miprimita.com

El secreto del limoncello (4)

en Grandes Relatos

Nota de la autora: Esta entrega forma parte de una saga. Sus protagonistas crecen con cada capítulo y se van descubriendo parte de sus secretos. Las descripciones de los escenarios, tiendas y restaurantes son reales, en esta entrega descubrirás también una pequeña guía gastronímica de Nápoles.

 

 

 

 

 

 

15

Me desperezo. He pasado una noche terrible, con pesadillas. No me extraña, todavía no se me olvida lo que ha hecho el idiota de Marcello. De hecho creo que he estado toda la noche sin pegar ojo por su culpa.

Me miro en el espejo. Mi cansancio se evidencia por mis marcadas ojeras.

Me pongo el top compresor, la sudadera y mis vaqueros de siempre y salgo apresuradamente por la puerta.

He pensado todo lo que quiero decirle si me encuentro con él, no voy a consentir que intimide a María ni a nadie que esté cerca de mí. Estoy impaciente por dejar bien marcados los puntos sobre las íes. Que me amenace a mí es una cosa, ¿pero a María? ¡Eso sí que no! Una mujer mayor y buena como ella es intocable.

Me pongo el delantal y empiezo a trabajar con el ceño fruncido. Coloco los vasos del lavaplatos, muelo el café, limpio la barra, retiro el polvo a las botellas de licor de la estantería…

El tintineo de las campanitas me hace dar un respingo. Miro ansiosa hacia la puerta y ahí está él.

La sangre parece hervir bajo la superficie de mi piel tiñéndome de rojo.

Él entra distraído. Ni siquiera me mira mientras se acomoda en la misma mesa de siempre.

«Por fin da la cara, después de tanto tiempo. Confieso que estaba impaciente por encontrármelo».

Tiro el trapo bruscamente sobre la barra y me acerco a su mesa. Sin pedir su permiso o aprobación me siento en el banco tapizado que hay frente a él.

—Buenos días Ingrid –me dice con media sonrisa burlona.

—¿Estás contento?

Él alza una ceja sin dejar de sonreír.

—Pues sí. Gracias por preguntar.

                Ahora me imagino que soy un dragón que resopla humo por sus fosas nasales. Estoy tan furiosa que no sé cómo disimularlo.

                —Cuándo aprenderás que no quiero que nadie controle mi vida, lo que hago o dejo de hacer no es asunto tuyo –le digo con toda la tranquilidad de la que soy capaz.

                Marcello me mira ligeramente sorprendido, sonríe y expira con fuerza.

                —Pensé que hoy estarías mucho más enfadada conmigo. Me alivia ver que pese a todo, mantienes las formas. Sé lo difícil que te resulta hacer eso.

                Me quedo absorta, con la boca entreabierta por el desconcierto. Cierro los ojos con fuerza para recuperarme, luego los vuelvo a abrir, le miro atentamente y me templo.

                —He pensado en buscar trabajo en otro lugar—digo sin mucho interés—, de conseguir algo por mí misma para no sentirme en deuda contigo, para que no te creas con derecho a… —la voz se me apaga. Alzo la vista y vuelvo a encontrarme con su mirada desigual, mantiene la calma pero sé que está crispado.

                —¿Y bien? –Ruge como si estuviera enfadado.

                —No soy capaz de abandonarlos ahora, me he implicado demasiado y siento que les traicionaría si hiciera algo así.

                —Mejor –dice con rotundidad y parece relajarse un poco—. De todas formas, cambiar de trabajo no solucionaría nada. El pueblo entero me debe lealtad.

                Este hombre es imposible. Quería decirle muchas cosas, pero estoy agotada de enzarzarme en discusiones absurdas con él. No sirve de nada.

                —Y una vez aclarado esto, ¿qué te parece si me pones un café y conversamos un rato?

                —Ya te lo he dicho, no tenemos nada de qué hablar, y sabiendo cómo pueden acabar nuestras conversaciones, todavía menos.

                Eso le hace sonreír. Cruza las manos por encima de la mesa y se incorpora un poco sobre esta.

                —Tienes toda la razón, pero... –se encoge de hombros– será que me gusta el riesgo.

                —Pues a mí no, ya me estoy cansado de esto, no te soporto.

                Su rostro se contrae.

                —Ingrid, por favor, relájate por una vez. Solo es una conversación, no hay nada indecoroso en eso, ni siquiera dobles intenciones.

                Suspiro con resignación.  

                Sin decir nada, me levanto, preparo un café y vuelvo a la mesa donde Marcello sigue observándome con diversión explícita en su rostro anguloso.

—Te has puesto algo acalorada cuando he mencionado que no tenía dobles intenciones…

Frunzo el ceño y le miro extrañada.

—Será por la rabia que tu presencia me provoca.

Sonríe.

—No, ¡qué va! No es eso –me mira con curiosidad– Tengo una pregunta que lleva un tiempo rondándome por la cabeza –continúa disolviendo el azúcar en su café– ¿Cuántas relaciones has tenido?

«¡¿Cómo?! ¿Me está preguntando por mis relaciones? Realmente su descaro no conoce fronteras».

—Eso forma parte de mi vida privada –Le recuerdo en tono severo.

Él me mira divertido. A juzgar por la chispa burlona de sus ojos se lo está pasando en grande a mi costa.

—Está bien. Vamos a jugar a un juego…

Le dedico una mirada desconfiada. Él sonríe de forma tranquilizadora y continúa:

—Yo te hago una pregunta, me la respondes, y luego tú me preguntas algo a mí y te responderé también de la forma más sincera que pueda. Pero tenemos derecho a vetar una pregunta si nos incomoda demasiado. Pero solo una, —Me advierte— ¿Qué me dices, Ingrid? ¿Aceptas jugar conmigo? –Su sonrisa burlona ahora me resulta desconcertante.

¿Cómo hace para que siempre parezca que sus palabras encierran un doble sentido?

Finalmente acepto el desafío, porque para qué negarlo, yo también tengo ganas de que me aclare unas cuantas cosas.

—Las damas primero –gira la cabeza enfatizando el gesto de caballerosidad infinita que le caracteriza.

Cojo aire.

Busco la pregunta apropiada, es la primera, así que no tengo por qué ir al grano directamente, puedo dar un leve rodeo para aumentar su confianza y luego... Aunque, ¿Qué clase de pregunta tiene él preparada para mí? ¡Oh Dios, seguro que me pregunta por qué rehúyo el contacto! ¿Qué le digo? Bueno, puedo negarme a contestar una pregunta…

—Ingrid, estoy esperando. No tenemos mucho tiempo.

Reacciono y despego la vista de la mesa para observarle con atención:

Pelo revuelto color castaño, cejas pobladas y expresivas, pestañas larguísimas que enmarcan un ojo verde claro y otro azul ceniza. Nariz recta algo larga hacia abajo, labios sensuales y definidos, barba incipiente, pómulos marcados y mentón anguloso. También percibo un pequeño hoyuelo en su mejilla izquierda cada vez que sonríe. Lo cierto es que es bastante guapo.

Cierro los ojos e intento concentrarme. Estoy algo acalorada después de haber estado estudiando su rostro en silencio. Por fin viene a mi mente una pregunta, tal vez no sea la mejor que puedo hacerle, pero ahí va:

—¿A qué te dedicas exactamente?

Él parece complacido con mi pregunta. Se acomoda en su asiento y mira distraído el poso del café que ha quedado en su taza.

—Yo no tengo un trabajo independiente, Ingrid. Trabajo conjuntamente con mi familia. La verdad es que movemos varias teclas –suspira—. Mi padre tiene una extensa participación activa en varias empresas por toda Italia. Para que te hagas a la idea, jugamos con el dinero, lo invertimos, realizamos préstamos, cosas así... somos como un gran banco con unos valores sólidos y afianzados distintos a los de cualquier otro organismo. Y yo en particular estoy a cargo de unos cuantos locales y zonas. Todos los miembros de mi familia tienen un papel asignado, somos como los engranajes de un mecanismo: cada uno de nosotros tiene su función y sin la del otro, no puedes realizar la tuya.

Alza la vista y recompongo mi expresión de asombro; no me he enterado de mucho, la verdad.

—Me toca –dice y su rostro cambia por completo, parece animado de repente.

—Háblame de tu familia.

Le miro sorprendida, en la primera pregunta ya ha tocado una fibra sensible, pero algo puedo decirle al respecto…

—¿Qué quieres saber exactamente?

—Cosas sobre tus padres, si tienes hermanos…

Arrugo la frente y suspiro mientras me obligo a coger fuerzas y aguantar, porque tampoco es tan grave, es una pregunta que puedo responder con facilidad si paso por alto algunos detalles.

—Mi madre murió cuando yo tenía nueve años –empiezo desviando la mirada de sus insistentes ojos—. No la recuerdo bien, solo sé que ha pasado toda su vida enferma, postrada en una cama. El único recuerdo agradable que guardo de ella, es que me enseñara a hablar italiano. Nociones básicas que luego de mayor, quise ampliar por mi cuenta en una academia. Respecto a mi padre –Intento contener una mueca de disgusto—, mi padre está en la cárcel –decido terminar ahí mi explicación, no ha costado tanto decirlo—. Y no, no tengo hermanos.

Él se muestra complacido con mi respuesta. Lo que más me alarma es que no se sorprende, entonces intuyo que posiblemente esa información ya la tenía y estaba poniendo a prueba mi sinceridad.

—Tú ya sabías lo de mi familia, ¿no?

Traga saliva y esconde su expresión de mí.

—Sí, Ingrid, yo ya conocía la respuesta.

Su franqueza me eriza el vello.

—¿Lo sabes todo? —Mi corazón late con fuerza, siento miedo y vergüenza de que no pueda tener secretos para él.

—Sí.

—¿Qué más información tienes sobre mí?

Él se encoge de hombros.

—No tienes más familia. Cuando tu madre murió y encarcelaron a tu padre te llevaron a un orfanato y ahí estuviste hasta la adolescencia. Fuiste a la universidad a estudiar económicas, has tenido varios empleos temporales, el último fue como administrativa hasta que una reducción de plantilla suprimió tu plaza. Luego heredaste la casa y… aquí estás –dice con una sonrisa.

Todavía estoy en estado de shock. Debería estar tremendamente enfadada por hurgar así en aspectos tan personales. Por otra parte, él ya me había dicho que se había documentado sobre mí desde que puse un pie en Nápoles, al parecer es algo que hacen con todo el mundo. Me viene a la mente el recuerdo de la moto; que no enseñara el rostro, les condujo a perseguirme por media ciudad hasta detenerme.

Deben tenerlo todo bajo control: quién entra, quién sale, cuándo y por qué.

—¿Por qué tenéis a todo el mundo vigilado y estudiado? ¿De qué tenéis miedo?

—Es mi turno –me recuerda y me dedica una de esas sonrisas de medio lado.

—¿Cuántas relaciones has tenido?

No puedo evitar sonrojarme. Este es un tema demasiado delicado para mí.

—¿A qué te refieres con relación? –pregunto con expresión sombría— ¿Parejas?

Asiente divertido. Quiero pensar que su pregunta se refiere a eso y no a las relaciones sexuales. Como siempre, capto pequeñas dosis de humor negro en sus reacciones que me ponen nerviosa.

—Solo he tenido una: Lucas –aclaro y al pronunciar su nombre siento como si una llama de fuego despellejara mi garganta por dentro. Me pongo repentinamente triste y él lo advierte.

—¿Qué pasó? –Me pregunta, ahora la nota de humor se ha esfumado rápidamente de su rostro. Está muy serio, incluso parece preocupado.

—Es mi turno –digo para cambiar de tema.

—Ha sido una respuesta muy corta, creo que al menos me debes una explicación.

Suspiro otra vez y miro a mi alrededor. La gente está empezando a entrar y yo debo ponerme a trabajar.

—Solo dos minutos más y paramos. Por favor…

Vuelvo a centrarme en él.

—Estuvimos solo unos meses. Lo nuestro terminó porque él encontró una persona mejor con la que compartir su vida. Fin de la historia –digo rápidamente y me dispongo a levantarme, pero él me lo impide colocándome una mano sobre el brazo. Le miro asustada tras lo que acaba de hacer y lo retiro rápidamente de su alcance. Solo me ha tocado la manga del jersey, pero me han entrado escalofríos igualmente.

—Te toca. Dejo que me preguntes lo que quieras y te dejo ir. Lo prometo.

Su voz suena contundente y firme. Hago un último esfuerzo y vuelvo a sentarme. Ahora estoy nerviosa, y tengo la sensación de que mi próxima pregunta no estará a la altura de sus expectativas, ni de las mías tampoco.

—¿Quiénes son esos hombres que te acompañan a veces? Una vez me dijiste que no son amigos.

—Y no lo son. Trabajan para mi familia, son guardaespaldas.

Le miro atónita.

—¿Por qué los necesitas?

Él sonríe y se levanta.

—Se ha acabado el tiempo, el próximo día empiezo yo.

—¡Espera! –Le increpo y me incorporo también— Me debes una respuesta más larga.

Sus ojo parecen reírse de mis ansias por saber, en esta ocasión decide complacerme.

—Forma parte de mi mundo, mi familia y yo estamos constantemente expuestos al peligro o las amenazas. De ahí que estudiemos detenidamente cada una de las personas que viven en nuestra ciudad. La vida nos ha enseñado que no podemos fiarnos de nadie.

Marcello coge su diario de la mesa y deposita junto a su taza un billete de veinte euros.

—El café vale solo un euro veinte –le digo antes de que abandone la mesa.

—El resto por las molestias.

Me guiña un ojo y sale del establecimiento sin mirar atrás. Yo lo sigo con la mirada hasta que desaparece de mi campo visual. La verdad es que me tiene completamente fascinada, aunque intento ocultarlo con todas mis fuerzas.

El resto del día acontece sin sobresaltos.

Me voy a la cama y no dejo de pensaren él. Sus ojos inquietos me escrutan con atención mientras hablo. Siento vergüenza, pero lo que en realidad me pone así no es tener que hablar de mi pasado, es estar cerca de alguien como él.

Lucas también tenía su encanto. Bueno, al menos a mí me lo parecía. Recuerdo uno de nuestros momentos felices. Tal vez el único:

Estoy en la habitación, tumbada en la cama junto a él. He conseguido superar parte de mis miedos y ya tolero mejor la proximidad, no me ha quedado otra y hago este esfuerzo únicamente por intentar complacerle; quiero que las cosas entre nosotros marchen bien. Por primera vez me siento relativamente normal. Me acaricia el antebrazo de arriba abajo con un dedo índice, aprieto los labios, cierro los ojos y contengo la respiración. No acabo de relajarme del todo, lo he intentado, pero ese fugaz cosquilleo abrasa mi piel. Con disimulo, retiro el brazo de su alcance y me doy la vuelta para intentar dormir. Lejos de reprocharme algo, Lucas suspira y me arropa con las mantas; su gesto me reconforta.

 

Me tapo con la sábana hasta la barbilla; odio recordar ese tipo de cosas, me hacen daño.

Cierro los ojos y me obligo a dormir. Pero como no puede ser de otra manera, esta es una noche inquieta: me muevo, sudo, me sobresalto y me levanto constantemente con el corazón en un puño. De repente siento náuseas, corro hacia el baño y abrazo la taza mientras deshecho lo último que he ingerido.

No siempre consigo mantener los recuerdos a raya, a veces se reviven en mis sueños y resultan imposibles de controlar.

Para despejarme, abro la ducha y me meto bajo el agua rápidamente. No sé qué me pasa, pero tengo miedo, un miedo atroz e injustificado. Siento miedo del pasado, dolor por haber tenido que separarme de Lucas cuando estaba poniendo todo de mi parte, aunque por desgracia no fue suficiente, y sobre todo, siento un profundo rechazo hacia mí misma.

Me pongo la primera ropa que encuentro en mi armario, ni siquiera me molesto en ver si está sucia o limpia, y salgo corriendo hacia el trabajo.

María está en la cocina con Antonio, así que permanezco en la barra mientras espero a que lleguen los primeros clientes. Para pasar el rato cojo el diario e intento leer los titulares.

Escucho el leve tintineo de campanitas que precede la entrada de Marcello y no sé por qué, sonrío como una niña estúpida tras su llegada. Rápidamente recompongo mi expresión pero ya es demasiado tarde, él se ha dado cuenta de mi entusiasmo infantil. Reconozco que me hace ilusión hablar con alguien, y que él venga cada día al bar con ese objetivo, me hace sonreír.

—Buenos días –me dedica una sonrisa cómplice y se dirige a su mesa sin dejar de mirarme.

Me pongo algo nerviosa. Hago rápidamente un café y se lo llevo.

—¿Por qué no te haces uno para ti? –me pregunta extrañado de que nunca tome nada.

—¿Eso cuenta como tu primera pregunta de hoy?

Ríe y se yergue en su asiento de manera divertida.

—Al final te ha gustado el juego, ¿eh? –siento como si la cara me ardiera de forma incontrolable— No te preocupes —responde advirtiendo mi incomodidad—, a mí me encanta, y te confieso que he pasado la noche pensando en las preguntas que hoy te haría.

Me quedo perpleja observándole con atención. Hoy lleva una camisa blanca con los dos primeros botones desabrochados y unos vaqueros azules, donde destaca la hebilla plateada de un cinturón de marca. Además tiene algo de color en las mejillas, parece que ayer tomó el sol y a diferencia de mí, le ha sentado divinamente. De repente me siento intimidada, no por quién es, sino por cómo es, no me había dado cuenta hasta ahora que era muy atractivo, y ver que esta noche ha pensado en mí, aunque solo sea para hacerme preguntas que de seguro serán incómodas, me da un vuelco el corazón.

Pero soy muy consciente de que no debo dejar que nuestros momentos me importen demasiado, seguramente acabarán en cuanto la chispa de la curiosidad se desvanezca. Así que esto tiene los días contados, pero no por eso voy a desanimarme, puedo seguir disfrutando de esta experiencia hasta que termine.

Asiento mentalmente y le miro a los ojos una vez más.

«¡Mierda! No ha dejado de observarme. ¡Qué vergüenza…! Con estas pausas no hago más que remarcar mis rarezas».

—¿En qué piensas? –Me increpa con curiosidad segundos más tarde— Y esa sí es mi primera pregunta —aclara, divertido.

Sonríe amigablemente y espera a que cambie mi cara de espanto y le responda.

—Pues que yo también he estado pensando en ti… —cierro los ojos con fuerza y los vuelvo a abrir con desesperación— Quiero decir… en las preguntas que te iba a hacer.

Intento arreglarlo pero es demasiado tarde. Sus ojos abiertos como platos tienen un brillo oscuro, morboso y divertido a la vez. Vuelvo a sonrojarme y me tapo la cara con ambas manos; me muero de vergüenza.

—No debes ruborizarte, te aseguro que hay más gente aquí que piensa en mí, y no creo que sea para bien.

Le miro sorprendida e intimidada a la vez.

Consigo recomponerme no sé cómo, y vuelvo a tocar con los pies en la tierra.

—Ahora me toca a mí.

—Adelante –me anima.

—Ayer me preguntaste por mis relaciones…

Él levanta una mano para interrumpir mi discurso al percatarse a dónde quiero llegar.

—Antes de que continúes por ahí, y si no te parece mal, me queda un poco para abandonar el tema que iniciamos ayer respecto a las tuyas.

Me encojo de hombros.

—Solo he estado con Lucas, no sé qué más quieres saber –espeto a la defensiva.

Me dedica una de esas sonrisas de medio lado como diciendo: “todavía no he terminado contigo” y en ese momento pienso que queda muy poco para que vuelva a cerrarme de nuevo, aunque él omite ese detalle.

—Me dijiste que Lucas encontró a otra chica y por eso acabó lo vuestro… —empieza con cuidado.

—Sí –confirmo sin darle importancia— ¿Dónde quieres llegar?

Sonríe e inspira aire para acabar de preguntarme lo que sea que ronda ahora mismo por su cabeza.

—¿Has vuelto a hablar con él desde entonces?

                Niego con la cabeza sin saber por qué tiene tanta curiosidad sobre este tema.

                —¿Crees que ha intentado localizarte para pedirte perdón o…?

                —Lo dudo. No es su estilo –zanjo.

                —Pero dime, ¿te gustaría que así fuera? ¿Volverías con él si se disculpara y te propusiera regresar a casa?

                —¿Por qué me haces todas esas preguntas? Me estás asustando, ¿hay algo que deba saber?

                Marcello se ríe y asciende las manos remarcando su inocencia. No sé por qué tengo la sensación de que me oculta algo. ¿Es que Lucas ha descubierto que estoy en Nápoles y se ha replanteado venir a buscarme? ¡Es imposible! Él jamás haría algo así, le conozco bien.

                —Solo intento averiguar lo que aún sientes por él, si es algo que tiene o no solución –me aclara pausadamente.

                —Jamás podría estar con una persona que ha destruido toda la ilusión que sentía por él. Ya no sería lo mismo. Cuando algo se rompe no se puede volver a reconstruir, por mucho que unas los fragmentos con pegamento siempre quedan las grietas. Ya es frágil, cualquier pequeño golpe puede volver a romperlo de nuevo. Siento cierto cariño hacia él y nostalgia por las situaciones vividas, pero eso no basta. No soy de las que dan segundas oportunidades, no por nada, sino porque no puedo fingir, hacer ver que no ha pasado nada y seguir adelante, para mí es imposible. Cuando algo se pierde, perdido está y no hay vuelta atrás.

                —Me gustaría poder decir que eres una persona demasiado tajante, tal vez exigente y extremista. Pero lo cierto es que te entiendo perfectamente porque en ese aspecto, veo las cosas igual que tú.

                Tengo la necesidad de volver al tema y aclarar unos cuantos puntos y lo hago. Él me escucha con mucha atención, metiéndose en mi cabeza y bajo mi piel, tengo la sensación de que me entiende y eso me reconforta y me anima a sincerarme con él.

                —Verás, yo no soy una persona muy abierta, de hecho me cuesta bastante conectar con la gente, ya te habrás dado cuenta.  Cuando conocí a Lucas y empezamos a salir… bueno, para mí fue una novedad. Puse toda la carne en el asador por primera vez en mi vida, me impliqué al máximo e intenté por todos los medios que lo nuestro durara para siempre. De todas las personas que he conocido en mi vida, únicamente confié en él. No sé por qué, —me encojo de hombros— supongo que tenía algo –su expresión tras mis palabras es insondable—. Pero me equivoqué. Bueno, en realidad me dejé engañar tontamente. Siempre supe que me escondía algo, pero me negaba a creer lo que decía mi intuición hasta que ya todo se fue al traste. Tomar la decisión de alejarme de todo aquello y venir aquí, ha sido lo mejor que he hecho en toda mi vida.  Tal y como se había puesto todo era quedarme y morir, o irme y seguir viviendo.

                Su semblante serio se suaviza. Me mira prestándome una atención desmedida, parece impresionado, incluso admirado tras escuchar mi breve historia. Yo frunzo el ceño por lo extraño que me resulta verle así. Pero enseguida me recompongo y decido retomar el juego.             

                —¿Cuántas parejas has tenido?

                Marcello ríe suavizando su expresión.

                —Ninguna. Lo mío es aún más frustrante. Al menos tú conociste a alguien por quién apostar, aunque te equivocaras.

                —¿Ninguna?

                —Sé lo que estás pensando. "Treinta años y no ha tenido a nadie". Visto así, suena enfermizo… —Marcello vuelve a reír de mi expresión incrédula. Pero no es para menos, es tan guapo… no me creo que ninguna se haya ganado aún su corazón. Recuerdo por un momento a las chicas del pub y vuelvo a mirarle sin entender nada—. No te confundas —continua con una sonrisa pícara—, he tenido otro tipo de relaciones, es solo que nunca me he atado formalmente a ninguna de esas chicas. Supongo que al igual que tú, quiero asegurarme de que no me equivoco, yo no podría soportar una ruptura, no llevo nada bien las decepciones. Creo que por eso soy tan exigente e inconformista y eso no deja de ser un pez que se muerde la cola. Con esta actitud tan cerrada posiblemente no conoceré nunca a nadie de verdad.

                —Creo que tú lo tienes aún más fácil, no sé por qué no has encontrado a alguien aún.

                —¿A qué te refieres?

                —Te mueves siempre en cierto círculo de amistades. Todas las personas a las que conoces son más o menos semejantes a ti: mismos ideales, misma forma de pensar, mismas metas… es más o menos como la realeza. Ellos no se relacionan con gente normal y corriente por lo que lo tienen más fácil para encontrar la pareja ideal y definitiva, acorde con sus exigencias.

                —¿Eso piensas? –Pregunta en tono de mofa.

                Asiento un par de veces sin dudarlo.

                —Pues creo que te equivocas. Precisamente por eso, relacionándome siempre con la misma gente sé de qué pie cojea cada uno, no hay nadie nuevo y diferente que reclame mínimamente mi atención y es más, preferiría morir solo antes de verme en la obligación de emparejarme con alguna de las mujeres solteras que conozco. Como ves, no tengo mucho margen para elegir.

                —Visto así… —acepto no muy convencida.

                —Visto así me auguro un futuro muy, pero que muy, negro –ríe.

                —¿Has pensado salir de Nápoles y conocer a alguien que no se intimide por ser quién eres?

                Vuelve a dedicarme esa media sonrisa suya, ya tan habitual, por un fugaz segundo siento que me derrito como un cubito de hielo al sol.

                —He pensado salir de aquí con más frecuencia de la que debería, pero no es tan sencillo. Un simple viaje fuera de Italia debe ser organizado con meses de antelación, llevando a decenas de guardaespaldas, estudiando a fondo cada lugar… mucha gente está esperando una oportunidad así para borrar a uno de nosotros del mapa.

                —¿Bromeas?

                —Con estos temas no suelo hacerlo –vuelve a su café de forma distraída—. Hay otros clanes pisándonos los talones desde hace años. Esperando el menor signo o indicio de debilidad para atacar y hacerse con nuestro patrimonio.

                Arqueo las cejas sorprendida, esperando fervientemente a que proceda. Nunca le había visto tan predispuesto a hablar. No quiero hacer o decir nada que altere esa insólita circunstancia. Pero no puedo evitar pensar, que quizás está hablando demasiado sin darse cuenta.

                —Es lo que tiene esta forma de vida, todos somos extremadamente territoriales, cuando nos movemos de lugar somos vigilados, cuando salimos del país somos más vulnerables porque no disponemos del respaldo de nuestros familiares, por lo que evitamos movernos mucho si no es estrictamente necesario.

                —¿Cuántas ma…? –me obligo a reformular la pregunta— ¿Cuántos clanes como el tuyo hay en Italia?

                —Puedes hablar con propiedad; Mafias. Es lo que ibas a decir y es lo que somos, no hay por qué ocultarlo. Ahora mimo somos unas ocho familias en toda Italia, todas relacionadas. Una en reino unido, cuatro en sud África y tres en los estados unidos. Todas actuamos  en poblaciones pequeñas pero abarcamos un gran territorio. En el resto de países prácticamente se han extinguido. Los vicios, los excesos o simplemente el querer abarcar demasiado y no pasar desapercibidos han dado lugar a ello. Aquí, en Italia, es donde conviven más porque nos tenemos fingido respeto entre nosotras. En ocasiones puntuales nos ayudamos y por eso nos va bien. Sabemos convivir sin involucrarnos ni invadir otros espacios.

                —Tengo entendido que las mafias se dedicaban a asuntos de drogas y armas…

                —Ese es un error muy común. No todas nos dedicamos a eso. Las que te he nombrado son los clanes de toda la vida, los que pasan de generación en generación. En ocasiones sí manejamos armas y demás, pero en realidad ofrecemos más ayuda al pueblo que otra cosa. Ya te lo he dicho, actuamos como un gran banco, cualquier problema o dificultad podemos solventarla a cambio de una importante suma. Es un mundo bastante amplio que no se dedica a una cosa concreta y que actúa al límite de la ley. Desde el juego hasta el alcohol… cada uno sobrevive a su manera y da prioridad a unas cosas por encima de las otras, pero ante todo, tenemos cierto valor humano. No somos como estas nuevas mafias que surgen de la nada y trafican con personas, propiedades, cosas robadas, falsificaciones, drogas... Esas son las que no pueden resistir el paso del tiempo, mueren sin más en cuanto se desvela su paradero.

                —Creo que no alcanzo a ver la diferencia. ¿Qué significa eso de que actuáis al límite de la ley? Lo que hacéis es ilegal y está censurado, ¿no?

                —A ver, —Coge aire y vuelve a centrar sus ojos en mí— está pactado así. En nuestro caso ofrecemos ciertos servicios a los ciudadanos, la comodidad de que puedan dormir tranquilamente en sus casas sin que nada ni nadie altere su paz, ofrecemos seguridad y ayudamos económicamente a aquellos que precisan nuestra ayuda y otros medios o instituciones no pueden.

                »La gente lo sabe, conoce nuestra labor desde siempre y la asume. La policía también nos conoce. No nos ocultamos, es más, muchas veces colaboramos con la policía, podemos llegar más lejos y estamos más preparados.

                —¿Puedes ponerme un ejemplo?

                Marcello hace una larga pausa.

                —Hace unos años hubo una serie de asesinatos en los alrededores de Nápoles. Las víctimas eran niñas jóvenes que desaparecían y las encontraban muertas a los pocos días. La policía no conseguía reunir pruebas o pistas que le condujeran hacia el asesino, por eso todo se estaba desmoronando: no tenían credibilidad, la gente se desesperaba y el ambiente de crispación propiciaba que muchos empezaran a tomarse la justicia por su mano. El caso se convirtió en un asunto político, por lo que altos mandos del gobierno hablaron con nosotros. En cuestión de semanas dimos caza al asesino y lo postramos ante la policía. Dejamos que ellos desvelaran el asunto a los medios de comunicación y se colgaran todas las medallas, a cambio, harían la vista gorda con nosotros. Desde entonces hemos colaborado activamente con la policía, como he dicho, actuamos al límite de la ley y podemos llegar a dónde ellos no pueden. No tienen nada contra nosotros y aunque saben que no todo lo que nos rodea es cien por cien trasparente, no es algo que llame tanto la atención como para ser sancionados. Solemos ser muy discretos en nuestros negocios.

                Me mira de soslayo, esperando que añada algo a lo que acaba de decir, pero simplemente estoy en blanco.

                —No espero que comprendas todo esto en un día, posiblemente lo que te cuento no te convence y lo entiendo. No has crecido entre nosotros, no has mamado nuestra cultura y por muy abierta de mente que seas, no imaginas el gran alcance que tiene nuestra familia, tanto en Italia como en otros países. Para el resto de Europa el significado de la mafia real prácticamente es inexistente. Solo se oyen el daño que hacen las mafias nocivas, esas que te he mencionado antes, son las únicas que salen semanalmente en los titulares, así que supongo, que es normal que nos metas a todas en el mismo saco, aunque no tengamos nada que ver.

                —Puede que no alcance a comprender la diferencia entre una mafia nociva y no, pero sé que tú no eres malo.

                Sonríe por lo bajo.

                —¿Eso ha sido un cumplido? –Pregunta divertido. Me relajo, sonrío y me encojo de hombros— En tal caso yo tengo otro para ti; retomando el inicio de nuestra conversación, voy a rectificar a tu pregunta anterior con un no. No he pensado en salir de Nápoles para conocer a alguien que no se intimide por quién soy, he descubierto que aquí mismo, hay gente así, lo cual me resulta fascinante.

                El calor se hace evidente en mis mejillas y no sé qué contestar al respecto. Ya apenas me acordaba de esa pregunta que había quedado contestada a medias.

                —Y ahora, debo irme.

Se levanta de la mesa bajo mi mirada absorta. Deja en ella veinte euros y me dedica un movimiento de cabeza para despedirse. Pienso en todo lo que acababa de decirme. Su sinceridad ha sido abrumadora. Es inevitable pensar que tras esta confesión, puedo confiar un poquito más en él.

 

               


 

16

Aparco la moto cerca del bar y como cada día entro canturreando antes de colgar la chaqueta en el perchero de la entrada. Pero esa mañana, a diferencia de las otras, no he sido la primera en llegar. En la barra, junto a María se encuentra Marcello, que luce un polo azul claro Ralph Lauren y unos vaqueros desgastados del mismo color. Tras pasar la mano por su lacio cabello castaño, me mira de arriba abajo. No puedo evitar bajarme aún más la sudadera negra para tapar cualquier parte de mi cuerpo expuesta a su escrutinio.

—¡Ingrid, acércate cariño!

Camino vacilante hacia ellos. Me observan de una forma extraña, como si hubieran estado cuchicheando algo antes de mi llegada.

—¿Qué ocurre?

—Hemos cambiado tu día libre. Será hoy en lugar del jueves.

—¿Por qué? –Preciso saber.

—Todavía no has visto Nápoles. Nos parece del todo inadmisible.

Sonrío a María y a Marcello al mismo tiempo.

—¿Qué dices? ¿Nos vamos? –Me anima levantándose de un salto del taburete.

No sé cómo reaccionar. Mi cuerpo está tenso y mi corazón late con fuerza por la emoción de la sorpresa. Asiento enérgicamente y salgo del bar con una radiante sonrisa dibujada en el rostro.

Espero a que me abra la puerta del último modelo de Alfa Romeo en color negro que posee, y entro. Me coloco el cinturón de seguridad mientras él da la vuelta al coche. Nada más sentarse, baja los cristales de las ventanillas delanteras, inspiro profundamente el efluvio que proviene del exterior y cierro los ojos.  Es un aroma fresco, como a tierra húmeda; me encanta.

Él sonríe tras percibir la emoción palpable que me asalta por dar una simple vuelta en coche.

Llegamos a un terreno repleto de baches y Marcello aparca el coche en un vado cercano.

Me acompaña hacia las puertas de lo que parece un castillo enorme. Una fortaleza de piedra medieval.

—Este castillo defiende la entrada de la bahía desde hace cientos de años —me explica señalando hacia el enorme muro exterior.

Me sitúo en frente de unas puertas inmensas, el ancho mar está a mi espalda y una ciudad desconocida frente mí. Vuelvo a sonreír, sintiéndome emocionada por ver aquello que me espera tras del muro.

—Ahora vamos entrar en lo que es el centro económico de la ciudad. Las tiendas, las tabernas… ¿Te gusta el vino? Nápoles está arraigada a una importante tradición vinícola. Las uvas tienen un gusto diferente aquí porque las viñas crecen en tierra volcánica.

Me conduce por calles adoquinadas, rústicas y encantadoras. Lo que más me gusta es como respeta mi espacio para no incomodarme. No osa tocarme, aunque sí está lo bastante cerca de mí para hacer evidente que estamos juntos.

Paramos frente a una taberna donde las mesas son viejos barriles de vino barnizados. El turismo sí parece campar a sus anchar por este lugar tan lleno de color, de vida…

El joven camarero tropieza en la entrada y se esfuma rápidamente tras divisar a Marcello. Enseguida reaparece junto a un hombre mayor que camina hacia nosotros y abraza efusivamente a mi acompañante.

—Hace mucho que no vienes por aquí, ¿Qué ha sido de ti, amigo mío?

—He estado muy ocupado últimamente. Me encantaría charlar contigo pero estamos de paso,  solo hemos venido a catar tu excepcional vino. Estoy presentándole a Ingrid nuestra ciudad y me he visto obligado a parar aquí para que su paladar pueda constatar todo cuanto le he contado.

—Eso es cierto –aprueba el hombre mirándome amigablemente—. Aquí está el mejor vino de toda Italia.

—¡Corre Paulo! ¡Trae dos copas inmediatamente!

El joven sale corriendo y se pierde entre el gentío.

—Es todo un placer conocerla señorita –sostiene delicadamente mi mano tensa. Mi respiración se paraliza tras su contacto pero no la retiro, aguanto mientras me la besa delicadamente— Me llamo Lucca.

Asiento y retiro bruscamente la mano para colocarla entre las rodillas.

—Encantada de conocerle, Lucca.

Marcello me contempla entrecerrando los ojos.

El chico al que llaman Paulo regresa con una bandeja en la mano, sobre esta dos copas y una botella. Coloca la bandeja sobre la mesa y exhibe la botella frente a Marcello, esperando que este dé su aprobación. Él se limita a asentir y el chico la descorcha frente a nosotros, la cubre con una servilleta de tela blanca y aboca poco a poco el vino tinto en nuestras copas.  

—Pues aquí está nuestro mejor vino. Espero que sea de su agrado —mira a Marcello y le toca el hombro con cariño—. Les dejo solos chicos. Cualquier cosa no duden en llamarme.

Lucca se marcha junto al muchacho joven, yo me centro en Marcello e involuntariamente estallo en carcajadas.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Me parece tan medieval eso de besar la mano… pensé que ese gesto ya estaba totalmente pasado de moda.

Marcello me contempla con incredulidad. No se ríe.

—Si nos hubiésemos conocido en circunstancias normales yo también hubiese besado tu mano. ¿Me lo hubieses permitido?

Me revuelvo inquieta en la silla.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, Lucca te ha tocado y no has montado ningún numerito.

—Ya... –reconozco desviando la mirada–, ha sido complicado para mí, no te creas. Pero contigo no hubiese hecho falta retirar la mano, no habrías hecho algo así en la vida, sabes que ese gesto está fuera de lugar en los tiempos que corren.

Se encoje de hombros.

—Ya te dije que aquí somos muy arraigados a las tradiciones.

—Entonces el mito debe ser cierto…

—¿Qué mito?

—Todo lo que dicen de los italianos, su galantería y demás…

Marcello ríe y niega varias veces con la cabeza.

—Hay de todo como en todas partes. Por cierto, tienes una habilidad especial para eludir los temas que no te interesan, ¿lo sabías?

—Se debe a la práctica diaria.

—Imagino... —vuelve a reír mientras alza su copa—, ¡venga! vamos brindar y probar este delicioso brebaje de una vez. ¿Preparada?

Cojo mi copa ilusionada.

—¿Por qué vamos a brindar?

Marcello no lo duda. Junta su copa a la mía y me mira intensamente.

—Porque las cosas sigan así de bien.

Es un brindis sencillo y escueto, pero me parece de lo más apropiado. Choco mi copa suavemente contra la suya, me dispongo a beber pero él me lo impide.

—¿Qué haces? El vino no se toma así —me reprocha molesto.

Le miro sorprendida.

—Primero tienes que olerlo —aclara con suavidad.

Aprieto una sonrisa mientras llevo la copa a mi nariz y aspiro profundamente.

—Debes cerrar los ojos.

Obedezco.

—Ahora te lo llevas a la boca y das un sorbo pequeño. El secreto está en mantenerlo diez segundos en la boca antes de ingerirlo.

Hago lo que dice: doy un pequeño sorbito y le miro reprimiendo la risa. Cuento mentalmente hasta diez y lo trago.

—Realmente está muy bueno. No entiendo mucho de vinos, pero este es increíble.

Marcello ríe sin dejar de mirarme.

—Ya puede estarlo. Cuesta cien Euros la copa.

—¿¿¿Cómo???

—Pero merece la pena.

—¡Estás loco! ¿Cómo prevés que paguemos esto? Te advierto que hoy es mi día libre y no pienso fregar platos.

—Me parece increíble –Marcello me castiga con la mirada—, estás conmigo y sigues preocupándote por el dinero.

—Es lo normal, ¿no?

Él vuelve a mirarme con severidad. Como si por mi boca no hubiese salido más que un insulto.

—¿Cómo se hace en España? ¿Paga la mujer?

— Bueno, en realidad, se paga todo a medias.

— Estás de broma.

—Para nada –empiezo a reír de la cara de póker que se le ha quedado.

—En tal caso puedes relajarte. El día de hoy corre de mi cuenta.

Reprimo nuevamente la risa. Parece que Marcello continua ausente, aún molesto por algo que he dicho sin darme cuenta.

—No me extraña que las mujeres vengan aquí creyendo el mito del italiano seductor, no es que nosotros seamos seductores, es que el resto de los hombres parecen haberse extinguido como tales.

—No sabía que mi desafortunado comentario te había molestado tanto…

Doy el último sorbo a mi copa de vino caro y la dejo vacía; no es cuestión de malgastar cien euros.

—No me ha molestado tanto —admite poco después.

Ha vuelto a sonreír. Se retira el cabello colocándoselo hacia un lado y se levanta.

—Ahora debemos seguir. Solo acabamos de empezar.

Marcello empieza a hablar de la antigüedad de las iglesias, de las calles y de nombres distinguidos de personas que deberían resultarme familiares. Le escucho con atención, como si fuera un profesor dándome mi primera clase de historia.

—Así fue como Alfonso I, el Magnánimo de Aragón, reconstruyó el castillo de la plaza del municipio de acuerdo a las nuevas técnicas militares y arquitectónicas de la época.

Seguimos caminando hasta llegar al palacio Real, situado en la amplia piazza del plebiscito. 

—Esto es impresionante.

—Las estatuas que decoran las paredes son importantes reyes que pasaron y dejaron su huella en Nápoles.  Todo cuanto ves, hace referencia a esas personalidades.

Asiento impresionada, y su rostro se ladea en mi dirección. Vuelve a observarme atentamente hasta que se da cuenta que unas lágrimas invasivas salen tímidamente mis ojos.

—¿Estás llorando?

Me cubro los ojos y empiezo a reír con nerviosismo.

—No.

Marcello me mira estupefacto.

—Pues menos mal. De saber que esto te gustaba tanto te hubiese propuesto entrar, pero lo cierto es que no tenemos tiempo si queremos verlo todo. Además, aún no has visto lo mejor. Vamos a comer la mejor pizza del mundo. Pizza friggitoria Di Matteo Gennaro. Te aseguro que nunca has probado nada igual.

Se me escapa la risa. Como buen italiano que es, solo piensa en comer, si me paro a pensar, es un rasgo muy masculino apreciar más la gastronomía de un lugar que las singularidades arquitectónicas.  

Nos dirigimos a la pizzería friggitoria, esa de nombre extraño que ha mencionado antes, y como en la taberna anterior, el dueño parece reconocerle al instante. Se acerca a él dejando al resto de clientes a un lado y le ofrece una mesa. Pese a que el restaurante está lleno y no quedaba ningún lugar disponible, Marcello no parece tener ningún problema para hacerse con una mesa adicional que han colocado expresamente para él. El dueño me mira y al igual que Lucca, me tiende la mano para que yo ponga la mía sobre la suya. Miro a Marcello en un acto reflejo, pero su rostro no revela nada. Finalmente, me armo de valor y dejo que efectúe ese gesto tan antiguo como el mundo.  Al fin y al cabo, es algo cultural.

—Me da que hoy está haciendo muchos esfuerzos señorita Montero...

Hago una mueca y desvío el rostro.

—Aquí todo el mundo es tan amable…

—Y más les vale –me contempla sonriente.

Marcello elige la pizza por los dos. Quiere asegurarse de que pruebo la que él considera la mejor pizza del mundo y así es. En cuanto el encargado se acerca a nosotros con dos humeantes pizzas gigantes sobre unas tablas de madera redondas, las deposita sobre la mesa y yo las contemplo con admiración. Tienen champiñones, queso de cabra, beicon, queso azul, cebolla, tomate y parmesano. Pero sin duda lo mejor es la masa. Tostada en fuego de leña, ni demasiado gruesa ni demasiado fina, crujiente en el borde y algo más blanda en el interior. Sencillamente Perfecta.

 —Tenías razón. Creo que en mi vida he probado algo así, y eso que he estado en otras partes de Italia, pero ninguna pizza puede igualar esta.

—¿Dónde has estado?

—En Roma –digo mientras doy un discreto mordisco a una porción—. Dos veces.

Marcello resopla.

—Roma ya no es lo que era. Ahora está demasiado acondicionada para el turismo. No obstante, todavía hay ciertos restaurantes que se salvan, claro que están algo retirados del centro.

—Supongo que como buena guiri no me alejé demasiado del centro histórico.

—Imagino… adivino que hiciste la visita completa: Colisseo, arco del triunfo, Fontanna Di Trevi, Panteón, Vaticano… 

—Sí, fue más o menos así.

—Roma tiene muchos encantos, incluso lugares ocultos donde los turistas no acuden, de esta forma sigue conservando su magia y la esencia italiana.

—Sé que no has viajado mucho, pero… ¿Alguna vez has estado en España?

—No… he hecho pocos destinos europeos. De todas formas España no me llama especialmente la atención; el flamenco y los toros… dudo que eso pueda gustarme.

—¿Otra vez con los estereotipos? Creí que ya habíamos superado eso. España tiene mucho más que flamenco y toros, al igual que Roma, hay sitios que el turismo desconoce. El vino también es bueno allí y las comidas tradicionales de cada región, las playas… tiene otro tipo de encanto.

—Supongo que es cuestión de conocerlo para opinar.

—¿Dejarías que yo fuera tu guía por España?

—No.

Alzo la vista sorprendida.

—¿Por qué no?

—No lo tomes a mal pero…

—¿Pero…?

—En primer lugar sé que tu sentido de la orientación es bastante pésimo, por lo que pasaríamos la mayor parte del tiempo perdidos en cualquier cuneta hasta que hallaras la forma de regresar a casa  –me quedo boquiabierta, sin saber si enfadarme o echarme a reír—. En segundo lugar, y por primitivo que resulte, me gusta ser yo quien te lleve, quien te muestre lugares que desconoces… básicamente quién te guie. Pienso que es así como debe hacerse.

—¿Te das cuenta de que acabas de hacer un comentario machista?

—Posiblemente para ti lo sea. Aunque yo no lo veo así. Pienso que este es el orden lógico que deben seguir las cosas. Esto forma parte de una de las funciones del hombre.

Le miro con incredulidad, tiene una forma de ver el mundo tan distinta a la mía... parece muy arraigado a una tradición que yo no comparto en absoluto. No creo en los roles que se asignan a un hombre o una mujer según su sexo; lo mío es la igualdad.

—Sigo pensando que tienes una mentalidad demasiado anticuada para lo joven que eres.

—No te creas, he evolucionado con los años. Para ciertas cosas soy más abierto –murmura entre dientes para sí y una sonrisa malévola se dibuja en su rostro.

—¿Has dicho algo? –pregunto tras advertir su regocijo. Aunque lo cierto es que lo he escuchado todo.

—¿Yo? ¡Qué va! ¿Cómo está la pizza? ¿Ya no comes más?

—Está buenísima, pero creo que ya he hecho un gran esfuerzo con este último trozo. No puedo más.

Marcello aprovecha para pedir la cuenta alzando una mano.

—El postre lo tomaremos en otro lugar. Por si no lo sabes, aquí hacen los mejores pastelillos de la ciudad y sirven un café que te aseguro que no has probado en la vida.

—¡Vaya! ¡No sé si voy a poder con todo!

—¡Ya verás como sí!

Me abre la puerta del local y espera a que pase, como siempre. Le dedico una tímida sonrisa y empiezo a caminar por la plaza. Subimos una cuesta estrecha con casas a ambos lados y bajamos otra mucho más amplia donde hay incontables tiendas por todas partes, los escaparates son lo mejor, resaltan los tonos dorados, entradas iluminadas y todas provistas de un vigilante de seguridad vestido con traje negro y corbata. Es alucinante. No deja de ser un reclamo para la gente con dinero. De soslayo miro el precio de un simple vestido negro que luce un maniquí rosa, en cuanto leo algo como: preguntar por el precio en el interior, me doy cuenta de que debe ser muy caro.  Inconscientemente empiezo a sentirme casa vez más pequeña, la gente es muy diferente a la que hemos visto antes, de hecho me parece estar en el reservado vip de una exclusiva discoteca.

Sin duda este no es mi sitio. Sé cuando estoy de más y este es uno de esos momentos. A Marcello, en cambio, parece no importarle demasiado que le acompañe una chica con el pelo alborotado por el viento, el cutis limpio sin maquillar, con unos simples vaqueros y una sudadera vieja como atuendo. En cambio él no desentona en este escenario, encaja perfectamente como la pieza de un puzle, va informal, pero despierta clase por cada poro de su piel.

—Aquí es donde compro casi toda mi ropa —comenta señalando uno de los establecimientos que se me ha pasado por alto.

En plena costa amalfitana una tienda destacaba frente a las demás: Marinella.

—Me da miedo solo de pensar la ropa que debe haber ahí.

Marcello arruga el entrecejo, sin comprender mi expresión.

—Hacen básicamente ropa a medida, es una de las tiendas más elitistas. Hasta las corbatas las confeccionan individualmente para cada cliente. ¿Quieres entrar?

—No, gracias… creo que no voy vestida para la ocasión.

—¿Qué dices? ¿Es eso lo que te preocupa? Te aseguro que nadie te va a decir nada. Además, no vas mal.

Me centro en las baldosas adoquinadas, me avergüenza tener que alzar el rostro justo ahora.

—De todos modos, no me apetece.

—¡Vamos! –Me anima— ¿No te gustaría que te hicieran un vestido? ¿O comprarte algo especial en un sitio como este?

Le miro con el rostro desencajado. ¿Se ha vuelto loco?  Escenas de la película de Pretty woman revolotean por mi mente y eso no hace más que aumentar mi frustración.  

—No puedo permitirme esto —le digo en tono bajo.

Marcello parece ofendido.

—¿A caso he dicho que tú tuvieras que correr con algún gasto?

—¡No podría aceptar nunca un regalo así! Es demasiado ostentoso para mí, además, no tendría ocasión para ponérmelo. No me veo sirviendo cafés con un vestido de este sitio.

Marcello deja de insistir y acepta mi excusa, aunque no parece muy convencido.

—Creo que es el momento oportuno para ir a por esos pastelillos. Te van a encantar.

—Está bien, vamos.

Recorremos unos metros y nos adentraron en una pequeña plaza rodeada por arcos de piedra. Bajo unos soportales, hay una acogedora pastelería. Todo es de color azul, blanco y rosa. En el escaparate hay pasteles ornamentados con flores comestibles, perlas, chocolate, mil hojas de merengue, panettone de muchas clases, pasteles de golosinas, con nata, frutas exóticas, crema… cualquier cosa que imagine, está ahí.

Marcello entra decidido y saluda fervientemente a la mujer que hay tras el mostrador.

—¿Cuál te gusta? –Pregunta dirigiéndose a mí.

—Pues creo que tengo un gran dilema. No sé cuál escoger…

—¿Qué te gusta? El regusto afrutado, el azúcar, los cítricos, chocolate…

—Me gusta todo en realidad. ¿Me recomiendas alguno?

La señora se adelanta a Marcello. Coge un trozo de tarta de arándanos y me la entrega.

—Prueba este. Si no te gusta te lo cambio. Aunque creo que he acertado.

Lo miro desde todos los ángulos, admirando su perfección. Luego, percibiendo la expectación de los dos, me lo llevo a la boca y le doy un pequeño mordisco.

—Mmmmm…. Esto está increíble. Tienes que probarlo –le sugiero a Marcello, que riendo escoge de la vitrina uno de merengue de limón. Es clásico hasta eligiendo pasteles.

—Antes de que os valláis, llévale esta caja de delicias turcas a tu madre. Sé que le gustan y hace tanto que no viene por aquí…

Marcello asiente y acepta gustosamente la caja. Cuando se dispone a pagar, la señora se lo impide alegando que es un regalo.

Salgo de la pastelería tan feliz como una niña, saboreando el increíble trozo de tarta que tengo entre las manos. Jamás en toda mi vida he probado algo igual.

—Pruébalo –insisto—. No puedes imaginarte lo bueno que está hasta que no lo hagas.

Él vuelve a reír. Me mira raro y mi sonrisa se apaga un poco. Se acerca, entonces yo ladeo el pastelillo y lo acerco para que lo coja. Mi sorpresa llega cuando en lugar de eso, me sujeta de la muñeca, lo hace con tal delicadeza que no roza parte alguna de mi piel. Vuelve a girar la tarta poco a poco y muerde el pastel por el mismo sitio donde yo lo he hecho antes. Me sorprende ese detalle entre nosotros, descubro entonces que Marcello no es nada escrupuloso.

—Sí, está muy bueno. Te toca.

Exhibe el suyo delate de mis narices, así que me acerco y le doy un minúsculo bocado por el lado que me ha ofrecido, que curiosamente, también es por donde él ha mordido antes.

—¡Vaya! Es súper cremoso. La textura es increíble.

—Ya te lo dije.

En cuanto termino, me alejo un poco para lanzar en una papelera cercana las servilletas con restos de pasteles que tengo entre las manos.

Miro a Marcello desde la distancia, es muy guapo. No puedo creerme que esté conociendo Nápoles junto a él. No he tenido tanta suerte en toda mi vida y además, me lo estoy pasando bien.

Me detengo a observar como el sol se ha ido alejando poco a poco y se avecina la hora de regresar a la realidad de nuestras vidas, donde como no puede ser de otra manera, estamos separados. Descubro perpleja que cuanto más tiempo paso con él, más me gusta.

Me retiro en pelo de la cara, pues una fuerte ráfaga me lo ha alborotado, él sonríe desde la distancia, en cuanto me acerco lo suficiente, habla:

—Creo que te has dejado un trozo…

Se le desata una risilla que me vuelve incómoda.

—¿Qué?

—Justo ahí —dice señalándose un punto en su barbilla.

Hago el intento de limpiarme pero él vuelve a reír.

—¿Puedo? —sugiere con esa misma diversión en sus ojos desiguales.

Me quedo muy quieta, sé que va a tocarme, por lo que mi cuerpo entero se torna rígido. Pero esta vez no digo nada. Trago saliva y me limito a observarle atentamente mientras se acerca vacilante a mí.

Alza una mano y pasa el pulgar por mi labio inferior con delicadeza. No nos quitamos ojo el uno del otro. Mi sangre se calienta bajo su contacto, pues aún no ha dejado de acariciar mi labio inferior. Como reflejo natural, mi impulsividad actúa por instinto y le muerdo el dedo con fuerza, él lo retira rápidamente sin dejar de mirarme.

Su cara expresa incredulidad. No sabe si reír o enfadarse conmigo. Yo no me atrevo a decir o hacer nada mientras le observo con mucha atención.

—Me has mordido —constata alucinado.

—Lo sé y... lo siento. Pero no... no me gusta que me toquen. Te lo dije —le recrimino con acritud.

Él asiente, pero parece confundido. Entonces alza un dedo, el mismo que antes ha recorrido mis labios y se lo lleva a la boca.

—No, no te disculpes. Ha sido interesante.

Mi rostro hace un extraño rictus. ¿Es que me he perdido algo?

—Eres un ser extraño... ¿Lo sabías?

Marcello se ríe ante mi contundente afirmación.

—¡Ni que lo digas!

El camino que emprendemos a continuación nos lleva a la terraza de una cafetería que tiene unas pequeñas mesitas en el exterior. Nos disponemos a sentarnos en una de ellas cuando me fijo en una mujer gitana que hay en la esquina. Como inducida por una magia oscura, siento la necesidad de acercarme a ella.

La gitana tiene el pelo blanco, con algunos mechones negros y lo lleva recogido en un alto moño. Viste de negro y agita una pequeña caja de madera llena de piedras con extraños símbolos tallados sobre ellas.

—Se dice que las runas pueden predecir el futuro. A cambio de unas monedas te dirá todo lo que ve.

Asiento intrigada.

—¿Puedo probar? —pregunto a Marcello con el rostro encendido.

Marcello me da su consentimiento. Y se adelanta a pagar a la gitana antes de que yo pueda sacar mi monedero del bolsillo.

La gitana me entrega las piedras.

—Agítalas y tíralas al suelo –dice al ver que esta es una experiencia nueva para mí.

Hago lo que dice. Las agito un par de veces y las arrojo al suelo frente a ella.

La gitana las estudia con atención frunciendo el ceño. Miro a Marcello que está muy concentrado y me encojo de hombros.

—Eres una chica muy fuerte, aunque no te ves así. Encontrarás tu destino en el hogar al que realmente perteneces y serás dueña de él.

Arrugo el entrecejo.

—¿A dónde pertenezco?

La gitana ríe de mi impaciencia.

—Tu vida está a punto de cambiar para siempre, lo que ahora ves –hace un gesto con la mano señalándome–, es un escudo. Falta tiempo para que empieces a ser quien estás destinada a ser. Pero tranquila, el momento llegará.

No he entendido gran cosa, es obvio que mi vida no hace más que cambiar últimamente, de hecho venir aquí ya ha supuesto un gran cambio, pero aparte de eso, dudo que haya algo más.

Antes de que me vaya, la gitana reclama a Marcello.

—Coge las piedras, muchacho –le ordena.

Marcello se niega educadamente, pero la gitana insiste.

Finalmente acepta las piedras emitiendo un largo suspiro, las agita con desgana y las lanza con pereza al suelo.

La gitana las mira.

—¿Y bien? —Pregunta inquieto.

Ella contrae el rostro y empieza a hablar muy deprisa.

—La fortuna no está de tu parte.

Marcello ladea la cabeza y frunce el ceño en señal de advertencia.

—Coja esto.

La gitana le entrega un amuleto en forma de hueso.

—No lo necesito –lo aparta con brusquedad, pero la gitana vuelve a insistir hasta que Marcello se lo lleva al bolsillo. En cuanto lo hace le dedica unas palabras en voz baja y ambos me miran, no soy capaz de descifrarlas.

—¿Qué ha dicho? –Le pregunto.

—Nada. Está loca.

 No insisto, pues intuyo que este es un tema que le incomoda.

Finalmente nos sentamos en una de las mesas de la cafetería y esperamos pacientemente a que nos atiendan.

Cuando el camarero se da cuenta de a quién está haciendo esperar más de quince minutos, se disculpa nerviosamente.

—Perdón yo, yo no sabía que usted… —respira hondo y vuelve a mirar a Marcello, que le deja continuar en su disculpa— ha sido una torpeza hacerles esperar –aparta rápidamente su mirada y cierra los párpados con fuerza—. Lo lamento señor, le juro que no estaba mirándole a los ojos, yo solo…

—Vale, vale, —ríe— no hace falta que te disculpes por todo. Lo mejor que puedes hacer es traernos un par de cafés especiales de la casa.

—Sí señor. Ahora mismo.

El muchacho desaparece rápidamente, tropezando con otras mesas a su paso.

—¿Por qué la gente no puede mirarte a los ojos?

—Pueden hacerlo –admite sin dudarlo—. Pero ellos no quieren, ¡les da apuro o qué se yo! Piensan que eso me hace sentir mal.

—Supongo que a la gente le resulta difícil mirarte fijamente a los ojos porque son muy diferentes.

—No puedo remediar eso. Aunque por lo que veo no a todo el mundo le cuesta. Tú eres una de las pocas personas que me sostiene la mirada sin pestañear. ¿Por qué?

—No me das miedo.

Marcello vuelve a reír.

—¿Ni siquiera en nuestro primer encuentro?

—Bueno, ahí un poco —reconozco.

El camarero se acerca y pone una taza de café a cada uno.

—Bueno pues ya llegamos al final del recorrido. Estamos en el café Gambrinus y este es su particular café italiano.

Lo huelo, distingo algo del olor dulzón del chocolate. Sin pensárselo dos veces doy un pequeño sorbo, para saborearlo.

—¡Oh, Dios mío! Esto no es solo café. El sabor es increíble. ¿Qué tiene?

—Tiene chocolate y crema de nuez.

—¿Crema de nuez?

Mi rostro se contrae mientras empiezo a masajearme el cuello nerviosamente.

—¡No! –Grita Marcello desesperado— ¡No me digas que eres alérgica!

Ya no puedo continuar la broma, estallo en carcajadas e incluso me llevo las manos a la boca para amortiguar el sonido.

—Deberías haberte visto la cara —espeto sin parar de reír.

—No le veo la gracia por ningún sitio –rebate, molesto.

—¡Vamos! Debes admitir que ha sido una broma buenísima.

—No. No lo ha sido –responde con severidad.

Marcello me mira con reprobación y eso aumenta mis ganas de reír.

—Sigue sin ser gracioso. Deja de reírte –me ordena por enésima vez.

Al fin logro contenerme. Reprimo la risa y contemplo con detalle sus ojos claros, primero el verde y luego el azul. Ya me he acostumbrado a ese rostro asimétrico, ese aire siniestro que refleja su cara, y más cuando algo le molestaba.

—Vale, ya paro. Definitivamente no tienes sentido del humor.

Marcello paga la cuenta y apura el café de un trago.

—No te enfades, por favor… ha sido una bromita inocente.

—No es eso lo que me ha chafado el día.

—¿Qué ha sido?

—Tenemos que volver a casa.

Acabo mi café y me levanto de la silla con rapidez.

—¿Por qué esa prisa de repente?

Marcello mira hacia atrás de soslayo.

—¿Ves el hombre del polo negro? Nos lleva siguiendo desde la salida del restaurante.

—¿En serio? –miro con timidez hacia atrás.

—No temas. Lo más probable es que sea un simple espía, pero hoy no llevo escolta como has podido observar, y eso puede ser arriesgado.

—¿Tienes que ir escoltado a todas horas?

—Bienvenida a mi mundo —espeta sin ganas.

Marcello me mete prisa mientras camino. Doblamos la esquina y aceleramos el paso camino a la salida de la fortaleza.

Por suerte el coche no está demasiado lejos. Lo abre a distancia y se adelanta dando un salto para abrir rápidamente mi puerta.

—Parece que ahora nadie nos sigue –observo mirando nerviosamente desde la ventanilla.

—No, tienes razón.

Ahora es él quien empieza a reír a carcajadas.

—¡No me digas que es una broma!

Él corrobora mis sospechas sin parar de reír.

—Te has pasado de la raya.

—Bueno –se encoje de hombros–, yo también puedo gastar bromas. No tienes el monopolio.

Sonrío, me recuesto en el respaldo de cuero y miro por el cristal de mí ventanilla. Está anocheciendo y sin el sol radiante sobre Nápoles puedo observar detalladamente esa ciudad tan enigmática, de la que solo he visto menos de la mitad.

Las casas ascienden por la montaña, parecen incrustadas en ella, bañándola de colores pastel: marrón, blanco, amarillo, azul claro... Están colocados en perfecta armonía, resaltando la belleza de un lugar rústico, repleto de historia y ante todo, acogedor. Jamás hasta ahora había visto una ciudad construida hacia arriba. Bordeando el mar se puede apreciar con mayor claridad sus edificios y cuestas empinadas. Pese a haber pasado todo el día subiendo y bajando calles imposibles, no puedo negar el encanto del lugar y la sutileza de la arquitectura. Vuelvo la vista hacia la cima, no alcanzo a ver la parte más alta, pero espero poder ascender algún día y contemplar todo cuando hay bajo mis pies.

Ladeo la cabeza y ahí está Marcello, atento a la carretera, sin perder detalle. Serio. Siempre serio, aunque esta vez parece diferente. No tarda en corresponder mi mirada indiscreta y dedicarme otra de sus espléndidas sonrisas.

Hoy se está riendo mucho. Y yo también, de hecho ya casi ni me reconozco.

—¿Qué estás mirando?

                —A ti –contesto sin vacilar.

                —Debes estar aburrida… ¿Qué te parece el paisaje? ¿Has visto como el sol se esconde en el mar?

Este es el primer atardecer que veo en Nápoles, cómo ignorar semejante belleza.

Todo es maravilloso: el día nos ha acompañado, la comida ha sido exquisita, hemos paseado por las plazas, calles y observado monumentos históricos…  realmente no puedo pedir más. Me aparto un mechón de cabello rebelde de la cara pero vuelve a caer hacia delante, me  deshago la coleta y me revuelvo un poco el pelo antes de volver a recogerlo con la goma.

—Tienes un pelo bonito.

Me giro sorprendida, me cuesta inmensamente recibir halagos y más de alguien como él. Cuando me dice esas cosas no sé si se trata de una broma o va en serio.

—Gracias —respondo de forma rápida sin darle importancia.

—¿Quieres saber una cosa?

Asiento y vuelvo a centrar mi mirada en él.

—Habré visto esas calles millones de veces, y hasta hoy jamás lo había disfrutado del mismo modo. Me lo he pasado bien, Ingrid.

Frente a eso no sé qué decir.

—Yo también me lo he pasado muy bien —respondo con las mejillas encendidas.

—Entonces podríamos repetir.

Asiento y desvío la mirada rápidamente. Vuelvo a centrarme en el exterior, pero ha anochecido tan rápido que ya a penas veo nada.

Por un instante dejo que esas palabras que aún resuenan en mi mente me ilusionen, aunque solo sea por el placer de seguir soñando despierta.

Miro a Marcello en el momento justo en que consulta el reloj de su muñeca. Entonces lo tengo claro: Él pertenece a otro mundo, un lugar superior y yo estoy en el primer peldaño de una inmensa escalera, incapaz de ascender hasta la cima.

 —Ya hemos llegado —anuncia deteniendo el coche frente a mi casa.

—Marcello… muchas gracias por todo. Ha sido, con diferencia, uno de los mejores días de mi vida.

—Para mí ha sido todo un orgullo poder guiarte.

—Antes de irme… —empiezo como quien no quiere la cosa— ¿Podría hacerte una última  pregunta?

Él asiente sorprendido.

—Todo el día de hoy… los paseos, los restaurantes…. ¿A qué se debe?

Marcello alza una ceja.

—¿Qué quieres preguntar exactamente?

—¿Te sientes culpable?¿Has hecho todo esto por un sentimiento de culpa?

Expulsa lentamente el aire por la nariz y mira hacia la nada. Sin duda es una pregunta importante, sobre todo para mí, todavía no acabo de creerme que un chico así haya sacrificado un día de su vida para estar conmigo.

—Creo que estás dándole demasiadas vueltas a la cabeza… —Marcello esboza una apretada sonrisa carente de emoción— simplemente hemos pasado un día juntos y ha estado bien. Tenía curiosidad por ver tu reacción cuando vieras por primera vez, todo lo que durante tanto tiempo te has estado perdiendo.

Asiento a su argumento.

—Bueno pues… una vez más, gracias…

—No se merecen…

Abro la puerta y la cierro tras de mí, camino rápidamente por el camino sin mirar atrás.


 

17

 

 

 

               

                Ya han pasado tres semanas.

                Cada vez soy más rápida en el trabajo. Los clientes extraños, el idioma... ya no suponen un obstáculo, de hecho he dejado de llevarme el diccionario al trabajo.  

                Sin embargo, siento un pellizco alojado en el fondo de mi pecho. Una sensación de vacío indescriptible, vacío que ha surgido repentinamente y sé perfectamente a qué se debe.

                Bufo mirando la cantidad de cosas que quedan por hacer, este promete ser un día largo y cansado como todos los demás. Acaricio mis manos agrietadas y secas mientras espero a que alguien abra la puerta.  Aunque lo cierto es solo estoy esperando a una persona en particular.

                «¡Vamos! ¿No te ha dejado claro ya que no le interesas? Parece mentira que después de tres semanas sigas teniendo esperanzas de que aparezca».

                Elevo el rostro tras escuchar la campanilla, pero enseguida vuelvo a deshincharme; no es él.

                Una mujer elegante avanza con indecisión. Se retira las gafas de sol y recorre con la mirada cada rincón de la cafetería, parece estar buscando algo. Dos hombres con traje la esperan fuera fumando un cigarrillo. Puede que solo venga a preguntar por una dirección, no tiene pinta de ser de por aquí.

                Camina irradiando clase, con un vestido de gasa blanca con detalles en negro en el cuello y en la cintura. Se me corta la respiración en cuanto se sitúa justo detrás de la barra.

                María sale de la cocina y la mira con atención. Su piel se torna blanca como la cal y su expresión se congela. Entonces la señora mira a María, le dedica una leve sonrisa mientras toca suavemente su hombro derecho con la mano. Distingo un brazalete de oro blanco repleto de incrustaciones de rubíes. No hay duda. Esta mujer tiene algo que ver con Marcello.

                —¿Qué  se le ofrece, señora? —Pregunta María dulcificando su voz al máximo.

                Ella mira una vez más a su alrededor. No sé por qué.

                —He venido a conversar con Ingrid.

                Doy un respingo tras escuchar mi nombre.

                María me mira sin comprender.

                —¿Eres tú? —Dice frunciendo el ceño. Asiento sin atreverme a hablar— ¿Podemos sentarnos un momento, por favor?

                —Claro.

                Salgo de detrás de la barra para acompañarla hacia una mesa y le hago un gesto con la mano para que se siente , luego la acompaño.

                —¿Quiere tomar algo?

                —No. Gracias. No te preocupes –su mirada se centra en mi rostro y me entran escalofríos–. Me llamo Monic Lucci. Soy la madre de Marcello.

                No le hacía falta la aclaración, me he dado cuenta enseguida ya que son como dos gotas de agua. Lo que no entiendo es qué tiene que hablar conmigo esa mujer.

                —Encantada de conocerla señora Lucci —consigo articular.

                Monic sonríe. Cruza sus vertiginosas piernas por debajo de la mesa y me mira intensamente durante unos segundos sin decir nada.

                —¿Te gusta trabajar aquí? –Me pregunta de repente. No sé qué contestar, me desconcierta.

                —El trabajo está bien —reconozco con rapidez.

                Monic se pasa la mano por el cabello para recolocárselo. Parece una de esas actrices italianas de las películas antiguas. Tiene una larga cabellera oscura que desciende en enroscados bucles por sus hombros. Sus ojos son verdes y felinos, me recuerdan a los de Marcello. Todo ello contrasta con una tez blanca como la leche. Realmente es una mujer hermosa, sencillamente perfecta.

                —Eres inteligente. Supongo que habrás advertido que no he venido hasta aquí para hablar de tu trabajo.

                Sus comentarios me descuadran por completo.

                —He venido por un único motivo: Marcello.

                —Hace semanas que no le veo —me excuso rápidamente.

                —Estoy al tanto –pone los codos sobre la mesa y entrelaza las manos para recostar en ellas su delicado rostro—. Marcello ha estado ocupado últimamente, digamos que le han obligado a tomar una decisión y así lo ha hecho. Aunque sé de sobras que ha elegido mal.

                —Lo siento —me disculpo arrugando los ojos—, pero no la sigo…

                Monic ríe y se relaja en el banco de cuero rojo, echándose hacia atrás.

                —Eso es lo de menos ahora. Vengo a proponerte algo…

                Intento ocultar mi sorpresa, pero una vez más, mis ojos desorbitados me delatan.

                —Quiero proponerte que acudas a una fiesta mañana. Celebramos el sesenta aniversario de mi  marido y para mí sería un gran honor tenerte entre nosotros.

                —No entiendo…

                —Te voy a ser sincera, Ingrid, y te voy a hablar con toda la confianza del mundo, espero que tú seas igualmente sincera conmigo.

                Asiento con timidez. Me intimida esa mujer, su claridad me abruma, tanto es así, que no sé si llegado el momento podré corresponderle del mismo modo. 

                —Antes de confesarte el motivo exacto por el que estoy aquí, me gustaría preguntarte qué sientes por Marcello. Es decir… no he nacido ayer, supongo que mi hijo y tú…

 Monic vuelve a entrelazar sus manos y dirige la vista al suelo. Se me contrae el rostro nada más intuir por donde van sus pensamientos.

—¡Oh, no! Señora, le aseguro que Marcello y yo no hemos tenido ese tipo de relación. Únicamente hemos hablado y paseado por Nápoles. Jamás hemos tenido intención de llegar más lejos, se lo aseguro.

Monic reprime la risa al ver el color rosáceo que han adquirido mis pómulos.

—¡Está bien muchacha! No hace falta que te ruborices, estamos en pleno siglo XXI y mi hijo es libre de elegir con quién quiere pasar la noche.

Aparto la mirada súbitamente. No sé qué hacer para que mi rostro deje de arder.

—Pero debo confesar que me sorprende. Tú eres una chica guapa y Marcello… —Ríe con cariño— bueno, Marcello es un hombre –me acabo de quedar en blanco–. Eso me dice que venir aquí y proponer que te unas a nosotros mañana, ha sido la decisión correcta.

—Perdone… —Suspiro al tiempo que miro a Monic con cautela— realmente no sé a qué vienen ese tipo de preguntas y por qué insiste en que yo acuda a un acto tan importante para su familia.

Monic vuelve a sonreír. Esta vez detecto un ápice de dulzura en sus ojos verdes.

—Te ha escogido a ti. Bueno, Stephano también está de acuerdo, aunque he sido yo quien lo ha visto todo claro y he percibido las enormes ventajas de tenerte entre nosotros.

—Debe ser más clara, señora, porque le aseguro que me cuesta seguirla.

—Lo sé –Monic acaricia fugazmente mi mano que descansa sobre la mesa. Su contacto me estremece, pero no la aparto—. Ahora quiero que me escuches con mucha atención. ¿De acuerdo? Quiero que escuches todo lo que voy a decirte y que no me interrumpas. ¿Crees que podrás hacerlo?

—Sí —digo poco convencida.

—Estupendo –aprueba entusiasmada—. Verás, he venido hasta aquí, con la única intención de comunicarte que estamos de acuerdo en que Marcello y tu… —Hace una breve pausa para ordenar sus pensamientos—  iniciéis una relación.

Abro la boca como para decir algo, pero Monic me hace un gesto con la mano recordándome lo que hemos pactado.

—Consideramos que tú reúnes todas las cualidades como mujer para formar parte de nuestra extensa familia. De alguna forma, desde que llegaste potenciaste un cambio en Marcello, él fue quién te encontró y te destacó por encima de las demás y créeme, eso no suele ocurrir —sonríe como acordándose de algo que solo ella sabe—. Para ti todas las conversaciones, los largos paseos por Nápoles y demás, no son más que actos inocentes de una bonita amistad. Pero verás Ingrid, nosotros no tenemos amigos, o no esa clase de amigos, por lo que las intenciones de mi hijo han sido evidentes desde el principio.

No me lo puedo creer. Me he quedado en shock.

Monic se levanta, camina lentamente hacia la barra, coge un par de vasos y una jarra de agua para depositarlos sobre nuestra  mesa.

«Un momento. ¿La señora Lucci acaba de servirme?»

—Supongo que para ti es difícil entender todo lo que trato de explicarte. Te entiendo. Créeme que yo misma me he visto en una situación similar hace poco más de treinta años –Ríe para sí—. ¿Quieres saber cómo conocí a Stephano? –Monic continua sin esperar respuesta— Una tarde salí del instituto e iba de camino a casa cuando un coche negro se detuvo. Bajó Stephano y empezó a charlar conmigo. Hablábamos de cosas normales, tal vez me permití el lujo de coquetear un poco, era una adolescente al fin y al cabo. Pero nada más. Mi sorpresa fue cuando a la semana vi ese mismo coche aparcado frente a la puerta de mi casa. Al entrar, mis padres me miraron con temor, como si hubiese ocurrido algo que yo ignoraba. Stephano había cerrado un trato, saldó todas las deudas de mi padre y les ofreció una casa más grande, alejada del mar, ya que mi madre tenía problemas respiratorios debidos a la humedad. En ese momento me di cuenta de lo que significaba: yo, a cambio de todo eso.

 La miro horrorizada. Sin saber por qué, mi corazón empieza a latir desaforadamente.

—Naturalmente me lo tomé mal. No tuve más remedio que casarme con él y ser su nuevo juguete que acababa de comprar. Claro que no se lo puse nada fácil: Me revelé de todas las formas posibles, lo desprecié, le dediqué una enorme cantidad de insultos y cuando le pregunté por qué me había hecho eso, por qué me había separado de mi familia, de mi libertad… ¿sabes que fue lo que respondió? —Niego lentamente con la cabeza— Me dijo que me vio y enseguida supo que tenía que ser suya, a cualquier precio, y que no iba a cesar en su empeño de retenerme, aún en contra de mi voluntad, hasta que me resignara a amarle.

«Madre mía, yo solo quiero salir corriendo de aquí, no me gusta nada el nuevo rumbo que está adquiriendo esta conversación».

—Stephano me ama, me ama tanto que debería estar prohibido. Desde ese instante me convertí en su talón de Aquiles. Nada podía detenerle ni hacerle flaquear salvo yo. Yo era la única criatura en la faz de la tierra que tenía ese poder. Si realmente quisiera recuperar mi antigua vida, sabía qué hilos mover a mi favor. Entonces fui realmente consciente de todo el poder que tenía y por qué Stephano quiso tenerme siempre cerca. Naturalmente no tardé en amarle. Le amo más que a nada y salvo los primeros días de mi nueva vida, no lamento ni un solo instante más a su lado. ¿Entiendes lo que pretendo decirte?

—Lo siento mucho, de verdad, —cojo aire para hinchar mis pulmones vacíos— yo no creo que las personas pertenezcan a nadie. Todo el mundo tiene derecho a elegir y más una decisión tan importante como esa.

—Tienes un pensamiento muy liberal y justo. Admiro eso de ti. Crees en la igualdad de las personas, defiendes sus derechos y luchas por los tuyos propios. Pero las cosas no funcionan así, al menos no para Marcello. Él es como tú, sin embargo, como su padre en su día, ha encontrado su talón de Aquiles –Monic me mira intensamente y mi cuerpo tiembla al instante—. Aunque es demasiado orgulloso para admitirlo y hacer algo para condenarte, según él, a una vida de censuras y poca libertad. Por eso jamás se atreverá a hacer nada al respecto, jamás hablará abiertamente contigo de sus sentimientos y dejará pasar decenas de oportunidades para luego verse solo y desgraciado. Como comprenderás, no permitiré que mi hijo sea desdichado. Por eso estoy aquí. He venido a tratar de convencerte, a suplicar si hace falta para que aceptes mi ofrecimiento y pongas de tu parte.

Parpadeo varias veces para recobrar la cordura, en cuanto lo hago, me levanto con rapidez.

—Me está proponiendo demasiado. Ni siquiera sé si todas sus teorías son ciertas, puede que únicamente haya visto lo que quiere ver.

—Ingrid… —Monic intenta mostrar calma en sus palabras pero su rostro la delata— Conozco perfectamente a Marcello. Sé que por cualquiera de mis otros hijos no estaría aquí; ellos están con diversas mujeres, se cansan y vuelven. Escogen aquellas que mejor les conviene y forman su particular familia. A veces les va bien, y cuando les va mal, se refugian en los brazos de la amante. Nadie les dirá nunca nada porque son mis hijos, tampoco se quejarán sus mujeres porque no tienen lo que tienes tú: Carácter y fuerza. Sé que es eso lo que Marcello ha visto en ti. No eres como las demás chicas manejables a las que está acostumbrado y es precisamente esa singularidad tuya la que le atrae.

Monic se levanta para plantarme cara. Me siento como un feo insecto a su lado, en cualquier momento va a darme un manotazo y aplastarme.  

—Realmente me gustaría que analizaras fríamente las cosas: jamás te faltará de nada, vivirás un amor auténtico, puro, y te garantizo que serás feliz. Puede que no al principio, pero con el tiempo no concebirás mejor vida que esta.

—¿Cómo puede estar tan segura de que es lo que quiere Marcello? ¿Cómo sabe que recibirá de buen grado que usted haya venido a buscarme con semejante pretexto?

—Mi hijo jamás me lo agradecerá; sin embargo, veré la satisfacción reflejada en sus ojos. Él es distinto a sus hermanos, pero es del todo predecible porque en lo que al amor se refiere, es exactamente igual que su padre.

Jamás en toda mi vida me he sentido más confusa. No puedo dar crédito a lo que acabo de escuchar, parece una broma de mal gusto, pero nadie es tan sádico como para hacer durar tanto tiempo una broma pesada. Además, en todo este fascinante asunto hay una realidad insondable: desde que Marcello salió de mi vida me siento, en cierto modo, perdida. ¿Significaba eso que quiero algo más de él?

Monic permanece atenta a cada una de mis reacciones, convencida de que nadie en su sano juicio rechazaría a su hijo. Después de contemplarme largo rato, decide romper el silencio.

—Ven mañana y lo verás por ti misma. Si Marcello no actúa, no reacciona de modo alguno cuando te vea, podrás continuar con tu vida como si nada hubiese ocurrido. Pero estoy convencida de que eso no será así.   

                Trago saliva nerviosa, creo que estoy a punto de desfallecer.  

                —Ahora, —Monic gira su rostro para toparse con mi mirada ausente— ¿qué te parece si tú y yo nos vamos de compras?

                —Verá, señora, económicamente yo no…

                Monic empieza a reír a carcajadas.

                —No te preocupes niña, el dinero no es problema.

                Observo a María desde la distancia, que advirtiendo que la señora va a irse, sale apresuradamente de la cocina para despedirse.

                A juzgar por su rostro desencajado ha estado escuchando toda la conversación.

                Nápoles parece ahora una ciudad diferente. Monic despierta mucha expectación, demasiada, en realidad.

No puedo evitar sentir nostalgia al caminar insegura por las mismas calles que un día recorrí junto a Marcello. Esas calles que ahora parecen toscas, carentes de luz y belleza.

Los guardaespaldas nos siguen de cerca y nos abren las puertas de las boutics para que realicemos nuestras compras.

La sigo por todos esos amplios pasillos, repletos de ropa de diseño, pero durante el recorrido no me atrevo a alzar el rostro. Me avergüenza mi aspecto y siento que desentono en estos lugares que solo visitan determinado grupo de gente.  

No tuve más remedio que esconder la risa cuando, después de un interminable rodeo, Monic decide entrar en Marinella.

Enseguida nos atienden dos empleadas exquisitamente vestidas. Nos hacen pasar a unos amplios vestidores y colocan sobre el diván de cuero color caramelo un sinfín de vestidos de diferentes cortes y colores. Frunzo el ceño al contemplarlos más de cerca.

«Dudo que alguno de ellos pueda quedarme bien. Además, todos tienen pinta de ser carísimos».  

Las dependientas me miden el pecho, la cintura y las caderas con una cinta métrica. Luego hacen lo mismo con la longitud que hay desde arriba de la cadera al tobillo. Anotan mis medidas en un cuaderno e ignorándome por completo, se dirigen hacia Monic para hablar con ella.

Seguidamente, vuelven a aparecer en la salita con más vestidos. Se los muestran uno a uno y ella va asintiendo o negando siguiendo su propio criterio. Parece que no necesita mi opinión para eso.

—Sí, debe ser de color azul. Su piel morena resaltará con este azul turquesa, además es el color favorito de mi hijo.

La dependienta se acerca ondeando el vestido delante de mí para que pueda verlo bien.

A simple vista puedo apreciar que es un vestido asimétrico que deja un hombro al descubierto, luego se ajusta a la cintura y cae con algo de vuelo hasta los pies. Es de líneas simples y sinuosas y el tejido sedoso parece ser de esos que se adaptan a las cuervas de un cuerpo femenino.  

—Bien. Entremos en el vestidor, te ayudaré a ponértelo.

—No hace falta... —Me apresuro a decir.

—¡Claro que sí señorita, es mi trabajo! —La mujer sonríe amablemente y me acompaña hasta el vestidor con ese impresionante vestido azul en las manos. Luego corre las cortinas y lo cuelga en el perchero para ayudar a desvestirme.

Me pongo tensa en cuanto siento sus manos retirándome la sudadera poco a poco. Me siento demasiado abrumada para actuar, es como si mi mente no tuviera tiempo de adaptarse a los cambios y actuar. En cuanto quedo parcialmente desnuda, el rostro de la dependienta cambia.

—¿Qué es esto? —Pregunta acariciando la venda que siempre llevo puesta para esconder el pecho— Enseguida vuelvo —dice antes de que logre explicárselo.

—Señora Lucci, creo que tenemos un problema.

—¿Un problema? ¿Cuál?

—Tiene que ver esto.

Mi corazón bombea fuerte. Monic irrumpe en el vestidor y me observa sin decir nada, su expresión me hace sentir aún más incómoda.

—Pero... ¿Es lo que creo que es?

Desvío la mirada. Lo cierto es que ahora mismo me parezco a un monstruo de feria.

—¡Quítaselo! —Ordena de inmediato.

—¡Señora Lucci! Por favor, no creo que... —Le digo escondiéndome el pecho todo lo que puedo para que no me toquen.

—Shhhh ¡Ni una palabra! Quiero ver qué es eso que escondes.

Trago saliva. No puedo llevarle la contraria, está decidida y su rotundidad es implacable. Desplego poco a poco los brazos colocándolos hacia arriba para dejar que la dependienta desenvuelva lentamente la venda. Sigue así hasta quitármela por completo.

Luego, me desabrocha el sujetador y mis senos quedan finalmente al descubierto. Miro atentamente a esas dos mujeres, roja como un tomate.

Monic se fija en las marcas de quemaduras de cigarrillo que tengo en la parte baja de la espalda y las cicatrices de cortes de tiempo atrás, pero decide pasar esos detalles por alto y retirar las manos que cubren mi pecho. Las señales rosas del vendaje han quedado grabadas en la piel.  

—Madre mía Ingrid, ¿Por qué te maltratas de este modo? —Monic parece muy afectada— Tienes unos pechos preciosos —me contempla con una expresión que no sé interpretar—. Tienes un cuerpo espectacular, realmente no esperaba encontrar esto, no me lo creo.

Me cubro un poco para que deje de mirarme, pero ella se acerca y vuelve a retirarme los brazos para seguir observándome de arriba abajo. La modista no pierde el tiempo y sigue desvistiéndome ante su atenta mirada. Estoy muy nerviosa, siento como si estuviera pasando un examen que de sobras sé que he suspendido.

—Estas piernas son... son increíbles, Ingrid. ¿Por qué te cubres tanto?

Me encojo de hombros.

—Nunca me he sentido a gusto con mi cuerpo.

Monic entrecierra los ojos y parece apenarle mi comentario. Suspira y vuelve a mirarme a los ojos.

—Lo entiendo —dice acercándose a mí para ponerme las manos sobre los hombros—. Pero mírate detenidamente en el espejo, eres perfecta. Esbelta, torneada y muy, muy atractiva. Mucha gente mataría por tener lo que tú tienes, incluida yo.

Me giro con los ojos abiertos como platos; no puede estar hablando en serio.

—Oh, cariño... no puedo imaginar el daño que han debido hacerte, pero créeme, tú no eres esa fachada bajo la que te escondes habitualmente, tú eres así y tienes todo esto, déjame que te saque partido. Luego decides lo que quieras, puedes acudir a nuestra fiesta mañana o no, pero déjame ayudarte a descubrirte.

Mis ojos se humedecen. Ella también lo sabe, sabe lo que ocurrió y me entristece sobre manera no poder ocultar mi gran secreto a nadie. Me avergüenza que me miren diferente, después de todo, he pasado toda la vida intentando superarlo y ocultándoselo a los demás.   

—¿Marcello ha visto esto? —Me pregunta de repente.

Mi respiración se agita mientras mis ojos se abren tanto que a punto están de salir disparados de sus órbitas. No puedo hablar, así que niego frenéticamente con la cabeza.

—Increíble. Aun así le gustas —parpadea un par de veces y vuelve a mirarme. Me cubro el abdomen y me encojo un poco; esto es demasiado.

—No te escondas. ¡Ponte recta!

—Yo... yo no puedo, me veo gorda y...

—¿Gorda? —Sus ojos me contemplan alucinados— Ingrid, no hay un solo gramo de grasa en tu cuerpo, de hecho esto que escondes, —Dice poniendo las manos a ambos lados de las curvas de mis caderas— Es tu mejor arma.  Cualquier hombre caería rendido a tus pies si viera lo que yo estoy viendo ahora. Y sí, no me cabe ninguna duda de que Marcello también caería.

—¿Qué dice? —Mis mejillas arden tras su último comentario— Exagera.

—No, no exagero en absoluto. Lo que tú posees no es algo que tenga mucha gente. A los hombres de verdad les gustan las cuervas de una mujer y tú las tienes en su justa medida.

La modista vuelve a entrar. Tras comprobar que las medidas que me tomó sobre la ropa habían sido erróneas, ha ido a cambiar la talla del vestido.

Me lo coloca delicadamente por la cabeza y va deslizándolo con cuidado por mi cuerpo hasta los pies.

Miro la imagen que se proyecta en el espejo. Si no fuera por la cara de niña triste que veo en él, jamás diría que ese cuerpo me pertenece. Aunque debe ser cosa del vestido, no únicamente se ajusta divinamente, sino que también realza mis pechos y mi trasero.

—No tengo palabras —dice Monic recolocando los pliegues del vestido—. Perfecto. Enséñanos más.

La dependienta sale apresuradamente y regresa con más modelos. Vestidos cortos, faldas de tubo con blusas a juego, trajes largos, incluso me pone uno que parece un camisón, es rosa pálido y queda holgado, aunque se transparenta todo mi cuerpo.

Soy demasiado tímida como para atreverme a llevar esto.

—Nos lo llevamos también —dice Monic sin darme tregua. Lo que más me molesta es que entre toda esta ropa elegante no hay cabida ni para un simple pantalón, es como si Monic quisiera eliminarlos de mi vestuario para siempre.

Mi perplejidad llega cuando nos situamos frente a la caja y coloca en el mostrador cinco vestidos. La miro sin comprender.

«¿Es que va a comprarlos todos?»

—¿Cuánto cuesta todo esto? —Le pregunto sintiendo una punzada de remordimientos.

—No me importa. Cueste lo que cuente te lo voy a comprar, siento que con ello hago un enorme favor a la humanidad –sonríe irónicamente–. Puedo permitírmelo, así que no padezcas. Estando con nosotros el dinero no es algo por lo que debas preocuparte. Otros lo harán por ti, así que ¡Vamos! Todavía nos queda mucho por hacer.

Caminamos a paso ligero hasta el coche. Los guardaespaldas nos abren las puertas y conducen rápidamente por calles imposibles, estrechas y repletas de curvas pronunciadas.

En cuanto el coche se detiene, Monic se baja rápidamente. Yo hago lo mismo.

Mi rostro se congela en cuanto nos disponemos a entrar en una peluquería. Monic tira suavemente de mí hasta que acompaso su paso y cruzamos el umbral con decisión.

—¡¡¡¡Monic!!! Es todo un placer volver a verla.

Un hombre menudo de mediana edad se acerca a nosotras moviendo las manos de forma afeminada. Besa discretamente a Monic en las mejillas y luego detiene su mirada en mí. Frunce el ceño.

—Como habrás advertido, Pierre, te traigo a una nueva clienta. Se llama Ingrid.

Pierre me da dos rápidos besos en las mejillas. Luego, sin venir a cuento me sujeta la barbilla obligándome a mover el rostro en diversas direcciones.  

—Será fácil. Hay algo de materia prima ahí abajo –acepta al fin.

Le contemplo sorprendida. No sé si reír o echarme a llorar tras su último comentario.  

—Eso ya lo sé. Solo hay que descubrir toda esa belleza que durante años se ha empeñado en ocultar. No nos llevará mucho, ¿verdad?

—¡Claro que no! Por favor, pasad por aquí preciosas.

Pierre da un par de palmadas al aire y dos empleados acuden en el acto.

—Traed un café y una revista para la señora. Nos esperará aquí, ¿verdad?

—Preferiría entrar, la verdad.

—Oh Monic… no, no, no —se cruza de brazos estirando una pierna al mismo tiempo — ¿Acaso le preguntaron a Miguel Ángel si podían ver la capilla Sixtina antes de acabarla? Usted espere aquí tranquila. Le prometo que cuando salgamos me acompañará una Diosa en lugar de un ser humano.

Monic ríe y acepta de buen grado la propuesta de Pierre. Yo no hago más que contemplar la escena boquiabierta, después de todo, alguien ha osado contradecirla.

—¿Qué vas a hacerme? –Pregunto mientras me sientan frente a un espejo enorme y me cubren el cuerpo con una capa negra.

—Voy a esculpirte, cariño. ¡Oh, Dios mío! —Vuelve a ladearme el rostro, esta vez escandalizado— ¿Cuánto hace que no pisas una peluquería?

Se me escapa una breve carcajada.

—No me acuerdo.

Pierre, de forma exagerada, coge un abanico y empieza a ventilarse la cara.

—¿Y una limpieza de cutis?

Pierre cierra los ojos preparándose para lo peor. Lo observo en el espejo y vuelvo a reír.

—Nunca me he hecho una.

Pierre parece despertar de golpe. Su abanico queda congelado así como sus facciones.

—Creo que me va a dar un sofoco. ¡Anna, Sara, Claudia! ¡Rápido, aquí! ¡Ahora!

Aparecen tres personas en la habitación.

—Una limpieza exhaustiva de cutis, uñas, cejas y labios... ¡Ufff! necesito una tila antes de empezar. ¿Quieres tomar algo cariño?

Niego con la cabeza.

—Está bien. Relájate y déjate hacer. En cuanto regrese intentaremos hacer algo respetable con ese pelo, pero no antes de que mis compañeras te dejen como una patena. Voy a hablar con Monic.

Pierre se aleja refunfuñando algo por el pasillo. Yo decido no hacerle caso y centrarme en esas personas tan amables que se han puesto manos a la obra conmigo. Tengo a una chica liada con mi cutis, otra a los pies y la que queda está retocándome las uñas de las manos con un montón de utensilios extraños y afilados.

Después de una hora, miro los arreglos; bueno, no están del todo mal...

Pierre entra en la habitación poco después. Sonríe al ver que me han dejado medianamente aceptable para su gusto. Ahora le toca a él.

Sin decir nada ladea mi cabeza y empieza a cortar sin tan si quiera mojarme el pelo. Observo que me está cortando el pelo de forma desigual, escalando en las puntas con una navaja pero manteniendo el largo. Luego, aplica una serie de mezclas cremosas en un bol y empieza a pasarme el mejunje por la cabeza con un pincel. Nunca me había teñido hasta hoy.

Observo como combina diferentes colores, haciendo una especie de mechas para ofrecer algo de luz a mi cabello apagado.

Después de esperar lo que me parece una eternidad, por fin me lava cabeza, me la seca con el secador y moldea mi pelo rebelde. Primero con un cepillo y luego con una plancha.

El resultado no podía ser mejor. No únicamente me ha rejuvenecido el corte sino que además, me favorece, al igual que el color que ha elegido.

—¡Bualá! Ya hemos terminado —anuncia con una exagerada sonrisa.

Monic entra poco después. Sus pupilas se dilatan nada más verme.

—No –dice mientras coloca el dedo índice bajo mi barbilla obligándome a alzar el rostro—. No mires al suelo, estás sensacional y creo que tú ya lo sabes. Ahora solo falta que empieces a creértelo.


 

18

Agradezco la soledad que se respira en casa, y más después de un día ajetreado como el de hoy.

Cierro todas las ventanas, corro las cortinas y me miro largo rato frente al espejo de mi cuarto.

Esta no soy yo. El cambio ha sido tan grande que tardaré un tiempo en acostumbrarme.

Mi tez morena enmarcan unos ojos enormes de color negro. Acaricio los suaves bucles de mi cabello y los ondeo bajo la luz blanca del espejo. El brillo que desprende es cegador, ¿cómo diantres lo han conseguido?

Acaricio mis mejillas, tan suaves y delicadas, las carísimas cremas realmente funcionan. Desciendo la mano por mi cuello, palpo mi cicatriz y me estremezco, por lo que decido pasar de ella y seguir observándome.

Me quito la camiseta y los pantalones, luego la ropa interior hasta quedarme completamente desnuda. Aunque parezca increíble, hasta ahora no me había atrevido a contemplarme así. Palpo partes de mi cuerpo que antes solo tocaba de pasada y descubro que, después de todo, no estoy tan mal, soy medianamente aceptable. Quizás tengan mucho que ver esos caros vestidos que hoy han conseguido subirme la moral. Descubro con asombro que mi piel es suave, cálida y tersa bajo las capas de ropa. En realidad no hay nada raro en mi cuerpo, solo que es demasiado llamativo para mí gusto. Demasiadas... curvas.

Pongo las manos en las caderas y me ladeo para observar el trasero. Todo está en su lugar. Lástima que no tenga el valor necesario para ponerme ropa que me favorezca, claro que por otro lado, sentirme observada, el centro de las miradas de los hombres es algo que no podría soportar en la vida. Hasta ahora había sido fácil pasar desapercibida, esconderme tras un flequillo largo que me ocultaba el rostro, ropa ancha que me desdibujada y por supuesto, una venda que se encargaba de aplastar mi pecho hasta hacerlo prácticamente invisible.

Si decido entrar en el clan, dejarme ver en compañía de Marcello o algún otro miembro de su familia, no solo seré el centro de todas las miradas, además me veré obligada a vestir de determinada manera... el único consuelo que hayo es la certeza de que nadie se atreverá a hacerme daño, con ellos de mi parte es como si llevara un escudo protector encima.

Resoplo mientras me dirijo hacia el armario para encontrar un pijama qué ponerme.

No creo que nada de esto salga bien. De hecho estoy convencida de que a Marcello no le sentará bien verme en su círculo privado. Debería negarme a ir, al fin de cuentas él es quién ha roto lo poco que habíamos construido.

Me rasco la cabeza con nerviosismo; todo ha ocurrido tan deprisa que no me ha dado tiempo a pensar. No tiene sentido que la señora Lucci haya venido a verme para hablar de un sentimiento que cree tener su hijo conmigo. ¿Y si se equivoca? ¿Y yo? ¿Qué hay de mí? ¿Realmente quiero esto? La única verdad es que le echo de menos, quizás eso baste para armarme de coraje y hacer algo que jamás pensé que haría.

Es mi día libre. Aprovecho la mañana para limpiar a fondo cada rincón de la casa. Suelo hacerlo cuando estoy nerviosa, he descubierto que mantenerme ocupada me ayuda a relajarme y pensar con claridad. Así que después de planchar una colada, poner una lavadora, hacer la habitación y los baños a fondo, airear las alfombras, fregar los platos, aspirar el polvo, limpiar los cristales y quitar la grasa adherida al horno durante generaciones, decido que ha llegado el momento de darme una merecida ducha y descansar.

Al final he tomado una decisión: muy cobardemente, no acudiré a mi cita de esta noche.

Estoy prácticamente dormida en el sofá cuando escucho el timbre de la puerta. Me levanto torpemente y abro sin tan siquiera preguntar quién es.

—¿Ingrid? —Pregunta un hombre con pinta de chófer acompañado de una mujer con un maletín.

—Sí.

—Hemos venido a recogerla.

—¡Oh!

—No sin antes peinarla y maquillarla —sonríe la mujer y entra en casa sin esperar mi permiso.

—Verá debe haber un error, al final he decidido no acudir a la celebración de esta noche.

—La señora Lucci nos previno de que usted diría eso. Y nos dijo que le recordáramos que hay oportunidades que solo se presentan una vez en la vida.

La miro sorprendida mientras extiende sobre la mesa del comedor un montón de brochas y un estuche de maquillaje.

—También nos dijo que pasara lo que pasara, no aceptáramos un "no" por respuesta. Así que Ingrid, le agradecería que nos lo pusiera fácil, por favor.

Mi perplejidad es notable. Suspiro resignada y me siento en la silla que la chica me indica; está visto que no puedo negarme.

Me peina el cabello dejándomelo suelto y ligeramente moldeado con el cepillo. El flequillo hacia un lado, despejando los ojos.

Empieza a maquillarme, no sé bien los colores que utiliza y lo cierto es que me da igual, haga lo que haga tengo la sensación de que apareceré en la gala pintada como una puerta.

Me ofrece un espejo para que me mire una vez terminado el trabajo. Me contemplo sin reconocerme.  

—Ahora brilla como una estrella señorita. ¿Vamos a por ese vestido azul?

La miro sin con atención.

—La señora me dijo que le ayudara a enfundarse el vestido azul para esta noche.

Suspiro mientras la acompaño a la habitación, cojo el vestido azul del armario y me lo pongo mientras ella me ayuda para que ni el peinado ni el maquillaje se estropee.

—Vaya...

Sonrío frente al espejo. Parezco a punto de pasar por la alfombra roja.


 

19

El salón está abarrotado de gente.

Marcello todavía no ha ido a saludar a sus invitados. Prefiere esperar a que se acomoden antes de empezar a estrechar sus manos e interpretar el eterno papel de anfitrión consabido.

Se coloca la corbata. Su apariencia es firme, seria, como la de un magnate importante. Incluso se ha fijado el pelo hacia atrás con gel remarcando la raya a un lado, por lo que sus ojos llamativos parecen todavía más grandes.

Marcello desciende las amplias escaleras de mármol hasta llegar al salón principal. Su madre ha dado orden de hidratar los muebles de estilo francés, provenientes de la época en la que José Bonaparte gobernó Nápoles y muy cotizados entre sus iguales.

Las mesas redondas y esparcidas por la habitación, lucen los centros de mesa con flores color lavanda, y frente a cada silla una etiqueta con el nombre de la persona que ocupará ese lugar.

Su tío de Marsella corre a saludarle. Hace años que no se ven por los problemas de salud de su hijo menor, pero ahora parece haberse recuperado por completo.

Marcello barre rápidamente el salón con la mirada. Siempre la misma gente, las mismas caras más jóvenes o envejecidas, pero todo igual.

También está cansado de los trajes, los vestidos de alta costura, la comida ornamentada con verduras talladas en formas imposibles.

Le aburre tanto ese mundo que apenas ha bajado y ya desea volver a su cuarto para encerrarse en él.

El color negro: elegante y sobrio está por doquier. Algunas de las mujeres más jóvenes se atreven con un rojo o gris perla para ofrecer una mínima nota de color entre los invitados.

Marcello mira extrañado el único vestido diferente que hay en la sala. Bajo el umbral de la puerta que da lugar a la sala de los sofás reluce un llamativo vestido color turquesa. La espalada de la joven parcialmente descubierta es sensual. Ni siquiera su larga melena oscura ha invadido la totalidad de esa pequeña porción de carne desnuda.

No le hace falta seguir mirándola, desde la distancia constata que no la conoce.

Tal vez María de Pompeya....

Arruga el entrecejo al darse cuenta de que María está sentada en una silla y lleva un vestido de color negro. Nadie se atrevería con un color así.

Su propio hermano y tres personalidades más también han reparado en esa extraña belleza morena. La rodean abrumándola, haciéndole reír, posiblemente con absurdas historias.

Seguramente su sonrisa también es hermosa –piensa para él.

Sin embargo toda esa curiosidad no le sirve para ir a verla.

Camina en dirección contraria bajo la atenta mirada de Monic. Que deja de hablar con otras esposas a la espera de observar un cambio en el rostro de su hijo. Pero este no le revela absolutamente nada.

La banda disminuye notablemente el volumen de la música, señalando así que es hora de ocupar sus sitios en las mesas.

 Marcello es el primero en acudir a la gran sala, mientras espera a que poco a poco se vaya llenando.

Separa su silla y a punto está de sentarse cuando distingue entre el tumulto el rostro de Ingrid.

Sus ojos se abren desmesuradamente incrédulos, persiguiéndola para no perderla.  Su boca se descuelga al ser testigo de cómo su presencia llama la atención de gran parte del grupo. Todos los solteros ya se han presentado, agasajándola con vulgares piropos  esperando una reacción por su parte.

Pero ella se mantiene al margen, como no. La conoce demasiado bien para saber que todo eso le molesta.

En cuanto sus miradas se encuentran, solo un fugaz segundo, Marcello se muestra más serio que nunca.

Finalmente se sienta en su sitio sin dejar de mirarla, pues ella ocupa el asiento de enfrente.

Expulsa el aire bruscamente por la nariz, como un toro a punto de embestir. Automáticamente empieza a barajar posibilidades en su mente que trasladan a Ingrid a la situación actual. Mira repentinamente a su madre y comprende que ella es la principal causante de haber alterado el orden lógico de las cosas. Como siempre, intenta controlar cada pequeño detalle de su vida y eso le exaspera profundamente.

Cenan los entrantes, primer plato, segundo y el postre. Seguidamente los comensales empiezan a alzarse de las mesas para ir a fumar, mientras sostienen una copa de brandy o coñac.

El miembro más joven de los Foiras, un importante clan del norte, parece haber monopolizado a Ingrid. Insiste en retenerla y acapararla constantemente, cosa que a Marcello, le parece intolerable.


 

20

 

 

—¡Oh vamos Marcello! ¿Es que vas a estar enfadado toda la noche?

                Él mira a su madre con crueldad.

                —No tenías ningún derecho a hacer esto.

—¿Por qué? –Pregunta indignada— Soy tu madre y desde mi punto de vista sí tenía que hacer esto –puntualiza devolviéndole el tono condescendiente.

                —No me gusta que intentes controlarme así.

                —No, Marcello, te equivocas. No pretendo controlar nada, solo ofrecerte en bandeja lo que más quieres.

                —¡Qué sabrás tú!

                —¡Marcello! –Su madre vuelve a reclamar su atención— Mírame un segundo y dime que realmente he hecho mal. Dime que no deseas volver a verla y te juro por Dios que hago que la lleven a casa ahora mismo.

                Marcello la mira frunciendo el ceño pero no dice nada.

                —Lo sabía –sonríe satisfecha—. A una madre no se le escapan ese tipo de cosas.

                —No tenías derecho a invitarla, a introducirla en nuestro mundo sin mi consentimiento.

                —Me temo que tú no lo habrías autorizado nunca, cariño –Monic acaricia el rostro lastimoso de su hijo—. Eres demasiado bueno para ser egoísta y pensar solo en tu beneplácito. Pero diré en mi defensa que ella no opuso mucha resistencia para estar aquí, es más, fue mencionar tu nombre y cambiar de actitud. Pasó del rechazo a la comprensión en un instante.

                Monic mira a Ingrid a través del cristal de la sala, ella no se percata de nada. Está sola en una esquina, aunque prevé que no será así por mucho tiempo. De hecho Claudio no deja de observarla sin que esta se dé cuenta.

                —¿Te has fijado en como la miran? Parece como si hubiera nacido para esto, todos se han dado cuenta y si no te das prisa, no permanecerá soltera mucho tiempo. Ingrid atrae, tiene mucho magnetismo, salta a la vista.

                —Madre, por favor…

                —Mira hijo, te conozco mejor de lo que crees. Eres un buen hombre, el mejor del mundo en realidad.

                —¡Pero qué dices!

                —¡Calla! –Le ordena Monic volviendo a alzar su rostro para toparse con su mirada— Tú no te dejas llevar por las mujeres bonitas y vacías, tú no buscas únicamente satisfacer tu instinto sexual.

                —No me puedo creer que estemos manteniendo esta conversación, es de locos…

                —¡No he terminado de halar! –Le recuerda con severidad.

                —¡Pues acaba! Porque todo esto me da dolor de cabeza.

                —Tú buscas algo más en una mujer y esa chica lo tiene, lo sabes.

                —No eres consciente de lo que dices. Es una extranjera, jamás encajaría aquí...

                —¿Acaso es eso lo que hace mella en tus sentimientos?

                Monic mira a Marcello y estudia atentamente su rostro.

                Su indecisión no es cuestión de razas.

                —Es española. Somos como hermanos, la misma sangre corre por nuestras venas, así que ese no es motivo suficiente para que la rechaces de ese modo. ¿A caso hay algo más que yo no sepa?

                Marcello abre mucho los ojos y se apresura a negar las sospechas de su madre con la cabeza.

                —Ella te gusta. Puedo sentirlo. Quizás me aventure y diga que es la única mujer que alguna vez te ha gustado de verdad. Haces cosas por ella desinteresadamente, la respetas y no es precisamente porque te dé pena, como quieres aparentar. Hay más en tu cabeza...

                —¡No dices más que sandeces! –Marcello se retira de su madre con brusquedad.

                —En cualquier caso, te aconsejo que la mires –él obedece, aunque solo por complacer a su madre. Se vuelve para mirar a Ingrid y un sentimiento extraño se aloja en el fondo de su estómago—. Ve a hablar con ella, y si realmente estamos equivocados, retrocede, no tienes nada qué perder.

                Monic besa tiernamente la mejilla de su hijo, él parece estar ausente.

                —Soy mujer por encima de todo, digamos que tengo un sexto sentido y no se me escapa nada.

                Monic se dispone a dejarlo solo pero él se lo impide.

                —Espera mamá, dime la verdad. ¿Por qué has hecho esto? Yo no quería meter a Ingrid en nuestro mundo y lo sabes. Así que dime, ¿Por qué?

                —Cariño... –empieza con fingida inocencia– Yo solo quiero que seas feliz. No puedo quedarme quieta mientras veo como te consumes por no tener el valor de hacer lo que quieres.

                —Mamá... –Reproduce en tono de advertencia.

                —¡Ay! está bien... —Pone los ojos en blanco antes de encarar a su hijo— Se acabaron las huídas matutinas, los paseos a escondidas y todas esas cosas sin escolta. Si decides estar con esa chica lo harás público de una maldita vez, porque no pienso dejar que mi hijo se exponga por no involucrarla a ella, ¡faltaría más!

                Ríe con dureza.

                —Así que en realidad se trata de eso...

                —¿De qué sino? Tú eres mi hijo y te quiero con locura. Haría cualquier cosa por ti, Marcello.

                Él suspira y devuelve la mirada a la sala a través del cristal. Van a empezar los bailes. 

                Monic se aleja dejando a Marcello solo con sus pensamientos.

                De repente se siente presionado, su madre ha forzado las cosas. Por otro lado, no puede negar que algo extraño le pasa respecto a Ingrid. De hecho durante estas últimas tres semanas no ha dejado de pensar en ella y cuando por fin empezaba a olvidarla ocurre esto. Encima se presenta con todo el cargamento. Jamás la había visto así, de hecho le cuesta mirarla ahora, pues no le parece la misma persona. Su otro aspecto estaba bien, podía relajarse y abrirse a ella porque nada más obstaculizaba su mente, sin embargo ahora, no cree que todo vuelva a ser lo mismo.

                Suspira fuerte y sale de la habitación para reunirse con el resto de los invitados.

 Continuará...