hacia la mesa de los canapés.

     —Bueno, apuesto a que más de uno los conoce... y ya que estamos, Edgar es uno de ellos, aunque te cueste imaginártelo escuchando rock.

     —Vaya...–le miré ojiplática.

     —Tuvo una etapa roquera secreta en la universidad  –concretó moviendo la mano para restarle importancia–,  pero será mejor que no lo digas por ahí, pone mucho esmero en ocultar ciertos pasajes de su vida...

     —Ya me he dado cuenta de que es un hombre hermético –cogí un diminuto canapé de atún y me lo llevé a la boca–. ¿Hace mucho que lo conoces?

     —Muchos años. Nos conocimos en la biblioteca de la facultad.

     Le miré sorprendida.

     —Curioso... –comenté asintiendo.

     —Nada más verlo me llamó la tención e insistí varios meses hasta lograr ganarme poco a poco su confianza. En general no le gusta la gente, supongo que ya lo habrás notado. No hay nadie en el mundo con menos don de gentes que él –negó divertido con la cabeza.

     Apreté una carcajada.

     —¿Por qué es así? –quise saber.

     —Bueno, Edgar es... –movió las manos intentando buscar la palabra correcta– es un hombre bastante complicado, dejémoslo ahí –zanjó restándole importancia–. Se ha pasado la vida luchando para conseguir lo que tiene, no le ha resultado fácil. Desde mi punto de vista los mejores hombres son los que se hacen a sí mismos, los que nunca han tenido nada y se lo ganan todo a pulso, luchando en un mar de tiburones para hacerse un hueco. Yo le admiro precisamente por eso, por su tenacidad. Pero a veces tengo que recordarle que ahora puede relajarse un poco, no sé si me entiendes...  No tiene por qué estar constantemente a la defensiva...

     Hice una mueca y di un sorbo a mi bebida. El brebaje descendió rápidamente quemando mi garganta, recordándome que no estaba acostumbrada a beber.

     —Siempre está tan rígido, tan... –hice una pausa para mirarle a los ojos– ¿Puedo hablar con franqueza?

     —¡Por favor! –me animó sonriente.

     —Parece como si llevara un torniquete en los huevos desde hace años. Es incapaz de relajarse y permitirse el lujo de dejar que algo fluya sin tomar el control, me resulta desquiciante.

     Steve soltó una escandalosa carcajada, pero antes de que pudiera contestarme Edgar se interpuso acercándose por nuestra espalda.

     —Me alegra ver que lo pasáis tan bien, si me disculpas un momento, Steve, tengo que hablar con mi esposa en privado –recalcó lo de "esposa".

     Le miré con los ojos bien abiertos, ¿a caso estaba celoso de que me lo estuviera pasando bien con su mejor amigo?

     —No hay problema –dijo Steve levantando las manos en señal de rendición sin dejar de reír por lo bajo.

     Edgar me cogió del codo y tiró levemente de mí hasta llevarme a un lugar apartado del tumulto pero dentro de la misma sala. En ese pequeño rincón olvidado no habían miradas indiscretas que pudieran perturbarnos.

     —Sé lo que intentas, y si piensas que el numerito de hoy va a quedar impune, es que no me conoces...

     —¿Eso es una amenaza? –le provoqué.

     Esbozó una sonrisa forzada.

     —Eres terca y obstinada, pero te advierto de que yo lo soy más. Además, soy un hombre paciente Diana, no te imaginas cuánto. Ya imaginé que contigo no sería fácil.

     De pronto su comentario despertó todo mi interés.

     —¿Por qué te has casado conmigo, Edgar? Lo tienes absolutamente todo, no hay nada que yo pueda aportarte. ¿Por qué decidiste complicarte la vida con alguien como yo, alguien que no tiene nada que ver con todo esto?

     —Ya sabes por qué.

     —No, no lo sé –confesé, más relajada. En un momento como ese necesitaba una pequeña ofrenda de paz para seguir indagando en la raíz de este asunto, ya que desde que aterricé en Escocia no dejó de dar vueltas por mi cabeza sin obtener respuesta.  

     —Está bien, te lo enseñaré –aceptó. No obstante, sus ojos seguían invadidos por la rabia de haberle avergonzado en una reunión tan importante como aquella.

     Edgar me guió del brazo por la casa hasta llegar a la puerta que daba lugar a su despacho. Me acordaba de esa puerta y de que siempre estaba cerrada. Me puse nerviosa cuando vi que sacó una llave del bolsillo de su pantalón y la abrió de par en par, permitiéndome pasar delante de él.

     Descendí las escaleras de mármol blanco y como el primer día, llegué a esa especie de galería de arte. Decenas de vitrinas acristaladas mostraban objetos, telas, manuscritos, cuadros... objetos muy antiguos.

     —¿Y bien? –dije mirando distraída a mi alrededor.

     —Todo lo que ves aquí –señaló hacia sus luminosos escaparates–, ¿qué te sugiere?

     Emití un suspiro y avancé por el pasillo delante de él, dejando que me siguiera dos pasos por detrás. Había antigüedades de diferentes épocas: jarrones, joyas, tapices de los que yo no sabía apreciar su valor, aun así intuía que los tenían.

     —Te gusta coleccionar, eso está claro –constaté.

     —Me gusta coleccionar –asintió, seguro–. Cierto.

     Desvié la vista de unos antiguos tapices bordados en oro para mirarle.

     —¿Qué tiene eso que ver con nuestra boda?

     Edgar frunció los labios y rehusó mi mirada para devolverla a la vitrina que había frente a él. Seguí el recorrido y descubrí una colección de monedas de distintos materiales, tan antiguas que casi no podían apreciarse sus incrustaciones. Me fijé que la colección, ordenada por tamaño, estaba prácticamente entera, a falta de una pieza para completarla y había suplido esa carencia colocando en su lugar una fotografía de la moneda en cuestión.

     Fue inevitable pensar en mi padre, al igual que Edgar, también coleccionaba monedas, algunas incluso las había heredado de mis abuelos, pero su repertorio era mucho más escaso y carecía de valor, pues desde niña siempre me había dejado jugar con ellas.

     —Quarters –dijo mirando atentamente su colección.

     —¿Cómo dices? –pregunté frunciendo el ceño.

     —La moneda que falta ahí es conocida como "quarters". Es una moneda de veinticinco centavos producida en mil novecientos setenta. Por un error de impresión, hicieron muy pocas unidades, de ahí su enorme valor.

     —No entiendo de monedas –le aclaré.

     Edgar desvió el rostro para encontrarse conmigo y mostrarme su expresión sombría.

     –No me sorprende –sentenció–. Lo que intento decirte con esto es que siempre intento tener lo mejor, lo exclusivo, y no me detengo hasta conseguirlo. Tarde lo que tarde o cueste lo que cueste, ¿entiendes?

     Descolgué ligeramente la mandíbula.

     «¿Se estaba quedando conmigo?»

     —¿Podrías ser más claro, por favor? –le pedí.

     —¿Todavía no lo entiendes? –me miró con su expresivo ojo azul, tan lleno de vida, de fuerza, que me dejó helada al instante, o tal vez fuera el tono brusco de su voz– Coches de alta gama, la mejor casa de Escocia, propiedades similares en otros países, ropa de altas firmas, joyas exclusivas... –señaló abiertamente a su alrededor– No iba a ser menos con mi esposa.

     —¿Qué? –pregunté, desconcertada.

     —No sé de qué te extrañas –confirmó mirándome atentamente–. Digamos que tengo un buen ojo para los negocios y el arte, cuando te vi supe que solo una chica como tú podría convertirse en mi esposa y completar mi colección.

     Le miré horrorizada.  

     —¿A qué te refieres? No sé... ¿qué...?

     Me costaba digerir todo lo que me decía.

     —¿Cuánto hace que no te miras en un espejo, Diana? Pese a que te empeñes en ocultarlo, eres preciosa. Única diría yo –matizó con seguridad–. Todo en ti, tus ojos, rasgos, tu forma de moverte, tu cuerpo... –me ruboricé al instante por sus palabras–, me fascina la simetría de tu rostro, la ausencia de marcas, tu suave piel, la originalidad de tus ojos tan distintos y cálidos... Solo hay belleza en ti, no hizo falta maquillaje o ropa elegante para que me diera cuenta de eso. Todos los complementos adornan un cuerpo pero tú tienes la base, esa base es la que despertó mi deseo por hacerte mía. Si te soy sincero he tenido varias oportunidades de casarme, pese a mi aspecto muchas mujeres se han acercado a mí, algunas con intereses más profundos que otras, pero jamás sentí que estuvieran a la altura. Eran bellas, sí, pero no eran únicas, no tenían esa mezcla exótica, dulce y amarga a la vez, esa elegancia innata... Eso no se adquiere con clases o práctica, con esa distinción se nace, y tú para mí eres la chica más perfecta de cuantas he visto.

     Parpadeé aturdida.

     —¿Me estás diciendo que lo único que te impulsó a casarte conmigo fue mi aspecto?

     Edgar hizo una mueca, como si no entendiera a qué venía esa pregunta.

     —¿Y qué otra cosa podía ser? ¿Tu inmadurez, terquedad, falta de modales, tu verborrea inquietante repleta de palabrotas?

     Su sinceridad fue un mazazo en pleno corazón, me sentía como si no fuera más que una de sus estúpidas monedas, una simple propiedad...

     —¿Crees que soy como una de tus adquisiciones que puedes poseer hasta que te canses y la vendas o reemplaces por otra mejor?

     Puso los ojos en blanco y emitió un suspiro.

     —No digas sandeces, Diana, no eres un maldito cuadro. Eres una obra de arte, sí, pero sé que no eres un simple objeto, en realidad eres mucho más que eso para mí, por eso me he casado.

     Le miré desconcertada, no entendía absolutamente nada de lo que estaba diciendo, le escuchaba, pero sus palabras no solo me hacían daño, además herían profundamente mi ego.

     —¿Y si no soy un simple objeto, qué soy para ti?

     Me encontré con su mirada perpleja, se extrañaba que no fuera capaz de captar la obviedad del asunto, y confieso que era realmente así, no sabía adónde quería llegar con todo eso.

     —Algún día serás la madre de mis hijos, Diana, la que me dará descendencia.

     —¿Queeeeé? –empalidecí.

     —¡Dios! ¿No firmaste el maldito contrato? ¿No te explicaron bien lo que esperaba de nuestra relación, a lo que te comprometías? –espetó indignado.

     —Pero yo no... no... no sabía que..., eso no es lo que yo...

     —¡Espabila de una vez! –gritó con rabia– Me aseguré que el notario te explicara todos los puntos, uno por uno.

     —Pero yo no escuché que... –las lágrimas me impidieron continuar.

     No podía creer que estuviera tan distraída el día que decidí vender mi vida al hombre insensible y frío que había frente a mí, ¿tan ausente estaba para no escuchar las clausulas que mencionaba?

     Edgar negó con la cabeza, decepcionado.

     —Realmente no sé qué esperabas, ¿qué creías que iba a ser esto sino un negocio ventajoso para ambos?

     Me enjugué las lágrimas y le miré desolada.

     —Lo que no esperaba era que tuviera que renunciar a todo con ese contrato, a ser feliz, a encontrar el amor...

     —Puedes ser feliz conmigo, es más, yo quiero que lo seas. Estás en esta casa, puedes hacer lo que quieras, gasta todo el dinero que te venga en gana, cómprate cosas que te hagan sentir bien... Aquí estarás siempre protegida, no dejaré que te pase absolutamente nada porque cuidaré de ti siempre. Respecto al amor... –hizo una breve pausa antes de continuar– es un sentimiento idealizado y sobrevalorado, algo pasajero de lo que se puede prescindir. Con el tiempo dejarás de darle importancia.

     Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas, lamentando el camino que había escogido.

     —Pero yo nunca me he enamorado, nunca he sentido... –me toqué el pecho sintiendo nostalgia por un sentimiento que jamás experimentaría.

     Edgar negó con la cabeza, parecía apenado por mi actitud, tal vez vio que era más niña de lo que esperaba, y eso lo conmovió.

     —Si algo me ha enseñado la vida es que no se puede tener todo, tal vez la única renuncia que tengas que hacer tú sea esa. Ojalá fuera distinto, pero no es así. Ambos sabemos que jamás nos enamoraremos, del mismo modo que jamás seré tu caballero de reluciente armadura. Podría regalarte flores, bombones, joyas... pero sabrías que no surgen de forma natural en mí, que carecen de significado.

     Le miré una última vez más, sintiéndome cada vez más pequeña. Empezaba a entender qué hacía ahí y cuál sería mi papel en todo ese asunto, pero al mismo tiempo, tenía que hacer una última pregunta para acabar de enterrarme en mi dolor.

     —¿Por qué el contrato especifica que deberemos estar unidos durante veinticinco años?

     —Durante un mínimo de veinticinco años –puntualizó.

     —¿Por qué? –insistí.

     —Es el tiempo que he calculado antes de que...–detuvo su discurso de inmediato y lo corrigió al instante–, si algún día tenemos descendencia no querría que mis hijos se criaran sin su madre, así que puse un plazo aproximado, en el que si decidías acabar con todo y dejarnos, ellos no fueran demasiado pequeños y...

     —Dios mío –dije con pesar, recriminándole con la mirada–, eres realmente retorcido, Edgar.

     —Soy precavido, no me gusta dejar cabos sueltos en mis acuerdos.

     Apreté la mandíbula inmensamente dolida. Me acerqué decidida a él, sin intimidarme por su altura, su cuerpo en forma o sus duras facciones. Le miré a la cara fijamente, analizando todo lo que acababa de decirme y de pronto, brotó de mí una rabia infinita. Sin miramientos alcé el brazo y le crucé la cara con toda la fuerza de la que fui capaz. Edgar se quedó descolocado por mi ataque, cubrió su mejilla con la mano sin apartar su ojo de mí.

     —Eres un monstruo despreciable –sentencié antes de dejarlo solo en el sótano.

     Volví a mi habitación sin despedirme de nadie y me metí dentro de la cama para ahogar mi llanto contra la almohada. No sé en qué pensaba cuándo dije a todo aquello, supongo que me sentí sobrepasada por cuánto me estaba pasando y esa fue la única válvula de escape que encontré, aunque mi idea, ni mucho menos, fue la de convertirme en mártir.