miprimita.com

El secreto del limoncello (3)

en Grandes Series

 

Nota de la autora: Esta entrega forma parte de una serie. Gracias a los lectores, por sus comentarios y valoraciones.

 

10

                —¿Qué tal tu día libre? –Pregunta María no bien entro en el bar.

                —La verdad es que lo necesitaba –reconozco sonriendo afablemente, obviamente, omito el incidente de la moto; no es el momento—, ahora me siento como nueva, preparada para volver a empezar. ¿Y vosotros? ¿Mucho trabajo por aquí?

                —El de siempre cariño, ya sabes…

                Me pongo la bata y empiezo a moler el café.

                Sin darme cuenta tarareo la melodía de una canción desconocida.

                «¿La que canta soy yo? ¡No me lo puedo creer! ¡Ingrid estás cantando! ¡Tú, la chica triste y malhumorada a la que han hecho daño, taaaantas veces, está cantando! ¿Es que tienes algún motivo para eso?»

                Repaso mentalmente los últimos acontecimientos:

                «Mmmmm… no. No hay nada por lo que deba estar realmente feliz, pero es una sensación agradable. ¡Continua!»

                 Cojo un par de platos y me giro para ponerlos en su lugar, cuando percibo la cercanía de una persona sentada tras la barra.

                Marcello está sentado en uno de los taburetes mientras esconde una apretada sonrisa. Con el ruido de la máquina del café no lo oí entrar.

«¡Mierda! Con la de motivos que tiene para reírse de ti, vas, y le das otro.»

—Parece que está muy contenta esta mañana –dice mientras enrosca un diario formando un ancho canuto. Verle hacer eso me pone tensa—. Por mí no se corte, continúe –añade jocoso.

—¿Qué quieres? –Le pregunto de mala gana, avergonzada.

Él me mira sorprendido pero no dice nada.

María sale de la cocina al escuchar la campanilla que anuncia la llegada de los primeros clientes, al igual que yo, se sobresalta al ver a Marcello ya en la barra.

                —Tengo que ir a atender… así que…

                Me dispongo a salir de la barra cuando él me impide el paso tocando mi mano con el canuto de diario. Automáticamente le fulmino con la mirada y me aparto.  

                —Bueno… yo estaba primero –alega con altivez y el rostro sombrío.

                Para mayor vergüenza me atraviesa una oleada de calor tiñéndome de rojo; tiene razón, pero atenderle, aunque solo sea para servirle un triste café, me pone enferma. Él parece que se divierte viendo como aquí no tengo más remedio que acatar sus órdenes sin rechistar.

                «¿No estarás exagerando un poquito, Ingrid? Mira que te ha reparado la moto…»

                —¡Claro! Perdona –me disculpo forzosamente— ¿Qué vas a tomar?

                —Un café, por favor –me dice con una sonrisa en los labios.

                María, que acaba de tomar nota a los nuevos clientes, se coloca detrás de la barra sin dejar de observar disimuladamente a Marcello.

                —¿Café solo? –Le pregunto forzando mi cortesía.

                Marcello ríe para sí. Posiblemente de mi tono despechado.

                —Esta vez acompañado, si puede ser.

                Le miró extrañada.

María, que sí ha captado las intenciones del joven, me ordena que le acompañe hacia una mesa y me siente un rato con él, ella se encarga de llevar su café.

                Así lo hago, muy a mi pesar. Aprieto los labios conteniendo la lengua y esbozo una forzosa sonrisa mientras me resigno a complacer los caprichos de un niño con aires de grandeza. Al fin y al cabo, todo el mundo parece hacer eso en este lugar.

Ocupamos la mesa más alejada del bar y para colmo, él me hace pasar primero exhibiendo sus exquisitos modales medievales.

Una vez en la mesa, esperamos a que María traiga el desayuno.

Ninguno de los dos hace nada para romper el silencio.

Observo al detalle como Marcello vierte los sobres de azúcar en el café y lo revuelve con la cuchara. No puedo evitar reparar en el anillo que invade gran parte de su dedo corazón. Mientras lo hago, me pregunto por qué esta vez ha venido solo al bar, igual nuestra última conversación sí ha servido para algo... pero emito un sonoro suspiro al recordar que justo en este instante, debería estar trabajando y no conversando con clientes, por muy importantes que estos sean.

—¿No tiene nada qué decirme? –Empieza en tono divertido.

Me encojo de hombros, aunque sé exactamente a qué se refiere.

—Sí, claro. Gracias.

Él reprime una carcajada y me observa una fracción de segundo.

—Podría mostrar algo de entusiasmo por estar aquí conmigo. O al menos fingirlo, ¿no cree? –añade sin despegar la vista de su café humeante.

—No soy de las que fingen –digo alzando una ceja.

Marcello empieza a reír bajo mi atenta mirada.

–Es bueno saberlo —aprueba al fin.

Le miro enfurecida tras captar en el acto el doble sentido vulgar de sus palabras.

Me dispongo a levantarme, pero vuelve a impedírmelo con ese estúpido periódico que utiliza como si fuera una prolongación de su cuerpo para poder tocarme sin que yo me altere. Lo que no sabe, es que ese estúpido canutito me enfurece todavía más, y me despierta una rabia palpable.   

—Perdone mi insolencia, no se enfade –vuelvo a sentarme de mala gana ¿Cuánto más va durar esto?—. Ahora en serio –alza su penetrante mirada azul y verde, eso me pone tensa. Sus ojos abiertos pueden resultar hipnóticos si no tienes la entereza necesaria para soportarlo—, no pretendo entretenerla demasiado. Para cuando esto empiece a llenarse yo ya me habré ido.

                Sonrío. Solo quedan veinte minutos para que los clientes habituales empiecen a llegar.            

                Marcello niega varias veces con la cabeza, sorprendido.

                —¿Ingrid, está contando los minutos que faltan para que me vaya?

                Me quedo paralizada y la sonrisa queda congelada.

                —Está bien. Quieres hablar… –acepto al fin— ¿Dónde están tus amigos?

                Marcello remueve nuevamente su café con actitud cansada.

                —No son mis amigos. En cualquier caso, hoy no me acompañan.

                Suspiro.

                —¿Ocurre algo? –Pregunta con curiosidad.

                —Si pretendes tener una conversación, deberías poner más de tu parte, ¿no crees? Ya veo que hoy no te acompaña nadie, simplemente podrías haberte limitado a decir el porqué.

                Arruga el entrecejo aturdido, no sabe si reír o reprenderme.

                —Digamos que tienen cosas más importantes que hacer que seguirme por toda la ciudad –ríe en lo que parece ser una broma privada—. ¿Funciona bien la moto?

                —De maravilla –admito—. Supongo que, una vez más, debo darte las gracias.

                —No se merecen.

                —¿Por qué siempre dices eso?

                —¿El qué?

                —Mira, es igual… —me recuesto en el banco de cuero y clavo mi mirada en él— ¿De qué quieres hablar?

                —Es realmente difícil conversar con usted, Ingrid, y más cuando no hace más que incomodarme con sus banales preguntas.

                —No sé quién incomoda realmente a quién.

                —¿Qué quiere decir? –Pregunta incrédulo— ¿Se siente incómoda hablando conmigo? ¿A caso la molesto? –mira a su alrededor y solo ve una mesa ocupada ya atendida— ¿Tiene algo mejor que hacer?

                —No todo se reduce a ti, ¿sabes? Podría estar limpiando los cristales ahora mismo, pero en lugar de eso, tengo que estar aquí sentada.

                —¿Por qué siempre detecto cierto tono de hostilidad cuando me acerco a usted? ¡Santo cielo! ¿Es que no es capaz de relajarse nunca?

                —No es hostilidad, es solo que… me da rabia, ¡rabia! de tener que complaceros, de sumirme como todo el pueblo a vuestros caprichos. De tener que estar alerta cuando os veo aparecer. Todo este rollo extraño no va conmigo. Lo siento si te ofendo pero es lo que siento.

                Marcello me mira con los ojos desorbitados unos segundos.

                —No tiene por qué sentirlo –se encoge de hombros—. Agradezco su sinceridad. Cuesta encontrar a gente así y aunque debería molestarme, lo cierto es que no. Me parece admirable que tenga la valentía necesaria para decirme todo eso a la cara y más después de lo que le ha pasado.

                —¿Crees que debería temerte a raíz de lo que pasó?

                —No creo que tenga que temerme, aunque todo iría mejor si tuviera miedo.

                —¿De qué?

                —No particularmente a mí, sino a lo que represento. No todos los miembros de mi familia aceptarían de buen grado como me ha tratado hoy o todo lo que acaba de decirme, Ingrid. Debe tener cuidado con eso porque puede acarrearle problemas.

                —¿Es que tú eres diferente?

                —En absoluto –es tajante en la respuesta—. Soy como el resto de mi familia, así que será mejor que nunca olvide eso. La gente no se hace así misma, nace acarreando ciertas responsabilidades. Puede que desde fuera y aunque no me toque de cerca, vea las cosas como usted, aunque es algo que en público jamás admitiré, después de todo, a mí ya me está bien que las cosas sean así.

                Entrecierro los ojos y me incorporo para sostener nuevamente su mirada desigual. Ya no me intimidan como antes sus ojos de cada color, puedo aguantar esa presión sin mirar a cualquier otro lado.

En contrapartida, la actitud ausente de su rostro me da pena; Marcello tiene todo cuando puede desear, aunque no por ello parece feliz. No es tan ostentoso ni alardea constantemente como he observado, de lejos, hacer a otros miembros de su familia. De hecho, de no ser por la ropa de marca, su selecto perfume caro y sus flamantes vehículos, nadie advertiría que forma parte de una de las familias más influyentes de toda Italia. Tiene un lado humilde bajo algunas capas de vanidad. De hecho ahí está, hablando conmigo sin importarle que la gente que empieza a frecuentar el lugar, nos mirare de soslayo, remugando cosas entre dientes, desatando pequeños rumores que quedarán entre estas paredes sin ser divulgados por temor a las represalias. Él parece percatarse de la expectación de los demás, pero simplemente le da igual. Se ha acostumbrado a ignorar lo que no le interesa.

                María, en cambio, nos observa de forma diferente. Es como si hubiera apreciado algo que a simple vista es imposible ver. En su rostro se refleja la ternura pero a la vez, un aire de preocupación que la deja visiblemente intranquila. Nerviosa.

                Marcello se percata de mi distracción. Apura su café y se levanta.

                —Hoy me acordaré de usted, Ingrid.

                Vuelvo a mirarle extrañada.

                —¿De mí?

                — Esta noche hay partido. Inter de Milán contra Barça.

                —Ah —hago una mueca—. El futbol no es mi fuerte.

                —¿No? —Sonríe maliciosamente— ¿Y qué lo es?

                Le reto con la mirada, pero él ni se inmuta. Coloca un billete de veinte euros sobre la mesa y se despide sin más.

                El resto del día acontece sin sobresaltos. Tras su marcha todo ha vuelto a la normalidad.

               

                Estoy destrozada. Entro en casa, me tiro en el sofá poniendo los pies en alto y suspiro con fuerza. Estoy a punto de abandonar el mundo terrenal y sumirme en la placentera sensación de un estadio imaginario, en algún punto de la inconsciencia, cuando suena mi teléfono móvil. Frunzo en ceño sin saber quién me llama a estas horas. Desde que llegué aquí nadie lo ha hecho y por eso me sobresalta el número desconocido que parpadea en la pantalla.  —Ingrid.

                —¡Buenas noches preciosa!

                Sonrío; ya sé quién es.

                —¿Cómo has conseguido mi número?

                —Lo cogí del currículum que le entregaste a mi tía. Espero que no te importe…

                Arqueo las cejas sorprendida.

                —No. En absoluto. Aunque no sé por qué no me has preguntado mi número antes –hago una breve pausa—, te lo habría dado.

                Ríe al otro lado.

                —Por si a caso… —dice mientras se le escapa una carcajada— en realidad te llamo para recordarte que hoy es la inauguración del pub.

                —Oh, vaya… —me muerdo el labio inferior intentando encontrar una excusa que ofrecerle.

                —Mi hermana pasará a recogerte a las doce.

                —Verás, Iván, de eso quería hablarte…

                —¡No acepto un no por respuesta! Vístete y ni se te ocurra anularlo, porque iré yo expresamente aunque tenga que llevarte a rastras.

                Me quedo en silencio unos segundos. Sé que está de broma, pero siento una punzada de dolor tras escuchar sus últimas palabras. Cojo aire y lo exhalo con brusquedad. Finalmente decido aceptar su propuesta.

                —Vale. A las doce.

                —Estupendo preciosa. Te lo vas a pasar genial.

                Me despido y cuelgo.

                Después de ducharme me enfrento a mi mayor dilema: ¿Qué ropa es la adecuada para ir a la inauguración del pub de un amigo? Cojo un vestido de la percha. Es negro y muy suelto. Pero recuerdo que la última vez que me lo puse me sentí desnuda; no es mi estilo.

                Así que opto por mis vaqueros ajustados y una camisa holgada de color blanco. Me miro en el espejo y hago una mueca de espanto. Me quito la camisa y cojo el top compresor para ocultar el pecho, de forma que la camisa caiga con más holgura a mi alrededor.

                Ya está.

                Mi pelo tiene poco arreglo, así que me hago una coleta alta y lo doy por acabado.

                Justo a tiempo, escucho un claxon en el exterior y me dirijo hacia la salida con prisa.

                —Buenas noches, Ingrid.

                Me sonríe una chica menuda de ojos grandes y castaños. Su pelo es rizado y lo lleva perfectamente moldeado sobre los hombros.

                Va vestida con un conjunto verde, pantalón corto y camisa del mimo color. Parece muy moderna y extrovertida.

                —Me llamo Andrea.

                —Buenas noches Andrea, encantada de conocerte.

                —Mi hermano me ha dicho que tendría que insistir para que vinieras, me alegro de que no haya sido así.

                Sonrío.

                —Bueno… no pienso estar mucho tiempo, solo iré a darle la enhorabuena y regresaré pronto a casa. Llamaré un taxi –le aclaro para que no vuelva a tomarse las molestias de traerme.

                —¿Hace mucho tiempo que no sales?

                —No recuerdo haber salido nunca.

                Me mira con los ojos desorbitados.

                —Pues has venido al lugar adecuado para empezar a salir. Aquí hay donde escoger.

                La miro con un ápice de dolor; no me apetece hablar de eso.

               

                Poco después llegamos al local. Por fuera está perfectamente iluminado con luz cálida en tonos naranja. Las letras doradas de La notte, resplandecen sobre un fondo negro, como el de la invitación.

                No es un local muy grande. Asciendo unas escaleras y llego al primer piso. La parte de arriba perece una vivienda. Puede que sea ahí donde vive Iván. Se abren las puertas y entro en el local. Por dentro mis pupilas se dilatan tras ver lo espacioso y moderno que es todo. La luz tenue se refleja en los rostros de la gente de forma sutil.

                Andrea me da un beso en la mejilla y me dice que va a buscar a su hermano. Yo asiento y me quedo petrificada en medio de un montón de personas que bailan y exhiben sus cócteles adornados con cañas rizadas de colores fluorescentes.

                Me siento rara. Además mi ropa no es la adecuada, solo a mí se me ocurre vestirme de blanco para ir a un lugar como este, que con la luz negra, me hace destacar entre los demás. Pero mi ropa es lo de menos, no encajo aquí de ningún modo por muchos otros motivos.

                Me aparto y dejo pasar a un grupo de chicos con traje que caminan a paso ligero hacia la barra. Suspiro. Empiezo a encontrarme mal.

                Decido recorrer en círculo el bar y quedarme con todos esos detalles, adornos minimalistas en las paredes y puntos de luz de colores en cada rincón. Los conductos de aire son tubos negros que están en el techo, perfectamente pintados. De estos cuelgan unas lámparas de araña similares a las de mi casa. Solo que en lugar de ser de cristal, son de plástico negro, pero encajan perfectamente con la decoración simple y romántica de la sala.

                Casi choco contra una columna mientras intento apartarme de la gente que se divierte delante de mí.

                Me detengo en la entrada de lo que parecen unos pequeños reservados privados. Las puertas correderas de cristal ahumado están abiertas y dentro predominan los colores dorados. Hay un sofá en forma de U y una mesa en el centro de color negro. Parece que el grupo que hay dentro se lo está pasando bien. Ascienden sus copas y gritan palabras que no consigo descifrar. Hay chicas por todas partes. Chicas guapísimas sentadas con elegancia en el sofá, sobre las rodillas de alguno de ellos e incluso una pareja se besa en una de las esquinas de la habitación sin desprenderse de las copas.

                No puedo evitar sentirme mal. El amor parece algo fácil, sencillo en este rincón del mundo, la gente está relajada y lo recibe sin más. Sin embargo, para mí, es una auténtica tortura.

                Me distraigo de mis cavilaciones cuando la pareja que hay en la esquina de la salita se separa y una segunda chica entra en acción. Besa al chico con mucha efusividad mientras la primera le acaricia las partes más erógenas de su cuerpo al mismo tiempo. Me parece increíble que hagan ese tipo de cosas en público sin ningún pudor. Mi sorpresa se acentúa cuando el chico se deshace de una de ellas y puedo verle con claridad.

                «¡Menudo pervertido!»

                Sus ojos desiguales me miran una décima de segundo, el tiempo suficiente para que me reconozca. En ese momento su expresión cambia, se vuelve taciturna, seguramente intenta averiguar qué hago aquí.

                Ni siquiera yo misma tengo una respuesta a esa pregunta. Cuanto más los veo, más convencida estoy de que este no es mi mundo.

                —¡Ingrid!

                Me giro sobresaltada y ahí está Iván. Tiene un arrebato espontáneo, posiblemente ha bebido demasiado, y me abraza. Es un abrazo rápido, corto y terriblemente doloroso. Por suerte ha tenido mucho cuidado en no tocar ninguna parte de mi piel desnuda.

                Le dedico una sonrisa forzada mientras me dejo guiar por el pub. Me encuentro mejor una vez él está conmigo, de algún modo inimaginable consigue animarme.

                —Pensaba que no vendrías, que tendría que ir a buscarte por la fuerza…

                —Bueno, ya ves… será que tienes un gran poder de convicción.

                Sonríe.

                —¿Y bien? ¿Qué te parece?

                —¡Es precioso Iván! Tienes buen gusto… —Le guiño un ojo.

                —¿Lo dudabas?

                Se gira y coge un par de copas de la bandeja que lleva uno de los camareros. Me tiende la copa de champán y alza la suya para brindar conmigo.

                —¡Por la felicidad!

                Su brindis me sorprende. Ha buscado algo para que los dos tengamos motivos por los que brindar. Le dedico un asentimiento de cabeza y juntamos las copas.

                Mientras me comenta cuáles han sido las reformas que ha hecho al local, las luces descienden de intensidad. Ahora la habitación está mucho más oscura. La música se detiene unos segundos y yo miro a Iván como diciendo: “¿Todo va bien?” él me sonríe y, como respuesta a mi pregunta, empieza a sonar una melodía lenta, suave, distinta a la música electrónica que aturdía nuestros oídos hace unos segundos.

                Le miro sorprendida. Reconozco la voz de Tiziano Ferro, pero no la canción.

                Iván hace un gesto con la mano, invitándome a bailar.

                «¡Mierda! ¿Qué hago ahora? No sé bailar y no me gusta que me toquen».

                De pronto se acerca y me pasa una mano por la cintura con suavidad. Automáticamente me retiro; no quiero que perciba mi cuerpo a través de la camiseta. Él me mira intensamente, sus ojos brillan. Ahora no hay duda: ha bebido demasiado.

                Entonces hace algo insólito: se acerca a mí hasta casi colocar su frente sobre la mía, pero no la apoya, y mientras me dedica una arrebatadora sonrisa, se mueve lentamente de un lado a otro, sin tan siquiera rozarme.

                Le devuelvo la sonrisa e imito sus movimientos. Un paso corto hacia la derecha, otro hacia la izquierda y así sucesivamente. Parece como si estuviéramos unidos por un cordón invisible que tira de nosotros en la misma dirección.  

                Y nos quedamos así un buen rato. Siguiendo la dulce melodía sin tener que dar explicaciones de por qué rehúyo el contacto. No hay presiones, ni malos entendidos.

                En cuanto la canción termina, la luz vuelve a subir mínimamente de intensidad y empiezan las mezclas disco de antes.

                Iván se separa y me mira con una expresión alegre grabada a fuego en su blanco rostro.

                —Ha sido idea mía introducir de vez en cuando alguna canción más lenta. Da mucho juego para las parejas que acaban de conocerse, ¿no crees?

                Me dedica otra de sus sonrisas y yo me sonrojo.

                —Veo que has pensado en todo.

                Él se ríe echado su cabeza hacia atrás.

                —Bueno, Ingrid, voy a ver cómo están mis invitados. Diviértete un rato, pero no te vayas,  en cuanto pueda estoy por ti.

                —No te preocupes, de todas formas me iré pronto… —le digo mostrándole una mirada compasiva— Mañana trabajo.

                Él asiente y suspira.

                —Enseguida vuelvo –me guiña un ojo y se pierde entre la multitud, que ahora baila al ritmo de una música rápida.

               

                Me fijo en la gente. Todos son rostros desconocidos para mí y me pregunto si alguna vez conoceré a más de uno; parece una población pequeña.

                Me encojo de hombros y doy otro sorbo al champán espumoso, ligeramente afrutado que me ha dado Iván; no está mal.

                —Buenas noches.

                Me ladeo intentando esconder la sorpresa tras ese saludo inesperado y me encuentro con Marcello. Sus ojos brillan a consecuencia de los focos luminosos que apuntan directamente hacia su rostro, destellando rayos de luz de forma rítmica y constante.

                —Buenas noches –le contesto por educación. Aunque no entiendo por qué su presencia me incomoda hoy más que las últimas veces. Será por todo lo que le he visto hacer con esas dos mujeres.

                —¿Se lo pasa bien, señorita Montero?

                Me pongo en guardia.

                —¿Cuándo vas a dejar de llamarme de usted? ¿A quién pretendes engañar con esos modales y buenas formas? Hace tiempo que yo no te correspondo del mismo modo.

                Entorna los ojos y da unos cuantos pasos hacia mí, pero se detiene.

                —Nunca deberíamos perdernos el respeto, Ingrid. Lamento que mi forma de hablar no sea de su agrado.

                Niego con la cabeza y me doy la vuelta. Su lenguaje me exaspera, bueno, en realidad, todo él.

                Noto su mano fuerte y decisiva enroscar la mía y girarme con brusquedad.

                Instintivamente chillo ante la calidez de su contacto, me abalanzo sobre él y le empujo con tanta fuerza que mi respiración se altera. Percibo su cara de espanto y sus ojos inquisitivos posados en mí. Alucinado. Confuso. Pasmado.

                —¡Ni se te ocurra volver a hacer eso! –Le reprendo en tono amenazante.

                Él espera. Me mira visiblemente dolido. Se vuelve a acercar a mí con ímpetu y automáticamente, intuyendo lo que va a hacer, me cubro la cabeza con ambos brazos.

                —¡Ingrid! –Exclama en tono desesperado— ¡No voy a pegarla, por el amor de Dios! –Dice y parece sincero.

                Descubro poco a poco mi rostro y vuelvo a mirarle.

                —¿Es eso lo que teme? ¿Tiene miedo a que le haga daño?

                —No sería la primera vez… —Digo en tono irónico.

                —Me duele que no deje de reprocharme eso. Sinceramente, yo jamás le he puesto la mano encima a una mujer y dudo mucho que alguna vez lo haga.

                Sonrío con amargura.

                —Solo quería advertirle. Que sea la última vez que me empuja y me falta al respeto –sus ojos claros se oscurecen, su amenaza suena contundente, pero yo no me dejo intimidar.

                —¿Y si no, qué? –Pregunto desafiante.

                —No tendrá más remedio que abandonar Nápoles. Todo tiene un límite y usted está a punto de rebasar el mío. Ahora si me disculpa, tengo mejores cosas que hacer que estar aquí intentando razonar con usted.

                —Eso es lo que tienes que hacer, de hecho no sé por qué te molestas en venir a hablar conmigo.

                Se vuelve hacia mí. Su sonrisa torcida me pone nerviosa.

                —No debería ser tan arisca, Ingrid, corre el riesgo de volverse en una amargada sin remedio.

                Gira sobre sus propios talones y se marcha.

                A mí alrededor nada ha cambiado. La música suena alto, la gente baila rápido y nadie parece haber visto nada de lo que acaba de pasar entre Marcello y yo. Cierro los ojos, respiro hondo y saco mi teléfono del bolsillo.

                Tras llamar a un taxi envío un mensaje a Iván comunicándole mi marcha.

                Solo me apetece dormir. Despejar la mente y coger fuerzas, porque algo me dice que mañana volveré a ver a Marcello en la cafetería. Pensar eso me produce una repulsión inconmensurable.       

                Pasan varios días y en el bar se ha interpuesto una nueva rutina. Marcello acude temprano cada mañana, ahora solo, y me observa desde su mesa mientras apura su café.

Sus ojos son punzantes. Los intuyo sobre mí mientras apilo los platos, tomo nota a los clientes más madrugadores o limpio los cristales. Me pregunto por qué se divierte tanto haciéndome sentir incómoda. ¿Qué le he hecho yo, aparte de desobedecerle los primeros días, para merecer esto?

Acabo de lavarme las manos, suspiro sonoramente y decido mirarle.

Él asiente a modo de saludo en cuanto nuestras miradas se encuentran y se lleva la taza a la boca.

«¿Qué querrá? ¿Espera a que me acerque y le diga algo?¡Pues ni hablar! Después de lo grosero que fue la última vez no me apetece en absoluto. Además se burla de mí, estoy convencida».

Sigo mirándole desde la barra. Él tampoco ha apartado sus ojos de mí, entonces, cogiendo una enorme bocanada de  aire me dirijo en línea recta hacia su posición. En lo que respecta a él estoy muy confundida, una parte de mí quiere mandarle a la mierda definitivamente, pero otra, es como si se sintiera en deuda con él. No puedo actuar como si nada cuando he aceptado cada uno de los regalos que él ha querido darme después de... ¡maldición! Sabía que esto pasaría. Tenía que haber sacado a relucir mi orgullo y negarme a recibir nada que proviniera de él. Pero cada vez que me ducho y siento como el agua caliente recorre mi piel... no puedo evitar estarle agradecida.

Antes de poder encontrarme cara a cara con él, una voz a mi espalma de detiene.

—¡Ingrid!

Iván se interpone en mi camino, colocándose delante de mí, y sin reprimir su sonrisa resplandecientes, añade:

—¿Sabes? La inauguración fue un éxito. Hace días que no se habla de otra cosa.

—¡Lo sabía! –Él se acerca con demasiada efusividad y yo me retiro advirtiendo que está a punto de traspasar un límite infranqueable. Él se retira hacia atrás y me tiende la mano en dirección a la barra. Quiere que le acompañe.

Nos sentamos en los taburetes, uno frente al otro. Yo espero a que empiece a hablar, creo que esto nos llevará un buen rato…

—No únicamente llenamos caja, también hay gente que ha cogido tarjetas y ya tengo las primeras reservas de las salas.

Frunzo el ceño. Recuerdo a Marcello en una de aquellas salas y me pregunto si él y sus amigos han vuelto a reservarla para sus fiestecitas privadas.

—Hubo un momento que todo el mundo me felicitó. Dicen que está situado en una buena zona y es original. Acogedor.

—No me extraña…

El vuelve a sonreír y se pasa la mano por el pelo. Está pletórico.

—La cuestión es que me gustaría proponerte algo.

En mitad de su discurso desvío la atención. Marcello se ha levantado. Deposita un billete de veinte euros sobre la mesa y se marcha. En su cara se refleja una expresión extraña.

«¿Disgusto? ¡No seas ridícula Ingrid! ¿Disgusto de qué? ¿Decepción por no haber ido a hablar con él? ¿Es eso lo que esperaba? Pero si lo que quiere es hablar conmigo, ¿Por qué no viene él?»

—¡Ingrid! ¿Me estás escuchando?

Parpadeo frenéticamente y vuelvo a centrarme en Iván.

—Perdona… ¿Qué decías?

—Que si trabajarás para mí. Tendrías un horario mejor y cobrarías casi el doble.

Le miro confusa. No sé qué decir.

—¿Y qué hay de tus tíos?

Él suspira y se encoje de hombros.

—Encontrarán a otra persona.

—¿Otra persona que trabaje más de ocho horas al día, seis días a la semana por quinientos euros y la comida?

—¿Eso es un no?

El dinero me vendría bien. Más que bien, en realidad. Pero no puedo hacerle eso a María y Antonio. Ellos me lo han dado todo, incluso una moto. De hecho es la primera vez en mi vida que dejo escapar una oportunidad claramente ventajosa para mí.

—Efectivamente, es un no.

Lo curioso es que después de decirlo me siento mejor.

—La verdad, Ingrid, no doy crédito –él sonríe y se levanta—. De todas formas puedo entenderte, pero si cambias de idea… que sepas que puedes contar conmigo.

—¡Gracias! Y ahora… ¿me ayudas a desplazar las cajas por favor? –Pongo morritos, como una niña pequeña a la que le han negado un caramelo y funciona.

—¡Allá vamos!

Le sigo por el pasillo. Vamos bromeando acerca de curiosidades acontecidas el día de la inauguración; gente borracha, amantes pillados infraganti, caídas graciosas… al parecer esa noche pasó de todo.

Cuando entro por la puerta de casa me invade la desolación. Agradezco trabajar y pasar horas en el bar. Lo que llevo realmente mal es encontrarme sola en mitad de la noche en un lugar grande y extraño como este. Además, mi casa es la más alejada del centro urbano.

Inevitablemente me acuerdo de Lucas. Él trabajaba mucho, siempre atareado con el difícil horario del hospital pero sabía que en algún momento llegaría a casa, aparecería por la puerta. En definitiva, tenía a alguien a quién esperar.

Aquí todo es demasiado oscuro: las calles, las casas, las noches… miro a mi alrededor y compruebo que estoy completamente sola. 

«¿Pero es que alguna vez no ha sido así? Vamos, no te engañes, sé sincera al menos contigo misma, incluso con Lucas te sentías sola».

Sí, es cierto.

«Es más, vivías una mentira. Tú te apoyabas en él para superar tus problemas, mientras, él se tiraba a otras».

Aparto ese pensamiento desdeñoso y vuelvo al desolador vacío de mi habitación. Sin duda las noches son el peor momento, donde se desata mi vulnerabilidad y toda mi fortaleza se viene abajo.


 

11

 

                Stephano mira a Monic y se sienta a su lado en el sofá de cuero blanco.

                —¿Sabías que hace un par de semanas tu hijo llevó una moto al mecánico?

Pese a que tiene cuatro hijos, Stephano sabe perfectamente a cuál de ellos se refiere su esposa.

                —Se le habrá estropeado.

                Monic ríe para sí y mira atentamente a su marido.

                —No, he preguntado a los chicos, su moto está perfectamente.

                —¿Entonces? ¿Qué hacía en el taller?

                —Estaba reparando la moto de esa chica.

                Stephano arruga el entrecejo sin saber a qué chica se refiere.

                —Ya sabes —continua ella—, la chica de las afueras.

                —¿La misma del hospital?

                Monic asiente.

                —¿No te parece extraño?

                Stephano sonríe.

                —Ya sabes cómo es. Se siente en deuda con ella después de lo que pasó. Solo intenta compensarla.

                Monic vuelve a reír y pone los ojos en blanco.

                —¡Oh, vamos Stephano! No puedes estar tan ciego…

                —¿A qué te refieres?

                —Conozco perfectamente a tu hijo, no únicamente se siente en deuda con esa chica.

                —¿Qué insinúas?

                Monic desvía la mirada y la deja fija en la pared.

                —Todavía no lo sé…

                Stephano suspira resignado y abraza con cariño a esa mente inquieta y manipuladora que tiene por mujer.

                —A veces realmente pienso que tienes demasiado tiempo libre…

                —¿Sabías también que últimamente se ausenta a tempranas horas de la mañana y sale sin escolta? Luego regresa y hace ver como si acabara de levantarse, pero en realidad, lleva varias horas despierto.

                —¿Sale sin escolta? Eso no me gusta. Debo reprochárselo de inmediato.

                —¡No, Stephano! —Monic le sujeta del brazo impidiendo que se incorpore— No le digas nada, finge que no lo sabes. Quiero ver a dónde lleva esto.

                —¿Insinúas que sus ausencias por la mañana tienen algo que ver con la muchacha de las afueras?

                —Si es así pienso descubrirlo. ¿Has descubierto algo de ella, tiene algo que deba preocuparnos?

                —Ya sabes que no. Si fuese así lo sabríamos. Además, es muy joven para ser una espía enemiga –Stephano ríe de lo absurdo.

                —De todas maneras quiero estar segura, si esa chica va con nuestro hijo quiero saber exactamente quién es y de dónde viene. Es extraño que Marcello se acerque tanto a alguien.

                —No empieces a obsesionarte con eso ahora –Stephano besa tiernamente su mejilla—. Deja al niño un poco de cuerda y no te entrometas, por favor… además, él ya es mayorcito para saber cuáles son los límites del contacto con esa muchacha. Deja de preocuparte.


 

12

 

 

Las nueve menos cuarto.

Me fijo en el reloj de la pared y seguidamente, me concentro en la puerta.

Míralo, ahí está. Puntual, como cada maldita mañana.

Espero a que se siente, preparo su café y voy en su encuentro.

—Buenos días.

Le pongo el café sobre la mesa, junto al azúcar y la cucharilla y me siento enfrente de él, sin tan siquiera pedir su permiso. Tengo el placer de ver como sus ojos extremadamente dilatados me miran con asombro mientras tomo asiento.

—Muy bien señorita Montero, ha tardado usted cuatro días en venir a hablar conmigo. Estoy emocionado –dice en tono irónico.

—Por favor, ¿puedes dejar de llamarme por el apellido y tratarme de usted? La broma ya ha durado bastante.

Su expresión adusta parece satisfecha. Sus ojos se dulcifican.

—¡Desde luego! ¿Ves? No es tan difícil, con educación todo se consigue.

Suspiro y ahora le miro con frialdad.

—Y aclarado esto, ahora qué, ¿qué quieres hablar conmigo? Creo que no tenemos mucho qué decirnos, pero tu presencia aquí me dice que tal vez me equivoco.

Eso le sorprende. Tuerce la boca dedicándome media sonrisa y empieza a remover lentamente su café.

—Bueno, eso de que no tenemos nada qué decirnos, es discutible –dice tranquilamente—. Has venido a vivir a Nápoles, prácticamente no te conozco y ya sabes, supongo que en lo que a ti respecta, hay cosas que despiertan mi curiosidad.

Frunzo el ceño.

«Tiene curiosidad de mí, ¡de mí! Nada más y nada menos».

—Lo siento pero mi vida es cosa mía, no pienso revelarte nada que no me interese descubrir. Tendrás poder sobre muchas cosas aquí, pero no sobre mi persona.

Tiene los ojos como platos, parece incluso satisfecho con mi inesperado arrebato de sinceridad. Me mira con la boca entreabierta, desconcertándome.

—Creo que no hemos empezado con buen pie y por eso ahora te muestras tan reticente conmigo.

—No es eso —le corto elevando un poco la voz—, es que tú no tienes ningún derecho sobre mí —con la emoción golpeo sobre la mesa—, no tienes por qué saberlo todo. No hablo de mi vida con nadie y menos contigo.

—Me parece bien –acepta asintiendo y mirándome fijamente a los ojos. Yo intento que no me afecten, pero reconozco que esos ojos pueden hacer flaquear a cualquiera—,pero ten en cuenta una cosa, Ingrid, no tardará mucho en despertarse tu curiosidad y querrás saber cosas sobre mí, recuerda entonces, que yo estaré en mi derecho de hacer lo mismo.

«Ah, mi curiosidad… no había pensado en ella hasta ahora. Pero es cierto, yo también la tengo. De hecho barajo un sinfín de preguntas y todas dirigidas hacia la misma persona y ese curioso clan al que todo el mundo teme y adora a la vez».

Frunzo el ceño y aprieto los labios formando una fina línea.

«¡Joder qué hábil es! ¡Cómo sabe que hay cosas que yo también me muero por conocer!»

—¿Por qué no te haces un café y lo tomas conmigo?

Vuelvo a centrar mi atención en él. Parece concentrado en cada una de mis reacciones, tanto es así, que me siento desnuda. Mis mejillas enrojecen y cuando siento que mi subconsciente me está volviendo a traicionar, me obligo a recomponer la expresión, tapándola bajo una manta de hostilidad; eso se me da mejor.

—No. Gracias. No me apetece.

Su risa me desconcierta. Asiente divertido mientras da un sorbo a su café humeante.

—¿Puedo tentar a mi suerte y preguntarte qué haces en Nápoles?

—Ah —sonrío  con malicia, ¿a quién pretende engañar?—. Ahora vas a decirme que no lo sabes.

—En efecto sé cómo has llegado aquí. Pero no entiendo por qué una chica joven deja su hogar, todo lo que conoce y lo que tiene por instalarse en Nápoles sola. No me cuadra.

—Bueno eso no es asunto tuyo. ¿Te molesta que esté aquí?

Marcello sonríe y se encoje de hombros.

—En cierto modo sí –reconoce–. Me irritas y no sabes hasta qué punto.

Me acerco un poco más a él, inclinándome sobre la mesa para decir en voz baja y pausada lo que su irritación me provoca:

—Me importa una mierda. Si no te gusta, te aguantas.

En cuanto vuelvo a mi posición natural él sonríe, niega con la cabeza mirando su café hasta que entorna sus ojos claros en mi dirección.

—Eres una provocadora. Supongo que lo llevas en la sangre, debe ser el clima, el sol o tal vez la alimentación... —Hace una breve pausa y continúa:— ¿Sabes? No hace mucho que mi familia se dedicaba a la cría de caballos españoles. Eran unas criaturas nobles y vistosas pero sin duda, lo que más esfuerzo requería era la doma. Son animales muy terrenales, tercos y salvajes, que no se dejan dominar por cualquiera. Eso es lo que les hace tan valiosos: su entrega una vez se les ha sometido.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo? —Espeto a la defensiva, consciente de que estoy elevando el tomo y alguien puede oírnos.

—Me recuerdas a ellos. No dejas que nadie se te acerque, desconfías de todo el mundo y no dudas en dar coces a todo aquél que pretende invadir tu espacio.

Se me descuelga la mandíbula. ¡¿Será gilipollas?!

—¿Me estás comparando con un caballo? —Mi pregunta ante la lógica que suscita hace que me hierva la sangre. Solo tengo ganas de coger esa dichosa taza que hay delante de nosotros y romperla en su estúpida cara de italiano sabelotodo—  ¿Cómo te atreves?

—Tus actos son los que me lo confirman, pero ¿Sabes? No hay caballo en el mundo que al final no se someta ante su amo.

Me sale humo de las orejas, las aletas de nariz se abren y dejan al descubierto una respiración forzada, nerviosa. Siento que estoy a punto de perder los papeles, pero esto no puede quedar así. ¡No señor! ¿Con quién se cree que está hablando?

Me pongo en pie. Le miro con odio. Él me devuelve la mirada. Yo lo interpreto como una provocación y eso no hace más que aumentar mi enfado. Mi corazón no deja de latir nervioso. Pero ahora nada puede detenerme; estoy fuera de mí.

—Ni sueñes que alguna vez voy a obedeceros. ¡Ya puedes venir cargado con un ejército si quieres, prefiero morir mil veces a manos de tus amigos que ceder en algo! Al final te doy las gracias, gracias por hacerme ver que he estado a punto de flaquear y acatar ciertas órdenes, como los demás, por no buscarme problemas. Pero ahora he vuelto a recuperarme, vuelvo a ser yo y ya te puedes ir olvidando de ese impuesto tuyo de bienestar, o lo de ir en moto sin casco y demás, porque no pienso ceder en nada. ¿Me has oído maldito ravioli?

Él también se levanta. Automáticamente yo retrocedo pero no pienso darle el gusto de achantarme lo más mínimo ante él. Su cara está seria, fría, terriblemente cabreada. Conozco esa expresión, pero ni siquiera eso hace que me retracte.

En cuanto voy a rodear la mesa para desaparecer de su vista, él me sujeta del brazo. Me aprieta con fuerza y me pongo cada vez más nerviosa. Sus manos me queman y necesito que me suelte ahora mismo o enloqueceré.

—¡No me toques! —Chillo y me muevo, intentando deshacerme de él, pero se niega a soltarme. Respira con brusquedad, percibo como hace serios esfuerzos por no soltar toda esa rabia contenida ahora mismo y abofetearme.

La gente nos mira. Todos los clientes están expectantes, incluso María y Antonio han salido de la cocina, sus caras ahora mismo reflejan todo el temor y la impotencia por no saber qué hacer.

Vuelvo a moverme con brusquedad intentando zafarme de sus fuerte garras, pero cuanto más esfuerzos hago, él más me aprieta impidiéndome librarme.

—¡He dicho que me sueltes! ¡No volveré a repetírtelo!

Su mirada se enfurece todavía más. Me da miedo su rostro, trae malos recuerdos a mi mente, pero hace mucho que decidí revelarme contra todo lo que me producía dolor. No dejaré que nadie, nunca más, me haga sufrir.

—Cuidado, Ingrid.

Su contra amenaza me enerva. Además sigue sin soltarme. La presión alrededor de la muñeca me hace hormiguear la piel impidiendo la circulación de la sangre. Noto la mano fría.

No lo pienso más, invadida por la rabia alzo la mano que me queda libre y le abofeteo con todas mis fuerzas.

Las respiraciones interrumpidas de los presentes me hacen temer por mi vida. Marcello, que se ha quedado ojiplático tras el ataque y con la mejilla encendida, resopla. Mueve mi brazo con brusquedad hasta colocarme delante de él. Yo intento deshacerme, pero su presión se hace cada vez más insoportable.

—Tú lo has querido —declara al tiempo que se agacha, y sin soltarme del brazo, me levanta rápidamente dejándome caer sobre su hombro.

 Carga conmigo mientras yo le propino todas las patadas que puedo, teniendo en cuenta que uno de sus brazos tiene mis piernas inmovilizadas, mientras que con la otra mano, retuerce la mía haciéndome daño.

Entre gritos y vapuleos  me conduce hacia el callejón de atrás tirándome bruscamente contra los contenedores de basura.

Yo me arrastro y en cuanto cojo una tapa del cubo que se ha volcado tras mi caída, no dudo en lanzársela a la cabeza. Pero como era de esperar, mi puntería es patética y ni siquiera le rozo un pelo.

Marcello coge la manguera que está sujeta al grifo y se acerca a mí. La abre y un fuerte y doloroso chorro de agua helada impacta sobre mi cuerpo, mi cara, mis brazos mientras lucho insistentemente por apartarme. Estoy acorralada entre la pared y las basuras, inmovilizada por la presión que el agua ejerce sobre mí.

Cuando él estima que ya me ha mojado suficiente, cierra la manguera. Su rostro permanece impasible mientras yo intento recomponer mi ropa y toso, expulsando agua que sin querer he ingerido.

—Ahora escúcheme bien: lo que acaba de ocurrir ahí dentro ha sido una ofensa hacia mi persona, jamás olvidaré que se ha producido. Ya sabes lo que hay y dónde estás, a partir de ahora deberás acatar las órdenes como una más y ceñirte únicamente a un trato cordial conmigo. Porque a partir de este momento, mis contemplaciones se han acabado, ¿entiendes?

Ladeo el rostro sin dejar de toser.

Marcello se encamina hacia dentro del local. No sé qué hace. Lo único de lo que soy consciente es de que minutos después se acercan Maria y Antonio. Se llevan la mano a la boca en cuanto me ven y corren en mi auxilio.

Mientras me pongo en pie y me encojo por el frío que me estremece entera, le maldigo. Sacando un coraje impropio me digo a mí misma que esto no va a quedar así. Si piensa que su amenaza me asusta, lo lleva claro.

 

13

 

 

Me miro al espejo y me entran ganas de romperlo. Tengo la tez atezada, siempre me pasa lo mismo cuando salgo a pasear al aire libre. Mis ojos son negro azabache, remarcados por unas largas pestañas también negras y los labios… los muerdo con decisión. Demasiado gruesos. Me miro y me veo oscura, tengo la sensación de que mi apariencia exterior no es más que un reflejo de mi alma; también oscura.

Me peino el cabello y ahogo un gemido. Lo tengo tan enmarañado por haberme acostado sin secármelo que no tiene arreglo. Lo encrespo ligeramente cuando paso el peine por los rizos rebeldes que se han formado mientras dormía. Suspiro. Tiro el cepillo con brusquedad dentro de la pica y alzo las manos para atarme el pelo en una gruesa cola.

Tiro hacia abajo mi sudadera ancha para disimular las partes más odiosas de mi cuerpo, y salgo a toda prisa en dirección al bar.

—Buenos días, Ingrid. ¿Cómo te encuentras?

—Buenos días, María. Bien —digo sin mucho entusiasmo, aunque no es verdad, hace días que estoy de mal humor y sé que ella lo nota.

—¿Qué tal tu día libre, cariño?

—He salido a explorar los alrededores.

—¿Has bajado al pueblo?

—No, he ido de excursión por el bosque que hay detrás de mi casa. He encontrado un pequeño riachuelo podrido.

Me mira con expresión desencajada y luego cierra los ojos, como intentando comprenderme, cuando los vuelve a abrir, su semblante es más tranquilo.

—¿Y qué tal?

—Ha sido una experiencia interesante –me encojo de hombros.

—De todas formas no deberías deambular por esos parajes tú sola, pueden ser peligrosos, están muy retirados y podría haber alguien que quisiera hacerte daño.

—No se preocupe por mí, ya soy adulta. Sabré defenderme yo solita de los indeseables.

Pero lo cierto es que no. Las personas más indeseables para mí son las que ellos veneran y estoy convencida de que tras mi última ofensa, no tardarán en aplicar las consecuencias; en cierto modo, las espero.

Poco después del incidente con Marcello, me negué a pagar el impuesto de bienestar que me exigían. Desde entonces he estado en un sin vivir, esperando a que vinieran a exigírmelo. Pero lo curioso es que por el momento, nadie ha vuelto a reclamármelo. Sé que esta tregua no durará mucho, pero no pienso dejarme pisotear. Se acabó.  

María abre la boca para decirme algo pero su intento de discurso se ve interrumpido por la llegada de Iván.

—Buenos días a las dos –dice y da un beso en la mejilla a su tía— Tita, Ingrid… —a mí me guiña un ojo.

—Últimamente vienes mucho por aquí –observa María entrecerrando los ojos—. ¿Va bien el negocio?

—¡De maravilla! Estoy muy contento.

—Me alegra mucho oír eso.

—Y no sabes lo mejor, esta noche han alquilado una de las salas para una fiesta de cumpleaños.

Iván mira atentamente a su tía. Esa mirada aún no la tengo catalogada, no sé a qué viene.

—Mi personal no empieza a trabajar hasta las diez de la noche, es justo la hora a la que vendrá el grupo.

—¿Qué quieres cariño? –María le sonríe con picardía, ahora sí entiendo a qué se debe la mirada de Iván, quiere pedirle un favor y ella lo sabe.

—Me preguntaba si podría robarte a Ingrid un par de horas para que viniera a ayudarme a decorar la sala. Así, de paso, ve el bar a plena luz, que vale la pena.

Mis pupilas se dilatan unos segundos. Tengo los ojos como platos y me quedo embobada mirando a Iván. Él ni siquiera se ha molestado en ver mi reacción, sus ojos azules están centrados en su tía.

—Vaya, cariño… no sé qué decir, ¿No puedes hacer eso tú solo?

—Luego tengo que ir al banco y hacer varias gestiones en el ayuntamiento que me ocuparan gran parte del día. He pensado que si lo hacemos entre dos, acabaré mucho antes. Tita… solo serán un par de horas como mucho, te prometo devolvértela sana y salva.

María suspira y ladea la cabeza en mi dirección.

—¿Y bien, Ingrid? ¿Tú qué quieres hacer?

Yo los miro a los dos con el rostro desencajado y me encojo de hombros. No me corresponde a mí tomar esa decisión.

—¡Genial! –Exclama Iván y me coge con cuidado de la manga del jersey— ¡Volvemos enseguida!

No me da tiempo a despedirme de María. Iván me arrastra por la sala hasta el exterior a toda prisa, posiblemente para que su tía no pueda cambiar de idea. En cuanto estamos lo suficientemente lejos, me detengo en seco obligando a que me suelte.

—¿Qué demonios te ha pasado ahí dentro? –Digo confusa.

—Tenía ganas de retenerte un rato. Siempre estás tan ocupada…

Me cruzo de brazos y le contemplo alzando las cejas. Él me mira con repentina tristeza en sus ojos azules, esos ojos que parecen los de un niño travieso.

—Se te va la olla, ¿sabes? –Le digo suavizando mi genio; no puedo enfadarme con él, es un maestro de la manipulación.

Entro en su coche y cierro la puerta del copiloto. Él también entra y lo pone en marcha.

—He estado pensando… ¿Cuándo es tu próximo día libre?

—El jueves –espeto en tono seco.

—Podría enseñarte Nápoles, si quieres. Hay unos cuantos rincones de ensueño.

Sonrío desganada.

—Para investigar Nápoles no necesito a nadie. Soy autosuficiente.

—¡Y no lo dudo! –Exclama divertido— Pero me gustaría ir contigo.

Mis señales de alerta se activan y me previenen; esta conversación está tomando un rumbo que no deseo.

—Mejor que no.

—¿Por qué? –Me pregunta sorprendido.

—No se me da bien estar con la gente mucho rato. Supongo que ya te habrás dado cuenta.

Él me mira y asiente.

—No te gusta que te toquen. ¿Por qué? –Me pregunta mientras se ladea para mirarme.

Me encojo de hombros. Ya sabía que esa pregunta tenía que salir tarde o temprano.

—Porque no me gusta.

A Iván se le escapa una sonora carcajada y devuelve la vista al frente.

—Pues has ido al peor lugar de la tierra. Los Italianos tenemos fama de sobones, lo hacemos sin mala intención, pero es una realidad que no podemos mantener las manos quietas.

Sonrío y niego lentamente con la cabeza.

—Pues de momento me estoy librando bastante bien de los sobones –le digo en tono de mofa.

Llegamos a la entrada del pub. Subimos los cuatro escalones que nos separan de la acera. Él me hace un gesto con la mano para que pase primero y así lo hago. A plena luz todo es mucho más grande. Observo los detalles dorados, una decoración barroca pero a la vez moderna. Además huele a limpio, inspiro profundamente y sonrío a Iván; me encanta este sitio.

Vamos a una de las salas reservadas. Iván abre una caja y empieza a sacar un montón de banderillas de colores, bolsas de confeti, cintas... Le sonrío mientras abro las bolsas. Con mucha organización empezamos a repartir las guirnaldas negras y doradas, escogidas con mucho gusto, por la habitación. Luego cogemos las banderillas multicolor, las anudamos en unos ganchos que salen del techo, dejando algo de holgura para que cuelguen hacia abajo.

Mientras tanto Iván me habla de las ideas que tiene para abrir un segundo pub si este le sale rentable. Hombres… siempre corren demasiado.

Seguidamente me muestra unos paquetitos negros. Abre uno y me enseña su contenido, son unas bolsas de cotillón, con antifaz, gafas de plástico a la última moda y una diadema luminosa de color rosa que brilla en la oscuridad. Me fijo en el confeti plateado con el número treinta y me centro en Iván; para ser un hombre ha pensado en todo.

Él se prueba una de las diademas y el antifaz delante de mí y me hace reír. Pone acento refinado y empieza a bailar enfatizando los gestos femeninos.

¡Jo! qué local más distinguido han abierto.

—¡Oh sí! ¿Y te has fijado en ese supercañón de la barra? Creo que se llama Iván.

—Pues sí. Me está poniendo cachonda, ¡vamos a hablar con él y le proponemos un trío.

—Siiii ese super bombón solo para las dos.

Luego se gira y abrazándose la espalda con los brazos hace ver que se está besando con alguna de esas chicas imaginarias.

La risa sale sola. Me lo estoy pasando bien con sus ocurrencias. ¿Quién lo diría? Pero eso no queda ahí. Iván prosigue en su fantasía y mis carcajadas resuenan en el local.

—¿Oh, chicas, pero qué hacéis? —Habla la voz masculina de Iván— Si yo solo tengo ojos para Ingrid.

Vuelvo a reír y le propino un cariñoso empujón mientras exclamo:

—¡No seas bobo! ¡A por ellas!

—Está bien, Ingrid. Pero solo porque tú me lo pides y no quieres disfrutar de este cuerpazo...

Se pasa la mano por el torso. Pero su diadema con antenitas y su antifaz vuelven a desatar mi risa.

—Realmente eres tonto –constato y vuelvo a reír.

—La ocasión bien lo merece. Además, me gusta tu sonrisa.

Le sonrío nuevamente con cariño. No sé por qué Iván me inspira cierta ternura. No recuerdo que me haya pasado nunca algo así y menos con un chico. Pero estar cerca de él es tan fácil como respirar. Nada de lo que hace o dice me molesta porque sé que me respeta.

Iván me deja frente a la puerta del bar. Me despido y acelero el paso para llegar cuanto antes. Los clientes, como de costumbre, vienen todos a la vez y María está desbordada.

En cuanto la miro, bajo su acalorada expresión de no dar a basto, aprecio una chispa de preocupación en sus ojos grises .

—¡María! Deje que la ayude –cojo la bandeja que sostiene y ella suspira.

—¡Oh cielo! ¿Ha ido bien? –me pregunta al verme aparecer tan predispuesta.

Asiento y me dirijo rápidamente hacia la mesa que espera su desayuno.

Atiendo todas los pedidos. Recojo los platos. Los lavo. Tacho los servicios que ya se han hecho… cuando todo empieza a recobrar la calma, María sigue contemplándome desde uno de los taburetes de la barra. Sé que está descansando y entonces el corazón me da un vuelco de lástima por haberla dejado sola.

—¿Ocurre algo, María? –le pregunto con tiento.

—Ven aquí, cariño.

Mi expresión se tensa. ¿Qué ha pasado? Aparto el taburete que está a su lado y me siento en él.

—A partir de ahora no puedes abandonar tu puesto de trabajo a menos que haya una excusa de fuerza mayor…

—Pero yo no me hubiera ido de no ser…

—¡Ya lo sé cariño! –Me interrumpe— No ha sido culpa tuya. De hecho a mí tampoco me pareció mal que te ausentaras, despejarte un poco también te viene bien…

—¿Entonces? –Le pregunto confusa.

—Hoy he recibido una advertencia desagradable. Dejémoslo ahí.

Mi rostro refleja la más amarga de las expresiones.

—¿Qué ha pasado, María? Creo que tengo derecho a saberlo.

Suspira y desvía la vista hacia sus dedos arrugados.

—Ha venido Marcello. Al no verte aquí se ha puesto muy nervioso. En cuanto le he dicho dónde habías ido… bueno, ha insistido en que no debes ausentarte del trabajo si no es por una buena excusa o él se encargará de denunciar a Iván por explotar al personal o algo así… no sé realmente lo que me ha dicho. Solo sé que a partir de ahora debemos andar con más cuidado. Me quedan dos telediarios en este negocio y no querría tener problemas con ningún miembro de la familia Lucci.

—Entiendo… —consigo decir. Pero la ira recorre mis venas a una velocidad vertiginosa, consciente de que si ahora me encuentro con él no sé lo que sería capaz de hacer.

«¿Quién se ha creído que es ese engreído para intentar manipularme de este modo? Claro, como es él quien me consiguió este trabajo ahora se cree con derecho a hacer lo que le venga en gana. ¡Es que lo sabía! Sabía que no debía fiarme de él. Lo peor de todo es que mi orgullo me dice que me despida y busque otra cosa, pero la idea de dejar a María y Antonio… ¡Mierda! Si es que soy muy débil. Maldita sea… no quiero estar en deuda con ese canalla. Ojalá pudiera…. ¡Uf! Me hierve la sangre cada vez que pienso en lo que ha hecho».

 


 

14

 

Monic espera a que su hijo baje de la habitación. Le observa atentamente mientras abre la nevera, se sirve un vaso de leche, le da un rápido beso en la mejilla y se sienta en el taburete de la isla junto a ella.

—¿Has dormido bien? —Pregunta en tono condescendiente.

—Muy bien —Marcello entorna la mirada tímidamente, no puede ocultarle nada a su madre, es demasiado astuta.

Monic alza una perfecta ceja perfilada y le coge el rostro sin compasión, lo ladea de derecha a izquierda y luego lo coloca frente a ella. Se acerca para estudiar sus ojos con atención.

—Ni se te ocurra engañarme —le advierte  en tono serio.

Ella le suelta el rostro y abre el diario que descansa doblado al medio sobre la mesa. De su interior extrae un sobre marrón.

—Hay algo que deberías saber —le dice entregándole el sobre abierto por un lado.

—¿Qué es esto?

Esto es en lo que te estás metiendo. ¡Vamos! Échale un vistazo, te aseguro que no tiene desperdicio...

Marcello suspira fuerte. Su madre le presiona sin dejar de mirarle mientras lo abre y revisa su contenido poco a poco.

Su boca se destensa. Lee los papeles sin comprender, observa las escalofriantes fotografías y luego vuelve a mirar el rosto impasible de su madre.

—¿Qué es todo esto? —Pregunta dominado por la confusión.

—Sigue mirando, tómate tu tiempo.

Marcello regresa a los papeles, les da la vuelta, vuelve a leer las palabras subrayadas en negrita sin dar crédito, hasta que al final, llega al nombre al que pertenece ese informe: Ingrid Montero Villa.

—¿Esto es... cierto?

—Me temo que sí —responde Monic con entereza—. Ahora que lo sabes, piensa bien lo que estás haciendo, aunque me temo que sería más prudente que no te metieras en esto. Alguien puede salir herido.

—Pero... Yo creí que... No sabía que él estaba en la cárcel por eso... me resulta tan... —Se sujeta la cabeza con desesperación mientras regresa a las fotografía, en todas aparece la misma niña, desnutrida y pálida, repleta de arañazos, moratones y cicatrices. Marcello no entiende por qué hay tanta sangre en su cuerpo. Es incapaz de comprender como un padre puede hacer eso a su propia hija— Esto no... –suspira—, no sé qué decir, me he quedado sin palabras.

—Ahora que lo sabes todo ¿qué vas a hacer?

—¿A qué te refieres?

—Supongo que vas a poner más distancia entre ambos —su madre le contempla desafiante.

—¿Por qué debería hacer eso? Ella es inocente. Además, prácticamente ni nos vemos.

—Eso no lo sé –su madre le contempla escéptica–. ¿Estás seguro, Marcello? ¿Seguro que no hay nada más entre vosotros?

—¡Claro! —Se levanta enérgicamente del taburete— ¡Por Dios, mamá, solo es una chica! No es para nada lo que piensas, te lo aseguro. Ni siquiera me atrae.

Traga saliva. Sabe que esas últimas palabras no son del todo ciertas, pero de algo está completamente seguro: Ingrid no es el tipo de mujer por el que podría llegar a perder la cabeza.

—Eso espero –sentencia Monic levantándose de su silla.

Con movimientos elegantes se aleja de la cocina un poco más tranquila, convencida de que esa información hará que su hijo tome la decisión correcta.

Una vez a solas, Marcello traga saliva. Se sienta y vuelve a mirar los documentos. Un escalofrío le atraviesa el cuerpo mientras estudia esas imágenes que ahora despejan muchas de sus dudas. El corazón se le encoge, siente que se ahoga, la pena le asalta haciéndole flaquear; jamás imaginó que Ingrid pudiera esconder tantos secretos.

CONTINUARÁ...