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El contrato (novena parte) 9

en Grandes Series

     Nota de la autora: Esta es la novena entrega de la saga, hasta aquí habéis leído el equivalente a 195 páginas de word, ya es más de la mitad y aunque cada vez nos acercamos más al final, todavía queda lo mejor por descubrir. Esta entrega es una de mis favoritas, espero que a vosotros también os guste. Como siempre, gracias por opinar, leo todos los comentarios y es por ellos que procuro publicar como mínimo una entrega a la semana.

 

     En el capítulo anterior...

 

(...)

     —¿Qué es la felicidad, Diana? ¿Tener cosas? ¿Dinero? ¿Reconocimiento? Me temo que mi felicidad se marchitó siendo yo un niño y no he conocido otra cosa. ¿Crees que me importa algo todo lo que he conseguido? –negó con la cabeza– Esto me da absolutamente igual, mi casa solo sirve para generar trabajo a mis empleados y mantener a salvo a la gente que me importa, es un mero refugio. Si solo se tratara de mí, sería igual de feliz en una caravana mugrienta. Nada, ninguna cosa que poseo puede devolverme lo que perdí aquella tarde. No únicamente perdí a mi madre, el incendio se llevó también una parte de mí mismo.

     —¡No! –le interrumpí, convencida– Eso no es cierto, todavía queda algo del antiguo Edgar bajo los rescoldos. ¿Qué me dices de tu afán por el coleccionismo? Es evidente que adquirir cosas únicas te aporta felicidad y es obvio que llevas haciéndolo mucho tiempo.

     Sonrió con amargura, sus ojos se llenaron de lágrimas y algo muy extraño se alojó en el fondo de mi pecho. Me dolía verle así y carecía de argumentos para levantarle el ánimo, casi hacía que me arrepintiera de  haberle obligado a desvelar sus secretos mejor guardados y remover heridas mal curadas del pasado. Quizás por eso estaba ahí, esa era mi misión en la vida: sacarle todo lo malo para luego poder curarle, hacer que volviera a creer en las personas, a valorar lo sencillo, a sentirse satisfecho consigo mismo. Mi trabajo acababa de empezar pero no pensaba rendirme, sentía que estaba cerca de alcanzar mi meta.

     —No entiendes nada, Diana –tragó saliva, intentando controlar sus emociones–. Coleccionar no me hace especialmente feliz.

     —¿Entonces? –quise saber– ¿Qué sentido tiene?

     Suspiró y agachó la cabeza con gesto meditabundo. Esperé paciente a que se produjera un cambio, pero nada. Hasta que por fin alzó el rostro y me miró con ojos enigmáticos. Un segundo después me sonrió, repentinamente divertido.

     —Acabo de recordar una cosa que sí me gusta hacer.

     —¿Ah, si?

     —¡La música! –exclamó poniéndose en pie de un salto– lo que me recuerda que he sacado tu dichosa canción con la guitarra.

     Sonreí y me alcé dando nerviosas palmadas de entusiasmo.

     —¿Call me maybe, de Carly Rae? –quise asegurarme.

     —¡Esa! –confirmó animado y con expresión de entusiasmo.

     Le seguí alegre hacia la sala de música, no podía dejar de canturrear la canción por el camino, Edgar se limitó a sonreír.

     Antes de poner un pie en la habitación le interrumpí colocándome delante de él.

     —Que te quede claro; me he dado cuenta de que has corrido un tupido velo en mitad de la conversación eludiendo mi última pregunta.

     —¿¿¿Yo??? –Preguntó con fingida inocencia sin dejar de sonreír.

     —Pero he decidido pasarlo por alto porque ya hemos tenido suficientes recuerdos tristes por hoy y solo nos podemos animar con Carly Rae.

     Edgar asintió con la cabeza.

     —Veo que eres suspicaz, tendré que mejorar mis evasivas de ahora en adelante.

     Nos echamos a reír, y de pronto, nada importaba. Su vida anterior, la mía, las palabras a medias... en ese momento solo éramos un chico y una chica cualquiera, dispuestos a evadirnos con buena música.

 

 

En familia

 

     —María, ¿qué hora es? Deben estar a punto de llegar.

     —Todavía es pronto.        

     —Pero... ¡Jo! estoy nerviosa.

     Miré por la ventana, esperando a que el coche de Philip regresara. Edgar había insistido para que los esperara en casa, alegando que así el reencuentro sería más agradable y podríamos tomárnoslo con calma, enseñar sus habitaciones, hablar de todo lo que había hecho desde que llegué, mostrarles mis fotografías...

     —¿Crees que estoy bien? –extendí las manos y di una vuelta para que María pudiera verme bien– ¿He elegido el vestido apropiado?

     Sonrió y se acercó para acariciar mi mejilla.

     —Estás muy bien, cielo.

     —Quiero causar una buena impresión, que vean que las cosas han resultado ser mejor de lo que esperábamos y que ahora todo es casi perfecto. Me muero de ganas de verlos.

     —Es natural, hace casi un año que no os veis.

     —Nueve meses –corroboré–. Toda una eternidad.

     Caminé hacia la otra ventana, a ver si desde ahí se veía mejor la entrada de la casa.

     —¿Y crees que ellos estarán bien?

     —Seguro que sí, de lo contrario sus cuidadores te habrían informado.

     —Eso es cierto. Además cada vez que hablaba con Marcos me daba la sensación de que estaba mejor.

     —Pues entonces relájate, ¿quieres? Me estás poniendo nerviosa a mí también.

     Suspiré y cerré los ojos, intentando hallar la paz.

     En cuanto volví a abrirlos, distinguí un coche en la lejanía.

     —¡Ya han llegado! –anuncié entusiasmada.

     Corrí hacia la puerta y la abrí de par en par. No dejé de correr por sendero asfaltado hasta colocarme al lado del coche y hacer señas con la mano.

     Philip apagó el motor unos metros antes de llegar a casa, vio que no podía dejarles avanzar porque quería abrazar a mi familia cuanto antes. Cuando las puertas se abrieron me fijé una centésima de segundo en el rostro de Edgar, su expresión era inescrutable y eso me confundió. Las puertas traseras se abrieron poco después, distrayéndome, y la enfermera se apresuró a abrir el maletero para extraer la silla de ruedas.

     —¿Marcos? –me asomé sonriente para verle, pero al igual que Edgar, percibí cierta tensión en su rostro.

     No quise hundirme por eso y corrí hacia el otro lado, aprovechando que Edgar y la enfermera se disponían a acomodar a mi hermano en la silla de ruedas. Philip se colocó junto a mí y ayudó a mi padre a bajar del coche. Contuve la respiración al constatar que estaba mucho más viejo de lo que me esperaba. No únicamente tenía el pelo cubierto de canas, había adelgazado muchísimo y su cuerpo había adoptado posición de interrogante. Ahora necesitaba un bastón para apoyarse.

     —¿Qué está pasando? ¡Quiero ir a casa! ¿Quién se creen que soy para...?

     —¡Papá! –le interrumpí colocándome frente a él y sosteniendo sus brazos para hacerle reaccionar. Estaba desorientado y tan cambiado que me entraron ganas de llorar.

     —¡Dios mío! Esther, ¿qué estás haciendo aquí, a ti también te han secuestrado?

     Abracé a mi padre con fuerza.

     —No soy Esther, soy Diana, ¿te acuerdas de mí?

     —Diana... –mi padre me acarició el rostro con la yema de los dedos– ¡Qué preciosa estás!

     Volví a abrazarle y enterré la cara en su cuello; su olor invadió mi mente trayéndome recuerdos de la niñez.

     —¿Qué hacemos aquí, cariño?

     —Son unas vacaciones, ya veréis, os encantará este castillo. Es agradable teneros aquí, os he echado tanto de menos...

     Se acercó la cuidadora que Edgar había contratado y cogió el brazo de mi padre para enhebrarlo al suyo.

     —Me alegro mucho de conocerle señor Sanz, ahora le acompañaré a su habitación y le ayudaré a instalarse.

     Mi padre se giró en mi dirección.

     —¿Tú también vienes, hija?

     —Sí, papá, enseguida voy.

     —¡Dejadme de una jodida vez! –corrí hacia el otro lado del coche para ver a Marcos.

     —¿Qué pasa? –quise saber.

     —No quiero que ninguno de ellos me ponga una mano encima –señaló en la dirección de Edgar y Philip–, esto es una locura, no deberíamos estar aquí, ni siquiera tú, Diana.

     —Cálmate Marcos.

     —¡No me pidas que me calme, joder!

     —Está bien –me acerqué a él y me puse tras la silla–, vamos a dar una vuelta tú y yo solos antes de entrar en casa, ¿te apetece?

     —No me apetece hacer ni una mierda en este lugar del demonio.

     Cargué de aire mis pulmones y caminé alejándome todo lo posible de Edgar para que no se sintiera violento por las duras palabras de mi hermano, aunque intuía que el trayecto desde el aeropuerto hasta casa no había sido fácil.

     —Bueno, ahora estamos solos –detuve la silla y me coloqué frente a él para darle un beso– ¿Qué te pasa Marcos? ¿No te alegras de verme?

     —¡Claro que me alegro! El problema es que no puedo relajarme en presencia de ese hombre que nos ha separado, que te está utilizando vete a saber para qué. Lo siento Diana, pero no estoy cómodo.

     —Ese hombre, como dices tú, es gentil y bueno. Puede que no lo parezca, incluso que asuste un poco, pero confío plenamente en él y tú deberías hacer lo mismo. Nos está ayudando, Marcos.

     —¡Joder Diana! ¿Te estás oyendo? ¡Eres una marioneta en sus manos, te ha lavado el cerebro por completo! Te ha arrebatado la vida que tenías apartándote de todo, ¿no lo ves?

     Descendí la mirada.

     —Sé que es lo que parece desde fuera, incluso yo también pensaba eso al principio. Pero ahora las cosas han cambiado y estoy contenta de estar aquí. ¿No puedes simplemente alegrarte por mí?

     Retrocedió en su silla.

     —¿Qué te ha hecho? Esta no eres tú, ¡mírate! –señaló mi ropa.

     De repente me empezaron a escocer los ojos, había puesto muchas esperanzas en este encuentro y creía tener todo bajo control, era obvio que algo se me había escapado.

     —Sigo siendo la misma de siempre –cogí una de sus manos y la llevé junto a mi corazón–, te quiero muchísimo y estoy  intentando lidiar entre las dos mitades de mi vida. Ahora Edgar también forma parte de mi vida y deberías aceptarlo.

     —Sé que crees estar en deuda con él, pero no es necesario que sigas adelante. Encontraremos la forma de hacer frente a nuestros problemas, de volver a resituarnos en el camino. Puedo con esto, de verdad, puedo...

     —¡Marcos, para! Todo ha cambiado, no podemos volver atrás sin más.

     —¿Por qué? ¿Qué chantaje ha empleado ese desgraciado para obligarte a permanecer aquí.

     —Mira, te aprecio un montón, te quiero más que a mi vida y nada me gustaría más que darte la razón en este tema, pero no se trata de un chantaje, se trata de que he decidido quedarme aquí y deberías estar conmigo en esto. Dale una oportunidad, aparta tus prejuicios y aprovecha estas breves vacaciones para desconectar. ¿Crees que podrás hacerlo? ¿Podrás hacerlo por mí?

     Marcos emitió un fuerte suspiro.

     —¡Ven aquí, anda! –extendió los brazos animándome a abrazarle, así lo hice– Te he echado de menos y pese a que no me hace ni puñetera gracia tener que vivir bajo el mismo techo que ese tío, intentaré mirar las cosas con objetividad y serenarme.       

     —Gracias, es lo único que te pido.

     Le miré mordiéndome el labio inferior.

     —Y ahora es el momento de flipar, ya verás que alucinante es esta casa –anuncié empujando su silla con fuerza por el jardín circundante a la casa.

     Reímos como cuando éramos críos. Por un momento olvidamos dónde estábamos y todo lo que había pasado los años anteriores y nos concedimos un respiro para ser dos hermanos que, después de un largo periodo de tiempo, al fin se habían reencontrado.

 

     Llegamos a casa poco después y no perdí tiempo en enseñar a Marcos todas y cada una de las habitaciones.

     —¿Qué hay ahí? –dijo señalando la única puerta que me abstuve de abrir.

     —Es un sótano, nada interesante.

     Debió captar algo en mi voz porque detuvo las ruedas de su silla con la mano, frenándola a mitad de pasillo.

     —Enséñamelo –me incitó.

     —No puedo, hay muchas escaleras y... chatarra.

     —¿Chatarra? –se extrañó.

     —Cosas sin importancia. Lo que sí es una pasada es la sala de música, ya lo verás, es alucinante.

    

     La noche no fue tan especial como había imaginado. Tras dejar a Marcos en su habitación junto a su cuidadora fui a ver a mi padre. Me sorprendió mucho cuando la enfermera me anunció que le habían administrado un sedante porque estaba muy desorientado y se había puesto violento. Las cosas habían cambiado mucho para todos, hasta ese día no imaginé hasta qué punto.

     La cena fue tensa y silenciosa. Edgar no parecía muy colaborador, tan solo permaneció con nosotros los primeros diez minutos, luego se ausentó alegando dolor de cabeza. Intenté crear un buen clima y hablar de todo lo que había estado haciendo, hasta que comprendí que nada de lo que decía parecía tener interés para alguno los presentes.

     Después de ayudar a María a recoger, busqué a Philip en las habitaciones del servicio para hablar con él.

     —¡Diana! ¿Ocurre algo?

     Negué con la cabeza, aunque por dentro seguía estando algo nerviosa.

     —He venido para que me cuentes qué ha pasado esta mañana. He percibido algo –comenté sin entrar en detalles.

     Philip descendió la mirada.

     —No sé si puedo hablar de eso...

     Descolgué la mandíbula.

     —¿Qué me he perdido?

     Philip cerró los ojos y divagó.

     —Bueno...., verás... Marcos se ha encarado con Edgar –le miré perpleja–, le ha dicho que no estaba de acuerdo con todo lo que estaba haciendo y que encontraría la forma de hacérselo pagar, pero ese pequeño enfrentamiento ha quedado en segundo lugar. Tu padre no estaba preparado para venir aquí, ya notificaron a Edgar que se pondría muy nervioso en un entorno desconocido, pero él no quiso decírtelo porque te hacía ilusión pasar junto a él estas fechas. Ha necesitado medicación para volar, para subir al coche y ahora para dormir... me temo que el Alzhéimer está en estado avanzado y eso le hace tener días muy malos, al menos eso es lo que nos ha dicho la enfermera.

     —Vaya...  –tragué saliva– Es peor de lo que imaginaba.

     —Ojalá pudiera hacer algo.

     —No, gracias, Philip, ya has hecho bastante. Que seas sincero es importante para mí.

     Me despedí y subí las escaleras con una sensación de vacío indescriptible, toda mi ilusión se había venido abajo y saber que las cosas podrían ponerse todavía peor, me desmoralizaba.

     Me cuadré frente a la habitación de Edgar. Quería verle, mostrarle mi gratitud por lo que estaba haciendo ya que sabía que para él también era difícil afrontar todo esto, pero no fui lo bastante valiente para llamar a su puerta. Me dirigí a la mía e intenté autoconvencerme de que el día siguiente sería mejor, celebraríamos la noche buena y, como todo el mundo sabe, nada malo puede pasar en noche buena.

    

 

 Navidad

 

            Esa mañana me levanté de un salto. Estaba eufórica por empezar el nuevo día. Me vestí con prisa y bajé ilusionada al comedor.

            —¿Dónde están todos, María?

            Miró detrás de mí y me giré enérgica.

            —¡Papá! ¡Marcos!

            Dos trabajadores acabaron de bajar la silla de mi hermano al comedor y la enfermera sonreía mientras descendía los últimos peldaños con mi padre de la mano.

            —Hoy tiene un buen día –me comunicó mirándome con complicidad.

            Corrí literalmente a sus brazos y le besé hasta no poder más.

            —¿Cómo te encuentras papá?

            —Bien, cielo –miró a su alrededor–. La casa está distinta, has cambiado los muebles.

            Sonreí y volví a besarle.

            —Algo así.

            Seguidamente me giré hacia Marcos, que pese a su seriedad, dejó que le abrazara y besara con mi habitual exceso de cariño.

            —Ya veréis, el desayuno es la mejor comida del día, hay de todo.

            Les acompañé hacia la mesa y justo en el momento en el que María depositaba el café, reparé en que no estaba Edgar.

            —¿Dónde está Edgar?

            —No va a venir.

            Se me cambió el humor.

            —¿Por qué?

            —Tenía asuntos pendientes, ya le conoces.

            Mi hermano captó la decepción en mi rostro.

            —¿Tanto te preocupa que no esté? ¡Tenemos mucho de lo que hablar! No necesitamos espectadores.

            Sonreí sin ganas. Pero decidí armarme de valor y centrarme exclusivamente en ellos.

            La mañana pasó volando. Hablamos de muchas cosas y fue como regresar al pasado; no recordaba la última vez que pudimos estar compartiendo un desayuno tan despreocupados.

            Mi padre estaba tranquilo, habló poco y a menudo me confundía con mi madre, pero esos eran detalles sin importancia. Él estaba bien, tranquilo y relajado, así que no importaba nada más.

            Marcos y yo decidimos salir e ir a hacer turismo por Edimburgo. Le enseñé los lugares más emblemáticos, compramos algunos recuerdos e hicimos mil fotografías. fue inevitable mirar con nostalgia en dirección al vivero donde había compartido tantas mañanas junto a Cristian. Eso formaba parte de mi pasado, pero no podía negar que habían cosas que echaba de menos.

            Cuando regresamos a casa, vimos la chimenea encendida y la mesa dispuesta con ornamentos navideños, preparada para la cena. Me abstraje unos minutos pensando en que serían las primeras navidades del resto de mi vida, ese era, sin lugar a dudas, el acontecimiento que marcaría para siempre un antes y un después en mi vida.

 

            La barandilla de la escalera estaba decorada con ramilletes de muérdago. Unas diminutas luces cálidas se enroscaban en los barrotes proyectando una tenue luz amarilla sobre los escalones de mármol. Me pareció precioso y descendí lentamente, saboreando el momento, pensando en la increíble circunstancia que había propiciado reunir a mi familia y lo afortunada que me sentía por haberlo logrado. Era consciente de que sin Edgar ese milagro no se hubiera producido y ese pensamiento, me produjo un pellizco en el estómago. Cuando llegué al último escalón alcé la mirada. Mi padre estaba sentado, se había vestido con traje y corbata para la ocasión, mi hermano también cambió su habitual chándal por unos vaqueros y una simple camisa blanca, pero en él quedaba perfecto. Aunque no fueron ellos los que llamaron mi atención, fue Edgar.

            Me esperó de pie tras la mesa. Se había puesto la camisa burdeos que le regalé y unos pantalones de pinza negros. Su rostro cubierto con la máscara y el pelo ligeramente engominado hacia un lado. Me pareció tan guapo que tuve que recordar volver a respirar.

            Nunca le había contemplado de ese modo, con fascinación. No solo por cómo iba vestido, sino por todo lo que había hecho por mí. Sus palabras acostumbraban a ser escasas, duras y frías, pero sus actos sí hablaban por sí mismos.

            Me sonrió en cuanto llegué a su lado, y en un acto de caballerosidad medieval, retiró la silla que había a su lado para que pudiera sentarme junto a él. Acomodé el vestido y tomé asiento mirando a los míos. Mi hermano me contempló con semblante serio.

            —Supongo que sabes que no soy imparcial al color de ese vestido –susurró Edgar en mi oído en un momento de distracción de mi familia.

            Sonreí con fugacidad, avergonzada. Había escogido el vestido más elegante que había en mi armario. Era amarillo suave, con falda de tul y cintas de raso que se ceñían a mi cintura en zigzag. No era demasiado navideño, pero era el color favorito de Edgar y eso fue lo que me animó a ponérmelo. 

            María preparó canapés, bandejas de marisco y la tradicional sopa navideña. Comimos con tranquilidad, degustando los distintos platos, pero la buena comida no ayudó a disminuir la tensión que reinaba en la mesa. El silencio se instauró como un comensal más y éramos incapaces de romperlo. Puse de mi parte, pero no hubo nada qué hacer. Cuando mi padre se retiró para ir a dormir, mi hermano desató los sentimientos que estaba guardando hasta ese momento, y todo cuanto me había esmerado en construir esa noche, quedó reducido a cenizas.

           

            —A mí no podéis engañarme... Todo esto es una farsa, ¿qué está pasando realmente aquí?

            —No es ninguna farsa, solo estamos celebrando la navidad –argumenté con tranquilidad.

            —¡No Diana, no intentes liarme! Jamás imaginé que fueras tan frívola, sabes que no podemos celebrar ese día, no desde que murió mamá, ¿es que ya no te acuerdas de ella?

            Apreté los labios.

            —Me acuerdo todos los días.

            —¿En serio? Pues no lo parece, estás viviendo una mentira, te has vendado los ojos para no ver que esto no tiene ningún sentido porque ya no somos una familia. Papá es un extraño y mamá murió hace cuatro años, con ellos perdimos la navidad, así que no entiendo por qué te empeñas en celebrar esta fecha si solo nos trae malos recuerdos.

            —¡Intento seguir adelante con lo que ha quedado! –espeté herida– ¡Recobrar la ilusión! ¿Crees que no me afecta lo que nos ha pasado?

            —Eso creo, sí –confirmó con rabia–. Vives aquí una vida de cuento y te has olvidado de quiénes somos. No te reconozco.

            —¡No es una vida de cuento, Marcos! –chillé desesperada mientras las lágrimas empezaban a traicionar mi voluntad, brotando de mis ojos con desesperación– ¿Crees que para mí es fácil todo esto? ¡Pues no lo es! No hago más que luchar, siempre me preocupo por todos, intento arreglar los estropicios que hay a mi alrededor pese a que yo no los he causado y ¿sabes una cosa? Nadie se ha molestado en preguntar qué es lo que quiero yo. Es fácil criticarme por querer ofrecer algo de normalidad a nuestras vidas, pese a que no tengan nada de normal, pero no eres capaz de tomar las riendas y ofrecer una alternativa mejor.

            Me puse en pie arrastrando mi silla hacia atrás.

            —¡Haced lo que os dé la gana! Iros si queréis, echarme la culpa, ya no me importa nada.

            Ascendí las escaleras controlando el llanto, no quería evidenciar todavía más mi malestar. Me apoyé en la puerta de mi dormitorio y antes de abrirla escuché unas voces que provenían de la planta baja.

            —Al jardín. ¡Ahora!

            Era la voz de Edgar y parecía cabreado.

            Entré rápidamente en mi habitación y abrí la ventana que daba al porche, donde intuía que estaban Edgar y Marcos, para escuchar su conversación.

            —¿Vas a pegarme a caso? ¿Vas a cruzarme la cara por haber dicho la verdad a tu mujer? –preguntó Marcos con sarcasmo.

            —No voy a pegarte, solo quiero decirte una cosa.

            —No hace falta, no quiero escuchar nada que venga de ti.

            Se produjo un leve forcejeo que acabó con un quejido de Marcos.

            —Antes de irte me vas a escuchar, ya lo creo que lo harás.

            —¿Es una amenaza? –preguntó con chulería.

            Edgar decidió ignorar su último comentario.

            —Que sea la última vez en toda tu jodida vida de mierda que hablas a Diana de ese modo. Te he pasado muchas cosas, he consentido que vengas a mi casa, que me faltes al respeto, que te aproveches de mi benevolencia y no he dicho nada, lo he aguantado sin más y lo he hecho por ella. ¿Crees que a mí me importa algo todo esto? Odio estas fechas tanto como tú, pero estoy aquí solo porque a ella le hace ilusión y no pienso chafársela, así que si no puedes hacer algo tan simple por tu hermana, si no eres capaz de hacerlo en pago a todo lo que ella ha hecho por ti, hazlo porque es la única familia que te queda y se merece algo mejor que cargar con las culpas de tus errores.

            Se hizo el silencio durante un rato, en el que dejé de respirar.

            —¿Y tú? ¿Por qué lo haces si para ti todo esto es tan odioso como para mí?

            Edgar suspiró.

            —Todavía no lo sé –reconoció.

            —¿No es porque en el fondo te sientes mal contigo mismo por haberla forzado a casarse contigo?

            —Sinceramente, Marcos, creo que casarse conmigo ha sido lo mejor que le ha podido pasar. Pero ya que lo mencionas, puede que el único motivo que tengo para seguirle el rollo en todo este sinsentido es que quiero que sea feliz. Ella no es feliz con joyas o dinero, lo es con estas pequeñas cosas que requieren un mínimo de sacrificio. 

            —¿Qué te importa a ti su felicidad?

            —Si la persona que vive contigo es feliz, inevitablemente te contagia un poco.

            Se produjo otro angustioso silencio que ninguno de los dos se animó a romper.

            No fui consciente del momento en el que volvieron a entrar en casa, tenía la mente demasiado embotada después de todo lo que había escuchado.

            Pero por encima de todo, me sentía estúpida. Era estúpida por creer que podría convertir esa cárcel en un hogar, por pensar que lograría devolver la ilusión a las personas que la habían perdido y soñar que si ponía de mi parte, podría unir dos mitades de mí misma.

           

 

             Permanecí recluida en mi habitación gran parte de mañana. No quise bajar a celebrar algo que sabía que nadie compartía.

            Mi encierro no duró demasiado, unos nudillos en la puerta desviaron el rumbo que estaban tomando mis pensamientos.

            —¿Puedo entrar?

            —No María, me apetece estar sola.

            —Pero es Navidad. Estamos todos esperándote abajo, no podemos abrir los regalos sin ti.

            Fruncí el ceño. ¿Regalos? Hasta donde sabía, la única que se había encargado de comprar los regalos era yo, y no los había sacado de mi armario.

            —Gracias, María, pero no me apetece, desde ayer los ánimos están caldeados y...

            —¡No digas tonterías!

            María decidió abrir la puerta, pese a que no le había concedido el paso.

            —Vamos a bajar –sentenció abriendo mi armario y eligiendo el atuendo que quería que me pusiera.

            Era un vestido gris con detalles en rojo, algo ajustado para mi gusto, pero me sentaba bien.        

            Inspirando profundamente aparté los malos pensamientos de mi cabeza y descendí las escaleras con cautela.

            Mi familia estaba sentada alrededor del árbol. Edgar sonrió en cuanto puse un pie en el comedor.

            —¿Qué has hecho? –susurré cuando llegué hasta él.

            —Nada que no quisiera hacer –concluyó señalándome los regalos con la cabeza.

            Mi hermano seguía estando serio, como un niño pequeño que permanece enfurruñado para recalcar así su desagrado. Ignoré su gesto y me acerqué a mi padre. Me sonrió no bien me senté a su lado.

           

            La mañana de navidad transcurrió sin incidentes. Edgar regaló a Marcos una silla de ruedas deportiva para practicar baloncesto. Era espectacular y tan moderna y ligera que intuí que debía haberle costado una fortuna.

            Mi padre recibió un estuche alargado y negro. Le ayudé a abrirlo y parpadeé varias veces al ver lo que había en su interior. Era la colección entera de monedas antiguas que había en su vitrina, la misma colección a la que le faltaba la moneda que intentó comprar a mi hermano tiempo atrás, antes de conocernos, antes de llegar al punto donde nos encontrábamos. Miré a Edgar impresionada, ¿cómo podía desprenderse de algo así?

            Mi padre nos sorprendió a todos cuando las cogió y las examinó con detenimiento.

            —¡Mira esto, son las monedas que tenía el abuelo! Creí que las había perdido. Cuando eras pequeña tendías a jugar con ellas a escondidas, ¿te acuerdas?

            Asentí ilusionada de que hubiese recuperado un recuerdo que permaneció enterrado durante años.

            —Nunca lo dije, pero estas monedas son bastante valiosas, ¿cómo has logrado reunirlas?

            Me encogí de hombros, parecía tan ilusionado con haberlas recuperado que ni siquiera reparó en que no eran suyas, pues él nunca había tenido la colección completa.

            Mi hermano miró a Edgar y cuando sus ojos se encontraron casi pude escuchar el chasquido como de interruptor que hizo su mente al recordar el momento en que intentó vender parte de esa misma colección por internet.

            Seguidamente les hice entrega de mis regalos, no eran tan elaborados como los de Edgar pero los recibieron con agrado. Un sofisticado i-phone para Marcos y ropa de abrigo para mi padre. María también se llevó una alegría cuando le entregué el colgante y los pendientes que había elegido para ella. También pensé en Philip y el resto de empleados de la casa y, como no podía ser de otra manera, dejé para el final el regalo de Edgar.

            Abrió el estuche y no encontró más que una simple pulsera de cuerda de color negro con una diminuta medalla de plata que colgaba cerca del cierre.

            Sonreí al estudiar su confusa expresión.

            —La he hecho yo –confesé–, ¿qué se le regala a un hombre que lo tiene todo? Pues algo único, y esa pulsera lo es. No hay dos iguales.

            Sonrió y reparó en que la inscripción de la medalla llevaba escritos nuestros nombres.

            —Gracias, no necesito nada más –extendió su mano en mi dirección– ¿Me la pones?

            Reí en cuanto terminé de abrocharla. No era su estilo para nada, se notaba a leguas que un hombre como él jamás llevaría una pulsera como aquella, quizás fue eso lo que me impulsó a regalársela.  

            —Yo también te he regalado algo.

            Me hizo entrega de una caja mediana y la abrí sonriente bajo su atenta mirada.

            —¡Es una cámara de fotos! –exclamé sorprendida, pero a la vez un poco decepcionada. No entendía nada de mi afición a la fotografía, por qué prefería mi antigua cámara a las nuevas que habían en el mercado. Disimulé delante de él y le di las gracias por su regalo.

            La cámara era francamente espectacular, una Nikon D5 (XQD) último modelo, la misma que utilizan los profesionales de la comunicación. Volví a guardarla en su funda preguntándome si alguna vez llegaría a usarla.

           

            Tras los regalos pasamos el tiempo viendo películas antiguas y hablando de nuestras cosas. Todo estaba en aparente armonía, pero había algo en el ambiente que me hacía estar intranquila.

            Una vez reinó la calma en casa y mi padre subió a su habitación a descansar, busqué en cada estancia hasta dar con Edgar. Tenía la sensación de que hacía una eternidad que no disponíamos de un tiempo para nosotros, ya que tendía a ausentarse en presencia de mi hermano. Lo encontré saliendo de la cocina y corrí a su encuentro.

            —Mañana es el último día –comuniqué, esperando que ese detalle consiguiera aliviarle– Sé que ha sido muy duro para ti y tal vez no tenía que haber forzado las cosas, es pronto y obviamente, Marcos aún no está preparado para esto.

            —Yo creo que has hecho lo correcto, solo hace falta tiempo e insistencia para que pueda aceptar que ahora las cosas son así. Estoy convencido de que el año que viene irá mejor.

            Sonreí mientras acompasaba sus pasos hacia las escaleras, pero antes de ascender, un ruido nos obligó a girarnos al mismo tiempo.     

            —¿Qué ha sido eso?

            Volvimos a escuchar el estrépito de unos cristales rotos y nuestras miradas se encontraron.

            —Viene de mi despacho –confirmó Edgar.

            Corrimos por el pasillo y el aliento se me congeló en el pecho al ver que la silla de Marcos estaba aparcada fuera. Bajamos las escaleras lo más rápido que pudimos y lo encontramos sentado en el suelo, rompiendo todas las vitrinas que habían a su alcance con un palo de madera.

            —¡Marcos no! –grité y corrí para detenerle, pero llegué tarde y volvió a golpear otra vitrina, haciendo que el cristal se rompiera en mil pedazos.

            —¡Esto es que lo que pasa! ¡Este tío ha tramado esto desde el principio! Se aprovecha de las personas buenas y las contamina.

            —¡¿Pero qué estás haciendo...?!

            Me agaché con rapidez para recoger los objetos que estaban en el suelo, sobre un lecho de cristales. Edgar me detuvo antes de que pudiera hacerlo.

            —Te vas a cortar, sube arriba y espérame con María. Llama a la enfermera.

            —¡Pero Edgar, está destrozando tus cosas! –los ojos se me llenaron de lágrimas.

            —Vete, no toques nada. Yo lo arreglo.

            —¡No puedo dejarte!

            —¿Vas a consentir que siga dándote órdenes? –Marcos dio un manotazo a un trozo de cristal enorme que aterrizó contra mis pies.

            Edgar me cogió de la mano y me arrastró hacia las escaleras.

            —Hazme caso por una vez en tu vida. Vete.

            No tuve alternativa. Hice lo que me ordenó y esperé impaciente junto a María.

           

            Una hora después, Edgar entró en mi habitación masajeándose las sienes con una mano. Me quedé paralizada, ansiosa porque empezara a habar.

            —María, ¿puedes dejarnos un momento, por favor?

            Se levantó y antes de irse, acarició el rostro de Edgar sin decir nada.

            —¿Qué ha pasado? –pregunté, impaciente.

            —Tu hermano ya está mejor, así que no temas, ahora duerme tranquilo en su cama.

            —Pero ¿por qué...?

            —Necesitaba desfogarse. Sigue enfadado por todo lo que le ha pasado, todavía tiene episodios de ansiedad a causa de la abstinencia y verse privado de su autonomía le hace estar irascible.

            Contemplé a Edgar con lágrimas en los ojos, entendía lo que me decía pero no podía comprender su serenidad después de lo que había sucedido en el sótano.

            —Ha destrozado tus cosas, él ha...

            —Shhh... –me acalló acercándose a mí para acariciar mis brazos, intentando disminuir la tensión– no tiene importancia.

            —¡¿Que no la tiene?! ¡Llevas años coleccionando! ¡Hay cosas que tienen un valor incalculable, así que no me digas que no importa!

            —Tranquilízate, Diana, solo son cosas, se pueden reponer.

            Le miré sin entender. ¿A qué se debía tanta comprensión?

            —No te reconozco –constaté negando con la cabeza– ¿Por qué estás tan sereno?

            Él sonrió y emitió un profundo suspiro.

            —Estoy sereno porque no ha habido nada que lamentar. Tú estás bien, Marcos ha conseguido calmarse y tras mantener una conversación con él, ha admitido su error y se ha disculpado. Así que, como ves, todo está bien.

              Le contemplé extrañada. Lo curioso de la situación es que en ese momento no pensaba en mi hermano, era Edgar quien acaparaba mi atención. Sufría por él, por haber tenido que presenciar la peor cara de Marcos y haber perdido tanto en esos dos días. Jamás imaginé que podría pasar algo parecido.

            —Lo siento mucho, de verdad... –las lágrimas corrieron por mis mejillas como un fresco torrente– No tenía que haberles obligado a venir, era obvio que ninguno de los dos quería hacerlo. Todo ha sido por mi culpa, me empeciné en hacer algo distinto, creyendo que estos días bastarían para volver a unirnos, pero fue un error. No se puede volver a unir lo que ya se ha roto.

            El mundo entero se me cayó encima en cuanto acepté esa aplastante realidad. Estaba sola. Marcos no era el mismo, tardaría mucho tiempo en recuperarle. Mi padre era prácticamente como un extraño, a veces ni siquiera me recordaba y mi mejor amiga, Emma, hacía siglos que no lograba contactar con ella. Se podía decir que todo mi mundo se había venido abajo, atrayéndome todavía más a Edgar, pues éramos dos personas solitarias en medio de un caos incontrolable.

            —¡No digas eso! –intervino alzándome el rostro–, dale tiempo, las cosas no serán siempre así. Si la próxima vez te reúnes con ellos en España, en un entorno que dominan, todo será diferente, estoy seguro.

            Cerré los ojos un instante e inspiré profundamente antes de abrazarle. Le rodeé con suavidad concentrándome en el calor que me transmitía su cuerpo. Me sentía mal conmigo misma por haber forzado las cosas, ahora era Edgar quien pagaba las consecuencias de mi estupidez.

            Me separé de él y alcé la mirada. Sus ojos, tranquilos, me contemplaban como queriendo retener todos los detalles de mi rostro. Entonces caí en la cuenta de que nunca hasta ese momento había estado tan cerca de él. Nuestras caras estaban a escasos milímetros, podía sentir incluso su respiración acariciándome el rostro.

             No era la primera vez que me encontraba tan cerca de un hombre. Había besado a otros antes, pero con Edgar era diferente. Me intimidaba y fruto de ese sentimiento me estremecí y empezó a bullir la sangre que circulaba por mis venas. Mi corazón también se agitó, produciendo audibles latidos en vistas de lo que estaba a punto de hacer. Tenía muchas ganas de besarle, de demostrar mi infinita gratitud y todo el cariño que, con el tiempo, había logrado cultivar.

            Me mordí el labio inferior sin separarme lo más mínimo, por dentro imploraba que fuese él quien recorriera la distancia que nos separaba y me demostrara que ese sentimiento era recíproco, sin embargo no fue capaz. Permaneció congelado el tiempo que yo me debatía conmigo misma, observando la sensualidad de sus perfectos labios, que parecían llamarme sin necesidad de producir palabra.

            Sin pensármelo dos veces decidí sobrepasar la fina línea que nos separaba y rozar muy sutilmente sus labios con los míos. Al instante percibí su suavidad y otro escalofrío recorrió mi cuerpo de arriba abajo.

            Esperé lo que me parecieron largos segundos a que él me correspondiera desatando todo el deseo que había en mí, pero no hubo más reacciones por su parte. Sonrió de medio lado y se separó, aunque sus brazos seguían rodeándome.

            —Será mejor que vayamos a dormir, es tarde y ha sido un día muy largo.

            Su comentario me confundió tanto como la sonrisa de autosuficiencia que se había tatuado en su rostro.

            —Sí –confirmé obligándome a recuperar los papeles. No podía creer que hubiese estado a punto de besarle, ¿qué demonios me había pasado?

            Hicieron falta horas para que dejara de dar vueltas a ese inesperado incidente y me abandonara a un plácido y profundo sueño reparador. 

             

           

        

    Días tranquilos

 

 

     Me despedí de mi padre y mi hermano sin saber cuándo volvería a verles. Me dolía dejarlos marchar, pero al mismo tiempo entendía que era necesario.

     La actitud de Marcos mejoró el último día. Hicimos las paces y se esmeró en recuperar el tiempo perdido poniendo de su parte para solventar las pequeñas diferencias que nos separaban. No pensábamos del mismo modo y él no acababa de aceptar mi relación con Edgar, pero tras el incidente en el despacho algo cambió. No sabía exactamente qué había sido, pero algo me decía que la conversación que mantuvo con Edgar propició dicho cambio. 

     Tan pronto la casa quedó vacía, cada uno recuperó su lugar, borrando para siempre lo acontecido en los últimos días. Si había conseguido que Edgar invirtiera más tiempo para pasar juntos las navidades, ahora había vuelto bruscamente a sus quehaceres, recluyéndose en su mazmorra y reconstruyendo el muro de acero todavía más alto a nuestro alrededor.

     No podía entender, por más que me esmeraba, por qué de repente se comportaba de ese modo. Cómo podía ser tierno y dulce y al segundo siguiente un déspota ermitaño.  Sea como fuere su actitud empezaba a cansarme y entonces me di cuenta de que mi paciencia se había agotado. No tenía miedo a nada, creía conocer bien a Edgar para saber hasta dónde podía llegar y cuáles eran sus límites, así que decidí coger un atajo e ir directamente a la raíz del problema: Había algo extraño en su manera de comportarse, más allá de su rígida personalidad, que hacía que se comportara de ese modo. El atajo me conducía directamente hacia la única persona que sabía algo de él que yo desconocía, así que no perdí tiempo y tras un par de semanas en las que apenas tuve contacto con Edgar, decidí ir a ver a Steve.

     En ese momento no fui consciente de que había topado con la punta de la madeja de lana, y al tirar de ella con fuerza, desenmarañaría el secreto mejor guardado de mi marido; por el que hubiese preferido morir en lugar de revelarme.

 

 

           

La verdad

    

           

    

      La lluvia se hizo tan intensa que me costaba ver la carretera. Todo eran sombras tras una tupida cortina de agua.

     El coche giró hacia la derecha, desde ahí podía ver el edificio del hospital, pero la enorme caravana nos imposibilitaba llegar antes a nuestro destino. Además, la lluvia había convertido las calles en ríos y la gente se resguardaba bajo los soportales, esperando a que amainara. Los vehículos, sin embargo, habían decidido salir todos a la vez, desafiando las condiciones climatológicas.

     Después de veinte largos e interminables minutos, llegamos al parking del hospital. Me incorporé acercándome al asiento del conductor.

     —Espérame aquí, Philip. No tardo nada.

     —Pero ¡está lloviendo muchísimo! ¿No prefieres esperar a que...?

     —Creo que he pasado mucho tiempo esperando y ya no puedo más. No te preocupes, solo es agua –dije restándole importancia.

     —Pero...

     Intentó reprenderme una vez más. Le dediqué una mirada censuradora para que no lo hiciera y entendió perfectamente lo que quería decir.

     Me puse la chaqueta sobre la cabeza y corrí por los amplios jardines ignorando el aguacero, incluso el barro que me impedía ir más rápida, ya que se adhería a las suelas de mis zapatos intentando retenerlas.

     Cuando entré en el hospital, al fin respiré tranquila. Recorrí a paso ligero el largo pasillo hasta llegar al mostrador de información.

     —Necesito hablar con el doctor Steve Masters, por favor. Es urgente.

     —¿Steve Masters? ¿El cirujano? –preguntó con incredulidad.

     —El mismo –asentí.

     —¿No tiene cita concertada?

     Tragué saliva y emití un suspiro de hastío, cansada de tantos formalismos.

     —Soy un familiar –mentí–. Dígale que Diana le busca y es urgente, por favor.

     La recepcionista meditó mi argumento, no sabía si acatar el protocolo y obligarme a concertar una cita o llamar a Steve y anunciarle mi llegada. Por suerte, eligió la segunda opción.

 

      —¡Diana! –exclamó Steve transcurridos varios minutos, dirigiéndose a mí a toda prisa– ¿Dónde está Edgar? –preguntó nervioso– ¿Se encuentra bien?

     Su pregunta me desconcertó tanto como su rostro velado por una preocupación palpable.

     —Edgar no ha venido, solo yo –le aclaré–. Necesito hablar contigo.

     —Pero ¿está bien?

     Le miré extrañada. Ya no me cabía ninguna duda: estaba perdiéndome algo importante, otra vez.    

     —Venga, vayamos a mi despacho –me propuso sin rebajar un ápice su preocupación.             Miró nervioso a su alrededor y me acompañó colocando suavemente una mano en mi espalda.

     En el ascensor, nos miramos sin hablar hasta llegar a la octava planta, donde se encontraba su despacho.

     Una vez más volvió a guiarme por el pasillo y abrió la puerta dejándome entrar primera. Al cerrar, me invitó a sentarme. Me pareció un poco asustado, tal vez intimidado por mi presencia, y eso era algo que no me encajaba con su personalidad, al menos con lo que había visto de él hasta el momento. 

     Tomé asiento frente a él sin dejar de observar sus movimientos.

     —¿Cuál es el motivo de tu visita? –decidió preguntar primero.

     Le miré suspicaz.

     —¿Por qué has creído que venía por Edgar? ¿Qué está pasando, Steve?

     —Bueno –carraspeó y desvió la mirada, nervioso–, sé que últimamente sufre de fuertes jaquecas y... –se mordió el labio inferior– Dime, Diana, ¿qué te trae aquí con tanta urgencia, qué necesitas de mí?

     Negué con la cabeza, intentando ordenar mis pensamientos.

     —Steve, sabes que Edgar sufre jaquecas casi a diario, ni siquiera me hubiese molestado a venir si solo se tratase de eso.

     —¿Entonces?

     —No me has contestado –le interrumpí– ¿Por qué te has alarmado tanto al pensar que venía por Edgar? ¡¿Qué pasa?!

     Steve cogió un bolígrafo del escritorio y empezó a hacerlo girar entre sus dedos, desviando parte de mi atención.

     —Como sabes llevo un exhaustivo seguimiento de Edgar, además, soy quien le administra la medicación y pensé que lo más lógico era... –interrumpió su discurso, parecía que tenía miedo de hablar de más.

     —Ahora que lo dices, sí, reconozco que he venido por Edgar y por una conversación que tenemos pendiente tú y yo.

     Frunció el ceño, obviamente no se acordaba de nuestro acuerdo.

     —Pues tú dirás... –me invitó a continuar, curioso.

     —He estado observando: las llamadas, las ausencias prolongadas, las recetas de medicamentos... Además, Edgar lleva más tiempo de lo normal encerrado en su despacho, se niega a ver a nadie, apenas nos encontramos y no entiendo por qué. Al principio creí que era por algo que había hecho, en fin... –gesticulé con la mano–, él es así. A veces consigo que se abra, que muestre mínimamente sus emociones y al día siguiente vuelve a cerrarse en banda, se aparta todo lo que puede de mí. De hecho no es la primera vez que lo hace, pero luego me dio por pensar... ¡No tiene sentido que me trate así! No después de tanto tiempo, si lo hace es por algo ajeno a mí. Entonces recordé la llamada del aeropuerto y la promesa que me hiciste.

     Steve empalideció.

     —Me prometiste que si regresaba y daba otra oportunidad a ese enorme cabezota, me contarías todo lo que sabías de él si este no lo hacía, y bien, creo que ya ha llegado el momento de que me digas qué es lo que sabes de él realmente. ¿Por qué habláis a escondidas y os ausentáis sin dar explicaciones? Quiero saberlo todo y quiero saberlo ya.

     Fui tan rotunda que Steve se quedó sin palabras, a continuación, tragó saliva. Apuesto a que no estaba acostumbrado a que alguien mostrara una postura tan tajante sin dejarle más opciones. También sabía que fuera lo que fuese lo que se traían entre manos, no podía posponerlo más. 

     —Diana, no sé si es buen momento para hablar de eso. Tengo pacientes por atender y...

     —No me importa –intervine con calma–. Esperaré el tiempo que haga falta, pero de aquí no pienso moverme. Hoy, por primera vez en mi vida, me he dado cuenta de que algo grave le pasa a Edgar, tengo esa intuición, y soy plenamente consciente del esfuerzo que invierte en ocultármelo, así que debe de ser algo más fuerte, incluso, que su traumática infancia.

     Steve se acercó hacia la mesa con repentino interés.

     —Edgar nunca me ha hablado de su infancia. ¿Fue traumática?

     No quise entrar en detalles, y menos cuando acababa de descubrir que Steve tenía otro fragmento del enorme rompecabezas que intentaba unir, un fragmento diferente al mío.

     —¿Qué sucede, Steve? Merezco conocer la verdad.

     Él suspiró y se recostó en su silla de cuero haciéndola crujir.

     —Edgar me matará en cuanto se entere de que he hablado contigo de esto, pero por otra parte, no imaginas las ganas que tengo de hacerlo. Tal vez así consigas que ese tozudo entre en razón.

     —Pues bien, soy toda oídos –le aclaré cargando de aire mis pulmones, no podía negar que estaba nerviosa por conocer su versión.

     Steve también cogió aire y me miró con intensidad, luego, giró su silla hacia el archivador de su izquierda y lo abrió con energía, de su interior extrajo el historial médico de Edgar.

     Extendió unas radiografías sobre la mesa, a simple vista me parecieron todas iguales, aun así no aparté la vista de ellas.

     —Edgar sufrió un accidente en un taller con veinte años –empezó sin alzar la vista de los documentos–. Al parecer hubo una fuerte explosión, un bidón de gasolina o algo parecido estalló a escasos metros de él y le produjo quemaduras en el rostro, además de la ceguera del ojo derecho.

     Asentí, hasta ahí estaba al tanto.

     —Pero eso no fue todo –le contemplé con mucha atención–, una esquirla del bidón se incrustó en su cerebro alcanzando el lóbulo occipital. Por alguna extraña razón, esa esquirla alojada en su cerebro, está colocada de tal manera que le permite ver con normalidad por el ojo izquierdo, pero a cambio le ocasiona fuertes dolores de cabeza que debemos paliar con  antiinflamatorios, analgésicos y antibióticos para que pueda seguir llevando una vida relativamente normal. Debemos controlar mucho las dosis, pues no debemos olvidar que su cerebro está alojando un fragmento de metal.

     Me revolví inquieta en la butaca, incrédula por todo cuanto me estaba contando.

     —¿Estás diciendo que Edgar lleva más de quince años con una esquirla clavada en su cerebro? ¿Eso es lo que le provoca las jaquecas?

     Steve asintió.

     —¿Por qué no se la extraen?

     —Ahí va la segunda parte –asintió señalando la radiografía de su cerebro y el pequeño tozo de metal que se veía en ella–. Si se le extrae el fragmento hay un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que pierda la visión completamente. Le provocaría una ceguera cortical irreversible.

     Abrí la boca por la impresión.

     —¿Y eso es lo que hace que no quiera operarse?

     Steve se rascó la cabeza con nerviosismo.

     —Edgar no quiere ni oír hablar de la posibilidad de perder la visión, ya le costó aceptar perder la visibilidad en el ojo derecho, así que prefiere soportar el dolor y esperar a que con la medicación se rebaje un poco, antes de aceptar una ceguera total –Steve suspiró y sus ojos mostraron una profunda pena–.  Lo peor de todo es que pueden ocurrir dos cosas: la primera es que finalmente pierda la vista de todas formas, aún sigue siendo un misterio para la ciencia que Edgar pueda seguir adelante albergando un cuerpo extraño en su interior. La segunda..., es la muerte.

     —¡¿Cómo?! ¡¿Edgar puede morir?!        

     —Estamos luchando contra fuertes jaquecas, fiebres, infecciones... ¿cuántos años más crees que un cuerpo humano puede soportar eso? Desde mi punto de vista ya es toda una proeza que haya sobrevivido quince años. No alcanzo a imaginar el enorme sufrimiento que supone para él soportar ese dolor diario. A veces conseguimos mantenerlo a raya, pero pronto debemos cambiar la medicación y volver a empezar porque su metabolismo se acostumbra a los fármacos y pierden su eficacia. Es muy difícil lidiar con eso. Pero Edgar prefiere morir antes que operarse y perder la vista. Siempre he pensado que la culpa de su obstinación la tiene la falta de aliciente. Le falta algo por lo que merezca la pena luchar y salir adelante, y él no lo ha encontrado todavía.

     Empalidecí, fui incapaz de decir algo al respecto.

     —Verás, seré completamente sincero contigo, Diana. Edgar solo tiene una opción: operarse y convivir con las secuelas. No puede prolongar esta situación mucho más, porque de un tiempo a esta parte su estado ha empeorado notablemente. El día que te llamé en el aeropuerto... –divagó– lo único que pretendía era que estuvieras con él, que se forjara algo bueno entre vosotros, ¿entiendes? Que le dieras un motivo por el cual valiera la pena luchar, operarse y seguir adelante. Llevo años insistiendo para que pase por el quirófano y no quiere escucharme. Parece que tiene tan asumido que morirá joven que ha decidido vivir a toda prisa los años que le quedan. Me consta que tiene al día su testamento, tu llegada, sus negocios... está cerrando capítulos de su vida para dejarlo todo bien atado. No lo ha hecho hasta ahora, lo que me hace suponer que él ha visto que esto se le está yendo de las manos, que el dolor que sufre se ha intensificado y que le queda poco tiempo. Es la única explicación que encuentro para todo esto.

     Un escalofrío me recorrió el cuerpo haciéndome temblar; no daba crédito.

     —No puede ser, él no... él también tiene momentos buenos, tranquilos, parece como si...

     —A veces consigue estabilizar un poco el dolor, que sea soportable. Pero esa situación no dura mucho, ¿verdad? Dime, ¿se encierra a menudo en su despacho? Su despacho es su refugio, un lugar oscuro, sin sonidos, ajeno a todo, donde consigue neutralizarlo.

     —Yo pensaba que ahí trabajaba y atendía sus negocios, sus hobbies...

     —Poco a poco ha ido recluyéndose ahí de forma permanente, haciendo de ese lugar oscuro una segunda vivienda dentro de su propia casa, cuando la única realidad es que no quiere mostrar su sufrimiento frente a los demás.

     Los ojos se me llenaron de lágrimas.

     —¡Esto no puede ser! Debemos hacer que se opere, no queda otra. ¡No puede morir por algo que tiene solución!

     El llanto salió sin previo aviso, invadiendo mis mejillas. Me afané en restañar las lágrimas con la mano.

     —Ese es el problema, para él la ceguera no es una solución.

     Empecé a revolverme en la butaca, incómoda.

     —¿Estás seguro que no hay una pequeña posibilidad de que pueda operarse sin perder la visión?

     —Si la hubiera, por pequeña que fuese la hubiese encontrado, créeme, llevo años estudiando su caso, buscando alternativas... Pero debo ser sincero en esto y decir que por muy bien que lo haga, por mucho que me esfuerce, es casi imposible que pueda conservarla. Nadie lo siente más que yo.

     Miré a Steve con una profunda pena.

     —¿Qué puedo hacer?

     Steve se encogió de hombros.

     —No puedo decirte lo que debes hacer, Diana. Sé que no le amas, puede que sientas cariño, incluso que quieras ayudarle. Pero tarde o temprano te irás y él tendrá que convivir con sus problemas solo. No estoy seguro de que pueda soportar todo lo que se le viene encima.

     Le miré incrédula.

     —¿Te das cuenta de la enorme responsabilidad que recae sobre mí? ¡La vida de un hombre está en mis manos! Si me quedo y seguimos como hasta ahora, fingiendo que esto no está pasando, se quedará ciego y tendré que continuar a su lado para ayudarle o morirá y me azotará ese enorme pesar. Si le convenzo para operarse, vivirá, pero ¿a qué precio? Yo no quiero esto, no porque se quede ciego, sino porque... –me toqué el pecho con la mano–. ¡No sé qué hacer!

     Steve asintió poniéndose en mi lugar. Extendió la mano para sostener la mía por encima de la mesa en señal de apoyo.

     —Perdóname por querer que te quedaras, en su momento pensé que era una buena opción, pero ahora me doy cuenta de que he metido la pata. El único consejo que puedo darte es que pienses en ti. Haz lo que quieras, por una vez. Vete. Regresa a España y no te preocupes por Edgar porque nunca estará solo, yo me quedaré con él, estaremos juntos, ¿de acuerdo?

     Negué con la cabeza y aparté mi mano de las suyas con brusquedad. Irme no era una alternativa factible. 

     —¡No puedes decirme que me vaya después de todo lo que sé! No soy tan fría para eso, no podría alejarme sin más dejando las cosas así.

     —Pero todo esto no es asunto tuyo, no lo has provocado tú. Era algo irremediable.

     —En cualquier caso debe haber algo que yo pueda hacer... Necesito hacerlo, necesito... –me quedé en silencio unos segundos pensando, buscando en mi mente una salida a semejante embrollo– ¡Ya sé! –exclamé con alegría.

     —¿Qué? –Steve me miró esperanzado.

     —Hasta donde tengo entendido, a efectos legales soy su mujer.

     Me miró sin entender.

     —Sí... –respondió sin saber por dónde iba.

     —Podemos alegar, de alguna forma, que él no está actualmente en plenas facultades y como su esposa apruebo la operación que es de vital importancia para su supervivencia. Puedo ser yo la que la autorice.

     Steve abrió la boca, alucinado. Seguidamente esbozó una fugaz sonrisa.

     —Podría funcionar, puedo buscar algún pretexto que te permita a ti tomar la decisión por él, incapacitarle de alguna forma...

     Sonreí en respuesta.

     —El problema es que le vamos a obligar a hacer algo que no quiere, se enfadará conmigo, me acusará de ser la única responsable de su infelicidad, de haberle dejado ciego... –seguí analizando lo que mi implicación ocasionaría.

     —Pero para entonces tú estarás lejos de aquí, podrás regresar a tu hogar sabiendo que le has salvado la vida. Yo me encargaré de que recupere las ganas de vivir, no cesaré en mi empeño de conseguirlo.

     Mis ojos se cristalizaron una vez más por las lágrimas que amenazaban por salir. La idea me parecía buena, pero al mismo tiempo me dolía que Steve diera por sentado que realmente quería alejarme de Edgar. No podía culparle, desde su punto de vista lo único que me unía a él era mi perseverancia por querer descubrir sus secretos más ocultos y devolverle parte de la deuda que había contraído. Lejos de eso existía una pequeña semilla de sentimiento, plantada tiempo atrás, que había empezado a echar raíces en algún recoveco de mi infranqueable corazón. Nuestros momentos vividos, el tiempo que hacía que estábamos juntos... todo había causado un efecto en mí, lo que hacía que mi cabeza estuviese dividida en dos mitades.

     No podía llamarlo amor, no le había elegido. Nuestros inicios fueron confusos, repletos de contradicciones, impotencia, peleas... pero en ese momento todo aquello me pareció lejano. Edgar había ejercido parte de su influencia sobre mí y había conseguido que el odio más profundo que sentía quedara relegado a otro sentimiento más fuerte. No sabría definirlo, en cualquier caso podía afirmar que no me había dejado indiferente.

     Irme sin más no era una opción que planteara en ese momento, pero no quise contradecir a Steve, después de todo, no sabía lo que iba a hacer, navegaba en un mar de dudas, de confusiones. Debía esperar a que todo se esclareciera y solo entonces, estaría preparada para tomar una decisión.

     La charla con Steve se prolongó un poco más de lo esperado. Quería sonsacarme lo que había descubierto de Edgar, que le contara aspectos que él me había confiado sobre su infancia. Sutilmente esquivé el tema, ya habíamos hondado en diferentes aspectos que él quería mantener ocultos, no era el momento de hacerle transparente frente a Steve también, después de todo, yo era su mujer (por más que me costara reconocerlo), tenía derecho a saber todo acerca del hombre con el que estaba casada, con el que convivía. Esa teoría no era aplicable a un amigo, por muy buen amigo que fuese.

     Me encaminé hacia el aparcamiento, la lluvia no había cesado todavía y agradecí que me bañara entera mientras me dirigía hasta el coche. El agua fría era como un bálsamo que neutralizaba el hervidero de pensamientos que invadían mi cabeza, eso me permitió regresar a la realidad de mi circunstancia y meditar acerca de los pasos que debía tomar a continuación.

     No sería un camino fácil. Conociendo a Edgar, sabía que sería todo un reto para mí lograr que él cediera a una petición de tal calibre, así que debía ser más astuta que él y llevarlo a un callejón sin salida, sabiendo que mis decisiones eran las adecuadas para él.

     Al llegar a casa, me quedé sentada en el interior del coche unos minutos más. Mi cabeza no dejaba de dar vueltas, era mucho lo que tenía que analizar y me daba la sensación de que disponía de poco tiempo. Sin saber por qué, volví a llorar por Edgar. Tal vez ahora entendía un poco más su irritable humor, su aislamiento, las cosas que hacía y por qué las hacía... Poco a poco dejé de verle como una persona con innumerables defectos para convertirse en alguien con múltiples cualidades. ¿Quién de nosotros sería capaz de aguantar en silencio todo lo que había vivido, salir adelante, forjar un espléndido futuro, controlar su propio sufrimiento, pensar en las personas que estaban a su alrededor y mantenerlas al margen de su realidad para evitar sufrimientos innecesarios? ¿Quién de nosotros sería lo suficientemente fuerte para sobrellevar eso solo? Ahora todo tenía una explicación, una raíz, un motivo, y conocerlo, hacía que cada pieza encajara.

     Jamás imaginé que viviría algo así, que descubría la extraordinaria fortaleza y personalidad que un hombre enterraba bajo varios metros de vanidad, prepotencia, osadía, provocación y autoridad. Todo eran mecanismos de defensa, estrategias con las que conseguía difuminar lo que él consideraba flaquezas.

     Mi deber hasta ahora había consistido en desenterrar la parte más humana de Edgar, esa que había mantenido oculta al mundo en su propio beneficio, pero ahora mi labor era mucho más importante, debía conseguir que se despojara de todos esos sentimientos negativos y apostara por vivir un nuevo comienzo. Debía proporcionarle un aliciente, tal y como había mencionado Steve, que le hiciera desear, tanto como yo, ese comienzo.

     Me encaminé hacia la casa sin prestar atención a la lluvia; nada me importaba. El agua borró mis lágrimas justo antes de abrir la puerta.

     Puse un pie dentro y choqué de bruces contra la cara confusa de Edgar. Podía apreciar la duda, la confusión, el miedo... todo eso concentrado en la parte sin cubrir de su rostro.

     No me atreví a pronunciarme todavía, ambos sabíamos que había ido al hospital y lo que había hecho. Seguramente Philip le había puesto al corriente del destino de nuestra escapada.

     Fruncí fuertemente los labios, deseando no mostrar ninguna emoción, aunque dudo que realmente lo consiguiera. Estaba demasiado afectada como para disimularlo. Sin decir una sola palabra, llevé mis manos hacia la máscara negra que escondía parte de su rostro. Estaba cansada de ella, la odiaba con todas mis fuerza y no deseaba otra cosa más que hacerla desaparecer.

     Con cuidado la retiré de su rostro desatando la goma que llevaba atada por detrás.

     —¿Qué haces? –preguntó cubriéndose esa parte con la mano, intentando alejarla nuevamente de mí.

     Tiré la máscara al suelo y me afané a retirar su mano de la cara.

     —Se acabaron las máscaras –sentencié tocando sin miedo sus profundas cicatrices.

     Parecía confuso mientras le acariciaba el rostro, tal vez incómodo. No se esperaba para nada mi actitud. Eso me impulsó a ser todavía más impredecible.

     Los ojos de Edgar brillaban con gran intensidad, uno envuelto por la niebla y otro azul turquesa, capaz de hipnotizar a cualquiera.

     Era muy guapo. A mis ojos había cambiado de forma inimaginable, casi no prestaba atención a sus heridas, el conjunto en sí me parecía hermoso.

     Aprovechando que mi mano seguía soldada a su rostro la deslicé hacia la nuca, para acariciar su suave cabello oscuro, y sintiéndome dominada por un deseo superior, del que hasta ahora desconocía que existiera, atraje su rostro hacia el mío con decisión.

     Me cuadré frente a él, separada tan solo por escasos milímetros. Podía advertir su nerviosismo, pero por alguna razón yo no lo estaba. El cariño más absoluto, ese que había conseguido despertar en mí, invadía cada centímetro de mi cuerpo y no pude más que dejarlo fluir; solo quería que supiera que entendía por lo que estaba pasando.

     Con súbita decisión acerqué mis labios a los suyos sin pensar realmente en lo que estaba haciendo, no me apetecía seguir analizándolo todo, solo quería actuar, hacer lo que dictaba mi corazón sin pensar en nada más.

     Con suavidad acaricié sus labios rígidos y distantes con los míos, intentando hacer que respondieran a la demanda de mi beso, pero necesité ser más insistente para que me correspondiera. Utilicé la otra mano para soldarme a su cuello y volver a intentarlo.

     Entonces, por fin, se produjo el cambio. Tomó mi cara entre sus manos, casi con rudeza y me besó de verdad, moviendo sus labios insistentes sobre los míos.

     Realmente no había excusa para mi comportamiento. Ahora lo veo más claro, como es lógico. De cualquier modo parecía que no podía dejar de comportarme de forma incoherente. Mis brazos se apretaron más fuertemente a su cuello y me quedé de pronto pegada a su cuerpo, fuerte como una roca. Suspiré y mis labios se entreabrieron, invadiendo los suyos con más intensidad.

     El beso hizo que mi corazón se disparara y un pellizco alojado en lo más profundo de mi vientre me estremeció convirtiendo la piel de gallina.

     Me di cuenta de que deseaba más, quería seguir experimentando esa extraordinaria sensación, para mí era algo nuevo, inexplorado, y no quería que terminara.

     Animada por las mágicas sensaciones que aleteaban en mi vientre, retiré sus manos de mi rostro y las acompañé descendiendo por mi cuerpo, el cuello, los pechos y las caderas para dejarlas ahí.

     —Estás empapada –constató al percibir mi ropa mojada a causa de la lluvia.

     Le miré una vez más, su urgencia había descendido un ápice, pero no la mía.

     Con determinación sostuve su mano, que seguía flácida, sin vida sobre mi cadera y tiré de él para subir las escaleras.

 

 

     Continuará...