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Fuego Vs hielo (1)

en Grandes Series

Nota de la autora: Hola chic@s, después de "El contrato", que soy plenamente consciente que tengo que pulir algunos aspectos en cuanto a forma y esas cosas, deciros que vuestras opiniones, críticas constructivas e impresiones me han valido para querer hacerlo mejor y no dejarla inacabada. Así que como la experiencia me ha gustado, os enseño algo nuevo y diferente, a modo experimental, algo que publiqué hace un montón de tiempo y que tengo dentro de las tareas pendientes rehacer. Se trata de una novela que mezcla erotismo, romanticismo y  humor vivida en primera persona, desde la perspectiva de una chica poco común.  Además, por aquella época me inspiraron los escritos de algunos de los autores de TR, y menciono alguno de ellos que seguro que lo conocéis ;) Pues nada, ahí va, como siempre esto es para disfrutar con la lectura, si no es algo que interese pues la dejo a medias y me enfrasco en cualquier otra cosa ;) (que ganas e imaginación no me falta!) A ver qué os parece, un saludo y gracias de antemano.

"Que no se te olvide: el sexo alivia la tensión, el amor la aumenta" Vol.1

 

Existen cuatro cosas que jamás se recuperan:

Una piedra, después de haberla lanzado.

Una palabra, después de haberla dicho.

 El tiempo, después de haber pasado.

Una oportunidad, después de haberla perdido.

 

 

Federico Moccia.

 

1

Puedes vernos al cruzar cualquier esquina en Barcelona, sin duda, provocaremos tu curiosidad y te volverás para mirarnos atraído por el magnetismo y las risas que siempre nos acompañan. Querrás saber más acerca de nosotras.

Si me preguntas directamente a mí, te diré que justo hoy, en este preciso momento, somos cuatro leonas buscando desmadre por nuestra ciudad. Nos compenetramos tan bien, que unidas formamos la mujer perfecta:

Mónica, profesora de matemáticas en educación secundaria, es el cerebro, la cabeza pensante. Solo hay que proponer una idea, y ella se encarga de calcular, en cero coma dos segundos, las probabilidades de éxito, los riesgos, posibles complicaciones, ventajas y desventajas. Es una máquina en lo suyo, no nos atrevemos a cuestionar nada de lo que ella dice porque siempre tiene razón, nunca se equivoca. Particularmente a mí, me da algo de miedo…

Lore es nuestro amigo gay, el juerguista, el que siempre sabe cómo sacarte una sonrisa incluso en los peores momentos, y constituye una parte importante de la ecuación. ¡Ah!, y Lore viene de Lorenzo, pero odia que le llamemos por su nombre completo. Durante el día es un prestigioso abogado de éxito, Lorenzo Falcó, y por las noches, se transforma en nuestra inseparable y querida Lore, el terremoto de la ciudad condal.

Elena… ¡Qué decir de ella! Es pediatra. La sensata, prudente y comedida amiga que todo el mundo quiere tener a su lado, sobre todo para salir de fiesta. Es algo así como una madre prematura: te previene, te advierte, te aconseja… ¡Incluso te sujeta la cabeza en el baño mientras estás vomitando! Todo un amor, y a la vez, una aguafiestas de primera.

Solo quedo yo: secretaria, traductora y relaciones públicas de Soltan, una empresa de bronceadores extranjera. Mi papel en este grupo es crucial, soy la encargada de unir a este atípico cuarteto.

Recientemente las he convencido para irnos a vivir juntas a un piso de alquiler en el centro, dado que la situación económica para independizarnos individualmente está difícil. Desde luego, esto ha sido lo mejor que he hecho en mi vida, somos una piña y nos llevamos fenomenal. Por cierto, mi nombre es Anna.

—¿Se puede saber en qué piensas? –pregunta Lore.

Me echo a reír y me giro hacia él.

—¿Te das cuenta de que parecemos el principio de un chiste? ¿Qué hacen una profesora, un abogado, una médico y una secretaria en un una discoteca?

—¿Es que acaso no es evidente? –vuelve a preguntar con ese acento afeminado que tanto nos gusta, pone los ojos en blanco y continúa–. ¡Buscar hombres!

Empezamos a reír.

—Las probabilidades de encontrar aquí a un hombre decente son del dos por ciento.

—¡Ala! –me quejo censurando con la mirada a Mónica.

—Bueno, con que uno de esos dos sea para mí… –Lore besa a Elena en la cara mientras la coge del brazo y tira de ella.

—¡Así me gusta, cariño, ante todo positivismo!

Cruzamos las miradas y volvemos a reír; Elena no encontraría un hombre decente ni aunque se lo fabricasen expresamente para ella.

La música nos aturde nada más entrar al local, y viendo a los jóvenes que hay en la pista, me pregunto si no seremos ya un poco mayores para esto; pero somos treintañeras, guapas y decididas, además, ¡a nadie le amarga un yogurín!

—Lore, ¿por qué insistes siempre en llevarnos a este tipo de sitios? –pregunta Mónica frunciendo el ceño–. Solo hay niñatos, morenos y guiris.

—Estamos en el puerto, reina, ¿qué esperabas encontrar?

—¿Qué tienes contra los niñatos, morenos y guiris? –pregunto alzando una ceja.

Mónica se sube las gafas con el dedo índice, se acerca a mi oído y susurra:

—Las probabilidades de encontrar a un hombre decente a estas horas, acaban de descender brutalmente a uno entre mil, y eso teniendo en cuenta que ese uno se haya equivocado de dirección, y por una de esas casualidades de la vida, se haya visto arrastrado por una multitud enloquecida metiéndolo aquí por error.

Estallo en carcajadas.

—¡Relájate y disfruta! ¿Has visto a esos guiris? –señalo al otro extremo de la sala.

—¿Cuáles, los rojo gamba o los gordos fast food que no sueltan el cubata?

—Los rojo gamba.

—Sí, ¿qué pasa?

—Te están mirando.

—No me hagas reír –dice girándose escéptica.

—¡Lo digo en serio! ¡Mira cómo te mira aquél grandullón de ahí! ¿Hacemos apuestas? ¿Qué crees que son, alemanes o ingleses?

Se ajusta las gafas al puente de la nariz y vuelvo a reír.

—Ingleses, no hay duda. Su color es un tono más rosado que el de los alemanes.

Las carcajadas se me escapan sin poder refrenarlas.

—¡Eh, reinas! –Lore viene cargado con unos cubatas y nos hace entrega de uno a cada una–. ¿Ya estáis mirando el percal? ¿Alguno que valga la pena?

—Mónica ha ligado con los gamba de ahí –le digo señalando al grupo.

—¡No digas tonterías! –protesta ella.

—¡Ufff, reinas! Me muero por jugar con uno de esos gambas, y me da igual lo que digáis, hoy estoy algo “suelta”.

Reímos al unísono.

—Bueno, ¿bailamos o no? –pregunta Elena, al tiempo que tira de mí con fuerza para conducirme al centro de la pista.

En poco tiempo nos dejamos envolver por el reggaeton, tan pegadizo, animado y repetitivo. La sencillez de su letra nos impulsa a cantarla en voz alta mientras nos movemos como dos lobas en celo, provocando lujuriosas miradas en todos los hombres del local. Bebemos y reímos mientras bailamos, nos tocamos y disfrutamos como dos niñas pequeñas que, ahora mismo, son el centro de atención.

Poco después se unen Lore y Mónica al grupo, sujeto la mano de Mónica obligándola a que me coja por detrás, mientras me contoneo provocativa delante de ella. Está algo rígida, pero a medida que el alcohol va haciendo efecto se deja llevar, y juntas, ofrecemos un espectáculo digno de adoración.

Nuestra presencia se hace notar. Los camareros nos invitan a las siguientes copas, ya que han entendido que mientras nosotras estemos allí, el local no se va a quedar vacío. Poco a poco los moscones acuden a la miel, bailando a nuestro alrededor con la esperanza de que alguna de nosotras se restriegue contra ellos; por desgracia, ninguno de estos tipos nos atrae lo suficiente.

La gente continúa entrando, y el lugar se abarrota casi sin darnos cuenta. Cada vez estamos más apretadas, manos extrañas nos tocan, acarician y tiran de nosotras reclamándonos; pero siempre encontramos la forma de alejarnos de todo ese bullicio y volver a crear un círculo seguro que nos permita el lujo de disfrutar de nuestros cuerpos en solitario.

La fiesta se está poniendo interesante, y hasta Lore ha encontrado a un cubano al que abordar en una esquina de la sala. Me río, me muevo y me giro mientras busco a Mónica, acercándola a mí para unir nuestras caderas. Está muy desinhibida, se agarra a mi cintura y desciende de forma sensual. Me echo a reír porque mañana cuando se lo cuente, no se lo va a creer.

El calor se ha vuelto sofocante, me separo de ella para acercarme a la barra en busca de más bebida, pero inesperadamente, una mano me agarra y tira de mí. Me dejo guiar y topo con el duro torso de un moreno espectacular, que se ciñe a mí para bailar de forma graciosa girando sobre su propio eje, como la bailarina de una cajita de música; consigo esquivarlo y reanudo el camino hacia la barra.

—¡Vodka rojo con naranja! –grito y el camarero me tiende la copa de inmediato.

—¡Ésta de parte de la casa!

—¡Gracias! –respondo animada.

—¿No crees que ya has bebido bastante? –Elena no está muy contenta, tiene los brazos en jarras y me contempla con reprobación.

—Esta es la última –le digo para que se calle; aunque lo cierto es que no me lo creo ni yo–. ¡Vivir mi vida! –grito de alegría tan pronto escucho a Marc Antonhy, y a su particular y veraniego ritmo latino.

Cojo su mano, ignorando las protestas, y tiro de ella hasta llegar a la pista para volver a bailar mientras canto:

Voy a reír, voy a bailar

Vivir mi vida lalalalá

Voy a reír, voy a gozar

Vivir mi vida lalalalá

 

Sin soltar su mano, formo un arco con mi brazo en alto y la animo a pasar por debajo, para después hacer lo mismo por el de ella. Un paso para delante, otro para atrás, media vuelta y… ¡Toma!, movimiento de caderas; un sorbo a mi cubata y otra vuelta más. Dejo que el ritmo me posea, cierro los ojos y me concentro en las trompetas y los tambores. Balanceo mi cabeza lentamente sin mirar a nadie, únicamente me centro en disfrutar de lo mucho que me gusta esta sensación. Cuando bailo, me siento libre.

Unas manos me sostienen la cintura acompañando el sensual ritmo de mis movimientos. Inclino la cabeza hacia atrás pero me resisto a abrir los ojos, estoy muy a gusto así. Esas manos me recorren de arriba abajo mientras me balanceo llevada por la música. Mi subidón se viene abajo cuando noto que la cara de la persona que hay detrás de mí, se acerca a mi cuello. Sin dejar de bailar, doy media vuelta y miro a mi moreno, ese que antes intentó retenerme, y doy un trago a mi bebida antes de desaparecer.

Mis amigas tampoco se quedan atrás, y aunque nos hayan separado los hombres, ellas parecen contentas y bailan con todo aquél que se presta. Sonrío, me gusta verlas felices, y es que al final, Lore tiene razón: este sitio no es tan malo.

Tras el anterior cubata, viene otro y otro más, el calor se ha apoderado de mí y estoy sudando de tanto bailar. Mónica está ligando con un gamba y se la ve nerviosa, lo sé por la forma de subirse constantemente las gafas con el dedo índice; al final, alguien dormirá calentita esta noche…

—¡Preciosa! –me giro enérgicamente, mi moreno vuelve a la carga; lo echaba de menos–. ¿Cómo te llamas?

Le dedico la mejor de mis sonrisas, apuro mi bebida y, de forma elegante, me acerco a él para dejarle el vaso vacío en la mano. Doy una vuelta a su alrededor, y cuando cree que voy a besarle, desaparezco en dirección opuesta. ¡Pero qué mala soy! ¡Me encanta ir de mujer fatal por la vida!

—Vaya, vaya, vaya… ¿Qué te parece la pesca de Mónica? –pregunto a Elena, que descansa recostada contra una columna.

Arruga los labios y se lo piensa, transcurridos unos segundos, arquea las cejas y suelta:

—El gamba tiene un buen culo.

Empiezo a reír.

—¿He escuchado bien? ¿Has dicho que tiene un buen culo?

—¡Ay, hija!, ¿qué quieres? Tengo ojos en la cara.

La miro atónita antes de que una nueva carcajada vuelva a sacudirme.

—¿Has bebido? –pregunto sin esconder mi cara de asombro.

—¡Claro que no! Soy la que conduce, ¿recuerdas?

Pongo los ojos en blanco y vuelvo a la barra.

—¡Hola cachas! Ponme lo mismo de antes, vodka rojo con naranja, por favor.

El camarero me guiña un ojo y complace sin demora mi demanda.

¡Dios, qué bien me sienta la bebida! Lo cierto es que empiezo a ver algo borroso y me siento flotar en mitad de la pista, pero esta sensación me gusta. Vuelvo a cerrar los ojos y bailo, bailo, bailo hasta prácticamente caer rendida.

¡Joder, qué ganas de mear! Aprieto las piernas y corro con pasitos cortos hacia el baño, pero, cómo no, hay una cola enorme en el pequeño vestíbulo. Bufo desesperada. No pienso mearme encima, ¡eso jamás!, así que aparto a la gente y me cuelo, echando a un lado a los hombres y empujando a las mujeres, que me llaman de todo, hasta que finalmente, encuentro un váter desocupado.

¡Qué gustito! En cuanto salgo de la pequeña cabina, miro con atención hacia la puerta. Está llena de gente que se empuja para entrar, pero ahora yo quiero salir. Cojo aire, doy otro trago a mi cubata y... ¡vamos allá!

—Perdón... Disculpa... Lo siento... Paso...

Suspiro frustrada, apenas puedo moverme. Estoy otra vez en el vestíbulo, y hay tanta gente que agobia. Miro de reojo hacia el baño de los hombres, no parece que esté mucho mejor que el de las mujeres, también se atropellan por entrar. Me quedo atascada en mitad del nudo; bueno, al final cederá por algún lado.

Me empujan y embisto hacia la salida. Cojo aire. Para colmo, soy tan bajita que tanto alto me está empezando a agobiar de verdad, entonces me cuadro. ¡Se acabó! La marabunta mueve mi cuerpo hasta dejarme de lado, solo puedo resignarme al vapuleo que los cuerpos ajenos proyectan sobre el mío sin ningún tipo de contemplación. Miro al chico que ha quedado plantado justo delante de mis narices, tiene la misma cara de estrés que yo; bueno, quizás él un poco más. Se me escapa la risa al ver ese extraño y ceñudo gesto, como si hubiera estado un buen rato chupado limón, tan serio, amargado y estirado que me hace muchísima gracia; no lo puedo evitar... ¡Como si eso sirviera de algo!

Con el último empujón, me pegan un poco más a él y percibo su envolvente calor. Bueno, ya puestos, aprovechemos el ratito…

Alzo mis manos, con el cubata y todo, para rodear su largo cuello, y omitiendo su cara, que refleja confusión y cabreo al mismo tiempo, le beso.

Sus labios están tirantes, es como besar a una piedra. Sonrío porque no pienso darme por vencida, chato –pienso–. Entreabro sus labios con los míos al tiempo que giro la cabeza para acomodarme a él. Me muevo lentamente, con pequeños besos cortos. En cuanto me canso, me separo un poco, lo justo para perfilar sus labios con la punta de mi lengua. Está tan quieto, que si no fuera por el excesivo calor que desprende su cuerpo, pensaría que ha muerto. Tras constatar que sus constantes vitales son las adecuadas, decido no rendirme todavía y le agarro aún más fuerte. Emito un ronco suspiro en su boca y vuelvo a poner mis labios sobre los suyos, mientras introduzco la lengua lentamente, saboreándole; sabe bien. Le muerdo el labio inferior con mimo y vuelvo a besarle con obstinación, hasta echar abajo su resistencia. Me corresponde tímidamente, incluso imita algunos de mis movimientos dejándose llevar por la situación.

—Bésame –susurro en su boca ligeramente entreabierta.

Tras este último comentario, el hielo de sus labios se funde, y me aprieta contra él para introducir su lengua, buscando insistentemente las caricias de la mía. Me acoplo a su ritmo, ladeándome para abarcar la totalidad de su boca lenta y concienzudamente. Todo es ternura, pasión, cuidado, mimo, deleite… La música me dice que no corra, que me mueva despacio para despertar aún más su sed de mí.

Cuando la presión a nuestro alrededor disminuye, me retiro con cuidado a la vez que le dedico una de mis sonrisas. Menos mal que al menos, es guapo.

Deshago el nudo que he formado alrededor de su cuello y me encamino satisfecha hacia mi grupo. No me giro para mirarle, solo ha sido un beso, no quiero nada más.

Mis amigos se alinean en cuanto me acerco, y sin más preámbulos, me hacen una ola con los brazos... ¡Pero qué bobos son!

—¡Vaya con mi reina mora, que callado se lo tenía! ¿Pues no va la mosquita muerta y se enrolla con el guiri buenorro?

—¿Era un guiri? –miro hacia atrás, pero él ya no está; me encojo de hombros–. Ya decía yo que besaba como el culo…

Lore estalla en carcajadas, me coge de los hombros y susurra cerca de mi oreja:

—Pues no era eso lo que parecía.

Volvemos a reír, y sin más, regresamos a la abarrotada pista. Esta es una noche de desfase, ideal para hacer locuras; pero con cabeza, si no, ahí está Elena, para recordárnoslo.

Prolongamos la fiesta un par de horas más antes de decidir regresar a casa. La cabeza me da vueltas, y en cuanto salimos del local, vamos en busca de nuestro coche. Mientras avanzamos, nos damos cuenta de que los hombres que están fuera nos miran. Por suerte, Lore es un impresionante metrosexual de casi metro noventa, y nadie se atreve a acercarse estando él con nosotras; una de las ventajas de salir de fiesta con un hombre.

2

Como es de esperar, después de la juerga de anoche hoy estoy hecha polvo. Tengo la boca seca, y en mi cabeza se ha confinado un carnaval brasileño aporreando sin cesar sus timbales. Colores. Percibo por todas partes colores que me ciegan. Esto no debe ser bueno.

Me siento en el sofá como una abuela de avanzada edad, arropada únicamente por mi manta de lana, mientras que con ambas manos sostengo una enorme taza de café. Ni siquiera enciendo el televisor, no tengo fuerzas.

 Bostezo. ¡Dios, que sueño tengo! Miro hacia la mesa del comedor y veo a Mónica corrigiendo exámenes sin levantar prácticamente la cabeza del papel.

—¡AAAHHH!

Mónica y yo nos miramos al mismo tiempo. Elevo las cejas sorprendida y ella se encoje de hombros.

—¡AAAHHH! –Grita Elena entrando en la habitación, se tira sobre el sofá y se refugia tras mi manta.

—¿Qué haces? –le pregunto con los ojos abiertos como platos.

—¡Oh, Anna! He visto una cosa monstruosa.

—¿Qué? –demando con impaciencia.

Nos mira a Mónica y a mí, y susurrando muy bajito, añade:

—He visto la anguila de un solo ojo, pero no es una anguila sino... ¡Una boa!

—¿Te has tomado algo, Elena?

Empieza a reír como una posesa, está completamente roja. Antes de continuar, se toca la cara con nerviosismo.

—Le he visto la pichurra a Lore. Es... ¡Enorme!

—¡¿En serio?!

Mónica y yo nos miramos, sonreímos y, juntas, gritamos:

—¡¡¡Lore!!!

No aparece, así que las tres nos levantamos para ir en su busca. Llegamos a su habitación y lo encontramos planchando la camisa que se pondrá mañana; aún no se ha vestido y tiene la toalla enrollada a la cintura.

—¿Qué? –nos mira con miedo, y nosotras, sonreímos con malicia.

—Lo siento Lore, tenemos que verla –añado con picardía. Lo bueno de todo esto es que el dolor de cabeza se ha esfumado de repente.

—¡¿Qué?! ¡Por supuesto qué no, chicas! ¿En qué coño estáis pensando?

—¡Vamos, enséñasela! ¡Saca a la boa de su cueva! –le anima Elena.

—Lore… No puedes ocultarnos a un inquilino más sin que nos demos cuenta –nos acercamos para intimidarle sin parar de reír, deja la plancha en su sitio y retrocede lentamente.

—¡Stop! ¡Quietas ahí, ni un paso más!

Nos esquiva, pero somos mayoría; esta batalla la tenemos ganada.

—¡A por él!

Corremos para atraparle, pero él se mueve más rápido y escapa corriendo por el pasillo dejándonos atrás. Entre risas le perseguimos, le acorralamos en el comedor teniendo la precaución de bloquear todas las salidas. Ahora no tiene escapatoria.

—Vamos, Lore, no seas tímido… –se me escapa una risita mientras me acerco.

Se ríe, advierte que está atrapado y se rinde, no le queda otra que levantar las manos, concediéndonos la victoria.

—Está bien. Así que queréis ver a mi preciosidad.

—¡Lo estamos deseando! –volvemos a reír.

Lore suspira, niega risueño con la cabeza y, de un firme movimiento, retira la toalla dejándola caer al suelo.

—¡La leche, Lore! ¿Dónde escondes todo eso?

Reímos como locas, y él, se encoge de hombros en actitud divertida.

—La reservo para alguien especial, ya sabes –responde a modo de mofa.

—¡Es brutal! Como poco debe medir unos dieciocho centímetros, ¡y eso sin estar erecta! –dice Mónica, ajustándose las gafas al puente de la nariz mientras se acerca a la “cosita” de Lore.

—Dieciocho y medio en reposo –corrobora él, muy pegado de sí mismo.

—¿Se puede tocar?

No puedo más, y tras el comentario de Mónica, vuelvo a estallar en carcajadas que se intensifican tras ver la cara de asco que ha puesto Lore.

—¡Ni lo sueñes, reina! Se mira pero no se toca.

—¡No hay derecho! –espeta Elena, dejándonos a todos impresionados–. Tanto potencial tirado a la basura sin que haya ninguna mujer que pueda disfrutarlo.

La miramos, la miramos, la miramos..., y luego reímos todos a la vez. Estos arranques suyos son una pasada; aunque por desgracia, no hay muchos, y eso es una verdadera lástima.

—Sois unas guarronas desesperadas. A ver si voy a tener que denunciaros por acoso...

—¡Aish, Lore! Si solo fuera por acoso sexual… Tal y como estamos las tres, incluso podría ser por violación.

Las carcajadas no dejan de fluir, mientras nos resistimos a apartar la vista de esa enorme boa que esconde Lore entre sus piernas. Cuando por fin vuelve a cubrir su intimidad, tapándola de nuestras indiscretas miradas, regresamos a nuestros quehaceres; aunque sorprendidas tras lo que acabamos de presenciar: ahora tenemos un nuevo motivo al que recurrir en las noches de soledad.

—¡Madre mía…! No me puedo quitar de la cabeza el aparatito de Lore...

Miro a Mónica y le dedico una sonrisa.

—Sí, yo también me he quedado traspuesta, eso tan grande ahí colgando asusta.

—Pero ¿eso es normal?

Suspiro.

—Sinceramente, no lo creo.

Como era de esperar, Lore y su juguetito es el tema de conversación durante toda la tarde. Acaloradas, volvemos a rememorar la situación desatando nuevas risas. Sin duda lo pasamos bien cuando estamos juntas, no hay lugar para el aburrimiento ni la monotonía. ¿Se puede pedir más?

3

Como cada lunes, me levanto con el tiempo justo, me ducho, y mientras me lavo los dientes, saco la ropa del armario. Hoy toca un vestido verde anudado al cuello, ceñido a la cintura y caída con algo de vuelo hasta las rodillas; elijo una chaqueta negra que combina con los zapatos. Una vez vestida, me seco el pelo dejándolo suelto con tan solo unas horquillas invisibles a los lados para impedir que me caigan los mechones más cortos sobre los ojos. Tomo mis dos píldoras de vitaminas diarias, me preparo un café en un vaso de plástico y salgo a toda prisa a la calle. Llego tarde. ¡Mierda, como siempre!

Me monto en el metro. Nunca me siento, paso de pelearme por los pocos asientos que quedan libres, así que voy desde Drassanes a Passeig de Gràcia de pie, junto la barra de acero inoxidable. Siempre las mismas caras de sueño, el mismo olor, sonido y traqueteo de esta máquina infernal recorriendo a toda leche el subsuelo de Barcelona.

Me sitúo frente a la puerta, para correr hacia la salida en el momento justo en que se abra. Subo las escaleras esquivando a los más lentos, paso las barreras metálicas y emerjo a la superficie. En cuanto mis ojos se adaptan a la luz, recorro el paseo hasta llegar a las oficinas. Están en uno de los edificios más emblemáticos de la zona, es un tanto antiguo, pero a mí me encanta.

—Buenos días Pol, hoy tienes cara de haber follado como un loco.

Eso, en nuestro particular idioma, significa que tenemos buen aspecto. El portero me sonríe. Pol es, como yo le llamo, un cubano guasón.

—Lo mismo digo, mamita rica. ¿Una noche loca?

—¡Uuuuffff! No lo sabes bien –le dedico media sonrisa perversa mientras espero a que las puertas del ascensor se cierren.

Asciendo al séptimo piso y corro enérgica hacia mi puesto sin perder de vista el reloj de pared: las 09:03 h, podría ser peor.

—Buenos días Anna, hoy tenemos el día movidito en la oficina.

Miro a Vanessa mientras profiero un largo suspiro.

—Ponme al día, anda.

—El jefe trama algo. No han dejado de entrar y salir hombres desde las ocho de la mañana.

—¿Desde las ocho? Vaya, pues sí que ha madrugado. ¿Crees que es por lo de su jubilación?

—No lo sé, pero hay algo que no me cuadra, ¿recuerdas a ese tal señor Norton que iba a suplirle?

—Sí, estuvo aquí la semana pasada revisando las cuentas.

—Pues bien, algo ha debido de pasar, porque ese tío no ha vuelto por aquí.

El timbrazo del teléfono nos hace dar un respingo y descuelgo con avidez el auricular.

—Buenos días, habla con la señorita Suárez.

—Venga a mi despacho en cuanto pueda, Anna.

Cuelgo y miro a Vanessa.

—Voy a ver qué está pasando.

—De acuerdo, tenme informada.

Me levanto, estiro mi vestido, cojo el bloc de notas y, mientras inspiro profundamente, me dirijo con la cabeza erguida hacia el despacho del jefe. No sé por qué, pero siempre que tengo que ir, se me eriza el vello de todo el cuerpo.

—Buenos días, señor Orwell.

Desde aquí, solo se le ve su espesa cabellera blanca. En cuanto se gira sobre su sillón de orejas, me mira. Parece distraído, incluso más envejecido que la semana pasada. Las arrugas que tiene alrededor de los ojos son profundas, y su tez, que en algún momento debió de ser super blanca, ahora está moteada, impregnada de pequeñas manchas marrones como si hubiera estado tomando el sol con colador.

—Acérquese señorita Suárez, tengo que comunicarle algo importante.

Hago lo que me pide y me acerco unos cuantos pasos, pero no me siento, prefiero continuar de pie con los brazos entrelazados sobre la libreta.

—Quiero que convoque a todo el personal para celebrar una reunión extraordinaria este miércoles, voy a hacer público quién será mi sucesor.

Abro la libreta y la coloco sobre mi antebrazo para empezar a apuntar.

—Tomo nota señor, ¿a qué hora convoco la reunión? ¿Quiere que se lo notifique personalmente al señor Norton?

Me he hecho la tonta adrede, si ese tal señor Norton no va a ser nuestro jefe, quiero saberlo, además, todos estamos algo nerviosos últimamente con tanto secretismo. Mi jefe suspira, se recuesta en su silla haciéndola chirriar, y contesta:

—Convóquela por la mañana, después del desayuno. Y respecto al señor Norton, bueno, digamos que finalmente hemos decidido prescindir de sus servicios.

Le miro con los ojos muy abiertos, sin atreverme a añadir nada.

—Mi sucesor será James Orwell –frunzo el ceño sin comprender. ¿Me toma el pelo? ¡James Orwell es él!–. Mi hijo –aclara viendo la evidente confusión en mi rostro.

Anoto su nombre en mi libreta sin salir de mi asombro. No tenía ni idea de que tuviera un hijo, y casi preferiría al desconocido señor Norton; otro Orwell en este despacho puede ser agotador, además de exasperante.

En ese momento llaman a la puerta y entran sin esperar respuesta, me giro para ver de quién se trata.

—Señorita Suárez, le presento a mí hijo, James Orwell.

Es un chico joven, atractivo, su porte es serio, y además, su indumentaria no es nada apropiada para alguien de su edad; pero eso es algo muy inglés, parece como si les hubieran metido un palo por el culo y apenas pudieran moverse.

—Señor Orwell... –digo tendiendo mi mano a modo de cordial saludo, él también me ofrece la suya y las estrechamos con fuerza.

—Señorita Suárez, un placer conocerla.

—Igualmente.

¡Madre mía, qué tío más encorsetado! ¡Uf! Ya decía yo que me sonaba. Nada más verlo, me he dado cuenta de que es clavadito, clavadito a su padre; aunque con treinta años menos.

—Quiero que se encargue especialmente de la presentación –miro a mi antiguo jefe y continúo apuntando–. No debe ser algo muy extenso, prefiero algo sencillo y claro.

—Sí señor.

—Muy bien, señorita Suárez, puede retirarse.

Asiento y salgo del despacho, cerrando la puerta lentamente tras de mí.

—¿Y bien?

Doy un respingo.

—¡Joder, Vane, qué susto me has dado!

—¡Vamos, habla! Ya me he comido todas las uñas de la mano izquierda de los nervios…

Nos dirigimos a nuestros puestos, y mientras hacemos ver que estamos ordenando una montaña de papeles, le cuento. Ella escucha todo lo que le digo, sigue desconfiada, pero la verdad es que no veo que sea para tanto; los jefes son jefes, da igual uno que otro, todos son igual de toca pelotas.

En la hora del desayuno, Vanessa y yo salimos de la empresa. Disponemos de veinte minutos y preferimos el café del bar de enfrente, además, Mónica trabaja muy cerca, y siempre que tiene alguna hora libre se acerca para ver si coincide con nosotras. Nos sentamos en la mesa de siempre, dispuestas a desayunar y soltar toda la tanda de cuchicheos que corren por la oficina; aunque hoy, en especial Vanessa, solo habla de nuestro próximo jefe. Los cambios le pueden, no los lleva nada bien, y como siga por ese camino acabará pegándome todo ese mal rollo. Hoy prefiero darle la razón, no me apetece entablar una discusión con ella. Sin añadir nada más, la dejo desahogarse conmigo porque sé que es justo lo que necesita en este momento, que la escuchen.

Al salir del trabajo, paso por el ambulatorio para recoger a Elena. Su sonrisa y sus ojos se expanden nada más verme, como si acabara de divisar un vaso de agua fresca en mitad del desierto. Me acerco trotando hacia ella y, sin darle tiempo a reaccionar, la envisto con uno de mis fuertes achuchones.

—¡Qué alegría verte! –dice devolviéndome el abrazo, le doy un sonoro beso en la mejilla y la cojo del brazo correspondiendo a su entusiasmo.

—He pensado que podríamos ir de compras, necesito ropa.

—¡Claro! –contesta ilusionada.

Tiro de ella, conduciéndola por las estrechas calles de Barcelona, mientras nos ponemos al día de cotilleos y pequeños acontecimientos del trabajo. Me habla de un tal Carlos, compañero de faena. Lleva días mencionándolo y sé que le gusta, pero siendo propio en ella, jamás le dirá nada, es más, lo esquivará para no toparse con él; jamás entenderé que haya gente que haga eso. Lo que debería hacer es hablarle y despertar su interés, incluso proponer una cita si este no reacciona. Hoy en día las mujeres también podemos llevar la iniciativa, pero su mente, anclada en el romanticismo de novela sudamericana, le impide hacerlo.

La primera tienda en la que entramos es Desigual. ¡Me encanta la ropa de este sitio!

—¡Madre mía, Elena, mira este vestido!

Le enseño un vestido con un llamativo estampado donde predominan el rojo, el amarillo y el negro. Es ajustado y llega hasta medio muslo, perfecto para combinar con leotardos negros.

—Es bonito.

—¡Ya te digo! Tengo una presentación el miércoles, ¿crees que es adecuado?

Hace una mueca.

—No sé... ¿No te parece demasiado colorido?

Pongo los ojos en blanco, a veces, me da la sensación de que estoy hablando con mi abuela.

—Esa es la gracia, los colores transmiten mucho positivismo y dan alegría, ¿no crees?

—Allá tú, pero yo lo veo demasiado informal.

—Pues a mí me gusta. Además, tendrías que ver a mis jefes, que llevarán trajes carísimos, pero son tan sosos y con tan poca gracia... ¡Visten como el culo!

—Razón de más para que vayas acorde con ellos y elijas otra cosa.

—¡Qué dices! Razón de más para dar la nota de color que les falta a esos ingleses estirados.

Elena menea la cabeza.

—Nunca entenderé tu forma de ver la vida, siempre vas al revés de lo que todos esperan.

—¿Para qué queremos ir todos en la misma dirección y ser tan previsibles? –muevo el vestido de delante hacia atrás, me gusta y me lo voy a llevar–. Este de aquí, se viene conmigo.

Sigo mirando, los abrigos también son una pasada, y ya tengo uno de esta marca, pero es un poco antiguo y voy a comprarme también el de la nueva colección.

Tras un abrigo, un vestido, dos camisetas y un conjunto monísimo de pulseras, nos vamos de la tienda; yo, con trescientos euros menos en el bolsillo. ¡Madre mía, podría estar días gastando sin parar!

Elena insiste para que vayamos a El Corte Inglés. Recorremos la sección femenina de cabo a rabo hasta que encuentra un traje de chaqueta negro que le gusta. Como no podía ser de otra forma, aquí también compro algo, me han llamado la atención unas camisetas Salsa que se pueden transformar en diferentes piezas de ropa; si tienes la originalidad y el buen gusto necesario, como es mi caso. Elijo una de color rojo chillón que me queda de muerte, incluso a Elena le gusta.

—Comprar me desestresa una barbaridad.

—Gastar es maravilloso mientras se puede, pero luego, a final de mes, llegan los remordimientos, cuando ves que en la despensa solo te queda medio paquete de arroz y en la nevera un trozo de queso rancio.

Elena asiente ante mi comentario.

—Suerte que en casa somos cuatro.

Sonrío.

—Y ahora... ¡Un poco de maquillaje!

—¿Más cosas?

—¡Es necesario! Tenemos que encontrar colores que combinen con la ropa que acabamos de comprarnos.

Me mira con los ojos desorbitados y estalla en carcajadas, pero no dice nada más, me acompaña y juntas entramos en Kiko, maquillaje accesible para todos los bolsillos. Cojo un lápiz de labios rojo manzana y me lo aplico directamente en los labios.

—¿Qué te parece este color? –pregunto haciendo morritos en su dirección.

—Muy de cabaret años cincuenta…

—Aish... ¿Nunca tienes nada bueno que decir?

Me quito ese color con una esponjita desmaquilladora y me pongo otro un tono más granate.

—¿Y este?

Niega con la cabeza y me entrega uno de color rosa claro, que de bien seguro, quedará fatal con mi tono de piel tan moreno.

—¡Ese color ni pensarlo!

Me miro en el espejo, presiono los labios para que el maquillaje quede más uniforme y vuelvo a poner mi cara de supermodelo.

—No sé... Me falta algo...

—¿El qué?

—No acabo de verlo bien...

Cojo otra barra de labios y veo como un chico con la camiseta de Kiko, repone los esmaltes de uñas. Nunca había visto a un chico trabajando en una tienda como esta y sonrío con maldad.

—Oh no, esa mirada...

Asiento ante los silenciosos pensamientos de mi amiga, que me conoce bien.

—¡Perdona! –interrumpo al chico reponedor, el cual no tarda en girarse en mi dirección.

—¿En qué puedo ayudarla?

—Verás, es que este color no acaba de convencerme... ¿Te importaría que hiciera una prueba para ver qué tal se ve?

El chico mira a Elena al tiempo que frunce el ceño. Ella pone los ojos en blanco y alza las manos, dándole a entender que estoy loca.

—¡Claro! –responde el chico sin saber exactamente lo que voy a hacer.

Sonrío, sostengo su rostro y le planto un rápido beso en la mejilla; el color granate se queda marcado. Oriento la cara del chico en la dirección de Elena y le pregunto:

—¿Cómo lo ves?

Sonríe avergonzada. Cojo el primer color, el rojo manzana, y me lo aplico encima bajo la atenta mirada del chico. Parece asustado, y vuelvo a besarle dejando mi estampado en la otra mejilla.

—¿Ves?, este color es mucho más intenso. ¡Dónde va a parar!

—Anda, decídete ya...

—¿Tú qué opinas? –pregunto al chico empujándolo hacia el espejo–. ¿Cuál te gusta más?

El pobre está tan rojo y descuadrado que apenas sabe qué contestar; finalmente, se arma de valor y añade:

—Sí, este segundo es más bonito.

—¿Lo ves, Elena? Yo tenía razón.

Antes de separarme del chico, me pongo de puntillas y le doy un sutil beso en los labios. Al ver el color que he dejado grabado en ellos, estallo en carcajadas.

—Sí, definitivamente me llevo este –sentencio y me doy la vuelta.

Antes de alejarme, escucho como Elena le dice:

—Lo que hay que hacer para vender un pintalabios... Lo siento chico, ella es así.

Sonrío mientras me encamino hacia la caja.

En cuanto salimos, me entran los siete males por tener que coger el metro cargada con todas estas bolsas, me da una pereza tremenda.

—¿Qué te parece si cogemos un taxi?

—¿Te has vuelto loca? ¡Es carísimo!

—Ya... –y repitiendo una frase de Fernando León de Aranoa, añado–, pero hoy somos princesas.

Alzo la mano al más puro estilo Hollywood, y espero a que un taxi venga a nuestro encuentro. No me decepciona, en cuanto para delante de nosotras, nos subimos.

—Estás fatal, completamente loca... –añade Elena negando sin cesar con la cabeza.

—¿Qué sería la vida sin un poco de locura?

Una vez llegamos a nuestro pequeño apartamento, enseño animada a mis amigos todo lo que me he comprado. Lore aprueba mi elección, es al único al que hago caso; sin duda, tiene mejor gusto que Mónica y Elena juntas.

4

 

 

Martes por la mañana. Me despierto y arrastro los pies hacia la ducha. Aún estoy perezosa, pero una vez me meto bajo el agua tibia comienzo a activarme, y en cuestión de segundos, empiezo a cantar una canción de Pablo Alborán con acento andaluz.

Y tú y tú y tú, solamente tú

haces que mi alma se despierte con mi luz

Y tú y tú y tú, solamente tú

nanananananana nana…

 

Salgo de la ducha y me pongo mis vaqueros ajustados, combinándolos con una camisa azul cielo que queda genial con mi bronceado natural, me aliso el pelo hacia un lado dándole un toque rebelde y me maquillo. Elijo hacerme la línea del ojo de color azul, para ir a juego con mi atuendo, finalmente me subo a mis taconazos, tomo mis vitaminas, hago café, me lo sirvo en un vaso de plástico y corro hacia el metro.

—Buenos días, Anna. ¡Qué buen polvo te dieron, niña!

—Buenos días, Pol, en cambio a ti... –chasqueo la lengua–, parece que te hayan dejado en cuarentena –entro riéndome en el ascensor tras observar su cara de asombro, y asciendo hasta el séptimo piso.

Corro hacia mi mesa y miro el reloj de la pared; las 9:02 h, bueno, mejor que ayer.

—Buenos días Vanessa, ¿alguna novedad?

—No, todo despejado por el momento.

—Bien.

Empiezo a clasificar documentos. El laboratorio encargado de la distribución del producto en España es Boots, y nuestra empresa está pactando con ellos para ampliar la gama de bronceadores y cambiar el formato de los envases, para que sean más fáciles de llevar, incluso de aplicar. Al parecer intentan modernizarse un poco, ¡ya iba siendo hora!

Realizo unas cuantas llamadas a Boots, para presionarles con el tema de la presentación de los nuevos productos. Contacto con la sucursal en Inglaterra pensando que la atención será más rápida, y después de hablar con más de diez personas, por fin logro que me confirmen que en menos de un mes, nos enviarán unas muestras. A continuación, me pongo con los temas de publicidad, contrasto tarifas de diferentes empresas, las anoto en el ordenador y les digo que volveré a ponerme en contacto con ellos en cuanto tenga el nuevo producto en mis manos.

La faena acumulada parece que no tiene fin, y contabilidad no para de llamarme porque las cuentas últimamente no cuadran, me entra el estrés y solo espero que las nuevas modificaciones nos aporten beneficios. Llamo a los distribuidores y a los representantes de la marca, instándoles para que contacten con más establecimientos que quieran vender nuestra firma. Bajo mi punto de vista, no solo debería venderse en farmacias, hay productos como las toallitas aceleradoras del bronceado, o la crema autobronceadora, que bien podrían distribuirse en tiendas de cosmética especializada.

Cuando por fin llega la hora del almuerzo, cojo a Vanessa del brazo y tiro de ella para ir al bar de enfrente. Necesito un descanso, y además, no quiero perder tiempo.

—Hola, Mónica, ¿hace mucho qué has llegado?

—Diez minutos. ¿Cómo ha ido el día?

—Bueno, como siempre, un puñetero caos.

Vanessa sonríe.

—Yo sigo estando nerviosa por lo del cambio de jefe –añade.

Hago una mueca.

—Por favor, Vane, hoy no... –entiende mi cansancio y, esta vez, es ella quien cede sin hacer ningún comentario al respecto.

—Por cierto, chicas, tengo una cosa que contaros... –empieza Mónica, haciéndose a un lado para que el camarero deposite nuestro desayuno sobre la mesa; puesto que ya nos conoce, no le hace falta preguntar.

—Gracias.

—De nada, chicas. Buen provecho.

Miro atentamente a Mónica.

—¿Y bien? –le demando con impaciencia, cualquier cosa que me distraiga de mis pensamientos me vendrá bien.

—¡Uf!, no sé por dónde empezar, todo este asunto me tiene tan preocupada que hace más de cuatro días que no voy al baño, tendré que pedirle a Elena que me recete algo o...

—¿Nos vas a decir ya de qué se trata?

Mónica coge aire, se remueve en la silla y nos mira.

—Hace unas cuantas semanas que recibo cartas un tanto desconcertantes...

—¿Cartas? –pregunta Vanessa intrigada.

—Sí. No sé quién me las envía, pero tras ellas hay alguien que no hace más que declararse.

Abro los ojos como platos.

—¡Vaya, un admirador secreto! ¡Qué interesante!

—No, no creo que sea eso... –dice y tuerce el gesto–, tengo miedo de que se trate de una broma.

—¿Por qué?

—Porque no hay ni un solo compañero en todo el colegio que muestre interés por mí, por lo tanto, las cartas no me cuadran.

—¿Las tienes aquí? –pregunto interesada.

—Toma –me las entrega y las despliego cuidadosamente, poniéndolas en medio para que Vanessa también pueda leerlas.

En ellas se habla de amor, hay citas de autores, algunas poesías y un sin fin de declaraciones. Todo está escrito con mucho esmero y de forma educada.

—¿Te has planteado la posibilidad de que se trate de uno de tus alumnos?

—¡Por favor, Anna! La mayoría son menores de edad.

Cruzo los brazos sobre el pecho y alzo las cejas.

—¿Es que los adolescentes no se enamoran?

Vanessa empieza a reír.

—¡No me digas eso!

—Vamos a ver, Mónica, ¿qué hay de malo? No sabes quién te escribe esas cartas, que bien podría ser uno de tus compañeros, pero también puede ser uno de tus alumnos. En cualquier caso, sé que no es una broma porque ninguna broma dura tanto, y además, me parecen palabras muy sinceras. De una cosa puedes estar segura: a alguien le gustas.

—¡Pero eso no puede ser! ¡Mírame! –extiende los brazos.

Me centro en su cabello negro a media melena y en sus imponentes ojos verdes, siempre escondidos tras esas gruesas gafas de pasta negras. Su boca es bonita, pequeña y con ese color rosado que le queda tan bien. Su apariencia es inocente, aunque también influye mucho su forma de vestir, que es bastante funcional. Mónica nunca se desprende de las camisetas de cuello vuelto, vaqueros y zapatillas All Star de colores variados; pero es guapa y tiene un buen tipo, incluso hay ocasiones en las que es graciosa. Cualquier hombre podría desearla, pero ella siempre se empeña en tirarse tierra encima.

—Te estoy mirando y no salgo de mi asombro. Eres joven, guapa, inteligente..., es normal que los hombres te deseen, ¿por qué te cuesta tanto admitir eso? –se tapa la cara. Se siente avergonzada.

—¡Aaaarg! Solo tengo ganas de gritar.

—¡Pues grita! A veces es la mejor terapia.

—A ver, Anna, entiendo perfectamente a Mónica. Creo que en el fondo esas cartas la ilusionan y tiene miedo de descubrir qué son, si una broma o uno de sus alumnos, y francamente, no sé qué es peor...

—¡Pero bueno! ¿Se puede saber qué coño pasa con vosotras dos? –digo elevando el tono–. Trabajas con chicos de diecisiete a dieciocho años, algunos incluso tienen diecinueve.

—Sí, pero es que yo tengo veintinueve.

—¿Qué son diez años? –pregunto mirándolas a las dos.

—Mujer, diez años son diez años...

—A ver, Vane, no estoy diciendo que encuentre al hombre de su vida, pero si llegara el caso y conociera al misterioso admirador... En fin, podría darse un caprichito. Ya sabes lo que dicen, que a nadie le amarga un dulce.

—¡Madre mía! Por favor que no sea de ningún alumno, que vale que tenga ganas de que alguien me eche un polvo, e incluso accedería a que fuera el autor de estas cartas por su dedicación y esfuerzo, pero con ciertas cosas, simplemente no puedo. No puedo acostarme con alguien que sea más pequeño que yo. ¡Ni pensarlo!

—Es normal. El sexo debe tenerse con alguien que te llene realmente, con alguien con quien veas un futuro, si no, es tirar el tiempo –suelta Vanessa, quedándose tan ancha.

—A ver, chicas, ¡basta ya de tonterías! ¿Sabéis realmente cuál es vuestro problema? Que pensáis que para tener sexo es necesario que sea con alguien que llene toooodas nuestras expectativas desde el primer momento, cuando en realidad, no entendéis que el sexo es un juego del que disfrutan dos..., bueno, a veces incluso más... –sonrío–. Es algo así como jugar un partido de baloncesto, lo haces porque te gusta y punto. Debéis probar y no cerraros en banda, estar abiertas, y nunca mejor dicho... –vuelvo a sonreír–, a experimentar, porque desde mi punto de vista, no hay nada mejor que probar cosas nuevas para saber qué es lo que te gusta y qué no. Para poder gozar de un orgasmo espectacular, primero hay que conocerse bien a uno mismo y probar con distintas personas, con juguetes, en diferentes sitios... ¡Vamos, no seáis carcas!, no os cerréis en banda a todo ese cúmulo de sensaciones.

Empiezan a reír con nerviosismo.

—Admiro toda esa desbordante pasión tuya –me elogia Mónica–, pero no comparto para nada lo que dices.

—Mira... ¿Realmente quieres cambiar tu vida? Pues relájate y disfruta. Descubre a tu admirador secreto y proponle un polvo de agradecimiento. Hagamos un juramento, aquí y ahora –les digo sin dejar de mirarlas–. A partir de mañana vamos a ser personas nuevas, nosotras decidimos, nosotras somos las que vamos a ir en busca de nuestro propio placer, vamos a acostarnos con todo aquél que despierte nuestro instinto sexual y vamos a probar todo aquello que nos de morbo. ¡Utilicemos a los hombres para disfrutar! Después de todo, ellos llevan toda la vida haciéndolo con nosotras.

Ríen como locas, es obvio que no me toman en serio.

—Eres demasiado liberal, ¿qué hay del amor?

—No soy liberal, Vane, en cuanto al sexo se refiere soy egoísta. ¡Claro que me gustaría encontrar a un hombre para toda la vida!, pero ahora, simplemente me apetece disfrutar de mi soltería. Soy consciente de que esta postura tiene los días contados, y mientras espero a ese “hombre especial” que me siga el ritmo, no pienso quedarme de brazos cruzados. Y respecto al amor... –emito un sonoro bufido–, Woody Allen dijo una vez que el sexo alivia la tensión, mientras que el amor, la aumenta. Voy a hacer caso al experto, ahora mismo, lo que menos necesito en mi vida es la tensión, el padecimiento y la frustración continua que provoca el amor.

Mónica sonríe, levanta su taza de café y añade:

—¡Tienes razón, Anna! Brindemos por el sexo sin amor. Después de todo, solo se vive una vez.

Vanessa también alza la taza; aunque no parece muy convencida, nos sigue el rollo, y hago lo propio alzando también la mía. Las chocamos, nos reímos y apuramos nuestros cafés bebiéndolos de un trago.

El regocijo tras mi pequeña victoria se detiene cuando la persona que hay en la mesa de enfrente, dobla por la mitad el diario, que hasta ahora le cubría el rostro, y se pone en pie.

Me quedo blanca, rezando para que una inesperada grieta divida el planeta en dos, tragándome en su recorrido. James Orwell, mi futuro jefe, reprime una sonrisa mientras deposita el periódico sobre la mesa antes de acercarse a nosotras; Vanessa, al verlo, también empalidece.

¡Madre mía...! ¿Esto es motivo de despido?

Alza su mano para observar el reloj de la muñeca y, en tono serio, dice:

—Señoritas, disponen de cuatro minutos para regresar a sus puestos de trabajo.

—Sí, s-s-señor enseg-g-guida vamos –tartamudea Vane y miro sorprendida a ese guiri tieso como la mojama, y sin achantarme lo más mínimo, contesto:

—Me sobran dos para estar puntual en mi puesto de trabajo, señor.

Vane me mira con el rostro desencajado, él asiente confundido y se encamina hacia el gran edificio.

—¡Mierda, Anna! ¿Por qué coño has dicho eso?

—No lo sé, ha sido un impulso; pero ahora tenemos que llegar antes que él. ¡Corre! Nos vemos Mónica –me despido con rapidez y arrastro literalmente a Vanessa hasta salir al exterior. La obligo a correr hacia el edificio de nuestra empresa, pero en lugar de entrar por la puerta principal, lo hacemos por una situada en el callejón de atrás.

—¡No me digas que tenemos que subir por aquí!

Miro las escaleras de emergencia, pero no hay tiempo. La cojo del brazo y subimos peldaño tras peldaño a toda velocidad, con tacones y todo. Nuestra respiración se altera y el calor es sofocante, incluso flaquean nuestras piernas, pero seguimos adelante sin prestar atención a nada más; no podemos demorarnos.

En cuanto llegamos a la oficina, ella se desploma en su sitio y yo corro hacia el mío, haciendo lo mismo en cuanto llego. Justo entonces, las puertas del ascensor se abren y entra James Orwell hijo, con la sorpresa reflejada en su rostro al vernos trabajando. Aguanto la respiración para que no se note que estoy al borde del desmayo, cojo unos papeles y disimulo. El muy canalla mira la hora en el reloj de pared, contemplándolo con las manos en los bolsillos, luego se gira hacia nosotras y arquea las cejas; está alucinando.

—Señor Orwell... –le digo a modo de saludo antes de que entre en su despacho y cierre la puerta. ¡Chúpate esa, guiri!

Aspiro una enorme bocanada de aire y espero a que los latidos de mi corazón disminuyan de intensidad. Miro a Vane, que está tan agitada como yo, y ambas reímos. No es para menos, mi chulería ha estado a punto de dejarnos en evidencia.

Tras retomar todo el papeleo que he dejado a medias, suena el teléfono de mi mesa.

—Le atiende la señorita Suárez.

—La espero en mi despacho.

Cuelga, y justo en ese momento, una oleada de angustia me envuelve. ¡Joder! ¿Qué querrá ahora, reprenderme por mi actuación en el bar? Si me paro a pensarlo, he sido algo descarada.

Finalmente cojo mi libreta y me cuadro enérgica frente a la puerta del despacho de mi jefe. Llamo con timidez, espero la respuesta y entro cerrando tras de mí.

—¿En qué puedo ayudarle señor Orwell?

Sentado en la cómoda butaca de orejas se encuentra mi futuro jefe, con el pelo rubio platino perfectamente engominado hacia un lado. Sus ojos azul claro, me observan tras unas largas pestañas, también rubias, antes de devolver la mirada a los papeles que tiene sobre la mesa. Su tez es muy blanca, algo rosa si me apuras, sus labios curvados sonríen fugazmente, pero sin mostrar esa perfecta hilera de dientes blancos que sé que tiene. A continuación, se recuesta en el sillón con las manos cruzadas sobre la mesa. Tiene un porte intimidante, y no solo por la altura y la proporción de su cuerpo, también por ese traje que lleva tan del siglo pasado. Le queda bien, pero sin duda le pone unos cuantos años encima.

—Por favor, siéntese –obedezco automáticamente yendo hacia la silla que hay frente a su mesa y tomo asiento–. Deberíamos hablar de la presentación de mañana. He escrito mi discurso y me gustaría que me diera su sincera opinión.

Me entrega la hoja que estaba mirando y la cojo para estudiarla detenidamente.

“Estimados trabajadores, me complace anunciarles que a partir de este momento me haré cargo de la sucursal Soltan en España. Bla, bla, blabla... Espero que juntos afiancemos los pilares donde se sostiene esta empresa y podamos ampliarla... bla, bla, bla... Como mi padre en su día, yo intentaré mantener la armonía y el buen hacer que tanto nos caracteriza... bla, bla, bla...”

 

Todo está correcto.

—Me parece bien –digo tras leer esta insulsa carta. Al menos piensa hacer el discurso en castellano, un gesto que es de agradecer, y más teniendo en cuenta esa pronunciación tan característica y tan de guiri.

—Pretendo que mi nombramiento deje a los trabajadores tranquilos, no quiero alterar las cosas, pero sí hacer mejoras para obtener mayores beneficios.

Este comentario me ha recordado los informes de contabilidad, y la verdad es que esta empresa se sostiene por los pelos, pero me gusta lo que ha dicho, tal vez, esta oxigenación en la dirección es lo que le conviene.

—Ahora me gustaría ver qué ha escrito usted.

—¿Yo? –un sofoco se apodera de mí, sé que la presentación es cosa mía, pero no me había preparado nada y confiaba en la inspiración de última hora–. Todavía no me he preparado nada –admito bajando la mirada.

Sus ojos extrañados se clavan en mí. Mi piel arde por segundos, me quedo en silencio mientras él se levanta, me tiende una hoja en blanco y se coloca a mi lado.

—Pues empiece ahora.

Me intento recomponer del shock al que este capullo me ha expuesto, parpadeando un par de veces antes de salir del aturdimiento.

—¿Cómo le gustaría que empezara?

—No lo sé –se encoge de hombros–, muéstreme qué es lo que estaba pensando, a ver si se ajusta a mis expectativas.

¡Madre mía, qué habilidad tiene el guiri para ponerme nerviosa! Me pregunto si reciben clases especiales en Oxford para eso.

Empiezo a escribir:

“Buenos días…”

 

Y me quedo ahí, en blanco, sin saber qué más poner; pero es que su presencia a mi espalda, me pone los pelos de punta.

—Creo que debería hacer una introducción sobre el establecimiento de esta empresa en España, hablar un poco de sus orígenes...

—De acuerdo –le digo y trago saliva. Gracias a Dios que existe Internet y mi amado google, que me ayudará a redactar los orígenes de Soltan, que aunque parezca mentira, no los tengo claros.

—¿Necesita ayuda para eso? –pregunta al percibir mi rigidez.

—No, enseguida me pongo a ello.

Intento levantarme, pero él me lo impide. Se inclina un poco hacia delante, vuelve a colocar la hoja delante de mí y añade:

—Yo puedo ayudarla.

No aparto los ojos del papel. Está tan cerca, que si me doy la vuelta estoy segura de que choco contra él.

—Debería empezar diciendo que Soltan tuvo sus orígenes en el Reino Unido, que hace setenta y cinco años que se inventaron los protectores solares y que fueron desarrollados por los laboratorios Boots, los inventores del ibuprofeno. Desde entonces, la firma no ha hecho más que crecer, ampliando sus productos y siguiendo siempre las últimas tendencias.

Anoto todo cuanto dice lo más rápido que puedo, y en cuanto acaba de dictarme, se inclina hacia delante para leer silenciosamente cada una de las líneas que he escrito, mientras lo hace, tengo su cabeza prácticamente en mi hombro; vuelvo a tragar saliva. Debo admitir que estas confianzas no me gustan ni un pelo, además, puedo sentir su penetrante perfume en mis fosas nasales, y para más inri, huele increíblemente bien. ¡Dios, que calor me está entrando!

—¿Qué le ocurre? –pregunta dedicándome una sonrisa traviesa.

Me giro en su dirección sin percatarme que sigue estando demasiado cerca, por lo que en cuanto lo hago, nuestras narices casi se rozan. Súbitamente vuelvo la vista al frente y me concentro en permanecer muy, muy quieta.

—Nada señor –contesto intentando mostrar indiferencia, pero lo cierto es que no lo consigo y mi nerviosismo me delata.

—Pues el sábado no parecía tan tímida...

Ahora sí le miro, me aparto y permanecemos así un buen rato, negro sobre azul. Él vuelve a sonreír.

—Por lo que veo, usted lo ha olvidado por completo, yo, en cambio, no he sido capaz.

—¿El qué? –pregunto con un leve temblor en la voz.

—No puedo quitarme de la cabeza el beso que me dio.

¡¡¡TIERRA, TRÁGAME!!!

Ahora todo me cuadra, ya sé por qué su cara me resultaba tan familiar la primera vez que le vi. Pero esto…, ¡esto es demasiado! Me pongo tensa, esta es una de las pocas situaciones de mi vida en las que siento verdadera vergüenza.

Consciente de que estoy completamente roja como un tomate, me pongo en pie mientras sostengo con fuerza mi libreta junto a la hoja que él me ha entregado, como si se tratara de mi dignidad perdida. En el momento en que consigo establecer cierta distancia entre ambos, y ponerme en pie, me veo en la obligación de decir algo para justificar mi vergonzosa actuación del pasado sábado.

—Lo siento... No sabía que usted era... –suspiro mientras la piel me arde literalmente, en cualquier momento me carbonizaré delante de él, estoy segura.

Su risa me aturde.

—No lo sienta señorita Suárez, fue... ¿cómo lo diría? Interesante.

Intento ofrecerle una sonrisa, pero creo que se ha quedado en un frustrado intento por mí parte. Recompongo lo poco que queda de mí, sacando toda mi entereza de los rescoldos, y le digo:

—Si me permite, iré a acabar de escribir la presentación a mi mesa.

Vuelve a sonreír y asiente complacido al haberme dejado tan descuadrada y sin palabras. Esto no es vergonzoso, es lo siguiente, de hecho, no me reconozco.

Salgo apresurada del despacho y me pongo a trabajar bajo la atenta mirada de Vanessa, que tras ver mi cara traspuesta, se ha dado cuenta de que algo me pasa; aunque comprende que este no es momento ni lugar para hablar acerca de lo sucedido en el despacho, así que se limita a preguntar si estoy bien. Asiento con un rápido movimiento de cabeza y continúo enfrascada en mis quehaceres.

No veía el momento de llegar a casa. Abro la puerta y arrojo las llaves en la mesa del recibidor.

—¡Ya está aquí! –anuncia Mónica con energía.

Entro en el comedor y mis amigos me están esperando. Sus caras lo dicen todo: alguien ha hablado más de la cuenta.

—¡Cuéntales lo de tu jefe! –me anima Mónica.

Suspiro. Lo cierto es que no tengo ganas de bromas, solo tengo ganas de ir a la cama y que termine ya este espantoso día.

—¡Vamos, reina! Mónica nos lo ha contado por encima, ahora queremos escuchar tu versión...

Miro a Lore, a Elena y a Mónica, mientras voy hacia el sofá y me tiro literalmente sobre él.

—Hoy ha sido un día horrible –empiezo y ellos se acercan para prestarme toda su atención. ¡Qué cotillas!–. Primero, estábamos desayunando en el bar hablando de sexo, cómo no, y... ¿qué iba a saber yo que mi jefe estaba justo en la mesa de enfrente?

Lore estalla en carcajadas y las demás le acompañan. Pongo las manos sobre mi frente, rememorarlo no hace más que ponerme en evidencia.

—¡Diles lo que le dijiste! –insiste Mónica en tono alegre.

La miro y cojo aire, llenando al máximo mis pulmones.

—Pues... Estábamos hablando de sexo y... –me cubro la cara con ambas manos–. ¡Dios, dije unas cosas horribles! Y pensar que él las escuchó... –mis compañeras se ríen y las maldigo en voz alta antes de continuar–. La cuestión es que después de haber estado escuchando nuestra conversación, se levanta y se acerca a nosotras recordándonos que solo nos quedan cuatro minutos para incorporarnos al trabajo. Tenía razón, era un poco justo, pero me dio rabia que nos reprendiera en el bar como si fuéramos niñas pequeñas. Total, que no se me ocurre otra cosa que ponerme chula y le digo que de esos cuatro minutos, me sobraban dos para llegar a tiempo a la oficina.

Lore vuelve a reír a mandíbula batiente mientras se echa hacia atrás.

—Bueno, si nos vieras a Vanessa y a mí, corriendo por la escalera de emergencia para llegar antes... ¡Fue total!

Elena y Mónica acompañan a Lore. Yo también sonrío, aunque no tanto, y todavía no les he explicado la parte más delicada de todo este asunto.

—¿Llegasteis a tiempo a la oficina? –pregunta Elena en cuanto se recompone de la risa.

—¡Por supuesto! Tendríais que haber visto su cara al abrirse las puertas del ascensor y vernos trabajando.

—¡Eres mi ídolo! –exclama Lore sin abandonar su enorme sonrisa–. Solo tú eres capaz de subir siete pisos con tacones y a toda leche para darle una lección a tu jefe.

—Bueno, me faltó poco para no lograrlo.

—¿Y no te dijo nada acerca de la conversación del bar?

—Que va, al fin y al cabo ese tema no era asunto suyo, y en mis horas de descanso puedo hablar de lo que me dé la gana.

—Tienes toda la razón, mi reina.

Me incorporo en el sofá, uno las manos a modo de plegaria y las pongo entre las rodillas.

—...y no sabéis lo peor.

—¿Qué? –demandan las tres al unísono.

—James Orwell hijo, mi futuro jefe... –hago una pausa a sabiendas que eso exaspera a mis impacientes amigos.

—¡Vamos Anna, no te calles ahora! –Elena no aguanta más y me hace gracia.

—Es el guiri alto al que besé sin contemplaciones en la cola de los lavabos.

Sus caras se congelan ante mi inesperada revelación; aunque en esta ocasión no se ríen, incluso me parece que me observan con lástima. ¡Madre mía! Ya pueden tenerme lástima, ya... ¡En menudo lío estoy metida!

—¿Cuándo lo supiste, reina?

—Pues..., es obvio que ese día bebí un montón, y..., bueno... –me encojo de hombros–, no me acordaba mucho de su cara. Lo más embarazoso es que fue él quien me lo recordó, al parecer no ha podido olvidar ese insignificante suceso.

—¡Vaya! –exclama Elena con los ojos desorbitados por la impresión–. ¿Estás pensando lo mismo que yo? –mira a Lore y éste asiente.

—¿El qué? –espeto incómoda.

—Ese tío podía haber omitido el hecho, dado que tú ni lo recordabas, pero no lo ha hecho.

—¿Y?

—¿¿¿Y??? ¡Es evidente, mi reina! ¡Ese tío quiere repetir!

—¿Pero qué cojones estás diciendo, Lore? ¡Es mi jefe, ¿recuerdas?!

Mónica, que ha permanecido impasible largo rato, decide hablar:

—¿Es que los jefes no se enamoran? –pregunta repitiendo una de las frases que le dediqué en la cafetería. La miro atentamente a los ojos para transmitirle que con su inoportuna pregunta, está jugando sucio.

—Mira, esto es demasiado, no quiero escuchar ni una palabra más –respondo tajante.

—Anna... –continúa Mónica con el rostro apenado–, lo peor de todo es que ha oído tus descabelladas ideas liberales sobre el sexo en la cafetería, y seguramente ahora tiene una impresión de ti que..., bueno, igual querrá algo más en un futuro.

—¡Pues lo lleva claro! –digo elevando el tono dos octavas–. Que ni se le ocurra insinuármelo, porque te juro que le meto un guantazo que lo dejo aún más tieso de lo que ya está.

—¡Cálmate, reina! De momento no ha sucedido nada, de todas formas, piensa bien a partir de ahora lo que haces, y sobre todo no dejes que ese tío te manipule o te presione para hacer algo que no quieras. Si es así, dímelo enseguida, ¿de acuerdo? Encontraremos la forma de que pare.

—¡Pero bueno! ¿Qué es todo esto? ¡Por el amor de Dios, estáis exagerando las cosas! Agradezco vuestro interés y ayuda, pero sinceramente, no creo que vaya a necesitarla, sé cuidarme muy bien yo solita.

—Está bien –concluye Mónica poniendo su mano sobre mi espalda–, puede que todo esto se quede en una anécdota sin importancia.

Asiento sin mucho convencimiento. Me levanto y voy directa a mi habitación para meterme en la cama, como llevo queriendo hacer todo el día. En la soledad de mi cuarto, le doy muchas vueltas al asunto, apuesto a que mis amigos intentan prevenirme porque me quieren y saben que según que trato tenga con mi jefe, puede perjudicarme más de la cuenta. Lo sé y lo comparto, pero por el momento, no hay nada por lo que deba preocuparme. He metido la pata hasta el fondo, bien es cierto, pero en lo que a mi trabajo se refiere, sigo siendo eficaz y competente, que es lo único que debería interesarle a mi jefe.

Continuará...