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Fuego Vs hielo (3)

en Erotismo y Amor

 

Nota de la autora: Esta es la tercera entrega de una serie. Recomiendo a los lectores leerla desde el principio para no perder el hilo de la historia. Sé que es algo diferente a lo que se suele publicar en este medio, por eso para mí, los comentarios de los lectores son el doble de importantes a los que se suele recibir en cualquier otro tipo de relato. ¡Gracias!

 

11

 

 

 

Tras una noche agitada, amanezco que parezco un zombie, encima mi ojo ha adquirido un color verdoso que da escalofríos con solo mirarlo.

—Buenos días Pol.

Se gira y la diversión se esfuma de su rostro al ver mi semblante cansado, me dedica un movimiento de cabeza sin añadir nada; se lo agradezco, no estoy para bromas.

En la oficina todo sigue igual, nadie sospecha nada. Suspiro y llamo a recursos humanos para que me faciliten la lista de empleados, me la envían por correo interno, y en cuanto me llega, la miro y la remiro. Nadie se merece un despido, todos hacen lo que pueden y llevan años trabajando para la empresa, además, el impacto de un despido de diez personas en una plantilla donde trabajan unos cincuenta, será demoledor.

Con la mano trémula, empiezo a escribir nombres. Hago caso a Lore, y no solo miro su papel en la empresa, sino también su situación familiar, anotando únicamente a los más jóvenes y sin cargas familiares, ya que son los que posiblemente tardarán menos en encontrar otro empleo.

Camino abatida durante toda la semana por la oficina, como alma en pena, James me ha citado un par de veces más en su despacho, para darme informes. Cuando me pregunta por la última tarea que me ha encomendado, respondo con un movimiento afirmativo de cabeza. No me atrevo a verbalizar lo que realmente pienso, porque eso no haría más que meterme en serios problemas con él. Dejo pasar los días y la gente empieza a olerse algo, pero consigo  con éxito esquivar sus preguntas.

Llego a casa bastante tarde, me siento junto a la mesa del comedor y repaso la lista de los nombres que he anotado. No sé cómo lo he hecho, pero al final he conseguido apuntar a nueve personas.

—¿Cómo lo llevas? –Elena se sienta a mi lado y mira los nombres uno a uno; aunque ella no los conoce.

—Me falta uno –digo con la voz rota.

—¿No sabes a quién poner?

La miro, sus ojos tristes se centran en los míos, desciendo los párpados unos segundos al tiempo que suspiro, cuando vuelvo a abrirlos le respondo.

—Sí, lo sé.

—¿Y bien?

—Técnicamente hay un puesto en la empresa que está duplicado, en principio podríamos prescindir de una de las dos personas.

—¿Quiénes?

—Vanessa y yo tenemos la misma función; aunque ella se encarga de una sección y yo de otra; no somos necesarias las dos –tras ver su cara de desconcierto, continúo–. Vanessa lleva menos tiempo que yo en la empresa y abarca una pequeña parte de mi faena, yo hago el doble para que no se sature. Sé que le cuesta más que a mí realizar ciertas labores, sobre todo aquellas en las que tenemos que dar la cara al público, pero Vanessa es madre soltera, y además, sus cargas económicas son grandes y precisa la ayuda de sus padres para pasar el mes. Tiene más dificultades que yo para abrirse camino y empezar de cero en otro sitio.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

—Está claro, ¿no? Voy a despedirme.

—¡¿Cómo?! –sus ojos se dilatan extrañados.

—Es lo mejor que puedo hacer. Además, de esta forma también me solidarizo con mis compañeros.

—¡No puedes hacer eso! ¡Te encanta tu trabajo y te preocupas como nadie por una empresa que ni siquiera es tuya!

—Hay más empresas que precisan personal, no es el fin del mundo.

—¿Estás segura?

Suspiro, cojo el bolígrafo y anoto mi nombre al final de todo.

—Completamente –susurro–. A partir de ahora, formo parte del personal prescindible de Soltan.

Pongo punto y final a la lista, ahora puedo descansar tranquila. ¡Al fin!

Con la mente fría enciendo mi ordenador, y por primera vez en años, vuelvo a aquellos tiempos en los que buscaba trabajo. Esta vez me centro únicamente en empresas relacionadas con el mundo de la cosmética, seguramente todas funcionarán más o menos igual, y dada mi experiencia...

Rastreo durante horas enteras, hay poca oferta, pero confío en que mi currículum haga el resto. Tras anotar en mi cuaderno algunos datos de interés, e imprimir la información que necesito de las empresas que me interesan, me siento en el sofá junto a mis amigos para hablar, ver la televisión y, en fin, despejarme un poco.

12

 

 

 

—Hummmm… Hoy es el día…, sí, hoy nada puede fallar. 

Optimista como nunca, me incorporo sobre la cama y extiendo los brazos para desperezarme, la sonrisa me sale sola; estoy contenta. Descorro las cortinas, para dejar pasar la tímida luz de la mañana, y abro la ventana dando paso al nuevo día. Respiro profundamente, llenando así mis pulmones de oxígeno. Me encanta esta sensación, además, llevo varios días apática, y no puedo permanecer en ese estado más de dos, que es el tiempo que necesito para asimilar la nueva situación y buscar alternativas; mi mecanismo de defensa bloquea ese malestar general y me restablece.

Reproduzco una grandiosa sonrisa para dejar atrás los problemas y recargar mi organismo de positividad. Enciendo el televisor de mi cuarto y sintonizo los 40 principales, me apetece un poco de música. Una petición de una oyente hace que la primera melodía que escuche sea Me faltas tú, de Carlos Baute. Es una canción antigua, pero me transmite buen rollo. Sin darme cuenta, empiezo a cantarla de camino a la ducha.

Tú, lo que más extraño tú

Lo que más recuerdo tú

La que siempre ríe, la que es fiel, la que me quiere, tú,

Lo que más me duele tú, lo que más anhelo tú,

Con quien siempre sueño y me derrite con sus besos,

Vuela alto, pero vuelve a mí

que mis ojos, solo ven por ti…

 

Me enjabono bien sin dejar de cantar, y así como quien no quiere la cosa, me pongo a bailar; inesperadamente vuelvo a sonreír. En cuanto salgo de la ducha, lo primero que hago es mirar el estado de mi ojo, y bueno, va mejorando; aunque a paso de tortuga. Me aplico el colirio que me ha dado Elena, y antes de maquillarme, la pomada alrededor del ojo.

Me pongo un minivestido tejano que, para qué negarlo, me queda fenomenal. Salgo de la habitación, tomo mis vitaminas, el café y... ¡a la calle!

La mañana acompaña, hace un día radiante y dejo que los rayos de sol me pincelen el rostro, ese cosquilleo sobre mi piel me enciende y reactiva. Corro por las calles, y en cuanto entro en el edificio de mi empresa, cojo desprevenido a Pol. Me acerco a él por la espalda y, cuidando que no me vea, le susurro cerca de la oreja:

—Vaya Pol, este culito me dice que anoche hubo fiesta.

Se sobresalta, y en cuanto aprecia que soy yo, empieza a reír.

—¡Esta es mi morenaza, la alegría del lugar!

Se me escapa una risita y entro en el ascensor, aprieto el botón de la planta anterior a la mía, e inevitablemente emito un suspiro. Es desagradable lo que estoy a punto de hacer; aunque me consuela saber que también formo parte de la lista negra, así que con un poco de suerte, gracias a eso serán menos los que me maldigan por el despido.

Cruzo el largo pasillo hasta el despacho de recursos humanos. Todos me miran, ya que los rumores se han extendido como la pólvora desde que mi jefe estuvo hurgando en varios expedientes, acudiendo varias veces a hablar con el equipo encargado de las nóminas. Me acerco a Marcos, su cara se desencaja en cuanto ve la hoja que le entrego.

—Bueno Marcos, ya sabes lo que es. Prepara la documentación y hazlos efectivos para dentro de quince días.

—Sí, ahora mismo empiezo.

Le dedico una fugaz sonrisa y me dirijo a las escaleras, para subir a pie el piso que me falta. Llego a mi mesa y me siento, Vanessa corre a mi encuentro en cuanto me ve.

—Llevo unos días nerviosa perdida, ¿me puedes decir ya si ese rumor acerca de los despidos es cierto?

Asiento con la cabeza. Vanessa ahoga un chillido y se desploma en su silla.

—¿Cuántas personas?

—Diez.

—¡¿Diez?! –me mira escandalizada, comprendo su preocupación–. Solo dime una cosa Anna, ¿debo empezar a buscar otra cosa? Sé que no tienes por qué decírmelo, pero me ayudaría saberlo para ir haciéndome a la idea.

—Tranquila Vanessa, tú no estás en esa lista.

—¿No? –me mira confundida.

—No –le confirmo–. Ven aquí –le hago un gesto con la mano y obedece haciendo avanzar las ruedas de su silla hasta quedar junto a mí–. Esto que voy a decirte es confidencial, ¿queda claro? –asiente frenética–. Me he despedido.

—¿¿¿Cómo???

—¡SSshhh! ¡Vane, por favor!

Miro en todas direcciones asegurándome que nadie ha escuchado nada.

—Perdona...

—Mira, ahora tú serás la única secretaria del señor Orwell, tengo casi tres semanas para instruirte y decirte todo lo que necesitas saber.

Su mirada asustada me conmueve. Se pasa las manos por el cabello varias veces, la pobre está nerviosa.

—Pero, pero... –tartamudea–, tú sabes mucho más que yo, y además llevas más tiempo. ¿Cómo has podido despedirte?

—No te preocupes por mí, Vane –le dedico otra de esas espléndidas sonrisas que se han levantado conmigo esta mañana–. ¿Me ves acaso preocupada por algo? –niega con la cabeza–. Solo es un trabajo, estoy sana, mis amigos y mi familia están bien, tengo gente a mi lado con la que contar, y por ahora, no me falta de nada. Encontraré algo, te lo aseguro.

—Sabes que las cosas están muy mal y...

—¡Cálmate! Sé que no será fácil, pero bueno... –me encojo de hombros–, no es imposible. Si te soy sincera, ya he empezado a buscar, pero no se lo digas a nadie.

—No, tranquila. Seré una tumba.

Su repentina seriedad me hace sonreír. Coge aire y se abalanza sobre mí para darme un emotivo abrazo. Le correspondo el gesto, me encanta la fuerza que transmiten los abrazos. Aspiro el aroma de su colonia avainillada, y la beso en la mejilla antes de retirarme. En cuanto quedamos cuadradas una frente a la otra, observo el rostro serio y confundido de mi jefe contemplándonos. Hago una mueca con los labios y obligo a Vanessa a alejarse de mí para ponernos manos a la obra. Por suerte, este refunfuñón jefe inglés no nos dice nada, se limita a meterse en su guarida, y nosotras, tomamos una gran bocanada de aire para, a continuación, liberarla lentamente.

Es una mañanita intensa, acabo lo que tengo que hacer y me pongo con mi currículum, exponiendo únicamente información susceptible a las empresas del sector. Después de revisarlo como unas quinientas veces, le doy a imprimir; me levanto y voy al cuarto de impresión. Puedo enviarlo por e-mail, pero la mayoría de veces dar la cara y dejar que te conozcan, surte un mejor resultado.

Cuando regreso a mi mesa me pongo a curiosear por la web, miro todas las fábricas de cosmética que hay actualmente en España, centrándome en algunas como Natural Solter, y en especial, Body esthetic laboratoire S.L. El sector de esta última es mucho más amplio de lo que estoy acostumbrada, pero como punto a favor, está en Barcelona, concretamente en L'Hospitalet del Llobregat.

Continúo mi búsqueda deteniéndome en determinadas firmas, que aunque son extranjeras, también tienen sus oficinas aquí. Como era de esperar, la crisis nos afecta a todos, y me consta que numerosas firmas destacadas también están haciendo recortes, sus vacantes, por ahora, son escasas o nulas. Imprimo todo aquello que pueda servirme para documentarme y lo guardo en una carpeta; ya seguiré con la búsqueda en otro momento.

En cuanto termina mi jornada, salgo de la oficina. Me sorprende ver a Elena esperándome fuera, me acerco a ella y la abrazo con fuerza.

—¡Qué bien que hayas venido a verme!

—Sí, quería saber cómo te había ido el día.

—Bien. Ya he entregado la dichosa lista negra, y créeme, me he quitado un gran peso de encima.

—Me alegro.

Río y estiro el brazo de mi amiga.

—¡Vamos a tomar algo! Nos lo hemos ganado.

Sin esperar su respuesta, la conduzco por Las Ramblas. Bajamos hasta el museo de cera y giramos por un estrecho callejón a la derecha, para entrar en el Bosc de les Fades, me apetece un cóctel. Elena se sienta en una mesa alta que simula un grueso tocón de árbol, nos envuelve la luz y el entorno místico, parece que estemos en un bosque encantado. Me acerco a la barra y pido dos margaritas, en cuanto acaban de decorar las copas, las cojo y regreso a la mesa con mi amiga.

—¡Bueno, aquí estamos! Saboreemos este delicioso brebaje y brindemos por un nuevo comienzo.

Asiente, elevamos las copas y las chocamos antes de dar el primer sorbo.

—¿Cómo consigues encontrar siempre la parte positiva a todo?

—Porque nada es tan complicado como parece. Ahora no veo el final del túnel, pero sé que no está lejos, así que, ¿de qué sirve preocuparse?

—Me gusta que pienses así.

Asiento y doy otro sorbo a mi bebida, que entra de maravilla.

—A ti no te han despedido, pero por tu cara bien podríamos cambiar los papeles. ¿Qué te pasa?

—Oh, Anna, no sé qué hacer..., es Carlos, me gusta mucho, lo admito, y cada vez que lo veo me entran unas cosquillas por todo el cuerpo que...

Se me escapa la risa.

—¡Lo sabía! ¿Por qué lo ocultabas?

—Porque sé que lo nuestro es imposible y no quería ilusionarme; aunque ya es demasiado tarde. ¿Qué me pasa? Parezco una estúpida quinceañera.

—Pues, ¿qué te va a pasar? Estás enamorada, nena. Es normal, pero eso me hace pensar que ese tal Carlos debe ser muy, muy bueno por haberlo conseguido.

Ella ríe cubriéndose la cara con las manos, está roja como un tomate.

—Pero no me hace caso, actúa como si no existiera, ¿qué hago?

—Dile que se estire y te invite a un café, que con su sueldo de médico bien puede permitírselo.

—¡Anna! ¡Estoy hablando en serio!

—¡Y yo! ¿Qué pasa, es que no puedes ser tú la que se lo proponga? ¡Por Dios, Elena, eres una mujer adulta!

—Ya, pero…

—Pero nada –la corto bruscamente–. Ese tío tiene que ver una reacción por tu parte para que empiece a interesarse mínimamente por ti, si solo te escondes y le esquivas, pensará que no te interesa en absoluto y ni siquiera lo intentará.

—Para ti es fácil decirlo.

—Tan fácil es decirlo como hacerlo. Jamás entenderé por qué en pleno siglo veintiuno eres tan cerrada de mente.

—Aish..., no sé... Me da vergüenza.

—Pues la vergüenza nunca te traerá nada bueno, pero tú misma, contigo desisto.

—Además, hay otra cosa que me preocupa.

Alzo las cejas esperando a que continúe.

—La semana que viene hay un congreso de medicina en el Hilton, después habrá un coctel, y..., bueno, es la ocasión perfecta para desenterrar un bonito vestido del armario e intentar hablar con Carlos.

—¡Eso es estupendo! ¿Ves?, ya tienes una buena excusa para acercarte a él. Te ayudaré a escoger ese vestido –digo mucho más animada–. Ya verás, vamos a dejarle sin palabras.

Ella baja la cabeza y comienza a dar vueltas a su margarita. ¿Qué le pasa ahora?

—¿Y bien? –demando sin perder detalle de su reacción.

—No quiero ir sola a ese congreso, todos irán con sus parejas, incluso tengo miedo de ver a Carlos acompañado.

—Ah...

—Había pensado que podrías acompañarme.

—¡¿Yo?! ¿En un congreso de medicina?

—Sí, sé que no es lo más divertido del mundo, pero si las cosas se tuercen me darás fuerzas y no dejarás que me consuma.

Sonrío de oreja a oreja y despego su mano de la copa para estrechársela con fuerza.

—Cuenta conmigo. ¿La semana que viene, dices? –asiente–. ¡Que se prepare el Hilton, que llegamos nosotras!

El humor de Elena cambia, sonríe y la ilusión vuelve a brillar en sus ojos castaños. No hay nada que me guste más que verla feliz, y aunque solo sea por eso, me tragaré ese coñazo de congreso por ella.

13

 

 

 

Al día siguiente, en la oficina todo son caras largas, y no es para menos, una vez se ha confirmado el rumor, la gente tiene el corazón en un puño. Vanessa me mira incesante, no me quita ojo y sé que lo está pasando mal por mí, así que en cuanto tengo oportunidad, no dudo en dedicarle una sonrisa para demostrarle que estoy bien.

Marcos, el jefe de recursos humanos, aparece en nuestra planta entregando las cartas de despido. En cuanto llega mi turno, noto una ligera presión en la boca del estómago, y aun sabiendo lo que es, tener ese sobre en mis manos me pone tensa.

—Ha sido un verdadero placer trabajar contigo, Anna.

—Gracias Marcos –le dedico un asentimiento de cabeza y se va, siempre ha sido un hombre de pocas palabras, pero en esta ocasión se lo agradezco.

Vanessa me mira y no puede contener las lágrimas. ¡Madre mía, ya la tenemos otra vez! Tan pronto se recompone, saca un paquete de su bolso, se acerca a mi mesa y me lo tiende.

—¿Qué es esto?

—Te hemos hecho un regalo, mi hijo y yo.

—¡Vaya! –exclamo ilusionada–. No tenías por qué hacerlo.

No responde, se dedica a observarme mientras lo desenvuelvo. Es una cajita de cartón decorada con acuarelas a la que, además, le han enganchado lentejuelas brillantes y pequeñas florecitas de tela; es muy original. La destapo con cuidado, dentro hay una exquisita selección de bombones de pastelería.

—¡Qué bueno! Tienen un aspecto delicioso, y la caja es super bonita. Muchas gracias.

Me levanto, la abrazo y vuelve a llorar. Al final, va a conseguir contagiarme.

—Tengo que darte las gracias, por todo, voy a echarte tanto de menos...

—Vamos, vamos... No te pongas sentimental ahora, que no quiero llorar.

Sonrío, pero esa aparente felicidad no llega a mis ojos. Yo tampoco podré olvidarla, son demasiados años. En ese momento, James sale de su despacho y se queda paralizado al ver que nos abrazamos, como el día anterior.

Me obligo a carraspear, y automáticamente nos separamos. Mi jefe no nos quita el ojo de encima, hay algo que no entiende, pero decide pasar por alto nuestras inusuales muestras de cariño. A ver, tiene que entender que despedirse de la gente con la que has compartido tantos momentos es doloroso. Su mirada desciende hacia mi mesa, deteniéndose en el papel de regalo junto a la caja de bombones. Sin tan siquiera darnos los buenos días, regresa a su despacho y cierra la puerta de un fuerte golpe.

Suspiro y me siento, no debo descuidar mi trabajo, por mucho que tenga los días contados, debo terminar lo que empecé. No tarda en sonar mi teléfono, lo descuelgo, y sin darme tiempo a responder, se oye la voz autoritaria de mi jefe.

—A mi despacho. ¡Ahora! –se corta la comunicación y empalidezco, ¿por qué me trata así este estúpido?

Cojo aire, no es momento para escenitas, debo tranquilizarme. Quince días, Anna, tú solo piensa eso. Cojo la libreta y llamo a la puerta, un estridente “pasa”, suena al otro lado; mala señal.

—Siéntese.

En esta ocasión sí que me mira, sus ojos claros se centran en mí, y espera a que me siente para alzarse él, remarcando así su superioridad. ¡Como si su cara no bastara para intimidarme!

—¿Me puede decir qué es esto?

Cojo el papel que me entrega, es la carta de despido que elaboré, nada ha cambiado.

—Usted me ordenó que hiciera una lista de personal prescindible –me justifico.

—¡¿Acaso me escuchó decir que se incluyera en ella?!

Frunzo el ceño, no me gusta que me chillen, y él no deja de hacerlo a la menor oportunidad.

—No, usted simplemente dijo que yo sabría mejor que nadie de quién se puede prescindir y de quien no en esta empresa.

Se pasa las manos por su repeinado cabello rubio despeinándose ligeramente, después, con el puño cerrado, da un golpe seco a su mesa haciéndome botar del asiento.

—¿Es que ya no quiere trabajar aquí? ¿Es eso?

—¡No! –me apresuro a responder.

—Bien. Entonces, anote el nombre de Vanessa Vilar en esa lista y quite inmediatamente el suyo.

—¡Ni hablar! –le digo poniéndome en pie para encararme–. ¡No pienso hacer eso! Si quiere despedirla a ella también después de que yo me haya ido, adelante; pero no piense que voy a quedarme si ella no está. No se merece que la despidan.

—¡¿Y usted?! –grita– ¿Se lo merece usted?

Su rostro serio se acerca tanto, que puedo oler su cara colonia desde aquí. Sin darme cuenta, empiezo a sudar por la tensión acumulada.

—Nadie se lo merece señor Orwell, todos hemos trabajado muchos años para su padre y ahora para usted. La situación requiere de esta medida, por lo tanto no podemos elegir.

—Quiero que sepa que me disgusta enormemente lo que ha hecho. Veo que no puedo confiar en usted, así que avise a personal, habrán cambios en la lista, los efectuaré yo personalmente.

—¿Qué va a hacer?

—A partir de ahora vuelve a formar parte de la plantilla señorita Suárez, es lo único que debe preocuparle.

—¡No! –digo mientras el corazón empieza a latir desaforado, llevando la contraria a mi jefe, aunque eso me da igual, no pienso bajarme del burro–. No voy a trabajar en una empresa sabiendo que soy la responsable del despido de compañeros que no se lo merecen, prefiero no estar y que al menos respeten los motivos por los que me fui, que quedarme y que me odien por lo que he hecho.

Su cara es todo un poema, le está subiendo la tensión, y ahora mismo, su rostro parece la parte alta de un termómetro, tan roja que parece que vaya a eclosionar; no quiero estar presente cuando eso ocurra.

—¿Qué es lo que quiere? Usted misma ha visto el estado de cuentas.

—Sí, por eso he hecho lo que me ha pedido, ni más ni menos.

Suspira y se vuelve a pasar las manos por el cabello, despeinándose de nuevo. ¿Por qué se echará gomina teniendo ese pelo liso tan bonito?

—¿Qué otra cosa puedo hacer, Anna? –mis pulmones se quedan sin aire tras escuchar mi nombre.

En el trabajo soy la señorita Suárez, y su nuevo trato, más cercano, hace que recupere mi confianza. James se sienta en su silla, sosteniendo la cabeza con ambas manos.

—Todo se va a la mierda sin que pueda hacer nada, y lo peor de todo, es que con esos despidos solo conseguiré ganar tiempo, pero el problema no se va a solucionar.

Suspiro, tiene razón, ve las cosas del mismo modo que yo, solo que el peso que él lleva sobre sus hombros no es el mismo que el mío, ya que yo no he de dar la cara y sacar adelante algo que se hunde. Me siento frente a él a la espera de que alce el rostro y me mire.

—Vamos a ver, James –he dejado atrás lo de Señor Orwell, soy consciente, pero llamarlo por su nombre le produce el mismo efecto que ha producido antes en mí, y alza el rostro dedicándome una fugaz sonrisa de medio lado–. ¿Alguna vez te has preguntado si una empresa de protectores solares tendría buena salida en España? Sí, estamos en el país del sol, en verano hay más ganancias, pero ¿y el resto del año?

—Hasta ahora eso nunca ha supuesto un problema.

—Bien, espera un momento.

Salgo del despacho de mi jefe, cojo la carpeta que hay sobre mi mesa y vuelvo a entrar apresuradamente. Saco un fajo de papeles de su interior y los extiendo desorganizados sobre su mesa.

—Estas son empresas que se dedican a la cosmética en España. La nuestra tiene un buen producto, la gente confía en él y da buenísimos resultados, eso es un hecho. Ahora bien, creo que va siendo hora de que nos asociemos con otra firma, quizás una más joven, y juntas, crear un nuevo producto. A mí me gusta mucho el mundo de las cremas hidratantes, se comercializan durante todo el año y la gente las usa.

James parece sorprendido y coge mis papeles para ojearlos.

—¿De dónde has sacado todo esto?

—Bueno, no se lo digas a nadie, pero sabía desde el minuto uno que estaba despedida, así que me puse a curiosear otras ofertas de trabajo.

—¿Tan pronto? –sus labios se curvan hacia arriba, verle sonreír me anima–. Cualquiera diría que estabas deseando irte.

—Siempre tiene que haber un plan B –me encojo de hombros y le devuelvo la sonrisa–. Mira, por ejemplo esta de aquí –le indico unos papeles que le han pasado por alto–. Es una empresa de productos naturales, sus cremas se caracterizan por los olores. Sí, creo que los productos corporales perfumados están de moda.

Me arrebata el papel de las manos y lo lee.

—Es decir, tu idea es ampliar nuestra gama de productos aprovechando el nombre y la reputación que ya tiene nuestra firma.

—Exacto. Creo que ha llegado el momento de expandirse.

Me mira. Sus ojos se suavizan al ver la ilusión plasmada en los míos y cede con un asentimiento de cabeza. Sigo hablándole de mis locas ideas, y por raro que parezca, me escucha con mucha atención sin quitar sus ojos de mis labios, atento a cada una de las palabras que salen atropelladamente de mi boca.

Continúo con mi monólogo durante largos minutos, en cuanto noto la boca seca, cojo el vaso de agua que hay sobre su mesa y le doy un sorbo. Eso le sorprende, pero con la emoción, no he querido quedarme a medias para ir a buscar un poco de agua. Continúo durante un rato, parece que no se aburre. De tanto en tanto me sonríe, y sigue así, centrado en mi boca, que no se cierra ni por un segundo. Cuando por fin termino, arquea las cejas de forma cómica y añade:

—Está bien, vamos a probar. Concierta una cita con Naetura y Logona, los de la cosmética ecológica que tanto hablas.

Sonrió y a punto estoy de aplaudir de pura excitación, pero me contengo.

—Enseguida –me encamino trotando hacia la puerta, James sonríe.

—Por cierto Anna...

Me giro, él se levanta y avanza hasta colocarse a mi lado.

—Da la orden para que paralicen esos despidos, intentaremos sacar la empresa a flote por otro lado.

Mi respiración se agita, mis manos tiemblan y mi corazón bombea con fuerza. Obedeciendo a un impulso irrefrenable, doy un salto en su dirección y lo abrazo con fuerza. Su cuerpo rígido permanece quieto y poco receptivo a mi contacto; aunque eso no me afecta. En cuanto me separo, vuelve a resurgir esa risilla nerviosa; tal vez, como consecuencia por lo que acabo de hacer. Salgo de su despacho tan contenta que no quepo en mí de gozo, poniéndome manos a la obra para hacer todo lo que ha dicho.

14

 

 

 

 

—Desde luego... ¡lo que se está perdiendo el gobierno contigo!

Me echo a reír, mis amigos no dan crédito a cuanto les explico; no es para menos, ni yo misma acabo de creérmelo.

—Bueno, ¿qué os parece si para celebrarlo pedimos unas pizzas en condiciones? –propone Mónica.

—¡Perfecto! –exclamo cogiendo la propaganda enganchada en la puerta de la nevera–. Pero hoy nos estiramos, que nos las traigan a casa.

—¡Pero si sale más barato ir a recogerlas!

—Sí –admito poniéndome seria de forma cómica–, soy consciente del despilfarro que supone; pero nosotras, bien lo valemos.

Lore estalla en carcajadas.

—Yo invito chicas, no sufráis; eso sí, yo quiero una barbacoa.

—Eso está hecho, y la segunda... ¿carbonara?

—¡Genial!

Hacemos el pedido y empezamos a preparar la mesa; las pizzas, no tardarán en llegar.

—¡Oye! Aún no hemos hecho planes para el fin de semana, y mi ojo ya no es el de un oso panda...

—¿Qué propones?

—No quería llegar a esto, pero... –chasqueo la lengua a la par que muevo la cabeza de lado a lado–, necesito un hombre.

Ríen al unísono.

—¿No te vale con el consolador?

—No Elena, ya ha pasado mucho tiempo, demasiado, estoy que me subo por las paredes.

—¡Claro que sí, mi reina! Ya va siendo hora, a mí también me hace falta un buen meneo.

—Entonces, ¿dónde vamos a ir este sábado?

—¿Qué os parece Sitges? Allí todos encontraremos lo que buscamos.

—¡Genial! Me encantan los pubs de Sitges.

—Deduzco que yo soy la que conduce, ¿verdad?

Todas desviamos la vista hacia Elena, poniéndole morritos hasta que empieza a reír.

—No tenéis remedio.

Llaman al timbre, y aplicando la teoría del estímulo-respuesta de Pavlov, mi estómago empieza a gruñir de hambre.

—¡Abro yo! –anuncio mientras corro hacia la puerta, abriéndola de par en par–. Buenas noches, ¿nuestras pizzas? –el chico sonríe, es tan mono...–. ¿Cuánto es?

—Cuarenta y dos euros con quince céntimos.

—¡Lore! –grito desde la puerta–. ¿No habías dicho que pagabas tú?

—¡Ya voy! –viene sonriente y le da un billete de cincuenta euros, haciendo que el repartidor busque el cambio en su monedero.

Es bastante alto, pero lo que más llama la atención no es precisamente su altura, si no sus penetrantes ojos verdes.

—Aquí tiene, señor…

—¡Huy, te ha llamado señor! –me burlo.

—Es cierto, solo por eso voy a darte menos propina –le dice y ambos se ríen al unísono.

Le entrega el cambio y Lore le da dos euros de propina. Mónica aparece por detrás y le arrebata las cajas de las pizzas. ¡Otra que tiene hambre!

—¿Mónica?

Ella se gira, el chico le sonríe y entonces lo capto: el clima, la atmósfera, toda esa carga de electricidad estática... ¡Vamos, que solo falta Pablo Alborán con una guitarra!

—¡Raúl! ¿Cómo te va?

—Muy bien, haciendo unas horas extra para ganar un dinerillo.

Lore arquea las cejas y mira a Mónica, está tan roja... Pero ninguno de los dos quiere irse, y nos morimos por saber que se traen estos entre manos; somos así, cotillas por naturaleza.

—Me parece muy bien.

—¡Qué bien encontrarte aquí! No sabía que vivías tan cerca, mi casa está dos calles más abajo, bueno –sonríe–, la casa de mis padres.

—Ah.

El chico nos mira, luego contempla a Mónica y su rostro cambia. Comprendo entonces que debemos dejarles a solas, así que tiro del impasible Lore y cojo las pizzas que carga Mónica. Nos vamos corriendo al comedor, pero lejos de dejarles algo de intimidad, llamamos a Elena y nos ponemos a espiarles tras la puerta.

—Me preguntaba si ahora que sé que estamos tan cerca, podría invitarte a un café algún día.

—Verás Raúl...

Antes de que Mónica continúe, el chico la interrumpe.

—Si pudieras ayudarme con las matrices te lo agradecería, todavía tengo algunas dificultades.

Mónica lo mira extrañada hasta que finalmente decide hablar:

—¡Pero si eres el mejor alumno de matemáticas que tengo! De todas formas, el lunes puedo explicarte todo lo que no entiendas.

—El lunes tenemos el examen...

Mónica coge aire, no parece darse cuenta de nada.

—Raúl, agradezco tu invitación, pero no creo que sea apropiada.

—Entiendo...

El chico se quita la gorra y suspira. Elena, Lore y yo, nos cogemos de las manos con fuerza. Que le diga que sí..., pobrecito, es tan mono...

—¿Y si damos un paseo? Podría pasar por un encuentro casual.

—Pero ¿qué interés tienes en que quedemos? ¿Es por una apuesta o algo así?

Los tres suspiramos a la vez, Mónica es especialista en chafar los mejores momentos, tiene ese don divino.

—¡No! No es eso, es solo que..., que..., que me haría ilusión pasear contigo, solo eso.

—¿Has perdido la cabeza? ¡Soy tu profesora!

—Me faltan tres meses para cumplir los dieciocho, ¿aceptarás entonces mi propuesta?

Cojo aire y lo retengo en mi garganta. ¡Qué romántico, por Dios!

—Tú edad no tiene nada que ver –espeta Mónica ofendida.

—¿Ah no?

—No, es que entre nosotros, ese tipo de confianzas no pueden ser.

—Yo no se lo diré a nadie.

—Lo sé, pero mi moral no me lo permite, así que si no tienes nada más que añadir...

Mónica hace el intento de cerrar la puerta, pero el chico se lo impide poniendo un pie.

—¿Y si nos tomamos una coca-cola en tu casa?

Ups... Esto cada vez resulta más incómodo, incluso como espectadora.

—Raúl... Yo ya no tomo coca-colas.

Sin más, Mónica cierra la puerta en sus narices y entra abatida en el salón, todos reaccionamos automáticamente y empezamos a disimular. Lore silba mientras mira al techo, Elena simula que quita las arrugas del mantel, y yo, ojeo el grueso listín telefónico del revés. Mónica, pone los ojos en blanco, y parándose en medio de la sala, coloca los brazos en jarras.

—¿Qué? Lo habéis oído todo, ¿no?

Como abejas organizadas la rodeamos. Empieza a hablar Lore:

—¿Cómo puedes ser tan insensible, reina?

—¡Pero tú lo has visto! ¡Es un mocoso de diecisiete años!

—Solo le separan tres meses de la mayoría de edad... –le recuerdo alzando las manos mientras me encojo de hombros.

—Pero ¿estáis bien de la cabeza? ¡Es un crío!

—Es un chico joven, sí, pero un chico a fin de cuentas.

—No sé qué pretendes decir con eso, pero te aseguro que no tengo interés en descubrirlo. Vamos a comer.

—Venga, dale una oportunidad, se veía tan interesado en tener una cita contigo...

—¡Ni en sus mejores sueños! No podría volver a mirarle a la cara si hiciera algo así.

—Aish, ¡que antigua eres, hija!

—Y tú demasiado moderna –me recrimina.

—Bueno, ahora no estamos hablando de mí, hay un chico rubito, encantador, de ojos verdes y muy guapo que se muere por tomar una coca-cola contigo.

—¿Una coca-cola? Y luego, ¿qué? ¿Unas pipas en el parque? ¡Por Dios, que ya tengo una edad!

—Pues mira, en eso te doy toda la razón, y te aseguro que un poco de sangre joven te vendría muy, pero que muy bien.

—Será mejor que dejes ya el tema... —me previene con mirada desafiante.

Hago el gesto como si sellase mi boca con llave y la tirase al río.

—¡Ay, Dios! –el rostro de Mónica nos pone en guardia a todos.

—¿Qué pasa, reina?

—¡Estoy segura de que el de las cartas es él! –exclama sujetándose la cabeza con ambas manos, parece al borde del colapso.

—Sí, seguramente. No hace falta ser del CSI para saberlo, ese chico tiene todos los números –confirmo sin el menor atisbo de duda.

—Esto se pone cada vez peor... –Mónica se deja caer en una de las sillas que hay frente a la mesa.

—¡Tranquila, mantén la calma! Esa era una de las posibilidades desde el principio, al menos ya sabes que se trata de ese chico, y aunque no quieras admitirlo, es muy, pero que muy mono. ¡Quién lo pillara! Y ahora, ¡a comer! —zanjo sentándome a su lado en la mesa.

No hacemos más comentarios al respecto, cogemos una porción de pizza y cambiamos de tema para distraer a Mónica; aunque durante toda la cena, su mente está a años luz de nosotros.

Por fin es viernes. Tengo unas ganas locas de llegar a la oficina, y más después de saber que se han congelado los despidos. Me visto con mi característica ropa de colores alegres, estoy feliz y se nota en cómo visto, en cómo huelo, en mis gestos, en mi enorme sonrisa e incluso en ese color rosado que, en ocasiones, adquieren mis mejillas junto al centelleante brillo de mis ojos negros.

Para cuando llego a mi puesto de trabajo, Vanessa ya se ha enterado de las novedades, me coge de las manos, y juntas, empezamos a dar saltitos de felicidad. Solo es una tregua, debemos apostar por la remota posibilidad de que todo salga bien, pero al fin y al cabo, es un comienzo. Nos interrumpe el teléfono de mi mesa, me lanzo a por él en picado y tropiezo con la pata de la mesa. ¡Joder! Lo cojo como puedo, rodeo la mesa y me dejo caer en la silla.

—¿Sí? –respondo con la voz agitada por el esfuerzo.

—Buenos días Anna, venga a mi despacho, por favor.

Él también está de buen humor, ha dicho “por favor...”. Cojo mi libreta y acudo rauda a su llamada.

—Buenos días, señor Orwell.

Se gira en mi dirección, cubriéndose los labios con un dedo mientras esconde una apretada sonrisa, pero las arruguitas alrededor de los ojos le delatan.

—Nada de señor Orwell –dice al fin–, a partir de ahora, para usted soy solo James.

—Está bien, James –sonrío.

—Hemos recibido respuesta de Naetura y he hablado durante largo rato con el director, parece que ven con buenos ojos nuestra propuesta. Para mañana tenemos una reunión extraordinaria en sus oficinas.

—¿En serio? –asiente.

—Espero que no tengas planes para el fin de semana, tenemos que coger un vuelo para Madrid esta misma tarde.

Me quedo blanca.

—Pero... ¿tengo que ir yo? –pregunto extrañada.

—Opino que mi secretaria y responsable de esta idea debe estar presente, así que la respuesta es sí.

Mi desilusión se hace tangible. Adiós Sitges, adiós maromo, adiós sexo… Vamos, que estoy como para ir saltándome oportunidades.

—¿Demasiado precipitado?

—No, no –me apresuro a responder–, me parece bien. ¿A qué hora tenemos que coger el vuelo?

— A las ocho, pero no te preocupes, el día de hoy lo tienes libre. Llama a nuestros compañeros de Londres antes de irte y comunícales nuestra iniciativa de expansión, diles que solo es un tanteo, para cuando tomemos una decisión les facilitaremos las estadísticas y la documentación oportuna. No dejes que te mareen.

— De acuerdo.

— Después te vas a casa y preparas el equipaje para cuatro días.

— ¿¿¿Cuatro días??? –pregunto escandalizada.

— Sí, he concertado otras citas de interés, ya que vamos a desplazarnos a la capital, hay que aprovechar el viaje.

Asiento, y apunto estoy de abrir la puerta cuando él, continúa:

— A las seis de la tarde irá un coche a recogerte.

Vuelvo a asentir como una tonta antes de salir de su despacho.

Vanessa empieza a reír.

— ¿Qué pasa? –le pregunto un tanto borde.

— No te has visto los pelos de cacatúa que llevas, ¿verdad?

Me miro en uno de los cristales de la ventana, parezco un león al que un grupo de hienas ha atacado salvajemente. ¡Mi tropiezo con la mesa! Alzo las manos y empiezo a peinarlo con los dedos. ¡Qué vergüenza, seguro que de esto se reía el muy cabrón! Cuando vuelvo a estar decente, le hago a Vanessa un breve resumen de lo que ocurre. Enseguida se ofrece a llamar a Londres, y lo cierto es que se lo agradezco, hace dos días pensaba que me iban a despedir, y en cambio ahora, voy a prepararme para un viaje inesperado que me arruinará el fin de semana entero; mi cupo de sobresaltos ha alcanzado su tope esta semana. Suspiro, todo sea por conservar el empleo. Recojo mis cosas y me marcho a casa.

Después de llamar a mis amigos para comunicarles la noticia, me cuadro frente al armario. Una chica nunca tiene suficiente ropa, o tiene tanta que a la hora de decidir se hace un completo lío. Por lo que sé, vamos a estar ocupados con las reunioncitas del demonio, así que cojo unos cuantos vestidos, chaquetas por si hace frío, el abrigo, unos vaqueros por si acaso y ropa interior para un año, como dice uno de mis personajes preferidos de la televisión: “las bragas dan mucha seguridad”. Me río. Luego queda el tema del maquillaje, colonia, champú, gel de baño, mascarillas... Ya sé que en el hotel habrá todas esas cosas, además, voy a Madrid, puedo comprarme algo allí, pero el “por si acaso”, es lo que me hace coger de todo hasta cargar una maleta que bien podría abastecerme durante un mes entero en una isla desierta.

Me da tiempo a darme una ducha rápida, así que lo hago. Me cambio de ropa e importantísimo: cojo mi MP3 con mis canciones de siempre, esas que me animan, que me alejan de los problemas.

A las seis en punto, una llamada me avisa de que un coche espera abajo. Tengo que recordar la enorme puntualidad que tienen los ingleses, y más yo, que soy algo despistada y desastre para los horarios.

Bajo la escalera cargada con mi enorme maletón, en cuanto llego abajo, el chófer me ayuda a ponerla en el maletero. Me siento detrás. En un silencio impropio en mí, dejo que ese hombre, que seguramente jamás volveré a ver en la vida, me lleve al aeropuerto.

Nada más llegar, un segundo coche aparca justo detrás de nosotros. De su interior baja un chico joven, con el pelo rubio, un tanto alborotado, y gafas de sol Ray-Ban, pese a que el sol, a estas horas no molesta. Se gira para sacar su equipaje del maletero y sin querer le miro el culo... Bueno, está bien, lo he hecho queriendo, pero es que esos vaqueros le quedan a la perfección.

Coge su maleta negra, al tener la camisa arremangada, se aprecia la perfecta musculatura de su antebrazo. ¡Madre mía, creo que me va a dar algo! Es un completo desconocido, pero no puedo apartar mis ojos de él, además, le queda tan bien esa camisa por dentro del pantalón...

Estrecha la mano con el conductor y sube a la acera junto a mí.

—¿Qué, preparada?

Mi mandíbula se descuelga.

—¿¿¿James???

Se quita las gafas de sol, dejando al descubierto esos enormes ojos azules, con sus pestañitas rubias y todo. Como no cierre la boca pronto, voy a empezar a babear.

Sonríe.

—¡Parece que hayas visto a un fantasma!

—No, a un fantasma no, pero me había acostumbrado a verte con otro aspecto.

Se echa a reír.

—¿No reconoces estos pantalones?, los elegiste tú.

Los miro una vez más. Sí, ahora los recuerdo. ¿Cómo he podido olvidar lo bien que le quedan?

Digo un sí/no con la cabeza. Lo sé, estoy haciendo un ridículo espantoso, así que decido dar media vuelta y arrastrar mi maleta hacia la puerta. Obviamente también había olvidado su caballerosidad, me la coge de inmediato y la arrastra junto a la suya.

—Creí haberte dicho que solo estaremos fuera cuatro días.

Sé que lo dice por el peso de mi maleta. Me echo a reír.

—Cosas de mujeres...

Su carcajada me contagia. Dejamos las maletas, pasamos por los detectores y en cuanto llegamos a las puertas de embarque, entramos rápidamente. No hay monumentales colas, ni largas esperas, todo es rápido; alucinante.

Mi respiración queda interrumpida cuando accedemos a un reservado de primera clase. Nunca había estado en un sitio tan lujoso, ¡si entre asiento y asiento hay por lo menos siete metros!

—Esto es increíble... –susurro sin esperar que nadie me escuche–, es demasiado...

—Solo es un avión, no es para tanto.

Miro a James, sorprendida.

—Quizás esto sea normal para ti, pero para el resto de los humanos esto es como estar en el cielo; nunca mejor dicho.

Empieza a reír. Se sienta en la butaca que da a la ventanilla, a mi lado, y no sé por qué, pero por primera vez, tenerle tan cerca me pone nerviosa. Si se hubiese puesto su característico traje oscuro con tirantes y llevara el pelo engominado hacia un lado, no me impondría tanto.

Nuestra azafata personal se acerca. Sin haberle pedido nada, nos ofrece un cóctel rosa de bienvenida. Nada más entregarle la copa a mi acompañante, la mujer se muerde el labio inferior. ¡Será posible! ¡Yo inventé ese gesto de provocación! ¡Encima, la tía lo hace en mis narices! …aunque no es para menos. Sonrío mientras me relajo en la cómoda butaca; James, es todo un bombón.

Mientras el avión se pone en marcha, ojeo una de esas revistas expertas en exponer fotos embarazosas de famosos. Me avergüenza admitir que el momento del despegue es cuando peor lo paso, siempre me ha dado miedo. Me aseguro el cinturón y vuelvo a mirar la revista, paso las páginas de forma frenética sin que haya nada que llame mi atención, a excepción del enorme culo de Kim Kardashian que sale en portada, que dicho sea de paso, seguramente sea un montaje.

La azafata da comienzo al habitual baile explicativo de las normas de seguridad frente a nosotros, bueno, técnicamente sus lecciones van dirigidas únicamente a James, el resto de pasajeros no entran dentro de su campo visual. ¡No veas cómo le mira!

James se centra en la azafata, que tras terminar su discurso, le lanza una última mirada antes de retirarse a su asiento en el pasillo, se abrocha el cinturón y cruza las piernas. Sigue insinuándose, miro a James, que parece no darse cuenta, pero es tan evidente que me cuesta creer que no sea capaz de leer todas esas señales.

El avión ya está en marcha y va cogiendo cada vez más velocidad sobre la pista. Estiro las piernas, luego las encojo, dejo la revista a un lado y vuelvo a asegurarme el cinturón. Sigue abrochado, bien.

James sonríe.

—¿Quieres estarte quietecita de una vez? Vas a poner nervioso al personal.

—Tienes razón.

Cierro los ojos y recuesto la cabeza contra el mullido respaldo de cuero azul mientras tarareo una canción de Natalie Imbruglia, la última que estaba escuchando en mi reproductor: Counting down the days. Mi cuerpo da un bote, abro los ojos y miro alterada a James, por su apretada sonrisa, me doy cuenta de que no ha dejado de observarme.

—¿Qué ha sido eso?

—Solo ha sido una bolsa de aire.

Sonríe, pero no puedo corresponderle porque mi corazón está a punto de salirse por la boca. Entonces siento la presión de su mano sobre la mía. La coge, la estira y la aprieta, transmitiéndome la tranquilidad que me falta. Ya me había cogido de la mano antes, pero ahora es diferente, me siento vulnerable. En cuanto empezamos a ganar altura, me aparto de mis pensamientos y le agarro aún con más fuerza; él no se queja.

Pronto sobrevolamos Barcelona. Ya está, en cuanto lo único que soy capar de distinguir son pequeños puntitos marrones y negros desde las alturas, es cuando me conciencio de que si nos cayéramos, moriríamos incluso antes de alcanzar el suelo, todo sería rápido, y por lo tanto no habría dolor, y eso me tranquiliza.

Se enciende el pilotito verde que indica que podemos desabrocharnos el cinturón. James lo hace con la mano izquierda, que es la que le queda libre mientras la otra, continúa sujetando con firmeza la mía.

—Puedes soltarme –le digo de forma divertida–, el miedo ya ha pasado.

—Por si acaso.

Me echo reír, ahora no puedo leer la revista, él me lo impide, pero no me importa, me encanta sentir ese tipo de contacto y le dejo.

En poco más de una hora nos plantamos en Atocha. Camino detrás de él por los túneles, me parece increíble que se maneje tan bien en un país que no es el suyo, yo soy incapaz, incluso cuando la línea de metro que utilizo normalmente está averiada, cambiar de combinación se me hace una aventura.

Fuera nos espera un coche que nos conduce hasta el hotel, al parecer, James ha pensado en todos y cada uno de los detalles, y no puedo evitar preguntarme si todo esto no era parte de mi faena.

En cuanto el coche se detiene, mi boca se abre de manera automática. ¡Qué hotel, es alucinante! Tiene hasta portero y todo, como en las películas.

James se acerca al mostrador para el check-in, y yo, me quedo en este inmenso vestíbulo lleno de gente elegante, adornos dorados y lámparas de araña. Parece que esté en una película de Al Capone.

—Toma, esta es tu llave –me entrega una tarjeta blanca–, ya han subido el equipaje. Habitación doscientos dos y doscientos tres –matiza.

—Vale. ¿Hacia dónde voy?, hay cuatro ascensores.

—Es ese de ahí –señala el que está más alejado.

—¡Madre mía, qué grande es este hotel!

—No es tan grande.

—¡Pues menos mal! Tendrías que ver los sitios de mochileros en los que he estado.

Suelta una risotada.

—Me lo puedo imaginar.

—No, sinceramente creo que no puedes, ¡si a ti esto te parece pequeño!

Entramos en el ascensor, las puertas se cierran y nuestra sonrisa se congela momentáneamente, hay tensión y más tensión. No sé qué tendrá este pequeño habitáculo, pero se me pasa cada cosa por la cabeza... Menos mal que por fin llegamos a nuestra planta. Soy la primera en saltar al pasillo y correr por el suelo enmoquetado hasta mi habitación: la doscientos dos.

—¡Qué nervios! Debe ser una pasada.

James me contempla con una sonrisa de oreja a oreja, permanece quieto, esperando a que introduzca la tarjetita en la ranura y descubra lo que me espera al otro lado.

—¡Vaya tela! ¡Mira eso, James! –señalo el enorme ventanal al tiempo que corro y me pego a él como una ventosa–. ¡Qué vista! ¡Se ve todo Madrid!

James se acerca sonriente y mira por la ventana.

—Bonita vista –dice y se gira de repente hacia mí, no sé por qué, me pongo roja como un tomate.

Me recompongo rápidamente, veo una puerta a su espalda y corro hacia ella; es el baño, que tampoco se queda atrás, tan grande como todo mi apartamento, y tiene... ¡un jacuzzi!

—¡Menudo alucine! ¿Has visto, James?, tengo una piscina olímpica en el lavabo.

Su carcajada me sorprende, me vuelvo hacia la puerta y me lo encuentro recostado contra el marco, sin quitarme ojo, para no perder la costumbre. Cojo aire y lo libero lentamente para tranquilizarme.

—Ya está –digo poniéndome seria–, una vez pasada la euforia inicial, vuelvo a ser la secretaria formal y comedida que usted espera.

Niega con la cabeza.

—Anna, tú nunca has sido una secretaria comedida.

—Bueno, pero tal vez a partir de ahora lo sea –estiro fuertemente mi camiseta y me cuadro frente a él–. Puedo hacerlo señor Orwell.

Vuelve a sonreír.

—No sé yo si eso me va a gustar mucho, te prefiero tal y como eres.

Mi sonrisa se esfuma de repente, no sé si lo ha dicho en serio o en broma, pero su comentario no tiene ni pizca de gracia.

—Voy a mi habitación –anuncia y me esquiva para ir en dirección a la puerta–. En veinte minutos te espero en el vestíbulo para cenar.

—¿Dónde vamos a cenar?

—En el hotel –se gira contrariado–. ¿Es que prefieres otro sitio?

Se me escapa un bufido.

—¡Estamos en Madrid!

—Tienes razón. ¡Vamos a investigar!

En cuanto me quedo a solas, corro hacia la cama y me pongo a saltar como una chiquilla, las carcajadas retumban en la habitación. ¡Esto es increíble!

Una vez descargada toda la energía sobrante, me dirijo al baño y me peino, ondulando ligeramente el cabello con la plancha. El maquillaje me ofrece el toque definitivo, y para variar, esta noche me pongo un simple vestido negro, elegante, pero sin pasarse. Cojo mi bolso, me subo a los zapatos de tacón alto y salgo fuera. En cuanto se abre el ascensor, entro; no estoy sola, un hombre con un espeso bigote me mira de soslayo, lo que indica que no estoy nada mal para haberme vestido en tan solo veinte minutos, toda una hazaña.

Llego a la primera planta y cruzo el impresionante vestíbulo hasta llegar al mostrador. Enseguida veo llegar a James, se ha cambiado de ropa, y sí, se ha puesto su habitual traje oscuro de corte tan clásico; aunque puedo darme por satisfecha, porque el pelo casi no se lo ha tocado, con lo cual, parece algo más joven.

—Estás muy guapa –me dice y le sonrío, siempre me gusta oírlo.

—Y tú también; aunque, ¿crees que tendremos tiempo para visitar una tienda de ropa?

Me mira extrañado.

—Supongo... ¿Por qué? ¿Quieres comprarte algo?

—No, creo sinceramente que deberías llevarte un traje de Madrid a modo de recuerdo, dado que es tu atuendo habitual.

Su ceño se frunce mientras sonríe. Pese a haber sido sutil, creo que se ha dado cuenta de algo, decido romper el hielo y le cojo del brazo mientras, juntos, nos dirigimos a la salida.

—Madrid me encanta.

—¿Ya habías estado antes? –pregunta.

—Sí, una vez, vine expresamente con el colegio a ver el Museo del Prado.

—Ahá.

Hace un gesto para llamar a un taxi y le interrumpo.

—Hace una noche fantástica, podemos ir a pie.

—De acuerdo, será lo mejor, además, no nos conviene alejarnos mucho, mañana tenemos que madrugar.

Pongo los ojos en blanco, a veces habla como mi abuelo.

Las calles están llenas de gente joven, turistas en su mayoría. Llegamos a la Puerta del Sol, y subimos por una de las avenidas en las que no se permite la circulación, me recuerdan a Las Ramblas. Los establecimientos están cerrados, pero el bullicio sigue latente, sobre todo frente al teatro de la Gran Vía, donde desembocamos poco después. Están representando el musical de El Rey león, y desde que era niña que me encanta esa película, todavía me emociono al verla.

—¡Mira, James, El Rey león! –digo señalando el enorme cartel amarillo y negro del conocido musical–. La obra empieza más o menos así.

Me separo de él, extiendo los brazos a modo de pelícano a punto de iniciar el vuelo, y camino flexionando las rodillas al tiempo que muevo rítmicamente el cuello como un palomo mientras canto El ciclo de la vida:

Nants ingonyama bagithi baba

Sithi uhm ingonyama

Nants ingonyama bagithi baba

Sithi uhm ingonyama

siyo nquoba

ingonyama nengw enamabala...

 

Retrocedo al ver que no me sigue.

—¿Qué haces ahí parado?

No deja de sonreírme desde la distancia.

—Esperar a que termines tu espectáculo. Avísame cuando acabes de representar al antílope herniado, por favor.

—¿Antílope herniado? ¿Me has llamado antílope herniado? –se encoje de hombros sin dejar de reír–. Es una pena que Almodóvar aún no me haya descubierto, de lo contrario, no hablarías así de mis increíbles dotes artísticas.

Su risa aumenta de decibelios. Intento mantenerme seria, pero es inevitable que se me escape algo.

—Creo que tus aptitudes irían más acordes con una de las inquietantes criaturas de Guillermo del Toro.

Mi mandíbula se desencaja por el asombro.

—¡Vaya, míralo él qué gracioso!¡Olvidé que tenías sentido del humor!

Sonríe. Madre mía, cada vez que lo hace parece tan joven...

—Me han llamado muchas cosas en la vida, pero gracioso no es una de ellas.

Se me escapa una risita aniñada que incluso a mí me sorprende.

—Será que nunca te han visto del mismo modo en que yo te veo ahora.

Está a punto de contestarme, pero me giro de repente al escuchar el escandaloso bullicio de un grupo de gente que acaba de salir de un local, descubriendo un pequeño restaurante paquistaní donde ya no cabe ni un alfiler. De todos es sabido que cuanto más lleno esté un sitio mejor es, así que me giro hacia James, que como siempre, lo está analizando todo con el ceño fruncido.

—¿Qué te parece si cenamos aquí?

—¿Aquí? –hace una mueca–. Parece un poco... Esa carne dando vueltas en una barra no tiene buena pinta.

—¿Nunca has probado un dürum?

Me mira asustado, como si hubiese dicho una palabrota, y yo, me echo a reír.

—Tienes que probarlo –confirmo con seguridad.

—Vamos a ver: venimos a Madrid, nos vestimos bien y, ¿acabamos cenando en un paquistaní?

Me encojo de hombros, no sé qué le ve de malo.

—¿Qué pasa? ¡Vamos, anda, no seas remilgado! Tienes que probarlo –repito.

Entramos y aguardamos en silencio hasta que una mesa se queda libre, en cuanto nos sentamos, empieza a examinar la carta. Mira los rollos de carne dando vueltas detrás del mostrador y hace una mueca.

—Al menos pruébalo –le reto–, ¿de acuerdo? Si no te gusta, nos levantamos y nos vamos.

—Está bien –acepta; aunque únicamente lo hace por complacerme–. ¿Qué me recomiendas?

—Tú déjame a mí –examino la carta durante un rato, y cuando ya sé lo que quiero, levanto la mano para llamar la atención del camarero–. Queremos dos dürum de pollo con queso de cabra y salsa de yogurt.

—¿Para beber? –pregunta el hombre mientras anota nuestro pedido.

Miro a James.

—Dos cervezas –responde, y yo, sonrío.

El camarero se va, James parece asustado, mira hacia los platos de los demás comensales y sus muecas de asco se intensifican.

—Y dime, ¿lleva realmente salsa de yogurt esa cosa... Con pollo?

Se me escapa la risa.

—Es como una salsa césar, muy suave –le tranquilizo, y él asiente.

Cuando nos traen nuestro rollo de dürum, mira frenéticamente a su alrededor.

—¿Y los cubiertos?

—No hacen falta, esto se come con las manos.

Su cara de espanto me hace aún más gracia, así que cojo mi dürum y le doy un mordisco. Cierro los ojos, y bajo su atenta mirada, reproduzco un largo: “mmmmmmm”. Finalmente James imita mi gesto, no dejo de observarle mientras asesta el primer bocado. Luego le da un segundo, esta vez más grande. Lo mastica, y cuando lo ingiere le pregunto:

—¿Qué tal está?

—No está mal –reconoce.

Sigue dándole bocados, uno tras otro, sonrío mientras hago lo mismo, y así hasta que nos lo acabamos todo.

—Bueno, parece que al final te ha gustado –digo mirando su plato vacío.

—Lo cierto es que me ha encantado, de verdad, no me lo esperaba.

Sonrío y me pongo en pie.

—Voy al baño –anuncio, y sin que se dé cuenta, voy corriendo hacia la barra y pago todo lo que hemos consumido.

Le miro desde la distancia. Parece perdido, sus ojos se mueven inquietos de aquí para allá, pero en cuanto me ve aparecer se calma, sonríe e incluso puedo percibir su profunda respiración desde aquí.

—Ya podemos irnos –digo nada más llegar a la mesa.

—Aún no nos han traído la cuenta.

—Ya está pagado.

Su rostro me contempla con rudeza.

—No tenías que haber hecho eso, paga la empresa –me reprocha molesto.

—De acuerdo, la empresa pagará cuando me lleves a uno de esos restaurantes pijos en los que solo el cubierto ya vale cien euros –suspira, pero yo no puedo dejar de reír, no le queda otra más que resignarse.

Salimos de nuevo a las amplias calles iluminadas, hay poca gente, tan solo nos acompaña nuestra propia sombra al caminar, largas y dobladas por la presencia de los altos edificios colindantes. La luna también es una fiel compañera en esta noche tan inusualmente tapada, allá donde mire, ella me acecha: esférica, ligeramente moteada y de color caramelo.

Empiezo a sentir algo de frío en los brazos y me abrazo con fuerza, intentando entrar en calor. No caminamos mucho más, cuando el letrero verde de un pub irlandés nos obliga a detenernos al mismo tiempo. El garito no tiene mala pinta, veo como lo mira James, y enseguida añado:

—¿Quieres entrar?

—¿Qué? No...

—¿Por qué? Es un poquito como estar en tu tierra; aunque sé que no es lo mismo. Venga, va –tiro de su mano obligándole a entrar; al menos yo, sí que lo necesito.

Una vez dentro, me doy cuenta de que gran parte de la gente es inglesa. Desentono entre tanto rubio y rubia impoluto, pero no me importa, sonrío al chico que hay tras la barra, que al menos, es tan Español como yo.

—¿Qué vas a tomar? –le pregunto risueña a James.

—Una cerveza, por supuesto.

—Por supuesto –asiento y pido al camarero un par de pintas de exquisita cerveza negra de marca impronunciable.

En cuanto nos las sirven, ambos chocamos las jarras y le damos un largo trago. No está mal, algo fuerte por eso, pero me gusta.

Sin darnos cuenta, una cerveza lleva a otra, y la última a otra más. Hablamos poco, nos damos cuenta de que en realidad, no tenemos nada que decirnos, o tal vez, sea la situación que nos frena. Por suerte, el camarero siempre que puede se acerca para hablar conmigo y cruzar un par de palabras amables, para sacarme una sonrisa entre tanto guiri; no me extraña que le guste conversar con un paisano, sin embargo, cada vez que acude a mi encuentro, James se revuelve incómodo en su taburete en la clásica postura de posesión masculina. No tengo nada con mi jefe, ni siquiera somos amigos, pero mientras estoy con él, paso a ser, por así decirlo, como algo suyo, y obviamente le molesta que otros hombres quieran apartarme de su control, así que aunque solo sea por respeto hacia mi soso acompañante, me despido amablemente del camarero y me acerco a ese inglés mosqueado, que hace ver que bebe su cerveza distraído cuando en realidad, sigue pendiente de mí.

—¿Te gusta este sitio? –le pregunto acercándome más a él para escuchar su respuesta; con la música tan alta, es casi imposible hablar.

—Prefiero los pubs españoles, sin duda son mucho más divertidos.

Su respuesta me sorprende.

—¿En serio?

Asiente, pero mis intentos por distraerlo no sirven de nada, continúa mosqueado. Observa el reloj de su muñeca y añade:

—Deberíamos volver, es tarde.

Suspiro, apuro la botella y la deposito sobre la barra. Regreso junto a James aguantando la risa. ¡Menudo cabreo lleva!

—¡Espera! –nos giramos los dos a la vez.

Rodolfo, el chico de la barra, corre hasta alcanzarnos pasando por alto la presencia de James, mirándome solo a mí.

—Toma, morenaza –me entrega un papelito blanco al tiempo que me besa en la mejilla–. Es mi número de teléfono –me aclara–, llámame y nos tomamos algo antes de que te vayas.

—Vaya... Gracias.

El chico se va y me vuelvo sonriente hacia James, pero su rostro crispado hace que mi sonrisa se desvanezca rápidamente. Minutos después, tras ver que su actitud no cambia, se me escapa la risa; obviamente él no me sigue.

Ni corta ni perezosa, alzo el trocito de papel que Rodolfo me ha entregado, lo rompo en mil pedazos ante su impasible mirada y lo tiro al suelo.

—¿Nos vamos? –pregunto, y James, me contempla, ahora perplejo.

—¿Por qué has hecho eso? ¿No te parece atractivo ese camarero como hombre?

Su pregunta me hace gracia, y no puedo parar de reír mientras salimos al exterior.

—¡Por supuesto que sí!

—¿Entonces?

—Estoy en Madrid por trabajo, no por placer –le recuerdo alzando la cabeza para mirarle por encima del hombro–, ¿qué se cree?

Sonríe, niega con la cabeza y me sorprende cuando me coge de la mano.

—Efectivamente te estás convirtiendo en una secretaria comedida. No está mal.

Las carcajadas fluyen solas mientras regresamos al hotel, tal vez sea por tanta cerveza ingerida, pero lo cierto es que por fin me lo estoy pasando bien.

En el ascensor ya es otra cosa, seguimos riendo, pero la intensidad de las carcajadas ha descendido notoriamente en volumen. Otra vez ese matiz de tensión en el ambiente. Se acerca y mete las manos en los bolsillos del pantalón, echando la americana hacia atrás, pero estamos tan juntos que sin querer nos rozamos. Percibo su pierna cerca de la mía. ¡Madre mía, qué necesitada estoy! Pero no, no puedo pensar en eso ahora. ¡Es mi jefe! Trago saliva y miro atentamente las puertas de metal, deseando que se produzca un cambio.

Su cuerpo bloquea mi espalda como si fuera una impenetrable coraza. Ahora mismo tengo mucho calor, me abraso literalmente. Por suerte, en ese instante las puertas se abren y camino decidida rumbo a mi habitación. Me detengo en la puerta, y antes de entrar, le digo:

— Buenas noches, que descanses.

— Igualmente Anna. Mañana a las nueve en el vestíbulo.

Asiento, introduzco la tarjeta en la ranura de la cerradura, y espero al “clic” que precede la obertura de la puerta para entrar apresurada en la habitación. Un minuto más con James, y soy capaz de cometer una locura.

Continuará...